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«El Nuevo Mundo» en la poesía de Salvador Rueda

Bienvenido de la Fuente

I

Una ojeada por la amplia obra lírica de Salvador Rueda (1857-1933) es suficiente para darse uno cuenta de que el poeta malagueño tuvo gran interés por Hispanoamérica y el Nuevo Mundo en general. En Poesías completas1 -que no es sino un tomo de poesías de la inmensa producción que nos dejó- hallamos una sección dedicada a Hispanoamérica. Otro tomo posterior -no menos amplio- lleva el significativo título Cantando por ambos mundos2. Del año 1929 es por fin el poema épico El milagro de América3.

Estos títulos llenan de curiosidad no solo a un interesado por la obra de Rueda, precisamente en un año en que se celebra el V Centenario del descubrimiento. Al tema no le falta ciertamente actualidad. Entro, sin embargo, a examinar un campo de la historia literaria española casi desconocido u olvidado hoy día4. Antes de examinar la visión que nos dejó del Nuevo Mundo, es conveniente preguntarse cómo pudo nacer en Rueda el interés por él.

II

En el nacimiento del interés de Salvador Rueda por el Nuevo Mundo jugaron a mi parecer un papel decisivo dos factores. Por un lado se halla la producción literaria de una serie de poetas hispanoamericanos en la que tanto la crítica en general como sobre todo el mismo Rueda vio aparecer unas innovaciones y renovaciones de los cánones poéticos semejantes a las que él creía estar llevando a cabo desde España. Con la publicación de En tropel5 parece que Rueda vio consolidado el puesto de jefe de escuela que le venía atribuyendo la crítica, y sobre todo se sintió capacitado para emprender una labor de crítico literario. De ello da una buena muestra la serie de críticas que escribió por aquellas fechas, recogidas más tarde en el libro El ritmo6. Llamativo es el hecho de que varias de estas críticas vayan dirigidas a obras de escritores hispanoamericanos. Ahí tenemos las críticas a Nieve de Julián del Casal7, a la colección de poesías titulada Efímeras de F. A. Icaza8, el «Prólogo» a Dijes y bronces de M. Soto Hall9 o los comentarios a algunos artículos de H. Gómez Carrillo10. En todas estas críticas no escatima Rueda alabanzas a los respectivos autores por las innovaciones que según él presentan en sus obras, si bien les reprocha a la vez el que se dejen influenciar demasiado por corrientes francesas, ante todo parnasianas, que según él dan al arte de estos autores un cariz de frialdad. La lista de los escritores hispanoamericanos de la nueva generación la amplía en uno de los artículos nombrado a Gutiérrez Nájera; a Díaz Mirón, a Estrada, a Acosta, entre otros hoy menos conocidos. En la lista de todos estos renovadores no podía faltar el nombre de Rubén Darío, a quien conocía personalmente cuando escribió estos artículos, y a quien en uno de ellos le da el calificativo de «mi ilustre amigo»11.

En contacto personal entraron Rueda y Darío en la visita que hizo este a España en 1892 al ser enviado como representante de su país con motivo de las fiestas conmemorativas del IV Centenario del descubrimiento de América12. Este contacto con Darío es un segundo factor sin duda de suma importancia para el interés de Rueda por el Nuevo Mundo. Darío, conocido en España por aquellos días casi solo por la crítica que Valera había hecho años antes de Azul...13, encontró en Rueda a un protector y amigo. Por medio de Rueda entró Darío en contacto con los círculos literarios madrileños, llegó a conocer personalmente a Valera, a Campoamor y a Núñez de Arce y tuvo acceso a las revistas españolas del tiempo. Los dos poetas se vieron hermanados por un mismo ideal14. A las atenciones de que Darío fue objeto por parte de Rueda correspondió aquel escribiendo para En tropel la poesía «Pórtico», y luego también «Elogio de la seguidilla». Si en esta poesía alaba Darío el metro favorito de Rueda llamándolo «mágico y rico», en «Pórtico» los encomios al poeta no pueden ser mayores atribuyéndole los honores de «buen capitán de la lírica guerra / regio cruzado del reino del arte»15. A tales alabanzas correspondió Rueda a su vez presentando a Darío en las palabras preliminares del libro como «el divino visionario, maestro de la rima»16. Para el nacimiento, o más bien para la consolidación del interés de Rueda por el Nuevo Mundo hubo de ser este contacto con Darío de suma importancia. Aunque luego, cuando regresó de su segundo viaje, escribiera Darío palabras hirientes para Rueda, y aunque lo mismo hiciera este en autodefensa17, las relaciones entre ambos continuaron, y el interés por los países hispanoamericanos fue creciendo en Rueda, como veremos. A Darío le dedicó el soneto «Los caballos del carro de sol», publicado en Mármoles18 y repetido en Piedras preciosas, y en esta obra publicó Rueda las primeras composiciones sobre el Nuevo Mundo. Se trata de los sonetos «América latina» y «El templo latino»19.

III

En endecasílabos con rima abrazada en los cuartetos y la disposición modernista y muy practicada por Rueda eed en el último terceto, lleva a cabo Rueda en «América latina» un enaltecimiento del Nuevo Mundo con argumentaciones poco extraordinarias y no muy convincentes. América es ensalzada en los cuartetos diciendo que tiene palmeras, y por eso gloria; que está protegida por grandes mares, cruzada por ríos, y de ahí su gracia; y que sobresalen sus altos montes, y de ahí su grandeza. En los tercetos echa la vista al hombre, alabando su raza, y preconizándole un puesto privilegiado en la historia del mundo. Epítetos como «vastos», «estruendosos», «seculares», «apocalípticas», «triunfales», «sublime» y «redentora», y verbos como «ensordecen», «enaltecen» y «adorar» son medios claramente empleados con este fin enaltecedor que, si ya antes es patente en la producción poética de Rueda como buen modernista de cuño parnasiano, desde ahora va a hacerse cada vez más pronunciado.

Una intensificación de lo expuesto en este soneto presenta «El templo latino». Aquí no solo abundan las epítetos laudatorios como «resistentes», referido a los bloques del templo, o «elocuentes», referido a sus columnas, «grandes» y «enarcadas» a sus techos, sino que añade otros tomados del mundo sacro y noble de acuerdo con lo que quiere caracterizar: un templo que es para él el Nuevo Mundo. Sus altares son «nobles» y la bóveda «divina». En este templo recibirán en el futuro «santo culto» los derechos humanos, y los pueblos que en él se hallan se verán «para siempre hermanados», deseo que expresaría para estas tierras más tarde ininterrumpidamente en muchas poesías.

No se hallan estos sonetos entre las mejores poesías de Salvador Rueda. Su aparición en Piedras preciosas es algo extraña. Temáticamente se hallan aislados. Sin embargo están en plena consonancia con la técnica empleada en el libro y con el ideal que dirige su producción: Un embellecimiento del mundo que al fin conduce a su idealización. La visión del Nuevo Mundo no corresponde a la realidad sino a los ideales de su credo poético. El poeta no presenta la realidad existente sino que crea una nueva. Recordemos que cuando Rueda escribió estos sonetos, aún no había estado en Hispanoamérica.

El 23 de diciembre de 1909, cuando su creación poética había alcanzado la cumbre con Fuente de salud (1906), Trompetas de órgano (1907) y La procesión de la Naturaleza (1908), y cuando se estaba preparando la edición de Poesías completas, vio Rueda cumplido su ardiente deseo de viajar al Nuevo Mundo20. Como meta tuvo este primer viaje Cuba. Así como Rubén Darío había visitado España como representante de su país -en realidad como representante de toda América- con motivo del IV Centenario del descubrimiento, se siente ahora Salvador Rueda embajador de España en Ultramar portando un mensaje de fraternidad y concordia entre la Madre Patria y sus antiguas colonias. Sobre la finalidad del viaje dice el mismo Rueda:

El amor a España y el deseo de toda mi juventud de honrar a mi patria poniéndola en comunicación con las tierras del Nuevo Continente, determinaron mi visita a las Repúblicas americanas. Yo quise llevar allí el alma de una raza noble y a la par aromas y cariños de la madre a las hijas lejanas. Pretendí relacionar con devoción los amores de aquélla con los de éstas; hermanar la noble gesta de Castilla con el perfil aguileño atrevido y temerario de los hijos de América. Yo fui enviado allí por reales órdenes para estrechar lazos espirituales y esto fue para mí una gran alegría21.


Resultado de este viaje es la serie de poesías recogidas en Poesías completas bajo el título «De mi paso por América»22. No espere el lector hallar en ellas una visión crítica de esas tierras con sus problemas políticos y socioeconómicos. La mayor parte de ellas es una expresión de gratitud a las personalidades que le atendieron y obsequiaron durante su estancia en Cuba.

En la poesía «Las nuevas espadas»23, trocando en una primera parte las espadas de los conquistadores por las plumas de los escritores, sus corazas por los pensamientos, y sus caballos por sus escritos, pasa en una segunda parte a inculcar la idea de la unidad de los nuevos Estados, «la unión de las naciones», idea que recuerda de momento alguna de las proclamas de Bolívar24. Pero Rueda ha hecho recordar al lector ya antes el mérito que corresponde a España en el descubrimiento y civilización de los nuevos pueblos. Para más, el poeta se siente sumo sacerdote y portador de la eucaristía en que en otra transubstanciación se hallan unidas las Repúblicas de lengua española. Con ello la utopía es mayor que la de Bolívar. Esos pueblos serán un día los redentores del mundo. El vaticinio es algo extraordinario, si bien difícilmente realizable. La misma utopía se halla en la poesía «Bendición de un edificio español»25 en la que, nombrando a Cervantes como representante de la cultura y de la lengua que hermana a los pueblos hispanoamericanos, convierte luego su calidad de poeta en la dignidad de sacerdote, y exhorta a los pueblos a unirse en un Estado.

Si temáticamente se hallan estas poesías fuera de los cauces poéticos de Rueda, formalmente, y en su orientación artística, los sigue de cerca. De su incondicional modernismo, ante todo en la producción tardía de Rueda26, no se aparta aquí. El afán de embellecer y ensalzar la realidad que conduce a una total idealización sigue siendo aquí notable. La ampulosidad ornamental, típica de sus obras modernistas tardías, adquiere aquí incluso mayores dimensiones, de forma que el lector de hoy -quizás también el de entones- siente pronto increíble lo que está leyendo.

El ideal modernista reina sin limitación en la poesía «Los pájaros de Cuba»27 que, pese a la dicción hiperbólica dominante, no llega a causar hilaridad como es el caso en las poesías antes citadas. En la larga poesía de cuartetos alejandrinos se nota desde el principio el deseo incondicionado de embellecer y sublimar la realidad, típico del arte modernista de Rueda. Si nos preguntamos en qué se cifra la belleza que atribuye a los pájaros, veremos muy pronto indicados dos elementos sensoriales: el color y la música, elementos que ya en En tropel había declarado esenciales de su arte poético diciendo:

El color y la música en poesía no son elementos externos; al contrario nacen de lo más hondo y misterioso de las cosas y son su vida íntima y su alma28.


Ambas sensaciones llegan a confundirse en «Los pájaros de Cuba» formando sinestesias del tipo «de transposición-identificación», en la terminología establecida hace algunos años por Ludwig Schrader29. Así podemos ver que los plumajes de los pájaros son -o quiere Rueda que sean, pues, pese a la recomendación que hace de salir al campo a contemplar la belleza en la poesía «En el campo», seguramente no vio ningún pájaro en Cuba, o si vio alguno, quizás en una jaula- «de riente armonía» y sus cantos forman «ritmos de oro». La confusión perceptiva puede alcanzar también a otros sentidos, así cuando quiere ver Rueda que el color arde o que forma «una catarata de fuego». Algunas veces los elementos sensoriales no llegan a identificarse, sino que muestran una correspondencia en los sentidos, dando lugar al tipo de sinestesia «de correspondencia» que igualmente ha distinguido Ludwig Schrader. Así creo que se puede ver en los versos siguientes:

[...]

¿habrá, acaso, unas aves tan repletas de tonos

que parezcan las ascuas hechas trémula flor?

¿las habrá cual el fuego palpitante y divino

que se meta en el alma como pura canción?

¿las habrá milagrosas de colores y líneas

con un moño riente de azafrán temblador?

¿las habrá como llamas de gentil pedrería

que al plegarse y abrirse cegarán de ilusión?

Tal vez haya un plumaje de tan vívida lumbre

que parezca el vestido de una estela veloz,

y se manche de aceites deslumbrantes y mágicos

cual si fuese una lámpara donde ardiera el color.

[...]



Pero no solo de estos dos tipos de sinestesia hallamos ejemplos en la poesía. Toda ella es, más bien, un ejemplo del tercer tipo de sinestesia que distingue L. Schrader: el tipo «de acumulación». Al pasaje anterior añado los siguientes versos:

[...]

Tan excelsos pintores, grabarán con la rima

las lujosas dalmáticas del tropel volador,

sus gorgueras de luces, sus polícromas colas,

sus flamígeros moños de movible arrebol,

sus escritas pechugas, el color de sus patas

de sus picos de pórfido la orquestal vibración

sus collares de llama, de celeste, o de oro

y sus alas de rosas, de carmín o de sol.

[...]



Como si el elemento sensorial fuera insuficiente para llegar a la idealización deseada, atribuye el poeta a los pájaros una serie de cualidades provenientes del mundo sacro. Por medio de símiles y metáforas llega a idealizar el mundo real. El plumaje deja de ser plumaje convirtiéndolo en «túnicas», «dalmáticas», «casullas» y «cíngulos», denominaciones apropiadas, si tenemos en cuenta que las plumas son «sagradas». Términos como «magia», «encantar», «misterio», «milagroso» e «ilusión» ponen de manifiesto la idealización que lleva a cabo Rueda del objeto real, técnica empleada con exageración en sus momentos modernistas cumbres. Los pájaros cubanos no son los pájaros que Rueda pudo ver en Cuba. Son los mismos que idealizó en En tropel, en La Procesión de la Naturaleza o en Lenguas de fuego, es decir, son los pájaros modernistas.

De ejemplo puede servir el siguiente pasaje tomado de la poesía «Los pájaros» que se halla en el tomo de poesías últimamente mencionado:

Con plumas armoniosas, Dios hace un solitario:

en sus instantes bellos, combina los vestidos

diversos de las aves, y coge un haz de plumas,

y las desriza y tiende sobre un tapiz de luces,

para formar conjuntos de acordes armonías.

¿Visteis de un azulejo la línea fragmentaria,

que lo colora, y brinca a otro azulejo claro,

dejándolo prendido también en el dibujo

que va desarrollando su tema por el zócalo?

Lo mismo la dalmática de un pájaro divino

Dios hace, entretejiendo las cien fichas de plumas,

como quien hace un lento dibujo de matices.

Y como tienen música los dedos polifónicos

de Dios, a cada pluma bellísima que prende,

suena también la nota del génesis de un canto,

que al par del rico tema de plumas combinadas,

se va desenvolviendo como otro tema músico,

que corresponde al pájaro para quien es la túnica. [...]30



Dos elementos sensoriales -el color y la música- son destacados esencialmente en la descripción que hace del ave como objeto bello. Desde el principio ambos elementos van siendo puestos en íntima relación hasta llegar a una confusión de ellos en el último sexteto. Como si estos elementos no fuesen suficientes para expresar plenamente la belleza del objeto que describe, lo eleva por medio de símiles y metáforas tomados del mundo sacro. Si al principio de la poesía habla el poeta de las «plumas» y «vestidos» del pájaro, vemos, en efecto, luego como aparece este con «dalmática» y «túnica». Tanto la meta como los medios empleados para llegar a ella son aquí realmente los mismos que en la poesía en que Rueda nos quería presentar, según vimos, los pájaros cubanos.

El 8 de enero de 1913 sale de nuevo Salvador Rueda para América, esta vez con rumbo a la Argentina, invitado por la colonia española de Buenos Aires con ocasión del homenaje a V. Wenceslao Querol. Su regreso tuvo lugar en septiembre de ese mismo año. Pasajes de artículos aparecidos en revistas y periódicos, así como poesías escritas en su honor, recogidos unos y otras en el nuevo volumen de poesías Cantando por ambos mundos dan una idea de la gran acogida de que fue objeto, acogida no menos apoteósica que la que había recibido en Cuba.

Como resultado de este segundo viaje nos dejó Rueda otra serie de poesías sobre el Nuevo Mundo con el título «De mi segundo viaje por América», recogida en Cantando por ambos mundos, título que de por sí manifiesta la vinculación de Rueda con Hispanoamérica. Al igual que lo vimos referente a las poesías escritas con motivo de su primer viaje, están las poesías de esta serie dedicadas a personalidades por parte de las cuales fue objeto de atención y en gran parte fueron leídas con motivo de una festividad en su honor. De aquí se puede entender que predominen en ellas por un lado una expresión de gratitud y por otro la transmisión de un mensaje de hermandad con España de la que se siente enviado oficial.

En «Al gran pueblo argentino, ¡salud!»31, escrita según la indicación en una nota al pie de la poesía con ocasión de la gran fiesta que hicieron en su honor en el Teatro de Colón el 11 de mayo de 1913, compone un himno al himno nacional argentino. En la larguísima poesía, compuesta a modo de silva con series de cláusulas tetrasílabas con acento en la tercera sílaba -forma que Navarro Tomás denomina verso amétrico trocaico-, alaba al himno argentino donde se canta la independencia de la Madre Patria. En el fondo de la letra y de la música quiere, sin embargo, Rueda poder oír «los rugidos imperiales de la patria» y, haciendo referencia a la gran hazaña de la Conquista, inculca a sus oyentes a no olvidar el origen de la nueva Nación. Ambas naciones deben según él seguir unidas, aunque sea por distintas banderas.

Una larga loa a la Argentina es igualmente la poesía «A la República Argentina»32. Después de llamar la atención sobre su largo y arriesgado viaje -ahora en versos amétricos dactílicos en cláusulas de seis sílabas- pasa luego a referirse a los valores de esta nación en versos como los siguientes:

[...]

¿Eres Tú, prodigiosa Argentina,

la mayor de las Hijas de Hispania,

eres tú, atronador Buenos Aires,

donde entran en libre avalancha

los ríos de hombres

que llenan tus pueblos, tus Pampas,

eres tú gigante turquesa,

el troquel prodigioso de la raza

y el yunque potente de fuerza invencible

donde el hombre futuro se plasma?

[...]



El futuro que profetiza para la Argentina no puede ser más halagüeño y quizás no del gusto de las otras naciones hispanoamericanas. La idea de la unión americana, propuesta y vaticinada en poesías de su primer viaje, vuelve a aparecer aquí. Con ello concuerda Rueda con M. Ugarte quien por aquellos años creía firmemente en la posibilidad de una unión de las repúblicas latinoamericanas33. Pero la Argentina será, según Rueda en este caso, la que lleve el mando. Una estrofa significativa es sin duda la siguiente:

[...]

Tú serás, Argentina fecunda,

la Presidencia triunfal donde vayan

a unirse las Veinte Banderas

libre-Americanas

a formar los Estados Unidos

de Luz Castellana.

Tendrás el Senado

de tus Veinte robustas Hermanas,

y transformarás en los tiempos el Ritmo

de la Especie Humana,

creando otra Carne, otro Hombre,

otro Plasma.

[...]



Acto seguido trae al recuerdo del oyente o lector la razón de su viaje. Esta no es otra que llevar la amistad de la Madre Patria:

[...]

Te traigo el abrazo infinito

de tu antigua Madre de testa inviolada,

que parió con dolores de Vida

y te dio su Sangre, te dio sus Arterias y te dio hecho

amor sus Entrañas.

[...]



La misma idea ocupa la parte central de la poesía «El correr del cielo» poesía escrita, si hemos de creer las indicaciones del autor, durante el viaje en el barco Infanta Isabel de Borbón34. En el mismo metro que la anterior, con la repetición hexasilábica de cláusulas dactílicas formando versos de hasta treinta sílabas, va recordando el poeta la lejanía cada vez mayor de España y a la vez la presencia de los mismos astros que le recuerdan su continua presencia. Son los astros españoles los que le acompañan, y son los mismos que él quiere llevar a la Argentina en señal de amistad:

[...]

Os traigo el portento del Cielo de España

os traigo la Patria, hecha estrellas,

para que os cubráis cual con templo infinito

las altas cabezas.

[...]



Las informaciones sobre el Nuevo Mundo, los temas sobre la vida, problemas o quehaceres del pueblo argentino, son muy escasos en esta serie de poesías. Cuando en otras poesías de esta serie hace referencia a personas o paisajes de aquellas tierras es siempre con la intención de recordar su semejanza con las de España o su proveniencia de la Madre Patria, y de inculcar al lector el amor a ella.

El 11 de julio de 1914 emprendió Rueda un tercer viaje, ahora a las Islas Filipinas, pasando por el Brasil. En febrero de 1916 pidió permiso al Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en Madrid para emprender nuevo viaje a Cuba teniendo la intención de llegar a Méjico y a Nueva York. El viaje cambió, sin embargo, de ruta. En este cuarto viaje fue a las Islas Filipinas el 9 de diciembre, de donde regresó el 6 de julio de 1917. El 17 de noviembre de ese mismo año salió de nuevo en su quinto y último viaje a América. La meta fue Méjico.

Resultado de estos últimos viajes, pero en realidad también fruto de los anteriores, es el canto épico El milagro de América, publicado en 1929 con motivo de la inauguración de la Exposición de Sevilla. En la portada del libro y en el prólogo de E. González Blanco leemos que fue escrito para que sirviera de lectura en las escuelas de idioma español35. No se trata en realidad de poesías sino más bien de una epopeya, con lo cual se sale de los ámbitos de este trabajo, pero juzgo oportuno dedicarle unas breves líneas.

El libro es un panegírico sin igual a la conquista y civilización del Nuevo Mundo. Solo unas poesías finales, escritas en parte con anterioridad, se refieren al Nuevo Mundo en los días en que Rueda estuvo por allí. El libro consta de quince cantos, cada uno de los cuales lleva un título bien significativo. El primero va dedicado a «Los apóstoles del descubrimiento». ¿Quién pueden ser estos? Los seguidores de Colón: ahí están cantadas las hazañas de un Yáñez Pinzón, de un Diego de Yepe, de un Alfonso Niño, de un Mendoza, de un Núñez de Balboa etc., etc., pues estos apóstoles fueron más de doce. A ellos les siguen «Los apóstoles de la espada» en el canto segundo, los cuales no pueden ser otros que Pizarro y Cortés. A este último le dedica también todo el canto siguiente. Llevado por un exagerado patriotismo -acaso habría que decir ciego- y por un deseo incontenible de sublimar con la palabra cuanto fuera objeto de su atención -tendencia bien pronunciada en sus últimos libros de poesías, como ya se dijo- lleva a cabo Rueda un panegírico del descubrimiento y civilización del Nuevo Mundo poco convincente. Ya los primeros cuartetos del primer canto nos ponen de sobreaviso de las exageraciones con que nos veremos confrontados después. Sobre los colonizadores dice:

[...]

Ellos fueron los nuevos apóstoles fervientes

de un nuevo Jesucristo que a redimir venía

con luz de las espadas y chispas de las frentes

un mundo de tinieblas que a Dios no presentía.

[...]36



De cuánta retórica hay en estos cantos de Rueda dedicados a sublimar el descubrimiento del Nuevo Mundo -ante todo las «hazañas» que con la espada llevaron a cabo Cortés y Pizarro- nos da una idea el siguiente cuarteto en que pasa a ensalzar a los hacedores de una nueva raza y de una nueva cultura. El cambio de parecer ha sido rápido y rotundo en Rueda:

[...]

¡Cuánto crimen atroz, cuántos horrores

a América llevaron las espadas;

al brindar a sus tribus resplandores,

las dejaron también acuchilladas!

[...]37



Partiendo de este juicio pasa a alabar en el canto IV, titulado «Los apóstoles del amor», al pueblo español que no tuvo nada en contra en celebrar nupcias con los aborígenes creando de esta manera una nueva raza que se impuso en veinte naciones. Pero España según Rueda no solo fecundó a los pueblos americanos, sino que naturalmente los cristianizó. Es lo que signe cantando en el canto V. España les llevó, además, la cultura, les enseñó la artesanía y la agricultura, sigue exponiendo en un lenguaje altisonante en los cantos siguientes en los que junto a la opulencia ornamental abundan afirmaciones un tanto simplistas como cuando dice: «¡¡quien no tiene Cultura, no tiene sitio en la tierra!!»38, con que termina el canto VIII.

De mayor interés a mi modo de ver son las tres poesías que siguen, dos de las cuales son poesías escritas con ocasión de su primer viaje a Cuba, y una dedicada a Méjico, es decir, poesías de fechas bastante anteriores a la publicación de El milagro de América. En ellas encontramos de nuevo descripciones de paisajes y de costumbres de esos países o referencias a su valioso pasado histórico así como vaticinios sobre su porvenir que no dejan de tener interés y valor poético a pesar de la dicción grandilocuente en que están presentados. En ellas vuelven a aparecer los medios estilísticos modernistas más apreciados y usados por Rueda: Engrandecimiento de la realidad acentuando, para llegar a él, el color y la música. En la poesía «La Habana», agradecido Rueda por haberle coronado poeta allí, vaticina que la capital de Cuba llegará a ser «el gran troje del mundo»; más aún: «la inmortal Babilonia». En «Las piedras de Méjico» hasta las piedras brillan y retumban obligando al poeta a decir:

[...]

¡Méjico sonora,

Méjico divina,

caja peregrina

caja vibradora,

cada piedra tuya de voz cristalina

odia, sufre y ama; ríe, canta y llora!

[...]39



No podía faltar aquí la idea expuesta en las poesías de agradecimiento a la Argentina y Cuba: el gran futuro para las naciones hispanoamericanas, si forman una unidad:

[...]

Y esos Veinte Estados que un círculo encierra,

si el amor los une con lazo fecundo,

¡formará la Patria mayor de la Tierra

con el campanario más grande del Mundo!40



No son las poesías dedicadas al Nuevo Mundo las más bellas y mejor logradas de Salvador Rueda. En la época en que las escribió, si exceptuamos las dos primeras tratadas aquí, había llegado Rueda, llevado por la tendencia incontenible a alabar todo lo que se le presentase -la tendencia la vimos ya referente a estas primeras poesías-, a una dicción tan exagerada que en la mayor parte de los casos causa hilaridad en el lector. Y no solo la dicción es exagerada. Lo es en muchos casos igualmente el patriotismo que quiere inculcar a toda costa y los vaticinios que hace para el Nuevo Mundo. No creo que lo sea tanto el continuo llamamiento a la fraternidad entre los pueblos hispanoamericanos, y entre ellos y España. En este sentido no les falta actualidad a las poesías de Rueda dedicadas a cantar el Nuevo Mundo.

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