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El pellicoco

Llegó un día cualquiera -iba para diez años, según sus cálculos- y se echó en el ribazo de tierra fresca. Andaba más que harto de ser un guitón, un perro callejero y apaleado, como uno de aquellos grandes trenes que veía cruzar su camino y que nunca lograba comprender a dónde se dirigían. Por otra parte, sus piernas eran talmente de estopa, y los muchos vientos le habían rebañado ya sus buenas tajadas de mollera. «Tiras para viejo, so choto». Se sacó las alpargatas y lió un cigarrillo. Tiempo atrás, cuando dejara decidida y definitivamente el lugar donde se le pudrían sus padres -aún vivos, a pesar de todo, pero pudriéndose de igual manera que si estuvieran ya muertos-, había dicho: «Pues sí. Realmente esta miseria no es asunto mío. De forma que cargue cada cual con lo suyo. Lo que a mí me interesa es saber qué hay después de aquellas montañas. Y si hay más montañas, como dicen, seguiré andando hasta que se acaben». Entonces era un águila capaz de remontar el pedregoso valle y salir de allí para siempre.

Sin embargo, ahora se podía reír con su hermosa risa amarga. Podía reír cuanto quisiera y ya había reído hasta casi reventar en el polvo del alcorce y, cierto día, junto a los cañaverales de la presa-, porque la verdad   -96-   era que se había quedado en ave zancuda o algo por el estilo, pero muy triste de cualquier modo. Claro que, en ocasiones, aún sentía el aleteo del águila en las mismísimas entrañas, aunque tampoco estaba demasiado seguro de si efectivamente se trataba del águila o más bien los picotazos los daba el hambre.

Se incorporó y lanzó un vistazo. A sus espaldas se abría una profunda grieta cubierta de pinos por donde escurría un soplo apacible. Le gustó aquello. Bien podía largar de una vez el rezón y vivir allí como el virrey ese de las viejas y casi olvidadas historias.

Miró hacia abajo: la ciudad quedaba entre los rompientes y el altillo. Le había resultado al atravesarla de cabo a rabo una ciudad impresionante, ruidosa y llena de vida. Había contado cientos de bares, de hoteles, de comercios. Había visto miles de automóviles, millones de automóviles enormes, automóviles rojos, blancos, azules. Se echó a reír. De la ciudad le llegaba, entre un rumor de gritos, bocinas y explosiones, el choque de las monedas con todos aquellos cientos de miles de mostradores.

Un cuervo pasó graznando a gran altura. Dio un trago y lo siguió con la mirada mientras bebía. Diez años ya y las cosas no podían ir mejor. Aunque todavía necesitaba bregar de firme, pero no como antes, por supuesto.

Decididamente, era un hombre de presa, un hombre que resurgía de cierto abismo tenebroso para recuperar sus instintos carniceros, sus garras, sus plumas. Un hombre, en fin, que había escrito su evangelio: «O pagas o te largas.» Un evangelio breve, en verdad, pero suficiente. No necesitaba más. Y cuando lo recitaba con la garrota empuñada firmemente, podía casi palpar su tremenda eficacia.

Así, pues, cobraba los alquileres de las nueve cuevas sin tropiezo alguno, sin gastar más palabras, sin más rodeos. Sólo al principio, porque entonces era tan inexperto aún como tímido, solía mostrar los remiendos del pantalón para excusarse. Pero con el tiempo, cuando ya se supo dueño de sí mismo y de todo lo demás, se compró unos pantalones de pana, bien flamantes, y no tuvo que dar más explicaciones.

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Al atardecer, y siempre que el tiempo acompañara, tomaba asiento a la puerta de su chabola y miraba muy complacido aquel feudo que se había sacado poco menos que de la manga. «Es mío, miiiío, mioooo...» Jamás había supuesto que una palabra pudiera proporcionarle tanto y tan violento placer. Bien, ahora sí podía rendir todos los palos que le habían descargado a lo largo del camino, todas las terribles humillaciones. Porque allí, en aquella grieta del terreno, en aquellas cuevas abiertas a golpe de uña, había llegado a ser alguien con quien era preciso contar para todo, absolutamente para todo. Por eso no quería demasiados tratos con los otros. Es decir: no quería más trato que el único posible. El les facilitaba un sitio donde cobijarse a cambio de algunas pesetas, según. Y eso era todo. Lo demás le traía sin cuidado. De modo que si «El Miajas» tenía la sangre tan clara como el agua o si la Amparo iba con los riñones por los suelos, allá se las compusieran cada quien. Por otra parte, para eso había hospitales y cosas así. Lo que él no podía hacer de ninguna manera, por más que se obstinaran, era convertir sus tierras en refugio de lisiados y mogollones. En consecuencia -y como de continuo gritaba-, quien no estuviera de acuerdo, ya podía recoger sus cuatro trastos y largarse más que aprisa.

Casi todas las noches cenaba en casa de Julián el de la Vega Baja, que daba un caldero bien cumplido y un tinto de mucho cuerpo. Más tarde se iba para el centro de la ciudad a pedir limosna. El Pellicoco tenía muy buenas mañas para mendigar, y sabía urdir historias verdaderamente impresionantes. Aunque había que adivinarlas más bien, porque las canturreaba en una melopea casi ininteligible, pero con un tono muy profesional. «Dinero llama dinero», pensaba cuando alguien ponía en sus manos unas monedas. Luego, ya de regreso a casa, se tomaba un último trago en cualquier taberna, mientras razonaba cómo los hombres pretendían tranquilizar su conciencia con un puñado de calderilla. Finalmente se dirigía a su feudo, satisfecho de aquel mundo que le había caído en suerte.

A veces iba tan bebido, que perdía el pie al trepar la cuesta y quedaba sentado o tumbado ridículamente sobre   -98-   un lecho de guijos, matas y polvo. Como es natural, el Pellicoco procuraba que nadie lo viera en tales circunstancias, pero no podía evitar que de vez en cuando algún chiquillo -surgido nunca sabía de dónde- lo descubriera. Entonces fingía haberse dislocado un tobillo, por ejemplo, y profería una sonora maldición, una queja, algo que contribuyera, en definitiva, a poner a salvo toda su dignidad. Claro que lo más probable era que el chiquillo no entendiera nada en absoluto y se limitara a mirarlo con el asombro de quien mira la estatua ecuestre de un gran general vencido por el rayo o sabe Dios qué otros oscuros poderes.

Cierta mañana, cuando regresaba de la ciudad, husmeó algo extraño en el ambiente. De reojo, vio a su gente sentada frente a las cuevas, en actitud que se le antojó grave y esperanzada. A todos los condenados arrapiezos los había sorbido el aire azul de la mañana, porque no se les oía por ninguna parte. Tuvo la certeza de que algo verdaderamente insólito estaba sucediendo o iba a suceder de un momento a otro. Pero no quiso darse por enterado y siguió su camino con la mayor arrogancia de que era capaz.

Lo supo cuando llegó a la puerta de su chabola, desde donde barruntó, en el incierto interior, la sombra de alguien, pero de alguien lo suficientemente poderoso como para atreverse a entrar en su casa sin permiso alguno. El Pellicoco no pudo reprimir, a pesar de toda su tiesura, un estremecimiento.

El desconocido permanecía de espaldas a la puerta y no se movió, aunque él hizo lo imposible como para no pasar inadvertido. Carraspeó, porque temía que la voz no le saliera todo lo gruesa y autoritaria que el caso requería. -¿En qué puedo servirle?

El desconocido pareció no haberle oído. Estaba absorto en la contemplación de una fuente de barro, en cuyo fondo se estiraba, muy inflado y radiante, un gallo de color granate.

-Tiene usted una vajilla muy interesante -dijo, por fin, volviéndose hacia él.

Con sus pequeños y vivos ojos de ave rapaz, el Pellicoco   -99-   trató de identificarlo, de catalogarlo. Era un hombre joven, con un bigotito muy negro, y pulcramente vestido. Podía ser un funcionario municipal, un médico o -¿por qué no?- un policía. Estaba desconcertado y tembloroso.

-¿En qué puedo servirle?

El joven del bigotito negro sacó una pitillera y se la ofreció. Él, sin embargo, no quiso aceptarla.

-Fume, fume... -insistió con amabilidad.

Tomó un cigarrillo americano, lo encendió y comenzó a toser.

-Es que como no tengo costumbre de fumar tabaco fino..., ¿sabe, usted? Uno es pobre y... Bueno, ya comprende el señor lo que pasa.

De pronto, el desconocido empezó a hablar y hablar, mientras paseaba por la cueva. Entre tanto, el Pellicoco permaneció inmóvil, acurrucado en una esquina, con los pulsos latiéndole aceleradamente. No entendía mucho de lo que estaba diciendo aquel hombre, pero al cabo de un rato comprendió que nada malo iba a ocurrirle. Sintió cómo el ritmo de la respiración volvía a normalizarse y comenzó a recuperar la confianza en sí mismo. Aún era el amo. Además, estaban en su feudo, y el joven del bigotito hablaba ya decididamente como un cura.

Por unos instantes estuvo a punto de soltar una brutal carcajada, para quitarse de encima todo el miedo que había pasado. Pero prefirió dejar al otro que continuara con absoluta tranquilidad. Claro que ya no le prestó la más mínima atención. Allá cada cual con lo suyo. La caridad no era, ni con mucho, de su incumbencia, de manera que poco podía hacer. Finalmente, le dijo al joven del bigotito que meditaría sobre todo aquello, que estaba -desde luego- muy bien dispuesto a colaborar en lo que fuera, pero que ahora se encontraba algo indispuesto. Lo acompañó hasta la entrada y lo vio alejarse por el barranco.

Minutos más tarde salió con la frasca de tinto en una mano, miró con infinito desprecio a los hombres y mujeres que se apiñaban en el fondo del rehoyo, hasta que fueron desapareciendo, con la cabeza humillada , en la oscuridad de los antros. El Pellicoco ya no pudo aguantarse   -100-   más; de modo que dejó ir una larga y cruel risa. Después, de un trago, vació el contenido de la frasca.



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La raíz

Le digo a mi padre, una vez más, que es inútil cuanto hacemos, pero suelta un gruñido y me mira con desprecio. Tiene los ojos febriles y hundidos. No parece sino que en ellos se cobijara la escasa vida que aún alienta. Así que me tumbo sobre el surco sin agregar ya ni una sola palabra. Estamos extenuados. En particular el viejo. Me da la impresión de que va a quebrarse, de un momento a otro, como una cañamiel.

Esto es una locura y nada más que una locura. También hoy hemos cavado durante todo el día bajo un sol espeso y ardiente. Y así llevamos casi un mes. Es una locura, lo repito, aunque él no quiera comprenderlo. «La tierra es la tierra», dice. Empuña la azada, la levanta y la deja caer, una y otra vez y otra y otra más, con una energía que no acierto a comprender de dónde le viene.

Me tumbo sobre el surco y le tiendo el paquete de cigarrillos. Ni siquiera lo ve -o hace como si no lo viera-, y saca su pipa de caña y se pone a fumar muy lentamente.

Por sus cejas resbala el sudor. De pronto murmura: «No. No venderé nunca.»

La casa está al pie mismo del alcor, entre dos vetustos algarrobos. Casi no la distingo desde aquí, pero me da mucha pena. Mucha. Las tapias del corral ya han comenzado   -102-   a desmoronarse, y dentro de poco el tejado se nos vendrá encima. Y no hay remedio. Lo sé. Lo saben todos. Menos mi padre, por supuesto.

Aún hace mucho calor. El aire es pesado, y de la tierra removida surge un vaho asfixiante. El sol se pone. Tras la cordillera se advierte un resplandor rojizo y agónico. Doy una última chupada al cigarro y lanzo la colilla. Todo cuanto me rodea está gastado. Es como un país bíblico. Mi padre también mira para la casa, y sus ojos se llenan con la luz suave del atardecer. «La tierra es la tierra y nosotros mismos», murmura.

A estas horas, como todas las tardes, bajan los canteros del cabezo. Nos llegan sus voces y sus coplas. Son buenas gentes. Gentes de otros lugares. Pasan cerca y nos saludan alegremente. Sienten un gran respeto por mi padre. Me consta. Los del pueblo, sin embargo, aseguran que anda salido de sus cabales, pero no se atreven a decírselo cara a cara, porque el viejo es aún muy hombre. No, no se pueden gastar bromas con él. Además, si he de ser sincero, no creo nada de cuanto dicen. Sucede que mi padre sabe algo que nosotros ignoramos. Creo que es eso. Eso y nada más. Porque lo creo le ayudo. Aunque ya estoy más que harto. Decididamente, esto no es para mí.

«El año que viene todo será como antes. Mejor que antes. Compraré dos machos para la labranza y una jaca. Y levantaremos las cuadras, el lagar y la corraliza. Pero todo, todo volverá a ser como antes o mucho mejor que antes. Seguro».

Las nubes pasan muy altas y veloces, no sé por qué. El viejo agita el puño y las amenaza en silencio. Alguna vez -pero muy de tarde en tarde- cae un ligero chaparrón. Entonces padre se planta muy erguido bajo la lluvia y deja que el agua penetre todo su cuerpo. Pero las gotas, tan pronto como alcanzan el suelo, se evaporan, y el aire mismo entra en ebullición. Apenas si se puede respirar. Es una plaga, pero no quiere entenderlo. Sólo los lagartos pueden habitar este páramo. Se lo repito cada día, cada minuto de cada día, pero no me escucha. Por esto estoy ya tan cansado, porque sé que cuanto hacemos es inútil. Sólo deseo volver a la ciudad y olvidar definitivamente todo esto.

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«No. No venderé nunca. La tierra no se vende, no puede venderse». En varias ocasiones me he reunido con el señor alemán y con su amigo en la taberna del pueblo. El señor alemán quiere comprarnos la finca, y está dispuesto a pagar un buen puñado de dinero. Si la vendiéramos, yo y mi hermana podríamos ir a la ciudad y vivir allí como viven otras personas. Pero no sé qué es lo que haría mi padre. El señor alemán es muy obstinado, de cualquier modo, e insiste una y otra vez. Yo le digo que sí, que me gustaría vendérsela, pero que no puedo porque no es mía y mi padre se niega a tratar con él. El extranjero jura que es lo mejor para el viejo, que así podría meterse en un hospital y curarse del todo. Lleva razón, le digo que lleva toda la razón, pero que no puedo hacer nada. Mi padre no oye, no quiere oír, no se interesa por cosa alguna. Él ya no habla con nadie, en absoluto, salvo consigo mismo, y no siempre. Porque a veces parece no encontrarse ni aun dentro de sus propios cueros, sino en algún lugar muy distante, y da la impresión de ser un objeto, un árbol más bien. Pero en todo caso, algo muy ajeno y totalmente inaccesible.

Por último, el señor alemán y su amigo terminan los vasos en silencio, visiblemente decepcionados. Luego se meten en el gran coche negro y, antes de partir, justo antes de partir, prometen que volverán otro día, por si acaso.

Está anocheciendo. Las estiradas sombras de la sierra se precipitan sobre el valle. Más abajo el pueblo enciende su alumbrado eléctrico. Hasta nosotros sube un tenue rumor de vida y el aullido de un perro. Miro a mi padre y siento una congoja muy honda.

De pronto rasga el aire la voz de Elisa. Es el suyo un grito tan prolongado que termina confundiéndose con el aullido del perro. Me levanto y cargo con la azada y el pico. Espero unos instantes, hasta que de nuevo nos llama Elisa. Él no se da cuenta, no oye nada. Le sacudo unos golpecitos en la espalda y le digo que nos tenemos que ir. Pero no hace caso. Permanece sentado en el caballón mientras sus grandes y secas manos palpan la tierra y la oprimen suavemente. Me agacho un poco, lo tomo de 1os hombros y tiro, hasta ponerlo en pie.

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Estoy rendido. Sólo ahora comprendo cuánto hemos trabajado. Durante casi un mes hemos perforado el suelo sin encontrar rastro de agua. Y así uno y otro día. Es demasiado. Tampoco creo -por otra parte- que encontremos nunca una sola gota de agua. Esta tierra está maldita. La noche es oscura y apenas si se distinguen los contornos del cerro. Caminamos lentamente por el cauce pedregoso de un ramblazo. De nuevo aúlla el perro, y tras su aullido se disparan los élitros del insecto. Tengo ganas de llegar a casa. Los pasos de mi padre son casi inaudibles. Vuelvo la cabeza y atisbo su gigantesca sombra, casi inmóvil, unos metros atrás. Me detengo y lo llamo. Voy hacia él y le hago coger un extremo del azadón, en tanto yo sostengo el otro. Temo que se quede rezagado, perdido en las tinieblas.

La tierra es la tierra, desde luego. Pero esta tierra ya no será como antes. Nunca volverá a ser como antes. Es tan sólo un desierto. Un hermoso cadáver de guijarros y polvo. Nada más. Me gustaría gritárselo a mi padre, pero no me atrevo.

A lo lejos se enciende una débil luz. Mi hermana trata de guiarnos en la noche. ¡Pobre Eloísa! También ella está dejándose los años sobre esta sucia paramera. Y le cuesta, como me cuesta a mí, soportar la incertidumbre, el duro trabajo de cada día. Sí, la verdad es que tengo lástima de todos nosotros y de esa vieja casona; que puede derrumbarse en cualquier momento.

Bruscamente me doy cuenta de que el viejo no me sigue. El extremo del azadón abre un áspero surcó en el lecho de la torrentera. Busco en la oscuridad. Grito hasta desgañitarme. Desesperadamente extiendo los brazos y palpo el fondo del cauce. Es muy probable que se haya sentado en cualquier lugar y espere el alba como si tal cosa. Él es así.

De súbito tropiezo con algo. Mis manos acarician ya el cabello hirsuto y corto del viejo. Me tranquilizo, sonrío y trato de levantarlo. Pero no puedo. Le pido que me ayude, que estoy muy cansado y apenas si me quedan fuerzas. Creo que intenta decirme algo. Me acuclillo y le alzo la cabeza. Sus ojos me miran profundamente. «La tierra es la   -105-   tierra y nosotros mismos». Me incorporo y tiro de él una y otra vez.

El aullido del perro y el de Elisa han coincidido. Mis ropas están empapadas de sudor, y el aire crepita en torno. Sin embargo, no puedo abandonar a mi padre aquí en medio. Lo tomo por las muñecas y hago un último esfuerzo. Pero parece clavado en la tierra, talmente como una raíz. Estoy aturdido y ya no sé qué hacer. Me inclino de nuevo y me abrazo a su cuerpo. De pronto siento náuseas; tengo la sensación de que se está hundiendo en el surco.

Es absurdo. Ha caído, sin duda, en uno de los muchos agujeros que nosotros mismos hemos cavado. De manera que agarro sus manos firmemente y tiro hacia arriba. Y tiro y tiro y su peso crece más y más.

Doy un brusco tirón, suena un chasquido y algo se me quiebra entre los dedos. Es tan sólo un sarmiento. Es tan sólo un sarmiento seco y nudoso. Un sarmiento. Pero no puedo contenerme y me pongo a gritar. Y grita mi hermana y el perro, y nuestros gritos se confunden en la noche, definitivamente.



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«Tomatoes sport, Ltda.»

Y, pues, ahora -te lo repito una vez más- vuelven las punzadas del brazo, del brazo apretujado contra el pedrejón, ya sabes, en tanto la sangre parece correr de nuevo, fluida y como arrebatada, y se vierte -unas pintas acaso, tan sólo unas pintas, por cierto- sobre la tierra. Pero lo digo de verdad: él parecía talmente un risco de tan alto, de tan firme y bronco, y me miraba, con las piernas muy abiertas y bien afianzadas, de modo que yo podía barruntar los agujales glaucos de su nariz, en los que reverberaban todas las sucias humedades del invierno, mientras rugía el cierzo por sobre su propia cabeza. Bueno, te digo y te repito que no sabía qué hacer: si acurrucarme entre sus pies o, muy por el contrario, si saltarle de golpe por el cuerpo y morderle por donde hubiera presa que tomar. Ya ves.

Por entonces, las cosas estaban más o menos así: el pinche aún palpándose la cara enrojecida, sorbetón va, sorbetón viene; los braceros allí en el fondo, avivando las ramizas, y de espaldas él, erguido y firme, dispuesto para el castigo; y yo, por último, tragándome todo aquel dolor y toda aquella tremenda vergüenza, pero -eso sí- sin un solo lamento.

Vi, de pronto, un vestigio de claridad. Y no es que ya fuera el día, sino más bien como una roedura en la lámina   -107-   humosa de los cielos. Lo vi a través de la techumbre desmantelada del granero y me llegó igualmente el abandono infinito del pegujal y de las pobres gentes desahuciadas aún sin saberlo. Y te digo que era un daño más profundo que el del mismo brazo apretujado contra el pedrejón, y aún más, pero mucho más que el de mi boca ensangrentada. Y no sólo más profundo, sino también más revelador, ¿entiendes? Y no me digas tú ahora lo mismo que me dijo el encargado. No me digas que aún soy muy joven y que las cosas son así como son porque sí todas esas otras zarandajas inútiles y estúpidamente consoladoras. No, no me lo digas, por lo que más quieras, ni aún ahora que vuelvo a la tierra, al dolor entrañable de la tierra; ni aún ahora que me sé vencido, que me sabes vencido, por la sola fuerza, que nunca por ninguna otra cosa. No me lo digas -te repito que no me lo digas, por favor-, porque con ello no haces sino mostrarme el fracaso de todos. Oyelo bien: digo de todos. Y puede que eso sea malo para mí, ¿no te parece? Para mí que soy tan joven, según dicen.

Pues fue anoche cuando estuvimos bebiendo en la cantina del rehoyo. Llegamos don Felipe y yo sobre las siete, y aunque no se sabía nada, los hombres estaban nerviosos y reían con sus risas amargas de antiguo, por que afuera seguía helando, y eso sí, que no había quien se lo callase. En dos o tres ocasiones me acerqué al ventanuco y fisgué por abajo, por el valle, en cuyo fondo palpitaban ya las lívidas lámparas del pueblo. Pero andaba la noche bien apretada en lo oscuro, y no se percibía más que el viento vaciándose constantemente en el peñascal. Entonces don Felipe me tendió un vaso de vino, chascó la lengua después de apurar el suyo y murmuró que nadie iba a subir por aquel endiablado sendero de chotos, siendo ya como era tan tarde. Luego agregó que a buen seguro los de la empresa vendrían de mañana para arreglar las cosas como era menester.

Y fue anoche mismo, te digo.

Nos retiramos a eso de las nueve y anduvimos en silencio, bien arrebujados en las pellizas, hasta el otro lado del alcor, en donde quedaba la hospedería. Cuando finalmente   -108-   la alcanzamos, el masadero echaba algunos leños a la lumbre. No más advertirnos, se alzó del suelo y se restregó las manos en la pana de sus calzones. Entonces don Felipe le dijo que muy probablemente nos marcharíamos al día siguiente:

La helada, ¿eh? -preguntó el viejo.

-La helada -aseguró don Felipe.

El masadero volvió a arrodillarse junto al hogar y sopló sobre las brasas una y otra vez.

-Alguien quedará, ¿no?

Don Felipe acercó las manos al fuego, hasta que las manos se le pusieron singularmente rojas y como translúcidas.

-Puede.

Pero casi de inmediato añadió:

-Hay que recoger el tomate de destrío y desinfectar las cañas. De modo que alguien quedará.

Finalmente tomamos el candil y nos fuimos cada cual a su alcoba. ¿Sabes? No pude dormir en toda la noche, te lo juro. Si acaso, hubo momentos en que me quedé así como ingrávido o ¡qué sé yo! Pero nada más. Las hojas secas de las mazorcas del jergón crepitaban como nunca, y los postigos de la ventana se estremecían de continuo con el viento de las sierras. No, te digo que no pude dormir en toda la noche pensando en aquellas pobres gentes venidas de sabe Dios dónde -aunque de muy lejos en cualquier caso-, y que de súbito (por una mala nube, como afirma don Felipe, o por lo que sea) tenían que regresarse, apenas recién llegados, apenas recién abandonada su hambre, con las manos vacías y agrietadas.

Se me figuraron -conoces, por otra parte, que no es esta la primera vez que presencio un despido-, se me figuraron, repito, con una singular luz, entre amedrentada y rencorosa, en los ojos, en tanto se disponían a cobrar en la improvisada pagaduría de la empresa y a golpe de dedo los escasos salarios. Sin embargo, aún tenía que verlos algo más tarde frente a la puerta de la cantina, brincando y casi aullando, mientras el cabo de fila vociferaba los nombres de los elegidos, es decir, de quienes iban a quedarse por algún tiempo más para faenar lo poco que había.

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Era ya de madrugada cuando sentí al encargado por el zaguán. Me vestí a toda prisa y corrí tras él, aunque me mantuve a la zaga, porque no tenía ganas de escuchar sus comentarios y sus pretendidas justificaciones. De camino, y al pie mismo del otero, se erguía el frágil arabesco del tomatal. Durante unos minutos examiné con recelo los frutos negros y sequizos. Por último, hundí la cabeza entre el cuello del tabardo y reanudé la marcha hacia el viejo granero donde aguardaban los peones.

Cuando llegué, ya estaba don Felipe husmeando aquí y allá, como de costumbre, en tanto los jornaleros, todavía entumecidos, avivaban las ascuas y ponían a calentar sus potes de malta.

Bueno, era una escena habitual, repetida cada mañana, y sin embargo había algo en la actitud de aquellas gentes, en el aire mismo ahumado y rijoso, difícil de soslayar.

Me pareció que tenían el mirar torvo y resignado, y que hasta el resuello les faltaba.

Fue entonces cuando don Felipe se acercó al pinche que aún dormía y le sacó las mantas de encima con el pie.

-¡Eh, chico!

El pinche se removió en su yacija y, finalmente, abrió los ojos.

-Vamos, vamos... Acércate a casa del Amadeo y que te dé un paquete de picadura.

Pero el muchacho se le quedó mirando como alelado, sin levantarse. Entonces el encargado se enfureció.

-Espabila ya de una vez, holgazán -gruñó violentamente.

No puedo asegurarte qué fue lo que le dijo el pinche, pero fuera lo que fuese, no debió de hacerle ninguna gracia a don Felipe, porque le saltó sin más un brusco manotazo. El mismo aire se adensó, hasta tal punto que parecía irrespirable.

Bueno, pues estando como estaba a espaldas del encargado, te juro que no me pude contener. De manera que fue por eso por lo que le di la patada. No sé si me comprenderás, ahora que ya lo sabes todo. Pero no pude hacer otra cosa. Y conste que no me arrepiento, y que lo volvería a hacer de nuevo si fuera necesario. Para qué voy a engañarte.

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Lo demás también te lo he contado. Don Felipe se revolvió y me golpeó brutalmente con el puño hasta derribarme sobre el pedrejón.

Con las cosas, como ya te he dicho, más o menos así; el pinche aún palpándose la cara enrojecida, sorbetón va, sorbetón viene; los braceros allí en el fondo avivando las ramizas, y de espaldas él, erguido y firme, dispuesto para el castigo; y yo, por último, tragándome todo aquel dolor y toda aquella tremenda vergüenza, pero -eso sí- sin un solo lamento, fue cuando escuchamos el ahogado ronquido del automóvil trepando por la costana.

Poco después llegaron el pagador de la empresa y los otros dos individuos de aspecto inequívoco.



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Opus número uno

A Rigo le han tenido que amputar la mano definitivamente. «¡No me importa, no me importa! -gritaba entre lágrimas-. Ya tengo ganas de verme bien abajo, con todos los míos.» No sé. Quizá sea una solución, pero no sé. De cualquier modo, seis años son demasiados años, y yo también estoy deseando abrazar a Paca y a los muchachos y a los nietos, a quienes ni tan siquiera conozco. Pero, en fin, lo importante es que el trabajo no escasee, y nunca me ha faltado desde que entré en esta obra. De manera que lo siento por Rigo, y por ese viejo camarada de tute, de vino y de tajo. Lo siento, y él lo sabe y lo siente, a su vez, por mí, ¡qué cosas!

El avión de Argel parece mismamente un vencejo desde aquí arriba. Esta mañana pasó más pronto que de costumbre, a la altura de la planta cuatrocientos, y nosotros ya andamos por el millar. Bueno, lo cubrimos la última semana.

Por eso hicimos fiesta y nos visitó hasta el mismo patrón. Estuvo muy amable, y saludaba a unos y a otros con cariñosos golpecitos en la espalda, como un padrazo. Nos dijo muchas cosas, cosas ininteligibles, pero santas, sin duda, santas y reconfortables. Luego nos dieron café y coñac, y cantamos canciones antiguas, en tanto el patrón   -112-   sonreía muy satisfecho de nuestro alborozo. Sólo Rigo permanecía cabizbajo y no hacía sino renegar de todo aquello: «Cuernos para sus bonitas palabras. Cuernos para su sonrisa. Cuernos para su beata impostura. Cuernos para...»

-Rigo, canta, hombre, ¡canta!

«... Sus consejeros. Cuernos para...»

-Rigo, Rigo...

A tres mil metros de altura, las casas cuando se ven no parecen ni siquiera casas, sino algo muy extraño y desalentador. A tres mil metros de altura, una casa está lejos, demasiado lejos, demasiado ausente y dolorida. «Son los efectos de la gravedad», me dijo don Jesús, el aparejador, un buen día. Y así ha de ser ciertamente, porque en terreno llano, por la vieja barriada de la ciudad, no tardaba yo ni media hora en correr esa distancia, sabiendo, como sé, que al final me aguardaban mi mujer y mis hijos y unos nietos a los que todavía no conozco.

-«Sus cochinos negocios. Cuernos para...»

-Rigo, bebe. Bebe y canta, Rigo.

Pero es una obra importante, única, ejemplar. Y tenemos la obligación de sentirnos orgullosos y casi agradecidos por trabajar en ella. Y en ella trabajaron mi padre y mi abuelo, y yo entré cuando apenas contaba quince años. Entonces -lo recuerdo exactamente- íbamos por la planta quinientas cuatro, y ahora ya andamos metidos en la mil una. Así es que tengo sobre unos sesenta y cinco años, y me siento orgulloso y agradecido, como ordena el patrón y aun los mismos capataces. Son, pues, cincuenta años de orgullo y agradecimiento y seis sin ver a mi familia. Vaya una cosa por otra, y en paz. Eso afirma Rigo.

-«Su orgullo. Cuernos para...»

Este viejo y cabezota camarada de tute, de vino y de tajo, con su mano tumefacta y purulenta, aguantando más y más, para dejársela también definitivamente con todos sus años de soledad, a cambio de un improbable porvenir, junto con los suyos. «¿Y qué hacer si no?» Sin embargo, fue aquella una fiesta alegre. Mediada ya la tarde, el patrón se despidió con un gesto cordial y emocionante. Lo seguimos hasta una amplia explanada   -113-   de cemento. Hacía frío. Poco después su helicóptero descendió suavemente hasta sumergirse en un espeso banco de nubes.

Es my posible que a Rigo se lo lleven pronto; ahora ha dejado su mano aquí arriba. De poco sirve. Por si así fuera, tengo dispuesta una carta para mi familia. La verdad es que me siento viejo y necesito decirles, como siempre, lo mucho que los quiero, porque no se me ocurre ninguna otra cosa. Ni siquiera me atrevo a repetir algunas de las hermosas frases del patrón. Pienso que no comprenderían nada y que terminarían riéndose como tontos.

No obstante, deseo vivamente regresar a casa y salir cada domingo al campo o a la playa y tumbarme al aire humano y soleado, bajo un pino o junto al mar, mientras los chiquillos juegan a mi alrededor. Pero bueno, no hay más remedio que proseguir en la brecha. Por otra parte, y según se comenta, dentro de unos meses habremos cubierto aguas. Entonces aún me sobrará tiempo para hacer lo que me plazca, y siempre -lo siento, Rigo- tendré dos manos.

Por aquí arriba se trabaja duro. Desde la maitinada hasta la noche, porque a caso todos nos interesa aprovechar cualquier momento extraordinario. Los pocos ratos libres o los días festivos solemos echar una partida de tute en la cantina o nos metemos a ver una película. Personalmente, prefiero jugar a las cartas -¿y ahora sin Rigo? o charlar frente a una botella de vino. Porque lo cierto es que la empresa conoce muy bien el terreno que pisa y no ha escatimado diversiones.

Además del vértigo, lo peor es el frío. Casi a diario tenemos nieve o hielo y un ventarrón irresistible que dificulta la obra. Así ocurre que son muy frecuentes las caídas, y casi todas las semanas hay algún accidente. Como el de Rigo. Aunque él prefirió callarse y dejar que el mal le pudriera la mano poco a poco.

Por Navidad sube el patrón y un grupo de grandes personalidades, de aspecto satisfactorio y bonachón. Entonces los capataces nos llevan a la sala de actos del piso novecientos noventa y nueve y allí nos dicen discurso tras discurso, y nosotros aplaudimos aún sin entender mucho,   -114-   porque todos hablan muy notablemente de nuestro trabajo -siempre dicen «nuestro»-, de nuestra obra -siempre dicen «nuestra»-, de nuestro sudor -siempre dicen «vuestro»- y de vuestros beneficios -siempre piensan «nuestros», de ellos, por supuesto-. Todavía con las sonoras palabras resbalando por las nubes inútilmente, abandonan la sala y desaparecen en una lejana noche de recuerdos.

La última visita que nos hizo el patrón, es decir, el martes de la semana pasada, todo fue muy bien. Bebimos y cantamos, salvo Rigo, que estuvo todo el tiempo murmurando: «Cuernos para sus accionistas. Cuernos para sus inversionistas. Cuernos para...»

-Bebe, Rigo. Canta y bebe, Rigo.

-«... sus obligaciones. Cuernos para...»

-Rigo, Rigo.

-«... sus esclavistas... Cuernos para...»

Sucede, sin embargo, que Rigo es demasiado intransigente, demasiado, no sé cómo decir. Porque el patrón no pudo estar más amable de lo que estuvo. Y eso que opina el señor Anselmo, nuestro capataz: «Con gente así da gusto, ¿no os parece? Uno sabe por qué hace lo que hace.»

Pues sí, las cosas son por aquí siempre iguales, fuera de esos acontecimientos a los que me vengo refiriendo, y que no vienen sino a prestarnos nuevos bríos y a estimular la faena, que supone la total realización de esta única y muy singular obra.

Y se nos pasan los días y los meses y los años y hasta la misma vida, como casi se me ha pasado a mí, tan sólo con una esperanza, muy remota, por cierto, y sin más referencias que alguna visita extraordinaria, unos tragos de tinto y unas cuantas partidas de naipes. Cuando menos, antes -claro, que hace ya de esto sus buenos trescientos y pico de pisos- aún podíamos divisar la ciudad y hasta, con los prismáticos de don Jesús, los automóviles y los tranvías y las gentes, aunque todo muy pequeño, muy pequeño y muy desalentador, por supuesto. Ahora, sin embargo, sólo nos queda el convencimiento -y no demasiado sólido, como es obvio, mi querido Rigo- de que nuestro   -115-   trabajo tiene realmente un sentido, una dignidad y una esperanzadora y justa promesa. Y yo creo que es más que suficiente, si se considera también la posibilidad de abrazar a los familiares dentro de muy poco y la de asistir, a mi caso, al nacimiento del quinto nieto.

Hoy hemos cubierto aguas. Después de ya no recuerdo cuántos años, el edificio se yergue imponente y solitario, mucho más allá de las nubes. Pero ha ocurrido algo muy penoso. Muy penoso y muy desconsolador. Resulta que el mismo patrón me advirtió anoche que era a mí a quien correspondía el honor de izar la bandera, por ser el más viejo de los obreros. De modo que, siguiendo sus instrucciones, me he dirigido al almacén en busca de la enseña y me he encontrado con que allí las había de todos los colores y con todos los astros del firmamento. Desgraciadamente, no he sabido cuál era la que debía coger. He tratado de hacer memoria, me he esforzado en comprender por qué y para qué y por quién he hecho cuanto hecho. Pero ha sido inútil... Así es que me he puesto a llorar estúpidamente, en tanto mis compañeros y el patrón y todos los demás esperaban fuera.



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La espera

Bueno, tenía que suceder así. Y ahora ya estoy solo, decididamente solo. Hasta Eleuterio se ha marchado, como se marcharon «El Penas» y tío Martín y tantos otros. El pobre Eleuterio me lo dijo anoche mismo, entre balbuceos, sin atreverse a mirarme.

-Son los chicos, ¿sabe?... Crecen y...

Aparté la marmita del fuego, mientras Andrea zurcía unos calcetines. Sí, los chicos, por supuesto. Quince y doce años casi perdidos en este lugar. «Es justo». Pero, en realidad, no hice sino contemplar cómo ardía la ramiza, en tanto Eleuterio murmuraba no sé qué cosas.

Los he visto partir desde lo alto de la colina. Apenas si había amanecido, y durante algo más de una hora sentí el estremecimiento de las llantas girando montaña abajo.

Y ahora es mediodía y estoy solo.

Del informe técnico -y me parece recordar que aún lo conservo, siquiera sea fragmentariamente, por algún rincón del desván- se desprendía la urgencia de someter las tierras a un tratamiento químico, complicado y costoso. A tío Martín -lo recuerdo como si hubiera sido ayer, y ya hace..., ¿cuántos años?- no pareció causarle ningún efecto. Se lo tuve que leer varias veces, sin que a su rostro cimbreño y quemado asomase ni una pizca de pasmo. Estaba   -117-   sentado en el poyo de piedra, con las manos enlazadas sobre la garrota, y escudriñaba algo -un punto, quizá, conceptualmente matemático- por encima de nuestras posibilidades.

-Es tarde.

Pero yo pensé entonces -y conmigo todos los de más: Eleuterio, «El Penas», Negrales y los dos cazadores de ranas- que se refería a la hora, porque ya había oscurecido y su masía quedaba al otro lado del serrijón.

Se levantó entre un funeral chasquido de huesos. -A casita, ¿eh?

-A la tierra -dijo.

Echó a caminar, con su paso menguado, por la vereda.

-Con Dios, abuelo -gruñó el más corpulento de los cazadores de ranas.

A tío Martín le dimos sepultura, tres días después, a la sombra de un peñascal. Hacía calor por aquel tiempo, y un lagarto ocre, con lunares celestes en los costados, asistió a la ceremonia. Aun así, el reverendo llegó a la mañana siguiente, a horcajadas de una borrica.

-Es de suponer que el viejo Martín andaba ya en paz con las cosas de Dios. A sus años...

-Amén.

El sol goteaba inagotablemente por sobre las tierras altas y áridas. Cuando concluyeron las exequias, nos fuimos todos, casi corriendo, al interior de la casona. El reverendo se licuaba con mansedumbre.

-Aguardaré la atardecida para emprender la marcha. No hay quien soporte esta solanera.

Entonces recuerdo que «El Penas» miró a Eleuterio. Y Eleuterio miró al cazador de ranas más corpulento. Y el cazador de ranas más corpulento miró a su camarada. Y su camarada me miró a mí. Y yo miré, por último, y con cierta resignación, las vigas desnudas y ahumadas del zaguán. Probablemente, el reverendo debió darse cuenta de algo, porque murmuró:

-Os prometo que todo el pueblo hará rogativas para remediar vuestra miseria.

-Amén.

  -118-  

Pero lo cierto era que tío Martín nos había dejado, y su muerte resultaba en verdad una muerte profética. Nos había dejado él, siendo el más anciano y el más sabio de la región, no abandonando exactamente la tierra, sino incrustándose bajo su mantillo, con el propósito tal vez de alentarla o bien de gritarle cara a cara ciertas cosas que desde aquí afuera no se pueden ni mentar.

El cura se marchó, según había anunciado, a la caída de la tarde. «El Penas» masculló no sé qué, dio una patada a un chinarro y de su alpargata brotó un hongo polvoriento.

El camión no podía llegar hasta las quebradas de Negrales, de manera que tuvimos que subir el agua barreño tras barreño, en tanto el chófer y su ayudante nos miraban sin entender, ni con mucho, qué era lo que hacíamos en aquel lugar. Por nuestra parte, andábamos más que contentos. De los aljibes nos venía un gozoso rumor de esperanza.

Por las noches soplaba un viento confortable, mientras discutíamos de nuestros asuntos, sentados a la fresca, y examinábamos el cielo -estrellas y más estrellas y algún que otro hombre y algún que otro guante, según decían los periódicos, por allá arriba-; lo examinábamos, como digo, por ver si de pronto surgía el morro de la lluvia, siquiera el chaparrón transitorio y hasta sofocante, sin duda, multiplicándose -y dejándonos su misterio- en el timbal mismo de los tejados. Pero el cielo emitía apacible y despiadadamente su clave de guiños, y nosotros seguíamos allí esperando, esperando, esperando.

Entonces «El Penas», por ejemplo -o aun el propio Negrales-, hablaba de Alemania, como si Alemania fuera una nueva tierra de promisión. «Hay fábricas. Hay patatas. Hay mantequilla.» Y escuelas también. Y escuelas había en la ciudad. Y en el mismo pueblo. Eleuterio miraba para sus hijos, para los casi quince y doce años de sus hijos, tan baldíos, sin embargo. Y miraba -todos mirábamos, en definitiva- para los campos tan baldíos igualmente sin comprender casi nada.

-Miguel el de la poza se largó allá, ¿lo recordáis? Claro que yo hubiera deseado ponerme en el centro   -119-   mismo del veril para pedirles a todos -incluso a Miguel el de la poza, ya tan lejos, aunque no tanto como para que no pudiera oírme- que lo importante era levantar de nuevo la masía del tío Martín.

Pero se había hecho muy tarde a todo esto, y «El Penas» dijo que tenía sueño. «Mañana nos espera mucho trabajo.» Negrales bostezó, y los cazadores de ranas aseguraron, por último, que entre las paredes ruinosas de la masía de tío Martín habían visto una bicha de cuidado. «El Penas» se fue con su mujer y su hija sin despedirse. Tampoco advertimos nada anormal el día de su marcha. No quería -según supimos meses después- que su hija se pasara la vida escarbando el terrazgo.

Pues sí, también se marchó «El Penas» -lo repito con su familia detrás (se debieron de marchar, en cualquier caso, algo avergonzados; él muy en particular, por que ni siquiera tuvo valor para despedirse de sus vecinos. Y es que, sin duda, comprendió -quizá cuando ya no había solución- que estaba cometiendo una cobardía, por muy necesaria que fuese).

Aun así, mi más cordial adiós para «El Penas» y todos los suyos. Y mi adiós para Negrales, que no demoró demasiado en seguirlo. Y para los cazadores de ranas también, por supuesto. ¡Los pobres! (sé que desplazaron su peregrina industria al otro lado de la cordillera, donde tantos y tan dulces chortales dicen que hay).

Y el país bíblico -¿y por qué no?- se llenó entonces de alacranes, de cizañas y de escombros. Y fue cuando Eleuterio -cuarenta años de mediero, de sol y de hombre compartidos- decidió dejarme. Pero es claro que yo lo sabía mucho antes de que me lo confesara. Lo sospechaba más bien. Lo sospechaba en las manos trémulas de Andrea; lo sospechaba en la débil sonrisa que abría de par en par los quince y los doce años de sus hijos. Adiós, pues, adiós, mi viejo, mi buen amigo Eleuterio.

«Nunca se había conocido una sequía tan pertinaz. Y es poco lo que podemos hacer, porque la tierra somos nosotros mismos.» De acuerdo, tío Martín. Nosotros mismos transformándonos y transformándola, y aun toda una serie de cosas tan importantes o más que nosotros mismos, ¿es o no?

  -120-  

Si me río ahora lo hago porque pienso que por ese carril han creído escapar Eleuterio, «El Penas», etc. Bueno. Pero ya es tiempo de regresar a casa. Hay mucha labor allí para un hombre solo y tengo que preparar la sementera. Porque sé que va a llover. Lo sé.



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Caín, de ocho a ocho

(Tercer premio «Ciudad de Badalona»)


Me encontraba en uno de los bancos del parque central, cuando llegó aquel hombre, tomó asiento a mi lado y al punto lo reconocí. Era algo tarde, quizá demasiado tarde, aunque no tanto, por cierto, como para marcharme, estando como estaba casi diluido en la penumbra entre vegetal y nubosa.

Digo que reconocí al punjo a aquel hombre y me quedé mirándolo gravemente, sin que él me prestara por eso atención alguna o como si acaso aún no hubiera advertido mi presencia, estando yo como estaba tan identificado con la espesa sombra de los tilos.

Creo, sin embargo, que al poco debió sentirse observado, porque se movió inquieto hasta quedar de espaldas. Aun así, me di cuenta de que se encontraba viejo, terriblemente viejo -si he de ser sincero-, y cansado, muy cansado. Podía escuchar su oscuro jadeo entre el rumor de la hojarasca y el líquido casi animal de la cercana fuente, pero no quise recordarle nada, ni aun escuchándolo y viéndolo respirar con aquella fatiga, ni tampoco traté de sorprenderlo (aunque ahora no estoy muy seguro de haberlo conseguido, por otra parte) con una tos fingida, con un ademán algo brusco o con un saludo, pero no con uno esos saludos convencionales y casi mecánicos, sino con   -122-   el saludo propio y un tanto mordaz de quien ha esperado mucho, demasiado ya, en cualquier esquina.

Miré sus hombros tan frágiles envueltos en una chaqueta de lana descolorida, y tuve de pronto unos vivos deseos de abrazarlo y de gritarle que ya todo había concluido, y que a partir de entonces íbamos a caminar juntos necesariamente, teníamos que caminar juntos hasta que él cumpliera en mí su inexcusable y programado destino.

Pero ni siquiera pude moverme, estando como estaba instalado en aquella penumbra -casi penumbra yo mismo- y dispuesto a ofrecer mi cuello, sin que dejaran de alborotar los gorriones, ni el líquido casi animal de la fuente, del agua vertida por las repugnantes fauces de la gárgola, al fondo de la pila, verdinegro, suave, excitante me refiero al fondo verdinegro-, suave de la pila -según he dicho-, casi tanto, tan excitante, como el sexo de una virgen muy poco probable, el fondo verdinegro y excitante de la pila donde se derramaban los humores de la bestia, mientras ofrecía mi cuello y miraba a aquel hombre y le suplicaba que concluyera de una vez, que yo estaba allí muy bien dispuesto y que apenas si le iba a costar trabajo.

Atardecía, y él se obstinaba en permanecer distante, indiferente más bien, tal como un simple anciano que disfrutara ávida y apaciblemente de la tarde de octubre, con nubes lilas y filamentosas en su vértice superior, incluso con unos cuantos nietos en cualquier casa de la ciudad y un tazón de leche amarilla en el saloncito cálido, empapelado y abierto al barrio antiguo, por el que todavía se esparce, monótono y casi agrio, el bronce de las campanas sobre el templo de Eleyin (que es un decir, claro. O una imagen como las imágenes, más o menos, de aquel poema que usted recordará, y que habla de una hoz que parte, de una verga que azota, de un fuego que abrasa, de un molino que tritura, etc.). Pues él no quería otra cosa más que sustraerse a la memoria de algo aún no sucedido; sin embargo, y a pesar de todas mis mejores intenciones, por la estúpida obstinación del anciano que nunca había de tener reposo si no se decidía de una vez a mirarme fijamente, como pienso que ha de mirar un hombre al hombre   -123-   que, quiéralo o no, ha de matar de un momento a otro.

No sé qué torpes excusas buscaba, por aquel entonces, para prolongar la espera angustiosa, la agónica desde el mismo principio espera, en tanto se hacía viejo, terriblemente viejo, y tal vez confiaba en que la vejez habría de liberarlo, en definitiva. Y yo, a todo esto, sin saber exactamente qué hacer y, en consecuencia, ofreciéndole mi cabeza como un tonto, aunque con ciertas reservas, si he de ser sincero, pero sabiendo que era inútil cuanto pretextáramos uno y otro, y que al final tendríamos que caminar juntos para siempre -como hasta ahora-, necesariamente juntos -como hasta mañana y aún hasta dentro de muchos años, de muchos-, juntos como se nos había ordenado.

Y eso que yo mismo le sugerí toda clase de procedimientos, con ánimo de hacer su tarea más fácil y hasta mucho más anodina, quiero decir, algo así como un acto cotidiano, insignificante, casi reflejo. Pues tampoco pude convencerlo, y por eso andamos como andamos, de uno a otro extremo de la casa o de la ciudad, cada uno por su lado, hasta que inevitablemente venimos a dar aquí, en cualquier banco del parque o, verbigracia, en el mostrador de un viejo café, y él, como ya es ritual, simula no conocerme para nada y yo trato de llamar su atención, aun que sin demasiadas fuerzas.

Pues bien: fuimos dejando atrás todas las oportunidades, desde la piedra a la daga, de ésta al pomo renacentista o a la guillotina o al arma de fuego o al gas (iperita o cloro) o a la silla eléctrica, ya tan civilizada, sin que él, en ningún caso, se decidiera por una u otra cosa, siempre indeciso, con titubeos inadmisibles, para, por último, alejarse bajo los árboles o por entre las gentes que a aquellas horas -era media tarde o quizá el momento en que los cinematógrafos han de cerrar sus puertas, ya no me acuerdo bien- llenaban, las gentes, repito, los bulebares. Bueno, también le hablé -no directamente, como cabe suponer, dado que es muy aprensivo y nunca lo hubiera soportado- del napalm, tan rentable, o del uranio-238 o alguno de sus isótopos (ver ley de Soddy y Fajans y todo eso),   -124-   pero ni me quiso escuchar, aunque le hice saber que mi sugerencia era aséptica, muy científica en verdad, y no tenía por qué ensuciarse las manos. Y él entonces se las miró receloso, y no hace sino mirárselas de continuo, y luego las hunde con desesperación en sus bolsillos y se aleja entre las gentes y los árboles, o bien lo veo entre los automóviles, cuando aún el semáforo señala peligro y el guardia le sigue soplando al silbato violentamente, como si ya fuera un asesino.

Y ahora se me vuelve de espaldas y guarda silencio entre el líquido casi animal de la cercana fuente o el alboroto de los gorriones por entre los plátanos del parque, y asegura que no me ve -ha de asegurarlo, estoy seguro por más que mi aliento le abrasa la nuca, de tan juntos que estamos. Y yo, mientras, le animo con mi actitud de entrega absoluta, y casi estoy a punto de tomarle la mano y obligarle a oprimir el gatillo o a pulsar el interruptor o a descargar el hacha sobre mi cuello, si con eso concluyera todo de una vez y este parque volviera a ser un parque con niños y niñeras y soldados, con niños que jueguen en la espesura, en la que algunas parejas hacen el amor, y coman barras de chocolate y beban en sus termos una leche caliente y espesa, etc. Pero insisto en que él ni me mira, y tan sólo percibo su jadeo, y conozco que es la nuestra una huida inútil, porque al final siempre nos encontramos y nos reconocemos al punto, en cualquier banco del parque o en la terraza de algún café, por ejemplo.

No, no sucede nada, y eso que los gorriones duermen ya -octubre apenas si comienza- en las ramas de los tilos, de los plátanos y de los otros grandes árboles, cuyo nombre siempre he ignorado, de hojas aovadas y de tacto casi metálico, o en el monótono líquido casi animal de la fuente, de fondo de musgo verdinegro, suave y excitante, pero nada sucede, como era de esperar. Simplemente, y en un instante dado, aquel hombre contempla las palmas de sus manos, que brillan de súbito con un brillo cruel y se encienden por los bordes, como sarmientos, en la penumbra que soy yo mismo, con el periódico abierto sobre las rodillas (el periódico que no he leído y que habla de cientos de muertes, de miles, con naturalidad); y él permanece   -125-   ahí mirándose a las manos como si tal cosa, y de pronto se pone en pie y echa a caminar despacio en un principio, para luego alargar las zancadas y terminar corriendo, hasta perderse entre las gentes, por los bulevares, cuando los cinematógrafos terminan su sesión nocturna, y yo me quedo allí mismo, de nuevo defraudado, en espera de la oportunidad definitiva. Porque sé que volverá aquel hombre -u otro muy parecido- y tomará asiento junto a mí, en cualquier banco del parque, y yo le reconoceré al punto y aguardaré el término de algo realmente innecesario.



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Así en la tierra

Y ahora ya estoy convencido de que andamos extraviados. De cualquier forma, le tomo la lamparilla al doctor y describo un semicírculo buscando un simple arbusto, una roca, un pequeño indicio, en fin, que me sirva de referencia. Pero es inútil. El haz luminoso choca y se disgrega en la oscuridad. Avanzo, pues, con tiento, mientras escucho justamente a mis espaldas los jadeos y protestas del doctor.

Todo ha sucedido con demasiada rapidez. No hace aún ni tres horas que llegué a su casa. Le dije que lo necesitaba, que era muy urgente. Se lo dije quizá con cierto nerviosismo, de modo que no me entendió bien. Estaba cómodamente, junto al fuego, con su mujer y sus hijos. Así es que se lo repetí. Le dije: «Tiene usted que venir conmigo, doctor. Es muy urgente.» Entonces para la chimenea y respondió de muy mal talante: «Pero ¿ahora?» «Ahora mismo, doctor. Es muy urgente.» Sin embargo, aún trató de excusarse. «¿Es usted o no el médico de esta comarca?» Creo que murmuró, «por supuesto», o algo parecido. Luego me dejó unos minutos en el zaguán, en tanto recogía su abrigo y el maletín. «Vámonos ya de una vez», gruñó.

Le ofrecí la mula que tenía en la posada del Escolástico,   -127-   pero él ya se había metido en el automóvil. Partimos a toda velocidad, y pronto quedó la aldea con sus cuatro luces en el fondo del collado. Yo tenía un nudo gordo como el puño y apretado en la garganta, y apenas si podía hablar. «Es mi hijo, ¿comprende, doctor? Está muy enfermo, mucho.» Pero él posiblemente ni me escuchó. Iba pendiente del camino, y no hacía sino proferir imprecaciones.

Cuando alcanzamos los cañaverales, junto al recodo, le pedí que se detuviera. Me miró sorprendido, tanto como si hasta entonces no hubiera advertido mi presencia.

-¿Aquí?... ¿Pretende usted que me detenga aquí en medio?

-Mi casa cae por lo alto... -murmuré, mostrándole la sierra-. No hay modo de seguir con el coche.

Bajó y cerró la portezuela violentamente. -Vamos, vamos, enséñeme el sendero de una vez -suspiró con fingida resignación-. No puedo perder más tiempo, ¿me oye?

Fue entonces cuando eché a andar por el veril, como costumbre, y él detrás con su lámpara eléctrica. Pero de todo esto hace ya sus buenas y cumplidas horas, y el asunto está más o menos así: yo marcho a la cabeza, pero indeciso, en silencio y con la certidumbre de que algo inusitado va a ocurrir o ya ha ocurrido o está ocurriendo en estos precisos instantes; el doctor me sigue soplando, a pesar del frío. Por otra parte, resulta que tampoco hay cielo, y si lo hay, es acaso un reflejo de esta tierra dura y desamparada.

Y me digo de pronto, y una vez más, que todo es muy extraño, que yo he caminado uno y otro día por este serrijón, y lo he corrido de extremo a extremo, y lo he rotura do inútilmente año tras año, y lo he revuelto y lo he acariciado y hasta lo he golpeado con ira, lo he desmenuzado con estas mismas manos, que ahora, sin embargo, no asientan ni un mínimo gruijo conocido, ni tan siquiera una ortiga, ni el vago y huidizo rumor de una bestezuela, de un ave nocturna, por ejemplo, ni ese latido del agua subterránea y burlona. Es todo muy extraño, me repito, y en   -128-   tanto mi pobre hijo está solo en la casa, solo con esa soledad amarga, inmersa, dolorosa de las tierras estériles. Siento cómo el señor doctor se detiene, y aunque no puede verme, me mira fijamente.

-Pero, ¿qué es lo que sucede?... ¿Quiere usted decirme de una vez qué significa esto?

Y la verdad es que no puedo aguantar más y me pongo a sollozar, vencido ya -otra vez vencido- por el desaliento.

-No es más que un niño, ¿comprende, doctor?... Y está solo, demasiado solo, demasiado triste.

Entonces sé que el doctor deja resbalar sus ojos hasta el suelo y reanuda la marcha.

Sus palabras parecen venir desde muy lejos: Erase una vez... Es muy cierto que no puedo escucharlo. Lo adivino, más bien. Adivino cuánto pretende decir. No obstante, hago un esfuerzo y trato de incorporarme: Erase una vez... ¿Sis?... ¿Y qué?... Y me habla de Felipe, el mayor de sus hijos, que también es médico y vive en una gran ciudad, y otras varias cosas. Pero no me importa nada, aunque él insiste e insiste, sin recordar ya -o quizá y precisamente intentado disolverse en no sé que pasa do- que hay que seguir adelante. Me acuclillo, poco antes de partir, junto a la charca y sumerjo las manos en un cieno incoloro. Aquí, de tan arriba como nos encontramos, verdad es que el sol semeja mismamente una baya ácida.

Pero echo a andar y él tras de mí, como siempre, desde hace..., ¡ni lo recuerdo! Y de nuevo enciende la linterna -se la devolví cuando nos tumbamos a descansar-, la enciende, repito, porque a todo esto la oscuridad ha crecido desde el valle, como una madreselva de grafito. Y de tal modo continúa la búsqueda uno y otro día y aun otro más y otro, sin que en ningún momento me sea dado descubrir siquiera la ortiga o el alacrán o el lagarto panzón y melancólico, pero conocido en cualquier caso.

El doctor, por supuesto, todavía gruñe, pero apenas si tiene bríos ya y no hace más que reprocharme mi torpeza, mi zafiedad de hombre rústico y desolado. Y es lógico, según pienso, y aun yo mismo me daría de golpes contra el muro si con ello pudiera encontrar la casa, mi casa, en definitiva   -129-   -donde el pobre muchacho, con una vida generosa y, sin embargo, rudamente desamortizada, agoniza ya; el muchacho, que es mi hijo, o que pudo haberlo sido, no sé si agoniza, como voy rumiando, solo con la soledad de su vejez-.

No lo entiendo. No lo entiendo.

A pesar de que lleva toda la razón, tampoco le permito sentarse ni descansar. Hay que ganar tiempo. Pero ¿Cómo se gana tiempo? De pronto, el doctor asegura que apenas si ha visto crecer a sus hijos por mi culpa. Dice también que muy probablemente su pequeña se habrá casado ya. Y le respondo: «Es cosa buena eso de casarse, doctor. Yo mismo quise casarme una vez, ahora que hago memoria.» Pero tengo un solo hijo y se me está muriendo desde el punto en que nació; eso, diga lo que guste el señor doctor, no es cosa buena. De modo que siendo un niño, si acaso lo es, va a morir como un viejo. Y él dice entonces, pero mirando hacia otro lugar:

-Nadie os mandó venir aquí.

Alguien tenía que hacerlo, ¿no le parece?

Tal vez, sí. Pero ¿a mí qué me importa? Yo soy médico y nada puedo revelar.

Cuando duerme, el doctor tiene la cara lívida y los ojos hundidos en las aguas amoratadas de sus párpados. Parece el recuerdo de un hombre. De un hombre parido por no sé cuál inadvertida madre.

Madrugamos mucho y emprendemos la marcha. Así sucede cada día. Tampoco tenemos ninguna otra cosa que hacer. Aun sin percatamos, nuestras relaciones son cada vez más íntimas, más amigables. Charlamos a ratos, y él me cuenta sus cosas. Por ejemplo: le gustaría haber tenido tres hijos y haber estudiado Medicina. Yo también le hablo de mis asuntos tan elementales: del rastrojo, de la sementera, del hijo que pude tener.

A veces, en la ladera sombría de un alcor, reposamos y proseguimos nuestras escasas conversaciones, que de un modo u otro vienen a parecerse. Entonces pienso en las cosas que nos unen y en aquellas otras. Y siento angustia y se me antoja que he olvidado algo, que algo se me ha ido definitivamente de entre las manos.

  -130-  

Y por donde, no hace aún ni cinco minutos, barruntamos estas ruinas. Tan remotas, tan descabelladas.

-Pero... ¡Qué idea!... ¿A quién se le ocurriría meterse aquí, en este endiablado paraje?

El doctor rompe a reír.. Porque lo cierto es que ya nada tiene sentido. Y yo voy, entre tanto, hasta un montón de piedras, me agacho y recojo una torpe cruz de madera y leo un nombre escrito a tajos de navaja, y lo vuelvo a leer -y una vez más, y otra, y otra... ¡Dios mío!-, y sé que es el nombre de mi hijo- del hijo que tuve, del hijo que pude haber tenido-, y debajo del nombre -de «su» nombre- hay un año del que ya ni siquiera tenemos memoria.

Entonces miro al doctor y el doctor me mira también, como avergonzado de su risa, y por último ahoga su mirada -y la mía, en consecuencia- en esta tierra cruel, despiadada y tan querida, sin embargo.



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Informe de urgencia para el señor Malthus

Pues bien: primero subió a lo alto de la loma, aún con un sol desarticulado entre el rompecabezas de las cercanas urbanizaciones -«Miami», apartamentos de lujo, y «Niza», «Acapulco», zona residencial, y «Florida», y muchas otras, muchas-, subió a lo alto de la loma y espió la llegada de los camiones y de las grandes máquinas amarillas, cuyo gruñido había percibido ya a muchas leguas; de los hombres con sus cascos protectores y las ropas de faena; del equipo de técnicos; y hasta, por último, de un jeep con varios números de la Guardia Civil. De improviso tomó un canto y lo arrojó furiosa y estúpidamente contra aquellos invasores, que aún quedaban muy lejos, sin embargo. Descendió aprisa, saltando de peña en peña, cruzó el huerto y entró en la casa todo arrebatado, y gritó a su mujer y le dijo a gritos que ya estaban allí, que ya nada podían hacer. Por unos instantes miró de reojo la vieja escopeta que colgaba sobre el cantarero y la canana casi vacía. Pero el leve llanto del pequeño le devolvió de golpe a la realidad. Cuando regresó al cobertizo, el sol se había retrepado a grupas del altillo y un abejorro irisaba por entre el emparrado.

«Debe usted comprenderlo, buen hombre. Su obstinación no tiene sentido.» Y él se fue entonces hacia el aljibe   -132-   -sabiendo, como sabía, que todos aquellos tipos no le quitaban la vista de encima-, sacó un par de cubos de agua, llenó la gamella, como cada mañana desde hacía más de treinta años, y comenzó a lavarse, en tanto escuchaba, entre los enérgicos gorgoteos, los retazos de una conversación apenas susurrada. Finalmente, el automóvil se puso en marcha, y lo vio alejarse, no sin cierto alivio, por el carril, brincando entre pesadas tolvaneras.

Pero sabía muy bien que habrían de volver. Y se lo dijo a Mónico, y Mónico, que andaba ya recogiendo sus cosas, le contestó que era inútil resistirse, que aquellas gentes de la ciudad conocían las leyes y cuanto se podía hacer con ellas.

-¿Y dónde vamos a ir?

A otra parte. «Toma lo que te den y lárgate a otra parte. Es lo mejor.» De cualquier modo, don Justo no tendría empacho en procurarles faena en lo de los tomates. Hizo un gesto ambiguo. No, no le gustaba don Justo. Había escuchado a sus jornaleros, a las mujeres que se consumían, hora tras hora, en las oscuras naves envasando frutos.

Sonrió y pensó en la hermosa finca de don Justo, con sus jardines y su enorme piscina de aguas claras y placenteras. Con frecuencia, cuando bajaba al caserío -días feriados de dominó y de tinto, días de papeleo en la Hermandad-, barruntaba, siempre al otro lado de la verja, por supuesto, las carreras y zambullidas de aquellas gentes -hombres y mujeres- de cuerpos elásticos, suavemente atezados por un sol de ungüentos y aceites aromáticos.

-¿Y qué quieres?

Pero él nunca lo comprendía del todo.

-Siempre ha sido así, y así seguirá siendo. De modo que no vale para nada calentarse los cascos.

Y Andrea, su mujer, le escuchaba con mansedumbre, pero sin enterarse realmente de cuanto le decía.

-Si fueras más a misa... -y era como un punto final a toda posible consecuencia, a todo intento de esclarecer y ordenar aquel turbión de cosas que le bullían de continuo en la cabeza.

  -133-  

Y de súbito lo de la carretera o la autopista, como le llamaban ahora. Y había que dejarlo todo porque era el progreso, nada menos, y por allí iba a llegar, sin duda, la felicidad para todos.

-También para usted, buen hombre. También para usted y para su familia. Conque, qué le parece, ¿eh?

Y vio, sin embargo, cómo la nueva carretera -o autopista, o lo que fuese- circundaba la hermosa propiedad de don Justo: el parque, la pinada, las canchas de tenis... Curioso, muy curioso, se dijo.

-Si persiste en su actitud, le aseguro que va a salir perjudicado.

Aun así, se negó a firmar los documentos. Decididamente, no abandonaría el terreno, ¡que hicieran la carretera por otra parte! «Mira bien lo que te piensas. Mira que esta gente va a lo suyo. Mira que saben de leyes y conocen cómo hay que barajarlas», le dijo Mónico, en tanto iba y venía sacando a la solana arcones y sillas, atadizos de ropa y aperos. Tampoco estaba dispuesto a trabajar para don Justo ni para nadie que fuera como don Justo.

Cuando regresó al cobertizo, el sol se había retrepado a lomos del otero y un abejorro irisaba entre el emparrado. Y allí estuvo contemplando su pequeño huerto hasta que escuchó, vereda abajo, el ronquido ahogado de los coches.

Pues resulta que ahora llevaban un mandamiento judicial o algo así, y había que firmar de un modo u otro y largarse de inmediato. Y todo porque un personaje muy importante iba a venir al cabo de unas semanas a inaugurar las obras y urgía el trabajo y ya lo había entorpecido él mas que suficiente, dijeron.

-Traen un papel del Juzgado.

Miró entonces para los cuatro guardias civiles que se habían quedado a la zaga. Conocía a uno de ellos. Habían bebido juntos, cuando lo de San Roque, y habían reído, y siempre le pareció un hombre entero. Y ahora estaba allí, como si no se hubieran visto en la vida, con el fusil golpeándole el costado.

Andrea y los hijos terminaban ya de recoger las cosas, aún sin acercar qué era lo que realmente estaba sucediendo.   -134-   Bueno, había que marcharse en seguida. Eso era todo.

Entre tanto, las brigadas de obreros invadían la loma y los sembrados, y las gigantescas máquinas se aproximaban haciendo retumbar la tierra. No, ya nada podía hacer. Echó una ojeada a aquellos hombres, de apariencia pulcra y correcta, y tuvo la intuición de que su odio no era tan personal como se le había figurado. Y en aquel punto sí que cobró plena conciencia de por qué las cosas andaban como andaban.

Por último, subió al carro, donde ya se habían acomodado Andrea y los chiquillos, y azuzó al macho. Erguido, bien firme y con las riendas fuertemente empuñadas, no quiso mirar hacia atrás ni por un instante.

-¿Te has fijado? -preguntó de pronto uno de los ingenieros, cuando el carro pasó frente a ellos. Y sin esperar respuesta, agregó-: ¡Ocho hijos! Te digo que, en el fondo, soy un maltusiano convencido. ¡Qué gente! No sabe otra cosa más que hacer hijos y luego se queja de que no tiene con qué darles de comer.

Luego dio media vuelta y se dirigió hacia el «Mercedes» negro que esperaba.



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Torre de Babel, octavo izquierda

Pues la última vez ya andaba ese tal Ciro en pie de guerra, según hago memoria. Pero, claro, por aquel tiempo yo tan sólo vivía pendiente del asunto del apartamento, de modo que apenas si prestaba atención a las noticias radiadas ni a los periódicos. Por otra parte, ese tal Ciro no parecía tan desalmado como dicen, y, en definitiva, los movimientos de sus gentes de armas no iban más allá de pequeñas escaramuzas a lo largo de la frontera. Así que entre una y otra cosa (los muebles, el aire acondicionado, los electrodomésticos, etc.) aquellas luchas se me antojaban poco menos que un juego de niños. Y -ya ves- fue por eso precisamente por lo que nunca se me ocurrió pensar que detrás de tantos y cuántos incidentes nocturnos, de tantas y cuántas masacres en las aldeas de junto al río, en fin, de tantos y cuántos alzamientos de las tribus montaraces, anduviera el petróleo. ¡Qué cosas! Hubiera jurado -te digo- que en el fondo de las tales querellas no habían sido motivaciones religiosas o ciertas diferencias étnicas. Y lo hubiera seguido jurando -en tanto conseguía que me instalaran el contador de la luz- de no haber mediado míster Woody, que, como bien conoces, es doctor en Ciencias económicas, profesor universitario y presidente del consejo de administración de la «Universal Oil   -136-   Co.». Pues bien, insisto: míster Woody me abrió los ojos, exactamente hasta donde podía y debía abrírmelos. Y así fue cómo, poco después, pude percatarme ya de cómo las lanchas rápidas, de bandera casi sideral, patrullaban Éufrates abajo, Éufrates arriba.

Y -te repito- que volvía entonces en el viejo «Opel», porque me era muy necesario -vital más que necesario- reconstruir cuanto sucedió o cuanto podía suceder de un momento a otro, y volví otras veces -bien lo sabes, bien lo sabemos- con el mismo objeto, sin que me fuera posible -en todos aquellos repetidos viajes- establecer una relación coherente cronológica o jerárquica de los acontecimientos que, por fin, provocaron el caos.

Ya sabes demasiado bien a lo que me refiero. Y aunque nunca logré encontrarte, por alguna razón ignorada, hasta ahora y quién me dice que no hasta mañana o hasta jamás, la verdad es que siempre regresaba con el deseo de advertir acaso el solo y tenue perfume de tu cuerpo en la gran alfombra de pelo azul turquesa, donde debíamos -debemos, deberemos- hacer el amor cada tarde, en las largas, en las flatulentas tardes del verano babilónico.

Y de nuevo tiento el acelerador del viejo «Opel», aunque me consta que nada voy a conseguir. Lo sé. Lo sabemos todos. Y, sin embargo, humea el radiador, por la llanura de Sennaar, hasta el «road-hause», donde -hace ya mucho conocimos al señor Noé, ahora -según se comenta- primer lord del Almirantazgo. Entonces sí que debimos -debemos, deberemos, etc.- hacer el amor, como una pareja más, bajo tu hermoso paraguas de flores pálidas, de crisantemos. Pero, entre tanto, mientras te escribo, quiero decir, me detengo frente al «road-hause», para que el «Opel» se enfríe al cobijo del confortable reparo de mimbres, y bebo cerveza, y me entran las voces amables y vacías -vacías, compréndelo bien de una vez- de «Los Platers» o quizá de alguien que nada tiene que ver con «Los Platers», a 45 r. p. m., y me -las cosas han pasado y van a pasar muy aprisa- escuece la ausencia de ese amor que ya deberíamos haber hecho- y debemos y deberemos y etcétera- sobre la gran alfombra de pelo cárdeno, como el crepúsculo monumental de Babilonia.

  -137-  

Es difícil manipular no sé qué ordenadores, para los que apenas si tengo más dato que una frustración. Y, aún más, desde aquí -estoy empinado sobre una colina- se me figura alucinante el espectáculo de nuestra torre de Babel- en régimen de comunidad (?)-, con el cuello estirado mucho más allá de las nubes (cirros, nimbos, estratos, cúmulos, pero perdona, perdona, estoy tratando de comenzar por algún sitio), y chispeante -e1 cuello de la torre- con los luminosos de la «Coca-Cola» o de la «Shell» o de qué sé yo. Miles, míralos desde mis hombros, de palabras que huelen a grasa industrial, a aminoácidos, a hidratos de carbono, a sudor ajeno o enajenado, y que burbujean -e1 sudor no, el sudor se evapora, se dispersa, se disimula- por encima del modesto Zodiaco de los astrólogos caldeos, a quienes ahora -o mañana o nunca verás ejerciendo oficio de conserjes y afeitados decentemente, o bien disfrazados de echadores de cartas, porque aún la profesión les tira, aunque no dé para mucho.

Pero no importa, se trata de empezar, de recordar juntos, de no dispersarnos por las playas de moda o por las galerías interminables, donde las voces se multiplican en cientos de ecos, de resonancias, por las bóvedas, por las cúpulas, por los mausoleos. Ven ya, por favor. Te necesito, para empezar en ti, desde ti, desde un amor que debimos -debemos, deberemos, etc.- rendir sobre la gran alfombra de color verde de botella verde de vino rojo. Ven y trataremos de llamar, no Joe, sino amigo, a Shamassaritsan, el más joven de entre los sacerdotes de Belo, aquel a quien los relumbres de la «Coca-Cola» (también me consta que padece astigmatismo y miopía) le han birlado la imagen de la hermosa, perniabierta y recatada Venus, la que lubrica singulares conjunciones planetarias y para hijos acéfalos y propicios a la plusvalía. Pero, perdona de nuevo, ¿de qué estábamos hablando? ¿De qué hablamos aquella vez, hace ya no sé cuanto? ¿De qué hablaremos mañana, si es que acaso aún mañana tenemos la palabra siquiera? Volvamos a empezar, ¿te parece? Urgamos un principio, cualquiera que sea. Convengámoslo. Asámonos a él y tratemos de buscar un acoplamiento sobre la voz, sobre la gran alfombra de pelo de camello. Dime, ¿te parece? ¡Pero dímelo ya, de una vez para siempre! Por favor, por favor, por favor.

  -138-  

Regresaba entonces como regreso ahora y como regresaré mañana -recuérdamelo-, para buscarte y buscarme, para consumir y consumirnos, aquí, en tanto nos amamos, y Shamassaritsan a Joe, se desgañita entre las explosiones del motor del «Opel», y con él se desgañitan sus hermanos de claustro y todo el cuerpo oficial de astrólogos, y plañen por el sacrílego desahucio, mientras voy hacia ti y atisbo cómo se desploma el templo de Belo desde el ático, y gimen los pobres, en tanto los técnicos devoradores de chicle rastrean -ya bien instalados en lo más alto- satélites artificiales o no, cosas, en fin, que duelen a veces, y que arrancan atiplados lamentos en los corazones de los sacerdotes tan venerables -pero yo, te lo juro, ya te buscaba-, vendedores ambulantes de horóscopos, de cajetillas de rubio, de alucinógenos de menta, fresa y limón (sólo para niños mayores de un minuto de embarazo); pero te repito que iré hacia ti y cerraré los ojos y procuraré no hacerme ilusiones tontas, si es que tan sólo arrebato de un golpe todo el tenue perfume de tu cuerpo derramado por sobre la gran alfombra de pelo de color de vidrio de frasco de ámbar de alcohol de vino de uva de cepa de Borgoña.

Pero no llueve. No llueve como entonces. Aún no es mañana; pienso porque no llueve y todo esto aún no existe, y leo cartesianamente sobre el cerebro cartesiano de Descartes -mi viejo amigo- pensamientos que pienso al revés, o de lado simplemente, escritos en su calavera a plumazo limpio, y a pesar de mis esfuerzos continúa sin llover y la llanura de Sannaar es casi una tea y no llueve, y sir Noé echa betún sobre la olorosa madera de ciprés, pero no llueve, como ayer y como ahora ha de llover, y así es nuestro recuerdo y así nuestra consigna, mal que le pese al servicio de meteorología democratacristiano. Pero entonces llovía -va a llover, llueve, ¡llueve!-, y de pronto me viene a la memoria (¡Aleluya, lluvia!) que fue por aquel tiempo -no sé, no sé cuánto- cuando supe la muerte de Nitocris por el llano en plena ebullición, casi de autoclave esterilizadora -con perdón-; descendiente Nitocris por vía materna, Nitocris, de Nemrod, fabricante. Nitocris, de reyes al por mayor, Nitocris, había muerto   -139-   -me refiero a Nitocris, por si acaso lo hubieras olvidado mañana, a Nitocris quiero decir- de muerte abdominal durante un concierto de música «pop», que así es como mueren las reinas bien nacidas, que se celebraba -el concierto «pop» «pop»- en New Washington, antiguo Nínive, estado de Asiriawoming, entrando a mano derecha del Pacífico o a la diestra por el Mediterráneo. En fin, eso fue lo que escribió un columnista de ecos mundanos apellidado Alfonso Décimo el Sabio, cruz de placa de..., refiriéndose a Nitocris, cuanto ya estaba para descerrajar a luz un nuevo presidente de esos tan rubios y altos que dicen «Pace Paz Pax Pax Pax», y que también navegan inmaculados y esbeltos por los estanques; pero corría hacia ti por aquel tiempo, y los decibelios de napalm caían dulcemente (¡Aleluya, lluvia, maná!) sobre todos los puros de poros, y yo, muy sosegado, y como si nada de cuanto iba a suceder fuera conmigo, llegué a la torre, cogí el ascensor, llegué a nuestro apartamento -no habían instalado aún el contador de la luz, ni el del agua, ni el de nada- y me lancé sobre la alfombra grande, grande, de pelo de perro de color de endrina del Tíbet y olí. Olí muy fuerte, como nunca ha olido nadie en el mundo.

Cuando vinieron nuestros vecinos lapones de visita, apenas si pude obsequiarles con media cabeza de ajos, pero ellos debieron comprender mi excitación y se pusieron a ladrar cordialmente y a pastar sus renos sobre la inmensa alfombra de pelo de oso del Polo y a comer arenques muy podridos, pero nada me pudieron sacar -aunque te confieso en la mayor intimidad que por unos instantes estuve a punto de ladrar en su misma longitud de onda-. Luego se fueron con sus ajos y sus renos y sus arenques y yo salí, bajé en el ascensor, cogí el «Opel» y me fui a toda prisa, para volver de nuevo y buscarte en la alfombra, y sólo encontré no ya tu perfume, ni tan siquiera el de los arenques, sino estiércol de reno, que con los años había fecundado un extraño pelo, como de hongo previsor.

Te buscaba, te he de buscar, te busco, pero ya no sé qué hacer, no sé por dónde iniciar la búsqueda ni nada me divierte, ni tampoco me interesa el estudio de la moderna   -140-   prosa cuneiforme del joven Truman, trujamán trajinante, e incluso se me da muy poco que gane ese tal Ciro o el Hexágono o el «trust» petrolero, se me da muy poco, muy poco, poco, po, p. Al cabo, pienso, cuando cierro los ojos y cuando los abro al rosicler, a la densa alizarina de los soles babilónicos, al azófar de la noche de la cola, cuando los cierro y cuando los abro, o cuando ni los cierro ni los abro -ciego de mí, ciegos visionarios cada madrugada -al pertinaz insomnio o al terrible dolor de muelas, pienso, pues, digo, como estoy diciendo quiero decir, que habrán de inhumarme como a los viejos caldeos de rizadas barbas y mitras en el vientre oscuro y fresco de una lavadora superautomática.

Voy hacia ti, te busco, te busco. Y qué rápido se me ha venido el día, el siglo, desde aquellos remotos orígenes -¿recuerdas?- de árboles frutales casi intactos a esta llanura de la voz degradada, y quiero hablar y buscarte, aun sabiéndolo, en medio de un coro de catres los vecinos de enfrente- que me soban y ríen sus risas oxhídricas, sus ojos irisados de pipermín frapé, mientras, enloquecidos ya -ahora todo gira, de pronto- los lapones aúllan, en tanto se cuecen y brinca en sus pupilas una hermosa e inasible teoría de glaciares, de renos galopando por el espinazo de la aurora boreal y, en el caos, Shamassariteen el bueno, masca goma de mascar hasta que le revientan los alientos de clorofila y grita la presencia de novísimos astros en peligrosa conjunción cuando ya los alanos del radar le huellan los talones.

Pero si aún te encuentro, si aún nos encontramos y hacemos el amor sobre la gran, sobre la vasta alfombra de pelo verde de zafiro de esperanza, podremos salvarnos. Vuelve, por favor. Te busco, te buscaré siempre en el tremendo fragor de las mesnadas de ese tal Ciro, que cruza el Éufrates con las lanchas rápidas hasta las rodillas, y de las antiestrofas de los pistoleros, que se saben de carretilla la artesanía del átomo de cobalto y aun las Soddy, y mientras te buscaba, mientras mañana te busqué, todo va a desplomarse ya, ya todo se desploma, ya todo se viene abajo, y escucho gritos, y la tierra se abre, y todo se tambalea en esta gran ceremonia de la confusión, y todavía   -141-   esperanzado me echo de bruces sobre la alfombra, te busco en ella, el recuerdo de otro tiempo que pudo ser de otra forma; tu recuerdo lo busco como siempre he de buscarlo, y a poco volverá a suceder todo esto que está sucediendo, y entonces, como ahora, la torre concluirá por precipitarse sobre nuestras cabezas, no tan inocentes como pensamos.



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Me llamo, v. gr.: Heráclito

Me llamo Heráclito, pongamos por ejemplo, aunque tampoco importa mucho. Sucede que cada mañana, desde no recuerdo cuándo, vengo aquí, donde ahora, y me siento donde ahora estoy sentado, en tanto medito -por más que meditar no es mi oficio y mantengo el oído alerta, en verdad, y los ojos. Digo los ojos, y lo repito para que no haya dudas: los ojos. Ya está- y los observo fijamente, y ellos lo saben y fingen no verme y pasan de largo, mientras ríen con sus risas huertanas -casi obligadas por mi obstinación-, quiero decir, casi de tierra -sus risas-, casi de yermo -sus risas, como voy rumiando-, sus risas quiero decir, en fin, que más que risas me parecen rumor de aguas improbables -se entiende, ¿no?-, de aguas suplicadas a solas o en públicas rogativas (don Fabián o don cura se hurga los dientes) -lo he visto así de continuo- y alza su miopía hacia arriba, y a quién va a engañar, pregunto yo, si no se le alcanza el extremo cárdeno de su misma nariz). Insisto en que ni me miran, y hablan de sus cosas, y se esfuerzan en ignorar mi hambre, y eso que se la escupo a cada quien todos los días, como ahora, estando aquí sentado, bajo el olmo si el sol pega, acaso al sol si sopla la tramontana.

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De tarde, alguien -forastero quizá, o quizá aún no demasiado encogido- se me acerca y me sacude una palmada en los hombros. «¿Y qué tal, abuelo?», pregunta. O «¿Cómo andan sus asuntos?», pero siempre por lo bajo y así como recelando de su propia hombría. Lo miro entonces y sé que mi mirada se diluye pronto y se queda suspendida brevemente en la enramada o en la cal nueva del almacén de los piensos.

Pues, sin duda, el amo debió de ponerse malo cuando se lo dije, estando, como aseguran que está, tocado del hígado. Pero eran muchos hombres aquellos y venían de todas partes, con el sudor agarrado al pellejo y el pellejo curtido y en exceso para tan magros como se llegaban. Y resulta que sólo había lugar para los menos, y el amo me mandó que contratara a mitad de jornal, porque era mal año y porque ellos iban a faenar por lo que fuera, ¡y qué remedio! El viejo sonrió, mirándome ladinamente, y se me puso, casi de golpe, a hervirme el cuerpo y ya no me pude contener. De modo que se lo dije a gritos, porque me pareció demasiado y aún -digan lo que digan- me lo sigue pareciendo. «Las cosas son como son y no hay que darle vueltas.» Pero conozco que no es así, y miro al río, y sé que no podría ahogarme dos veces en las mismas aguas por más que a alguien se lo pareciere, y sé también que todo se mueve y se renueva como el río. Eso, cuando menos, es lo que debe de ser, es lo que a mí se me figura, personalmente hablando.

Después el amo argüía: «Yo no puedo arreglar el mundo de un plumazo. Si no hay nada que faenar, no es asunto mío. De modo que alguien tiene que cruzarse de brazos y apretarse el cinturón.» El amo liaba un cigarro y, de repente, vociferaba: «¿Y cuando la crecida, eh? ¿quién pierde cuando viene la crecida?... Vamos, contesta, contesta...» Pero yo no contestaba. «Pues pierde un servidor, para que sepas. ¡Un servidor!, ¿me oyes?... ¿Y sabes lo que hacen ellos? Se ríen a mis espaldas. Sí, lo sé, lo sé muy bien.» El amo terminaba poniéndose lívido, de una lividez sucia, casi repulsiva.

De cualquier forma, seguía plantado frente a él -frente al amo- sin dejarme impresionar por sus gritos. «Anda,   -144-   vete. Vete ya a lo tuyo», concluyó aquel día. Fue entonces cuando, de una vez, le dije que no, que no podía hacer aquello, mal que le pesara. Y se lo repetí, hasta que saltó y dio un par de tremendos manotazos al aire denso y como florecido de moscardas, y se puso amarillo -más que nunca-, y apenas si logró balbucir no recuerdo qué amenazas.

No, ya ni siquiera hago memoria de cuál fue aquel día, ni me importa demasiado. Pero desde entonces voy de un lado para otro y no hay quien se atreva a darme cobijo, ni aun en el granero ni en la mista, y aun mucho menos puesto de guarda en la longa o qué sé yo. Porque nadie quiere verme, ni el amo se lo consentiría, y hasta juró que había pretendido robarle sus tierras y tuve que irme por los caminos, para volver más tarde, porque allí quedaban, a pesar de todo, mis gentes y mis asuntos. Y cuando volví, supe también que el joven de la corbata había contado a todos la clase de tipo que era yo, y de cómo siendo capataz había atentado contra las propiedades ajenas. Todo eso dicen que decía, más o menos, el joven de la corbata. Y luego llegó don Fabián o don cura y se encaramó al púlpito, manoseando, entre tanto, el libro aquel tan enigmático, y barbotó algo sobre Satanás -y se santiguó-, barbotó también algo sobre mis no sé cuántos pecados y se santiguó-, murmuró, finalmente, acerca de ciertas abundantes cosechas, en algún lugar que nadie de la aldea sabía muy bien por donde quedaba, y volvió a santiguarse, por tercera vez, aunque, eso sí, con mucha unción, según se comenta.

Regresé, como voy diciendo, pese a todo y me senté donde ahora estoy sentado y aguardé como ahora aguardo y los miré como los miro cada día, desde entonces, escupiéndoles mi hambre y mi desprecio. Hasta que, no hace mucho, hablaron de cómo me había ido, por último, con el recial, de cómo se había descubierto mi alpargata en el fango de la margen izquierda, al lado mismo de una oveja hinchada por las aguas, de cómo era mi gorra que no la alpargata lo que, en realidad, se había encontrado y junto -no a una oveja- sino al capón del amo. Hablaron y hablaron, en fin, disparatadamente, en tanto yo permanecí   -145-   allí, como ahora permanezco, mirándolos y aniquilándoles sus frágiles engaños.

Pero conozco que ha de llegar un hombre, con los ojos ardientes y altos -y ese hombre ha llegado ya, lo presiento- y conozco también qué dirá cuanto me bulle y rebulle por todo el cuerpo, tal como yo hubiera deseado decirlo. Mientras, aguardo aquí, sentado como estoy bajo el olmo si el sol pega o al sol si sopla la tramontana, y miro a las gentes y sé cómo ocultan sus miradas, decididamente avergonzadas.



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Historia antigua

Yo he nacido en una cárcel o en penal, no sé cuál es la diferencia exactamente. Aunque, de cualquier modo, la cosa carece de importancia. Bueno, quiero decir que todos los muchachos de mi edad han nacido en iguales condiciones.

Es una vieja historia, ya casi olvidada. Resulta que un buen día, de no recuerdo qué año, murió por envenenamiento el señor de esta villa, mientras en los jardines de su castillo se celebraba una gran fiesta, a la que, precisamente, habían sido invitados todos los habitantes del lugar.

Cuando el físico dio a conocer la noticia, los villanos se entristecieron de verdad, porque, dentro de lo que cabía, y según dicen, el anciano señor era bastante considerado, al punto de cobrar tan sólo la mitad de los impuestos y de no exigir ciertos derechos muy al uso y nada desagradables. Claro que, como los maliciosos insinúan, es muy posible que la renuncia a tales derechos fuera más bien a causa de su chochez que de su nobleza. Pero, fuera como fuese, aquel aciago día cada cual marchó a su casa con el corazón apretujado en un puño.

Al otro día, y no bien hubo amanecido, la pequeña y tranquila villa fue ocupada por la guardia real, que llegó   -147-   con mucho aparato de hombres y armamento. En pocos minutos reunieron en la plaza mayor a todos los villanos. Entonces se adelantó de entre la tropa un arrogante teniente y, después de hacer cabriolas con su montura, les conminó a entregar al asesino en el acto, ya que de otra manera se vería obligado a tomar serias represalias.

En un principio nadie se atrevió a hablar, pero de pronto quisieron hacerlo todos al mismo tiempo, y sólo lograron levantar un rumor infinito. El capitán apercibió a sus hombres, que desenfundaron automáticamente los sables. Los humildes lugareños se sobrecogieron de espanto y se apretaron unos contra otros en el más respetuoso silencio. Fue entonces cuando de aquella masa salió mi padre a parlamentar con el coronel, no porque fuera un héroe, sino porque era honrado y trabajador.

Manteniendo siempre una distancia prudencial, le dijo que ninguno de los allí reunidos había dado muerte al señor, porque todos se encontraban juntos, como ahora, y que, por tanto, cada uno de ellos podía certificar la presencia del otro en el momento de cometerse el crimen. Pero el general se puso rojo de rabia y empezó a decir barbaridades. Por último, cuando se hubo calmado, gritó que en nombre de alguien muy importante -aunque ninguno de los del pueblo recordaba de quién se trataba los condenaba a prisión el resto de sus vidas. Mas como quiera que los calabozos del castillo eran insuficientes para contener a los no sé cuántos miles trescientos y pico habitantes de la villa, ordenó cercarla con unas grandes murallas, sin puertas ni ventanas, que se alzaran hasta poco menos de la luna.

Durante años y más años, centenares de obreros, bajo la dirección de los más sabios maestros de aquel tiempo, trabajaron incansablemente en la gigantesca construcción. Finalmente, cuando la obra estuvo concluida, los condenados se sintieron aislados de todo lo demás, pero mucho más felices y tranquilos que nunca. Como eran muy laboriosos, en poco tiempo florecieron la agricultura, el comercio y la industria de tal manera, que la villa se enriqueció notablemente y sus gentes gozaron de una maravillosa paz.

  -148-  

Yo nacía a los diez años de cautiverio. Me he criado aquí y estoy muy satisfecho. Trabajo en la herrería de mi padre y ya casi domino el oficio. En un principio no podía dejar de estremecerme cada vez que divisaba las murallas, pero mi padre me convenció de que no hacían más que preservarnos de ambiciones y de pestes.

Y así debe ser, en efecto. Lo digo porque, no hace mucho, nos llegó una paloma con un mensaje atado a su bonita pata. En él se nos anunciaba que éramos totalmente libres, ya que el anciano señor, cuya muerte se nos atribuía, se había suicidado realmente. Casi al término del escrito se nos ordenaba que colaborásemos desde adentro a derribar la gigantesca muralla.

Durante algunas horas el consejo permaneció entregado a sus deliberaciones. Por último, llegaron a la conclusión de que se nos trataba de hacer caer en una trampa. Así que decidieron poner contrafuertes a lo largo de los muros, y la vida en nuestra ciudad continuó como hasta entonces.

Pero no transcurrieron más de dos meses sin que nos llegase otro mensaje con el mismo o muy parecido tono, y firmado, como el anterior, por el general de la tropa que nos apresó.

Sucesivamente, se recibieron otros muchos. En todos se nos decía que nuestra obligación de hombres libres era cooperar con la guardia real a defender la ciudad de las incursiones de los bárbaros. Por último, la orden se trocó en súplica. Los notables de afuera habían agotado sus provisiones de trigo y de carne, no tenían con qué cubrirse y sus palacios se desmoronaban. Aún así, el consejo estimó que todo aquello formaba parte de una treta, y que lo único que pretendían los del otro lado no era más que saquear nuestra ciudad. De cualquier modo, y por si acaso hubiere algo de cierto en cuanto decían, se les envió toda clase de simientes para que las sembraran y cultivaran como es menester.

Poco más tarde dejaron de recibirse mensajes, pero fue entonces cuando comenzaron los misteriosos ruidos de junto al muro.

Por eso afirmaba en un principio que no me importa   -149-   en absoluto haber nacido aquí. No es más que una vieja historia, ya casi olvidada. Lo que nos preocupa ahora realmente son esos endiablados ruidos, que crecen de día en día. Con frecuencia la ciudad se tambalea, y tengo la impresión de que las infinitas murallas van a desplomarse sobre nosotros de un momento a otro.



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Un viaje largo y esperanzador

Poco antes de las doce llegó al China Doll. La sala estaba casi a oscuras y el pianista no hacía sino bostezar, mientras tocaba una música tristona y leve.

-Un coñac con hielo -pidió.

El barman le sirvió mecánicamente, sin tan siquiera mirarlo.

-¿Cuánto es? -preguntó con voz desinflada.

-Veinticinco pesetas.

-¿Veinticinco pesetas?

-Veinticinco pesetas, señor.

Pagó y se volvió hacia la pista. Bajo el gran poliedro de cristal, algunas parejas permanecían estrechamente unidas, casi sin moverse. Así van las cosas como van, pensó.

Ya eran las doce y diez, de modo que Gonzalo no tardaría mucho en llegar. Apuró el coñac y pidió otro. Resultaba excesivamente caro, pero no sabía qué hacer allí, frente a la hermosa barra, entre todas aquel las gentes distinguidas y melancólicas. De cualquiera manera, se encontraba cohibido en aquel ambiente, molesto, nervioso, y sin acertar en ningún momento con la actitud adecuada.

-¿No habrá visto usted a Gonzalo, eh? -preguntó de pronto.

  -151-  

Pero el barman continuó limpiando algunos vasos, y tuvo que repetir la pregunta con decisión.

-Por favor, ¿ha visto a Gonzalo?

El barman levantó la cabeza y pareció mirarlo, pero sin detenerse en su faena.

-¿A Gonzalo...? ¿A qué Gonzalo?

Iba a replicar, pero se contuvo. No recordaba, por cierto, el apellido de su amigo. Claro que no resultaba difícil identificarlo. Así es que agregó:

-A Gonzalo; ese que le falta un dedo en la mano izquierda.

El barman sonrió imperceptiblemente, se acodó en la barra y lo miró casi con descaro.

-¿Un dedo, no...? ¿Ha dicho que le falta un dedo? Hizo un gesto afirmativo, ya más nervioso que nunca, y dio un trago.

-¿Y qué dedo le falta, señor?

Estuvo a punto de atragantarse. ¡Qué diablos importaba el dedo que fuera!

-Lo lamento, pero no puedo ayudarle. Con tan pocos detalles... -dejó de sonreír y volvió al trabajo. ¡Imbécil! Aquel tipo había querido burlarse de él. Pero demasiado bien sabía que Gonzalo era sobradamente conocido por allí. Lo decía en su nota. Sacó el arrugado papel de su bolsillo y lo leyó de nuevo: «A las doce, en el China Doll. Pregunta por mí en cuanto llegues. Gonzalo.» La cosa no podía estar más clara. De modo que si aquel tipo tenía ganas de broma, no iba a ser él quien se las quitase. Pidió otro coñac y dijo con aire festivo: -El gordo, ¿sabe usted? Ese es el dedo que le falta. El barman se quedó un tanto perplejo. Luego se aproximó y le susurró casi al oído:

-¿De veras quiere usted otro coñac, señor?

Bebió con rabia mal contenida. Aquel imbécil comenzaba ya a cargarle con sus insolencias.

De pronto, el pianista pareció despertar. Un ritmo acelerado y pegadizo hizo que las parejas abandonaran su languidez y se precipitaran en un torbellino frenético y altamente estimulante. Bebió otra vez. Todo iba bien. Sólo eran las doce y media, y Gonzalo ya no podía tardar mucho.   -152-   Fue entonces cuando se acercó la muchacha. Olía a menta silvestre, estaba seguro.

-¿Me invitas? -dijo.

Olía también a arcilla, pero tenía que renunciar. Todo estaba dispuesto para el gran viaje y sólo faltaban ocho horas. Ocho horas. Después la mar y una vida recién cortada y bien envuelta en papel de plata. No. A pesar de todo, tenía que renunciar.

-Lo siento -dijo, sin saber exactamente qué era lo que decía-. Es que aguardo a Gonzalo, ¿comprende? Y ya después de que la muchacha se hubo ido, advirtió cómo la sangre se precipitaba estúpidamente en sus mejillas. Por supuesto, nunca aprendería a comportarse en aquel mundo tan extraño como inaccesible.

Anduvo hasta un ventanal y atisbó por entre las pesadas cortinas; sobre las montañas brincaba la llama oxhídrica de la tormenta. Las primeras gotas salpicaron los cristales y los lujosos automóviles aparcados en la explanada que se abría frente al China Doll.

Mañana todo esto me parecerá un sueño, se dijo. Volvió al cobijo de la barra y pidió un cuarto coñac. Le temblaban algo las piernas y no disponía de mucho dinero, pero era su última noche, ¡qué diantre!

Por entonces llegó aquel tipo gigantesco y de pelo color zanahoria, a quien el barman llamó señor Brawnny. El señor Brawnny tomó asiento junto a él en el mostrador, y dijo con acento extranjero y gangoso que le sirvieran lo de costumbre. El barman le puso delante un vaso alto y lleno de hielo, en el que vertió una considerable cantidad de whisky.

En un principio, aquel tipo se limitó a beber tranquilamente. Pero poco después, y sin mediar palabra alguna, lo invitó a una copa, mientras le ceñía los hombros con uno de sus poderosos brazos.

Trató de excusarse, pero el señor Brawnny dijo que no entendía e insistió en la invitación. Finalmente -y sin necesidad de que él se decidiera-, el extranjero hizo una seña y el barman le sirvió otro whisky. Nunca había probado aquello, pero bajo la mirada irónica del barman, lo tomó casi de un solo trago. Tenía un sabor desagradable   -153-   -a naftalina, quizá-, aunque ya le era indiferente. «¡Olé!», gritó el señor Brawnny cuando lo hubo terminado, y le dio un codazo en las costillas, mientras reía muy divertido.

Miró el reloj: pasaban algunos minutos de la una. Era, pues, necesario hacer algo. Tal vez Gonzalo anduviera por allí cerca con alguna chica por entre la penumbra de la sala. Fue a levantarse, pero el gigante lo alzó por un hombro y volvió a dejarlo en el taburete. Su vaso estaba lleno de nuevo y el señor Brawnny lo miraba con una amplia sonrisa.

-Necesito encontrar a Gonzalo, ¿entiende usted? -balbució.

Pero era inútil. De manera que volvió a tomar de aquello, ya sin importarle en absoluto el sabor a naftalina o a lo que fuere. Quiso entonces ponerse en pie, pero perdió el equilibrio y tuvo que agarrase al extranjero. Estaba más borracho de lo que él mismo había creído. Bueno, disponía de dos semanas para dormir tranquilamente la borrachera.

De repente empezó a reír y miró al señor Brawnny con abierta simpatía. En realidad, no tenía por qué disgustarse. Era un hombre feliz. Le esperaba un largo viaje y una vida llena de promesas. Sí, todo iba bien. Por eso había estado ahorrando durante meses y meses. De modo que un poco de alcohol o un simple retraso de Gonzalo no podía causarle ningún serio contratiempo. Además, aún era muy temprano. Incluso podía estar bebiendo, si le daba la gana, hasta un par de horas antes de salir el barco. Una vez Gonzalo le hubiera dado todos aquellos dichosos papelotes y el pasaje, no tenía más que acercarse a la pensión, recoger sus maletas y bajar al muelle en el mismo taxi.

Del piano brotaba ahora un ritmo conocido y antiguo. Miró hacia la pista y vio al señor Brawnny bailando con la misma chica que poco antes se le había insinuado.

Bailaban a saltitos. Era muy divertido verlos. En particular al señor Brawnny. El señor Brawnny parecía mismamente un oso, uno de ésos osos bobalicones que los húngaros llevan de pueblo en pueblo. Sí, el señor Brawnny   -154-   era un oso que iba a pagar su tercer whisky. Tercer whisky. No estaba mal aquello. Y ya había desaparecido definitivamente el sabor de naftalina. Entornó los ojos. Aquel poliedro de cristal, con su luz incolora, le producía vértigo.

No se dio cuenta de que estaba medio dormido hasta que el señor Brawnny, siempre muy sonriente, por supuesto, lo zarandeó una y otra vez. Cuando consiguió abrir los ojos, el China Doll se encontraba casi vacío.

-¿Y Gonzalo...? ¿Ha venido ya Gonzalo?

El barman soltó una palabrota y se fue hacia el otro extremo de la barra moviendo la cabeza.

Entre el señor Brawnny y la muchacha lo arrastraron hacia la puerta. Sintió náuseas y contuvo el vómito a duras penas. Pero era necesario aguardar hasta el último instante. Trató de zafarse, pero no logró más que escurrirse y dar de costado en el suelo, como si fuera un pelele. Tuvo que ponerlo en pie un camarero, en tanto el gigantón y su amiga se reían a carcajadas.

-Tengo que esperar a Gonzalo... ¿Me oyen...? Es necesario...

Pero resultaba inútil. Apenas si podía hablar y nadie se preocupaba de lo que decía. Por último, hizo un esfuerzo desesperado.

-Por favor..., yo..., mañana... ¡Por favor!... -sollozó entre ronquidos.

Debían de estar ya al aire libre, porque sintió las gruesas gotas del chaparrón patinándole por la frente. Algo aliviado, procuró recobrar la conciencia de cuanto estaba sucediendo, pero era demasiado tarde y ya todo giraba en su cabeza vertiginosamente. A empujones, lo metieron en un coche y se quedó adentro, en la parte posterior, incapaz de no hacer sino lloriquear, en tanto el automóvil arrancaba como una exhalación.

-Gonzalo... Tengo que a Gonzalo... -murmuró poco después.

Alguien lo cogió por el pelo. Abrió los ojos y vio el rostro sonriente -con una sonrisa cruel y despectiva- de la muchacha muy cerca del suyo.

-¿Por qué no cambias el disco, monín?

  -155-  

Antes de perder el conocimiento, percibió, por entre las amables explosiones del motor, la voz del señor Brawnny que canturreaba en un idioma bárbaro.

Cuando volvió en sí, el auto estaba parado. Se incorporó a duras penas y miró a través de la ventanilla: una playa desierta y fantasmal se extendía frente a él. En los asientos delanteros descubrió al señor Brawnny y a la chica estrechamente abrazados. De pronto, ella se desprendió del abrazo y gritó que iba a bañarse. Los vio correr hacia el mar, persiguiéndose entre las risas nerviosas.

Luego se dobló sobre sí mismo y comenzó a vomitar. Cuando se despertó, un cielo frágil y lejano flotaba sobre él. Cerca alborotaban los pájaros. Se levantó, perplejo y todavía aturdido por el alcohol. Estaba solo, en medio de las abruptas colinas. Dio unos pasos, sin salir de su estupor, se llevó las manos a la cabeza y recordó: el China Doll, la muchacha, el extranjero aquel, Gonzalo... ¡Gonzalo! Sólo faltaba un cuarto para las ocho y su barco salía a las ocho. ¡Dios! Echó a correr desesperadamente. Alcanzó la carretera y siguió corriendo. Tras una curva barruntó la ciudad en el fondo del valle, a unos veinte kilómetros y bajo un sol benévolo y reciente.

Tiene que pasar algún coche, es necesario que pase algún coche, se dijo mientras alargaba sus zancadas. Y continuó corriendo, hasta que ya no pudo más y se abalanzó sobre la hierba húmeda aún la cuneta. Durante varios minutos permaneció como había caído, con la cabeza escondida entre los brazos. Finalmente, se puso en pie, y descendió por la suave cuesta hacia la ciudad.



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El lugar más lejano

(Premio Sésamo)


Cuando llegué al Ayuntamiento un guardia me advirtió que no podía ver al señor alcalde, porque había ido a la capital a resolver ciertos asuntos y no regresaría hasta transcurridos varios días. Ni tan siquiera levantó la cabeza; siguió sentado, con la mirada en el periódico. Le pregunté si podía entrevistarme, pero de cualquier modo tenía que aguardar, ya que aún no había llegado. Así que me senté junto a él -junto al guardia- en el banco del zaguán.

Me encontraba cansado del viaje y algo triste, por eso tenía ganas de comenzar mi trabajo. Una vez en la escuela, todo iría mejor. Bostecé disimuladamente y estiré las piernas. Las tenía entumecidas, después de seis horas en aquel desvencijado autobús; ¡y qué seis horas! Cestos y gallinas por todas partes, brincos, tumbos y gritos. Además, el coche había tenido que detenerse en varias ocasiones, porque el agua del radiador se recalentaba y echaba humo como una cafetera. Los campesinos debían de estar acostumbrados a las frecuentes paradas, de manera que las aprovechaban para pasear tranquilamente por la polvorienta carretera. Sin embargo, yo me puse furioso con todo aquello.

Al llegar al pueblo mis compañeros de viaje desaparecieron   -157-   con mucha prisa en el interior de las casuchas diseminadas aquí y allá, entre breñas, árboles y vallados. Hacía un calor sofocante. Estábamos a mediados de septiembre y desde aquellas alturas el sol parecía estar al alcance de la mano.

Era ya mediodía y volví a preguntar al guardia si el señor secretario tardaría aún mucho. Hizo un gesto de incertidumbre y continuó su lectura. No sentía más que el zumbido de los insectos y el repique distante de un yunque. Me levanté y anduve hasta la puerta. Miré hacia afuera y no vi a nadie. No sé por qué se me ocurrió pensar que aquel pueblo era distinto de cuantos conocía. Había algo muy singular en todo, incluso en el aire denso y pegajoso. Claro que quizá no fuera más que una observación algo desenfocada como consecuencia de mi estado de ánimo.

Había transcurrido cerca de una hora cuando llegó el secretario. El municipal se puso trabajosamente en pie, sin soltar el periódico, y murmuró un saludo. Me acerqué a él y sin más preámbulos me presenté. Era un hombrecillo amable y muy nervioso. Me hizo entrar en su despacho y me ofreció una silla. Le dije que iba destinado a la pedanía de Los Tatujos y que deseaba incorporarme inmediatamente.

-Lo comprendo, lo comprendo... -murmuró, sin mucho entusiasmo.

Entonces le pregunté si podía tomar posesión de mi cargo, ya que el señor alcalde estaba ausente.

-Por supuesto que puede -dijo-. Aunque... Bueno, me temo que no voy a serle de mucha utilidad hizo una breve pausa y se encogió de hombros-. El caso es que no sé por dónde cae la pedanía esa que dice usted.

Como quiera que yo mostrase cierta perplejidad, siguió diciéndome que la cosa carecía realmente de importancia, ya que él también era nuevo en aquella comarca y hacía una semana tan sólo estaba allí. Reímos con desgana, sin saber qué hacer. Por fin, el secretario agregó.

-Vaya usted a ver a don Rufo, el maestro del pueblo; quizá él pueda proporcionarle información.

Le di las gracias y salí. El guardia, con muy escasas palabras, me explicó por dónde quedaba la casa de don   -158-   Rufo. Descendí a lo largo de una calle pina y desigual, y me detuve, ya casi al término de la misma, frente a una pequeña huerta. Bajo un peral, un hombre de pelo gris se balanceaba en su mecedora. Empujé la cancela, me aproximé a él y le pregunté si tenía el gusto de hablar con don Rufo.

-Sí -dijo incorporándose-, yo soy don Rufo. ¿En qué puedo servirle?

Para no cansarle demasiado, le expuse muy brevemente el motivo de mi visita. Tenía que alcanzar pronto mi destino, necesitaba ejercer mi magisterio cuanto antes. Estaba seguro de que él comprendería.

Mientras hablaba, don Rufo movió repetidas veces la cabeza en señal de asentimiento. Parecía darme a entender que también él era maestro y que, por tanto, sobraban explicaciones. Cuando hube terminado, me dio unos golpecitos en la pierna.

-Le comprendo a usted muy bien, joven. Aún recuerdo la emoción que sentí cuando me hice cargo de esta escuela -sonrió mientras parecía evocar alguna escena muy significativa-. De eso hace ya casi cuarenta años; ¡figúrese usted!

Por unos instantes, los dos guardamos silencio. Una misteriosa ráfaga de viento agitó la hojarasca que cubría la huerta. Del fondo del valle subió el ladrido de un perro.

-Sin embargo -agregó de pronto-, no consigo recordar ese nombre... ¿Cómo ha dicho que se llama?

-¿Cómo se llama qué cosa?

-El lugar donde va destinado.

-Los Tatujos.

-¿Los Tatujos?... Es curioso, pero después de cuarenta años, no consigo recordar ese nombre -hizo una pausa-. Los Tatujos, ¿eh? Pues nada, que no sé ni por dónde para -espantó algunas moscas de su frente-. De todas formas, no debe extrañarse. Este es un terreno muy accidentado, como habrá podido usted apreciar, y hay muchos caseríos desperdigados por toda la sierra, ¿comprende? -Luego añadió como para sí-: Esta dichosa cabeza...

Le rogué que no se preocupara más del asunto, pero me hizo callar con un rápido gesto.

  -159-  

-¿Los Tatujos?... ¿Ha dicho usted Los Tatujos, verdad?

Repliqué que sí, que había dicho Los Tatujos, un poco harto de aquel juego.

-Verá usted. Es que ahora me parece recordar que ya hubo otro maestro que también me preguntó por ese lugar... o por uno muy semejante. Claro que ha llovido mucho desde entonces.

Pensé que se trataría de mi predecesor en el cargo, y así se lo dije a don Rufo, quien se manifestó de acuerdo. De nuevo le pregunté cómo aquel compañero había lo grado dar con la pedanía.

-Bueno, realmente no puedo asegurarle si dio o no con ella, aunque... Sí, sé de alguien que a buen seguro le ayudará. El tío Candelas conoce al dedillo la región, ¿sabe usted? Se gana la vida vendiendo chucherías y se mete por todas partes.

Me dijo que el tío Candelas estaría en su casa a aquellas horas y que vivía al otro extremo de la calle. Agradecí su interés, le estreché la mano y abandoné la huerta.

El tío Candelas era un individuo bajito, de ojos pequeños y centelleantes. No, no recordaba a ningún maestro que hubiera ido a Los Tatujos. Posiblemente don Rufo estaba en un error.

-Se le va la cabeza al pobre. Es ya demasiado viejo. Desde luego, sabía, poco más o menos, dónde estaba Los Tartujos, aunque jamás había subido hasta allá. -Creo que hay muy poca gente, y, según dicen, son pobres e ignorantes. De manera que, como usted comprenderá, pocos negocios puedo hacer.

Aun así, él podía alquilarme su mula que conocía el camino perfectamente y en pocas horas me llevaría a mi destino. No había más que dejarla ir. Era dócil y resistente. Me encogí de hombros. Si no había otra solución... ¿Otra solución? El tío Candelas rompió a reír muy divertido por la ocurrencia. ¿Acaso creía que estaba en la ciudad? No, hombre. Aquella era una comarca agreste y dejada de la mano de Dios, de forma que no se podía andar uno con remilgos. Así, pues, cerramos el trato. Le pagué   -160-   el alquiler de la mula y me advirtió que tan pronto como alcanzara Los Tatujos la dejara libre, que ya se encargaría ella de regresar. Le aseguré que así lo haría, cargué la maleta y el envoltorio de plástico con los bocadillos que me había preparado mi madre, y emprendí la marcha. Deseaba llegar cuanto antes para echarme en cualquier camastro y dormir veinticuatro horas de un tirón.

Ascendimos por una vereda más bien apacible. Poco a poco, el pueblo se fue quedando muy abajo. Podía barruntar sus tejados, sus chimeneas ahumadas y sus corralizas semiderruidas. En un principio, todo aquello me resultó satisfactorio. Discurríamos junto a pequeños prados por donde zigzagueaban cientos de arroyos, junto a bosques de castaños, junto a sorprendentes paisajes en los que se conjugaban con total armonía los colores más dispares. La mula conocía bien el camino y su paso era uniforme, seguro y melodioso.

Debí de quedarme adormecido, porque cuando desperté, el valle se hallaba sumergido en una claridad rojiza. Miré el reloj: ya eran las seis y cuarto. Así que llevábamos más de tres horas de marcha y todavía faltaba mucho para coronar el formidable macizo. Empecé a ponerme nervioso. Decididamente, el tío Candelas no tenía idea alguna del tiempo. Por otro lado, el panorama que se me ofrecía ahora resultaba sobrecogedor. Ya no había bosques, ni regatos, ni se escuchaba el gorjeo de los pájaros. Caminábamos entre peñascales grises y escarpados, junto a oscuras gargantas y peligrosas simas, junto a inmensos farallones que parecían no tener fin. No se percibía ningún sonido fuera del clop-clop cansino y monótono de mi cabalgadura. Sobre un picacho, -me hizo el efecto de una mano surgiendo de entre las agitadas aguas del océano- planeaba un águila real de gran envergadura.

De pronto volvió aquella vaga sensación de temor. Me reproché mi atrevimiento y traté de reconsiderar, con la mayor serenidad, la coyuntura. Estaba solo, en un paraje inhóspito y desconocido, confiado total y estúpidamente al instinto de una bestia. Me pareció un sueño, una pesadilla más bien. Tentado estuve por unos instantes de regresar al punto de partida. Pero me dije que tal vez mi   -161-   destino estuviese ya más cerca de lo que yo mismo podía suponer. Así que decidí continuar adelante. Me aferré al ronzal y procuré pensar en otras cosas: en Angela, por ejemplo.

La montaña parecía interminable. Se había puesto el sol y la oscuridad trepaba desde lo más hondo del llano. De nuevo consulté el reloj: marcaba las diez y unos minutos. Y, sin embargo, sobre mi cabeza se elevaba hasta el infinito la muralla granítica.

No tenía ningún apetito, pero era necesario tomar un bocado para restaurar mis energías. Comí sin descabalgar, sin detener el paso. No quería diferir, bajo concepto alguno, aquel horrible viaje. Me acomodé lo mejor que pude sobre la grupa y comencé a repasar mentalmente los últimos meses de mi vida: el término de la carrera, las oposiciones, los proyectos para el futuro... Y así fue como caí en un pesado sueño.

No puedo precisar cuántas horas o días permanecí dormido, porque cuando desperté mi reloj se había parado alrededor de las once. Pero tenía las ropas húmedas y un frío insoportable. Nos envolvía la niebla y resultaba imposible ver nada en absoluto más allá de tres palmos. Sin embargo, advertí que íbamos por campo raso. Detuve la mula, salté al suelo, abrí la maleta y me abrigué con una gruesa chaqueta de lana.

Durante no sé cuánto tiempo -mi reloj, como ya he dicho, estaba parado- anduvimos entre la espesa niebla. Por fin, cuando escampó y bajo una tenue claridad lunar, contemplé el vasto páramo que se abría frente a mí. No pude evitar un estremecimiento. ¿Y si la mula se había extraviado, muy a pesar de las predicciones del tío Candelas? Por lo pronto, nada divisaba -ni una luz, ni una parcela de tierra de laboreo, ni el más insignificante vestigio humano- que hiciera sospechar la proximidad de caserío alguno. Me sentí deprimido y con ganas de llorar. Estaba corriendo un peligro inútil por culpa de una desmedida y vanidosa confianza en mí mismo. Me maldije y maldije a la mula. Y al alcalde. Y a don Rufo. Y al tío Candelas. Y a aquel perdido lugar que se alejaba más y más, y que tal vez ni siquiera existiese... Durante el curso de mis   -162-   ideas anonadado por la tan repentina como espantosa duda. Pero, ¿podía ser posible aquello? Es decir, ¿podía ser posible que la aldea no existiera realmente o que hubiera existido en otra época más o menos remota y que ahora tan sólo fuera un recuerdo, un nombre en los polvorientos archivos del Ministerio? Nadie, ni el secretario, ni el maestro, ni el buhonero, me había proporcionado datos concretos sobre la pedanía, sino insinuaciones, cálculos aproximados, chismes... ¡qué sé yo! Pero nada, nada en concreto. Nada en firme. Nada seguro. Y entonces fue cuando aquel temor incipiente y torpe cobró dimensiones, me paralizó la sangre, me oprimió la garganta hasta cortar la respiración.

Se había levantado un viento glacial y su aullido recorría toda la planicie. Aspiré con ansia y traté de recuperar el resuello. Ante todo, era un hombre consciente y no debía precipitarme en conclusiones absurdas. Muy probablemente, mi caballería se había despistado con las brumas, o bien se trataba de un bromazo muy al uso entre aquellos montañeses. Eso era todo, en definitiva. Animado por tales pensamientos, bastante lógicos, en verdad, sentí que se renovaban mis fuerzas y con un débil grito hundí los talones en los hijares de la bestia.

El fuerte viento levantaba nubes de arenisca, que se precipitaban sobre mí con violencia. Me tendí sobre el cuello de la bestia y cerré los ojos. Así anduvimos durante un buen rato. Al incorporarme para echar una ojeada creí vislumbrar un destello, una chispa en medio de las espesas tolvaneras. Pero en vano busqué por entre el caos. ¿Había sido, pues cosa de la imaginación? ¿Se trataba realmente de un relámpago? ¿O es que, por fin, estaba cerca de mi destino?

Dos horas después -quizá fueran tres o trescientas, ¡qué sé yo! Porque, ¿he dicho que mi reloj se había parado? ¿He dicho que el tiempo carecía de módulo? ¿Lo he dicho?- se produjo un hecho singular. Aún hoy, no puedo decidir si tan sólo tuve una alucinación. El caso fue que de entre los espumajos de polvo surgió una fila de jinetes a lomos de pequeños borricos. Cabalgaban en sentido contrario e iban cubiertos hasta lo ojos con mantas y tabardos   -163-   . Me detuve y esperé que ellos hicieran lo mismo. Pero no debieron verme porque pasaron junto a mí sin tan siquiera advertir mi presencia. Volví grupas, me situé al lado del último y puse mi montura al paso de la suya. Le grité repetidas veces si aquella senda conducía efectivamente a Los Tatujos. Pero el viento arreciaba y mis palabras se diluían en su potente aullido. Así que lo cogí por un hombro y lo zarandeé.

Se volvió sin demostrar sorpresa alguna y me miró. Sus ojos eran pequeños y hundidos, como dos ranuras, como dos tajos, y se iluminaron al mirarme con una ligera ironía. Me pareció que movía los labios, pero en aquel momento un nuevo remolino nos separó. Fue inútil que los buscara después que hubo amainado el vendaval. Habían desaparecido tan sorprendentemente como llegaron. Pero de cualquier forma, el encuentro me hizo recobrar ánimos. Era señal evidente de que cerca, muy cerca ya, había un lugar habitado. Si no Los Tatujos, sí una venta, una alquería, algo, en fin, donde pudiera descansar.

Amanecía cuando cesó la tormenta. El sol surgió sin transiciones, y el inmenso pedregal se me ofreció bajo una extraña luz azulenca. Sólo al Norte, pero muy distante, se alzaba una gigantesca cordillera cubierta por las nieves.

Durante todo el día cabalgué si detenerme. Me encontraba febril, y mis miembros estaban atrofiados de tanto dolor. Dormía a intervalos, y pasaba del sueño a la vigilia casi sin darme cuenta. Tan pronto sentía frío como calor. Y cada vez que abría los ojos, la atmósfera había cobrado una tonalidad diferente: del blanco lechoso y glacial de las noches a la opalina y metálica luz de los días. Iba como un sonámbulo persiguiendo una chispa en aquella estepa, un destino inaccesible, un débil rescoldo más allá del horizonte.

Cierta madrugada, al despertar, me sobresaltó la calma que se había hecho en torno. Miré hacia adelante y vi de nuevo la diminuta llama. Esperé que, como en otras ocasiones, desapareciera casi en el acto, pero, contra toda conjetura, permaneció fija. Me froté los ojos, pensando que se trataba de un engaño. Sin embargo, la luz permanecía   -164-   allí, firme y esperanzadora. Estuve a punto de llorar. Por fin, Señor, ¡por fin! Espoleé mi cabalgadura, que emprendió un trote discreto. No dejaba de mirar la luz, temiendo que volviera a extinguirse de un momento a otro. Pero ya estaba muy cerca. A cien metros. A cincuenta metros. Tan sólo a diez metros.

Entonces pude distinguir al hombre que sostenía la lámpara. Era muy viejo y se encontraba junto a un elevado muro desprovisto de puertas y ventanas. No hice demasiado caso de aquella observación. Estaba demasiado alegre, porque la pesadilla había pasado finalmente.

-¿Me esperaba? -le pregunté cuando estuve a su lado.

-Cada noche, desde hace ya muchos.

Quise explicarle todo cuanto me había sucedido, pero el viejo echó a andar y me ordenó que le siguiera. Desmonté, cogí la maleta y di unas palmadas a la mula para que emprendiera el regreso. La vi alejarse con aquel monótono clop-clop que nunca olvidaría, y de repente sentí deseos de correr tras ella, de regresar con ella, de huir de todo aquello. Pero era demasiado tarde. El hombre se había detenido y me aguardaba con la lámpara en alto para alumbrarme el camino.

Me condujo hasta una especie de granero inmenso. No podía distinguir más que el contorno de las cosas, pero olía a moho, a materia en descomposición. Se detuvo frente a una mesa desvencijada y puso la lámpara de aceite sobre ella.

-Hemos llegado -dijo.

Le pregunté qué era aquello, y me respondió que la escuela. Entonces traté de decirle que todavía era muy temprano para empezar las clases y que lo que necesitaba verdaderamente era una cama, un jergón, algo donde dormir y descansar durante algunas horas. Sin embargo, no me permitió concluir.

-Espere, espere -dijo, mientras se alejaba con una sonrisa, que se me antojó burlona, y se perdía en las sombras sin atender a mis ruegos.

Me encogí de hombros con cierta resignación. Decididamente, me encontraba entre gentes hurañas. No había   -165-   más remedio que acostumbrarse a sus cosas si quería cumplir con mi deber. Limpié una polvorienta silla, tomé asiento y descansé brazos y frente sobre la mesa. Así caí en un profundo sueño. Me despertó el repique de cientos de campanas y el rumor creciente de una multitud. La lamparilla se había apagado, pero ya era de día. Miré a mi alrededor: todo estaba roto, amontonado, olvidado. En el suelo, entre los desconchados del cemento, crecía el jaramago. Pero afuera crecía también el rumor, la gritería, el tañido. Era, sin duda, la bienvenida con la que pretendían sorprenderme. Estaba claro. Así que me acerqué a la puerta con una amplia y agradecida sonrisa y en los labios, sonrisa que terminó quebrándose en una mueca amarga, porque frente a mí sólo se extendía la infinita llanura, con su soledad y abandono. Cerca, muy cerca, piafaba inquieta la mula del tío Candelas.



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El paseante

De modo que, digan ahora lo que quieran, nadie debió de advertirlo hasta pasados varios días. Y eso que, poco después, como ya se sabe, habría de sembrar la alarma y aun el pánico entre todos los vecinos de la pequeña república, sin que para entonces, Ciro Adra, prefecto mayor de la seguridad nacional, pudiera hacer otra cosa más que redactar un minucioso y amplio informe acerca de los inusitados acontecimientos que se produjeron en la villa desde que se registró testificalmente la presencia del paseante, quien -a juicio del prefecto- debía ya de andar metido en tan desvergonzados menesteres, con bastante anterioridad a su revelación. Y cuando por último, como se verá, Ciro Adra recibió órdenes concretas al respecto, el paseante había desaparecido y ya nunca jamás volvió a saberse de él.

En el dicho informe se contienen todas las circunstancias y singularidades que concurrieron en tan enigmática historia. Y aunque su estilo es lacónico y casi forense, como corresponde a las graves funciones de un prefecto mayor, se puede muy bien inferir de su detenida lectura, la turbación y hasta el tremendo espasmo que experimentó aquella, hasta entonces, sosegada y laboriosa comunidad. Ciertamente y en su virtud, el paseante fue calificado   -167-   de catástrofe pública, como así consta en actas y crónicas, y de cuyos textos abundan cuantas copias legalizadas se requieran, según.

El informe se inicia precisamente con el descubrimiento de la viuda Ursula Doria; descubrimiento que tuvo lugar la noche del cinco de noviembre de aquel mismo año, y siendo las once horas quince minutos, en el reloj de bolsillo marca «Rooskopf & Co.», número de serie 8995, que había pertenecido de por vida al difunto esposo de la anciana señora Ursula Doria, extremos, en fin, que fueron verificados escrupulosamente por el propio prefecto mayor, en persona. Pues bien: la noche de autos, cuando la viuda Doria se acercó a las ventanas de su dormitorio para cerrar los postigos de las mismas, pudo observar en el jardín fronterizo a un hombre que, con las manos tras la espalda, se movía imperceptiblemente alrededor de un macizo de matricarias -Chrysantemun parthenius se dice, con rigor científico, en el informe de Ciro Adra-. Solicitada por tan insospechado comportamiento, Ursula Doria confiesa que apagó las luces de la alcoba, en evitación de indiscreciones y riesgos, y continuó sus pesquisas que concluyeron exactamente a las once horas y cincuenta minutos, con los sorprendentes resultados que se relacionan: el sujeto dio trece vueltas y media al citado macizo de matricarias -Chrysantemun parthenius (sic)- y luego se dirigió, siempre con una irritable lentitud, hacia el extremo más alejado de la plaza. Durante su trayecto -dato, según conjetura el prefecto mayor, altamente significativo-, se detuvo cinco veces: tres de ellas, para examinar un ruinoso edificio de época, y las dos restantes con objeto, al parecer, de entregarse a la muda contemplación de sus propios zapatos. En este punto, la anciana viuda, no sin cierto rubor, declaró que no estaba muy segura de si, en efecto el misterioso paseante se había mirado los zapatos o, por el contrario, andaba en el ejercicio de ciertos actos de naturaleza vituperable, por cuanto la penumbra de la zona en donde tuvieron lugar las dos últimas detenciones, dificultó su percepción visual.

El turbador testimonio que abre el caso, termina refiriéndose, aun de manera sumaria, a las pesadillas y ahogos   -168-   de que fue víctima Ursula Doria, a lo largo de aquella interminable noche y durante los escasos minutos en que logró conciliar el sueño, tras su repugnante y circunstancial descubrimiento.

Se emiten aquí prolijas invocaciones jurídicas que ocupan, en apretados latines, tres títulos y parte de otro más del informe, para relatar con llaneza los efectos subsiguientes a la revelación. Esto es: la anciana señora puso en conocimiento de sus vecinos cuanto había presenciado la noche del cinco de noviembre de aquel mismo año de gracia. A partir de entonces, los vecinos y aun ella misma constataron sobrecogidos la regularidad del paseante quien, puntualmente, sobre las once -siempre en el «Rooskopf & Co.», núm. 8995, propiedad de Ursula Doria- repetía, una y otra vez, los mismos o parecidos actos descritos ya por la venerable viuda. De este modo, y presumiendo un inminente peligro, los vecinos del barrio de comerciantes en paños -uno de los más prósperos de la villa- decidieron poner en conocimiento del propio prefecto mayor de la seguridad nacional, cuanto estaba sucediendo.

Ciro Adra recibió y escuchó a los comisionados. Un poco incrédulo, trató de sosegarlos recordándoles que sus hombres velaban de continuo por los intereses y la tranquilidad de todos los ciudadanos. No obstante, y en consideración al rango de los visitantes, les prometió que practicaría las diligencias pertinentes, en evitación de cualquier improbable atropello.

Cuando se hubo quedado solo, Ciro Adra sonrió pensando en la infundada sospecha de los pañeros. Pero de acuerdo con las responsabilidades de su cargo, bien cierto es que meditó gravemente sobre las providencias que debería sancionar, en el supuesto caso de que todo aquello fuera verdad. En principio, se dijo el prefecto, resultaba inverosímil que en villa de tan sólidas costumbres, alguien pudiera malgastar tiempo y energías en torpes e improductivas expediciones nocturnas. Sin embargo, tampoco le parecía prudente poner en duda la palabra de los honrados mercaderes.

Dos días después y aun sumido como andaba en tan   -169-   contradictorias reflexiones, fue de nuevo solicitado en audiencia por una representación del gremio de orfebres y plateros quienes, con visibles muestras de inquietud, repitieron la misma historia: en la antigua ronda de los yunques, se había advertido la presencia de un individuo que, siempre con las manos tras la espalda, iba y venía por las aceras, con alarmante premiosidad, en tanto no cesaba de husmear en vitrinas y escaparates. Los representantes del gremio, en fin, convencidos de que la conducta de tan siniestro paseante -sobre constituir un flagrante atentado contra la moral pública- hacía presumir muy posibles riesgos, recabaron del prefecto mayor enérgicas medidas que garantizaran cumplidamente la seguridad de sus bienes.

Ciro Adra asintió, en tanto recomendaba discreción y sosiego. Consciente de los valimientos e influencias de aquellos notables, les acompañó en persona, hasta la misma antesala, renovándoles, una y otra vez, sus ofrecimientos de orden. Por último, en el retiro de su escritorio, Ciro Adra, decididamente abrumado ya por tan sutil misterio, se dio a cavilaciones, y tras convencerse de que muy poco iba a conseguir de aquella confusión, resolvió acudir, con carácter privado, al juez supremo de la república.

Conocidos los antecedentes y puesto al tanto del enojoso asunto, el sabio legislador entró en devoto trance y se abismó hasta los más recónditos orígenes de la ciencia jurídica, para finalmente evacuar algunas consultas en la reliquia de unos vulnerables y polvorientos legajos. Mientras, Ciro Adra, permaneció en actitud recatada, sin permitirse tan siquiera inspección ocular de los textos consultados, hasta que el juez supremo los devolvió a su anaquel.

A su juicio -sentenció, tras una tosecilla premonitoria-, el paseante no había incurrido aún -aún, ¿entiende?, dijo con reticencia- en delito alguno tipificado por las leyes de la república y, en consecuencia, si bien era cierto que todo en su actitud hacía conjeturar próximos deslices, había que transigir, en nombre de esas mismas leyes invocadas, con tan disolutos hábitos. El juez, entonces, apeló al glorioso pasado revolucionario de la comunidad,   -170-   a sus luchas por las libertades y derechos individuales, por las garantías democráticas... Y era tanta su elocuencia, tal su convicción, que Ciro Adra, conturbado ya con los heroicos recuerdos, vivió nuevamente tiempos de partisano.

No, en modo alguno se podía atentar contra los principios inalienables -inalienables, ¿entiende?, repitió con reticencia- de los ciudadanos, y si uno, uno de ellos tan sólo, se permitía ciertas licencias no previstas ni codificadas, en el cuerpo legislativo del país, poderes más altos que el suyo -dictaminó el sabio- sancionarían, en su momento, tan pródiga conducta.

Aquella noche, Ciro Adra regresó visiblemente satisfecho a su casa. El juez supremo, con sus lúcidos consejos, le había descargado de agobios y responsabilidades. Ordenó, pues, a sus hombres que mantuvieran al paseante bajo control, pero que en ningún caso lo molestaran, mientras no infringiera ley alguna. Ciro Adra cenó con apetito desacostumbrado y después dispuso los aparejos para la pesca de la trucha de la mañana siguiente.

Pocos días, sin embargo, duró aquella paz. Y muy pronto, los más recientes acontecimientos desbordaron la confianza del prefecto mayor: el paseante había sido localizado, simultáneamente, en numerosos puntos de la villa. Con el correspondiente atestado y seguro ya de que en todo aquel enigma se ocultaba una tremenda amenaza para la seguridad de la república, Ciro Adra decidió recurrir en audiencia al mismísimo señor burgomaestre, en tanto, por costanas, bulevares y plazuelas, la multitud despavorida exigía garantías constitucionales. La ambigua y contradictoria situación era prácticamente insostenible.

En vista de ello, el burgomaestre convocó, con carácter de urgencia, a la asamblea general. Ediles y consejeros se mostraron contrariados, el juez supremo sostuvo, con firmeza, su irrevocable actitud y Ciro Adra se confesó imposibilitado para hacer frente a los graves y oscuros sucesos, en tanto no se proveyera a su autoridad de más amplias atribuciones. En aquel punto, de la asamblea surgió un sordo rumor de desaprobación: la propuesta del prefecto   -171-   violaba los principios liberales del país. Se alzaron entonces gritos enconados y hubo quien vertió, sin recato, despiadadas críticas contra tan sospechosos como inadmisibles propósitos.

Alarmado por el giro de los acontecimientos, el burgomaestre restableció enérgicamente el orden y la serenidad. No parecía recomendable arbitrar medidas que atentaran contra los derechos de los ciudadanos. Pero, por otra parte, la presencia reiterada y múltiple de aquel misterioso individuo constituía, sin duda, un peligro, aún de naturaleza desconocida, para la república. Así, pues, el planteamiento era el siguiente: cualquier acción policíaca que se ejerciese contra el paseante, conculcaba de facto los fundamentos democráticos de la comunidad; pero de no llevarla a cabo, su contumacia misma vaticinaba no pocas calamidades y desastres para la próspera villa. En su consecuencia, se imponía una rigurosa indagación, un profundo examen de todos los testimonios, datos y episodios relacionados con el paseante, por ver si con un estudio detenido de todos y cada uno de tales extremos, los intérpretes de la ley encontraban, por fin, materia cuestionable capaz de situar el incómodo sujeto fuera de la impunidad que le brindaba la propia constitución.

A tal efecto, y como quiera que la asamblea en pleno se mostró unánime, se suscitó un cuerpo especial de escribanos y se amplió la plantilla de alguaciles, con objeto de extremar la vigilancia. Para proveer tan gran aparato, hubo necesidad de promulgar nuevos impuestos y gabelas que bajo el genérico epígrafe de «Pro erradicación de paseantes» no recibió, ni con mucho, lo que se dice una fervorosa acogida.

Y fue precisamente a partir de entonces cuando el informe de Ciro Adra sufrió un considerable impulso, habiendo, como había, para su redacción, tantos funcionarios y colaboradores. Por el dicho informe, sábese, pues, lo que sigue:

En ningún momento, se logró desentrañar la identidad del paseante. Ítem más: de las descripciones del mismo practicadas por miembros de la seguridad nacional y testigos presenciales, todos ellos de reconocida solvencia   -172-   se desprende la turbadora posibilidad de que fueran varias las personas que, en aquel tiempo, se dedicaron a tan inquietantes actividades nocturnas, por cuanto unos afirman que el paseante era persona corpulenta y de muchas arrobas, otros hablan de una menguada estatura, y aun terceros hay que insinúan -en sus declaraciones- cierta textura de naturaleza más bien quimérica. Algo similar sucede, siempre a la vista de los testimonios que se anexan al informe del prefecto mayor, en lo que se refiere a los gustos e inclinaciones del paseante: para los primeros, el objeto de su recelosa atención eran nada menos que las flores y muy particularmente el Chrysanthemun parthenius; para los segundos, las fuentes públicas, las viejas estatuas y monumentos; y para los últimos, las fachadas, los altos campanarios, incluso las nubes. Pues bien, en base a esta posibilidad que otorgaba carácter plural al fenómeno, Ciro Adra sustentó la hipótesis de una vasta conspiración alentada por algún secreto club de jacobinos.

Una característica común presentaban, sin embargo, las diversas declaraciones verificadas en torno a la personalidad del paseante: su lentitud en los desplazamientos.

A partir de este dato y en virtud de las sospechas nada descabelladas del prefecto, la asamblea permanente urgió una disposición que regulara la velocidad mínima de los peatones en cuatro kilómetros por hora. No se aprobó la moción, toda vez que varios ediles y magistrados afectados de gota, artritis y otros achaques protestaron por lo que consideraban flagrante desprecio para sus derechos democráticos.

El juez supremo propuso entonces la inmediata creación de un centro de investigaciones para el estudio de la velocidad media del ciudadano viandante y activo, en cuyo centro podría determinarse científica y jurídicamente dicho factor, en función de la edad, estado de salud, grado académico y clase socioeconómica de cada transeúnte, ya que, como parecía fuera de toda duda, no era prudente, ni razonable, que la velocidad de desplazamiento de un jefe de negociado de primera o de un empresario coincidiese con la de un subalterno o con la de un fresador, ponía por caso. El juez supremo sonrió con   -173-   una suspicaz sonrisa y advirtió que en su propuesta sólo había respeto por los principios liberales de la república y que a ellos apelaba, una vez más, para formular una equitativa proporción: a mayores necesidades también mayores prisas.

La asamblea premió la feliz iniciativa con una nutrida salva de aplausos. De inmediato, se acordó designar una comisión especial para el estudio del anteproyecto y se decretó un nuevo gravamen para sufragar los cuantiosos gastos, en la seguridad de que la villa, aun a costa de un sacrificio más, sabría dispensarle una cálida acogida, por cuanto a la vuelta de unos años, se dispondría de un eficaz instrumento democrático capaz de suprimir los excesos y torcidos intereses de aquel paseante que tanto deterioro estaba ocasionando al país.

Fue ciertamente aquella -y así se registra en los anales- una jornada memorable que redimió a los asambleístas de sobresaltos y cavilaciones, aunque, la verdad sea dicha, por poco tiempo. Por poco, porque a pesar de la progresiva instrucción del ya voluminoso informe y de cuantas medidas se arbitraron en su consecuencia, el paseante continuó mirando flores, fachadas e incluso nubes, como si nada de todo aquello fuera con él.

La alarma cundió cuando, días más tarde, se supo que una enfermera había sido víctima de un ataque de nervios al darse de bruces con el paseante, en tanto regresaba a su domicilio, tras cumplir el turno de guardia en el hospital donde prestaba sus servicios. El hecho, que no tuvo mayores consecuencias, prendió, sin embargo, en los ya por entonces crispados ánimos y provocó un pánico general imposible de contener.

Se recurrió, por último, a la habilidad y astucia del viejo interrogador decano, jubilado ahora después de tantas brillantes actuaciones durante la época revolucionaria. En definitiva, si uno, uno tan sólo de los testigos vertía la más mínima acusación contra el paseante, los hombres de Ciro Adra podrían por fin proceder libremente. Pero los años, el forzado alejamiento de audiencias o váyase a saber qué otra cosa, no dieron al interrogador decano ocasión de reivindicar su proverbial perspicacia.   -174-   En el informe del prefecto mayor consta integro el postrero testimonio de la existencia del paseante que coincide también con la última actuación pública del ya citado interrogador decano, y que es textualmente como sigue:

-Su nombre y oficio.

-Ovidio Silva, señor. Y soy propietario de una fábrica de embutidos.

-¿A qué hora acostumbra usted a llegar a su casa? Normalmente, a las ocho. Sólo los dos últimos días de cada mes, suelo hacerlo sobre las once u once y media de la noche, ya que reviso la contabilidad de mi pequeña industria.

-Está bien. Y dígame, ¿es cierto que el pasado día treinta vio usted al paseante, en persona?

-Sí, señor. Es cierto.

-¿Quiere explicarnos cómo sucedió?

-Fue cuando regresaba a casa. Iba muy a prisa, porque además hacía frío y...

-¿Qué quiere decir con «además»? Tenía miedo, señor.

-¿Del paseante?

-Del paseante, señor.

-Continúe.

-Entonces, le vi.

-¿Dónde estaba?

-¿El paseante?... En el centro de la glorieta de las dalias.

-¿Y qué hacía?

-Contemplaba una estatua, señor.

-¿Una estatua?... ¿Qué estatua, si puede saberse?

No entiendo de esas cosas, señor. Tan sólo soy un humilde fabricante de embutidos. Sin embargo, creo recordar que era... un desnudo.

-¿Un desnudo de hombre o de mujer?

-Me pareció algo así como un ángel, señor.

-¿Un ángel, eh?... ¿Y qué parte del desnudo contemplaba?

No lo sé, señor. Yo... Yo...

El interrogador sonrió con los titubeos del fabricante   -175-   de embutidos y dirigió a los miembros de la asamblea una mirada de inteligencia. Todo iba bien.

-Prosigamos, ¿qué hizo usted entonces?

-Pues... me detuve sobresaltado, por unos instantes. Luego, reanudé mi camino lleno de temor, lo confieso.

-¿El paseante advirtió su presencia?

-Sí, señor. Y vino hacia donde yo me encontraba muy apaciblemente. Fue entonces cuando eché a andar de nuevo, como ya he dicho, señor.

-Y le agredió, ¿no es cierto?

-¿Agredirme?... No, no señor.

-Pero confiesa usted que tenia intenciones de hacerlo, ¿no es así?

-No lo sé, señor. Pasó junto a mí y...

-Y qué, ¡conteste!

-Me saludó con una sonrisa, señor.

-¿Le saludó?

-Sí, señor. Me saludó.

Pero... Vamos a ver, ¿le dijo algo o tan sólo fue un gesto, un ademán?

-Me dijo: buenas noches, amigo.

-¿Buenas noches, amigo?... ¿Cómo se explica... Está usted absolutamente seguro de que le dijo buenas noches, amigo?

-Lo recuerdo bien, señor. Me dijo: buenas noches, amigo. Y me sonrió.

-¿Sabe usted que está bajo juramento?

-Sí, señor.

-Está bien. Y dígame, ¿cómo era el paseante?

-¿Que cómo era?... Pues, si me permite, como usted o como yo... Perdone, señor. Quiero decir que como una persona más.

-Pero, ¿no notó usted en él algo... algo diferente, extraño, singular?

-No, señor. Aunque acaso...

-¿Acaso?

-No estoy seguro, señor, pero me pareció un hombre cansado, infinitamente cansado.

-¿Cansado?... No lo entiendo. En fin, dígame, ¿a qué velocidad suele usted caminar?

  -176-  

-¿Que a qué velocidad suelo...? Pues... a unos cuatro o cinco kilómetros por hora.

-Perfecto. Y ahora, una última pregunta, ¿cuál cree usted que sería la velocidad del paseante?

-Andaba despacio, desde luego, muy despacio. Yo calculo que... No iría a más de un kilómetro por hora, señor.

Y aunque si bien es cierto que las últimas palabras del testigo Ovidio Silva, fabricante de embutidos, levantaron de nuevo un sordo murmullo de asombro e indignación, de entre los comicios, también es verdad que ninguna luz se arrojó sobre el asunto, toda vez que la comisión especial designada al efecto todavía se encontraba elaborando pacientemente el anteproyecto del instituto de investigaciones, el cual, en su día, iba a ser órgano regulador de las velocidades de desplazamiento de los viandantes, en virtud de su salud, titulación facultativa, renta «per cápita», etcétera, como ya queda escrito y aprobado por unanimidad.

Pues según se desprende y a la vista de las acuciantes circunstancias, el burgomaestre decidió depositar el gobierno de la ciudad en las lúspidas manos del mariscal Galerio Delcourt. No fue una decisión nada fácil, el burgomaestre derramó, incluso, unas patricias lágrimas de dolor, pero la república estaba, sin embargo, al borde de una guerra civil: se decía ya que el paseante había ocupado la vieja ciudadela del Norte.

Galerio Delcourt recibió con secreto regocijo el mensaje cifrado de acuerdo con la criptografía de los samoyedos, pero no se apresuró. Se hizo espolvorear todo el cuerpo con finísima harina de arroz, vistió su uniforme de gran gala y ciñó su invicto sable, en cuya hoja se leía: Peace is our profession. Luego, al frente de su aguerrida, aunque escasa, tropa, abandonó sus fríos cuarteles de montaña y se dirigió hacia la capital. Durante muchos años, desde que concluyeran las luchas revolucionarias, el mariscal Galerio Delcourt, vencedor en ciento una batallas de los ejércitos de la liga noble, había aguardado esta ocasión, siempre a extramuros de la enriquecida ciudad, como determinaban las propias leyes constitucionales que él había jurado.

  -177-  

Los heraldos anunciaron su llegada y la multitud le prodigó una ovación delirante: Galerio Delcourt, el olvidado, regresaba de su destierro, para devolverles la paz y la prosperidad.

En palacio, resonaron por galerías y antesalas, el tintineo de las espuelas del mariscal y de sus veteranos oficiales. Dos ujieres abrieron a su paso las amplias puertas del salón del concejo y todos, ediles, magistrados y notables, se pusieron respetuosamente en pie. Galerio Delcourt se cuadró ante el burgomaestre y le saludó con enérgica marcialidad. Entonces, el burgomaestre, con visible y honda emoción, lo besó en ambas mejillas, tosió con estrangulado disimulo a consecuencia de aquellos irritantes polvos de arroz, e hizo entrega al mariscal del pergamino lacrado y sellado en donde se le confería el más absoluto poder, hasta que lograra conjurar definitivamente cualquier amenaza de daño o peligro para la república.

La diligencia de Galerio Delcourt superó todo posible vaticinio. En muy pocas horas, disolvió la asamblea plenaria de ediles y el consejo de intérpretes de la ley, decretó la leva de todos los jóvenes y declaró la ciudad en estado de sitio.

Ante tales medidas, el burgomaestre se mostró ligeramente contrariado. Galerio Delcourt le advirtió que sólo así conseguirían capturar al paseante y reintegrar a la comunidad el anhelado sosiego de otrora. Galerio Delcourt fijó, de pronto, su atención en el semblante del burgomaestre, estáis pálido, excelencia, sin duda vuestro grande esfuerzo en el gobierno del país os ha quebrantado la salud. Me atrevo a sugeriros un período de descanso, en cualquier lugar tranquilo, en Acapulco, si os parece. Convaleced en paz, excelencia. Y aunque el burgomaestre alegó que ni tan siquiera sabía dónde se encontraba Acapulco, aquella misma tarde abandonó la ciudad, en compañía de su médico de cabecera y escoltado por un escuadrón de dragones.

Las disposiciones del mariscal se sucedieron a partir de entonces. Convencido de que el paseante entrañaba -no una conspiración interna, de acuerdo con la tesis de Ciro Adra-, sino más bien la señal inequívoca de una futura   -178-   invasión de cualquier país vecino, militarizó la industria, fortificó la ciudad y prohibió el tráfico de caravanas, por cuanto a su cobijo podían introducirse subrepticiamente nuevos agentes y saboteadores enemigos. Y, por si acaso, Galerio Delcourt era muy sagaz, urdió una vasta red de poderosos artefactos para vigilar los espacios siderales.

Por otro lado, ordenó que las emisoras de radio y televisión transmitieran «slogans» cautelosos: «Desconfía de los demás», «El paseante puede estar en tu propia casa, en tu propia oficina, en tu propia fábrica», «Padres, vigilad a vuestros hijos. Hijos, vigilad a vuestros padres». Y así, mil cuarenta y dos más por el estilo.

A todo esto, el prefecto mayor recibió instrucciones drásticas: ya no podía actuar libre y enérgicamente. Los hombres de la seguridad nacional se lanzaron, por fin, a una búsqueda tan afanosa como inútil: el paseante había desaparecido y ya nunca jamás volvió a saberse de él. Tan sólo cuando Ciro Adra, leyendo y releyendo el minucioso informe y haciendo cábalas y conjeturas con tanto dato acopiado, creyó vislumbrar un indicio esclarecedor acerca de la enigmática identidad del paseante, el mariscal Galerio Delcourt, que supo de aquellas incómodas indagaciones, decidió que el prefecto que tantos y tantos servicios había rendido ya a la república, debería dedicarse, en aquel punto y para el resto de sus días, a la pesca de la trucha a la que tan aficionado era.

Una noche, Ciro Adra dispuso apaciblemente los aparejos, cenó con apetito y se acostó. A la mañana siguiente, con las primeras nieves de aquel invierno, Ciro Adra salió de la ciudad.





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