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El primer beso

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

¡Ah! cada uno le ha gustado quien ha amado... ¿cómo es? Quien lo puede saber dice. Y aún así quién no daría por él -todo-. Si hay algún placer en este mundo, por el que sacrificarías todo lo demás -después es el primer beso, inocente, infantil, pedante, incluso pero, ¡oh! Cuánta dulzura hay justo en esta infancia, en esta falsa imaginación sobre su valor, en este abandono mudo a la boca de niña. Tímida- parece con todo esto una osadía, dulce -parece un acto de violencia, regalada-, parece raptado, y ah, el que rapta y el damnificado son en la misma medida felices -es decir, sobre medida-. Cuantas cosas en el mundo pueden suceder dos veces, revienen -pero el primer beso, con todas las dulzuras, permanece el primero en los recuerdos- dulce imborrable, incalculable.

Era una noche de invierno, con luna, con nubes, con estrellas; un frío áspero y reconfortante y sin viento. Bruma y nieve se habían colocado sobre las vallas y las cercas de ambas partes de la callejuela -la luz de la luna blanqueaba todavía la nieve cargada sobre las ramas de árboles y sobre las cercas, como sobre unas bolas de algodón, y sobre la calle helada que cruje bajo los pasos pasaba él del brazo con ella, él con abrigo con la solapa levantada, ella con tres cuartos de lana, roja la cara de frío, su capuchón de lana deja ver la frente, toda la frente blanca encuadrada por un pelo de oro, y el tres cuartos, todo lo grueso que hubiera sido, sin embargo diseñaba con nitidez las líneas de una cintura como la encuentras solo de los quince a los veinte años.

Él tenía dieciocho años, ella dieciséis. Hablaban riendo o, mejor dicho, reían hablando -había mucha más risa que palabras, y con cuanta felicidad ríes en esta edad de cualquier tontería que se te pasa por la cabeza-. Quién no recuerda su juventud -cada uno ha tenido una- de aquellos intentos de ser serios en amor, que está en la vida, aquella defensa en parágrafos de la niñez, para no llamarlo por su nombre, para no tutear, para no besar -las otras serían como fueran, pero la boquita, ¡como desierta! Así eran también ellos. Hablar sobre -historia, geografía y otras cosas útiles- sí, se entiende, lo que quieras -pero un besito, un tú, un nombre... dulce- ¿esto? ¡Nunca!

Así habrían permanecido, pero, ¡ah, la luna! ¡La luna!

La luna iluminaba, enrojeciendo su cara morena y brillando el pelo negro -dorando con dulzura la cara blanca como la leche y su pelo rubio-grisáceo, que encuadra con lujo y finura al mismo tiempo su cara llena y riente-. Cuando él perora con rigor un tema de astronomía -indiferencia tanto suya como de ella-, es decir, mientras se torturaban recíprocamente, ella le mira sin escucharle y se habría arrojado a su cuello, le habría besado mil veces -así contaba ella al menos- si, si hubiera caído.

«Ah, qué tonto es, pensó ella sonriendo, no puede hablar también de otra cosa, hoy por lo menos, pero añadió, mirando tímida y astuta arriba a él, qué guapo está así, ¡cuando dice tonterías! Me gusta así», pensó ella. Después ya no pensó nada, o Dios sabe qué; bastante, después calló mucho sin escuchar, dijo algo sutil como si no se hubiera dado cuenta:

-Tú, Alec... -y, como asustada de lo que había dicho, ya no dijo nada. La cara era púrpura de vergüenza.

Él se paró... la apretó la mano y, rogador, caballerosamente, se inclinó y dijo tenue:

-Dilo otra vez.

-No.

-¿No? Me enfado, que lo sepas.

-Tú... -repitió ella tenue, con los ojos medio cerrados, con la voz temblorosa.

Era un tú improvisado, sin tener relación con alguna frase -y aún así ¿qué tú? ¿Quién no daría todo el poder del mundo por este tú? Y cuánto honra él -cuando viene de su boca sobre todo- parece una coqueta de la cual él está más orgulloso que del laurel de Alejandro Macedonio.

Siguieron conversando -esta vez más íntimamente- no sobre amor, aunque de una cosa más seria -sobre matrimonio por ejemplo-. Cada tú era controvertido. Era una hermosura que, justo cuando se proponían decir tú, no les dejaba la timidez decirlo y decían de repente seriamente, tras largas luchas anímicas, Usted -frío, político, coqueto-. Cuando establecían con diplomacia decir usted -entonces tú- tú por error y de nuevo por error y así sucesivamente.

Cuando surge una semejante preocupación, que encanece el pelo y envejece hasta el alma -entonces la señora es panal de miel.

-Alejo -dijo ella tenue-, mira mi amor, ¿crees que en él consiste la felicidad? Acuérdate solo de nuestra infancia. Tú pobre -yo igual- y aún así -qué felices fuimos-. Hoy estamos mucho mejor -suceden enfados, lo que es normal, pero son merecidos para que aflijan tu alma, tu alma, mi dulce amigo, ¿por qué eres tan rico de felicidad?

-No, no merece que se enfade alguien -decía él entonces riendo, la cabeza viva, ¡belelele corren!

-¡Así! ¡Bravo!

¡Después una riña en casa, después, olvidado todo!

Un día llegó completamente enfadado a casa. Un proceso perdido le había consumado una significativa parte de su fortuna ganada con mucho trabajo y por otra parte conservada con mucho ahorro y resignación de ella.

Primero ella no dijo nada, aunque quiso llorar. Al final, después de un almuerzo corto y monótono, él se sentó en un sofá frente al fuego, ella se puso de rodillas sobre un taburete ante él, le cogió la mano en las suyas y después dijo blandamente:

-Alejo, ¿ves el pelo este blanco de la cepa de delante? ¡quítalo por favor!

-¡Coqueta! -Dijo él tenue, pero se agachó para sacarlo y le besó la frente.

Ella se enrojeció. Él empezó a reír, porque estaba vencido... preguntemos francamente: ¿hay muchas mujeres que se enrojecen de un recuerdo dulce?

-¡Coqueta! Ponte junto a mí, ¿tú eres todo que has sido? Dime por qué... por qué te has enrojecido.

-Te lo digo -dijo ella-, me acordé de una cosa que no te dije nunca. Te lo diré ahora, pero primero una advertencia. Tú te enfadas porque has perdido una parte de tu fortuna, pero tú olvidas una cosa... que somos la mitad de nuestra vida y que la mitad más rica está tras nosotros. Nosotros ya no tenemos en qué gastar. Es justo que en lugar de que tu fortuna viva en manos de unos hombres injustos sea mejor que la tengas tú, pero, al final, ¿qué importa? Si estuviéramos los dos en... en los años de nuestro primer beso. ¡Ah! Esto es era lo que te iba a decir... sabes que te pedí la promesa de que no me besarás en absoluto hasta la boda -y lo sentí al final, sí, lo sentí, ¡vaya! Sí solo yo lo sabía. Sabía que tú, hombre honrado, no te atreverías en absoluto. Entonces pensé un plan largo- una semana entera -como podría yo- ¡eh! Pero qué puedo decir -tú sabes que yo te lo di- después que nos enfadamos.

Todos los recuerdos de una vida feliz le pasaron a él entonces por la mente -los ojos se llenaron de lágrimas-. Él le rodeó el cuello y le dijo tenue:

-¡Elisa! Dime, acaso sin ti, ¡ángel mío de la guarda! Qué valdría mi vida torturada -¡nada!

-Calla -dijo ella, cerrando su boca con su manita, no digas nada-, ¿qué sería yo sin ti? -Añadió ella con una dulce coquetería una muñeca.

Treinta años vivieron sin tener niños. En el trigésimo primer año de matrimonio ella dio a luz a un niño sano, que poco a poco crecía y se hacía hermoso. Él fue bueno como su padre, espiritual como su madre, guapo como su padre, coqueto y delicado como su madre -tenía el pelo negro de su padre y los ojos azules de su madre-. Él embelleció la vejez de los padres -porque ambos estaban enamorados en él, aunque en un modo racional y sin estropearle.

Algo sonreía el mundo de los viejos enamorados -pero el mundo, como en general-, así en este caso especial, no tenía razón.

El escritor de estas líneas tendría que añadir algo -no la moral de la historia, porque ella es evidente sino una pregunta-: ¿acaso existe felicidad sin amor? Puede, pero no creo.

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