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El pensamiento de Echeverría

Tulio Halperín Donghi






La exigencia unitaria

La exigencia unitaria le llega a Echeverría como herencia saintsimoniana, pero sólo comprenderemos lo que en nuestro pensador significa si, dejando de lado la experiencia que le dio origen, examinamos aquella que movió a Echeverría a hacerla suya y conservarla como piedra fundamental de la deseada regeneración. Esa exigencia, vista desde su origen europeo, se nos aparecía como enigmática, había perdido su justificación originaria y las que ahora la apoyaban eran muy poco pertinentes, del todo ajenas a su primitivo sentido. Es precisamente ese sentido el que ha cambiado junto con aquellas justificaciones, y la nueva significación que le permite conservar su papel predominante está vinculada con los propósitos más firmes que llevó Echeverría a la vida política.

Echeverría, ya se ha visto, se pone en el lugar del partido unitario: la ruina de la nación se identifica para él con el fracaso de ese partido. Pero esa identificación no era de ninguna manera cosa tan evidente como él parecía creer, no era un dato que la realidad proporcionaba; era ya una peculiar manera de interpretar esa realidad.

En el examen de la realidad nacional lo primero que quiere observar Echeverría es el papel del grupo dirigente. Lo primero y aun lo único, pues el interés por lo demás, por ese mundo misterioso capaz de ofrecer las más inesperadas y devastadoras reacciones, no se da sino subordinado al estudio de la actitud que frente a él supo asumir el grupo dirigente unitario. Si ese grupo era lo único de veras activo que guardaba en sí la nación, si todo lo demás no se definía sino por relación con él, altísima era con ello su dignidad, enorme a la vez su responsabilidad; era en rigor responsable único del destino nacional, pues todo lo que ocurría en el país era acción suya o reacción a esa acción; una reacción que era siempre posible, y por lo mismo estrictamente obligatorio, prever. Antes de rechazar por injusta esa crítica del partido unitario, con su no fundada inculpación por todo lo que ocurrió en el país, debe notarse que tal crítica no era sino preparación para una empresa análoga; esa atribución de una responsabilidad indivisa al grupo unitario es a la vez la aceptación plena de esa responsabilidad por quienes vienen a ocupar su sitio. Más que una intemperancia polémica -que desde luego también la hay- debe verse en esas acusaciones airadas, y a veces disparatadas, contra la filosofía corruptora, contra el ateo materialismo unitario, una consecuencia obligada de una visión del mundo presidida por la acción de unos grupos directores que a su vez se han reunido bajo el signo de un determinado sistema de creencias.

Como grupo dirigente, el unitario ha fracasado. Es urgente, entonces, averiguar cómo ha ocurrido eso; sus errores servirán de enseñanza a quienes se disponen a emprender la misma aventura. Ha fracasado -ya se sabe- porque no conoció una creencia unitaria. No ocurre tan sólo que las creencias de ese partido no diesen el lugar debido a la generosa renuncia a todo egoísmo, no tan sólo que sometieran a todo impulso unitario superador de ese egoísmo a un examen que partiendo de supuestos que negaban la posibilidad de ese impulso, llegaba a la conclusión de que ese impulso efectivamente no existía, que la supuesta generosidad no era sino el más hábil de los disfraces que pudiese tomar el egoísmo. No faltan en Echeverría acusaciones de ese tipo; sensualismo, utilitarismo, egoísmo son términos que se dirigen como injurias contra la facción caída, según modelos europeos no difíciles de determinar. Así, por ejemplo, la profesión, de fe de Avellaneda:


«Allá en la capital de Buenos Aires
a dudar me enseñaron los doctores
de Dios, de la virtud, del heroísmo,
del bien, de la justicia y de mí mismo.
Me enseñaron, como hábiles conquistas
del espíritu humano en las edades,
esos dogmas falaces y egoístas
que como hedionda lepra se pegaron
en el cuerpo social, y de la patria
la servidumbre y muerte prepararon.
Sofistas o sectarios sin criterio
de una filosofía
cuya vasta síntesis su intelecto
comprender no podía
el influjo moral no calcularon
de la doctrina misma que enseñaron»1.



Acusaciones, como notaba ya Gutiérrez, un tanto absurdas. Pero esa falta de una creencia unitaria tiene también para Echeverría un sentido mucho más evidente: faltó a los unitarios, y en general al grupo dirigente argentino, una concordia fundamental en torno de algunas premisas de todos aceptadas. Y si antes se usaban contra los unitarios ciertos expedientes de la polémica ecléctica contra el sensualismo, ahora se seguirán las directivas de la polémica que desde distintos orígenes se movía al eclecticismo. Sólo que tampoco los elementos que ella proporciona son del todo adecuados; no puede acusarse al grupo dirigente argentino de haber intentado conciliar superficialmente ideologías irreductibles: ha sido por el contrario secuaz intransigente -pero no firme ni constante- de las ideas que iba imponiendo sucesivamente la moda; sucesiva y aun simultáneamente, pues (y es esta la más turbadora de las experiencias que tuvo Echeverría con la cultura europea) no daba ella una respuesta única a las urgentes inquisiciones que se le planteaban, y la pretensión de poseer la verdad, generosamente distribuida entre los sostenedores de ideas opuestas, no hacía sino exasperar la polémica y aumentar la confusión. Pero ocurría algo aun más grave: no era ninguna auténtica inquietud lo que movía a los argentinos cultos a ubicarse bajo el signo de determinadas corrientes europeas: era un mero deseo de distinguirse, de brillar en el juego de las ideas. Por ello la variedad de doctrinas no era sentida como una insuficiencia: era ella la que hacía posible una utilización de la cultura europea en este campo subalterno -pues de no existir ella la asombrada admiración ante la novedad vendría a agotarse bien pronto- y por lo mismo no se hacía ningún esfuerzo serio por concluir con esa situación. La polémica supuestamente destinada a terminar con ella no era una colaboración en la búsqueda de la verdad, sino en la de la máxima ostentación de las cualidades de las partes. Así como el partido unitario era en política una ciega resistencia que se agota en sí misma, en la admirativa contemplación de su propio gesto, ese partido representaba también para Echeverría una cultura que se agotaba en un despliegue sin seriedad de propósitos. Así no podía constituirse una política ni tampoco una cultura seria. Pero esa actitud, que comenzó por ser simplemente equivocada, pues no es preciso creer que los unitarios se lanzasen a sabiendas al suicidio político, o que se fijaran la frivolidad como ideal cultural, se ha entumecido en la adversidad; es ahora una rígida resistencia que, desligada ya de toda preocupación por el éxito, no pretende ser una línea política, ni tampoco en el otro campo un sistema de formación cultural, sino una actitud ética; todo desviarse de esa línea no cabrá ya juzgarlo como conveniente o inadecuado, será llanamente una traición. Echeverría advirtió claramente que ese camino no llevaba a ninguna parte, y esto desde luego no podía ser objeción para quienes lo seguían a sabiendas de ese hecho, pero sintió a la vez oscuramente la inmoralidad de ese persistir en una actitud que se sabe destinada a no tener consecuencias. Esa sustitución de la política por la ética no sólo es -digámoslo perogrullescamente- antipolítica; es también moralmente ambigua: eso que se cree una directiva moral puede no ser sino mera testarudez y soberbia. El rechazo de una política que no lleva a ninguna parte, de una actividad cultural reducida a un mero juego de habilidades, se formula, sí, en Echeverría, en nombre del éxito, pero ese éxito no se busca tan sólo por sí mismo: esa búsqueda significa aquí ante todo proponerse seriamente un fin, dar un claro sentido a la propia actividad. Por eso en los reproches que mueve a la actitud intelectual dedos viejos grupos dirigentes hay algo más que el señalar un error, una falta de prudencia en el camino elegido, hay algo más que el dolor de quien ve surgir de allí la «servidumbre y muerte» de su patria, hay ante todo un rechazo de la pecaminosa frivolidad de esa forma de pensamiento:

«Por esa facilidad con que todo se olvida entre nosotros, hemos llegado a dudar alguna vez si la Providencia negó a los hijos del Río de la Plata disposiciones para la educabilidad: lo que imposibilitaría todo progreso en el orden de las ideas, porque sin la facultad de educarse no hay como progresar en sentido alguno.

Pero reflexionando y observando bien hemos visto que olvidamos tan fácilmente las cosas por la frivolidad con que las miramos, y porque rara vez nos dejamos impresionar por ellas de modo que se graben de un modo indeleble en la memoria. Así se explica por qué desde el principio de la revolución andamos como muelas de tahona girando en un círculo vicioso y nunca salimos del atolladero.

No hay principio, no hay idea, no hay doctrina que se haya encarnado como creencia en la conciencia popular, después de una predicación de 35 años. No hay cuestión ventilada y resuelta cien veces que no hayan vuelto a poner en problema y discutir pésimamente los ignorantes sofistas. No hay tradición alguna progresiva que no borre un año de tiempo; y lo peor de todo es que no nos quedan al cabo ideas, sino palabrotas que repetimos a grito herido para hacer creer que las entendemos... Contribuyen a este mal, mucho en nuestro encender, la falta de buena fe unas veces, otra la incuria de nuestros pensadores y escritores, quienes debieran llevar el hilo tradicional de las ideas progresivas entre nosotros, y persuadirse que sólo por medio de la asociación, de la labor inteligente y de la unidad de las doctrinas, lograremos educar, inocular creencias en la conciencia del pueblo.

Otras causas, además, obstan y dañan mucho a nuestra educabilidad: una es esa candorosa y febril impaciencia con que nos imaginamos llegar como de un salto, y sin trabajo ni rodeos al fin que nos proponemos; otra, la versatibilidad de nuestro carácter, que nos lleva siempre a buscar lo nuevo y extasiarnos en su admiración, olvidando lo conocido.

La Europa, sin querer fomenta y extravía a menudo esta última disposición, excelente para la educabilidad, cuando está bien dirigida. En cuanto a modas, comercio, y en general a todo lo que tienda a la mejora de nuestro bienestar, nada hay que decir; pero sus libros, sus teorías especulativas, contribuyen muchas veces a que no tome arraigo la buena semilla y a la confusión de las ideas; porque hacen vacilar o aniquilan la fe en las verdades reconocidas, inoculan la duda y mantienen en estéril y perpetua agitación a los espíritus inquietos»2.



En estas líneas vemos surgir una vez más la exigencia unitaria, y no ya como una palabra aprendida, sino como desemboque de un previo examen y toma de posición frente a la realidad argentina. Esa exigencia está aquí referida al papel que se atribuye al grupo dirigente: destinado a inculcar en el pueblo un dado sistema de verdades, a «inocular creencias», no podrá desde luego hacerlo mientras no las tenga él mismo, mientras sustituya a esa su auténtica misión la de agitar debates ociosos, la de colocarse bajo el signo de unas autoridades a las cuales es siempre posible oponer otras; a tomar, en fin, el papel de «abogados sofistas» en medio del «laberinto de argumentos autorizados que se lanzan al rostro en la palestra los escritores de uno y otro partido»3.

Pero esa unidad no podrá hacerse en nombre de uno de los credos que así luchan por la supervivencia, credos exóticos que en nada aluden a la situación para la cual se pretende hallar en ellos soluciones. Hay aquí una vena escéptica, no infrecuente en Echeverría, pues ese rechazo del pensamiento europeo es a la vez rechazo de toda actividad especulativa. Así en las Cartas a un amigo se niega todo valor al saber como guía de la conducta:

«[...] en general, los escritores de esas ciencias son unos pedagogos insoportables; quieren tratar a los hombres como a niños y les dicen con tono magistral y un compás en la mano: este camino has de seguir para ser feliz; este sentimiento has de tener para no dejarte ofuscar por las pasiones y errar la senda; este pensamiento ha de ser el ídolo de tu mente si quieres ser siempre virtuoso y feliz; y cada uno aferrado a su infalible sistema divide en categorías el corazón humano y le señala la senda del bien y de la virtud. ¿Y a cuál, entre tanto, atenerse para no errar? A ninguno, pues todos nos han dado los desvaríos de su imaginación por reglas infalibles de moral y filosofía. ¿Y a qué sirve tanto fárrago de doctrinas? A llenar de dudas el ánimo, a desmoralizar al hombre y poner muchas veces a la razón en guerra abierta con los sentimientos espontáneos del corazón. Estoy convencido que el más simple campesino sabe más sobre moral que el más sabio filósofo; es verdad que él no explica ni analiza sus sentimientos, pero es feliz ignorando cómo siente y cómo piensa. A fuerza de reglas y preceptos pierden su fuerza los sentimientos más naturales, se ofusca la imaginación y se engendran mil facticios que pervierten el corazón.

[...] las reglas y los preceptos violentan las inclinaciones naturales, y convierten, a menudo, los sentimientos más pacíficos en pasiones frenéticas y fatales.

[...] estoy convencido que la única y mejor norma para obrar bien es el corazón, cuando éste no está viciado. Pero se me dirá: ¿Cómo atajar el mal de las inclinaciones viciadas? Entonces yo responderé: Nada pueden las declamaciones de la filosofía cuando el germen de la virtud está corrompido»4.



¿A cuál atenerse para no errar? He aquí, ya se ha visto, la pregunta del autodidacto perplejo. Pero ese escepticismo al que se llega no es el desesperanzado del romántico; significa a la vez la apertura de un nuevo rumbo, al margen de todo conocimiento especulativo. La imagen del campesino ignorante, símbolo de una sabia ingenuidad, no encierra aquí nada de la nostalgia por un paraíso irremediablemente perdido. Una vez más hallamos bajo la corteza romántica una intimidad que no lo es; no hay ninguna inseguridad ni angustia, sino por el contrario una íntima certeza de rumbo. Esto no ocurre tan sólo en Echeverría: el auténtico problema romántico es en Hispanoamérica el político; allí sí reinaba la desazón ante un destino tan enigmático como cruel. Por ello todos los demás problemas se transforman a su vez en políticos o dejan de existir como tales: así el pensamiento religioso de Echeverría, intento de expresar la nostalgia por la fe perdida, no es sino un rimero de frases arrebatadas e íntimamente frías, bajo las cuales se dibuja la vieja justificación política de la religión como instrumento de gobierno.

No, no hay aquí ninguna nostalgia por una oscura sabiduría del corazón que está siempre a nuestro alcance, que es aun un camino abierto cuando se advierte que el de la filosofía no lleva a ninguna parte. Frente a las contradictorias conclusiones del conocimiento teórico queda el buen sentido común, y lo mismo ocurre en política: «hagamos lo que hacen los políticos prácticos de todo el mundo»5. «¿Sería un buen ministro Guizot sentado en el fuerte de Buenos Aires, ni podría Leroux con toda su facultad metafísica explicar nuestros fenómenos sociales?»6.

Pero desde luego el llamado al sentido común es siempre insidioso; esos caminos que él señala oscuramente precisan ser aclarados y determinados con rigor; y, entonces lo que nos presenta como sencilla verdad de sentido común pasa a ser un pensamiento de ningún modo común, sino peculiar del pensador que lo proclama. Así la renuncia a toda especulación no es sino renuncia a las especulaciones ajenas, pues la propia no se debilita con ello, sino por el contrario se hace inexpugnable al ser identificada con esa sabiduría previa a toda doctrina.

En torno de ese pensamiento ha de constituirse la unidad de creencia, unidad que es indispensable para la acción. Si el escepticismo teórico frente a las conclusiones del pensamiento europeo se resolvía en la reafirmación de unas determinadas conclusiones de ese pensamiento, que venían a situarse por oblicuos caminos en una situación privilegiada frente a las demás, ese desemboque ofrece a la vez un remedio muy sencillo para ese inconveniente práctico que trae consigo el seguir la cultura europea: su desconcertante variedad de rumbos, que hace imposible tomar ninguno firme y constante. Para el seguidor del Dogma no habrá desde luego problemas de esta clase: le basta con atenerse a su sistema de ideas, fijadas de una vez para siempre. Pero ¿de qué ideas? Pues hasta ahora no se ha dicho nada del contenido de esa creencia unitaria que se considera imprescindible. Sin embargo su contenido estaba implícito en esa misma exigencia. Se ha visto cómo ella va unida a una peculiar visión de la historia en que tienen principal papel esos que Echeverría llama grupos ilustrados y no son sino los representantes de un dado sistema de ideas. He aquí ya una creencia que no ha de carecer de consecuencias; que, por el contrario, las determinará en todos los campos del pensamiento de Echeverría. Y esa misma exigencia en su aspecto más formal, desligada ya de toda motivación, esa misma voluntad de unirse será aquello en cuyo nombre se unirán los argentinos. Así como la fe romántica se nos apareció como una voluntad de creer que quiere sustituir a una efectiva creencia, y parte del hallazgo de la imprescindibilidad de la fe para una vida más dichosa, así la creencia política única, nacida de un examen de la vida política del que surge el convencimiento de que es precisa para resolverlos una creencia única, no es sino ese mismo convencimiento, capaz de reunir a cuantos desean terminar con esos males.

Creencia única de ningún modo vacía. En torno de ella ha de constituirse toda una visión del mundo; hemos de verla, en sucesivos giros vertiginosos, alcanzar las dimensiones del universo; pero si así transformada puede parecernos a veces vacuo ejercicio retórico, grandilocuencia que se agota en sí misma, convendría entonces no olvidar su origen más modesto y limitado: el ensayo de volver a constituir un grupo dirigente para un país que lo ha perdido, y se complace en ello; se regocija en esa recién ganada licencia, pues sus viejos guías no son ya sino mudos y tristes testigos desaprobadores, que, también ellos, gozan de su propio gesto de desaprobación; ese su hosco apartamiento es su manera de tomar parte en el aquelarre. Así el grupo dirigente ha decaído a grupo disidente. Es decir, que ha dejado de ser el portador de la continuidad histórica. Este es el primero de los males argentinos, y a terminar con él se dirige en primer lugar la actividad de Echeverría. Frente a esa quebrada imagen de la historia, caótico campo de lucha desde que quienes deben dirigirla han renunciado a ello, era preciso construir otra, en la que el hilo conductor fuese el «hilo tradicional de las ideas progresivas». Ello no significaba tan sólo aceptar un compromiso para el futuro, el de proceder de modo tal que la Argentina volviese a desenvolver su vida en torno de la tradición progresista. Implicaba también la adopción de un canon de interpretación del pasado, un pasado que sólo se hará inteligible en relación con esa tradición progresista: presente o ausente en los hechos que se someten al examen del pensador, ella domina siempre la imagen del mundo de Echeverría.




La tradición progresiva

No un motivo solo, un complejo entrelazarse de ellos es lo que llevó a Echeverría a plantearse como uno de los problemas centrales de su pensamiento político el de la tradición.

Desde luego, el tema se hallaba vivo y presente en el instante de la cultura europea que conoció Echeverría. Y en el panorama de su propio país no era difícil discernir la presencia de elementos muy próximos a los que llevaron este tema al primer plano de la atención en Europa. Aquí también se daba por parte de los más un insospechado apego por las antiguas formas de vida, que no tenía ni buscaba justificación racional alguna, y parecía apoyarse tan sólo en que esas formas eran las viejas y queridas, en que parecía inimaginable desenvolverse al margen de ellas; en suma: en que eran, las tradicionales.

Mas hay todavía otra razón para ese interés de Echeverría por lo tradicional, y debemos buscarla en las relaciones que intenta establecer entre la Nueva Generación y el ciclo revolucionario de Mayo. Echeverría -es bien sabido- reprocha a los unitarios su infidelidad a la tradición de Mayo. Ahora bien, tales hombres, al contrario de los que formaban la generación del 37, habían participado en la revolución, y sin duda no hallaban ningún hiato entre sus tendencias de entonces y las que ahora los movían. Por ello las críticas de Echeverría habrían de parecerles injustas. Sin embargo no carecían ellas de fundamento. Mayo era -para la Nueva Generación y no para los unitarios- un hecho tradicional, porque ella, y no sus predecesores en la lucha política, era capaz de ver que el ciclo revolucionario estaba cerrado, que todo él pertenecía ya al pretérito, y que el ser fieles a su espíritu no podría ya limitarse a mantener ciegamente los ideales que él había defendido, de modo que esa fidelidad planteaba a su vez un problema que era preciso aclarar. Pero aclarar el problema de la fidelidad a un pasado que se sabe tal, y que por lo tanto va acompañada de una cierta independencia frente a él, importaba delimitar una imagen de lo tradicional muy rica en posibilidades, entre ellas de una visión propiamente histórica del pasado argentino. Todo eso, y señaladamente esto último, se queda en Echeverría en mera posibilidad, lo que debe achacarse a un especial sesgo de su pensamiento: suele partir de una visión ingenua en la que lo decisivo en cuanto a la validez de las ideas es, románticamente, la concreta circunstancia en que ellas brotan. Mas para las que formarán el sistema así construido aspirará a una validez absoluta, desvinculada de la circunstancia histórica que las ha visto surgir. Y con ello la imagen de lo tradicional ha de sufrir muy importantes limitaciones.

No sólo esa tendencia predominante en todo su pensamiento lo impulsa en este segundo sentido; le es preciso además armonizar las dos imágenes de lo tradicional que hemos señalado: una que ve en la tradición lo «eternamente pretérito», una fuerza sin rostro que se opone a los afanes iluminados (y, como se ha visto, estos giros de la Ilustración no son impropios al referirnos a Echeverría), y otra que afirma la necesidad de sostener algunos ideales tradicionales. Quizá ambas hubiesen sido conciliables en una visión histórica y no estática de lo tradicional. Pero otro es el camino que toma Echeverría. Introduce un tercer factor, que justificará racionalmente esta duplicidad de imágenes de lo tradicional, y hará por lo tanto innecesario todo intento de reducirlas a unidad. Se trata de la fe en el progreso.

¿Fe en el progreso? Más bien deberíamos hablar quizá de fe en lo progresista. Pero en el sistema ya concluso, en el Dogma o en los confusos versos de intención filosófica del Avellaneda lo que prima es la lucha de dos principios, el progresista y el retrógrado, que se disputan el dominio del mundo. Mas ¿qué es lo progresista y qué es el progreso? Para lo uno y lo otro no da Echeverría respuesta demasiado precisa. Progreso no es sino el desenvolvimiento de lo que trae consigo de benéfico la tradición. Con ello se legitima la doble visión de lo tradicional, mas al mismo tiempo se la carga de intención valorativa: una tradición retrógrada, que se identifica con el mal; otra progresiva, que es tal en cuanto es «benéfica». Y a la vez se impone una -visión estática de la tradición y progreso, puesto que la lucha entre ambos principios que se da en el curso de la historia no es sino el trasunto de un conflicto previo, planteado en el seno de lo tradicional, y por ello el progreso no es sino el «desenvolverse» de algunos, elementos ya existentes en la tradición. Tradición que ha pasado a abarcar ambos principios, mas por ello mismo ya no desempeñará papel alguno autónomo en el sistema de Echeverría, puesto que en cuanto «benéfica» se identifica con el progreso, y como retrógrada constituye un principio autónomo, maligno, que sólo puede definirse como negación del opuesto y resultará así aun más impreciso que éste.

Veamos cómo se construye esta antítesis. Lo progresista se caracteriza, para Echeverría, por desarrollarse en torno a una idea o a un sistema de ideas. Mas no conviene equivocarse: en Echeverría, como en toda la generación del 37, no se da en la imagen de la idea el amor a lo concreto propio del romanticismo. A lo sumo alcanzarán las ideas una ambigua personificación alegórica como doncellas trashumantes. Así en Alberdí: «Las ideas son unas vírgenes que, como las estrellas, están destinadas a viajar eternamente». Y esta imagen un poco grotesca reaparece en uno de los últimos escritos de Echeverría: «Las ideas de la Francia Republicana, en su viaje de circunvalación por el mundo, han de tocar necesariamente en América»7.

En torno a estas ideas se constituye una creencia, un credo. La misma palabra «creencia» nos está ya revelando la doble naturaleza de ésta; se trata de un sistema de ideas lógicamente trabadas entre sí, y del que sean veraces depende el éxito del movimiento que habrá de surgir de ellas («¿Qué es un hecho político funesto? -se pregunta Echeverría-. El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en bienes? El de ideas maduras y ciertas»). Pero se trata al mismo tiempo del más poderoso estímulo para la acción, y como tal deberá reunir ciertas condiciones, de modo que alcance, para quien la profesa, «la certidumbre de un dogma religioso».

Este núcleo de axiomas no puede surgir sino como creación de un pensador: «en las grandes sociedades europeas» -y, como se verá, también en la incipiente sociedad argentina- «no puede concebirse ni realizarse revolución alguna social sin que la razón humana prepare de antemano los elementos de ella y sin que exista madura en la cabeza de los que la inician una idea generatriz y dominadora»8. Entonces la idea puede ya cobrar carne mediante la Revolución. El de la revolución es el único hecho histórico de veras significativo; transcurrido él se ha incorporado una nueva corriente al curso histórico y será capaz de los más notables desarrollos, pero todo ello no importará sino un hacerse evidente lo que ya estaba implícito en el instante inicial.

El instante revolucionario es, en la Argentina, Mayo. Echeverría ha señalado repetidas veces las mutaciones muy hondas que Mayo trajo consigo, en la política como en la vida. Aun en algún instante descriptivo de su poesía insistirá sobre el tema, y en La Guitarra nos hará ver a un personaje, Ramiro,


«[...] en el corredor
del caserío, sentado
en el gran sillón vetusto
de gusto anterior a Mayo».



Y una nota explicativa se encarga de poner en claro la intención didáctica de esta alusión: «En Mayo de 1810 se inauguró en el Plata la revolución de la Independencia. Antes de esa época muebles, trajes, modas, todo era de gusto severamente español; después de ella el comercio libre trajo al país objetos labrados al gusto de los pueblos europeos...»9. Mayo es un cambio en la política, un cambio en el comercio, un cambio en las costumbres, pero es todo eso porque es algo más: nada menos que la entrada en la historia de esta parte del continente; «en Mayo el pueblo argentino empezó a existir como pueblo. Su condición de ser experimentó entonces una transformación repentina. Como esclavo, estaba fuera de la ley del progreso, como libre entró rehabilitado en ella...»10. Lo que ocurría antes de esa fecha no alcanzaba dignidad de historia, era tan sólo esa mecánica actividad que Echeverría llama la rutina, desprovista de todo sentido y en el fondo inerte.

Mas ¿cuál es el sentido de esa mutación? Ella, lo sabemos, introduce en la senda del progreso, pero Echeverría no da dirección determinada a ese progreso. Hacia una mayor unidad, dicen los saintsimonianos, y algo análogo afirma Alberdi; pero esa unidad que en los franceses implicaba «una común acción de gracias hacia la fuente de la cual recibimos la vida, hacia el Amor»11, en el argentino se halla transpuesta a otra clave; se trata aquí de una nivelación de toda la humanidad, de una mayor aproximación entre los pueblos, «merced a la perfectibilidad indefinida de nuestra naturaleza»12, merced también a los medios que él progreso proporciona. Echeverría va más allá y llega a identificar el progreso con la conquista del bienestar, pero bien pronto se echa de ver que también esto tiene un sentido ambiguo entre el mero bienestar material y el «vivir conforme a la ley de su ser», según reza la fórmula que toma de la Joven Europa. De todas maneras, aunque no haya logrado determinarse su dirección, la fuerza progresista no puede confundirse con su contrincante retrógrada: no se trata de dos estructuras idénticas pero de sentido opuesto. Si, así ocurriese no sería ya posible distinguir válidamente dentro de las premisas del sistema cuál es la «benéfica» y progresiva.

Pero no ocurre así. Si la creencia progresiva es una estructura de ideas que de pronto se inserta en el flujo de los hechos, para constituir una fuerza que habrá de centrarse en esas ideas, la característica de lo retrógrado es carecer de todo centro, no ser referible a sistema alguno de ideas, y reducirse a una mera actividad ciega que, privada de fin y de sentido, no es en el fondo sino pasividad, resistencia pasiva frente a la nueva ordenación que las ideas revolucionarias están imponiendo. Por eso es particularmente feliz la vieja imagen que a menudo emplea Echeverría, la que contrapone la luz a las tinieblas. Al haz de rayos agrupados en torno de una fuente común se opone la oscuridad sin centro y sin forma que, herida por la luz, es incapaz de combatirla activamente, pero halla su fuerza en su propia infinitud, de manera que ninguna derrota habrá de lograr su total extinción.

Esa diferencia de estructura entre lo progresista y lo retrógrado es la que hace que en El Matadero el único personaje pintado en forma poco convincente sea la joven víctima. Mientras los demás, representantes de la fuerza retrógrada, no representan en el fondo sino a sí mismos, a sus propios instintos y oscuras tendencias, y por ello se mueven y actúan libremente, el asesinado es a la vez representante y símbolo del progreso, su actividad debe ser el trasunto de un muy determinado sistema de ideas, y por eso mismo aparece falsa y trabada. Y cuando Echeverría -movido por su curiosa creencia de que también el arte debe ocuparse de lo general, construye en el Avellaneda, figuras típicas de representantes de lo retrógrado, y teme haber dotado a esa fuerza de un centro y símbolo en Rosas, se apresura a agregar que


«[...] nada Rosas es, sino un mal hombre,
un gaucho oscuro...»13.

Es decir que no ahorrará a lo retrógrado el análisis disociador que no quiere emprender frente a lo progresista.

He aquí el mundo escindido hasta sus raíces íntimas en dos fuerzas opuestas, y desde el instante revolucionario se trabará entre ambas una lucha que sólo puede concluir por la «aniquilación del espíritu de las tinieblas». Pero no será esa lucha la sola tarea que debe emprender lo progresivo. La creencia que se encarna en la revolución es aún un conjunto de ideas muy genéricas y esquemáticas, y será preciso desarrollarla hasta que encierre en una muy apretada red todas las actividades humanas. ¿Cómo se logra ello? No desde luego por transformación, alguna del sistema primitivo, que permanece inmutable. Pero al presentarse un hecho nuevo, no previsto en el sistema de ideas revolucionarias, se buscará de entre éstas alguna muy general, que pueda ser válida aun en este caso determinado. De la conjugación entre esta norma generalísima y el caso concreto surge una regla de conducta inequívoca, que permite reaccionar sin titubeos frente al hecho nuevo e imprevisto, sin que haya sido necesario apartarse del credo revolucionario original.

Así procederá Echeverría frente al hecho nuevo de la intervención francesa en el Plata. ¿Debe la Nueva Generación apoyarla? Sí, responde Echeverría, porque «Mayo echó por tierra la barrera que nos separaba de la comunión de los pueblos cultos»14. El sistema de ideas que Mayo trajo consigo no contenía, por supuesto, una respuesta directa a este trágico dilema, pero el pensador creyó posible deducirla de la actitud genéricamente abierta frente a todo lo extraño y el apartamiento del cerrado orbe hispánico que la revolución significaba. No interesa aquí averiguar si la deducción es legítima, si la solución a que se llega estaba efectivamente en las premisas, sino poner en claro el procedimiento mediante el cual se justifica una dada actitud refiriéndola al sistema de amplios y vagos principios que en un primer momento han constituido la constelación de ideas revolucionarias.

Así va creciendo la mole del credo revolucionario, por el agregado de nuevos corolarios que -notémoslo bien- no aportan en verdad nada nuevo a las premisas primitivas. Es un proceso sin vitalidad alguna, en el que no se da propiamente creación. El instante creador fue aquel en el cual la ligera estructura ideal de la primitiva creencia revolucionaria surgió en la mente de un pensador para encarnarse luego en el hecho revolucionario.

Si antes de la irrupción de las ideas revolucionarias no hay en rigor historia, tampoco la hay luego, en esa lucha de resultado seguro entre lo progresista y lo retrógrado, que Echeverría llega a identificar con la «guerra fatal y necesaria, entre la causa del bien y su contraria»15, o en el crecimiento mecánico del nuevo credo. Echeverría construye así una historia que se reduce a un solo instante misterioso: aquel en que surge la creencia revolucionaria. Mas ese instante -que en la Argentina es Mayo- es a la vez un momento como otros en el curso de los hechos que realmente han ocurrido, y ese mismo carácter de punto de tangencia entre el flujo de los hechos sin importancia y la historia que realmente interesa lo condena inexorablemente a quedar a oscuras. Porque determinarlo de cualquier manera implicaría poner en primer plano el aspecto subalterno de este instante de doble raíz: su concreta inserción en el curso de los hechos, sus vinculaciones con los que le anteceden y le siguen. Pero lo que importa es que no se pierda de vista que ese instante es de «cambio absoluto», y como tal trasciende toda posible determinación. He aquí quizá la razón más honda por la cual Echeverría -como ya se ha advertido- no quiso someter a un análisis disgregador el hecho revolucionario, y prefirió aceptarlo sin examen, para que fuera la piedra básica de todo su sistema.

La primitiva constelación de ideas es, como se ha visto, sustancialmente inmutable. Y si los hechos lo niegan con excesiva estridencia hay un medio, para explicar esta contradicción. Por ejemplo, si los Hombres de Mayo proclamaron la soberanía del pueblo y no, como hubiese preferido Echeverría, según una fórmula que recoge de pensadores de la Restauración francesa, la de la razón del pueblo, ello no fue «extravío de ignorancia, sino necesidad de los tiempos»16. El postular una necesaria y sabia hipocresía de los hombres que viven ya en el futuro, frente a una época incapaz de recibir la verdad desnuda es, y esto es bien sabido, un carácter típico de la visión histórica ilustrada. Pero esta explicación tiene un sentido más amplio que el de un mero resabio iluminista: es la manera más sencilla y directa de conciliar la creencia en un sistema de verdades inmutables con un interés nuevo y prepotente por un pasado que no parece muy abierto a tales verdades; interés difícilmente justificable si se pretende ver en ese pasado tan sólo un entretejerse de necedades y desvaríos.

A la vez que inmutable, la constelación de ideas revolucionarias es única. Es posible que en el curso de la historia haya sufrido deformaciones o mutilaciones caprichosas, pero sus verdades permanecen rigiendo idealmente fuera de ese curso, a la espera de ser captadas en su auténtico sentido. Algo de eso se trasunta en la comparación que traza Echeverría entre su Creencia y el Cristianismo. Echeverría no es, por supuesto, el único pensador que halaga su propia vanidad calificando a su sistema de «nuevo cristianismo». Y lo que en él queda en alusión discreta, en algún correligionario entusiasta (por ejemplo, Quiroga Rosas) será abierto paralelo entre la misión de la Nueva Generación y la de los Apóstoles. Pero ocurre aquí algo muy significativo. Mientras los saintsimonianos, por ejemplo, de quienes tomó quizá Echeverría esta inmodesta costumbre, quieren significar con este paralelo que la doctrina que ellos sustentan será el núcleo en torno del cual habrá de centrarse la nueva era orgánica, tal como en la Edad Media ella se había construido en torno del cristianismo, y se apresuran por otra parte a señalar las diferencias entre una y otra fe (de las que naturalmente deducen la superioridad de la nueva), Echeverría no puede aceptar que dos sistemas dogmáticos se hayan sucedido en el tiempo, sin que sea posible reducir el uno a deformación del otro. Por ello, podrá decir en el Avellaneda:


«Y así para hombres y pueblos se cumplieron
del Cristo las divinas profecías.
Mas la razón humana, ebria de orgullo
y de ciencia y poder que creyó suyo,
quiso endiosar sus propias concepciones,
y se abismó en el caos, porque de vista
perdió las luminosas tradiciones
que revelara el genio en el pasado;
pero la ley de Dios, la ley del Cristo
mejor interpretada y comprendida
volvió a poner al hombre descarriado
en la senda del bien y de la vida»17.



He aquí, al parecer, una alusión a toda la historia espiritual del Occidente a partir del cristianismo, y ella está descripta en términos de aproximación, alejamiento y nueva aproximación a una verdad que en todo el proceso ha permanecido inmutable, y a lo sumo ha logrado ser «mejor interpretada y comprendida».

Esta paulatina iluminación del mundo por las ideas, que aquí acaba de verse, requiere a la vez una muy determinada imagen de la realidad. Pero tal imagen -que en efecto se da en Echeverría- aparece también ella enmascarada por otras opuestas, que Echeverría no llegó a rechazar. Quizá uno de los puntos en que la tradición romántica casaba más difícilmente con esa imagen de la realidad fuese el del municipio. Y precisamente en las consideraciones que Echeverría dedica al municipio hemos de ver surgir el nítido perfil de esa concepción triunfante en una lucha sobre otras que, aunque el mismo Echeverría no lo advirtiese, le eran hostiles.




La idea municipal y la imagen de la realidad

En el examen que hace Echeverría de la realidad argentina, con la que será preciso en adelante contar para todo conato de regeneración nacional, halla un elemento que ocupa en ella un lugar peculiar. Nacido de la colonia, no vale para él el sumario juicio que condena a todo ese régimen, porque es anuncio en esa era tenebrosa de la revolución futura, a la que sin embargo deberá su extinción. Ese elemento es el municipio. Desde que la generación del 37 llamó la atención sobre él no ha sido infrecuente que se lo tomara como piedra fundamental para una Argentina renovada y muy curiosamente, esa su permanencia en el primer plano de la especulación política ha coincidido con una muy escasa gravitación en el campo de la política efectiva.

Desde su aparición van unidos en el interés por el municipio la preocupación por el futuro con el examen del pasado. Ello puede significar, en el mejor de los casos, que se viese en el pasado, como lo vio Echeverría, aquello que plasma, o por lo menos revela, el «modo de ser» argentino. Pero puede significar también la construcción y utilización de una dada imagen del pasado como argumento en favor de una línea política previamente establecida. Esto ha ocurrido también, desde luego en el caso del municipio; y algún debate supuestamente histórico sobre el papel del cabildo colonial no es sino discusión política sobre el papel que debe tener la comuna en la Argentina republicana. Pero aquí ha desaparecido ya todo interés autónomo por el pasado, y el hecho deja por lo tanto de interesarnos. Interesa, sí, advertir cómo quienes quisieron honradamente averiguar cómo era ese modo de ser debieron a la vez estudiar el papel de la comuna en nuestra vida colonial y en la transición hacia la independencia. No se quiere aquí juzgar si quienes emprendían tal investigación llevaban ya, sin saberlo, una muy determinada solución para ella, ni es preciso señalar -porque se lo ha hecho ya hasta la saciedad, y a veces en forma harto simplista- lo que pudo haber de falaz o de incompleto en la imagen del sentimiento liberal vago pero potente que animaba a nuestros cabildos en su tenaz lucha por sus fueros. Pero véase cómo este interés por el municipio, nacido de nuestra generación romántica, logra arraigar en el pensamiento nacional y perdurar en él por un tiempo insólitamente prolongado. Eso se debe a que fue recibiendo a lo largo de su vigencia estímulos muy diversos, y él mismo fue variando junto con esos estímulos. Los modelos de vida municipal se desplazan a través de los continentes, y el ideal se colora según las cambiantes preferencias del tiempo, pero conservará siempre -aun cuando queme los viejos ídolos, y no aspire ya a señalar rumbos, sino a dar una descripción neutra de una realidad que proclama análoga a la que estudian las ciencias naturales-, conservará siempre el sello de su origen romántico. Porque romántica era en efecto la fuente de que tomó Echeverría, junto con su generación, el interés por la comuna. Y romántico es el propósito polémico con que recuerda las inmerecidas desgracias de esa víctima del centralismo unitario.

En su origen pudo tener esta exaltación de la comuna el sentido de una glorificación del tercer estado, que mantuvo en tiempos barbaros el rescoldo de la civilización romana. Pero esa glorificación había tomado ya un derrotero particular: era a la vez búsqueda de los orígenes, era la pretensión ingenua y obstinada de captar una tendencia en su pureza primitiva a la vez que en su plena vitalidad, o, mejor, de alcanzar en su desnudez originaria una energía creadora de unas formas en las que sin duda ha de manifestarse, pero va enmascarada. Por ello es preciso buscarla en su origen, en la imagen mítica de una edad de oro no de quietud, sino dominada por la pura creación, por una serena actividad no perturbada. He aquí un primer aspecto del interés por el municipio.

Pero no sólo se daba esa búsqueda reverente de los orígenes de la libertad moderna. En la necesidad de resolver el conflicto entre autoridad e individuo también podía hallarse en el municipio una respuesta peculiar. No se quiere ya ver frente a frente al estado unitario, creación desprovista de toda sustancia histórica, y un genérico individuo, también él formal y abstracto. La imagen de un estado formado por una libre federación de municipios no implica crear un grado más en la escala de términos contrapuestos, es la pretensión de acabar con toda contraposición mediante una imagen más rica y concreta del individuo y del estado; del individuo, sumergido en una comunidad dentro de la cual alcanza pleno sentido su personalidad propia, conformada por ella a la vez que en contra de ella; del estado no ya visto como una voluntad formal, sino como creación de esos individuos agrupados en unas comunidades a cuya adhesión constantemente renovada debe su existencia.

Imagen de un mundo en discorde concordia, que no estaba ausente del pensamiento de Echeverría. A ella alude quizá al escribir a Urquiza que «tomando como principio de nuestra doctrina el pensamiento de Mayo, queremos la verdadera Federación, porque queremos la democracia, que no es otra cosa que la organización federativa de la Provincia y de la República... queremos para asegurar el goce de esas garantías sociales, la organización del Sistema Municipal en cada distrito, en cada villa, en cada Departamento de Provincia, y V. E. no debe ignorar que el sistema municipal es el fundamento necesario de toda federación bien consolidada y cimentada»18. En esta carta hay una ambigüedad querida, y el término mismo de federación está destinado a introducir ocultamente una exigencia nueva, identificándola con las creencias más queridas de aquellos a quienes se revela así a medias. Es la inocente insidia del misionero, y quizá a Echeverría, que gustaba de comparar a su grupo con el de los Apóstoles, no le desagradaría el recuerdo de las palabras de San Pablo sobre un Dios desconocido. Pero tampoco es ilícito justificar de otro modo esta supuesta ocultación: ¿acaso la doctrina antigua a la que se asimila la nueva no es ya un reflejo anticipado, una prefiguración imperfecta de ésta? Pero en el caso de Echeverría esta ambigüedad, consejo de la prudencia, tenía además otro significado, era trasunto de un ideario renovador que debía satisfacer a la vez a exigencias opuestas.

Había en primer lugar -ya se ha dicho- una defensa de la institución municipal, cuna de nuestras libertades, ahogada por el pedantesco iluminismo unitario. Ella está vinculada con la imagen romántica de la vida municipal, de esa libertad y unidad concretas, y por lo tanto infinitamente más valiosas que las meramente formales garantizadas por el estado unitario.

«Concebíamos [...] la necesidad [...] de constituir con este fin en cada partido un centro de acción administrativa y gubernativa que, eslabonándose a los demás, imprimiese vida potente y uniforme a la asociación nacional, gobernada por un poder central.

Se ve, pues, que caminábamos a la unidad, pero por diversa senda que los federales y unitarios. No a la unidad de forma del unitarismo, ni a la despótica del federalismo, sino a la unidad intrínseca, animada, que proviene de la concentración y acción de las capacidades físicas y morales de todos los miembros de la asociación política»19.



Unidad «intrínseca, animada». Se alude aquí a una imagen muy determinada de la vida argentina, centrada en la espontánea y milagrosamente acorde actividad de los municipios. Porque el organizar a la nación en comunas no significaba tan sólo una senda distinta en la marcha hacia la unidad; implicaba a la vez la adopción de una determinada unidad; la organización municipal era un medio y a la vez un fin. Pero este ideal que diríamos de democracia orgánica, si esta conjunción de palabras no evocase cosas muy turbias que desde luego nada tienen que ver con el pensamiento de Echeverría, chocaba con otras inclinaciones y tendencias del pensador. Y en las cartas a De Angelis vemos cómo se proclama con vehemencia aun mayor la importancia del municipio, pero a la vez se trueca su sentido:

«Ahora bien, si en vista de lo expuesto me preguntasen: ¿Quiere usted para su país un Congreso y una Constitución? Contestaría: No. Y ¿qué quiere usted? Quiero, replicaría, aceptar los hechos consumados, existentes en la República Argentina, los que nos ha legado la historia y la tradición revolucionaria. Quiero ante todo reconocer el hecho dominador, indestructible, radicado en nuestra sociedad, anterior a la revolución de Mayo y robustecido y legitimado por ella, de la existencia del espíritu de localidad; y que todos los patriotas se apliquen a encontrar el medio de hacerle olvidar sus resabios y preocupaciones disolventes, de iluminarlo para la vida social. ¿Cómo se conseguirá ese fin? Por medio de la organización del poder municipal en cada distrito, en cada provincia y en toda la República. Quiero que a ese núcleo primitivo de asociación municipal, a esa pequeña patria, se incorporen todas esas individualidades nómadas que vagan por nuestros campos; que dejen la lanza, abran allí su corazón a los afectos simpáticos y soaciales y se despojen poco a poco de su selvática rudeza. El distrito municipal será la escuela donde el pueblo aprenda a conocer sus intereses y sus derechos, donde adquiera costumbres cívicas y sociales, donde se eduque paulatinamente para el gobierno de sí mismo o la democracia, bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados; en él se derramarán los gérmenes del orden, de la paz, de la libertad, del trabajo común encaminado al bienestar común; se cimentará la educación de la niñez, se difundirá el espíritu de asociación, se desarrollarán los sentimientos de patria y se echarán los únicos indestructibles fundamentos de la organización futura de la República. ¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la Sociedad Argentina una Constitución? Al cabo de veinticinco, de cincuenta años de vida municipal, cuando toda ella lo pida a gritos y pueda salir de su cabeza como la estatua bellísima de un escultor»20.



El espíritu de localidad viene dado por el pasado, es un dato del que no es posible ya prescindir, por más que así se prefiriese hacerlo. No queda entonces sino sacar de él el mejor partido posible, «iluminarlo», transformarlo de elemento negativo en positivo. Porque junto a este instinto localista mezquino es posible imaginar otro, iluminado, y el marco para la transformación que llevará del primero al segundo es el municipio. He aquí una nueva imagen de la comuna, no ya centro de una libre actividad creadora, sino receptáculo pasivo de una enseñanza que le llega de los «patriotas ilustrados», a cuyo cargo estará dirigir la transformación. No queramos examinar qué había de viable en este proyecto y preguntarnos cómo iba a ser posible a los grupos ilustrados reconquistar un poder que habían perdido cuando iban unidos, si ahora deben separarse y actuar aisladamente en cada municipio. Como suele ocurrir con las soluciones políticas que propone Echeverría, esta división del país en municipios que actúen como otros tantos centros de adoctrinamiento no puede siquiera ser planteada en el plano de las efectivas posibilidades de acción, lo que no le impide ser significativa del rumbo de su pensamiento.

Pero veamos qué era ese espíritu de localidad mezquino, que servirá de materia para las elaboraciones del grupo ilustrado, y qué el localismo iluminado. El viejo espíritu localista implica la pretensión de imponer las formas de vida locales, sin que se acepte frente a ellas disidencia alguna, en una tentativa, que no ha de resignarse a hallar sus límites en el estrecho círculo local, sino pretenderá regir hasta allí donde pueda llegar la fuerza de quienes la emprenden. Ello es así porque la previa adhesión a los ideales tradicionales no se apoya en su mero carácter de tales, sino en supuestas virtudes, en unas excelencias que se supone posee al margen de su vigencia local. Por eso mismo ese localismo mezquino -que podría resumirse, por ejemplo, en la fórmula «Religión o muerte» de Quiroga, fórmula que expresaba la voluntad de imponer una dada forma de vida, y no sólo a la Rioja, en virtud; no de que esa fórmula fuese habitual en la Rioja, sino de que se la juzgaba buena-, aunque surgido de una circunstancia particular, encierra a la vez una aspiración universal. No ocurre lo mismo con el nuevo espíritu de localidad redimido. Aquí no se podría imaginar una fórmula que, como la de Quiroga, no aludiese a la circunstancia local. ¿Se ha perdido entonces toda aspiración de más amplio alcance, esa regeneración no es sino limitación? De ningún modo, pero ahora el proceso será el opuesto: no será la expresión de una pretensión universalmente válida surgida de una concreta circunstancia, sino la modificación, mediante esa circunstancia, de una previa aspiración universal. Pues el nuevo espíritu de localidad no es autónomo, como lo era el viejo. Por el contrario, es lo que ha de producir, al refractarse en la múltiple realidad, ese unitario sistema de ideas que, según Echeverría, han de presidir la regeneración nacional. La resignación a ver al país dividido por veinticinco o cincuenta años es más comprensible si se advierte que la división es sólo ilusoria, que la oculta unidad viene dada por esas ideas que, concertadamente, guían en todas partes por los mismos derroteros. Por esas ideas y por quienes tienen por misión adoctrinar al país en ellas, por los patriotas ilustrados, por la Joven Generación Argentina.

He aquí entonces el papel de la joven generación, un papel no político sino docente. Y no porque no pretenda abarcar aquello que habitualmente se coloca en el campo de la política; por el contrario, ese será el tema específico de su enseñanza. No es político porque no concibe frente a su grupo otras fuerzas que luchen con él en el mismo plano. La nueva generación pretende a veces ser un partido, «un partido nuevo, cuya misión es adoptar lo que de legítimo haya en uno y otro partido, y consagrarse a encontrar la solución pacífica de todos «nuestros problemas con la clave de una síntesis más alta, más nacional y más completa que la suya, que satisfaciendo todas las necesidades legítimas, las abrace y las funda en su unidad»21. Un partido nuevo que, reuniendo todo lo que haya de legítimo en los viejos, ha de quitarles todo papel. Un partido único, por lo tanto. Pero, desde luego, un partido único no es un partido, y lo es aun menos en el pensamiento de Echeverría: lo que diferencia al «nuevo partido» que quiere Echeverría de los variados partidos únicos que nuestro tiempo nos ha deparado es que mientras éstos no pretendan actuar en nombre de una verdad universalmente válida, sino de unas verdades parciales, que justifican su predominio sobre otras verdades igualmente parciales mediante el juicio de Dios de su triunfo en la liza política, el «nuevo partido» ofrece la solución única a todos los problemas, a saber, una «síntesis más alta», frente a la cual es impensable toda disidencia legítima. Mientras el partido único es una solución al problema de la libertad de disentir, solución negativa, pero que revela que el problema ha sido efectivamente planteado, Echeverría niega que el problema pueda siquiera plantearse. Consecuencia quizá enojosa para su liberalismo, pero ineludible, de la exigencia unitaria.

La Nueva Generación no es, entonces, un partido político, sino una institución docente: las fuerzas por medio del vínculo de un Dogma socialista22. Ante todo, predicación. Y frente a «nuestro pensamiento fué llegar a ella [la Revolución] después de una lenta predicación moral que produjese la unión de las voluntades y ese orden docente, una sociedad discente, un coro de discípulos sumisos. Así el municipio pudo dejar de ser el centro de una libre actividad creadora, para trocarse en el aula en que los grupos ilustrados enseñan a los que no lo son el camino para una unidad más alta y valiosa. No será la instancia más elevada de la Argentina nueva; más aun, no tendrá en ella papel autónomo alguno; mero instrumento para lograr la unidad, su papel es del todo pasivo: difunde unas enseñanzas que no ha creado, sino recibido de lo alto. El nuevo municipio, como el nuevo espíritu de localidad, no tiene ya sentido sino dentro de la total estructura de pensamiento y vida presidida por la Creencia».

He aquí en qué concluye esa unidad «intrínseca, animada» que debía traer consigo la actividad de la nueva generación. Esa unidad es, entonces, una jerarquía en que cada instancia halla su justificación en la superior, hasta llegar a aquello cuya validez lleva consigo la de todo el sistema de ideas y hechos revolucionarios: las verdades elementales que sirven de fundamento a todo ese sistema.

El espíritu de localidad tiene así en Echeverría un doble aspecto: irredimido es un obstáculo para la marcha triunfante del nuevo sistema de ideas, y su redención consiste cabalmente en desaparecer como tal obstáculo para ser absorbido por el nuevo sistema y entrar a formar parte de él. Será entonces la materia que proporciona la historia a quien quiere construir una realidad nueva, materia que desde luego impone límites y veda caminos a esa construcción, pero es esa misma materia rebelde la que enriquece con sus exigencias y problemas siempre nuevos el mínimo sistema de ideas originario, supuestamente capaz de dar respuesta a cuanto enigma pueda plantearle la realidad.

Vuelve así a nosotros en una nueva perspectiva esa construcción de la creencia revolucionaria que se describió en el párrafo anterior. Se vio allí cómo, frente al sistema de ideas progresivas que es, o pretende ser, constante creación, lo retrógrado no es sino pura pasividad, la inercia de una forma de vida que ha quedado vacía, sin alma ni sustancia, una ciega rutina que es casi el ciego curso de las cosas inanimadas, Y esa contraposición se nos aparece ahora como sumergida en otra más amplia, entre las ideas renovadoras y la realidad enemiga, una realidad en la que cuenta en primer término esta obstinada resistencia de lo retrógrado. La imagen de la difusión y ampliación del sistema de ideas revolucionarias exige a la vez una muy determinada imagen de la realidad a las que esas ideas han de imponerse, y a esa exigencia debe atribuirse el torcido curso que en el pensamiento de Echeverría ha descripto la idea municipal.

De las muchas novedades que Echeverría quiso aportar al pensamiento argentino, no atribuía la menor importancia a esta de una atención más firme y constante para la realidad. La «realidad»; el término nos parece hoy lleno de ambigüedades: una común experiencia hizo posible que tanto Echeverría como quienes compartían -o rechazaban- su punto de vista supiesen muy bien a qué se quería aludir con esa palabra. Había ante todo allí una crítica dirigida a los unitarios, a ese partido que no supo contar con la realidad. Este error unitario era primero cierta falta de tacto político, que luego se trocó en la voluntariamente ciega soberbia con que los unitarios intentaron imponer a una nación que no lo deseaba sus personales opiniones sobre lo que era oportuno o valioso. Es preciso evitar ese camino que recorrió para su ruina el partido unitario, y para ello habremos de preguntarnos ante todo cómo es esa realidad. No es esa la pregunta que formularía un espectador desprevenido, ella sería más bien, una vez más: ¿qué es esa realidad? Pregunta que de algún modo debió hallar respuesta, pues de otro modo no hubiese sido posible que se plantease directamente la que quiso responder Echeverría.

La existencia de eso que llama la realidad es algo que, para Echeverría, se ha hecho patente en el fracaso del partido unitario. La realidad es aquello que resistió victoriosamente al intento unitario de avasallarlo; pero esa victoria no es fruto de ninguna acción deliberada, es, aun en el triunfo, una mera resistencia sin iniciativa propia la que se enfrenta con el ensayo de someter el mundo al gobierno de las ideas. Esa experiencia conforma decisivamente la visión que de la realidad tiene Echeverría. La realidad es, ante todo, resistencia. Aun cuando pudo aparecer a un primer examen como una fuerza activa, toda auténtica actividad creadora le está vedada. La realidad es aquel mundo de tinieblas que debía ser paulatinamente conquistado a la luz de la idea revolucionaria.

Pero Echeverría contaba con un bagaje cultural en que la realidad no era tan sólo obstaculizados, era también capaz de creación. Y con esas palabras ajenas debió decir lo suyo, a veces opuesto a lo que ellas significaban. Comenzará, por lo tanto, por pedir un acatamiento absoluto de la realidad, del «modo de ser», del «modo de vida» argentinos: «Y advertid que así como no hay sino un modo de ser, un modo de vida del pueblo argentino, no hay sino una solución adecuada para todas nuestras cuestiones»23. «[...] no podremos representar un partido político con pretensiones de nacionalidad, si no basamos nuestra síntesis social sobre fundamentos inmutables, y no damos pruebas incesantes de que la nuestra tiene un principio de vida más nacional y comprende mejor y de modo más completo las condiciones peculiares de ser, y las necesidades vitales del pueblo argentino»24. Pero aquí la ambigüedad dura aun menos que en el caso del municipio; desde el comienzo esa realidad, esos modos de ser o de vida no se nos aparecen como una autómata actividad creadora, sino como objetos a los que se dirige aquello auténticamente creador: el pensamiento revolucionario. Lo que a Echeverría se le aparece como problema no es la realidad, sino la actitud que frente a ella ha de tomar quien quiera influir en el destino de su propio país. El interés por la realidad -ya se ha dicho- sólo se da ligado y subordinado al interés previo por la propia misión y el propio destino. Y ahora la realidad, que comenzó por ser pasivo obstáculo a la marcha triunfante de la idea nueva, se ha transformado en objeto de conocimiento, el pensador tendrá «siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de la sociedad»25. Y la realidad ha de entregarse pasivamente a esa osada investigación. Si en ella tiene la realidad un papel del todo pasivo, el activo corresponderá a los principios, al criterio que guía al pensador. Y aquí sí tiende su lazo la ambigüedad antes temida, porque, ¿ese criterio surge de la realidad misma, o viene dado por el pensador y es previo a su investigación? Pues, de ser verdad lo primero, he aquí que esa realidad que se rinde pasivamente aparecería a la vez como rectora del pensamiento al que se entrega.

Esta pregunta no se la formuló expresamente Echeverría, aunque desde luego el haber exigido una mayor atención por la realidad debiera llevarlo por el primer camino. Y a veces parece que es el que se dispone a seguir, sobre todo en los momentos de más áspera polémica antiunitaria. «Todo esto prueba -dirá en la segunda carta a De Angelis- que erais de la familia de los constituyentes a priori, y que estabais empeñados en amoldar a una forma abstracta la Nación Argentina»26. Pero, claro está, tales invectivas ni siquiera rozan el problema planteado, que deberá al contrario presentarse cada vez que Echeverría, al margen de toda intención polémica, deba establecer cuál es el papel de la realidad y cuál el de los principios en la elaboración de su propio sistema de ideas.

«El punto de arranque, como decíamos entonces para el deslinde de estas cuestiones deben ser nuestras leyes, nuestras costumbres, nuestro estado social; determinar primero lo que somos, y aplicando los principios buscar lo que debemos ser, hacia qué punto debemos gradualmente encaminarnos. Mostrar en seguida la práctica de las naciones cultas cuyo estado social sea análogo al nuestro, y confrontar siempre los hechos con la teoría o la doctrina de los publicistas más adelantados. No salir del terreno práctico, no perderse en abstracciones; tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad...»27. He aquí una vez más, la creencia en un cuerpo de doctrina en unas verdades universalmente válidas que podrían espigarse en los «publicistas más adelantados». Son esas doctrinas las que han de presidir el examen de la realidad apenas se quiera extraer de él normas buenas para la acción. La realidad no es, por lo tanto, quien fija las directivas para el análisis de ella misma, análisis que, como se vio, tenía un propósito bien preciso, «determinar primero lo que somos y [...] buscar lo que debemos ser». Es decir, la transformación de esa realidad en otra nueva, construida de acuerdo con el plan previamente trazado por el pensador. Pero así la realidad no se renueva, es renovada: una vez más se nos aparece como pasiva.

Y pasivo es, siempre, el papel que le atribuye Echeverría. Y quizá eso fuese inevitable. Surge su pensamiento político como una crítica del intento de sobreponerse a la realidad sin tomarla en cuenta. Esa tentativa, en que se conjugaban ignorancia y soberbia, ha fracasado, y es preciso, por lo tanto, intentar nuevamente la empresa sobre bases más sólidas. Pero la empresa es siempre la misma: dominar y transformar esa realidad hostil. Para ello es necesario previamente conocerla, pero con un conocimiento vuelto él también a la acción, hacia esa tentativa de dominio y definitiva victoria, y conformado por esa su intención. Conocimiento de algo que es hostil, y que es ante todo ajeno, conocimiento sumario, que no pretende comprender esa realidad que a sus ojos se presenta, sino tan sólo tener de ella los datos precisos para combatirla más eficazmente.

¿Es esta la actitud que mantiene Echeverría frente a esa realidad sobre la cual quiso llamar la atención? Al parecer, es ésta. Y si hay muchas buenas razones para sorprenderse de que sea precisamente ésta, la que más nos mueve a la sorpresa no es una buena razón. Esa no buena razón es que ha solido mezclarse el nombre de Echeverría con otra palabra que desde hace algún tiempo ha comenzado a correr también por nuestra tierra: historicismo. Al iluminismo unitario suele contraponerse el historicismo de la generación del 37. Sólo que tiende a identificarse el iluminismo con ciertos caracteres de la política unitaria, por ejemplo, con su falta de tacto. El político unitario, según la imagen caricaturesca que de él trazó la nueva generación, pedantescamente seguro de sí mismo ha pasado a ser la imagen corpórea del pensamiento ilustrado. E historicista ha pasado a ser -a falta de otro nombre- todo lo que se oponía a los unitarios, no sólo un pensamiento que, como el de Echeverría, o Alberdi, o Sarmiento, intentara dentro de sus posibilidades comprender la realidad histórica que a sus ojos se presentaba, sino aun, muy curiosamente, la tiranía rosista, tras de cuyas tendencias políticas «realistas» hay quienes gustan de imaginar todo un sistema de pensamientos, que se trasunta en esa falta de escrúpulos y afición a la intriga. ¿Será preciso advertir que el proponerse ciertas finalidades ilustradas no va necesariamente emparejado con una torpe elección de los medios que han de emplearse para alcanzarlas? ¿Que historicismo no es -no digamos realismo político, pues eso es demasiado evidente-, que no es el sólo plantearse problemáticamente la realidad histórica que halla ante sí el pensador, sino una determinada solución que a ese planteo puede darse? Como es sabido la generación del 37 comenzó por demostrar muy escasa habilidad política, lo que ha de atribuirse quizá a su escasa experiencia. Cuando el bloqueo francés, mientras los viejos unitarios adivinaron inmediatamente que de él sólo podía salir humillación y vergüenza, y ninguna ventaja positiva, y se apresuraron a echar esa vergüenza sobre el enemigo, sobre el tirano que mientras oprime a su propio pueblo se somete mansamente a la afrenta extranjera, la joven generación, en cambio, creyó en el «papel civilizador» de Francia. Pero no busquemos aquí la prueba de que no era historicista, pues el historicismo no es una manera de actuar, sino una manera de ver la historia.

Manera de ver que no fue la de Echeverría. Y quizá, al margen de cuanto pueda opinarse acerca de la validez del historicismo, está bien que así haya sido. ¿Es posible a la vez un pensamiento renovador y detenido a comprender esa realidad que se combate? Sí es posible, y de ello tenemos un testimonio admirable en el Facundo. Pero para que ello ocurra no bastan las buenas intenciones, no es tampoco suficiente un instrumento ideológico adecuado. Es evidente que para Sarmiento es Facundo una etapa necesaria en la vida argentina, y en esa necesidad halla su justificación. Pero no nace de esa idea la comprensión que del mundo de Facundo logra Sarmiento, para la cual los contemporáneos hubiesen dado una explicación bastante sumaria, pero no descaminada: genio. Y el forzado elogio y apenas oculto desdén con que Echeverría recibe el «método de exposición dramático, estilo animado, pintoresco, lleno de vigor, frescura y novedad», la «mucha observación y bellísimos cuadros diseñados con las tintas de la inspiración poética de una obra que es, sin embargo, poco dogmática»28, basta para advertir hasta qué punto le es ajena toda sensibilidad para lo individual-histórico, que se le aparece como mera tendencia a la descripción pintoresca, o, como dirá en unas líneas no destinadas a la publicidad, «divagaciones fantásticas, descripciones y raudal de cháchara infecunda»29. El único pensador realmente dogmático del Plata verá siempre en la realidad el teatro de la


«[...] guerra fatal y necesaria
entre la causa del bien y su contraria».



He aquí un pensamiento vuelto todo él a la lucha, que se resume en un ciego llamado al combate. Pero no podía ser tan sólo ese el propósito que llevó a Echeverría a la acción política, ni podrá parecerle del todo satisfactoria esa conclusión. Por debajo de los conflictos entre el pensamiento de Echeverría y el legado cultural que ha recibido se dan todavía otros conflictos, unas luchas que surgen ahora entre tendencias dispares ninguna de las cuales quiere sacrificarse, que quieren sostenerse ciegamente todas ellas y que no logran, ni buscan, la armonía. Y si antes pudimos oír en las palabras ajenas un acento genuino, y en esto consistía la victoria del auténtico Echeverría, ahora no hay lugar ya para la victoria ni para la derrota, precisamente porque todo es genuino y hondamente propio: todos esos derroteros divergentes coinciden con las inclinaciones del pensador, y en errar sin rumbo a través de ellos ha de agotarse el pensamiento de Echeverría.




Conflictos últimos

He aquí, pues, un mundo que no era sino ciega materia inerte hasta que, en un destemplado día de Mayo, vino a habitarlo la idea revolucionaria. Quizá pueda hallarse grandiosa esta imagen. Pero no se ve cómo puede encerrarse en ella una realidad rica y varia. También Echeverría sintió esa dificultad; como poeta se había formado en medio de las preferencias románticas por lo pintoresco y característico, es decir, por lo peculiar y concreto; como pensador político ha partido de una crítica al unitarismo en la que da lugar principal entre las causas de la catástrofe a la «tendencia hacia lo abstracto» de sus guías espirituales. Además, se hace difícil admitir una negación total del pasado anterior al hecho revolucionario por quien siente por ese pasado una atracción muy viva, por quien, por ejemplo, ha estudiado con tesón los clásicos del Siglo de Oro, en esa época no muy apreciados en Buenos Aires (es verdad que para adquirir un estilo formalmente correcto, lo que constituye un muy curioso ejercicio para un poeta innovador y revolucionario). Esa negación conocerá, por lo tanto, atenuaciones. Tal imagen es sólo válida para la América Hispánica. El espectáculo de la historia hispanoamericana, de sus choques entre unas pocas fuerzas muy homogéneas, estimula esta brutal simplificación que ve en todo el trasunto de la lucha entre «la causa del bien y su contraria». Así, escribe Echeverría en su respuesta a Alcalá Galiano, «[...] no se oculta a los americanos que en una sociedad como la española, para reconstruir las creencias [...] sea necesario "injertar las nuevas ideas en las ideas antiguas"; y sólo podrían extrañar que España no sepa aprovechar de esta ventaja inmensa de antiguas tradiciones [...] para reconstruir y engendrar [...] algo nuevo y original, [...] que se asemeje a lo que hizo la gloria de la vieja, España [...] la sociedad española no es la sociedad americana [...] nada tiene que hacer la tradición colonial, despótica, en que el pueblo era cero, con el principio democrático de la revolución americana y [...] entre aquella tradición y este principio no hay injerto ni transacción posible [...]»30.

Pero aun en este campo más restringido, la interpretación que el sistema del Dogma da de la historia importa tales mutilaciones y deformaciones que Echeverría habrá de contradecirla cada vez que examine con cierta atención el curso de los hechos que han sucedido después de Mayo. Por todas partes la realidad desborda este seco esquema en que a «Mayo-progreso-democracia» se opone la otra tríada siniestra de «colonia-retroceso-tiranía», encarnada a veces en Rosas. Puesto que Rosas es encarnación de esto último, sus atributos sólo pueden ser los de una perfidia ininteligente, condenada por otra parte a la derrota. Y los calificativos que Echeverría aplica a Rosas (por ejemplo «imbécil» y «malvado») no son tan sólo la única e inefectiva venganza que le queda al desterrado contra su perseguidor; constituyen, dentro del sistema del Dogma, una definición estricta y completa de lo que significa el rosismo. Naturalmente que cuando Echeverría -como ocurre en la polémica con De Angelis- se libera de sus preocupaciones dogmáticas logra dar análisis mucho más ricos y profundos del proceso que había vivido la Argentina independiente.

El llamado a la realidad, del que había surgido el Dogma, no halla lugar en él. Desde luego, ese conjunto de verdades dogmáticas universalmente válidas ha nacido de una concreta circunstancia, y para satisfacer las exigencias también muy determinadas que esa circunstancia impone. Hay aquí un continuo doble plano: una afirmación absolutamente válida subordina esa su validez a ciertas condiciones mudables; esa validez se revela entonces relativa. Es quizá esto lo que se ha llamado el pragmatismo de Echeverría, pragmatismo que ha sido ásperamente negado pero que surge, sin embargo, como posibilidad de una solución para la ambigua empresa que quiso llevar a cabo Echeverría: formular unas ideas (verdaderas) que sirviesen a la vez de instrumento para la regeneración nacional. La relación entre verdad y utilidad, o, más ampliamente, entre actividad teórica y práctica es el problema para el cual el pragmatismo da respuesta. Respuesta que no es sino una de las muy variadas que a él pueden darse. ¿Fue la que hizo suya Echeverría? Pero para resolver este problema, es preciso plantearlo explícitamente y de una vez por todas. Y eso no lo hizo nunca Echeverría. El Dogma debía «en pequeño espacio abarcar los fundamentos o principios de todo un sistema social», debía a la vez ser «instrumento de propaganda»31. He aquí dos misiones distintas, que, según Echeverría, no se contradicen, pero tampoco se implican la una a la otra. Ambas se dan yuxtapuestas. Pero no es tampoco esta la solución única; un problema que no se plantea abiertamente, y que debe ser resuelto a cada paso, sin la cabal comprensión de lo que él significa, ha de alcanzar sucesivamente soluciones muy diversas; entre ellas, a veces, algunas cercanas al pragmatismo. Pero ese dudar entre las diversas justificaciones que a su pensamiento pueden darse es en Echeverría trasunto de una duda aun más grave, la duda acerca de si ese pensamiento puede alcanzar justificación alguna. Duda ésta que corroe toda la construcción dogmática.

Esa construcción era ya dudosamente válida en cuanto incapaz de traducir en su pobre sistema de símbolos la compleja realidad de la que se propuso dar la clave. Pero su validez se hará problemática además por otra causa. Ya se ha visto cómo, por debajo de las opiniones de Echeverría sobre política hay otro dato mucho más hondo y esencial: su liberalismo. El liberalismo es hasta tal punto la atmósfera que envuelve el pensamiento todo de Echeverría, que éste es incapaz de advertir que ciertas conclusiones antiliberales a las que no puede menos que llegar su pensamiento son efectivamente antiliberales. Pues ocurre que dentro del sistema de ideas que hizo suyo Echeverría no hallaba lugar legítimo su liberalismo, un liberalismo que no implicaba tan sólo querer que fuesen toleradas las opiniones que disentían de la suya, sino ver como justificada y legítima esa disidencia. Pero esto último era incompatible con esa oposición entre las fuerzas del bien, que levantan el Dogma por bandera, y las malignas del «insociable y bárbaro egoísmo». Esa lucha no puede sino concluir con el aniquilamiento de las fuerzas del mal:

«El triunfo de la revolución, es para nosotros el de la idea nueva y progresiva; es el triunfo de la causa santa de la libertad del hombre y de los pueblos. Pero ese triunfo no ha sido completo, porque las dos ideas se hostilizan sordamente todavía; y porque el espíritu nuevo no ha aniquilado completamente al espíritu de las tinieblas»32.



Desde luego esta lucha hasta el aniquilamiento, consecuencia de la cerrada contraposición entre la «causa del bien y su contraria» habrá de darse tan sólo donde se dé esta última: en Hispanoamérica. En la Argentina no tiene sentido hablar de enseñanza libre, no hay neutralidad posible; todo, y también la escuela, está necesariamente orientado hacia uno de los dos polos, hacia el bien o hacia el mal. He aquí algo que Echeverría no pretende imponer a la realidad, sino, según cree, extraer de las enseñanzas que ella proporciona. Por eso la enseñanza libre es absurda en Hispanoamérica, y puede ser buena en Europa:

«La enseñanza libre, buena quizá en Europa o en países donde las creencias y tradiciones seculares arraigándose en la sociedad mantienen su equilibrio moral... no puede sino echar incesantemente entre nosotros nuevos gérmenes de discordia y confusión, y a ella debemos atribuir gran parte de la anarquía moral y física que nos ha devorado, y esterilizado treinta y cuatro años de revolución»33.



Este punto de vista se da, para el mismo Echeverría, ligado a la exigencia unitaria de la que es corolario: «creo [...] que si queremos [...] la felicidad de nuestro país [...] debemos marchar todos en un sentido y con una mira»34.

Pero también en el más reducido campo nacional tenía el liberalismo de Echeverría que decir su palabra. En el mismo Discurso sobre Mayo y la enseñanza popular en el Plata busca Echeverría representarse concretamente qué debe significar la caída del régimen rosista, y he aquí lo que se le aparece como deseable:

«Es más que probable -afirma- que la colisión de los partidos; después de la caída de Rosas, será en el terreno de la legalidad [...] y esto es lo que debemos apetecer [...] que reine la libertad, y se abra al fin la arena de la discusión, donde puedan luchar pacíficamente todas las opiniones legítimas» (cuente o no entre ellas la del «insociable y bárbaro egoísmo» -y al parecer Echeverría sí la cuenta-; lo importante es aquí que se admita la posibilidad de que se den diversas opiniones legítimas) «y conquistar con las armas de la razón, el poder y la iniciativa social los que se muestren mejores y más capaces»35. Nos hallamos ante formas, de pensar típicamente liberales (aun más significativo que la exigencia primera de que se abra la «arena de la discusión» sea que se afirme que en ella saldrán necesariamente victoriosos los mejores y más capaces); la victoria contra el mal permitirá proseguir esa misma lucha como polémica periodística o contienda electoral.

Estas conclusiones niegan, claro está, las del Dogma. Pero de ningún modo las anulan. Nacido del llamado a un más atento examen de la realidad con vistas a la liberación de la propia patria, el Dogma no satisface ninguna de esas dos aspiraciones, y logra sin embargo mantenerse en pie. Ya se ha visto que lo que en él se proclama es fruto de un aprendizaje, de un pasivo acatamiento de la cultura europea, y de las que eran juzgadas sus unánimes conclusiones. Pero si ese prestigio de las verdades proclamadas por los «publicistas más adelantados» conserva fuerza bastante para oponerse a inclinaciones mucho más hondas y decisivas es porque detrás de esa mansa receptividad de discípulo aplicado, estaba el discípulo mismo, el hombre que como lo vio Sarmiento «piensa donde nadie piensa» y busca «en los libros, en las constituciones, en las teorías, en los principios, la explicación del cataclismo que lo envuelve y entre cuyos aluviones de fango, quisiera alzar aun la cabeza, y decirse habitante de otro mundo y muestra de otra creación»36, el hombre que finca su máximo orgullo en ser el único pensador realmente dogmático del Plata.

Era ese destino, esa misión que Echeverría había hecho suya y que venía así a prestar sentido a su existencia dolorida, lo que se arriesgaba en un examen de las ideas del Dogma a la luz de las intenciones que condujeron a formularlo. Pero si, por esa razón, el examen no pudo hacerlo Echeverría, no por ello era menos viva su duda acerca de la validez de esas ideas, precisamente porque era muy viva se rehusaba obstinadamente a toda revisión crítica. Así el problema limitado de la validez de un dado sistema se trueca en un hondo desgarramiento de conciencia, y esa pregunta que no ha querido formularse concluye por inficionar toda la actitud de Echeverría frente al conocimiento teórico: ante él le quedará siempre un irreductible residuo de escepticismo. Sólo que esa actitud genéricamente pesimista frente a los resultados que pueda alcanzar toda especulación teórica no puede ser tampoco confesada: especular teóricamente es la misión que Echeverría ha dado a su vida. Por eso sólo se opondrán a la seca, árida estructura dogmática unos escrúpulos y reticencias que no podrán manifestarse nunca del todo. Es esto, ya se ha visto, consecuencia de la ingenua idea de que puede recibirse pasivamente la verdad por medio de los «publicistas más adelantados». Pero esta idea va a la vez unida a la decisión de labrarse un destino como poeta y pensador revolucionario. Por eso será preciso juzgar a Echeverría como él gustó de juzgar a los demás, mediante un juicio ideológico que se hace a la vez juicio ético: es bueno o malo que haya pensado así. Porque ello no implicaba tan sólo un error, era un despreocuparse del recto pensar en la esperanza de alcanzar esa buscada realización de un dado tipo humano, el del innovador ideológico. El error se dobla así en despego por esa búsqueda de la verdad que, sólo ella, pueda dar sentido a la actividad del pensador. No sólo, entonces, se combaten en Echeverría el pensamiento y la acción, hay también algo más hondo que ellos, algo que hace que ambos sean vistos como formas de comportarse, como actitudes que se juzgan en cuanto puros gestos, desprovistos de toda finalidad y de todo propósito, gestos más o menos adecuados a ese revolucionario en literatura y en política que se desearía ser. Es esa imagen ideal lo que es preciso salvar por encima de todo. Está ahí, en esa seca deliberación, en esa resistencia a todo generoso abandono lo que quien quiera hacerlo puede llamar la culpa de Echeverría; quizá sea más justo decir que era ese su límite, un límite que lo encerraba inexorablemente en ese árido mundo de esquemas ideológicos. Porque Echeverría no podrá ya huir de esa estructura por la cual se siente sin embargo oprimido; ni, a pesar de esa opresión, se lo propondrá jamás seriamente. Este universo sin aire será para siempre el suyo, y el llamado a la realidad que es el rasgo más constante del pensador a la vez que del poeta habrá de señalar la relación tensa y ambigua -esperanza y desesperación- que lo liga con ese mundo que se ha construido, pues es a veces trasunto de la opresión y angustia que nacen de esas sus criaturas desencarnadas, a veces afirmación insolente de que esas imágenes sin vida son más reales que la realidad misma.





 
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