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El Padre José Francisco de Isla en el contexto de la expulsión y exilio de la Compañía de Jesús1

Mario Martínez Gomis





Hace unos meses, cuando fuimos invitados a este Congreso, decidimos repartirnos el trabajo a la hora de hablar sobre el P. José Francisco de Isla y elegimos hacerlo sobre los últimos años de su vida marcados por el trance amargo de su expulsión y exilio de España, siguiendo el destino de sus hermanos de religión. Un periodo de la historia de la Compañía de Jesús sobre el que hemos venido trabajando en el Departamento de Historia de la Universidad de Alicante2 y cuyo conocimiento, en este encuentro interdisciplinar, podría ayudar a resumir y divulgar algunos de los rasgos biográficos del P. Isla desde esa triple vertiente tan lucidamente expuesta por el añorado profesor Rafael Olaechea: el hombre, el jesuita y el escritor, constituyentes -como él decía- del «solo Isla verdadero»3. Un tema tratado también por ilustres investigadores como Constancio Eguía, Luis Fernández Martín y Rusell P. Sebold4 con quienes hemos contraído una deuda impagable y a quienes seguiremos en algunos aspectos de esta comunicación que ha de comenzar retomando el hilo del trabajo expuesto por la Dra. Inmaculada Fernández Artillaba en este mismo libro. Es decir, debemos comenzar con el P. Isla abordo del Nepomuceno, uno de los barcos del convoy que conducía a la provincia jesuita de Castilla rumbo a un destino incierto, que resultó ser, tras no pocas zozobras diplomáticas entre los gobiernos de Madrid, Francia y la República de Génova, la isla de Córcega5.

El autor de Fray Gerundio, a pesar de ciertos privilegios obtenidos por su fama como literato y a consecuencia de su edad -tenía 64 años al ser embarcado- se unió al drama colectivo vivido por el resto de la Compañía y, de modo muy especial, al de la provincia de Castilla a la que pertenecía. Drama, este último, que el escritor asumió como propio y que condicionó los años postreros de su vida, llegando a poner en peligro las comodidades y atenciones indispensables para la supervivencia de un hombre de avanzada edad y de precaria salud dedicado al ejercicio de las letras.

Por lo tanto, nada mejor que sintetizar los pormenores del trance del exilio en sus dos destinos: Córcega e Italia. En lo que respecta a Córcega, recordar el carácter abrupto de la isla y las dificultades de comunicación con el continente, condiciones que la habían convertido, desde la antigüedad, en un lugar idóneo para los destierros. Insistir en su precaria economía y en el hecho, a la altura de 1767, de ser un territorio en guerra casi constante, desde hacía muchas décadas, entre los isleños que deseaban su independencia de Génova y las fuerzas de esta república que ostentaba la soberanía del país6. Una circunstancia que había enrarecido más la existencia en el lugar, provocando la escasez de víveres, las dificultades en los intercambios debido a la división política del territorio isleño e, incluso, el deterioro del precario y elemental caserío de sus ciudades costeras donde deberían instalarse los jesuitas españoles, según los acuerdos establecidos entre las tres naciones citadas. Un destino, tan sombrío, como el descrito por autores contemporáneos a los hechos como Boswell7 -enamorado de la causa rebelde auspiciada por Paoli- o historiadores como Arrighi8, y grabado, ya para siempre, en la memoria de la orden ignaciana a través de relaciones y diarios elaborados durante aquellos días e, incluso, muchos años después, en 1792, cuando un grupo de supervivientes del exilio recordaba con estupor su abandono «en la inhóspita playa de una isla desproveída y envuelta en guerras y disensiones internas»9.

Recordar, también, que en el momento en que el gobierno de Carlos III obtuvo el permiso para desembarcar allí a los jesuitas, Francia, por el tratado de Compiegne de 1764, actuaba como potencia tutelar del conflicto entre corsos y genoveses y que su ejército ocupaba sus ciudades costeras, arbitrando una tensa paz que estaba a punto de romperse.

No podemos olvidar, tampoco, el dilema por el que atravesaba la monarquía española ante la negativa del papa Clemente XIII a recibir a los expulsos en los Estados Pontificios. Problema que nacía del deseo de atenuar, en la medida de lo posible, la dureza del destierro con el fin de, como indicaba Grimaldi, «acreditar de nuevo la piadosa generosidad del rey hacia los jesuitas expatriados»10 y de acallar el malestar de los familiares y terciaros de la Compañía que habían quedado en España. Una cuestión que obligaba al monarca a improvisar un complejo sistema logístico para paliar, mediante el envío de víveres y otros pertrechos, las notorias carencias de Córcega y que, a su vez, debía poner en evidencia, ante las cortes europeas, al pontificado que se desentendía del futuro de sus más fieles defensores. A este propósito obedeció la decisión de Consejo Extraordinario de enviar a Córcega un grupo de comisarios encargados de cumplir esa misión de intendencia y de ocuparse, al tiempo, de otros propósitos menos altruistas: controlar y vigilar a los expulsos en sus posibles intentos de contacto con España, impedir toda actividad publicista en torno a la defensa de su causa y fomentar las secularizaciones para debilitar a la orden de cara a una futura extinción11. Para tales fines se nombró a los comisarios Jerónimo y Luis Gnecco -padre e hijo, respectivamente- y a Pedro de La Forcada y Fernando Coronel, personajes con los que tendría que bregar personalmente el P. José Francisco de Isla y que influyeron de modo directo en algunos de los percances que sufrió el escritor en el exilio.

Ésta era, a grandes rasgos, la situación por la que atravesaba nuestro personaje, junto a sus hermanos de Castilla, cuando, tras dos meses de navegación desde el puerto del Ferrol, desembarcaron en Calvi el 17 de julio de 1767. Acababa de comenzar, sin duda, el año más duro de la historia de la Compañía hasta que en el otoño de 1768 pasaron a Italia.

¿De qué sucesos fue testigo el P. Isla a largo de ese año? ¿A qué pruebas se vio sometido junto al resto de sus correligionarios? La respuesta cabal a estas preguntas podría dar lugar a vanas intervenciones que duplicarían el espacio que disponemos en esta comunicación, sobretodo si tratásemos de entrar de un modo minucioso en la dureza física y psicológica que entraña todo exilio, cualesquiera que fuese su causa, si ahondásemos en la calidad, en este caso, de los exiliados -una orden religiosa que había gozado de una enorme influencia política, cultural y espiritual en España, viviendo con total desahogo- y en la brusquedad y en el carácter sorpresivo de la expulsión, capaz de aumentar los efectos de temor y desarraigo. No puede extrañarnos que, en esta situación, muchos jesuitas llegasen, literalmente, a perder el juicio durante los primeros meses del exilio, tal y como nos lo revela el P. Manuel Luengo en sus Diarios12 y como nos lo apunta el caso particular del P. Janaux, un joven jesuita de la provincia de Castilla que, a los pocos días ele su desembarco en Calvi se le trastornó) la cabeza, a causa «de la mortal pesadumbre que ocasionó a todos los jesuitas españoles el destierro perpetuo de todos los dominios del rey de España» y que comenzó a decir a sus compañeros «Padres míos, yo he cumplido ya con mi obligación perdiendo todo el juicio, si Vuesas Reverencias no lo pierden también, señal que no le tienen»13. Tampoco pueden extrañarnos los efectos desmoralizadores que, en muchos casos -no en el P. Isla- tuvieron las humillaciones a que iban a ser sometidos algunos de los religiosos más destacados por su procedencia social o por su grado jerárquico dentro de la orden, tal y como lo puso de manifiesto el P. Luengo al relatar los escasos alimentos con que se les obsequió durante las primeras semanas en Córcega: «Ración de soldado o marinero a un Ignacio Osorio, tío de tres Grandes de España, a un José y a un Nicolás Pignatelli, hermanos del conde de Fuentes, a un Xavier de Idiáquez, hermano del duque de Granada, y a otros muchos de la grandeza y de otras muchas casas distinguidas y de nobleza muy antigua. Que monstruosidad, que desacato y que vileza»14.

Estos efectos, sin embargo, no eran sino la punta de un iceberg que flotaba en las aguas más profundas de las calamidades y sucesos adversos que aguardaban al P. Isla y a sus hermanos. Haciendo un resumen escueto de estos hechos digamos que, por lo pronto, el desembarco en Calvi y Algaiola, junto a la provincia de Andalucía que acompañó a los castellanos en ambas ciudades, se produjo al mismo tiempo que la guarnición francesa las abandonaba para dejar sitio a los jesuitas y genoveses y corsos reanudaban sus hostilidades. Es decir, el desembarco se produjo entre un tiro cruzado de unos y otros contendientes que inauguraba unos meses de guerra. Este recibimiento caótico presidió la instalación de los religiosos en las viviendas habían sido abandonadas por sus habitantes, deterioradas las más, carentes de mobiliario, desprovistas de enseres y utensilios de cocina o de las mínimas instalaciones higiénicas. Una ciudad carente de todo tipo de industria y servicios, integrada por una población inferior a las mil doscientas almas que, en tiempos de paz vivía del comercio de aceitunas y ostras y cuya mayor parte había huido a causa de la guerra15. Ausencia que no impidió a las autoridades y escaso vecindario ofrecer altos alquileres a los religiosos que, nada más poner pie en la isla, vieron reducida considerablemente la pensión que el rey les había concedido y se disponían a afrontar otro grave problema: el de la escasez de víveres y sus altos precios con las bolsas casi vacías16.

Ésta fue la primera experiencia que vivió el autor de «Fray Gerundio» en Córcega. Pero a diferencia de muchos de sus correligionarios, y al igual que otros compañeros de edad avanzada, Isla logró instalarse con relativa comodidad, evitando el hacinamiento al que fueron sus hermanos, al ser hospedado en la casa del párroco titular de la iglesia de Calvi. El resto de su provincia se instaló en condiciones deplorables en las casas maltrechas y en algún que otro caserón más amplio, en mejor situación, en todo caso, que los jesuitas andaluces. En efecto, los castellanos, conducidos con firmeza por su provincial, el P. Osorio, actuaron con serenidad y no poca sensatez en los momentos que siguieron a su desembarco. Por lo pronto la percepción de las pensiones se centralizó en una caja común para proceder a una administración colectiva que pudo hacer frente a la compra al por mayor: alimentos, atenuando los altos precios que, ofertados por comerciantes del continente, los propios isleños o a través de los comisarios reales, comenzaban a llegar a Calvi y Algaiola. Cosa que no pudieron hacer los andaluces al administrase individualmente y ofrecer una demanda más débil y dispersa a los comerciantes.

De igual modo el mantenimiento de la disciplina y el orden jerárquico propuesto por Osorio, en medio de la adversidad, logró restituir, en buena medida, la unidad de la provincia al tratar de prolongar la antigua vida colegial en el exilio. Para ello se procuró instalar en las mismas viviendas a los individuos que habían habitado juntos en las casas de la península y se trató de reanudar la vida intelectual y religiosa, manteniendo los vínculos de solidaridad. La llegada, a través de diversos conductos -entre los que no faltó el contrabando consentido por el gobierno de Madrid- de algunos libros, contribuyó a que la práctica del estudio actuase como una suerte de alivio dentro de la desesperanza. Muchos jesuitas comenzaron entonces a escribir relaciones de los sucesos vividos desde la madrugada del 1 de abril de 1767 hasta su arribada a Córcega. El propio P. José Francisco de Isla, recogiendo algunas de estas experiencias escritas por padres y novicios, poniendo no poco de sus propias vivencias, dio comienzo al «Memorial en nombre de las cuatro provincias españolas de la Compañía de Jesús desterradas del Reino a S. M. el Rey D. Carlos III», una auténtica muestra de la labor de resistencia literaria que, a pesar de lo ordenado en la Pragmática Sanción, pensaban ofrecer algunos sectores de la Compañía al gobierno de España17. Tarea en la que el P. Isla, debido a su carisma y a su fama de buen literato, tuvo un destacado protagonismo que, años más tarde, en Italia, le costaría la prisión y un nuevo destierro, esta vez, de la confortable ciudad de Bolonia.

Lo que no pudo dejar de ver el P. Isla, conforme se sucedían las semanas en Calvi, fue el padecimiento de sus hermanos hacinados en las viviendas sin ninguna intimidad, convirtiendo las salas donde dormían por la noche en aulas o refectorios durante el día, improvisando inodoros en casas que no disponían de patios o corrales, teniendo que hacer sus necesidades en dos letrinas de la muralla, sin ningún recato, junto a los habitantes de ambos sexos ele la localidad; padeciendo por la falta de higiene, por la ausencia de médicos y cirujanos en la ciudad, faltos de ropa para mudarse y vestidos de cualquier manera. El testimonio del P. Manuel Luengo, como en tantas otras ocasiones, resulta harto revelador al respecto. En torno al tema de la vestimenta, escribía el 19 de septiembre de 1767: «¡Gran mudanza de cosas, por cierto! ¡Que se reciban de limosna, con gusto, para vestimos cuatro trapos viejos que cinco meses atrás, dábamos nosotros, y acaso mejores que estos, de limosna a los pobres!»18. Sobre la alimentación, en un contexto en el que ya no era tan difícil proveerse de viandas, apuntaba lo siguiente, referido al día de Navidad: «Nada se ha hecho esta noche de lo que se acostumbraba en nuestros colegios, ni en cuanto a función de iglesia, ni en cuanto a regalillos de refectorio; pues nuestro miserable estado, no nos permite ni uno ni otro»19. El asunto de la vivienda, en fin, lo sintetizaba, en el mejor de los casos, de este modo: «Es sin duda grande trabajo o incomodidad y lleno de mil impertinencias el vivir reunidos de este modo, especialmente estando acostumbrados a vivir toda la vida solo y con libertad en su cuarto»20.

Esta penosa situación cambio ligeramente de signo al establecerse un corto periodo de paz entre agosto de 1767 y junio de 1768 que permitió a los jesuitas centrarse en sus actividades educativas y espirituales para tratar de olvidar el drama que estaban viviendo. A partir de la última de las fechas señaladas, sin embargo, las incomodidades volvieron a recrudecerse con motivo de la compra de Córcega a Génova por parte de Francia. Los corsos volvieron a tomar las armas, mientras tropas francesas desembarcaban en las ciudades costeras aprestándose para la guerra y obligaban a los religiosos a dejarles parte de sus viviendas con lo que el hacinamiento fue todavía mayor. La llegada de los primeros jesuitas procedentes de América agravó todavía más el problema hasta que el gobierno francés, contando con la aprobación de España, decidió enviar a los exiliados, por la fuerza, a lo que consideraban su destino natural: los Estados Pontificios. En septiembre de 1768 se iniciaba, por tanto, un nuevo éxodo de la Compañía hacia Italia.

El balance del año de Córcega no pudo ser más desalentador para los expulsos, especialmente para religiosos como el P. José Francisco de Isla, hombre de firme vocación y experimentado polemista que no estaba dispuesto a cruzarse de brazos ante los ataques que padecía una orden que había sido, al cabo, el fundamento de su vida y la causa, en buena parte, de su fama como literato. Si dolorosa fue la experiencia propiciada por las penurias materiales con las humillaciones consiguientes, la crisis que se abrió en la solidez del instituto ignaciano, amenazando propia existencia, debido al asunto de las secularizaciones, no pudo sino afectar con dureza al espíritu del escritor que, por el momento, no se resignó a aceptar pasivamente los infortunios que padecía la orden.

Algunas actitudes desesperadas, como la del provincial de Andalucía, Fernando Gamero, que en los primeros días del desembarco en Calvi había dado instrucciones a sus correligionarios para que cada uno «mirase por su propia seguridad» o como la del P. Lorenzo Uriarte, que en idénticas circunstancias, presa del temor, aconsejó a los miembros de su colegio la huida tierra adentro para salvar la vida21, no contribuyeron a mantener intactos los vínculos de solidaridad. Las penurias citadas, el retraso en el cobro de las pensiones o las falsas esperanzas del regreso a España si abandonaban la orden, alentadas por los comisarios Gnecco, Coronel y La Forcada, contribuyeron a la deserción de muchos jesuitas de la Compañía. De igual modo, el pábulo que se dio a ciertas profecías, surgidas de la propia en orden de sus simpatizantes, aludiendo a una inmediata vuelta a la patria, que no se cumplió, tampoco sirvió para mantener la fe en los más timoratos que veían en secularización la única posibilidad del perdón real y el final del exilio. El abandono de la orden, colgando los hábitos, no tardó en convertirse en una práctica habitual que acabó poniendo a prueba a los más fuertes, a aquellos jesuitas de firme vocación que afrontarían con entereza el trance de la extinción de la Compañía y en cuyos espíritus alentaría, años más tarde, la esperanza de la restauración. Entre 1767 y 1773, el P. Isla pudo asistir al debilitamiento de la provincia de Andalucía que vio cómo 158 de sus miembros -el 22% del total- eran secularizados. Ni siquiera su provincia, Castilla, más disciplinada por las razones ya comentadas, pudo evitar las 95 deserciones que mermaron en un 12% el total de su potencial humano22.

Estas adversidades influyeron en la personalidad del P. Isla, incluso en su actividad como escritor que, relegando su inclinación de cronista o autor de ficción, volcó su actividad hacia los escritos apologéticos nada más llegar a Italia, tras el año de Córcega. Sobre esta militancia del P. Isla, mostrando sin ambages su vertiente más jesuita, estimulada por las calamidades, pero también por la responsabilidad que su fama le había proporcionado y por la confianza que habían depositado en su pluma los jóvenes de la Compañía y cuantos se resistían a aceptar los planes de extinción apoyados por las cortes borbónicas, insistimos ya en una trabajo anterior23. Es la historia de Isla combatiendo las fuerzas de cuanto creía una conspiración alentada por el jansenismo para destruir a su orden y «echar por tierra la religión cristiana e introducir el Deísmo»; la historia de sus refutaciones a la «Consulta del Consejo Extraordinario de 30 de abril de 1767» redactada por Campomanes y a la «Pastoral» del arzobispo de Burgos, Rodríguez de Arellano; la historia de sus traducciones de obras que confirmaban sus ideas con respecto a las injusticias que se estaban cometiendo con la Compañía; la historia de su arrojo a la hora defender en público estas ideas que le acarrearían una estancia en prisión y dos años de destierro en Budrio, entre Julio de 1773 y Septiembre de 177524.

Si descartamos el protagonismo del escritor en estos sucesos, no tan comunes en el resto de sus hermanos de religión, su vida en Italia comenzó a plegarse a los condicionantes del exilio y en especial a la situación en que quedaron muchos de los jesuitas que en España habían brillado por sus actividades intelectuales o gozaban de cualquier tipo de notoriedad.

La entrada en el continente supuso un nuevo sobresalto que resumió con cierto laconismo en su correspondencia: «De Calvi (después de quince meses de mansión) de repente al puerto de Génova...»25 Tras estas líneas escuetas, el jesuita, tal vez por no alarmar en demasía a la familia o por prudencia, conociendo como conocía los métodos de censura de los agentes del gobierno, ocultó una nueva serie de zozobras e inquietudes padecidas, en esta ocasión, por la mayor parte de la Compañía. Una situación que no escapó a siquiera los propios comisarios españoles encargados de su vigilancia. En este sentido Fernando Coronel expresaba lo siguiente a Tomás Azpuru con motivo de la salida de Córcega de los jesuitas: Los franceses «han hecho segundo extrañamiento, pero tan distintamente, como que los lamentos llegaron hasta el cielo, de cuya resulta, y no se si digo mal trato, an enfermado muchos y muerto algunos de los pacientes...»26. Al maltrato de las tropas galas siguió el hacinamiento en los barcos, en el Lazareto de Génova, donde fueron confinados los religiosos de Castilla, la incómoda sensación de sentirse en una especie de cuerda de presos ante los naturales del país, los percances del viaje posterior, a pie o en destartalados carruajes, a través de los Apeninos y las llanuras del Po, en medio de un tiempo destemplado y lluvioso, hasta su arribo a la legación boloñesa.

Especialmente frustrante fue la recepción por parte de los jesuitas italianos, esquivos y recelosos, que llegaron a tratarlos, incluso, como apestados, cuestión que obligó a escribir lo siguiente al P. Manuel Luengo: «Nosotros, los jesuitas españoles, nos habíamos desentrañado y privado de mil cosas, por socorrer a los padres portugueses. Habíamos recibido en nuestros colegios y entre nuestros brazos a los padres franceses echados de la patria. ¿Cómo podíamos menos de esperar el ser recibidos del mismo modo por los jesuitas de Italia?»27.

Aunque esta decepción se vio paliada, en parte, por los parajes amables de la campiña italiana y sus ciudades que agradaron a los exiliados haciéndoles concebir nuevas esperanzas, la realidad, de nuevo, se impuso sobre los sueños. El 24 de septiembre de 1768 el conde Juan de Zambeccari, encargado de los asuntos españoles en Bolonia, escribía a Grimaldi en torno a la llegada de los expulsos a la ciudad: Llegan «con vestidos desgarrados y rotos, pero parece que están bien provistos de doblones de oro»28. Una leyenda, ésta última, que en poco podía favorecer la recepción de los jesuitas por parte de los boloñeses, aunque ni siquiera el gobierno de Madrid otorgase mucho crédito a estas suposiciones, tal y como se desprendía de las órdenes de Tomás Azpuru, embajador español ante la Santa Sede, a Zambeccari, para que atendiese a los expulsos «conforme a las piadosas intenciones del Rey nuestro señor» y que se aprestase a recabar fondos para el pago de las pensiones que debían aliviar su establecimiento en Italia29.

La oportunidad que podía presentar Bolonia para mantener la unión de la Compañía, prolongar sus actividades académicas y espirituales, o gozar de una mayor libertad que en los reductos corsos, se fue diluyendo a causa de las penurias económicas y a la estrecha vigilancia de los agentes de la monarquía española, a la que se unió la de nuevos adversarios como el legado pontificio, cardenal Malvezzi, que no tardó en trocar su antigua simpatía hacia los jesuitas en una clara enemistad. La reducida pensión, unida a la carestía de la zona, al boicot del clero boloñés, encabezado por Malvezzi, para impedir el establecimiento de oratorios por parte de los jesuitas o la celebración de misas que pudiesen suponerles algunos ingresos adicionales para lograr un mínimo de estabilidad, les dejó al albur de su propio ingenio, de los efectos de la caridad, o de la suerte del patronazgo y la protección por parte de los poderosos, que altruista o interesadamente, desearon aprovechar las cualidades de los ingenios más brillantes. El resto, los jesuitas menos notorios, en el mejor de los casos, sólo pudieron subsistir «ejerciendo los ministerios de enseñar, confesar y predicar», siempre y cuando, contasen con el favor de los obispos30.

El P. Isla, si descartamos su insobornable militancia que podía ser incómoda para cuantos no deseasen indisponerse con España, se encontraba, por descontado, entre aquellos jesuitas que bien podían brillar, dando lustre a los salones de las familias nobles y acomodadas, bien podía prestar sus servicios como tutor de los jóvenes de estos grupos, prestando, además sus servicios espirituales. Nada más llegar a Bolonia, tras una corta estancia en un caserón de sus afueras, llamado Bianchini, donde se intentó reorganizar sin éxito la comunidad de Villagarcía, pasó a vivir en Crespelano, en casa del marqués de Grassi que, meses más tarde, le hospedó en su casa de Bolonia. La fama de Isla como literato, en su cénit durante estos años italianos, en los que se realizarían dos traducciones de su «Fray Gerundio» al inglés (1772 y 1773) y otras tres al alemán (1773, 1777 y 1779), contribuyó, sin duda, a las atenciones recibidas en esta casa nobiliaria. Es probable que de no haber sido este periodo inicial, una época muy crítica en la historia de la Compañía, presidida por las negociaciones e intrigas que preparaban su extinción, y de haber obrado con mayor cautela el escritor, la protección dispensada por Grassi hubiese sido más duradera. Pero la vigilancia a que estaba sometido el jesuita por parte de los agentes españoles y los sucesos acaecidos a primeros de julio de 1773, cuando Isla se vio involucrado en varios problemas, por criticar a los borbones y al papa, por ser un hombre, como decía el comisario Fernando Coronel, que «estaba introducido en todas partes, y que con sus truhanadas, se mezclaba y hacía que otros entrasen en asuntos muy serios»31, condujeron al escritor a la cárcel y, días más tarde, al destierro de Budrio, poniendo, también, bajo sospecha a su anfitrión el marqués de Grassi32.

A su regreso del destierro, que se prolongó entre 1773 y 1775, el escritor, muy mermado en su salud, apaciguadas las aguas los efectos del breve «Dominus ac Redemptor» fue de nuevo acogido por una familia de notables que lo trasladaron a su residencia de Bolonia: los condes de Tedeschi. Ya no era posible, según las órdenes pontificias y reales, vivir ninguna ficción de las antiguas casas o comunidades españolas, habiéndose prohibido, incluso, el vivir «en una posada más que dos o tres» ex jesuitas33. En el palacio de los Tedeschi, próximo al Colegio Español, pasaría el escritor el resto de sus días, cuidado con todo tipo de atenciones hasta el momento de muerte el 3 de noviembre de 1781.

En esta última etapa de su vida el P. Isla, entre los 72 y 78 años, se incorporó a ese grupo de abates que, como el mismo decía «viven en casa de señores; pero ninguno que no sirva, o de capellán, o de secretario, o de maestro y ayo de sus hijos, y alguno de todo esto junto»34, pero con la ventaja de ser un huésped ocioso, debido tanto al talante discreto y desinteresado de sus anfitriones, como a su mermada salud. No era éste, como hemos señalado, el peor de los destinos de los jesuitas una vez extinguida la orden, rotos ya o debilitados, sus lazos con la patria y la familia, abocados a ganarse el sustento que no podían satisfacer con la magra pensión otorgada por la monarquía. Si algunos coadjutores, hábiles en los trabajos manuales -carpinteros, albañiles, jardineros, etc.- que habían desempeñado estas tareas dentro de la orden, pudieron integrarse en la sociedad civil italiana y, excepcionalmente, con notable éxito, como fue el caso del coadjutor Tomás Juárez que logró enriquecerse dedicándose al comercio35, otros padres y hermanos caracterizados por su formación intelectual en los colegios, tuvieron que aceptar el mecenazgo de los poderosos para sobrevivir, cuando no se doblegaron ante el gobierno de Madrid poniendo a su servicio la pluma y el ingenio, realizando una obra que, si bien tenía como efecto la defensa de la cultura española, no ocultaba el fin crematístico de obtener una doble pensión, o el ansiado perdón para regresar a la patria. Sobre la suerte distinta de muchos de estos ex jesuitas, contemporáneos del P. Isla, Enrique Giménez y Jesús Pradells, han dejado un elocuente testimonio: la protección, por ejemplo, que los marqueses de Spada en Bolonia, dispensaron a hombres como José Pignatelli, Francisco Javier de Heredia, Salvador Gea y Luis Valdivia; la tutela, en este caso no tan generosa, que este marqués ofreció a Juan Bautista Colomas en sus actividades literarias, ya que este se encontraba, en 1793, reducido a la mayor estrechez, teniendo que sufrir los caprichos de un «nohile bolognese» a quien servía de secretario36; el mecenazgo que la familia de los Bianchi de Mantua ejerció sobre Juan Andrés Morell; la entrega a las labores docentes o investigadoras de jesuitas secularizados como Bernardo García que, en Venecia, se ocupaba de «dar escuela a varios muchachos en algunas ciencias y hace maestro de moral y oratoria a los PP. de San Felipe de Neri»37; o como Joaquín Plá que, en la misma ciudad, se dedicaba al estudio y la enseñanza del árabe y el caldeo38; la aceptación, en fin, de ponerse al servicio de la vindicación cultural española practicada por Francisco Javier Llampillas, o el musicólogo Antonio Eximeno que se vio recompensado por el rey con la anhelada duplicación de la pensión39.

El P. Isla, a partir de su entrada en el palacio de los Tedeschi, recibió, en todo momento, un trato generoso y desinteresado por parte de sus anfitriones y servidores. Ni la edad, ya lo hemos dicho, ni sus muchos «ages» -como él decía- podían permitirle ya otra cosa que no fuese dedicarse a las tareas literarias con moderación y ser, probablemente, un buen conversador o una grata compañía para quienes hubiesen sido simpatizantes de su antiguo instituto. El escritor, durante estos años, jamás hizo mención a este último asunto. En sus cartas a su hermana María Francisca, se limitó a contar tan sólo el trato exquisito de los condes y la amabilidad de una amiga de la casa, la marquesa de Tanary, de la que fue, también, huésped ocasional en más de una «vilegiatura» en la campiña. Bien alimentado, atendido, en más de una ocasión, por los médicos de la familia, gozando de una serie de amplias dependencias para él solo, con un oratorio contiguo para celebrar las misas, Isla se fue convirtiendo en un prisionero de su escasa salud y, a través de la correspondencia con su hermana, se dedicó a mostrar su lado más humano y privado: la vida amarga del exiliado después del fragor de la batalla, de la resistencia publicística que fue aminorando conforme se acentuaba la parálisis de su brazo izquierdo y disminuía su visión.

Las cartas familiares a María Francisca nos ayudan a comprender la situación del escritor, la índole de los problemas cotidianos que fueron apareciendo y llegaron a convertirse en un tema recurrente. Entre ellos, como cabía esperar, destaca la soledad del anciano, al ir palideciendo su vida social, la añoranza de la patria y las amistades dejadas en ella. Todo ello agravado por la lentitud de los correos y la incertidumbre de las noticias que llegaban de España: «Nada he sabido de nuestra familia desde que salí de esa ciudad, aunque te escribí tres cartas, sin recibir respuesta alguna»40; «Dame noticias de los que se hubieren muerto o tomado estado...»41; «Trece meses sin ver letra tuya es una prueba muy superior a un amor tanto más flaco cuanto más vehemente»42.

Junto a la soledad y la nostalgia, la escasez de dinero fue otro de los males que acuciaron a Isla durante estos últimos años. Si era cosa muy cierta el buen trato de sus anfitriones, el escritor a duras penas podía soportar ser una carga para ellos, soportar la humillación de no poder corresponderles con algún obsequio, encontrarse sin recursos para vestir decentemente y estar a tono con la calidad de sus protectores. Esta pesadumbre aumentaba al tener que solicitar siempre ayuda a la misma persona, a María Francisca: «mis condes -le escribía en 1776- cada día me oprimen más a beneficios: carga pesadísima para quien es pobre y no nació plebeyo»43, o «Como nunca he representado el papel de deudor -le contaba a raíz de haber tenido que comprase mudas blancas- no te puedo ponderar el dolor y la vergüenza que me cuesta haber de representarle al cabo de los años mil»44.

No obstante las preocupaciones que le ocasionaban estas circunstancias, de cuando en cuando, tal vez para provocar una sonrisa en los labios de la lejana hermana -a quien jamás disimuló los percances de su salud- el Isla de «Fray Gerundio de Campazas» surgió en no pocas ocasiones en sus epístolas endulzando el tono quejumbroso de las mismas: «Oy, día de san Antón he recibido la tuya de 4 del pasado. ¿Has leído la vida de este gran santo? ¿Sabes que por antiquísima tradición de la Iglesia es singular protector de las bestias de carga y andadura? Pues tengo para mí que por este título es protector mío muy particular»45. Sus recaídas físicas tampoco escapaban a las chanzas: una enfermedad «me dexó tan flaco que solo me conocen los que me ven a todas horas»46 o «de los cinco sentidos apenas me han quedado más que los órganos, y de las tres potencias solo se ha mantenido en casa la buena voluntad»47. Incluso sobre el tema grave del dinero, ante una transferencia de María Francisca que se retrasaba de modo alarmante, se permitía escribir: «El consuelo que yo había menester con el recibo de aquel socorro, tanto tiempo ha confiado a los dichosos bancos del giro, parece (según lo mucho que tarda) que se entrego en los bancos del Misisipí»48.

Sobre este fondo de preocupaciones la vida de Isla se fue ciñendo a la rutina del exilio hasta el momento de su muerte. Una vida aliviada por las cartas de su hermana, por la lectura, de cuando en cuando, de la «Gaceta de Madrid»49, gracias a «la conversación con mis amigos los colegiales de España» que le permitían «ir engañando mi vejez o divirtiendo mis ages»50, a través de sus encuentros con la marquesa de Tanary y el consuelo que le proporcionó, mientras pudo salir a las calles de una Bolonia, culta y entretenida, que ya ocultaba al anciano estos placeres, la visita al convento de las hermanas de Santa María Egipcíaca51.

La experiencia del P. Isla durante sus años de exilio, a pesar de las lagunas que todavía restan por desvelar, constituye, un documento que proyecta, como refleja, sus luces sobre las vidas más oscuras de muchos de sus hermanos de religión que se vieron a dejar España en la primavera de 1767.





 
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