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«El oscuro» de Daniel Moyano

Enriqueta Morillas Ventura





Ganadora del primer premio en el concurso de novela Primera Plana-Sudamericana, Buenos Aires, 1967, la novela de Daniel Moyano titulada El oscuro merece destacarse tanto por su detenida elaboración como por la vigencia de sus planteamientos. Poco conocida por la escasa difusión que se ha hecho de ella, su próxima reedición en España permitirá al lector participar -como lector-cómplice y no como mero espectador- de una obra que fuera ampliamente reconocida por Gabriel García Márquez, Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos, integrantes del jurado que otorgó la distinción1.

En el primer capítulo de la novela, ya estamos al final de la historia: el drama, la peripecia, ya han tenido lugar. Una conciencia fragmentaria nos entrega partes de lo acontecido, saltando desordenadamente en el tiempo que recrea porque el tiempo subjetivo prolonga, acorta, superpone, el tiempo evocado.

Se narra, pues, desde un ahora de apariencia irreductible. La imagen alcanzada en el espejo: «[...] volvió a comprobar que su rostro se parecía cada día más al de su padre», señala la apertura a los significados que poblarán el texto. Es una imagen central, básica, que orienta desde el inicio la lectura hacia la reconstrucción de lo ya acontecido, al mismo tiempo que proclama la esterilidad de un intento, el fracaso de un camino. Esa imagen deshace la constructividad frustrada del coronel oscuro y deja actuar entonces fragmentos que pugnan por erigir otra constructividad.

Desde la postración, de la desolación, Víctor, personaje dotado de intimidad, despliega su mundo privado a la manera de una conciencia claramente perturbada. A este monólogo angustioso se sumarán, también, las voces de los otros protagonistas narradores, resultando por ello la novela en su conjunto un collage de significaciones. Se retratan hechos y rostros, de manera clara, estentórea, en algunas ocasiones. En otras, el predominio de la sugerencia y de la gestualización destacada enfáticamente, remontan a un ámbito erigido detrás del silencio y de la inmovilidad aparente.

El cuarto de Víctor, «único lugar de la casa que todavía no era hostil a su sensibilidad», metaforiza la soledad final de su camino. Soledad personal, una vez rotos los lazos con el mundo de sus afectos, soledad histórica que deviene de su suma responsabilidad en la muerte de Fernando, el estudiante. El hecho le ha valido «el repudio de todo el mundo».

Sucesivos flash-backs seleccionan hechos que se detienen, enlazándose morosamente; localizan motivos que se reiteran, convocándose unos a otros en aras de los estímulos provenientes de la memoria. Imágenes y sonidos, entremezclándose, pueblan el espacio de la mente que repasa los hechos en lucha débil, terca, contra la realidad del entorno. Medida del tiempo subjetivo que se prolonga, tejen el hilo frágil que conecta con el presente ominoso.


Más allá del coronel. El adentro y el afuera

En el silencio de exacerbada angustia, de vacío prolongado, irrumpen la risa de Olga «que llega por la ventana, con el aire nocturno» y las luces de los letreros de la esquina próxima juntamente con aquellas otras «que enlazadas con las que morían en su propio lecho y en el piso de la habitación, formaban hacia el Oeste el gran resplandor de la ciudad». Los ruidos que denuncian el movimiento habitual de la casa, en especial los que producen los pasos de Margarita, su mujer, reiteran su presencia obsesivamente. Amenazan con romper el silencio, como el espejo destruye la ilusión de la imagen que el coronel hubiera querido tener.

Apenas traspuesto ese espacio concentrado en el adentro, están «los otros lugares relacionados con el acoso interno que sentía desde hacía mucho tiempo», sitiales donde los objetos «sobrevivían a los hechos... ruinas de la vida transcurrida». Están las cartas que testimonian la «pueril» relación con su mujer, «escritas durante años» y las cartas que le enviara su padre «desde el comienzo de su vejez hasta la parálisis que lo postró finalmente», y que permanecen aún sin abrir. En alguna parte está el tambor que su padre tocara cuando era integrante de la banda municipal en la pequeña ciudad de La Rioja. Dificultosamente, la percepción de Víctor alcanza «[...] lo que estaba hacia atrás, en el resto de la casa, en los armarios, en los rincones, como para impedir que la memoria se equivocara. Los recortes de diarios con los golpes de Estado en los que de un modo o de otro había intervenido, la historia del estudiante muerto que había conmovido a su mujer hasta el punto de ser un factor más de desacuerdo con él». Esto es el afuera del personaje, los seres humanos relacionándose continuamente, el bullicio de la vida en sus variadas formas, la trama multiforme y «precaria» de la existencia. Víctor no puede unirse plenamente a este afuera que percibe desordenada, dislocadamente. Es un prestidigitador venido a menos, y sus trucos no alcanzan a pulsar las notas de la vida. Los seres de su entorno no responden a su llamada porque el tiempo histórico dictó su condena.

El hecho, en la historia, es decisivo, excluyente, irreversible. La mano del coronel, alzada contra el origen, que encarna en el padre fundamentalmente, y contra el entorno misérrimo de su realidad de subdesarrollo, es un gesto que obstinadamente repetirá a lo largo de su vida. Enfermará gravemente, hundiéndose en la irrealidad de su ser asocial. Por ello «atisbaba apenas las pilas de leña de Chepes a través del vidrio empañado, pero la leña, aunque estuviese lejos se hacía sentir en el olor de la ropa de su padre, un traje descolorido y mal entallado que se movía, en la parte de las rodillas, con el traqueteo del tren». Repetirá el gesto con los que integran el mundo de sus afectos, anulándolos, distanciándose, y otro tanto hará con los protagonistas de la historia que en esa realidad convulsiva y variada en la que están inmersos intentan llevar a cabo una síntesis diferente (el estudiante). Juez y verdugo en el afuera, condena y destruye su propia unidad, la integridad del adentro.




El punto de vista múltiple

A partir de su experiencia el narrador no podría arrojar una visión totalizante. Por esta insuficiencia se interna en la subjetividad de sus personajes, llenando fragmentariamente los espacios temporales, con los momentos aislados del tiempo subjetivo de los protagonistas. La vida no aparece expuesta linealmente ni es la mera consumación de hechos cuya constructividad se sustentara en la pura lógica de los actos. El torrente subjetivo alcanza unidad en la integración del caudal que arroja la conciencia.

El lector se suma activamente a este modo de contar en el que no sólo interesa el tema, la pura narración, el destino o aventuras de los personajes, sino su presencia. Narrador y lector los penetran para descubrir con ellos la realidad, profundizando en los recovecos de la materia narrada. La técnica utilizada es el punto de vista, es decir, el foco narrativo que señala la posición del narrador frente a lo narrado2.

Así, Víctor relata desde la conciencia; sentimientos, pensamientos, percepciones, en un lenguaje fragmentario y recurrente, que aparecen vinculados en una lógica débil. Joaquín, protagonista y testigo, exhibe sus imágenes y reflexiones en una lógica compacta. La digresión explicativa y la evocación no atentan contra la linealidad del discurso. Igualmente lógico, aunque no digresivo, el discurso del padre del coronel muestra una subjetividad recurrente, pero no fragmentaria. El intenso lirismo surge aquí de la exposición de una cosmogonía que se sustenta en la afectividad, medio relacional de los hombres entre sí y con el universo.

El monólogo de Fernando es fragmentario, caótico, de percepciones superpuestas, lo que va determinado por la imposibilidad de asir el sentido. Se opera aquí la inmersión en la consciencia hasta el ingreso en la zona abisal del inconsciente, dejando de lado toda organización lógica. Es la llamada corriente de la conciencia, elaborada mediante el montaje tempoespacial a la manera cinematográfica.

No obstante esta multiplicidad de puntos de vista, existe un narrador omnisciente que ordena los motivos temáticos en el sujet (tiempo de lectura, por oposición a fábula, o tiempo lineal). Poco visible, desliza, sin embargo, comentarios, reflexiones, explicitaciones intercaladas entre las voces de los personajes.

Joaquín, que fuera compañero de pensión de Víctor, es también un ex policía que tuvo que ver con los hechos que culminaron en la muerte de Fernando. Víctor acude a él para proponerle una pesquisa absurda: deberá reconstruir «las cosas» que ocurrieron en la pensión cuando el estudiante que era entonces el coronel se ausentaba durante el curso de la semana. La obsesión torturante de Víctor quiere ver confirmada la infidelidad de su mujer, que sospecha tuvo lugar desde aquella época.

Confundido por la absurdidad de la tarea, Joaquín emprende un viaje a los suburbios, que se convierte en «un viaje a los suburbios de mí mismo». En contacto con las fronteras del presente y del pasado irrecuperable, accede al territorio terminal, deslucido y opaco como el polvo gris que levantan los trenes sobre las copas de los árboles y las letras borrosas que aún dibujan la palabra «pensión» en la fachada. En aquel lugar, «en un pasado remoto, todos habíamos estado desnudos», dirá; «[...] pensé en el estudiante desnudo. Tiritaba de frío o de pudor. Era casi tan frágil como Margarita cuando cruzaba a saltitos las piedras de la vía férrea»; «[...] su desnudez, como la de Margarita en la galería, era lo único que le quedaba, pero Eguzquiza quería ir más allá». Las digresiones de Joaquín, los recuerdos comunicantes, que llevan de uno a otro vaso de la historia, la iluminan, ampliándola. De entre ellas, el retrato del coronel revela la mirada de los otros protagonistas de la historia: «[...] recordé la fotografía que había visto en el diario, es decir, su rostro en situación de normalidad... Allí tenía una expresión severa que los bigotes habrían de acentuar, pero pese a que todo parecía normal en la fotografía, uno podía darse cuenta, apelando a los recuerdos de la pensión de la calle Pringles, que detrás de los músculos tensos, los dientes apretados y las cejas bajas, había unos ojos íntimamente temerosos»; «[...] parecía un hombre íntimamente torturado»; «Era el joven tonto preguntando o afirmando cosas»; «[...] sintiendo que estaba diciendo yo también unas estupideces espantosas»; «Doña Dora nunca lo quiso, pese a que Víctor aseguraba el porvenir de Margarita, porque durante los largos años de noviazgo ignoró siempre a todo el resto de la familia con un perfecto desprecio». El monólogo de Fernando se presenta en una atmósfera claramente onírica de perfiles borrosos y entrecruzamiento de planos y figuras: «[...] hay muchas casas. No tienen aspecto alguno, pero son casas, formas nunca vistas. Caballos que cuando están echados duermen, pero cuando abren los ojos son perros». Los gestos se independizan de sus productores, las identidades se confunden (sus verdugos son tomados por sus amigos). No hay percepciones nítidas ni obsesiones reiterativas, como en el del coronel, sino descomposición, alteración de las relaciones entre los elementos. Lo racional es inasible. Todo termina en el gesto de bajar sus manos, «protegiendo involuntariamente sus testículos mientras cree oír el estampido».

El capítulo VI introduce la voz del padre. Inusualmente, se escucha (se lee) lo que no se dijo en parte alguna, lo que late detrás de la inmovilidad del viejo cuando Víctor lo visita en la pensión. Como una mano tendida al hijo en el gesto postrero, don Blas entrega la música de sus palabras en la sabiduría final alcanzada. Al retratar la infancia de Víctor hace hincapié en su terror, de dimensiones patológicas, a todo cuanto existe, a las innumerables representaciones de la vida. Su incapacidad para sobreponerse a ese inmenso miedo llevará al niño, y más tarde al hombre, a actitudes sistemáticas y permanentes que comportan su elección de la muerte. «[...] Cuando yo hablaba del cometa... -nos dirá don Blas-, lo hacía entregando cosas, conocimientos que había buscado precisamente para él cuando quería protegerlo, en la biblioteca..., y buscaba afanosamente en los libros... la seguridad de ese rostro que yo había lanzado al mundo».

No es propósito de este breve ensayo comentar las implicaciones psicológicas y simbólicas del denso magma humano que Moyano pone a actuar en sus relatos. Bástenos destacar, por ahora, la presencia constante del conflicto entre el padre y el hijo, relación que sus narraciones privilegian y a la que otorga una constancia que la convierte en básica, en estructurante del espacio y del tiempo de sus caracteres. Señalaremos, en cambio, en la novela que nos ocupa, la importancia de la cosmovisión del padre, enteramente opuesta a la del hijo, por cuanto ella -la oposición- vertebra el planteamiento central del relato.




Orden versus precariedad

Estas dos nociones concentran significados, constituyendo dos ejes semánticos que arrojan dos maneras de ver las cosas y de ser-en-el-mundo diferenciados. La novela se presenta, así, como transposición de aquéllas a los elementos que componen el relato, encarnándolas, preponderantemente, en sus personajes. Son éstos los que transitan caminos, enfrentan obstáculos, construyendo el relato, erigiéndolo, resolviéndolo.

El coronel propugna un orden, compone un modo de vida cuya operatividad requiere parcelación, mutilación, sordera. Empero, la eficacia se quiebra por la irrupción de lo que él denomina «precariedad», de esa marea multiforme de la vida que lo rodea en vastos círculos: «[...] los seres -dirá-, mientras estaban quietos, eran más o menos, perceptibles, aunque siguiesen siendo impenetrables. Pero cuando actuaban comenzaba a enredarse una madeja que no tenía fin y que complicaba las cosas hasta volverlas intolerables»; «[...] las complicaciones del mundo caótico de las multitudes dolientes no eran para todos. Alguien debía velar por ellos, como él lo había hecho por Margarita, para que el orden no fuese alterado. El mal, si no se movía, no era pecado; pero en cuanto actuaba alteraba el orden del universo». «Ellos habían aceptado la precariedad y vivían en la curva del naufragio». Son expresiones que traducen, invariablemente, la incapacidad para explicar, la realidad que sin embargo percibe.

En el «más allá» de Víctor está la precariedad. Los personajes que toman la palabra para juzgarlo -en la doble vertiente de la condena y del perdón- se sustentan en esa precariedad que el coronel rechaza con denuedo. Exponen su cosmovisión de una manera racional, ordenada, en ocasiones; en otras lo hacen a través de las variadas formas del afecto, permaneciendo, de manera general, en los objetos o en las personas en estado latente. Esto es lo que Joaquín entrevé en doña Dora, cuyo tono de voz le permitía reconstruir un clima favorable a la pesquisa, «[...] un clima primordial donde sería más o menos fácil ubicar a los personajes que todavía atormentaban a Víctor». «En esas modulaciones había conceptos sobre la vida», dirá. Aquí es el tono el que adquiere capacidad para urdir conceptos, el que compone «[...] una melodía que servía para enlazar sucesos hundidos en el tiempo».

Cuando Víctor se asoma a la entrevisión de lo que subyace, su percepción se vuelve opaca. Volver a la pensión para ver a su padre enfermo es «[...] una pérdida de tiempo, un retroceso, una súbita pérdida de la visión de lo que estaba adelante». Volver es «[...] tiempo gastado, algunos pasos del cometa por el espacio inconmensurable». Y si «hasta ahora las fachadas eran reconocibles», «[...] gradualmente avanzaban hacia el gris, a medida que se acercaban, etc.».

Esta opacidad es el resultado de la visión no integradora, parcializante. Grises son también todos esos, hombres que presentan «[...] las mismas caras», aquellos que aparecen junto a su padre «en el boliche de la esquina», los que «[...] estaban al lado de las pilas de leña». Víctor no puede ver lo subyacente, lo no-expreso. Se mueve en un terreno de apariencias imbricadas trabajosamente en cada uno de los actos de despojo que irá practicando a lo largo de su vida. Acaso no pueda percibir otra cosa que silencio, ese que «[...] apareció en los ojos del padre, que estaban como ausentes y parecían transcurrir en el polvo del cuarto, visible en un rayo de luz que entraba por la ventana».

La precariedad es inasible, se presenta en «[...] las multitudes que gesticulaban como peces». Es arrítmica como el bullicio que producen «[...] bocinas, conversaciones, chimeneas, máquinas, y gritos», «[...] gigantesca arritmia que ocupaba todos los lugares posibles del tiempo, como si éste ya no fluyese, ocupado en su integridad por un ritmo absoluto». El barrio que uniera a Joaquín y a Víctor en su adolescencia se presenta, asimismo, como territorio con capacidad de multiplicarse «[...] como una hierba rastrera, hacia el desierto inmediato».

Cuando lo latente alcanza expresión en la visión opuesta a la del coronel, el texto exalta plásticamente su significación. Llega a una verdadera apología del desorden, en el intento de alcanzar un contorno expreso. El cuarto del estudiante, en el instante en que es detenido, presenta un aspecto desordenado: «Sobre una mesa había un libro abierto, otros cerrados, cáscaras de queso y latas de picadillo; en ese lugar el resplandor de la lámpara era más intenso». No obstante lo cual, como puede apreciarse, o mejor por eso mismo, simbólicamente, la luz adquiere una mayor intensidad.

La brecha abierta en la infancia del coronel, en los orígenes, se ensancha progresivamente. Cercado, acosado, sumido en su infierno particular, lo precario crece hasta alcanzar proporciones gigantescas, por cuanto sus fuerzas y su visión no pueden contenerlo.

Si el orden es el resultado de la elaboración de un esquema de vida que propone como salvador, unifacetado, estructurado, lo precario es multifacético y se orienta como realidad no estructurada. El orden aparece conceptualmente basado en la disciplina y en la jerarquía; lo precario pugna por un orden más atento a los dictados de la vida. El orden supone mutilación; la precariedad, despliegue de las potencialidades humanas. El orden es soberbio, complicado, tenso, retorcido; la precariedad, humilde, suelta, relajada, simple. El orden se desgaja del contexto latente; la precariedad remite a lo que subyace: se instala en el tiempo histórico en conexión con el tiempo mítico. Porque los seres humanos que viven precariamente están sostenidos por la fuerza del mito. Y éste es el territorio de lo subyacente, el que permanece detrás de la trama, proporcionando la luz que se proyecta en diferentes encarnaciones en el texto. Aquí convergen los elementos sonoros y visuales recurrentes que se ensamblan en un tejido casi musical, oponiéndose en la atmósfera que suscitan a la sordera, a la opacidad, a la oscuridad. El padre de Víctor, con la cosmogonía que se sustenta básicamente en la fraternidad, en la afectividad, eleva su voz desde un más allá inlocalizable. Su inmovilidad y su mudez son aparentes, porque él, origen, afecto rechazado, proyecta la luz potente del cometa hasta penetrar el ámbito que apresa y obnubila la visión del hijo. Merced a la porosidad del sueño, la bola de fuego despide la luz que lo alcanza finalmente, dejando abierta la posibilidad, la ascesis al secreto de la vida.

Inmerso en un mundo que ofrece y que propone un sentido mágico de la vida, la imagen del coronel, a pesar de su rechazo, vive de una esperanza no captable, potencial, cifrada en una invitación -casi muda- a dejarse apresar por el ritmo del mundo.




Acerca de la forma

Como lo inalcanzable es lo propio, lo ansiado en el fondo, el credo que sostiene al coronel, se presenta como refugio. Y la novela se estructura desilusionando el camino del personaje. Se opera su caída en la angustia existencial, que se apoya y se estructura, a su vez, en la tensión metafísica: su desesperación resulta de su frustración, de su constricción.

La nueva novela hispanoamericana crea -y explora a medida que las crea- formas que se corresponden con su concepto del mundo. En ella fluye la pluralidad, el elemento yuxtapuesto. Como lo contradictorio, lo plural, están en la base de la historia de Hispanoamérica, las síntesis suelen ser horizontales, permiten la yuxtaposición.

La obra ofrece una apertura temática y estructural que se ha convertido en elemento caracterizador. En lugar del hilo narrativo respetuoso de la causalidad de los hechos en lo narrado, se destaca la sucesión, a veces desligada, de los diversos instantes, de las diversas facetas, de las partes, que se ensamblan sin dejar de gozar de cierta autonomía.

Por otra parte -y esto es aplicable a la novela en general-, si, como decía Georg Luckács en su Teoría de la novela, «[...] la problemática de la forma novelesca es el reflejo de un mundo dislocado...», la criatura de ficción, forma entre las formas del relato, será siempre problemática. No se referirá al mundo con la tranquilidad y la serenidad propias del héroe épico, sino que hará su peregrinaje forzoso en pos de la «totalidad oculta de la vida». Esto define la necesidad de la construcción de un camino, aun cuando se lo desilusione. Es de observar, también, que en una narración estructurada linealmente, con una rigurosa exposición de causa a efecto, no llegaría al lector la violencia temática del acontecimiento relatado: el infierno del coronel, su salida posible, su remisión a los demás. Habríamos conocido lo anecdótico sin ver lo que se encuentra detrás del camino. Entenderíamos con meridiana claridad los vínculos causales, pero perderíamos la experiencia de El oscuro, la índole de los hechos y su repercusión, la dramaticidad de los instantes que se destacan de la peripecia. Con ello, a no dudar, no resaltaría lo suficientemente la terca voluntad de ese ser oscuro en busca de los orígenes del mal, su feroz soledad, su condena, ni el patetismo esperanzado del sueño final, que lo redime, y a través del cual alcanzará la paz.







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