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El naturalismo en la novela

Ortega Munilla, Palacio Valdés, doña Emilla Pardo Bazán, Picón, etc.

Francisco Blanco García





No es fácil precisar con acierto los caracteres del innovador sistema literario, que con el nombre de naturalismo, invadió no ha muchos años, como tromba de fuego, los campos de la novela. La vaguedad e inconexión de sus principios le convierten en Proteo multiforme, a quien viste cada cual según su gusto, sin excluir a los fundadores y padres graves de la escuela, que no quieren o no saben exponer sus doctrinas con la lucidez y la firmeza debidas. Léanse los libros de crítica y las narraciones del mismísimo Zola; compárense con los de sus imitadores, y nadie será capaz de resolver si el naturalismo es una cosa nueva, desconocida hasta nuestros tiempos, o una resurrección de antiguas teorías, nunca muertas del todo, aunque sí transformadas en el decurso y conforme a las exigencias de cada siglo. Mientras la mayoría de admiradores y adversarios ve en el autor de los Rougon-Macquart y de Pot-Bouille al representante genuino del arte naturalista, otros comienzan su historia, no ya con Balzac o con Stendhal, sino con los creadores del Parnaso helénico, entresacando después lo que más les place en la literatura latina y en las modernas. Tal autor hay entre los del gremio que no teme reprobar en Zola cuanto tiene de más original y característico, y le halla, por otra parte, con facilidad asombrosa un sinnúmero de predecesores, para demostrar así que no es ésta una moda más, sino un conjunto de máximas eternas en cuya observancia estriba la futura regeneración de la novela.

Vaya todo por Dios. Pero entonces no sé a qué vienen esas ínfulas magistrales con que nos habla Zola de su innovación y sus aspiraciones, esa guerra a lo existente propia de revolucionarios anarquistas, ni ese excusado neologismo con que bautizan a su escuela, cuyo prestigio de ayer y descrédito de hoy tiene por causa principalísima, si no única, la versatilidad del público que hace ruido. Algo hay, es cierto, en el descoco de Aristófanes, en las obscenidades de Petronio, en el cinismo de Rabelais y en las audacias descriptivas de Quevedo, que preludia al naturalismo de nuestros días; pero abundan más las distinciones que las semejanzas, y éstas a su vez son muy generales y deficientes. La historia lo dirá muy pronto, cuando haya pasado totalmente el naturalismo; porque pasará sin duda, como pasaron los caprichos clásicos y las turbulencias románticas en un período no muy apartado de nosotros.

Podríamos considerar el naturalismo contemporáneo como conjunción de dos elementos afines: la negación pesimista en el fondo, y la desnudez absoluta en las formas. Cuidando ante todo de hacer filosofía, y estableciendo por base el determinismo radical, la transmisión patológica, hereditaria e inconsciente del vicio, estudia la vida con la indiferencia del anatómico que analiza un cadáver, reputando los idealismos de la virtud, del sacrificio y la religión como fantasmagoría y cuento pueril, indignos de figurar en el arte verdadero, que se nutre sólo de la realidad. Pese a quien pese, tales son la teoría y la práctica de Zola, por más que traten de suavizarla algunos de sus discípulos con interpretaciones benignas e infundadas. De ahí los desastrosos efectos de la novela naturalista y el inusitado favor con que la recibieron los adalides del positivismo burgués por un lado, y por otro la clase proletaria, que mira en tales libros canonizadas sus utopías y consagrado el culto de la materia.

Ya se entiende que aquí me refiero al naturalismo francés, el imitado entre nosotros; pues en Italia, por ejemplo, reviste una fisonomía distinta, y no se da a conocer tanto en prosa como en los versos de Giosué Carducci y Olindo Guerrini (L. Stechetti). Los españoles no negaron esta vez el asiduo tributo que por costumbre rinden a la moda traspirenaica, y siguieron las huellas de Zola con el mismo entusiasmo que en otros días las de Sué, Dumas y Víctor Hugo. A las traducciones atropelladas y chapuceras se unieron los ensayos de imitación, tímidos y vergonzantes las más veces, algunas desembozados, pero procedentes en parte, por dicha o desdicha nuestra, de muy ilustre origen.

La pluma hoy ociosa de D. José Ortega Munilla se ejercitó, al par que en trabajos periodísticos, en una serie de narraciones arrumbadas por la indiferencia general1. Su filiación naturalista no está siempre definida, y si bien se trasluce en lo intemperante y recargado de la pintura, y en ciertos pujos de filosofía transcendental, va contrarrestada por un fondo de candidez infantil y soñadora. Más amigo el autor de los escarceos retóricos que de la descripción tétrica y nauseabunda, no atina a andar con desembarazo por los lodazales del sensualismo, y se queda en una situación desairada que le hace molesto cuando pretende agradar, merced a lo monótono y mal escogido de los asuntos, a las oscilaciones funambulescas del relato, y al mismo refinamiento del estilo, con su extraña e intemperante ornamentación.

La Cigarra (1879), libro con que se anunció Ortega Munilla como creador de novelas, sirve de vestíbulo a una segunda parte, Sor Lucila, que es la refundición número 1.000 de temas triviales y manoseados, en cuyo desenvolvimiento resaltan la pasión irreligiosa y las vulgaridades de gacetilla. Retroceder hasta la famosa Melania y los desahogos antimonjiles del romanticismo, denotará cualquiera cosa menos originalidad y buen gusto, y lo mismo debe decirse de las sosísimas humoradas con que el autor se descuelga a cada paso. De la acción, casi nula de puro sencilla, y de los personajes, que parecen o espectros o caricaturas, nada bueno cabe elogiar. Así D. Acisclo Añorbe con su carácter de ogro y sus simplezas de niño, como doña Ana y Víctor, y Sor Lucila y el gigantesco P. Amaro, no se han fundido en el troquel de la realidad viviente, sino en el de una imaginación febril y sin atadero. Este P. Amaro recuerda a los curas gordinflones, idiotas, de sotana raída y llena de rapé, que con variedad de matices suelen prodigar Zola y sus copistas.

Entre ellos se alistó el director de Los Lunes de El Imparcial, calcando primero algunos incidentes de Una página de amor, y atreviéndose más tarde a espesar las sombras de sus cuadros novelescos, a fundir los colores de su paleta en el negro mate de carbón, y a amasar el cieno corrompido y la podredumbre apestosa de las cloacas sociales. Pero contra el propósito de Ortega Munilla se rebelaron a una su cabeza y su temperamento, hasta convertir esa historia de la prostitución que se titula Cleopatra Pérez en borroso mosaico de inexperiencias y contradicciones.

Siempre han caracterizado al autor la falsa riqueza tropológica, los afeites postizos, la dislocación de la frase y el afán de ver en todas partes más de lo que realmente hay y de atormentarse a sí mismo y a sus lectores para hallar una comparación inaudita y extraña, un golpe de efecto o un periodo estudiadamente musical. Es un Goncourt menos escrupuloso en achaques gramaticales y retóricos que los autores de Germinia Lacerteux, y más idólatra aún del colorido, con evidentes reminiscencias castelarinas, en que no se fijan, sin duda, los que le elogian por su originalidad. Pocos habrá que sigan sin disgusto en las obras de Ortega Munilla la serie de brillantes vaciedades y recursos pictóricos, con que se esfuerza en suplir la ausencia de más altas dotes y en distraer la atención del objeto principal.

No tiene estas exageradas pretensiones, y es, sin embargo, mucho más auténtico novelista, D. Armando Palacio Valdés, convertido igualmente al naturalismo, aunque muy a medias y con capitales restricciones. Observador minucioso y atento de la realidad, algo filósofo y humorista, enemigo de tramoyas y complicaciones, hasta pecar por el extremo contrario de la sencillez nimia; psicólogo y pintor de la naturaleza externa, a partes iguales; tal se viene manifestando desde su primera tentativa novelesca2 este hijo de Asturias, naturalizado en tierra sajona por excepcional privilegio entre autores españoles.

Marta y María3 representa la lucha entre el idealismo de la virtud y las conveniencias de la vida práctica, entre la virginidad religiosa y el amor humano, personificados respectivamente en las dos heroínas de la novela. El Sr. Palacio Valdés ha caído, al hacer el retrato de María, en grandes errores, inevitables casi para los profanos (y peor si son incrédulos) que intentan penetrar hasta sus intimidades en el santuario del misticismo; pero, con honradez y delicadeza dignas de elogio, huyó de las infames caricaturas que tanto privan actualmente. Harto más enterado que Palacio Valdés en el asunto, y con la aptitud que pueden dar estudio e ingenio reunidos, no acertó Valera a evitar en Pepita Jiménez y Doña Luz esas irremediables faltas que notamos en Marta y María. Por lo demás, y aparte los reproches que de suyo merece el género, no es este libro de lo peor que cabe dentro de él, ni carece de espontaneidad y brío en la narración, aun descontando las bellezas que pudiéramos llamar episódicas.

El Idilio de un enfermo despide ya un perfume acre y malsano, viniendo a ser en definitiva una historieta repugnante con toques acertados. En el ánimo del autor deslizáronse por esta vez los halagos de sirena con que le brindaban las aficiones dominantes, y se dejó arrastrar por ellas mucho más allá de lo justo, aunque la seducción no se prolongó, como era de temer.

Por fortuna, el perspicaz instinto de Palacio, su variada complexión artística y su empeño de no someterse al yugo de un gremio o comunión cerrados, le abrían camino expedito donde ensayar su espontáneo y modesto numen de novelador. Persuadiose una vez más de que en el corazón humano no vibra únicamente la cuerda del amor fisiológico y bestial, sino también las de pasiones generosas y purísimas, y a riesgo de que le rechazaran los fanáticos de Zola por soñoliento y cursi, o quizá por apóstata y retrógrado, escribió un idilio de verdad, impregnado de castísimas ternuras4, y considerablemente obscurecido por los incomparables fulgores de Sotileza, con la cual vino a darse la mano en el orden cronológico de a parición. Intérnase Palacio, al igual que Pereda, por los panoramas del mar y de la costa, y estudia con cariño las costumbres de un pueblo de pescadores, y una historia ordinaria de novios contrariados, que sirve de tema fundamental. Las luchas de José, el protagonista que da nombre a la novela, con el cancerbero de su madre, con los rigores de la suerte y con la furia de las olas, para conseguir la mano de su adorada Elisa, y el heroísmo con que sufre, y se resigna, y triunfa de la adversidad, prestan a la novela un matiz épico, combinado con la exactitud realista y embellecido por la aureola del sentimiento religioso.

Redúcesela labor de Palacio a cortar de la inconmensurable tela de la realidad heterogéneas porciones, de urdimbre basta o fina, suave o áspera, según el orden con que se le entran por los ojos y solicitan el bordado de la fantasía y de la pluma. Con semejante plan se explican los aciertos y desaciertos del novelista asturiano, la encontrada índole de sus obras y el interno vínculo de unidad que mutuamente las aproxima. Añádanse a esto la lentitud calculada y complacencia morosa con que Palacio desenvuelve los argumentos, multiplicando sin prisa las páginas, deteniéndose en preliminares, rodando el conflicto y esparciéndose en él una vez que se presenta, aplazando la solución hasta que cae de su propio peso; añádase, por otro capítulo, el tacto singular para cubrir con luminosos y transparentes velos de poesía los seres y las escenas más humildes, y la prosa de la ordinariez familiar más adocenada, y tendremos en la mano la clave para darnos cuenta de por qué seducen y por qué cansan los cuatro tomos de Riverita y Maximina. La observación puede extenderse a El cuarto poder y a las novelas anteriores y posteriores de Palacio, aunque no en la misma medida.

Confírmanse las inducciones anteriores con el programa o profesión de fe que va al frente de La hermana San Sulpicio5, y en el cual, a vuelta de indefendibles paradojas que no es del caso discutir, se retratan fidelísimamente el espíritu y los procedimientos del autor. La obra de suyo representa un grado máximo de tensión en las facultades creadoras del novelista, y el esfuerzo más vigoroso de que han sido capaces hasta la fecha; es la reproducción vivaz y caliente de las impresiones que deja en la retina de un hijo del Norte el mágico panorama de las pompas y esplendores meridionales. Al referir los amores del poeta gallego Zeferino Sanjurjo con la sevillana Gloria Bermúdez, ha transfundido Palacio en el primero su propia alma y sus sentimientos y lenguaje, eligiendo para el caso, como más adecuada e impersonal, la forma de autobiografía. Ningún andaluz de nacimiento hubiese descrito el cielo, el paisaje y las costumbres de su país con la sinceridad reflexiva y la apasionada emoción que el héroe de La hermana de San Sulpicio, de cuyo relato se destaca la ciudad del Guadalquivir como una joven hechicera y juguetona, ya ceñida con el manto de polvillo de oro que le regala el sol, ya bañándose en las aguas de su opulento río, ya modulando canciones y endechas de amor al sonido locuaz y melancólico de sus guitarras. El patio y la reja, el día y la noche de aquel clima voluptuoso, los encantos poéticos, el cinismo desfachatado y la superficialidad característica de sus moradores, encuentran en Zeferino Sanjurjo, o más bien en Palacio Valdés, un pintor entusiasta, pero sobrio, original y concienzudo.

Tales elogios se contrapesan con las severísimas censuras a que son acreedores el tono de ironía volteriana reinante en muchos pasajes, no sólo opuestos a la Religión, sino a la Estética y a la verosimilitud; el bailoteo de Gloria delante de su novio siendo aún monja, y la tendencia a poner en caricatura del modo más bufo y desdichado la vida de convento y la autoridad maternal, harto justificadas en la narración por las travesuras de aquella jovenzuela casquivana y caprichosa. Si La hermana de San Sulpicio tuviera segunda parte, el mismo novelista hubiese señalado probablemente las malas consecuencias del matrimonio entre Gloria Bermúdez y su adorador.

Con La Espuma6 y La Fe7, novísimos engendros de Palacio Valdés, ha sufrido rudo golpe su fama de autor sensato e independiente, por entremeterse a pintar medios sociales que no conoce, y echarla de sectario impenitente, rabioso y pérfido. Para satirizar los vicios aristocráticos se necesitaba un libro de mayor empuje que la galería de miserables, convencional y fantástica, de La Espuma. En cuanto a la defensa del ateísmo ramplón, denominada La Fe por antífrasis, y que debería estar ilustrada con los cromos chillones de El Motín, sólo he de apuntar que el cura predilecto del novelista, entre los muchos que presenta, es un majagranzas ignorante que desconoce las más elementales nociones de Geografía y estudios bíblicos, un beato que se hace incrédulo a las primeras de cambio, y vuelve a su primitivo ser porque sí, porque le da un vuelco el corazón; un mártir sandio que se deja engañar por una histérica mojigata, y va a dar con sus inocentes huesos en el presidio, donde le deja encerrado el inventor de este melodrama sainetesco.

Y vamos ya a la figura más excelsa del naturalismo español.

A tirios y troyanos extrañó, y mucho, que una escritora como la que trazó las páginas idealistas y católicas de San Francisco de Asís8, sin renegar de sus ideas, y casi casi en nombre de la virtud y de la sana literatura, saliese a defender el atacado sistema, así con la teoría como con la práctica. El entusiasmo de doña Emilia Pardo Bazán no le impide estigmatizar el determinismo y otros errores capitales de Zola, estando por otro lado libre de ellos la mayor parte de sus novelas. ¿Quién sabe si la moda, y no el convencimiento firme, habrá arrastrado su poderosa inteligencia, cuando tales vacilaciones y tan escasa uniformidad encontramos en sus procedimientos? Por de pronto, la señora Pardo Bazán ha manifestado más de una vez que no quiere figurar en éste o el otro grupo determinado, que en materia de realismo simpatiza con la tradición española, que le repugna la estrechez de las imitaciones vulgares, y, por fin, que a diferencia de sus congéneres, no gusta de falsificar la naturaleza, presentando sólo su parte deforme, sino de reproducirla toda entera con sus infinitas variedades, apartándose así también de las que estima candideces del idealismo.

Parece mentira, pero en el primer ensayo con que se dio a conocer la renombrada escritora como novelista9, se encuentran más candideces de ésas que en Víctor Hugo, Alarcón y Julio Verne. ¿Qué hay, en cambio, de común entre el alumno de Medicina que se enriquece con el diamante obtenido por su sabio profesor a costa de la vida, y arrojado en un pozo por la novia de Pascual López, para abandonarle y encerrarse en un convento; qué hay, repito, de común entre este héroe fantástico y los de Zola, por no decir nada de aquel anacrónico alquimista a quien la autora, mal enterada de su fe de bautismo, hace vivir después de Lavoisier y Dumas, debiendo de ser por las señas anterior en no sé cuántos años? El tal doctor O'narr, Paracelso del siglo XIX, pertenece a la familia de los Gilliat y los Ruricos de Calix, hijo de una imaginación exaltada y potentísima. Hay en Pascual López flacos evidentes, fruto de la inexperiencia; pero muestra asimismo todas las buenas cualidades que de entonces acá han distinguido a la autora: maestría en la composición, recursos descriptivos inagotables, rapidez, donaire y tersura en el estilo, aunque a veces adolezca de amanerado y arcaico.

La obra, con ser buena, prometía otras mejores, y muy pronto vino, en efecto, a eclipsarla Un viaje de novios10, en que la dosis de naturalismo ha de ser homeopática, según han tardado en descubrirla críticos tan sagaces codo interesados en el asunto. Algo demuestran en contrario el tono general de incipiente pesimismo, y tal cual escena de subido color entre las últimas; pero todos estos son muy leves indicios, y acaso podrían encontrarse otros más claros en la prolijidad y corte de las descripciones, y en ciertas cualidades de forma exterior que, no por lo insignificantes, dejan de ser características. De la forma exterior proceden, efectivamente, los encantos y las imperfecciones de esta novela, en la que su autora aspiró más a escribir bien que a conmover mucho. Los personajes no son aquí lo principal; son los motivos sobre que versan interminables y armoniosas melodías semipoéticas, en que está calculado el efecto rítmico y explotados los recursos con que la palabra puede suplir el sonido musical y los colores de la paleta. La acción entretanto se interrumpe y pierde de vista, y sólo cuando le parece bien a la autora viene a reanudarse, para terminar en aquel desenlace que no era difícil prever, y que separa a los recién casados por una fatal combinación de circunstancias sobria y discretamente referidas antes, contra lo que aconseja y practica el naturalismo.

De él habla en el prólogo la señora Pardo Bazán; pero en un sentido tan amplio y general, que ni por asomo denota afición determinada a Zola ni a ningún otro modelo extraño. No es tan indeterminado el carácter de La tribuna; aquí sí que hay situaciones picantes, lenguaje atrevido y populachero, ambiente naturalista de verdad, denunciando a leguas su filiación y origen, que nadie puede desconocer. Gracias al buen instinto y a las ideas de la autora, no desciende la heroína tan bajo como las del figurín parisiense; no es una máquina de carne animada, sin otro destino que el placer y el padecimiento físicos.

Segundo, el protagonista de El cisne de Vilamorta11, sensible y amartelado imitador de Bécquer, el amado, no amante, de la infelicísima Leocadia, tiene de romántico menos de lo que teme la autora; y en todo caso, se desvanece muy pronto el tal romanticismo entre el espeso vapor de tantos cuadros realistas como abundan en la novela. Lo que hay en estos mismos es que la exageración les presta un tinte ideal, común a todas las monstruosas aberraciones de la fantasía, a todo cuanto transciende el orden de la realidad, ya sea por mutilarla a capricho, ya por añadirle, como aquí sucede, rasgos y circunstancias que, aun cuando posibles, no comporta la verosimilitud. En aquel soñador e indefinible Segundo son mucho más realistas, quiero decir, se creen mejor las extravagancias de poeta misántropo que las relaciones con la maestra y con Nieves, frías las unas, tortuosas y sensuales las otras, e igualmente inexplicables todas. La maestra ofrece una fisonomía tan repugnante y atroz, que no bastan a darle valor artístico los esfuerzos heroicos de la autora. El estupro de los primeros años, las caricias que prodiga al poeta, recompensadas con el cortés y gélido desamor; aquella existencia, víctima del padecimiento y el desengaño, aquel conjunto espantoso de desórdenes físicos y morales, podrá tenerse, que yo no lo tengo, por retrato de exactísima fidelidad, pero no cabe dentro del arte. De sobra comprende la señora Pardo Bazán que éste no tolera algunas cosas muy comunes en la vida práctica, y que no son sus procedimientos los de la fotografía. El suicidio del final demuestra nuevamente lo que han notado muchos críticos en Zola y sus secuaces: que el naturalismo no puede olvidar su procedencia romántica, aunque la niegue.

La novela transpirenaica seguía ejerciendo irresistible atracción en el ánimo de la ilustre escritora, cuyas aptitudes narrativas, en cambio, se depuraban progresivamente, sugiriendo a su oído el drama patético de Los Pazos de Ulloa12, y presidiendo a una gestación terminada en parto felicísimo por lo que a ellas toca, aunque contrariado por la hada maléfica del espíritu de partido.

El virgiliano Sunt lacrymae rerum acude espontáneamente a la memoria del lector, que presencia en Los Pazos de Ulloa la descomposición de los antiguos organismos sociales, no ya al rudo golpe del hacha revolucionaria, sino por virtud de la inercia y por la ironía de los años, que sonríe con desdén ante todas las grandezas humanas. En el degenerado vástago de los Moscosos, que extrae como la oruga los últimos jugos del noble solar de sus mayores, profanándolo con sus vicios y torpezas; en aquel gañán fornido y vigoroso, que solamente conserva de su estirpe los instintos despóticos del señor feudal, no el aliento de los combates, ni la superioridad de alma, ni siquiera el barniz de cultura intelectual adquirido con el trato de gentes; en aquel Marqués atado por el instinto a una concubina de baja estofa, cuyos halagos le separan de su mujer legítima, esquilmado por la turba de catres que se mantiene dentro y a la sombra de su casa, y burlado en sus anhelos, incluso el de la diputación a Cortes; en aquel microbio moral y en su insignificancia, se personifica una decadencia lúgubre de la que no está ausente la poesía, pero la poesía del estrago y la desolación; se ve y se palpa el eclipse de una raza, y como que se asiste a los funerales de la aristocracia histórica.

Quien fue capaz de concebir y plantear tan hermoso asunto, lo hubiera sido de crear un poema novelesco, rayano de la epopeya, a poco que cercenara la raigambre de episodios inútiles, y bañara la luz ideal los personajes, en vez de embadurnarlos con masas de color. ¡Qué luminosos panoramas rurales, qué cuadros de género, qué torsos y bustos los que recrean la vista en Los Pazos de Ulloa! La fiesta de Naya y la comida en casa de D. Eugenio, y la conversación de sobremesa, las luchas electorales entre los carlistas partidarios del Marqués con su terrible cacique Barbacana, y los defensores de la revolución capitaneados por el no menos terrible Trompeta, que, a última hora, y a pesar de la vigilancia de sus rivales, sabe escamotear la misteriosa urna; la galería de grupos humanos que comienza en Nucha, la desdeñada esposa del señor de los Pazos, y en Julián, su consejero, encarnación de las virtudes sacerdotales, tan honrado como asustadizo; y que termina en Isabel, la hermosa mole de carne que enamora y prostituye a su amo D. Pedro Moscoso, y en Perucho, el diablejo nacido de estos ilícitos amores, y Primitiva el administrador, que los explota; los encantos del paisaje gallego, y las interioridades de la vida de las aldeas, no se pueden pintar con trazos más seguros ni más gallarda exactitud. Entre las novelas provincianas y regionales, solamente las de Pereda exceden en quilates artísticos y perfección absoluta a Los Pazos de Ulloa.

Hasta aquí lo que pone la autora de su cuenta, y aun he omitido en la partida del haber los primores y maravillas de dicción, o más bien los doy por supuestos, tratándose de quien se trata; en el debe hay que sumar cierto desorden o desequilibrio de composición, y sobre todo los atrevimientos descriptivos y fraseológicos de esos que no toleran los ojos ni los oídos de una persona bien educada, y que no autorizará nunca el ejemplo en contrario de autores famosos.

Por idéntico motivo repele y asusta la continuación que ideó la señora Pardo Bacán como complemento a Los Pazos de Ulloa, y que con el significativo epígrafe de La madre Naturaleza13, a la vez que traduce en páginas de sublime encanto las vagas sinfonías y los impalpables rumores del mundo físico, deduce las últimas consecuencias de las premisas sentadas en la primera parte de la obra. Quedábamos en que el Marqués tenía dos hijos, uno natural habido en la rozagante Sabel, y otra del matrimonio con su prima Nucha; pues la señora Pardo Bazán ha querido unir las almas y los cuerpos de los dos inconscientes hermanos por el vínculo de un amor incestuoso, nacido de la fatalidad imperativa, sexual y fisiológica, estrechado por la convivencia y la atracción recíproca del temperamento, y consumado al impulso de las circunstancias, entre los acariciadores brazos de la naturaleza, y los mórbidos atractivos de una vegetación lasciva y exuberante. Imagínese un drama de argumento monstruoso y ejecución bellísima, o un esqueleto disforme revestido de púrpura, o un pedazo de sayal recamado de filigranas y con marco de oro y pedrería; cualquiera de los tres símiles, o los tres juntos, harán formar concepto de la extraña conjunción que suelda el fondo repulsivo y la forma incomparable de esta égloga en prosa de la más fina veta metálica. Y lo peor es que la aurora no se satisface con la caída de Manolita y Perucho, sino que, arrastrada por la velocidad del movimiento adquirido, falsea, en mi sentir, el carácter de la adolescente cuando nos la describe horrorizada, hasta el paroxismo, de la culpa cometida, y suspirando con afán por el objeto de su aborrecible amor.

Nada más difícil que la selección práctica entre lo sano o bueno, y lo corrompido o reprobable de un sistema cuyas mallas opresoras, como anillos de serpiente, se han aferrado con tenacidad al espíritu, aunque éste sea muy libre y despejado. Mil veces protestó la gran escritora coruñesa contra las extremosidades y groserías y contra los principios filosóficos de Zola, aun al admitir parte de sus procedimientos, y he aquí que, por la resbaladiza pendiente de la lógica, viene a parar en la sima del determinismo al escribir, no sólo La madre Naturaleza, cuya conclusión trae a la memoria los mitos y leyendas helénicos de Edipo y Mirra, sino también Insolación14 y Morriña15, a pesar de, que las travesuras amorosas de la primera narración vienen a finalizar en la Vicaría, y de que en la segunda floran vagos celajes de idealismo.

Comprendo que impresionaran desagradablemente a doña Emilia Pardo Bazán el silencioso desdén y la miopía incurable de los críticos de bajo vuelo, que no acertaron a analizar, ni siquiera a comprender, la radiante hermosura moral de los dos personajes que comparten el interés de los lectores en los estudios psicológicos Una cristiana16 y La prueba17. Idealizar a un fraile proyectando el resplandor de la virtud honda, sincera y amable sobre la tosquedad de su aspecto exterior; detenerse a estudiar el carácter de una mujer cuyo temple heroico, fortalecido por la gracia y por los sabios consejos sacerdotales, la impulsa a contraer matrimonio con un hombre que le es física y moralmente antipático, y a resistir a la pasión oculta que le inspira su sobrino, y a convertirse en solícita enfermera de su esposo; hacer que brote del contacto con las lacerías físicas el óleo del cariño, en el que se desvanece la aversión instintiva de los nervios y la sangre alborotados, engendrar criaturas artísticas como el P. Moreno y Carmen Aldao, siquiera sea con estricta sujeción a los datos de la vida real y a las leyes de la verosimilitud, son delirios ascéticos para las inteligencias metalizadas en cuyo angosto seno no caben las nociones de grandeza y elevación.

Pero lo que patentizaron victoriosamente Una cristiana y La prueba, a pesar de lo desdibujadas que salen las figuras de segundo término, fue la inmensa superioridad del genio, de la inventiva, de las facultades creadoras que constituyen el opulento patrimonio intelectual de la ilustre dama, sobre los ídolos de barro ante los que se rebajó a quemar incienso. Hoy domina su espíritu con mayor imperio y serenidad que en otros días, las encrespadas olas que le hicieron zozobrar; hoy, como nunca, va rompiendo con todos los compromisos de escuela; sólo le falta un tanto de escrupulosidad en la elección de asuntos, persuadiéndose de que no son dignos de su mágica pluma los incidentes anómalos de la existencia, ni los casos de Medicina legal.

Si el naturalismo zolesco encierra superabundantísima cantidad de aberraciones inmorales y antiestéticas, ¿qué será cuando asume la representación del magisterio y empuña la piqueta demoledora, y desde la tribuna del libro arenga a las muchedumbres indoctas y fáciles de seducir? Con tal aspecto se produce en las novelas de un prosista castizo, jugoso y acrisolado, si los hay, y en quien la corriente del periodismo, y las contagiosas lecturas extranjeras o extranjerizadas, y el odio ingénito a la tradición y a la autoridad en todas sus fases, han respetado ese baluarte único donde se refugia el artista a despecho del sectario. Al pie del diseño ligerísimo que precede cualquiera suple el nombre de Jacinto Octavio Picón, pródigo malversador de un ingenio al que podría y debería dar más alto destino.

¡Lamentable fatalidad! Por no sé qué monstruosa amalgama de ensueños utópicos y aspiraciones reformistas, nacidos del conocimiento del mundo en su parte más lúgubre y fea, Picón se ha armado paladín de las causas perdidas y las paradojas antisociales, y partiendo de un erróneo propósito inicial, llega a los últimos corolarios con la imperturbable sangre fría de quien sabe lo que defiende y se resiste a emplear artificios para ocultarlo. Sus mercancías, ya lo conoce él, son de las que en ningún caso toleran los reglamentos prohibitivos de la religión y del hogar cristiano; pero cabalmente el combatir a la una y al otro entra en sus cálculos como fin primordial o recurso estratégico, y así lo advierte en los títulos preliminares de sus novelas para que no se llame a engaño quien tenga ojos y oídos. Aparte las cualidades de narrador, tiene la de una sinceridad a toda prueba, y un horror señalado a los doctrinarismos, suavidades y medias tintas de los que no se atreven a elegir de una vez entre Cristo y Barrabás.

Cada novela de Picón18 es como estrofa suelta de un himno y de una sátira: himno el amor sexual, libre, instintivo y desligado de las trabas que lo coartan, y las instituciones que lo rigen y dignifican; sátira contra estas mismas instituciones, contra su carácter religioso y sobrenatural, y su tendencia represiva y de sacrificio. Por eso el autor de La honrada escoge preferentemente como objetos de observación a los sacerdotes y a las mujeres perdidas; ve en los unos la antítesis de sus ideales, y les compadece o les ataca; considera a las otras como víctimas del desquiciamiento universal que conmueve los cimientos de las sociedades enfermas y caducas, y aboga en pro del ejército de Venus; idealiza los pecados de la carne, defiende el adulterio en cuanto significa la reivindicación de la mujer ultrajada que se despide del tirano doméstico y se echa en brazos del amante, y reproduce los sofismas gastados y sentimentales de Dumas hijo, y de Víctor Hugo, a favor de las pecadoras rehabilitadas por el amor y la desventura.

No acabo de comprender la obcecación mental ni las ilusiones de perspectiva, que en una inteligencia tan clara como la de Picón presentan invertido el panorama de la realidad, y alterados los colores y la posición de los objetos. Su último libro Dulce y sabrosa, cuento verde en el que no faltan delicados matices de análisis y arabescos de estilo, extrema la pasión anticatólica y los impudores libidinosos hasta el sacrilegio y la blasfemia. Pero si entristece el hecho aislado de que un novelista de fuste se extravíe por tan tortuosa senda, el ser éste un signo de los tiempos que alcanzamos y del escepticismo dominante, rompe el corazón de pesar y ciega de lágrimas la vista.

Mucha menos talla que el autor de El enemigo mide el de La regenta, disforme relato de dos mortales tomos que alguien calificó de arca de Noé, con personajes de todas las especies, y que si en el fondo rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismo, delata en la forma una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril. Malhumorado Clarín por la acogida que tuvo su primer novela, se dio a elaborar otra, que ha aparecido al cabo de seis años, cayendo como losa de plomo sobre su reputación, acabándole de desprestigiar entre la media docena de españoles optimistas que no esperaban de él tan monstruoso feto, verdadera pelota de escarabajo, amasada sin arte alguno con el cieno de inverosímiles concupiscencias, caricatura del naturalismo, en que la impotencia para luchar con Zola en otro terreno se suple con la exageración disparatada del vicio. Leopoldo Alas se propuso que nadie le echara el pie delante en lo que toca a amontonar atrocidades, e hizo que los malvados de Su único hijo fuesen a la vez tontos de capirote. Fuera de eso, el lector no acaba de enterarse nunca del camino por donde va a tirar la narración, y martirizado por aquel logogrifo y aquella prosa igualmente infernales, tira también el volumen de las manos.

Entre los amigos optimistas del autor asturiano aludidos antes, hay uno que ha disparado contra aquél, con la mejor intención, el epigrama sangriento que se contiene en estas palabras: CLARÍN ES MUCHO MÁS NOVELISTA QUE CRÍTICO.

Renuncio a prolongar esta reseña con los nombres, poco y en mala parte conocidos, de varios escribidores que han hallado en el naturalismo un medio para salir de la obscuridad, vertiendo a granel las contadas especies que caben en sus empobrecidos y anémicos cerebros, lanzando a la voracidad lujuriosa de algunos lectores los hediondos comistrajos, las hirvientes gusaneras con que se sacian, para irritarse de nuevo, los estímulos de la sensualidad. No a la crítica literaria, sino a la policía, toca habérselas con los productos nocivos del contrabando novelesco.

Semejante aplicación de los principios naturalistas, con su bagaje de papel impreso que sirve de pasto a gente corrompida y holgazana, no totalmente indigno de ella, quizá sea menos lamentable que la difusión de libros verdaderamente literarios, donde el veneno está hábilmente refinado y oculto. Como Zola y Flaubert, y Daudet y los Goncourt, son sus tres principales imitadores en España, no folletinistas asalariados y traductores hambrientos, sino raza de estilistas conocidos de todo el mundo, antes y después de pervertir tan lastimosamente su vocación. Merced a esta circunstancia se aplauden o se discuten en la sociedad culta y entendida ciertas cosas que de otro modo se condenarían al desprecio sin contemplaciones y sin examen.

El naturalismo, a pesar de todo, no producirá un Dante ni un Homero; vendrá a ser, a lo sumo, la triste y exacta representación de un período de decadencia, la historia documentada del vicio, el vertedero donde quedarán archivadas las inmundicias de la generación presente para conocimiento de las futuras. Como sistema, el naturalismo nació exclusivista y no puede representar la inagotable fecundidad del arte; sentando como axioma preliminar y único la imitación de la naturaleza, la desfigura horriblemente en la práctica, y sólo ve en el hombre y en la sociedad su parte odiosa, negando sin razón las hermosuras que puede admirar y los heroísmos que no comprende. En el estrecho círculo en que le encierran sus preocupaciones caben las heroínas de burdel, los necios y los infames; no así las almas capaces del sacrificio, los que sufren, aman y sueñan por la nostalgia del bien. El naturalismo se propuso también enseñar, y emparentó con la burda filosofía positivista, haciendo resucitar el arte docente con todas sus pedanterías y sin ninguna de sus ventajas. Nunca el progreso de las naciones modernas ha sido tan sangrientamente flagelado como en la implacable anatomía de la novela, que, con prolija minuciosidad y sarcástica indiferencia, le presentó abultadas las deformidades de su organización. Al naturalismo, en fin, le corresponde una parte muy principal en este desaliento que enerva y entumece el espíritu, cortando su libre y grandioso vuelo por las esferas de lo ideal, en este desequilibrio nervioso que él exacerbó al estudiarlo, en este envilecimiento de caracteres fomentado por las lecturas perniciosas, y en el eclipse parcial de la fe, y la excitación de la concupiscencia, doble plaga que aflige a nuestra sociedad y hace temblar por la suerte de las generaciones futuras.

Ya ha entrado en un período de calma el movimiento febril que hace muy pocos años imperaba en el mundo de las letras; ya van destronando al efímero motín naturalista direcciones aún no bien determinadas y que, si han de ser fecundas, tampoco deben retrogradar a los vergeles paradisíacos del idealismo infantil, sino afirmarse de nuevo en el sólido apoyo de la realidad como medio de subir a lo alto. Así ha entendido siempre la labor del arte el príncipe de los novelistas españoles contemporáneos, Pereda; así la van entendiendo los antiguos imitadores de Zola, y en particular los más ilustres.





 
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