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El poeta a las musas: [Poema]

Rubén Darío







   Tengo de preguntaros ¡oh divinas
musas! si el plectro humilde que meneo
mejor produzca los marciales himnos,
y dé armonía al cántico guerrero;

   o de natura los preciados dones
ensalce al son de cadenciosos versos,
o en églogas armónicas repita
de Títiro, el cantar y Melibeo.

    Decidme, sacras Musas, si el coturno
trágico calce de grandioso fuego
henchido el corazón; o si la trompa
que puede producir los cantos épicos

   empuñe osado; o si la ebúrnea lira
vagos intenten dominar mis dedos
para cuajar el aire de armonías
dulces como las mieles del Himeto.

   Yo ansío la corona que la Fama
brinda a los sacerdotes de lo bello,
y corro en busca del divino lauro
verde siempre al fulgor apolineo.

   En su loco afanar la mente mía
alza a la altura el atrevido vuelo,
y se embebe en la luz de lo infinito
al admirar a los pasados genios.

   Rudo en mi oído escucho resonante
el exámetro rígido de Homero
y el són melifluo de la flauta de oro
que inventa Pan dentro los bosques griegos.

   Siglos pasados, extendiendo el arte
su eterna luz y su poder excelso,
materia de inmortales concepciones
e instrumentos y voz al vate dieron.

   Batió el Pegaso el ala voladora,
irguió la crin y del Olimpo heleno
hirió la cumbre con el leve casco:
y el poeta preludió su hosanna eterno.

   El padre Apolo derramó su gracia,
el padre Apolo del talante regio,
aquel del verso rítmico y sonante
que llenaba el abismo de los cielos.

   Y fue el poeta de laurel ceñido
del rubio dios en los alegres juegos,
e infinita cadencia inagotable
brotaba de sus labios entreabiertos.

    Pero este siglo, Musas, tan extraño
del arte universal a los portentos
¿a quién no infunde temerosa idea
por más que lleve ardores en el pecho?

    ¿Qué ley ha de seguir el que vibrante
bordón del arpa pulsa, y el soberbio
cantar pretende a las sonoras alas
confiar ansioso, de los vagos vientos?

   Cruje la inmensa fábrica y retumba
incesante golpear de broncos hierros;
Y tal parece que martilla el yunque,
gobernador del mundo, Polifemo.

   Decidme si he de alzar voces altivas
ensalzando el espíritu moderno;
o si echando al olvido estas edades
me abandone a merced de los recuerdos.

    Porque es más de mi agrado el engolfarme
en mis tranquilos clásicos recreos,
en pasadas memorias, y en delicias
que me suelen traer días pretéritos.

   Ya no se oye de Eschylo la palabra
vibradora y terrible como el trueno,
ni repite rapsodio vagabundo
las rudas notas del mendigo Homero.

    Calló el rabel de Teócrito apacible
que amor cantó de rústicos monteros,
rodaron las estatuas de los pórticos
y enmudeció el oráculo de Delfos.

    Hoy el rayo de Júpiter Olímpico
es esclavo de Franklin y de Edison;
ya nada queda del flamante tirso,
y el ruin Champagne sucedió al Falerno.

   Las abejas del Ática libaron
flores sagradas de divinos pélalos,
alimentadas con la savia pura
que a raudales brotó de virgen suelo.

    Se congregaban los poetas todos,
y fijos en el lauro de Menermo,
pulsaba los alambres de las citaras
inventando dulcísimos conciertos.

    Y así reinaba el arte poderoso,
de par en par las puertas de su templo,
y bajo un cielo azul iban errantes
las balsámicas brisas del Egeo.

    Todo acabó. Decidme, sacras Musas,
¿cómo cantar en este aciago tiempo
en que hasta los humanos orgullosos,
pretenden arrojar a Dios del Cielo?

Nicaragua, 1886.





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