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El novelista Mauricio Baring

Ricardo Gullón





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Resulta enojoso comenzar esta nota con la tópica alusión al brioso trío de polemistas que animó la vida intelectual de la Gran Bretaña en el primer tercio de este siglo. Pero será útil que el lector cuente con alguna referencia concreta que le ayude a situar a Mauricio Baring en el panorama de la literatura contemporánea.

Ha formado, con Belloc y Chesterton, el grupo de escritores católicos más notorio y combativo de su país, manteniendo con indomable suavidad la excelencia de su posición, llevando a su obra la certeza de su fe sin ostensibles propósitos de probar nada, que es tal vez la razón de que resulte tan singularmente demostrativa.

Baring inicia con el siglo sus actividades literarias, y aunque todos los géneros tentaron alguna vez su curiosidad, es en la novela donde alcanzó pronto un acento personal, una gozosa maestra, un tono de cosa lograda definitivamente. No debemos olvidar que forma parte de una cadena de buenos novelistas que, partiendo de Dickens, y aun de más allá, se mantiene hasta el presente sin soluciones de continuidad. Su obra no tiene el porte de mensaje privilegiado y único que de modo milagroso y siempre imprevisto nos brinda el genio; pero lleva, en cambio, tanto talento y sagacidad creadora, un pulso tan firme para trazar la silueta de sus criaturas y un ojo tan clarividente para observar su vida, que nos atrae sin arrebatamos, dejándonos en plena lucidez más convencidos que vencidos.

Pues si Baring es, dentro de su colectividad, un disidente, nunca resulta discordante. Vigoroso y sereno, rechaza cualquier estridencia al modo de las insumisas asperezas de un Wilde, o, más cerca de nosotros, de un D. H. Lawrence. Su fuerza está en la reciedumbre de su fe, pero también en la confianza, que no desfallece, en sus posibilidades de escritor. Tiene la cualidad primordial del novelista, la de sentirse capaz de simpatía hacia los hombres, y sus problemas, puede vivir y soñarlos con ellos, y de esta forma entrar en su alma, descubrir   —146→   uno a uno sus repliegues y deducir con juicio inexorable la peripecia que ha de ser su aventura vital.

Esto, ya se indica, en virtud de su estremecimiento cordial, y de modo subalterno, pero sobremanera importante, gracias a su sentido de la perspectiva. Saber situarse es en el novelista un conocimiento intuitivo. Hay quienes nunca acertarán a mantener la distancia. Baring deja vivir a sus personajes sin trastocar los papeles; quiero decir que el novelista se pierde, que no le vemos a él mientras asistimos al conflicto que nos propone. Hasta dónde esto puede ser rigurosamente cierto y no un modo de expresarse literario y convencional, los personajes del novelista inglés tienen su existencia aparte y frecuentemente van más allá de donde su creador quiso conducirles. Se me dirá que este es el caso de las grandes creaciones literarias, y no faltarán ociosos que aduzcan obvios ejemplos. Pues justamente ahí quería parar: en la evidente aptitud de Baring para engendrar figuras novelescas de la mejor calidad.

Creo en la alegría como fuente de la belleza, podría haber dicho Baring, pues bajo la melancolía y el desengaño, entre los días desesperanzados de un Cristóbal Trevenen, por ejemplo, hay una luz perenne, algo que podrá no verse, como el sol en los días brumosos, pero que uno sabe que está allí y en cualquier momento puede hacernos llegar su destello. Así Baring no elude los problemas; permite que sus hombres se arriesguen a situaciones sin fácil salida, y suavemente, sin un gesto forzado, la inevitable solución se impone. La impone la realidad, la verdad última que alienta entre los hombres, nunca el novelista, cuyo único ademán imperativo consiste en apartar las ideas literarias, los vagos tópicos, dejando a los hombres a solas con su destino. Cuando Fanny Choyce, en Dafne Adeane, o Trevenen, en La túnica sin costura, llegan a la decisión final, ésta ha brotado de aquella chispa, cubierta de niebla, que aposentaba en su propio corazón. Las eventuales sugerencias no tienen en la novela más ni menos valor que el que representan en la vida.

El arte de Baring se encierra en una voluntaria limitación. Rehúye las complicaciones que no han de esclarecer el problema fundamental; va recto a él como un disparo. Así, en el caso de Dafne Adeane, novela que propone y, en mi entender, resuelve un problema moral. Fanny Choyce, que casó enamorada de su marido, no logra en los primeros tiempos de su matrimonio hacerle olvidar un amor antiguo;   —147→   y cuando, más tarde, Choyce se enamora de su mujer, sintiéndose irrevocablemente atraído por ella, nada tiene ésta que ofrecerle. Sobreviene la guerra de 1914-18. Choyce, que se ha hecho piloto aviador, cae en territorio enemigo, padece amnesia y nada sabe de él su mujer, que ha conocido en el entretanto a Francis Green, a quien ama y con quien está dispuesta a marchar abandonándolo todo, su hogar y sus hijos. Pero Choyce ha recaído y la necesita. Aquí se centra la cuestión y Fanny debe optar. No se trata solamente de partir o quedarse, sino de quedarse y callar, ocultando a su marido el pasado, cuyo conocimiento puede hacerle desgraciado. Se trata de un caso de conciencia, pues Fanny es recta, sincera y apasionada; en conflicto entran el sentimiento amoroso y la idea del deber, el arrebato y el sacrificio. Ahora puede verse lo que yo deseaba dar a entender cuando me refería a ideas literarias: la creencia en la supremacía de la pasión es una de ellas, una supervivencia romántica que en la novela de Baring recibe una severa corrección. No lo puede justificar todo el amor y hay mayor grandeza en renunciar a él, como por fin decide Fanny Choyce, acogiéndose al deber, que en entregarse a su desaforada retórica. Hubo pecado, habrá expiación, sí, y, perdón.

Digo que Mauricio Baring ha pretendido resolver en esta novela una cuestión moral. Y ya se ve que aporta una solución católica. Congruente con su propósito, trazó una acción concentrada, un libro en el que ni una sola línea se escribió accidentalmente: todo concurre al logro del proyecto definido. Y lo que acrecienta el valor es que eso no se nota en ningún instante; la anécdota marcha por sí sola, y es al cerrar el volumen cuando se entiende que no cabía diferente solución, porque ésta era la única fórmula viable, rumana, y cualquiera otra hubiera resultado declamatoria, triste y forzada. ¡Pues qué gran valor se registra en la alegre resignación de Fanny Choyce al destino recibido!

En esa aceptación del deber culmina el pensamiento cristiano del novelista que no rehúye el claro desenlace. Hay, pues, una trascendente resolución del interrogante abierto. Se suceden en el relato momentos diversos, una trama en cierto modo prevista, pero al lector no se le deja pendiente de múltiples posibilidades, sino que se le enfrenta con la decisiva toma de posición. Para llegar ahí Baring emplea el procedimiento de buena ley: hacernos conocer a sus personajes en la conversación, mostrarnos sus reacciones ante los sucesos que les afectan de   —148→   manera que vayamos examinando las múltiples facetas de cada alma. Y esto con una sorprendente economía técnica, con no superable sencillez, desdeñando perderse en complicaciones de virtuoso de la novela, atento a su trabajo como un inteligente y -sin la menor ironía- honrado obrero.

Nadie busque, pues, complicaciones formales, innovaciones más o menos valiosas, ni aun esas extremosas singularidades conversatorias de uso en las novelas contemporáneas, donde, al socaire de la narración, se habla profusamente de Bergson, Freud, el cubismo y la sociología. En esto no resulta Mauricio Baring un novelista «moderno»; en sus libros de imaginación no se incrustan ensayos ni divagaciones de varia lección. No hay en ellos más que una cosa: la novela. El más difícil género de poesía.

En Dafne Adeane encontramos una figura fantasmagórica, la de una mujer que es esta Dafne del título, muerta antes de comenzar la acción de la novela y cuyo recuerdo se mantiene vivo en el corazón de sus amigos, de quienes, al parecer, estuvieron más o menos vagamente enamorados de ella, transmitiendo esta memoria a personas que no la conocieron sino a través de cierto retrato que juega algún papel en el drama. Y esta mujer parece revivir, o, al menos, haberse reproducido, en Fanny Choyce, sobre la que se centran los recuerdos y las pasiones de los amadores de Dafne. Entre ellos, de aquel Francis Greene, que se convierte en su amante. En un principio tal vez buscan en Fanny la sombra de la mujer desaparecida, pero no tardan en ser infieles al pasado, seducidos por el encanto real de la muchacha viva.

Es preciso señalar el acierto con que trató el novelista esta permanencia de Dafne entre los tipos que transitan por el relato, situándolo en ese firme terreno del recuerdo, sin confundir el ayer y el presente y al propio tiempo rodeada de un nimbo de irrealidad, presentándola casi como si no hubiera existido fuera de esas praderas fantásticas donde la sueñan sus amigos, o, mejor, como si su vida hubiera sido una vigorosa e inverosímil fantasía. Queda así el relato apuntado sin insistencia, dejando su parte a la imaginación del lector para que complete por su cuenta la esbozada silueta cuyos rasgos le llegan dibujados por diversas manos; cada personaje tiene un poco «su» Dafne Adeane, y con los variados antecedentes que ellos le suministran acabará cada cual su invención de la figura.

Las criaturas de Mauricio Baring piensan y actúan sin reservas;   —149→   debe decirse que poseen esa difícil sinceridad para con ellos mismos que les autoriza a deambular con desembarazo en una atmósfera de transparencias mentales. El Trevenen de La túnica sin costura es valioso paradigma. Su hosquedad, su recelosa y triste clarividencia le hacen desdichado; por eso destroza su vida y sólo en la muerte encuentra «la túnica sin costura», la vestidura de Cristo, porque de puro buscar en los demás una certeza que no podrán darle una ilusión que jamás encuentra quien no la siente habitar en su sangre, desdeñó esa propia vida que era sagrada y que le es restituida, al morir, por la bendición de un sacerdote.

La sencillez es la más admirable característica del Baring escritor; el optimismo y salud espiritual, la más consoladora cualidad del hombre: Ni la ironía de un Meredith, ni la violencia de D. H. Lawrence, ni la fuerza de evocación de un Conrad; pero a todos ellos les supera en el sentimiento de optimismo vital, en fe en las posibilidades del hombre, en la dignidad de la lección ofrecida. Mauricio Baring parece retornar de muchas cosas; a un mundo triste le propone temas susceptibles de infundir en las almas confianza y, por lo tanto, esperanzada alegría. La melancolía que produce la lectura de sus novelas es el resultado de contemplar humildemente el sacrificio de la pasión a la norma. Sus obras son constructivas, equilibradas, sin apenas sensualidad ni sentimiento de la naturaleza. Ésta es su parcialidad: seguir inexorablemente su camino.





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