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El pozo que fluye

Carlos Franz





Me invitan a esta residencia para escritores a orillas del lago Léman, en Suiza. El pequeño castillo perteneció a Heinrich María Ledig-Rowohlt el legendario editor alemán dueño de la editorial del mismo nombre. Rowohlt era un hombre hospitalario y sociable, un editor en el antiguo sentido de la palabra -sentido que nunca fue antiguo en Chile, sencillamente porque no nos tocó-: mecenas, consejero, amigo personal de sus escritores, un editor para quien la literatura era una obra y no un producto. La casa alojó a Graham Greene, a Albert Camus, a Vladimir Nabokov, que venía desde el Hotel Montreaux Palace, donde vivía, a cazar mariposas en las laderas y viñedos que rodean a este petit chateau. Las habitaciones están llenas de recuerdos y testimonios de los buenos momentos que se vivieron en ella: en el salón tres acuarelas de Henry Miller dedicadas a su amigo, surrealistas, oníricas, de pincelada suelta como su pluma. A su muerte, Jane, la viuda de Rowohlt, quiso que esa convivencia intelectual y creativa perdurara de algún modo y donó la mansión, a puertas cerradas, para que siguiera recibiendo escritores. Y aquí estamos, los autores invitados a escribir en el castillo, este verano, sentados al anochecer en la terraza que mira sobre el lago, escuchando piezas para guitarra clásica de Heitor Villalobos, mientras las luces de Evian les bains titilan en la otra orilla, en Francia.

Hasta cierto punto, esta casa fue la versión moderna del antiguo salón ilustrado francés o, si vamos a modelos más clásicos, la corte de ducado italiano, donde una clase rica y a la vez cultivada -hoy, poner esos dos adjetivos juntos casi parece una antinomia- recibía no sólo a sus pares en poder y dinero, sino a los artistas y escritores que le proporcionaban la riqueza de lo que no es posible adquirir: el talento. En Latinoamérica también existieron, aunque nuestra proverbial desconfianza, nuestra actitud chúcara hacia la cultura, las haya hecho más escasas. Victoria Ocampo tuvo una casa así en las afueras de Buenos Aires. Y nuestra inolvidable Momo Balmaceda, recibió en su pequeña morada de cuento de hadas, frente a la desembocadura del Maipo, en Lo Gallardo, a varias generaciones de escritores y artistas.

Recuerdo la primera vez que entré al jardín de Lo Gallardo, a mis veinte años: entre los rosales, sentado en el pasto, a pleno sol, un pintor dibujaba un jarrón de greda cruda, color carne, puesto ante él. Estaba tan concentrado que ni me vio. Al fondo del jardín había -confío en que habrá, todavía- un pozo con estas palabras inmejorablemente irónicas cuando están talladas sobre el brocal de una noria: «Panta Rhei», todo fluye. Esta síntesis platónica de la idea de Heráclito, siempre me pareció un emblema adecuado para aquella gran hospitalidad. Lo empozado, lo acumulado, la riqueza reunida, debe fluir, y uno de los mejores modos de compartirla es intercambiarla por talento.

Me temo que esta noción, en el Chile actual de capitalismo salvaje, en fase de acumulación, de empozamiento, no sea más que una ilusión romántica, de artista. Una clase debe pasar de su cenit, debe comenzar a desilusionarse de lo material, debe entrar en una etapa levemente decadente, para empezar a apreciar lo que no puede comprar, para dejarle su casa a los artistas en lugar de a la rapacidad de la descendencia.

Mientras tanto, en el pequeño castillo sobre el lago de Ginebra, escribimos de día y hablamos de noche. Hay un lituano, una rusa, una checa, una sudafricana, este chileno. Los temas son literarios, filosóficos, políticos, inevitablemente. El poeta lituano cuenta que fue el noveno ciudadano soviético privado de su ciudadanía, por disidente; la checa, es la biógrafa oficial de Vaclav Havel; la sudafricana, que no ha vuelto a su país en veinte años, reconoce que allí llegó a sentirse culpable de ser blanca. Yo menciono tímidamente nuestra transición democrática y me doy cuenta de que a nadie le dice nada, o tan poco como ese lugar remoto, Chile. No hay como el vasto mundo para enseñarnos a humildes. Y la luna aparece sobre el pequeño castillo, riela sobre el inmenso lago que aunque inmóvil, fluye.





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