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ArribaAbajoLa gesta de Proteo

Montevideo, 31 de enero de 1904.

...Leo poco. El tiempo de que puedo disponer lo consagro a seguir esculpiendo mi «Proteo». Tengo fe en ésta que será mi obra de más aliento, hasta hoy. La parte literaria está representada principalmente por cuentos aplicables a tal o cual pasaje teórico, sin que esto sea decir que no haya también literatura en lo demás de la obra. Hay un cuento simbólico en el que se escribe el desfile de todas las tierras del mundo delante del emperador Trajano; otro, que es un discurso de un filósofo antiguo en las horas que preceden a su muerte; otro, que consiste en un diálogo entre un pensador y un esclavo de Atenas; otro, que describe el viaje que hicieron seis neófitos cristianos para reunirse a su maestro; otro, cuya acción pasa en la Italia del Renacimiento y que pinta la locura de amor de un artista; otro, que se desarrolla en la España del siglo XVII y en que figura un cómico ambulante y se describe un palacio de aquella época; otro, que relata la curiosa manera cómo un escritor llegó a concebir la idea de una obra, viendo abanicarse a dos mujeres; otro, que narra el experimento hecho por un mago de Persia en el alma de una doncella romana; otro, en que refiere el sueño de un paladín de la Edad Media que se imagina sufrir diversas transformaciones, y así por este tenor algunos más.

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Montevideo, 6 de marzo de 1904.

...Cuando el tiempo y el humor no me faltan, sigo batiendo el yunque de «Proteo», libro vario y múltiple como su propio nombre; libro que, bajo ciertos aspectos, recuerda o más bien recordará, las obras de los «ensayistas» ingleses por la mezcla de moral práctica y filosofía de la vida con el ameno divagar, las expansiones de la imaginación y las galas del estilo; pero todo ello animado y encendido por un soplo «meridional», ático, o italiano del Renacimiento; y todo unificado, además, por un pensamiento, fundamental que dará unidad orgánica a la obra, la cual, tal como yo la concibo y procuro ejecutarla, será de un plan y de una índole enteramente nuevos en la literatura de habla castellana, pues participará de la naturaleza de varios géneros literarios distintos, v. gr. la didáctica, los cuentos, la descripción, la exposición moral, y psicológica, el lirismo -sin ser precisamente nada de eso y siéndolo todo por encima de «Ariel», y otras partes en que la dialéctica y el análisis ideológico son finos y sutiles en la defensa de ideas y doctrinas que han de parecer peligrosas a más de un espíritu enmohecido y «encajonado».

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Montevideo, 3 de abril de 1904.

...¡Qué esfuerzos de voluntad y de perseverancia tengo que hacer sobre mí mismo para tomar, en los ratos de ocio, la pluma y seguir trabajando, en este ambiente de tedio y de tristeza! Lo que me estimula es precisamente la esperanza de poder dejar esta atmósfera. Si supiera que habría de permanecer en el país, le aseguro a usted que no escribiría una línea y optaría por abandonarme a la corriente general, matándome intelectualmente. Pero, en fin, entre desalientos y desmayos, la obra se va haciendo, y «Proteo» reviste sus múltiples formas, dentro de las cuales alternarán la filosofía moral con la prosa descriptiva, el cuento con el apótegma, la resurrección de tipos históricos con la anécdota significativa, los ejemplos biográficos con las observaciones psicológicas, todo ello en un estilo poético, que a veces asume la gravedad y la entonación de la clásica prosa castellana, otras la ligereza amena y elegante de la «escritura» francesa, recorriendo las inflexiones más diversas del sentimiento y el lenguaje. Será un libro variado como un parque inglés, o más bien como una selva americana; un libro en el que, a vuelta de una escena de la Grecia antigua, encontrará el lector la evocación de una figura épica de la Edad Media, o una anécdota del Renacimiento, o una evocación del siglo XVIII, o una descripción de la Naturaleza, o un análisis psicológico, todo ello relacionado dentro de un plan vasto y completo, sobre el que se cierne, como un águila sobre una montaña, un pensamiento fundamental.

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Montevideo, 20 de abril de 1904.

«Proteo», entre tanto, avanza. No sin algún sentimiento me separaré de «Proteo» cuando llegue el momento de darlo a la imprenta; porque este libro me ha acompañado a sobrellevar el tedio y la saciedad de esta larga temporada de política, y porque es la obra que he escrito en plena posesión de mi reputación literaria; sin precipitaciones ni fines inmediatos; dejándola cuando la inspiración, falla y volviéndola a tomar cuando ella vuelve a dispensarme sus favores; escribiéndola tanto para mí como para los demás, y poniendo en sus páginas el sello de mi personalidad definitivamente formada en lo intelectual, sin que esto sea decir que no haya de escribir otra cosa que se le adelante, si puedo; porque yo concibo la vida y la producción del escritor como una perpetua victoria sobre sí mismo. Pero una vez escrito y publicado «Proteo», que, como ya sabe usted, será un libro de no menos de 500 páginas, me tomare una temporada de esparcimiento, no en el sentido de dejar de escribir, sino en el de dedicarme por algún tiempo a producir artículos y correspondencias, notas de viaje, revistas críticas, etc.; todo ello breve y sin orden. Así me «desentumiré» después de la larga disciplina a que me sujeta la producción metódica y ordenada de este largo libro. Además, hace tiempo que deseo colaborar en dicha forma en periódicos americanos y españoles, que repetidas veces me han solicitado con ese objeto; y me proporcionaría por este medio, nuevos recursos pecuniarios para cuando me largue por esos mundos.

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...En fin, depende esto de muchas circunstancias. Lo que sí está decidido es que «Proteo» se publicará fuera del país, no bien esté terminado.

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Veo que lleva usted una laboriosa y aprovechada vida de estudio y de entusiasmo intelectual. No esperaba menos de sus propósitos y energías. Ese es el estudio grande y verdadero: el que se realiza en la escuela del mundo, «al aire libre», viendo, leyendo, observando y adueñándose de las llaves de todo saber, que son los idiomas que hablan las gentes que piensan en nuestros días. Al lado de esa escuela, los pedantismos y formulismos universitarios no valen un comino. El hombre debe habituarse a aprender por sí mismo y no a atenerse a lo que le enseñen en el ambiente cerrado y triste de las aulas. Su «primer curso» es ese que está estudiando en España; luego vendrá el segundo, que será en Italia; y el tercero, el de Francia; y después convendrá que complete su «doctorado» trabando conocimiento con el genio del Norte, en Europa y en la América sajona, a la que, como usted sabe, yo no amo, pero sí admiro.

Esa, repito, es la verdadera escuela de inmortal sabiduría. Yo aspiro a completar por el mismo medio mi cultura; y mi mayor satisfacción es poder decir que cuanto soy y valgo intelectualmente lo debo a mi esfuerzo personal, a mi trato directo con los libros, que es necesario luego completar viendo y oyendo lo que hay desparramado por el Mundo.

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Montevideo, septiembre de 1904.

Le escribo mientras atruenan los aires los cohetes y bombas con que se festeja el restablecimiento de la paz. ¡Éste es nuestro pueblo! Vivimos en una perpetua fiesta macabra, donde la muerte y la jarana alternan y se confunden. Gran cosa es la paz, sin duda alguna; pero cuando todavía no están secos los charcos de sangre, cuando todavía no se ha disipado la humareda de las descargas fratricidas, cuando todavía está palpitante el odio, y las ruinas de tanta devastación están por reponerse, tiene algo de sarcástico esta alegría semibárbara, estos festejos que debieran reprimirse, por decoro, por pudor, porque lo digno sería recibir con una satisfacción tranquila y severa la noticia de que cesó el desastre, y pensar seriamente en ver cómo sé han de cristalizar las heridas y pagar las enormes trampas de la guerra. ¡Pero, no señor! Hay necesidad de hacer una fiesta carnavalesca de lo que debiera ser motivo de recogimiento y meditación. Es lo mismo que si una madre a quien se le hubieran muerto dos de sus hijos en la guerra, al saber que se habían salvado los otros dos, festejara esto último abriendo sus salones, descotada y pintada, cuando aún estuvieran calientes las cenizas de los hijos muertos.

No se puede transitar por las calles. Las hogueras y barricas de alquitrán calientan y abochornan la atmósfera y la llenan de un humo apestoso. Los «judas» populares cuelgan grotescamente de las bocacalles. Los cohetes estallan entre los pies del desprevenido transeúnte. Las bombas revientan el tímpano con su estampido brutal. La chiquillada, salida de quicio, estorba el tránsito con sus desbordes, y el graznido ensordecedor de las pandillas de compadres mancha los aires con algún ¡viva! destemplado o alguna copla guaranga, mientras murgas «asesinas» pasan martirizando alguna pieza de candombe. ¡Parece que se festejara una gran ocasión de orgullo y honor para el país! ¡Y lo que se festeja es apenas que la vergüenza y la miseria no se hayan prolongado por más tiempo, y no hayan concluido del todo con esta desventurada guerra!

Hay en todo esto algo de insulto para los hogares que visten luto, y para los trabajadores honestos arruinados por la locura nacional, y para el país mismo desacreditado y asolado por la ignominia de la «revuelta» montonera.

Porque no se respeta la majestad de tanto dolor inmerecido y de tanta desgracia irreparable, arrojándoles al rostro la risa burda de las francachelas populacheras, el regüeldo tabernario de la hez de los arrabales, desatada por la calle como en noche de carnaval...

Pueblo histérico, pueblo chiflado, donde al día siguiente de despedazarse en las cuchillas se decreta la «verbena» pública, y donde los teatros rebosan de gente la noche del día en que llega la noticia de la batalla más espantosamente sangrienta que ha manchado el suelo de la patria.

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Montevideo, septiembre de 1904.

En la ciudad-luz recibirá usted esta carta, con que contesto a varias suyas, después de largo silencio de mi parte, impuesto por atenciones que tienen más de absorbentes que de gratas, en este círculo dantesco donde rugen las pasiones y el humo denso, y envenenador del odio, del temor, del pesimismo, de la angustia... enturbia la atmósfera, casi irrespirable. El tiempo que rescato para mí mismo lo consagro a «Proteo»; a los toques finales del libro en que he puesto lo mejor de mi alma.

Con ese libro debajo del brazo saldré de mi país -cuando pueda- para empezar una nueva etapa de mi vida; para iniciar una marcha de judío Errante por las sendas del mundo observando, escribiendo en las mesas de las posadas o en los vagones de los ferrocarriles, y lanzando así mi alma a los cuatro vientos, como esas pelusas de cardo que revolotean en el aire, hasta disiparse en polvo y en nada.

Así me veo en el porvenir, especie de personificación del movimiento continúo, alma volátil, que un día despertará al sol de los climas dulces y otro día amanecerá en las regiones del frío Septentrión para quedar, por fin, extenuada de tantas andanzas, quién sabe dónde; alma andariega como una moneda o como una hoja seca de otoño, sin más habitación que la alcoba del hotel o el camarote del barco, sin más muebles propios que la maleta de viaje, sin más domicilio constante que el mundo, sin más nostalgia que la de los tiempos en que había una «Atenas» viva en la tierra...

Seré como una bola de billar en una mesa de mármol. Seré como la salamandra escurridiza de las leyendas. Pasaré como una sombra por todas partes, y no tejeré mi capullo ni labraré mi choza en ninguna. Dejaré mi personalidad en mis libros y mis correspondencias, y procuraré que ellos me sobrevivan, y den razón de mí cuando sea llegado el momento del último viaje, y la bola viajera de mi vida quede detenida en un «hoyo» del camino. Si alguna vez parecerá que echo raíces en alguna parte, será como el zorro cuando se detiene en su carrera para esperar a su perseguidor con la cabeza apoyada en las patas delanteras, pronto a reanudar su carrera vertiginosa apenas se aproxime el que quiere detenerlo.

Y, sin embargo, hay veces en que estas veleidades de nómada tienen que luchar dentro de mi corazón con otros proyectos y tentaciones; y hay una voz íntima que suele decirme por lo bajo: «Radícate; echa raíces en tu tierruca; zambúllete de cabeza en este pozo; pon lastre en tu carga para evitar los caprichos de alzar el vuelo. El ideal de la vida está en tener una choza propia; en constituir una familia; en esperar en santa paz el desvanecimiento de esta gran ilusión que llamamos vida, al abrigo de la borrasca, junto al fuego del hogar tranquilo y alegre». Pero esta voz dura poco, y prevalece la otra, la que me aconseja el movimiento continuo. Lo indudable es que llegando a cierta altura de su vida el hombre ha menester de decidir su destino, en un sentido o en otro. Vegetar no es para hombres que se estimen. No quiero permanecer estacionario en este ambiente enervador. La reputación que he conquistado con mis esfuerzos tiene para mi más de asiento que de término o meta.

Tracé mi destino a la vida: el de manejar la pluma. Y a tal destino me atengo. Hay mucho que hacer en América con ese instrumento de trabajo, y yo me debo a esta América donde mi nombre suele despertar resonancias que no son vulgares, ecos que vuelven a mí en forma que me estimula y me enaltece.

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Montevideo, julio de 1905.

He recibido sus dos últimas cartas, con los recortes adjuntos: el del discurso de Galdós, muy bueno; el párrafo de «Alma española» sobre «Ariel», y el artículo de El maleta Indulgencias, cuya anécdota del mostrador del fideero me gusta por lo intencionada. Algunas de las citas a que usted se refiere sobre aquella obra mía, me son conocidas; otras no, probablemente. No deje de enviarme lo que encuentre. Acabo de recibir un artículo de Luis Morote, publicado en Madrid, donde habla de la admiración que Menéndez y Pelayo siente por mi «Ariel».

Ello es que esta obra va prolongando sus ecos de una manera poco común, y creo que no queda párrafo de ella que no haya sido citado, comentado o transcrito por alguien. Con los comentarios que yo conozco (y he de desconocer muchos) podrían formarse veinte opúsculos del tamaño de «Ariel». Ahora va a reproducirse la obra como folletín de un diario de Méjico.

Los primeros ecos que suscite la aparición de «Proteo» se confundirán, pues, con los que aún deja vibrantes en el aire su hermano mayor. «Proteo» es mi preocupación casi absorbente. Lo compongo con «delectación morbosa», si vale en esto la frase. Hay páginas en que el colorido de la descripción, la firmeza del dibujo, el cuidado de la frase, y la compenetración del concepto y de la forma, me dejan satisfecho plenamente. El elemento artístico de la obra está ya hecho. El aparato de apuntes, datos e informaciones también está completo y ordenado. Tengo cuadernos enteros (diez o doce) llenos de noticias y detalles biográficos, que he reunido, compulsado y organizado durante largos meses para obtener de ellos conclusiones relativas a diversos puntos de mi tesis. Esta sola tarea importa la consulta de más de «cien» volúmenes de obras biográficas, en mi biblioteca, en la del Ateneo, en la de la Universidad, etcétera. He querido que los datos que me sirvan de «canevás» sean juntados y obtenidos por mi propio esfuerzo, comparando unas fuentes con otras, y no saqueando tres o cuatro libros donde la tarea esté hecha, como suele hacer la fácil erudición americana. Yo reúno mis datos uno por uno y los ordeno a mi manera. En cierto modo es un bien que no haya escrito mi obra estando en Europa; porque teniendo más elementos de información a mano, quizá no habría parado hasta agotarlos o poco menos, lo que me habría hecho demorar el libro quién sabe hasta cuándo. Tal como está, la base de erudición de mi libro me satisface, porque es el resultado de mi labor e investigación propia y prolija.

Pero no se limita a la información biográfica el fondo de datos de que he tenido que echar mano. Como la tesis de la obra abarca fundamentales cuestiones psicológicas y éticas, y se roza con puntos de historia, etc., es mucho más lo que he tenido que ver; y todo lo he substanciado, criticado y asimilado por mi cuenta.

Después de eso, la cuestión de estilo, de ejecución, que, como usted sabe, es fundamental para mí.

Mi aptitud para transformar en imagen toda idea que entra en mi espíritu, me ha favorecido para dar a la obra gran animación y amenidad. Para cada punto o particularidad de mi tesis, se me ha ocurrido un símbolo claro, un cuento o una parábola, en los que he vertido todos los colores de mi paleta, toda la luz, toda la armonía de mi imaginación pintando cuadros que creo han de vivir en la memoria de los que me lean. Hago como Raimundo Lulio, el filósofo artista, y baño la idea; en la luz de la imaginación y la magnetizo con el prestigio hipnótico del estilo. Tengo la convicción de que mi obra «quedará» en la literatura americana, superando acaso el éxito de «Ariel».

Le escribo en circunstancias en que estoy enteramente poseído por el espíritu de mi obra en gestación, y por eso no le hablo sino de ella.




ArribaAbajoSilueta de Leonardo de Vinci

La novadora energía del Renacimiento se infunde en una personificación suprema: la personificación de Leonardo de Vinci. Jamás figura más bella tuvo, por pedestal, tiempo más merecedor de sustentarla. Naturaleza y arte son los términos en que se cifra la obra de aquella gran época humana: naturaleza restituida plenamente al amor del hombre, y a su atención e interés; y arte regenerado por la belleza y la verdad.

Y ambos aspectos de tal obra deben a aquel soberano espíritu inmensa parte de sí.

Con los manuscritos de Leonardo, la moderna ciencia amanece.

Frente a los secretos del mundo material, él es quien reivindica y pone en valiente actividad el órgano de la «experiencia», tentáculo gigante que ha de tremolar en la cabeza de la sabiduría, substituyendo a las insignias de la autoridad y de la tradición.

Galileo, Newton, Descartes, están en germen y potencia, en el pensamiento de Leonardo.

Para él el conocer no tiene límites artificiosos, porque su intuición abarca, con mirar de águila, el espectáculo del mundo, cuan ancho y cuan hondo es.

Su genio de experimentador no es óbice para que levante a grado eminente la especulación matemática, sellando la alianza entre ambos métodos, que en sucesivos siglos llevarán adelante la conquista de la Naturaleza.

Como del casco de la Atenea del Partenón arrancaban en doble cuadriga ocho caballos de frente, simbolizando la celeridad con que se ejecuta el pensamiento divino, así de la mente de Leonardo parten a la carrera todas las disciplinas del saber, disputándose la primacía en el descubrimiento y en la gloria.

No hubo, después de Arquímedes, quien, en las ciencias del cálculo, desplegara más facultad de abstraer, y en su aplicación, mas potencia inventiva; ni hubo, antes de Galileo, quien con más resuelta audacia aplicase al silencio de las cosas el hierro y el fuego de la imagen baconiana.

Inteligencia de las leyes del movimiento; observación de los cuerpos celestes; secretos del agua y de la luz; comprensión de la estructura humana; vislumbres de la geología; intimidad con las plantas; todo le fue dado.

Es el Adán de un mundo nuevo, donde la serpiente tentadora ha movido el anhelo del saber infinito, y comunicando a las revelaciones de la ciencia el sentido esencialmente moderno de la práctica y la utilidad, no se contiene en la pura investigación, sino que inquiere el modo de consagrar cada verdad descubierta a aumentar el poder o la ventura de los hombres.

A manera de un joven cíclope, ebrio, con la mocedad, de los laboriosos instintos de su raza, recorre la Italia de aquel tiempo como su antro, meciendo en su cabeza cien distintos proyectos; ejecutados, unos, indicados o esbozados otros, realizables y preciosos los más: canales que parten luengas tierras; forma de abrir y traspasar montañas, muros inexpugnables; inauditas máquinas de guerra; grúas y cabrestantes con que remover cuerpos de enorme pesadumbre.

En medio de estos planes ciclópeos, aún tiene espacio y fuerza libre para dar suelta a la jovialidad de la invención en mil ingeniosos alardes; y así como Apolo Esminteo no desdeñaba cazar a los ratones del campo con el arco insigne que causó la muerte de Pythón, así Leonardo emplea los ocios de su mente en idear juguetes de mecánica, trampas para burlas, pájaros con vuelo de artificio, o aquel simbólico león que destinó a saludar la entrada en Milán del Rey de Francia, y que, deteniéndose después de avanzar algunos pasos, abría el pecho y lo mostraba, henchido de ríos.

Nunca un grito de orgullo ha partido de humanos labios más legitimado por las obras, que estas palabras con que el maravilloso florentino ofrecía al duque de Milán los tesoros de su genio: «Yo soy capaz de cuanto quepa esperar de criatura mortal.

Pero si la ciencia, en Leonardo, es portentosa, y si su maestría en el complemento de la ciencia, en las artes de utilidad, fue para su época, como don de magia, su excelsitud en el arte puro, en el arte de belleza, ¿qué término habrá que la califique?...

Quien se inclinara a otorgar el cetro de la pintura a Leonardo, hallaría quien le equiparara rivales; no quien le sobrepusiera vencedores.

Poseído de un sentimiento profético de la expresión, en tiempos en que lo plástico era el triunfo a que, casi exclusivamente, aspiraba un arte arrebatado de amor por las fuerzas y armonías del cuerpo, no pinta formas sólo: pinta el sonreír y el mirar de Mona Lisa, la gradación de afectos de «La Cena»; pinta fisonomías, pinta almas.

Y on ser tan grande en la hermosura que se fija en la tela, aun disputa otros lauros su genio de artista: el cincel de Miguel Ángel cabe también en su mano, y cuando le da un impulso para perpetuar una figura heroica, no se detiene hasta alcanzar el tamaño gigantesco; el numen de la euritmia arquitectónica le inspira; difunde planos mil. César Borgia le confía sus castillos y sus palacios: sabe tejer los aéreos velos de la música, y para que el genio inventor no le abandone ni aun en esto, imagina nuevo instrumento de tañir, lo esculpe lindamente en plata, dándole, por primor, la figura de un cráneo equino, y acompañado de él, canta canciones suyas en la corte de Luis Sforza.

Cuanto a todo ello agregues una belleza de Absalón, una fuerza de todo, una agilidad de Perseo, un alma generosa como la de un primitivo, refinada, como la de un cortesano, habrás redondeado el más soberbio ejemplar de nobleza humana que pueda, salir de manos de la naturaleza; y al pie de él pondrás, sin miedo de que la más rigurosa semejanza te obligue a rebajarlo en un punto: «Este fue Leonardo da Vinci».




ArribaAbajoEl americanismo literario

La aspiración de comunicar al boceto apenas delineado de la literatura americana, un aire peculiar y distinto que fuese como la sanción y el alarde de la Independencia material y complementar la libertad del pensamiento con la libertad de la expresión y la forma, es una de las energías que actuaron con insistentes entusiasmos, a partir del definitivo triunfo de aquella independencia y en medio de las primeras luchas por la organización, en el espíritu de los hombres que presidieron esa época inicial de nuestra cultura.

La misma aspiración de originalidad se ha manifestado a través de las generaciones sucesivas, determinando ensayos y esfuerzos que, en gran parte, la han trocado en una hermosa realidad. Ella vivifica, al presente, en todas las secciones de América, un movimiento de opinión literaria que comparte con las más exóticas sugestiones de la imitación, la actividad productiva; y es lícito afirmar que la idea de esa originalidad del pensamiento americano apenas dejaría lugar a discusión en cuanto a su conveniencia y legitimidad, si ella se mantuviera en una indeterminada penumbra y no adquiriese de la definición que la convierte en lema de guerra de ciertos apasionamientos literarios, un significado preciso.

El más generalizado concepto del americanismo se funda, efectivamente, en cierta limitada acepción que la reduce a las inspiraciones derivadas del aspecto del suelo, las formas originales de la vida en los campos donde aún lucha la persistencia del retoño salvaje con la savia nueva de la civilización, y las leyendas del pasado que envuelven las nacientes historias de cada pueblo.

Atribuir la magnitud de una reivindicación del espíritu de nacionalidad a la preferencia otorgada a esas inspiraciones, tiene mucho de exclusivo y quimérico. Es indudable que el carácter nacional de una literatura no ha de buscarse sólo en el reflejo de las peculiaridades de la naturaleza exterior, ni en la expresión dramática o descriptiva de las costumbres, ni en la idealización de las tradiciones con que teje su tela impalpable la leyenda para decorar los altares del culto nacional. En la expresión de las ideas y los sentimientos que flotan en el ambiente de una época y determinan la orientación de la marcha de una sociedad humana; en el vestigio dejado por una tendencia, un culto, una afección, una preocupación cualquiera del espíritu colectivo, en las páginas de una obra literaria, y aun en las inspiraciones del género más íntimo e individual, cuando sobre la manifestación de la genialidad del poeta se impone la de la índole afectiva de su pueblo o su raza, el reflejo del alma, de los suyos, puede buscarse no menos que en las formas anteriores la impresión de ese sello característico. Por otra parte, no es tanto la forzada limitación a ciertos temas y géneros como la presencia de un espíritu autónomo, de una cultura definida, y el poder de asimilación que convierte en propia substancia lo que la mente adquiere, la base que puede reputarse más firme de la verdadera, originalidad literaria.

La exageración del espíritu de nacionalidad, entendido de la manera insuficiente a que hemos aludido, puede llevar en América a los extremos del regionalismo infecundo y receloso que sólo da de sí una originalidad obtenida al precio de incomunicaciones e intolerancias: el de la literatura que se adhiere a la tierra como una vegetación y parece describir en torno suyo el límite insalvable que fijaba la huraña personalidad de la ciudad antigua al suelo consagrado por sus dioses.

Una cultura naciente sólo puede vigorizarse a condición de franquear la atmósfera que la circunda a los «cuatro vientos del espíritu». La manifestación de independencia que puede reclamársele es el criterio propio que discierne de lo que conviene adquirir en el modelo lo que hay de falso e inoportuno en la imitación.

Debe reconocerse, sin embargo, en el movimiento que se esfuerza por mantener la inspiración de las tradiciones y los usos nativos en la literatura de los pueblos de América, un fondo de oportunidad que le hace fuerte y prestigioso. Él no ha de darnos la fórmula de una cultura literaria que abrace todas las exigencias naturales de nuestra civilización, todas las aspiraciones legítimas de nuestra mente, pero puede ser un elemento necesario y fecundo dentro de la unidad de una literatura modelada en un concepto más amplio, y puede significar, en cierto límite, una inspiración regeneradora que fortalezca con el culto de la tradición y el sentimiento de la nacionalidad, la conciencia de pueblos enervados por el cosmopolitismo y negligentes en la devoción de la historia.

La idea de la originalidad literaria americana tiene, de cualquier manera, en la importancia y significación del movimiento a que da impulso, títulos sobrados a la consideración de la crítica. Nuestro objeto, en el estudio que iniciamos, es determinar sumariamente el proceso histórico de esa idea y examinar hasta qué punto puede ella ser el cauce en donde vuelque su actividad el espíritu de las nuevas generaciones.

Una mirada rápida tendida sobre el pasado literario de nuestros pueblos, nos preparará para abordar esos dos temas de estudio. En ella consideraremos no sólo los precedentes del americanismo según la acepción que hemos precisado, sino toda manifestación que acuse la existencia de un espíritu propio, ya por la tentativa de inspirarse en los atributos de la naturaleza o de poner en juego los elementos dramáticos de la sociabilidad, ya por la expresión de las energías y espontaneidades del sentimiento público.

Vano sería investigar en el espíritu o la forma de la literatura anterior a la Emancipación, una huella de la originalidad cuyos precedentes históricos buscamos.

No era la escuela de la época la que se oponía en primer término a la manifestación de esa originalidad, sino, ante todo, las condiciones de la vida y la modelación de los caracteres.

El principio de imitación de modelos irreemplazables, base de las antiguas tiranías preceptivas, era, con relación al pensamiento y la sociabilidad de la colonia, una fuerza que trascendía de su significado y alcance literario para convertirse en la fatal imposición del ambiente y el molde natural de toda actividad, lo mismo se tratara de las formas de producción y la cultura que de otra cualquiera de las manifestaciones de la vida del espíritu.

La colonia, privada de toda espontaneidad en la elección de las ideas y la confesión de los sentimientos, enteramente extraña al impulso que encauzaba su vida e inconsciente de la educación que modelaba su carácter, dócil arcilla dentro de una mano de hierro, no pudo sino imitar el modelo literario que venía sellado por la autoridad de que recibía leyes, hábitos, creencias. El remedo servil estaba en la naturaleza del terreno de que se nutría aquella lánguida vegetación literaria, como lo estaba el gusto prosaico y enervado, que, sin dejar de explicarse por las influencias y modelos de la decadencia española, era en gran parte el reflejo de la monotonía tediosa de la vida y del tímido apagamiento de la servidumbre.

Faltaba para que la literatura tuviera cierto valor de significación social y sintética, la efectividad de un espíritu colectivo, y ella era un resultado exclusivamente personal.

De la inspiración que brota de las pasiones de la lucha, de los entusiasmos de la acción, y se exhala, al modo de la fosforescencia de los mares, del oleaje de ideas que se entrechocan; de la poesía que es como el portaestandarte de un conjunto humano que marcha a la conquista del ideal, no pudo resonar un acento solo en el seno de sociedades privadas de la vida de los pueblos, como, al decir de Larra, no se produce eco entre las tumbas.

De la serenidad de la atmósfera moral propicia al florecimiento literario, de la serenidad que no excluye la animación del pensamiento ni el centellear de las pasiones generosas y es la armonía establecida de todas las fuerzas y todas las actividades sociales con campo abierto para el esfuerzo desinteresado del torneo, con vastos horizontes para la difusión tranquila de la luz, no había tampoco los halagos ni las inspiraciones dentro del ritmo rutinario con que los días rodaban a un pasado comparable a inmensa acumulación de aguas muertas, sin que uno de ellos hiciera dibujarse al caer sobre su superficie soporosa el estremecimiento de la vida.

Sin duda, una gran parte de la literatura y de la colonia es la expresión de los hechos reales y actuales de la sociedad en que se producía, pero la trivialidad constante de esos hechos que urden la trama de una existencia estéril y monótona, quita todo valor significativo a las páginas que los reflejan y las reduce a la condición del diario de una travesía sin percances frente a playas desiertas y brumosas.

Y si el carácter de la producción literaria no podía originarse de la presencia de un espíritu autónomo que informara la vida y la sociabilidad colonial, imprimiéndole sello peculiar y distinto, tampoco era posible que él brotara de la dilatación del alma española al través del Océano que dividía el inmenso Imperio, ni que recogiera su inspiración en las tradiciones y los sentimientos de raza simbolizados en la bandera que tendía su sombra desde el Estrecho a las Antillas, haciendo de ellos el hilo que trasmitiera a la pluma del escritor y condenara en el canto del poeta el fluido eléctrico del espíritu de la multitud.

El desvanecimiento progresivo de la conciencia de esa unidad moral en las colonias americanas y la pérdida de todo sentimiento de la gloria y la tradición de la metrópoli, son hechos que inspiraron al gran viajero de quien ha podido exactamente afirmarse que realizó a principios del siglo un segundo descubrimiento de nuestra América, observaciones llenas de interés. «Las memorias nacionales, afirma Humboldt, se pierden insensiblemente en las colonias, y aun aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar determinado. La gloria de Pelayo, y del Cid Campeador ha penetrado hasta las montañas y los bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres; pero ellos se presentan a su imaginación como pertenecientes a un mundo puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos».

Y en cuanto a las memorias y las leyendas de las razas que representaban la tradición de libertad salvaje de la América junto a la posteridad del conquistador, sólo con las protestas de la Independencia debía venir la reivindicación de tales vestigios del pasado como cosa propia de la tierra, como abolengo de su historia. -«El colono de la raza europea -añade Humboldt- se desdeña de cuanto tiene relación con los pueblos vencidos. Colocado entre las tradiciones de la metrópoli y las de la tierra de su cuna, considera las unas y las otras con la misma indiferencia, y muy raras veces arroja sus miradas sobre lo que fue»

Mudo y desierto el horizonte del pasado, contenida dentro del cauce de un reposo sin gloria la vida del presente, y, velada por una fatalidad ajena a toda intervención de esfuerzos propios la perspectiva del porvenir, no era posible para la vida colectiva la expresión literaria ni para la obra del pensamiento individual la repercusión del espíritu público que la convierte en luz y fuerza de todos.

La contemplación de una naturaleza cuya poesía desbordante no había sido traducida al lenguaje humano jamás; los rasgos propios que determinaba la lucha de la civilización y el desierto en las costumbres, sólo hubiera sido posible que brindaran inspiraciones de originalidad a la descripción y al relato si estas formas de arte hubieran reposado para la escuela de los tiempos en la imitación de la vida.

Con la proximidad de la Revolución, ciertas audacias e inquietudes del pensamiento parecen estremecer las páginas de la literatura colonial, como el soplo de viento levantado por un batir de alas. Una de las manifestaciones precursoras de la definitiva transformación de las ideas y sentimientos públicos es, en los últimos tiempos de la colonia, la vibración creciente de los afectos, las aspiraciones y las necesidades sociales en la palabra escrita; el movimiento de publicidad que iniciaron en el Río de la Plata las memorias de Belgrano y los escritos de Vieytes en la propaganda de la libertad económica y que debía tener su más resonante manifestación de elocuencia en el «Memorial de los Hacendados» y su más alta nota de sentimiento en el canto de triunfo en que el futuro Rouget de la Revolución ungía la frente de la poesía inspirada en las altiveces del honor nacional y los arrobamientos de la gloria, sobre las calles donde aún no se había oreado el riego de sangre de la Reconquista. Y como elementos de este ejercicio de aprendizaje del pensamiento propio en vísperas de la época en que él sería el motor de la marcha de la colonia, emancipada, nace el amor al estudio de las tradiciones históricas del Virreinato que no se manifiesta sólo por la investigación y la narración de la crónica desnuda e indiferente, coloreándose en las páginas de Funes, de Araújo, de Rivarola, y en las monografías locales que los primeros periódicos acogen en sus columnas, con ciertos toques de sentimiento patriótico y tradicional, al mismo tiempo que se manifestaban como uno de los temas preferidos de esos mismos periódicos que reflejaron las primeras agitaciones del pensamiento y la adquisición de los primeros elementos de cultura, las descripciones geográficas del suelo que contribuían a hacer conocida la expresión material de la patria que se esbozaba. Pero aun tuvo una manifestación que mas directamente se relaciona con nuestro tema este sentimiento naciente de las cosas propias, y es el diseño de una poesía engalanada con los dones de la naturaleza regional, que Labardén trazó, sobreponiéndose a los influjos de su tiempo y escuela después de haberse esforzado por calzar con el coturno trágico la leyenda de la América primitiva.

Llegamos ya a la época en que pudo manifestarse sin recatos el espíritu de la colonia transfigurada en pueblo autónomo. La literatura de la Independencia americana, como la actividad de la época a que dio expresión, fue absorbida por un sentimiento y una idea. Reflejando esta inalterable unidad del espíritu de una época heroica, fue aquella literatura eminentemente nacional; pero no pudo serlo si por nacionalidad literaria ha de entenderse la expresión compleja y armónica de la vida de un pueblo, ni si se exige la condición de la forma propia y espontánea.

Sólo era dado al poeta aspirar al aplauso de las multitudes si les devolvía en sus cantos el eco de la gloria que ellas conquistaban en la acción.

Todo quebrantamiento de ese tono inflexible hubiera semejado acaso una infracción de la ley suprema que obligaba a la lucha, un testimonio de enmuellecimiento, indiferencia u olvido, como lo parecían en Esparta las tentativas de alterar con la expresión de la voluptuosidad y el remedo de la gracia ateniense, la severa uniformidad del modo dorio, la melodía sugestiva de la emoción viril y del impulso del combate.

Aun dentro de esta limitación, el espíritu nacional de la poesía de la Independencia sólo resulta exacto si se le busca en la pasión que la generaba, en la conciencia del poeta que le daba vida. Ni el más ligero viso de nacionalidad puede señalarse en la indeterminación del clasicismo que presta apariencias artificiosas a una poesía que era, considerada por inspiración esencial, toda ingenuidad y toda sentimiento.

Había, sin duda, elementos de oportunidad y de vida en este propio clasicismo de la forma, que trascendía en realidad a lo más íntimo del espíritu poético y se relacionaba con las inspiraciones vivificadoras de la Revolución, sellada desde su origen por la pasión del genio clásico que había renacido para propiciar como ideal de gloria y de grandeza moral la marcha de la revolución humana a cuyo ejemplo se modeló en gran parte la de 1810. Pero la sinceridad del entusiasmo con que los actores del gran drama de América se transportaban en espíritu a la antigüedad y aspiraban a ser continuadores de sus fastos, si bien levanta el clasicismo de su poesía muy sobre el nivel de un vano amaneramiento retórico, no la mantiene por eso menos alejada de la realidad. Aquellos mismos poetas que interpretaban el amor y el orgullo de la patria parecían cantar devorados por la nostalgia del Tíber y el Eurotas, y faltos de la percepción o del aprecio de las originalidades de la realidad que los rodeaba, sacrificaron la fisonomía peculiar y el elemento distintivamente pintoresco de la lucha a la imitación de las formas consagradas de la épica, sin una pincelada que diese la nota original del escenario y la actitud y el gesto expresivos del actor; sin que una estrofa olvidada de lo antiguo, que guardara la repercusión del galope de la montonera a través de la Pampa inconmensurable, se colorease en los tintes de la naturaleza propia y modelara en bronce el brioso talante del gaucho.

La poesía de la revolución argentina, que Juan María Gutiérrez pudo justicieramente enaltecer en el conjunto de la primera inspiración americana, como la que más estrechamente vinculada se mantuvo a la épica realidad de los tiempos, la que encierra en sí una expresión más sostenida del sentimiento de la nacionalidad y una apoteosis más constante de su gloria, hubo de compensar esta superioridad que hizo de ella un elemento positivo del drama revolucionario con una fisonomía más austera y monótona, menos diversificada por la intervención de otros elementos y formas de poesía que se agruparon como notas armónicas en torno de la nota guerrera, descubriendo, por decirlo así, «la carne bajo las corazas», destacando un relieve personal sobre la uniforme expresión de la acción cívica, o esculpiendo en el cincelado puño de la espada una escena de la naturaleza, un cuadro de costumbres.

Terminado con el desenlace triunfal de la epopeya y con el fracaso de la obra de organización que debió poner su cúspide, el imperio de la escuela que había presidido a la manifestación de sus anhelos y sus glorias, ella no transmitió a la que debía reemplazarla una sola tentativa de llegar al alma del pueblo y de empaparse en el jugo del terruño.

Alentaba una hermosa poesía popular, que el poeta clásico consideraba con el desdén del trovador palaciano hacia el romance del juglar villanesco, pero ese desdén la mantenía desvinculada del movimiento literario ostensible y del espíritu del hombre de ciudad. El clasicismo del siglo XVIII, donde tuvo la escuela de los poetas de la Independencia su modelo, había profundizado, hasta hacerlo irreconciliable, el divorcio de la inspiración popular y la erudita, obstinándose en el propósito de formar alrededor del poeta noble y elevado una atmósfera diferente a aquella en que respiraba la multitud. Esta infecunda separación de lo que debió por modo artístico enlazarse a la unidad de una sola y humana poesía, se reproduce en el aspecto de la actividad literaria de la época de Juan Cruz Varela y Lafinur. Hidalgo daba voz a la inspiración ingenua y agreste sin los prestigios de la forma que la hacen grata a las imaginaciones cultas; los poetas que glorificaban la obra social de Rivadavia cincelaban la forma culta sin vivificarla, por los afectos e imágenes que halagaban el sentimiento popular.

No era posible dentro de la escuela de la época la reconciliación que había de ser el significado prestigioso de «La Cautiva» y el secreto de su poderosa originalidad, la obra de nacionalizar el espíritu de la poesía nacida de la cultura: urbana y ennoblecer la forma del verso humedecido en el aliento del desierto.

Para que pudiera ser escrita aquella obra de iniciación, para que el acento del poeta adquiriera originalidad expresiva de las cosas propias, era preciso, que un vuelco radical de las ideas literarias se verificara, y que salvase los mares el espíritu de una revolución que debía ofrecerse al pensamiento de América con los prestigios de una nueva sanción de su autonomía, en cuanto propagaba a los dominios de la forma el aura bulliciosa de la libertad.

Estaba en las afirmaciones y en los ejemplos del romanticismo la grande idea de la nacionalización de las literaturas.

Reaccionando contra la unidad del modelo insustituible y el precepto inviolable, aquella revolución reemplazaba con la espontaneidad que debía conducir a cada pueblo a la expresión de su carácter propio la imitación que a todos los identificaba en la misma falsedad, y oponía la vinculación del verbo literario con todo lo del suelo, la época y el uso, a la abstracción de un clasicismo que, sin subordinarse a ninguna realidad determinada, presentaba el tipo universal por norma de arte y aspiraba, no a la reproducción directa y concreta de las cosas, sino a la expresión de la verdad ideal depurada de todo accidente, es decir, de todo rasgo local, de toda peculiaridad histórica.

La poesía dejaba de ser considerada como el patrimonio de ciertas selectas civilizaciones que hacían durar su espíritu en el legado de perennes modelos, y pasaba a ser un don universal, un don humano, cuya originalidad daba en cada una de sus formas históricas la medida de su valor, y cuyo género debía buscarse en el modo de pensar y sentir propio de cada raza y cada pueblo, en las inspiraciones de su naturaleza, de sus costumbres, de sus glorias.

A aquel impulso igualitario con que la hegemonía del clasicismo francés había derribado en Europa las aras de los viejos dioses nacionales, en arte y poesía, sucede en todas partes, donde repercute el grito de guerra de los innovadores, la altiva reivindicación del propio abolengo literario.

El balbuceo sublime de la inspiración sepultada por el Renacimiento fue evocado del fondo de la tradición; la «multitud» de Shakespeare se incorporó para difundir por el mundo la gloria de su solar nativo; el Romancero limpió de herrumbre su coraza, la Comedia del siglo XVII volvió a su juventud, y en las brumas del Norte las viejas sagas despertaron para arrasar con el ímpetu de las tempestades boreales la mustia poesía trasplantada del parque de Wieland y por Voltaire a los invernaderos de la corte.

Levantábanse así las voces de los pueblos que Herder percibía en el rumor de la agitación literaria, y se aspiraba a que las literaturas fuesen la expresión de la personalidad de las naciones como el estilo es la expresión de la personalidad del individuo. Un millar de colores se alzaban sobre el blanco frontón de la antigüedad.

El romanticismo, ni entendido como, reacción literaria que buscaba sus inspiraciones en el espíritu de una edad cuya evocación no hubiera tenido en América un sentido explicable; ni como escuela de idealismo que llegó a desdeñar, no menos que el sistema de imitación que había, derribado, las fuentes de la realidad, ni como expresión artística de aquellos estados de conciencia que tendieron sobre la frente de las generaciones románticas su sombra y se tradujeron en sus poetas en clamores de rebelión individual y de conflicto íntimo, hubiera dado una fórmula satisfactoria y oportuna con relación al carácter y la expresión natural de pueblos que vivían su niñez, que no podían participar de las nostalgias y congojas nacidas de la experiencia de las sociedades, y que necesitaban, ante todo, del «conocimiento de sí mismos» que debía ser como fue la inscripción del templo clásico, el epígrafe y el lema de su literatura; pero era posible que ellos aprovecharan el principio de libertad racional que la revolución literaria traía inscrito en sus gallardas banderas, como punto de arranque en la obra de emancipación del pensamiento propio, y era posible que recogieran del ejemplo de esa enérgica reivindicación de la nacionalidad literaria que el romanticismo suscitó, en todas partes, inspiraciones beneficiosas y fecundas.

La variedad de formas, de sentimientos, de modelos, abría, por otra parte, un campo de elección mucho más vasto, dentro de la imitación misma, y el impulso que reaccionando contra la reserva aristocrática del espíritu literario, lo difundía, como por una evangelización de la belleza, entre todos los hombres, no podía menos que facilitar la expresión de la índole propia de nuestras sociedades.

La literatura descendía de la Academia, y el Liceo para poner la mano sobre el corazón de la muchedumbre, para empapar su espíritu en el hálito de la vida popular.

El poeta americano contó en su obra de crear una expresión nueva y enérgica para la naturaleza y las costumbres, con otra gran conquista del romanticismo: la democratización del lenguaje literario, el bill retórico que concedió los fueros de la ciudadanía a esa «negra muchedumbre de las palabras» que Hugo, en las «Contemplaciones», se jactaba de haber confundido, anonadando la distinción de vocablos plebeyos y vocablos patricios con «el blanco enjambre de las ideas».

Dentro de los límites del lenguaje poético del siglo XVIII, con su veneración de la perífrasis y su desprecio del habla popular, la escuela de lenguaje que hacía del Homero de Mme. Dacier un poeta de la corte y llevaba a Shakespeare al destilatorio de Ducís, no hubiera sido posible el sabor de naturalidad de «La Cautiva» ni la palpitante crudeza del «Celiar».

La narración rompía los moldes estrechos y convencionales de la épica de escuela, y se dilataba por la franca extensión de la poesía legendaria, del cuento popular, de la novela histórica o de costumbres, formas mucho más adaptadas a la expresión de las peculiaridades de la vida nacional o local y mucho menos difíciles de modelarse bajo inspiraciones originales y creadoras.

Manifestábase en la lírica el sentimiento de la naturaleza, parte necesariamente principal en toda literatura genuinamente americana, y la descripción animada por la presencia del espíritu, por la poesía de la contemplación, reemplazaba al artificioso procedimiento de la escuela que había inspirado a los didácticos del siglo XVIII pálidos cuadros de una naturaleza inexpresiva.

Merced a todas esas manifestaciones de libertad, a todos esos ejemplos e influencias que directa o indirectamente invitaban a la franca expresión de las cosas propias y sugerían la ambición de una originalidad que no necesitaba buscarse sino en las mismas, romanticismo y emancipación literaria nacional fueron términos que se identificaron en el propósito del gran innovador que encendió en el pensamiento y la cultura de esta parte de América el fuego de aquella, inmortal revolución de los espíritus.

A las notas primeras del subjetivismo romántico en que se inspiraba la suave poesía de los «Consuelos», señalando una innovación del gusto literario que se adueñó casi sin lucha del espíritu de la juventud salida de los claustros universitarios en momentos en que los principios y formas de literatura venerados por la anterior generación habían perdido el impulso que les comunicara la actividad prestigiosa con la dispersión o el silencio de sus hombres representativos, sucedió la inspiración generadora de la leyenda nacional que abrió, sobre la soledad inmensa de la Pampa, el pórtico por donde debía, pasar el poeta culto a recibir las confidencias de la naturaleza salvaje y de la trova plebeya.

Desde entonces la función de una literatura emancipada de todo influjo extraño, vivificada por el aliento de la tierra, por el sentimiento de la nacionalidad, aparece como una de las aspiraciones constantes y ardorosas de la generación que hizo del poema de Echeverría el lábaro de sus entusiasmos literarios y le amó como una poética representación de la patria ausente que evocaba, en las horas amargas del destierro, imágenes queridas y deleitosas memorias.

Es esta empresa de nacionalización la que comparte con la milicia del pensamiento, obligado a hacer aun de las manifestaciones más esencialmente desinteresadas del espíritu, un medio de combate y propaganda, la actividad mental de la época que sucedió a la de la emancipación.

Juan María Gutiérrez, Mármol, Balcarce, el poeta del «Celiar», continúan y complementan la obra iniciada por Echeverría en la pintura del suelo, la evocación del pasado legendario y la reproducción de las costumbres; la prosa descriptiva se manifiesta llena de color y sentimiento en las páginas de Alberdi y Marcos Sastre; el «Facundo» da la expresión dramática de la vida del desierto, y los «Recuerdos de Provincia» la de la interioridad local y doméstica en los centros urbanos; Vicente Fidel López encierra en la forma narrativa con que el imaginador de «Ivanhoe» y el de «Los novios» habían logrado por las adivinaciones misteriosas del arte lo que la historia no alcanzara jamás, su intuición poderosa del pasado de América; la poesía popular renace personificada en Ascasubi, que esconde en la vieja forma de Hidalgo la flecha de Giusti y Beranger; y el mismo Alberdi, que había consagrado sus páginas primeras a la descripción de la naturaleza física, reproduce en animados cuadros de costumbres la fisonomía de la vida de ciudad y lleva a la propaganda de la emancipación del espíritu americano en las diversas actividades del pensamiento, todas las fuerzas de su crítica penetrante y nerviosa.

La consideración de este desenvolvimiento efectivo de la idea que puede en cierto modo calificarse de «afirmación de la nacionalidad literaria» en la obra de la época en que se inició, y el examen de la oportunidad que quepa a la prosecución de tales iniciativas dentro de la labor actual de la literatura de América, serán objeto de la continuación de nuestro estudio.

II

El sentimiento de la Naturaleza

A principios del siglo, rasgando inesperadamente la atmósfera de afectación y frialdad de la literatura de su tiempo con el soplo de la naturaleza y la pasión, un libro se publicaba en Francia que los corazones estremecidos todavía por el horror de la tempestad que había pasado acogieron con íntima y ansiosa ternura. Tenía, la oportunidad de la palabra que lleva al oído del enfermo acentos de piedad y ternura; hablaba en medio de una sociedad sacudida en sus cimientos por el desborde de las pasiones humanas, del encanto de la soledad, del misterio reparador de los desiertos infinitos, y era como un soplo balsámico venido de Occidente para dulcificar el ardor de las frentes abatidas y sudorosas.

Aquel libro, la «Atala», precediendo al que por impulso del mismo espíritu asoció a la palabra del hastío y la desesperación la poesía también de la soledad, verificaba en el mundo literario la revelación de la naturaleza de América.

Esta virgen naturaleza, estudiada como escenario de pasiones insólitas y hondas melancolías por el escritor de Bretaña, se manifestaba, poco después, como objeto de distinta contemplación y distinto sentimiento en las obras del gran viajero cuya figura domina la historia científica de nuestro siglo desde cumbres que tienen la altura del Chimborazo que fue una vez su pedestal.

El poeta-sabio del «Cosmos» no había llevado en su espíritu al seno de las selvas y los desiertos americanos el acicate del dolor, ni a la inquietud de la personalidad desbordada y rebelde el ansia insaciable de René, sino la huella de aquel ambiente sereno y luminoso que imprimió en la cultura de los grandes días de Weimar un sello de universalidad y armonía que no ha vuelto a presentarse jamás y que hizo, de sus sabios, hombres de fantasía y sentimiento; de sus poetas, hombres de ciencia.

A la obra de la observación y del análisis armonizó el viajero, merced a esa norma de educación esencialmente humana y a la complejidad de su genio propio, una nota contemplativa que se confunde con la idealidad que hay en el fondo de toda investigación elevada en un solo espíritu poético. Grande y fecunda poesía que desciende, al modo de las corrientes majestuosas venidas de las cumbres donde reina la perpetua paz, no del sentimentalismo egoísta que hace girar el espectáculo del mundo en torno a sus cuitas y dolores, sino de la visión amplia y serena en que se conciertan todos los altos dones del pensar y el sentir, todas las calidades y excelencias del alma, manifestando, como un reflejo de la unidad y armonía de la naturaleza inspiradora, el orden supremo del espíritu que la contempla.

Humboldt y Chateaubriand convertían casi simultáneamente la naturaleza de América, en una de las más vivas, y originales inspiraciones de cuantas animaron la literatura del luminoso amanecer de nuestro siglo, el uno, por el sentimiento apasionado que tiende sobre la poética representación del mundo exterior la sombra del espíritu solitario y doliente; el otro, por cierto género de transición de la ciencia al arte, en que amorosamente se compenetran la observación y la contemplación, la mirada que se arroba y la mirada que analiza.

En la naciente literatura americana debía germinar bien pronto la misma poderosa inspiración como una de las formas naturales de la espontaneidad del sentimiento substituida al tema convencional y a la imitación exótica.

La nota más intensa de originalidad que puede señalarse en las primeras manifestaciones de poesía americana, con relación a las influencias y modelos de la literatura española, es la que procede del contacto con la naturaleza en que tomó aquélla sus galas, no sólo por la real y poderosa originalidad de esta naturaleza, bastante a comunicar sello distinto y vida propia a la poesía, que se acogiese a su seno, sino también porque el sentimiento poético del paisaje y la admiración de la belleza natural eran inspiraciones punto menos que desconocidas dentro de la tradición de aquella literatura.

Descartadas las descripciones de la égloga y la novela modelada a su imagen, por la falsedad del modelo puramente ideal y la palidez clorótica del tono; las de los épicos por detenerse en la exactitud desnuda y geográfica, o substituir un escenario tomado de las reminiscencias de escuela o la propia fantasía a la verdad de la observación; y limitado a derivaciones más o menos modificadas de la misma égloga y al sentimiento horaciano de la soledad, el amor de la naturaleza en los líricos, sólo por excepción puede notarse, en la contemplación inspirada de la «Noche serena», en ciertos pasajes del Romancero y el Teatro y en medio de la agreste frescura de la lírica popular anterior al Renacimiento, la impresión directa y sentida de la naturaleza exterior.

Los épicos de la conquista apenas habían fijado su atención en la espléndida naturaleza que les brindaba su copa de poesía desbordante. «La Araucana» no ofrece otra página realmente hermosa de descripción que la del valle fabuloso que dentro del convencionalismo descriptivo de los clásicos puede rivalizar con la de la isla embalsamada de Camoens y la del alcázar encantado que el Tasso imaginó para su Armida. La contemplación de la noche en el desierto sólo lo sugería Arcediano Centenera el pretexto de un vano sueño mitológico. La naturaleza tropical era apenas, para Peralta y Barnuevo, objeto de una enumeración de herbolario.

Ellos dejaron virgen el tema que debía, ser hallazgo dichoso del propio espíritu de América.

En los años en que Humboldt visitó la Caracas espiritual y pensadora de las postrimerías del régimen colonial, brillaba en sus tertulias literarias la personalidad de un poeta adolescente que cultivó el trato del sabio y le acompañó en algunas de sus excursiones científicas. Estaba reservado a aquel poeta, en cuyo espíritu no debía desvanecerse jamás la huella dejada por la palabra del viajero, la gloria de ser uno de los dos grandes iniciadores del sentimiento de la naturaleza de América en su literatura propia; y fue, en gran parte, obra de la virtud inspiradora de aquella amistad intelectual y del ejemplo de los «Cuadros» y los «Paisajes» de Humboldt, el sentimiento estético que acendrado por una larga preparación del pensador y el artífice y estimulado por la inteligencia clara y profunda de la descripción de los clásicos, produjo, como tardía fructificación, el canto majestuoso y severo en que Bello armonizó con la exhortación a la labor y la paz dirigida a las nacientes nacionalidades del Nuevo Mundo, el loor de la naturaleza que les brindaba sus dones.

Poco antes de que la silva de Bello viese la luz en las páginas de aquel «Repertorio Americano» que fue como gallarda ostentación de la inteligencia y la cultura de la América libre en el seno de la vida europea, habíanse publicado en Nueva York los versos de un desterrado de Cuba, cuyo nombre debía tener para la posteridad la resonancia del Niagara a que aquellos versos daban ritmo.

El sentimiento de la Naturaleza en poesía americana era una realidad consagrada por dos obras de genio, y se manifestaba por dos modos de contemplación esencialmente distintos. En la una, de serena objetividad; de pasión intensa en la otra.

La naturaleza es para Bello la madre próvida y fecunda que inspiro, por la idealización de la abundancia y la labor, el utilitarismo delicado de las «Geórgicas». Para Heredia es el fondo del cuadro, que dominan la desesperación de René o la soberbia de Harold, la soledad bienhechora del que sufre, una armonía cuya nota fundamental está en el sentimiento reflejado en los ojos que contemplan.

Bello nos da la perfección en la poesía estrictamente descriptiva, en la representación de las formas sensibles de la naturaleza por la imagen que reproduce todas las variaciones de la línea y todos los tonos del color; pero Heredia, poeta de la intimidad, poeta del alma, sabe traducir al lenguaje de la pasión las voces de la naturaleza y muestra condensadas en las exterioridades de la imagen las emanaciones del espíritu.

A esta superioridad de sentimiento e inspiración deben aún agregarse la superioridad pictórica que resulta de haber Heredia reproducido un cuadro determinado y concreto, y haberse limitado el autor de la silva a la agricultura a decorar una composición de índole especialmente didáctica con ciertos toques descriptivos que, no se ordenan en un conjunto armónico y viviente, ni adquieren la unidad de un paisaje real.

Por otra parte, una inspiración derivada del eco blando de las «Geórgicas» no era la más apropiada para trasuntar la poesía de los desiertos en su magnificencia salvaje, en su majestad primitiva.

Bello entona su canto a los dones generosos de Ceres, a la labor futura que hiciera esclava del esfuerzo humano la naturaleza indómita y bravía, no a la espontaneidad selvática de esta naturaleza, en que estaba precisamente su poesía peculiar.

En nuestros pueblos del Plata, la revelación del sentimiento literario de que hablamos no se manifestó plenamente hasta llegada la época de Echeverría. Labardén había cantado en forma mediocre al Paraná en los últimos tiempos de la colonia. Los rasgos descriptivos que puedan señalarse en algunas composiciones de los poetas de la Revolución, como simples accesorios del cuadro, se refieren a la perspectiva, de la edad de oro que ellos imaginaban en lo futuro, y presagian los dones de la tierra fecundada por la paz. Así, Luca, en su profecía del porvenir de Buenos Aires, y el poeta de Ituzaingó, tratando análogo tema. La observación de las peculiaridades de la naturaleza indígena había permitido a nuestro Larrañaga imprimir el colorido local en las formas sencillas del apólogo.

Juan Cruz Varela, en un discreto examen del legado transmitido por la época literaria que tuvo en él su más alta personificación a la que se anunciaba en los ensayos de la juventud que había de rimar «La Cautiva» y escribir el «Facundo», comprobaba en 1828 la total ausencia del tema descriptivo en las composiciones de los poetas de su tiempo, y lo señalaba como una de las notas destinadas a hacer vibrar preferentemente en lo por venir el espíritu de la poesía americana.

La descripción de la naturaleza, realzada por el sentimiento íntimo de su hermosura y las galas de la imaginación que la refleja, ofreció a la pluma de Alberdi sus primicias y tuvo brillante manifestación en uno de los ensayos de la adolescencia que hicieron destacarse, sobre todas, su personalidad en el grupo que se inició en la vida pública bajo la inspiración de las ideas de reforma social y literaria lanzadas por Echeverría.

La tierra encantadora de su nacimiento brindóle el más hermoso de los motivos de descripción que podía haber iniciado el nuevo género, y la novedad y frescura de la inspiración obtenida por un tema inexplotado se une a la magnificencia de la realidad que la obra reproduce para comunicarle cierta juvenil e ingenua lozanía.

El influjo de aquella mezcla, de observación y sentimiento que había convertido, desde Juan Jacobo y Bernardino de Saint-Pierre, el amor de la naturaleza física en una de las más fecundas inspiraciones del arte literario, se hizo sentir por vez primera en la literatura argentina por la «Memoria descriptiva» de Alberdi, que también acertó a expresar la sentida admiración de la belleza natural y el arrobamiento de la contemplación melancólica en las «Impresiones de un viaje al Paraná» con que inició la descripción de la espléndida naturaleza que Marcos Sastre había de reflejar, años más tarde, en páginas de singular hermosura.

La poesía, entre tanto, despertaba animada de nueva inspiración, reflexiva y serena en el silencio que había sucedido al estruendo de las armas, atenta al eco lejano y melodioso del romanticismo; y ciertas páginas de los «Consuelos» anunciaban ya al gran promotor del sentimiento literario cuyo proceso de manifestación investigamos en el intérprete de las intimidades del corazón.

«Leyda», «Regreso», «Flor del aire», afirma Alberdi que en su juicio de la obra de Echeverría supo acertadamente apreciar la nota de originalidad que aquel sentimiento comunicaba al espíritu y la forma de la nueva poesía, dejaban entrever, ya en el fondo, ya en los accesorios, la fisonomía peculiar de nuestra naturaleza.

El verdadero impulso de innovación no se manifestó, sin embargo, hasta el poema que lanzado al par de la idea generosa y fecunda formulada en el credo de la «Asociación de Mayo», se armoniza con esta otra iniciativa de reforma para determinar los orígenes de la época nueva en la orientación de los espíritus.

Al significado de aquel poema se identifica hoy la parte segura, inconmovible, de la gloria literaria de su autor, y su legado imperecedero transmitido al porvenir de la poesía americana.

El poeta de la regeneración social y política vivirá, más que por la excelencia de su arte, por la grandeza del propósito y la originalidad del pensamiento que propagó y en el que germinaba la solución futura del problema fundamental de la nacionalidad, la idea que determinó su forma orgánica; el «poeta individual de los «Consuelos» no despertará en el porvenir, como no la despierta ya en nuestros corazones, la resonancia que en el espíritu de la generación a cuyo ser interno dio la extensión de las primeras notas que vibraron en el acento de nuestra poesía dictadas por el numen de la confidencia y el ensueño románticos; pero la gloria, del colorista vive la vida inmortal de la naturaleza y está afianzada en la inmutabilidad del aspecto más característico del suelo, donde ha de afirmarse el mármol que perpetúe su imagen y su memoria.

Mientras se agite sobre el haz de la tierra el alma argentina, serán una parte de su ser y un elemento de la poesía que nazca en sus entrañas la sensación y el sentimiento de la infinita llanura, y mientras ellos sean peculiaridad de su existencia nacional e inspiración de sus poetas, el pórtico de «La Cautiva» tendrá la eterna oportunidad de la forma que los condensa en molde típico y acabado, a la manera como se perpetuará la imagen de las Praderas en el canto de Bryant o la de la selva del trópico en el poema de Araújo.

Y a la realidad y la intensa vida del cuadro, por las que vive unido indisolublemente a la objetividad de la naturaleza, se armoniza en aquella descripción un sello personal, una nota de sentimiento íntimo que la vinculan con igual fuerza e indisolubilidad al espíritu reflector del paisaje, y hacen de ella la más cumplida expresión de su carácter poético, de su fisonomía moral, de su índole afectiva.

Para quien haya estudiado, en efecto, al hombre, al poeta, al pensador, es cosa fácil reconocer en la soberbia imagen del desierto el tinte de su alma, y es lícito afirmar a la vez que cuando reprodujo aquella escena grave y solemne de su inmensidad impregnada de tristeza infinita, trazó inconscientemente un trasunto del cuadro que su vida austera y melancólica, pasada en la penumbra del reflexivo destierro, alejada de las tempestades de la acción, vibrante en la propaganda del pensamiento grande y único, ofrece en la perspectiva de los tiempos de la posteridad.

No de otra manera el vuelo majestuoso y el apacible colorido de la silva de Bello parecen ser el símbolo de la noble serenidad, del desenvolvimiento sosegado y fecundo de su existencia transcurrida en los afanes de un magisterio ejercido sobre hombres y pueblos. No de otra manera ofrece el Niagara, en el vértigo de su caída, la imagen de la existencia procelosa que armonizó con el eco de los hervores del torrente la confesión de su nostalgia y su dolor.

Ese carácter de intimidad que asoma bajo apariencias de objetivismo en la descripción del desierto, imprime más definidamente su nota al canto en que por vez primera era pronunciado el nombre del Plata con la entonación de la verdadera poesía, y que Avellaneda creía destinado a vivir mientras un pecho humano respirase en sus márgenes; -modelo de contemplación esencialmente lírica, apenas alterada por algún toque de descripción, más lírica y menos descriptiva que el «Niagara» de Heredia, para escoger un ejemplo en que la manifestación individual del sentimiento y la reproducción de la naturaleza exterior están perfectamente compartidas, porque en el canto que hemos mencionado aparecen casi exclusivamente el sentimiento, la impresión, el eco que levanta en el alma la escena que se desenvuelve en torno suyo.

El poeta de la desnudez austera de la Pampa aspiró a ser también el poeta de la altiva, majestad de la Cordillera y de la vida lujuriosa del trópico. «Avellaneda», a la glorificación del martirio y la robusta afirmación del credo de libertad y cultura, por las que merece ser recordado entre las inspiraciones más generosas de su época, une las galas de una descripción excepcionalmente primorosa. El canto inolvidable, voluptuoso, lleno de luz, flotante en una atmósfera de aromas, rimado con una gallardía que estuvo lejos de ser el tributo constante de la versificación de nuestro poeta, que sirve de portada a la narración, permanecerá entre los más vivos reflejos literarios de las magnificencias del Nuevo Mundo. Hay en la forma una visible reminiscencia del contorno de la descripción pomposa de Abydos en el poema de Byron: «¿Conocéis la tierra encantadora donde el ciprés y el mirto son emblemas de dones diversos de sus hombres?»; pero en el sentimiento y el color, el cuadro es admirable por la imitación directa de la naturaleza; y se armonizan dignamente con él los que en otros pasajes del poema reproducen la majestad del Aconquija, la vegetación tropical iluminada por la aurora y el desmayar del ocaso en las montañas.

Debe añadirse aún a los títulos del gran innovador, como intérprete de la contemplación penetrante y sentida de la naturaleza, ciertos fragmentos del «Peregrinaje» del Gualpo, boceto en prosa de un poema modelado en el plan del «Childe Harold», que no llegó a versificar, y las «Cartas íntimas» en que se manifiestan las impresiones de un período de decepcionada reclusión en la soledad de la Pampa, páginas acerbas y conmovedoras que hoy nos parecen más empapadas en la humedad del sentimiento que la mayor parte de la obra lírica de su autor, y en las que el propio abandono de la pluma, librada a la soltura sin recatos de la confidencia, vuelve más hermosa la ingenuidad con que se traducen en palabras la expansión del ánimo inquieto y dolorido en el seno de la reparadora soledad.

La descripción de la naturaleza que Echeverría convirtió en suprema inspiración de poesía, fue levantada a las más altas manifestaciones de la prosa literaria por el autor del «Facundo».

Las páginas de descripción de aquel gran libro forman, efectivamente, un magistral fondo pictórico, el magno cuadro del duelo de la Civilización y la Barbarie, y contribuyen a darle el valor de síntesis épica de la vida de un pueblo.

La imagen de la Pampa infinita que extiende «su lisa y velluda frente» desde los hielos del Sur hasta la región de los bosques -apenas interrumpida en su taciturna soledad por el golpe del malón o el paso tardo de la caravana de carretas-, circunda, desvaneciéndose en insondable perspectiva el escenario; y dentro de él aparecen la naturaleza encantada de Tucumán, soberbiamente reproducida en un cuadro donde la gracia y la pureza del contorno rivalizan con la magnificencia del color, la árida travesía sobre cuya superficie desolada, como Macbeth en páramo siniestro, surge a la acción del drama la figura sombría de Facundo; el grave aspecto de la Ciudad monástica y doctoral; el paisaje austero y desnudo de los llanos y las serranías de La Rioja.

Comparte con «Civilización y barbarie» la más alta representación de la prosa descriptiva en la literatura de su época, la obra en que Marcos Sastre consignó bajo el título de «El Tempe argentino» sus impresiones de la naturaleza en cuyo serio había buscado en medio de la tempestad de las pasiones desencadenadas, el olvido y la paz.

Es un libro que participa de la naturaleza de las «Geórgicas», en cuanto, une como ellas al propósito útil, hermoseado por la idealización del retiro y la labor, la esencia poética y el sentimiento delicado. No están exentas sus páginas de rasgos de trivialidad y de mal gusto, ni de afectación declamatoria, pero la impresión del conjunto es de una íntima sinceridad y una sencillez sentida y suave. En los capítulos donde prevalece la nota contemplativa suelen notarse huellas de imitación o de retórica. El libro vale más por aquellos que revelan una investigación original y directa de las peculiaridades de la naturaleza indígena, estudiada con verdadero amor y precisión cuidadosa del detalle. Pone a menudo Marcos Sastre en la observación del mundo irracional cierto interés afectuoso, cierta ternura, que recuerdan la expansión sentimental de Michelet. Hay páginas del «Tempe» que evocan, según acertadamente observó su prologuista, las impresiones de «El Insecto» y «El Pájaro». En suma, como obra de observación y obra de sentimiento, reveladora, de las intimidades de un alma ingenua y dulce y los encantos de una naturaleza hasta entonces casi desconocida, tiene la de Marcos Sastre valor propio y merece la atención de la posteridad.

Habíase propagado, entre tanto, y determinaba la nota más intensa y distinta en la poesía de la época, el ejemplo que la gloria de «La Cautiva» prestigiaba.

Casi simultáneamente a las manifestaciones primeras del sentimiento de la naturaleza local en el lirismo del autor de los «Consuelos» y las «Rimas», Juan María Gutiérrez comunicaba igual inspiración al verso esbelto y grácil de que tuvo el secreto y que fue en sus manos una forma flexible a toda novedad oportuna, o toda discreta innovación, sin mengua de la serenidad constantemente prevenida, del criterio y el gusto.

Dentro de la originalidad americana su sello personal fue conciliar a la manifestación de las tradiciones propias y al sabor de la tierra, cierto suave aticismo, cierto secreto de delicadeza plástica e ideal, que decoran la agreste desnudez del tema primitivo con la gracia interior del pensamiento y el terso esmalte de la forma. Evocó de la leyenda, indígena figuras de mujer que descubren, bajo sus plumas de colores, la morbidez del mármol exquisitamente cincelado y llevan en sus melodiosos acentos algo de las blandas melancolías de la Ifigenia de Racine o la Cautiva de Chénier. En el paisaje puso la misma nota de deleitosa poesía, la misma suavidad acariciante en el toque e igual desvanecimiento apacible del color. Dueño de un pincel de seda, se complació en reproducir las tintas tornasoladas del crepúsculo, los cuadros de líneas serenas y graciosas, las marinas estéticas de la calma. Robó a la naturaleza regional los más encantadores secretos de su flora, y supo representar hermosamente la sensibilidad sutil del «caicobé» a quien la rama agitada por los vientos sirve de columpio, y la lluvia de oro del «aroma» cayendo sobre el suelo abrasado por los rigores del estío.

Deben mencionarse, al par del nombre y la obra del vencedor en el Certamen de 1841, los del intérprete inspirado del odio que fue suprema energía, estímulo supremo en el alma de aquella generación.

Cúmplese en la gloria de Mármol la ley de reacción inevitable, la «ley de Némesis» de que habla Bourget a propósito del poeta de las «Meditaciones», y al desbordado entusiasmo ha sucedido la dura indiferencia. Lo separan de nuestro gusto la afección declamatoria, la verbosidad incontenida, el desaliño habitual, ciertas galas de retórica candorosa, cierta afición por el martilleo, monótono del ritmo, y su lectura parece haberse trocado, salvo muy escasos fragmentos, en tarea de erudición. En las sanciones definitivas del futuro habrá, sin embargo, un despertar de buena parte de aquella gloria, sin duda engrandecida en la opinión de los contemporáneos por la suprema oportunidad que tuvo la evocación del yambo de Arquíloco y Chénier, falto de precedentes en la poesía de habla española, para sellar la execración de la tiranía en la forma más alta e ideal del acento humano; pero suficientemente justa para durar después que se ha desvanecido la pasión que congregaba alrededor del canto del poeta un coro de vibrantes entusiasmos. La lava de aquellos odios tendrá firmeza de granito para la posteridad, y entre las más altas manifestaciones del sentimiento literario de la naturaleza americana se recordarán siempre ciertas páginas del poema en que el bardo de las iras patrióticas vinculó a sus nostalgias e indignaciones de proscrito sus impresiones de viajero.

Menos contemplativa y melancólica que la de Echeverría, la índole descriptiva de Mármol es más sensual y ostentosa. Hay más intensidad de sentimiento en la manera propia del autor de las «Rimas» y en la de Mármol más brío de imaginación. Diríase que la descripción del uno refleja la naturaleza como las aguas tocadas por la penumbra de la tarde, la del otro como la superficie del mar bruñido y encendido por el rayo de sol meridional.

Degenerando a menudo, cuando se propone la expresión de lo íntimo, en remedos vulgares o mediocres, el poema de Mármol se levanta a mucha mayor altura, en la descripción, y ofrece como motivos de interés a nuestro objeto, además del canto verdaderamente esmaltado por la luz de los trópicos que casi todas las antologías americanas han reproducido y se complementa, en otros pasajes de la narración, con la imagen de las «coronas de esmeralda» y la «arquería de torrentes» del Tijuca, ciertos fragmentos de lirismo brillante, inspirados en la contemplación del mar y el cielo, y una vigorosa síntesis descriptiva de la «región del Sur», a que se vuelven las miradas anhelantes del desterrado.

Tiene también su puesto de honor en esta reseña el poeta del «Celiar», víctima, en parte, de igual reacción de indiferencia y desvío.

La significación del poema que consagró la gloria de su nombre está, más que en la pintura del escenario, en la del actor, considerado atenciosamente, por vez primera, en su psicología y sus costumbres; pero hay otras manifestaciones de su producción que abonan sus títulos de poeta descriptivo.

La nota peculiar que puso Magariños Cervantes en la observación de la naturaleza, tal como luce en las páginas de aquellas obras de su juventud que guardan la mejor y hoy menos conocida parte de su labor literaria, consiste en cierta interpretación simbólica, inspirada en un elevado didacticismo, atenta siempre a traducir la imagen de lo externo en una idea o un precepto moral.

Así, la onda petificadora del río, que envuelve en malla de silícea, firmeza cuanto cae en sus aguas, expresa para él la inmortalidad del nombre que la gloria redime del olvido, y el fuego, que provoca el incendio inmenso de la selva cuyos despojos fertilizarán el suelo arrasado, la obra destructora de las revoluciones que preparan en las sociedades humanas el orden verdadero y fecundo. Así, las improvisaciones de la cultura triunfante que invade el sello del desierto y levanta, como por una mágica evocación, la ciudad altiva y poderosa sobre las huellas del aduar, tiene su imagen en la isla repentinamente formada del camalote, y la virtud tenaz que triunfa de la multitud indiferente y egoísta, en el manantial de aguas dulces que brota, rasgando el seno de las ondas amargas, en la inmensidad del Océano. Así, la marcha lenta y segura de la idea que labra inaparentemente su alvéolo en la conciencia humana hasta revelarse súbita e irresistible en la acción, se simboliza por la subterránea corriente del «Tucumeno» al aparecer voraz y poderosa en la superficie; el mandato providencial de la fraternidad de nuestra América como suelo de una patria única, está en el eslabonamiento ciclópeo de los Andes, y el signo de la idea redentora que encierra, con la más alta expresión del ideal humano, las promesas de la tierra del porvenir, en los «brazos abiertos» del Crucero que preside la majestad solemne de sus noches.

Una consideración de la naturaleza fundada en este constante propósito ideal es ocasionada, sin duda, a las exigencias prosaicas de la alegoría y el símbolo vedando la contemplación desinteresada de las cosas que se complace en su propia realidad y belleza, o substituyendo a la expresión del sentimiento natural y espontáneo un procedimiento de interpretación puramente intelectual; pero como peculiaridad y rasgo característico de un poeta es interesante y hermosa la idea de vincular por tal medio interpretativo la naturaleza y el espíritu americanos, descifrando en las formas y accidentes más característicos de aquélla la expresión de ideas relacionadas con los hechos presentes o los secretos del porvenir.

Era nuestro objeto reproducir en sus lineamientos capitales la iniciativa generadora de la expresión de la naturaleza física como elemento de literatura genuinamente americana. Otras inspiraciones de americanismo reclaman ahora nuestro interés.

Sería motivo de interesantísimo estudio, del género consagrado por Laprade en páginas que permanecerán entre las más sentidas y hermosas de la crítica de nuestro siglo, una detenida consideración del sentimiento literario de la naturaleza de América que añadiese al examen de las manifestaciones de iniciación que en parte hemos mencionado, el de los que las continúan y complementan en las obras de las últimas generaciones. Puede afirmarse que ellas mantienen sin decadencia aquella inagotable inspiración de poesía. Recordemos sólo la visión amplia y sintética de Andrade, su extraordinario poder para los cuadros de conjunto, su pasión hugoniana por todas las sublimidades de la fuerza y la extensión que le hace unas veces el poeta incomparable de lo inmenso, el «poeta de las cumbres», y le lleva otras a substituir, tal como en el prefacio de la «Atlántida» al orden y la verdad de la naturaleza, la arbitrariedad de la imaginación en delirio; el sentimiento intenso y grave con que Ricardo Gutiérrez traduce al lenguaje de las almas «las voces de la tierra, y el cielo» en los cuadros de «Lázaro» y la melodía arrobadora de «La oración»; la atmósfera serena, el paisaje luminoso e idílico de Rafael Obligado; la mágica virtud con que se penetra en el espíritu de las cosas y el arte con que se armonizan verdad y fantasía en las admirables descripciones del «Tabaré».

No se manifestaría el sentimiento de la naturaleza menos fecundo en la producción literaria de otras secciones de América ni ofrecerían tema menos interesante de estudio el cántico voluptuoso de Flores en loor de la naturaleza y la vida, la contemplación apasionada de Pombo, la geórgica realista de Gutiérrez González.

En el próximo artículo de esta serie consideraremos el elemento de originalidad y americanismo representado por la expresión de las tradiciones y costumbres propias.

III

Tradiciones y costumbres

Investigando los orígenes del sentimiento poético de la naturaleza americana que constituye sin duda el rasgo más espontáneo y característico entre los que imprimen carácter a las letras del Continente, puede afirmarse, en beneficio de esa espontaneidad, la ausencia completa de inspiraciones y modelos dentro de la época literaria anterior a la libre manifestación del genio de la colonia transfigurada en nacionalidades dueñas y señoras del suelo que engalanan los dones de aquella naturaleza; pero cuando se trata de pasar en revista los antecedentes del elemento de originalidad aportado por la poesía de la tradición y las costumbres a la obra generadora de una literatura esencialmente americana, adquiere aquella época literaria de su simple condición de testimonio histórico de la primera edad de nuestros pueblos, un interés suficiente para mantenerla viva en la memoria de la posteridad y, que la impone a nuestra consideración al llegar a esta parte de nuestro estudio.

Hay en ella, además, un poema al que es debido por todo concepto otro homenaje que el de la mención puramente histórica y fundada en interés relativo, y un alto nombre de poeta, en quien se personifica, en cierto modo, la iniciación homérica de la literatura propia y original del Nuevo Mundo.

No es ciertamente «La Araucana», pues aludimos a ella, la plena realización del poema narrativo modelado en las condiciones peculiares de nuestra historia y nuestra naturaleza, que hoy anhelamos como elemento destinado a constituir un día la gran epopeya americana; pero bajo los pliegues de la túnica clásica que envuelve en el poema de Ercilla las formas de la narración, es fácil percibir el latido del corazón salvaje de la América. Puede afirmarse, en efecto, que mucha parte de la esencia poética de la vida de los pueblos indígenas pasó, por intuición admirable, a las páginas del inmortal narrador y que en sus descripciones, en sus relatos, en sus figuras, es posible señalar con frecuencia el esbozo de nuestras tentativas más eficaces de americanismo y la anticipada satisfacción de los anhelos de fidelidad histórica y local con que hoy procuramos llamar a nueva vida nuestras cosas pasadas.

Jamás la resistencia bárbara ha adquirido en manos de poeta americano personificaciones más épicas que las de la inquebrantable constancia de Caupolicán, el brillo heroico de Lautaro y el estoicismo de Galvarino. En el episodio lastimero de Glaura ha de reconocerse el más remoto abolengo del romance y la leyenda inspirados por el sentimiento del salvaje candor, de la ingenuidad primitiva, que destacan sobre el fondo de las vírgenes soledades de América la sombra melancólica de Atala y el destello de infinito amor de Cumandá. El desenlace en que la soberbia araucana arroja al rostro del esposo cautivo el fruto de su seno, en arrebato de ira y de dolor, tiene la verdad intensa y ruda de una escena de Shakespeare, y merecería ser consagrado, reproduciéndose indefinidamente, ya en el relato del historiador y en el acento del poeta, ya en el lienzo y el bronce, como el símbolo perdurable de la indómita naturaleza de la raza vencida, que concentra en altivo corazón de mujer, después que el brazo varonil ha flaqueado, el odio, supremo que convierte la humillación en causa de locura, y la sublime desesperación de la derrota.

Por el espíritu, además, por el sentimiento que anima aquel airoso relato, dotado casi todo él de la limpieza y la firmeza de la equidad histórica y adquiere resonancia en el acento generoso del poeta o percíbese en él, íntimamente, como el epodo que acompaña de lo hondo de su corazón las alternativas dramáticas de lo narrado, hay en Ercilla una cualidad que contribuye a destacarle con relieve genial de precursor, vinculándole a afecciones futuras y definitivas, en la tradición de la poesía inspirada por el sentimiento de la historia y las peculiaridades de América, en igual proporción que levanta su nobilísima figura, como hombre de acción y Colaborador de la conquista, ante el juicio severo de la posteridad.

La poesía de Ercilla no es el eco del espíritu de los conquistadores, no es la traducción de sus pasiones en ley, ni guarda la repercusión de la rudeza despiadada con que se asentaba la planta del vencedor sobre el pecho exánime del vencido.

La glorificación, la idealización de la conquista española le deben poco, y tanto por lo menos como el significado secundario de la empresa que canta, dentro de ella, contribuye esa subordinación del sentimiento nacional y de las arrogancias del triunfo al imperio de sentimientos más altos, para que «La Araucana» no pueda llamarse en rigor la epopeya de la conquista, ni sea, con relación a la titánica aventura, lo que el poema de Camoens, símbolo y diadema del genio heroico de una raza, a aquella que representa su gran tributo de civilización. «El héroe es Caupolicán; el tenía el heroísmo araucano», afirma Bello. Y bien puede agregarse que antes de la explosión de los himnos de la libertad en la poesía de la época revolucionaria, la voz acusadora mantenida ante los opresores en tres siglos de cautividad, y el verbo poético de la tradición de autonomía salvaje de la América, estaban sólo en aquellas hermosísimas arengas de los indios de Ercilla donde el sentimiento, de resistencia al invasor resuena y llega a la posteridad en cantos inmortales, con el vibrante entusiasmo de la alocución del paje de Valdivia o la entonación viril de Colocalo.

Real precedente de poesía americana, la epopeya de Arauco no comparte esta significación con ninguna de las que luego explotaron igual glorioso venero de la historia y pretendieron modelarse a ejemplo de ella. Sobre las armas del conquistador no volvió a reflejarse, un rayo de excelsa poesía ni la inspiración que movió a los que aspiraron a consagrar como épicos sus triunfos, fue la inspiración generosa que evocaba, en labios del soldado de Millarapué, los más altos ejemplos del heroísmo clásico para enaltecer al salvaje de indómita fiereza, y como que presagiaba, en el seno mismo de la conquista española, el grito de noble protesta de Quintana. De la empresa de cíclopes que ofrecía por elementos de soberbia epopeya el escenario de la civilización magnificente de Méjico, la figura heroica de Cortés y el cuadro épico de Otumba, no recogió otra ofrenda la gran era literaria de nuestra raza que la del débil poema de Saavedra Guzmán y el cronicón rimado de Lasso de la Vega. En las «Elegías» de Juan de Castellanos tampoco puede apreciar la posteridad sino el interés del documento y la crónica; y en cuanto al continuador americano de Ercilla cabe afirmar que América no puso ni un reflejo de luz o una nota de color en sus descripciones, ni una inspiración de amor y de piedad en su espíritu contaminado por los odios de raza que superó noblemente el alma hidalga de su antecesor.

Los conquistadores del Río de la Plata hallaron el «Homero ramplón» de una de sus duras Odiseas, el rimador de una parte de sus porfías y sus glorias, en el más desdichado de estos cronistas que siguiendo temerariamente el rumbo del águila que había dominado las campañas de Arauco desde las cumbres, tendieron sobre el espectáculo de las realidades mas soberbias y capaces de enfervorizar el acento humano, el vuelo desmayado de su pobre numen insensible al acicate de lo maravilloso.

El poema de Centenera, donde se hermanan todas las fealdades del verso bajo e inarmónico y de la narración enmarañada y exenta de orden y criterio, constituye, en verdad, un precedente de bien pobre cuantía en la interpretación poética de las tradiciones y peculiaridades regionales, y sólo, en su carácter de ingenua iniciación de temas destinados a reanimarse en lo futuro por las evocaciones legendarias del genio poético de un pueblo interesado en la idealización de sus recuerdos históricos, es el merecedor de la atención y el interés que por órgano de su más caracterizado representante le ha concedido la crítica argentina.

Puede, sin embargo, un espíritu que se aventure en el erial prosaico del poema, iluminado por el don de hallar lo bello y lo característico en las realidades opacas de la crónica, obtener de sus páginas inspiraciones capaces de vivificar el romance y la leyenda, hallazgos de una candorosa poesía que asoma a veces, bajo la tosquedad e inepcia de la forma, como corteza a un tiempo ruda y balsámica.

El episodio en que se destaca la figura apasionada y gentil de Liropeya, la heroína del amor salvaje, que Juan María Gutiérrez consideraba destinada a iluminar eternamente las sombras de la crónica de la conquista, y que Adolfo Berro depuró de las escorias prosaicas de su imagen primera para concederle, en su romance más gallardo, la forma definitiva con que aparece a la posteridad, es esencialmente más poético que el de Glaura o Tegualda, y merece ser tenido por clásico entre las formas hasta hoy explotadas de la tradición indígena, de «la leyenda vestida de Plumas de colores».

En suma, no es posible relacionar con este obscuro abolengo de las manifestaciones literarias del descubrimiento y la conquista, la moderna expresión de las tradiciones y los albores históricos de nuestros pueblos en su poesía nacional, de otra manera que como se relaciona con la verdad adusta y descarnada del documento y el testimonio escrito de las cosas, la forma bella que la redime de su nativa obscuridad y la transfigura en tema de arte; pero no es menos cierto, que hasta la aparición de las páginas primeras de una literatura y el sentimiento de la nacionalidad en tierra americana, no hubo mejores antecedentes de americanismo literario, ni los superó, en caso alguno, la desmayada poesía de la colonia.

La literatura de la conquista, entendiendo por tal el grupo épico de los poemas que narran sus esfuerzos y celebran sus triunfos y las crónicas en que dura el testimonio de sus actores, ostenta en medio de su informe rudeza, de su mediocridad habitual, de sus desmayos prosaicos, una viril animación, un gran espíritu de vida.

Hay en ella el desorden de la improvisación, la deformidad del mal gusto, todas las máculas y todas las imperfecciones que son propias de la ausencia de arte, y aun de la inferioridad del ingenio; pero es indudable que la consideración del conjunto inspira un sentimiento muy distinto del desdén o el hastío. No ha de juzgársela, para poderla admirar, con el rigor del criterio literario; sino atendiendo a que la razón de su grandeza está en su calidad de campo inmenso y abrupto donde se estampa, como garra de león, la huella de una de las empresas más heroicas, más sublimemente aventureras de la historia humana.

A medida que se avanza en el tiempo, a medida que la quietud de la noche de servidumbre y de paz sucede al épico fragor de la conquista, vuelve el campo de investigación más árido e ingrato, más infrecuente el descubrimiento de una nota de real inspiración, y el tedio de una prosa enervante se extiende en el horizonte de la literatura colonial como una bruma.

Aun los recuerdos históricos del primer siglo, el siglo heroico, de la colonización, sugirieron a veces en esta misma lánguida y trivial literatura la ambición temeraria de lo épico, y ocasionaron poemas donde la mísera condición del sentimiento, del color y la forma no se atenúa siquiera por el interés del testimonio directo y del traslado fiel de la realidad que aparece en la obra de los primitivos narradores, minuciosamente observada en sus detalles, aunque no sentida casi nunca en su poesía. Así, la «Lima fundada» de Peralta Barnuevo y la «Hernandia» de Ruiz de León.

El pasado no podía brindar sino motivos de composición artificiosa y erudita en pueblos a quienes no les era dado contemplarle con los deliquios de la gloria, con el sentimiento de la tradición. De las entrañas de la sociedad colonial sólo pudo nacer, en condiciones de vida, la abominable literatura de recepciones de exequias, de fiestas reales, que arropaba vistosamente la lisonja servil y daba exacto reflejo a la existencia, a un tiempo trivial y aparatosa, de las ciudades en que se asentaba el poder de los Virreyes.

Nacida tardíamente, en el seno de sociedades a quienes las singulares condiciones de la colonización que les dio origen imprimieron carácter de democracias embrionarias, parcas y austeras, sin lugar para el remedo de las opulencias de la corte y modeladas en el hábito varonil de la labor, la literatura del Río de la Plata se halla en gran parte exenta de ese introito de abyección y mal gusto con que precede los anales de la cultura literaria de otras secciones de América, el proceso de la actividad de su pensamiento colonial; pero ella hubo de participar forzosamente en tales tiempos de la radical falsedad impuesta, por la desvinculación del espíritu literario y las fuentes generosas y límpidas del sentimiento; del ambiente del poeta, clausurando dentro de una ficticia prolongación del mundo español o el mundo clásico, y la atmósfera que embalsamaba una virgen naturaleza con sus agrestes perfumes y una sociedad naciente coloreaba con los tintes originales de su vida.

Hubo, sin embargo, en el seno de aquel movimiento de ansioso despertar de las energías de la mente y de adquisición de los elementos primeros de cultura, que se inicia en la historia colonial de Buenos Aires por el período gubernativo de Vértiz, y tiene su manifestación principal en la apertura de las históricas aulas de San Carlos, un espíritu a quien fue concedido cierto vago vislumbre del ideal literario cuyos remotos precedentes seguimos, y que se esforzó por reflejarle en páginas que la posteridad debe recoger con solicitud cariñosa.

La personalidad de Labardén no se destaca sólo en los anales de la vida social del Virreinato por la superioridad de su cultura literaria y de las condiciones poéticas de su estilo sobre la de los rastreros versificadores de su tiempo, ni por la diversidad de las aptitudes y la multiplicidad de los servicios prestados al desenvolvimiento moral y material de la colonia que le constituye en selecta personificación de los elementos de progreso y de vida empeñados entonces en lucha obscura y afanosa para vencer la inercia del pesado bloque colonial; sino, ante todo, por el prestigio de sus nobles esfuerzos en pro de la adaptación del espíritu literario a las condiciones físicas e históricas del pueblo de su cuna.

La aparición de Siripo, trayendo al ambiente mudo y soporoso de la sociedad sin ideal y sin carácter modelada por tres siglos de servidumbre, una reliquia de su tradición de libertad salvaje, un soplo de sus tiempos épicos, es una nota de originalidad que basta para redimir un nombre del olvido y una época literaria de la condenación desdeñosa que merecerla por casi la totalidad de sus legados.

No es lícito afirmar que la tradición indígena hubiese pasado hasta entonces sin dejar la huella de su planta en los anales literarios de la colonia; ni aun que faltase en ellos, de todo punto, la manifestación del contacto entre la mente poética de las razas vencidas y la cultura implantada por el conquistador. Los Comentarios Reales, donde por verbo de tan espléndida idealización del Imperio y de la sabiduría de los Incas, cuya propia sangre inflamaba las inspiraciones del relato, se extiende límpida y majestuosa el habla literaria modelada por los grandes prosistas del Renacimiento, serían suficiente ejemplo de lo último; y las fiestas escénicas o las representaciones dramáticas en que solía exigirse tributo a los recuerdos de la antigua vida americana, en las solemnidades de los grandes centros de la colonización, además de algún interesante ensayo de historia novelada o interpretación semirromancesca de las cosas de la América primitiva que interrumpe la aridez desapacible de las crónicas, demostrarían la exactitud de lo primero.

Tampoco la originalidad de Labardén puede decirse absoluta con relación al modo literario de la época en que fue escrita la obra que comentamos.

Ya la tragedia clásica, que en manos de Voltaire había adquirido, entre otros elementos de innovación y de sentido moderno, no despreciables toques de color de época y local que diversificaban la solemne uniformidad del tema trágico con la reproducción de costumbres de pueblos desconocidos y remotos, había intentado en Alzira conceder a la historia de los indios de América la dignidad literaria del coturno. Concebida esta obra bajo los dictados del mismo espíritu filantrópico que había inspirado Los Incas de Marmontel y el Camiré de Florián, y forma artística, al par de ellos, del severo proceso instaurado por los hombres de la Enciclopedia a la conquista española, hubo de escollar, por otra parte, en cuanto al propósito de fidelidad histórica que suele revelarse por aciertos fugaces, en la índole fatalmente abstracta e inflexible de la tragedia y su absoluta incapacidad para la reconstrucción viviente de los tiempos y las cosas que era triunfo reservado al drama de la pasada realidad en nuestro siglo. Igual pecado original de la ejecución, no redimido en parte, como sucede en Alzira, por la alta calidad del ingenio, reduce casi a la descarnada exactitud de los sucesos y los nombres el colorido indígena de la obra del poeta colonial.

Pero el valer y el significado memorable de esta última, no han de graduarse ciertamente, por el éxito del resultado, ni aun por la originalidad intrínseca del tema que se hacía pasar de las páginas yermas de a crónica a la idealización de la más noble forma literaria, sino por el amor de las cosas del terruño que en ella se revela y que otras dos composiciones del autor de la tragedia guaranítica nos dan ocasión de comprobar, manifestando la existencia, si no de un propósito consciente y sistemático de un instinto poderoso de singularidad local y de un temprano sentimiento patriótico, que en vano se buscarían en la prosa rimada de Maciel y de Agüero.

La sátira con que el espíritu sutil de Labardén intervino oportunamente en el debate literario movido por uno de los episodios triviales y los hechos obscuros que daban pábulo a la vana locuacidad de los versificadores de la colonia, en tiempo del marques de Loreto, luce un hermoso arranque de sentimiento que casi llamaríamos nacional y que vuelve realmente inspiradas las estrofas donde el poeta rechaza, a nombre de la condición altiva de su pueblo, la abyección cortesana de la vida pública de Lima. Y el canto por el que fue poéticamente consagrada la naturaleza de esta parte de América, que él personificaba en la majestad del Paraná, ensayando con el vuelo tímido e incierto del numen apocado por el hábito de la imitación y la retórica el tema inagotable que señalaría la nota más intensa y distinta dentro de la futura originalidad de nuestra literatura, constituye a la vez, como manifestación inicial entre nosotros de aquel género de poesía elevadamente didáctica, social, utilitaria, en noble sentido, que puso en boga el espíritu revolucionario del siglo XVIII y fue instrumento eficacísimo de propaganda y de guerra en manos de los poetas de la Emancipación, la resonancia poética, de aquel período de renovación de las ideas y de iniciativa fecunda, que se manifiesta por los anhelos de prosperidad material y de libertad económica, los escritos de Vieytes y la acción benéfica de Belgrano, diseñando sobre el fondo incoloro de la sociedad colonial el esbozo de un enérgico espíritu colectivo.

La evocación de las tradiciones legendarias del pasado de América que realizó Labardén en la escena celosamente reservada para los poetas y los preceptistas, para los héroes y pueblos consagrados como una aristocracia de la historia, ofrece, pues, si se prescinde de la severidad, que sería inoportuna, del juicio literario, y se la aprecia relacionándola con ese anhelo de conceder una expresión adecuada a la sociedad y la naturaleza propias, que descubren los versos del autor de Siripo, todo el significado de una audaz manifestación precursora de la obra de nacionalización que sería francamente iniciada en la literatura de América medio siglo más tarde.




ArribaAbajoEl león y la lágrima

(Fragmento de los «Nuevos Motivos de Proteo»)


El pythónico Astiges, proscripto por tiranos cuya ruina predijo, vivía, ciego y caduco, en la soledad de unas montañas riscosas. Le acompañaban y valían una hija, dulce y hermosa criatura, y un león, adicto con fidelidad salvaje al viejo mago desde que éste, hallándole, pasado de una saeta, en el desierto, le puso el bálsamo en la herida.

De la hija del mago decía la fama una singularidad que era sobrenatural privilegio: contaban que en lo hondo de sus ojos serenos, si se les miraba de cerca, en la sombra de la noche, veíase, en puntual aunque abreviado reflejo, el firmamento estrellado, y aun cierta vaga luz, ulterior al firmamento visible, que era lo más misterioso y sorprendente de ver.

Ciaxar, sátrapa persa, que removía en el tedio de la saciedad las pavesas de su corazón estragado, ardió en deseos de hacer suya a esta mujer que en el misterio de sus ojos llevaba la gloria de la noche. Todas las tardes acompañada de su león, iba la doncella en busca de agua a una fuente, que celaba el corazón bravío de un monte. Ciaxar hizo emboscarse allí soldados suyos, y para el león, fue un sabio nigromante con ellos, que prometió dominarle con su hechizo. Aquella tarde el león se adelantó como siempre a explorar la orilla breñosa, y no bien hubo asomado la cabeza entre las zarzas, recibió en ella emponzoñada aspersión, que le postró al punto sumido en un letárgico sueño. Cuando, ignorante y confiada, llegó su dulce amiga y precipitáronse los raptores a apresarla, buscó ella con espanto a su león, se abrazó trémula al cuerpo, inane de la fiera, y al reparar en que yacía sin aliento, dejó caer sobre el león una lágrima, una sola, que se perdió, como el diamante que cayese dentro de pérsica alcatifa, en la espesura de la melena antes soberbia, ahora, rendida y lánguida.

Ya apoderados los esclavos de la hermosura que codiciaba su señor, el nigromante decidió llevarle por su parte otra presea. Aproximóse con hierático gesto al león dormido, tendió hacia él las manos imponentes mientras decía un breve conjuro, y el león, sin cambiar una línea en forma ni actitud, trocóse al punto en león de mármol; tal, que era una estatua de realidad y perfección pasmosas. Cortaron bajo la estatua un trozo de tierra que, convertida en mármol también sirvió al león de zócalo o peana, y con tiro de bueyes llevaron al animal petrificado al palacio del señor.

Cuando apartó éste su atención de la cautiva, admiró al león y quiso que se le pusiera, como símbolo, enfrente de su lecho. León que duerme, potestad que reposa. Desde alta basa, bajo el bruñido entablamento, quitando preeminencia a los unicornios de pórfido que recogían a ambos lados del lecho las alas de espeso pabellón de púrpura, el león, en actitud de sueño, dominó la estancia suntuosa.

Pero en lo interno de esta estatua leonina algo lento e inaudito pasaba... Y es que, en el instante del hechizo, a tiempo de cuajarse en mármol la melena del león, la lágrima que dentro de ella había se congeló con ella y quedó trocada en dardo diamantino y agudo. La lágrima entrañada en el mármol fue como una gota de un fuego inextinguible dentro de durísimo hielo; fue imantada flecha, cuyo norte estuviese en el petrificado pecho del león. La lágrima gravitaba al pecho, pero venciendo a su paso resistencias de substancia tan dura que cada día avanzaba un espacio no mayor que uno de los corpúsculos de polvo que hace desprenderse, del mármol en trabajo, el golpe del martillo. No importa: bajo la quietud e impasibilidad de la piedra, en silencioso ambiente o entre los ecos de la orgía, cuando las dichas y cuando las penas del señor, la lágrima buscaba el pecho.

¿Cuánto tiempo pasó antes que con su lenta punzada atravesase la melena, hendiera la cerviz sumisa, penetrase al través del espacioso tórax y llegase a su centro, partiendo el corazón endurecido?

Nadie puede saberlo... Era alta noche. Hondísimo silencio en la estancia. Sólo la vaga luz que alimentaba el aceite de una copa, de bronce. Bajo la púrpura, el señor, decrépito, dormía. De pronto hubo un rumor como de levísimo choque; duro latido pareció mover, al mismo tiempo, el pecho del león y propagarse en un sacudimiento extraño por su cuerpo. Y cual si resucitara, todo él revistióse en un instante de un cálido y subido tinte de oro; en el fondo de sus ojos abiertos apuntó luz roja, y la mustia melena comenzó a enrularse como un mar en donde el viento hace ondas. Con empuje que fue al principio desperezó, después movimiento voluntario, luego esfuerzo iracundo, el león arrancó del zócalo los tendidos jarretes, que hicieron sangre, manchando la blancura del mármol, y se puso de pie. Quedó un momento en estupor; la ondulante melena, encrespóse de golpe; rasgó los aires el rugido, como una recia tela que se rompe entre dos manos de Hércules... Y cuando tras un salto de coloso las crispadas garras se hundieron en el lecho macizado de pluma, quien estuviera allí sólo hubiera visto bajo de ellas una sombra anegada en un charco de sangre miserable, y hubiera visto después los unicornios de pórfido, las colgaduras, los tapices, los vidrios de colores, los entablamentos de cedro, los lampadarios y trípodes de bronce, que rodaban, en espantosa confusión, por la estancia, y el león rugiente, que revolvía el furor de su destrozo entre ellos, mientras la lágrima, asomando fuera de su corazón, como acerada punta le teñía el pecho de sangre.




ArribaAbajoPensamientos inéditos

Yo concibo la vida como una continua movilidad y variación que dé nuevos, siempre nuevos, alicientes al espíritu, librándole del tedio y la monotonía de una existencia inmovilizada como la de la ostra en la peña.

¡Yo me moriré con la nostalgia de los pueblos que no haya visto!... En estos últimos tiempos se me ha desarrollado una súbita curiosidad y vivo interés por conocer, también, la América del Norte, a la que no amo, pero admiro.

***

Los privilegiados de la fortuna no deben acogerse jamás a sus favores, siempre un tanto humillantes, del presupuesto. Los cargos públicos rentados son para aquellos que no hemos encontrado aún otro medio decoroso de vida; pero no para los que están en posesión de pingües bienes que les permiten darse el lujo de pasar su vida en sempiterno viaje de placer, arrojando a los cuatro vientos sus rentas. No deben, éstos provocar las justas iras de los desheredados de la suerte, quitándoles uno de esos recursos de desesperado que llamamos en nuestro país empleo público.

***

...Su carta tiene el color del papel en que viene escrita: el color gris del tedio que, con razón, le producen las noticias que le llegan de nuestro desventurado país. ¿Qué no diremos los que presenciamos de cerca este oleaje de entristecedoras miserias? En cuanto a mí, la experiencia que mi temporada de politiquero me ha suministrado, me ha bastado para tomar desde ahora (o más bien, desde antes de ahora), la resolución firmísima de poner debajo de mi última página de vida parlamentaria, un letrero que diga: «Aquí acabó la primera salida de Don Quijote», y decir adiós a la política. Esto equivaldrá casi a decir adiós al país; pues el país nuestro y su política son términos idénticos: no hay país fuera de la política. Todo lo demás es aquí epidérmico y artificial. Lo único que realmente es propio y natural del país mismo, y lo preocupa de veras, y absorbe todas sus energías, es lo que por eufemismo patriótico tenemos la benevolencia de apellidar: política. (Junio de 1904).

***

La glorificación del centenario de Las Piedras ha dado motivo a interesantes expansiones patrióticas. Nunca he visto a nuestra gente tan unánime y tan entusiasta en conmemoraciones nacionales. La figura de Artigas se agiganta, indudablemente, día por día. Es el héroe único de la democracia republicana en el Plata. Así lo ha reconocido y proclamado, en estos días, el Ministro norteamericano Mr. Morgan, en una nota que ha causado impresión.




ArribaAbajoEl recuerdo lírico

...Para quien tiene el recuerdo «lírico» esta condición de la memoria, concertada con el apartamiento de la realidad presente, y con la vida absorta y profunda, puede ser una persistente fuerza de regresión transformadora: casi una, reviviscencia en lo pasado.

¿No has oído decir cómo la sugestión del hipnotizador suele manifestarse también en sentido, de retraer el alma del sujeto a una época superior de su vida, operando en su memoria la evocación de un recuerdo que vuelve a ser para él la realidad viva y actual, recuerdo que, a su vez, evoca por asociación los hechos de conciencia concomitantes y el tono de vida general e íntimo, y recompone así, para mientras dure el sueño, el alma entera, tal como fue, en una prodigiosa «vuelta» de la juventud o de la infancia?

Algo que se parece a esta resurrección sugerida de un «yo» de otro tiempo, pueden obtener ciertas almas para su capacidad de atención y simpatía respecto de las imágenes de lo que fue, y si en ellas la absorción de un instante tiene virtud de reanimar un recuerdo, hasta reproducir toda la emoción y el acompañamiento de aquella pasada realidad, como esos musgos que después de permanecer años enteros, muertos, entre las hojas de un herbario, resucitan rociándolos con unas gotas de agua; si, aun en lo corporal, el recuerdo intenso de una herida de antaño llega, en algunas complexiones, hasta reabrirla y hacerla sangrar (¡mágica y portentosa fuerza!) el cultivo ahincado, sistemático, de los recuerdos de una parte del pasado, en la soledad y la habitual concentración de la vida, ¿no podrá dar, hasta cierto punto, carácter de continuidad y permanencia a aquella «realización» de las imágenes de la memoria?

Sí, por cierto; ¡y cuántas almas que la soledad ampara, cerrando los ojos de la mente para la realidad que las rodea, como cerramos los del cuerpo para evocar mejor la imagen de algún objeto material, gozan en el embebecimiento y beatitud del recuerdo, el beneficio de una muerte en cuanto a las cosas del presente, y de una resurrección en tiempos mejores!... ¡Oh, monasterios, oh refugios de decepcionados y vencidos! Aquel que traspasara vuestros muros y lograse penetrar el secreto de las almas que los ojos sumisos cautelan bajo las capuchas y las tocas, cuántos sorprendería de estos encantamientos en que vive, contemplando en éxtasis una visión mundana, levantada sobre el peso del tiempo; y como vendría, a saber que nuestra soledad y nuestra paz son para muchas almas que os habitan, y que sólo por tal consuelo os buscaron, como aquel país maravilloso de las leyendas de Rubruquis, donde el viajero joven conserva intactas para siempre la juventud, y la fuerza y la gracia, que tenía al punto en que había entrado en él!

Otras almas hay que la necesidad sujeta a las faenas y disputas del mundo, y que con este ejercicio maquinal donde no ponen más que lo muy exterior de sí mismas, alternan, apenas han pasado de vuelta el umbral de la casa, esa embriaguez de la memoria, ese ensimismamiento que las restituye al goce de una dicha perdida: almas que son como sería un libro en cuyas páginas pares sólo hubiera fríos guarismos o venales anuncios, y cuyas páginas impares contuviesen cuentos de hadas o suaves versos. Cuando cesa el trabajo afanador; cuando la libertad vuelve del seno del silencio y la calma, entonces se incorpora en la imaginación redimida como en el despertar del bosque durmiente, la hermosa princesa, que es aquí la recordación de una lejana historia.

De esta manera muchas almas enamoradas de un pasado que se llevó consigo su alegría, y su amor, resuelven afirmativamente, por lo que toca a ellas mismas, la proposición de Mefistófeles: «¿Lo pasado existe? ¿Hay diferencia entre lo que fue y la pura nada?» Existe, sí, para quien te lleva en el pecho ¡oh dulce cítara del Eunomo!; y el recuerdo, que consagran su inmortalidad y su eterna frescura, es, por su misterioso poder sobre nosotros, una de las piadosas artes de Proteo.




ArribaAbajoA una poetisa

Su incomparable página es un acto de generosidad y al mismo tiempo de crueldad. De crueldad, porque lo será siempre expresar el elogio de una tentativa de arte en forma tal que lo elogiado palidezca y se borre de la atención del que lee, apenas suficiente para percibir y admirar la belleza del elogio mismo.

En este sentido le debería rencor, pero sé que debo, perdonarla porque no se me oculta que, aunque usted, quisiera escribir pálidamente no le sería posible y su pluma se rebelaría y triunfaría sobre su voluntad.

Ha tomado usted una frase trivial de mi libro -la de «la carne de los dioses»- y ha bordado sobre ella tan magnífico comentario que la pobre frase mía, avergonzada y confusa, pide volver a la obscuridad de que usted la ha sacado despiadadamente para que sirva de sostén a tan abrumadora carga de belleza... y en todo caso, si la frase en sí tiene efectivamente alguna belleza, ésa ha sido creada por usted, que la ha descubierto, y descubrir es crear.

Digo que la ha descubierto porque ni en mi memoria duraba la más mínima huella de ese rasgo abandonado de mi pluma, ni sé que nadie haya detenido en él la atención. ¡Usted ha redimido a esa pobre frase! ¡Usted la ha salvado de la sombra! Es, pues, suya.

La gratitud es a veces incómoda; lo es, por ejemplo, cuando obliga a contener la expresión sincera de la admiración por una página de arte.

Quisiera escribir el libro que mereciese la página que usted ha escrito. Pero me basta con la satisfacción de haber escrito el libro que, si no la ha merecido, la ha inspirado.

Con la admiración de siempre.




ArribaAbajoFragmentos

I

¡Qué inmensa y varia vida, qué inmensa y varia fuerza, en ese mundo de papel liviano, subido sobre el mundo real, como sobre el caballo el jinete!

Hay el libro movedor de revoluciones; el libro conductor de multitudes; el debelador de tiranías; el evocador y restaurador de cosas muertas; el que publica miserias ignoradas; el que constituye o resucita naciones; el que desentraña recónditos tesoros; el que aventa fantasmas y melancolías; el que levanta sobre las aras dioses nuevos. Hay el libro que, hundido, como un gigante en sopor, bajo el polvo de los siglos, se alza un día a la luz y con el golpe de su pie estremece al mundo. Hay el libro donde está presente el porvenir, la idea de lo que ha de trocarse en vida humana, en movimiento, en color, en piedra. Hay el libro que se transforma a la par de las generaciones, inmortalmente eficaz, mas nunca igual a sí mismo: el libro de que se puede preguntar: «¿Qué sentirán, leyéndolo, dos hombres de los tiempos futuros?», como se puede decir: «¿Qué sentirán, aún no sentido por nosotros, ante una puesta de sol, o ante la sublimidad del mar y la montaña?» Hay un libro cuyo nombre permanece, significativo y arrebatador, como una, bandera que ondea en las alturas, cuando ya pocos leen en él otra cosa que el nombre. Hay el que salva a un pueblo del olvido, o de ver rota su unidad en el tiempo, o de que le sea quitada su libertad; y el que multiplica, en la red del miserable, los peces; y el que apacienta los dulces sueños, gratos al alma del trabajador y a la del Príncipe: los sueños: suave, balsámico elemento, del que necesita también el orden del mundo.

Pero aún hay otro género de libros, por el cual lo que ese frágil y maravilloso objeto tiene de instrumento de acción, de energía manifiesta en lo real, obra en los más hondos talleres de la vida; y es el libro modelador de caracteres, artífice de la voluntad, propagador de cierto tipo de hombres; aquel que toma, como un montón de cera, una o varias generaciones humanas, y con fuerza plasmante las maneja, entregándolas a las vías del mundo marcadas de su sello invisible y perdurable.

II

Es constante que, después de conocer de verdad a los grandes pensadores, leyéndolos directamente y por entero, y meditando lo leído, reconozcamos cuan suficiente idea de su manera de pensar y del espíritu de su doctrina nos daban las clasificaciones usuales, que, para encerrar al pensamiento individual dentro de una fórmula conocida, le aplican un nombre de los que definen grosso modo determinado orden de ideas: deísmo o panteísmo, espiritualismo o materialismo.

Estas generalizaciones, que pueden definir satisfactoriamente, las pocas y mal depuradas ideas que refleja un espíritu cerrado y estrecho, rara, vez son aplicables, sin cierta inexactitud, al pensamiento personal, original y hondo; al pensamiento de aquel que ha laborado una concepción propia del mundo, la cual no se comprenderá jamás por la forma descarnada y escueta en que luego la resumen los expositores y los críticos, privándola, al pretender condensarla, de su nervio de originalidad y de su más profundo y delicado sentido.

Cuando se ha trabado real y entrañable relación con la mente de un pensador de los que conciben honda y originalmente las cosas, vese la insuficiencia y la vanidad de aquellos términos de escuela, que groseramente identifican dentro de un mismo nombre genérico, espíritus separados por distancias enormes y profundas antipatías ideales, levantando, en cambio, impenetrable muro entre espíritus que tienen las afinidades más íntimas y verdaderas.




ArribaAbajoLa voz de la raza

Todos los sentimientos propios para originar entre los pueblos lazos de simpatía y solidaridad, vinculan estrechamente a la América latina con los aliados del Occidente europeo; el sentimiento de la comunidad de raza, el de la participación en el culto de las instituciones liberales, el del influjo cultural persistentemente recibido, el de la intimidad determinada por la afluencia inmigratoria, el del interés internacional opuesto a imperialismos absorbentes; de modo tal, que jamás desde que nuestra América adquirió conciencia colectiva, han ocurrido en el mundo acontecimientos más capaces de apasionarla y preocuparla.




ArribaAbajoLa paz y la guerra

Querer la paz por incapacidad para la guerra; querer la paz por el sentimiento de la propia debilidad, por el temor de la superioridad ajena es condición miserable de los pueblos que no tienen en sí mismos la garantía suprema de su persistencia y de su dignidad.

Querer la paz por comprenderla hermosa y fecunda; querer la paz con la voluntad altiva del que tiene conciencia de sus fuerzas y reposa tranquilo en la confianza de que lleva en su propio brazo la potestad fidelísima que le tutela y escuda, es la condición de los pueblos nobles y fuertes.

Para desear eficazmente la paz, es menester la aptitud para la guerra. Los pueblos débiles no pueden proclamar la paz como un ideal generoso, porque para ellos es, ante todo, un interés egoísta, una triste necesidad de su desvalimiento. Sólo en los labios del fuerte, es bella y gloriosa la afirmación de la paz.

Vergüenza es que un pueblo se habitúe a que le llamen «débil», o a llamarse «débil» a sí mismo. No hay pueblo débil, sino el que se rebaja voluntariamente a serlo; porque la fortaleza de los pueblos se mide, no por su capacidad para la agresión, sino, por su capacidad para la defensa, y cada pueblo encuentra infaliblemente en la medida de sus recursos materiales, los medios proporcionados para su defensa, cuando él pone de suyo el elemento fundamental de su energía y de su previsión.

Desconoce su deber para, consigo mismo y para con la obra solidaria de fundar el orden y la paz estable en el mundo, el pueblo que no cuida de mantener su fuerza material en proporción relativa al desenvolvimiento de su riqueza y de su cultura.

Cuidar de la propia fuerza material, no significa sólo, ni principalmente, aumentar la importancia numérica de los ejércitos, ni los acopios de sus parques. Significa, ante todo, educar, mejorar, intensificar la institución de las armas, realzarla por el prestigio, el saber y la virtud; vincularla, cada vez más estrechamente, con el pueblo; hacerla, para él, objeto indiscutido de amor y de orgullo; reconocer su significado social, y señalarle, en el armónico conjunto de las energías nacionales, el puesto que ella merece.

Glorifiquemos en el soldado al hombre de las tradiciones heroicas, al rudo artífice de la patria guerrera; pero es necesario que nos habituemos a ver también en él a uno de los hombres del porvenir, a uno de los tipos representativos de la patria adulta y floreciente.




ArribaAbajoLecturas


De la dichosa edad en los albores
Amó a Perrault mi ingenua fantasía,
Mago que en torno de mi sien tendía
Gasas de luz y flecos de colores.
Del sol de adolescencia en los ardores
Fue Lamartine mi cariñoso guía.
«Jocelyn» propició, bajo la umbría
Fronda vernal, mis ocios soñadores.
Luego el bronce hugoniano arma y escuda
Al corazón, que austeridad entraña.
Cuando avanzaba en mi heredad el frío,
Amé a Cervantes. Sensación más ruda.
Busqué luego en Balzac... y hoy, ¡cosa extraña!,
Vuelvo a Perrault, me reconcentro, y río...




ArribaAbajoEl escritor y el medio social

(Prólogo a la novela «El Terruño», de Carlos Reyles)


La obra del escritor, como toda «obra del hombre, está vinculada al medio social en que se produce por una relación que no se desconoce y rechaza impunemente. La misteriosa «voluntad» que nos señala tierra donde nacer y tiempo en que vivir, nos impone con ello una solidaridad y colaboración necesarias con las cosas que tenemos a nuestro alrededor. Nadie puede contribuir, en su grado o limitada esfera, al orden del mundo, sin reconocer y acatar esa ley de la necesidad. Cuanto más cumplidamente se la reconoce y acata, tanto más eficaz es la obra de la voluntad individual. Dícese que el genio es, esencialmente, la emancipación respecto de las condiciones del medio, pero esto debe entenderse en lo que se refiere a los resultados a que llega, suscitando nuevas ideas, nuevas formas o nuevas realidades. Por lo que toca a los elementos de la operación genial, a los medios de que se vale, a las energías que remueve, el genio es, como toda humana criatura, tributario de la realidad que le rodea, y cabalmente en comprenderla y sentirla, con más profundidad y mejor que los demás consiste el que sea capaz de arrancar de sus entrañas el paradigma de una realidad superior.

El principio de originalidad local, en la obra, del escritor y del artista, tiene, pues, un fundamento indestructible. Ampliamente entendido, es condición necesaria de todo arte y toda literatura que aspiren a arraigar y a dejar huella en el mundo. Apartarse de la verdad determinada y viva, de lugar y de tiempo, por aspirar a levantarse de un vuelo a la verdad universal y humana, significa en definitiva huir de esta verdad, que para el arte, no es vaga abstracción, sino tesoro entrañado en lo más hondo de cada realidad concreta. Querer ganar la originalidad individual rompiendo de propósito toda relación con el mundo a que se pertenece, conducirá a la originalidad ficticia e histriónica, que casi siempre oculta el remedio impotente de modelos extraños, no menos servil que el de los próximos; pero nunca llegará a la espontánea, y verdadera originalidad personal, que, como toda manifestación humana, aun las que nos parecen más radicalmente individuales, tiene también base social y colectiva, y no es sino el desenvolvimiento completo y superior de cierta cualidad de raza, de cierta sugestión del ambiente o de cierta influencia de la educación.

En literatura americana, el olvido o el menosprecio de esa relación filial de la obra con la realidad circunstante ha caracterizado, o mejor, ha privado de carácter a la mayor parte de la producción que, por los méritos de la realización artística y por la virtualidad de la aptitud que se revela, compone dentro de aquella literatura la porción más valiosa junto a esta porción selecta, pero, por lo general, inadaptada, una tendencia de nacionalismo literario que, salvo ilustres excepciones, no ha arrastrado en su corriente a la parte más noble y capaz del grupo intelectual de cada generación, se ha mantenido, por esta misma circunstancia, dentro de un concepto sobrado estrecho, vulgar y candoroso del ideal de nacionalidad en literatura. Debemos, sin embargo, a esa tendencia artísticamente feble y provisional, lo poco que ha trascendido a la expresión literaria de la originalidad de vida y color de nuestros campos; del carácter de esa embrionaria civilización agreste, donde aún se percibe el dejo y el aroma del desierto, como en la fruta que se vuelve montés, la aspereza de la tierra inculta. La vida de los campos, si no es la única que ofrezca inspiración eficaz para el propósito de originalidad americana, es, sin duda, la de originalidad más briosa y entera, y, por lo tanto, la que más fácil y espontáneamente puede cooperar a la creación de una literatura propia. Suele tildarse de limitado, de ingenuo, de pobre en interés psicológico, de insuficiente para contener profundas cosas al tema campesino; pero esta objeción manifiesta una idea enteramente falsa en cuanto a las condiciones de la realidad que ha de servir como substancia de arte. Dondequiera que existe una sociedad llegada a aquel grado elemental de civilización en que, por entre las primitivas sombras del instinto, difunden sus claridades matinales la razón y el sentimiento, hay mina suficiente para tomar lo más alto y lo más hondo que quepa dentro del arte humano. La esencia de pasiones, de caracteres, de conflictos, que constituye la idea fundamental del Quijote, del Otelo, del Macbeth, de El Alcalde de Zalamea, y aun de Hamlet y del Fausto, pudo tomarse indistintamente del cuadro de una sociedad semiprimitiva o del de un centro de alta civilización. Pertenece todo ello a aquel fondo radical de la naturaleza humana que se encuentra por bajo de las diferencias de razas y de tiempos, como el agua en todas partes donde se ahonda en la corteza de la tierra. La obra del artista empieza cuando se trata de imprimir a este fondo genérico la determinación del lugar y de época, individualizando en formas vivas la pasión universalmente inteligible y simpática; y para esto, lejos de ser condición de inferioridad el fijar la escena dentro de una civilización incipiente y tosca, son las sociedades que no han pasado de cierta candorosa niñez las de más abundante contenido estético, porque es en ellas donde caben acciones de mas espontánea poesía, costumbres de más firme color y caracteres de más indomada fuerza. Por dónde debemos concluir que si la vida de nuestros campos, como materia de observación novelesca y dramática, no ha alcanzado, sino en alguna otra excepción, a las alturas del gran interés humano, de la representación artística universal y profunda, ha de culparse de ello a la superficialidad de la mayor parte de los que se le han allegado como intérpretes, y no a la pobreza de la realidad, cuyos tesoros se reservan, en éste como en todos los casos, para quien con sus ojos de zahorí acate sus ocultos filones y con brazo tenaz los desentrañe de la roca.

Alegrémonos, pues, de que escritor de la significación de Carlos Reyles siente esta vez su garra en el terruño nativo, y realice la gran novela campera, y por medio de la verdad local solicite la verdad fundamental y humana que apetecen los ingenios de su calidad. A manera de heroico corredor de aventuras que emigró de niño y forjó en remotas tierras su carácter, y tras de ella, domeñada, a la esquiva fortuna, para volver ya hombre y ofrecer al hogar de los hermanos el tributo de la madurez, más fecundo que el de la ardorosa juventud, así este ilustre novelista nuestro, después de ganar personalidad completa y fama consagrada, por otros caminos que los de la realidad característica del terruño, viene a esta realidad, en la otoñal plenitud de su talento y con la acrisolada posesión de su arte.

Otras novelas suyas manifestaron su maestría para penetrar en el antro de los misterios psicológicos e iluminar hasta lo más recóndito y sutil su poder creador de caracteres, a un tiempo genéricos e individuales; su sentido de lo refinado, de lo extraño, de lo complejo; la amarga crudeza de sus tintas y la precisión indeleble de su estilo. Ha realizado su obra literaria de la manera más opuesta a la publicidad constante y afanosa del escritor de oficio; con señoril elección del tiempo de escribir y el tiempo de dar a la imprenta; ajena a toda camaradería de cenáculo, y aun a comunicación estrecha y sostenida con el grupo intelectual de su generación; en altiva soledad, que recuerda algo del aislamiento voluntario y de la obra concentrada, y sin noción exterior, de Merimée. En Reyles la vocación del escritor no es toda la personalidad, no es todo el hombre. Su voluntad rebelde, arriesgada y avasalladora, le hubiera tentado con los azares y los violentos halagos de la acción, a nacer en tiempos en que la acción tuviera espacio para el libre desate de la personalidad y tendiese de suyo al peligro y a la gloria. Y, aun dentro del marco de nuestra vida domesticada y rebañega, cuando no vulgar y estérilmente anárquica, la superior energía de su voluntad ha dado muestra de sí abrazándose a la moderna «aventura» del trabajo, concebido en grande y con idealidad de innovación y de conquista: a las faenas de la tierra fecunda, en que, junto con la áurea recompensa, se recoge la conciencia enaltecedora del resabio vencido, de la rutina sojuzgada, del empuje de civilización impuesto a la indolencia del hábito y a la soberbia de la naturaleza. Porque este gentleman farmer que, en cuanto novelador, se acerca ahora por primera vez a la vida de nuestros campos, es, en la realidad, familiar e íntimo con ella, y le consagra amor del alma, y no sólo le está vinculado por la aplicación de su esfuerzo emprendedor, sino que, como propagandista social y económico, pugna desde hace tiempo por reunir en apretado haz las energías dispersas o latentes del trabajo rural, para que adquieran conciencia de sí mismas y desenvuelvan su benéfico influjo en los destinos comunes.

Del campo nos habla esta novela, y aun pudiera decirse que en favor del campo, como en el libro improvisado y genial que es, por lo que toca a nuestros pueblos del Plata, el antecedente homérico de toda literatura campesina: como en el Facundo de Sarmiento, la oposición del campo y la ciudad forma en cierto modo, el fondo ideal de la nueva obra de Reyles; sólo que esta vez no aparece representando el núcleo urbano la irradiadora virtud de la civilización, frente a la barbarie de los campos desiertos, sino que es la semicivilización agreste, no bien desprendida de la barbarie original, pero guiada por secreto instinto a la labor, al orden, a la claridad del día, la que representa el bien y la salud del organismo social, contraponiendose al desasosiego estéril que lleva en las entrañas de su cultura vana y sofística la vida de ciudad.

Grande o restringida la parte verdadera de esa oposición social, vuélvese entera verdad en la relación de arte, que es la que obliga tratándose de obras de imaginación. Ha personificado el novelista la sana tendencia del genio campesino en un enérgico y admirablemente pintado carácter de mujer; la vigilante, ladina y sentenciosa Mamagela, musa prosaica del trabajo agrario. Sancho con faldas, Egeria de sabiduría vulgar, cuya figura resalta sobre todas y como que preside a la acción. Mamagela es la prudencia egoísta y el buen sentido alicorto, que, puestos en contacto con el vallo e imponente soñar y con la bárbara incuria, adquieren sentido superior y trascendental eficacia y se levantan a la categoría, de fuerzas de civilización. Como en el ingenuo utilitarismo de Sancho, hay en el de esa remota descendiente del inmortal escudero un fondo de honradez instintiva y de espontánea sensatez, que identifica a veces las conclusiones de su humilde perspicacia con los dictados de la severa razón y la recta filosofía de la vida. Por sus labios habla la malicia rústica, más rastreadora de verdad que la semicultura del vulgo ciudadano. Y tal cual es, y en los conflictos en que lidia, no hay duda de que Mamagela lleva la razón de su parte, porque el autor no ha colocado junto a ella a nadie que le exceda, (quizá debido a que tampoco suele haberle en la extensión de realidad que reproduce), y los falsos o desmedrados idealismos que la tienen de enemiga, valen mucho menos que la rudimentaria idealidad implícita en lo hondo de aquel sentido suyo de orden y trabajo.

Con Mamagela, aparece representando Primitivo la energía de nuestras geórgicas criollas. Felicísima creación la de este personaje, que vale por sí solo una novela. Primitivo es personificación del gaucho bueno, orientado por naturaleza, a la disciplina de la vida civil y a la conquista de la honesta fortuna que persigue con manso tesón de buey. Hay una intensa y bien aprovechada virtud poética en esta vocación de un alma, bárbara que tiende a los bienes de un superior estado social, con el impulso espontáneo con que la planta nacida en sitio obscuro dirige sus ramas al encuentro de la luz. Así debieron de brotar, en el seno de la errante tribu de la edad de piedra, las voluntades que primeramente propendieron al orden sedentario y al esfuerzo rítmico y fecundo. Primitivo aspira a tener majada suya y campo propio; y de sus salarios ahorra para realizar su sueno. Cuida sus primeras ovejas con el primor y la ternura de un Melibeo de égloga. Rigores del tiempo diezman su majada, y él se contrae, con dulce perseverancia, a rehacerla, trabajando más y gastando menos. El buen gaucho tiene mujer, y la quiere. Pero he aquí que a su lado acecha la barbarie indómita y parásita de la civilización; la sombría libertad salvaje, que encarna el hermano holgazán y malévolo, el gaucho malo, el avatar indigno de la raza de Caín. Jaime quita a Primitivo la mujer y la dicha y entonces el laborioso afán del engañado se trueca en sórdido abandono; su apacibilidad en iracundia, su sobriedad en beodez, su natural sumiso en ímpetu rebelde. Magistralmente ha trazado el novelista psicólogo esta aciaga disolución de un carácter, que llega a su término final cuando aquella mansa fuerza que apacentaba rebaños, vuelta y desatada en el sentido del odio, consuma el fratricidio vengador, al amparo de uno de los entreveros de la guerra civil, que anega en la sangre de su multiplicado fratricidio el generoso Fructidor del terruño. Todo ese trágico proceso rebosa de observación humana, de patética fuerza, de sugestión amarga y profunda.

Sobre este mismo fondo de la guerra ha destacado el autor, esbozándolo sólo, pero en rasgos de admirable verdad y expresión, la figura de mayor vitalidad poética y más enérgico empuje de cuantas entran en su cuadro: Pantaleón el montonero, el caudillo; ejemplar de los rezagados y postreros, de una casta heroica, que el influjo de la civilización desvirtúa, para reducirla a su yugo, o para obligarla a rebajarse al bandolerismo obscuro y rapaz. Es el gaucho en su primitiva y noble entereza; el gaucho señor de los otros por la soberanía natural del valor y la arrogancia; el legendario paladín de los futuros cantos populares; majestuoso y rudo, al modo de los Héroes de Homero, de los Siete Capitanes de Esquilo, o de los Cides, Bernardos y Fernández González de la epopeya castellana. El cuadro de la muerte de Pantaleón, por su intensidad, por su grandeza, por su épico aliento, es de los que parecen reclamar la lengua oxidada y los ásperos metros de un cantar de gesta.

Mientras en esos caracteres tiene representación el campo, ya laborioso, ya salvaje, la propensión y la influencia del espíritu urbano encarnan, para el novelista, en la figura de un iluso perseguidor de triunfos oratorios y de laudos proféticos; apóstol en su noviciado, filósofo que tienta su camino. La especulación nebulosa y estéril; la retórica vacua; la semiciencia hinchada de pedantería; la sensualidad del aplauso y de la fama; el radicalismo quimérico y declamador: todos los vicios de la degeneración de la cultura de universidad y ateneo, arrebatando una cabeza valla, donde porfían la insuficiencia de la facultad y la exorbitancia de la vocación, hallan cifra y compendio en el Tocles de esta fábula. No es necesario observar, en descargo de los que a la ciudad pertenecemos, que Tocles no es toda la ciudad, no es toda la cultura ciudadana, aunque sea la sola parte de ella que el autor ha querido poner en contraste con la vida de campo; pero la verdad individual del personaje, y también su verdad representativa y genérica, en tanto que no aspire a significar sino ciertos niveles medios de la cultura y del carácter, no podrán desconocerse en justicia. Tocles es legión; como lo es, por su parte, el positivista menguado y ratonil, especie con quien la primera se enlaza por una transición nada infrecuente ni difícil en la dialéctica de la conducta. De la substancia espiritual de Tocles se alimentan las «idolatrías» de club y de programa; los fetichismos de la tradición, los fetichismos de la utopía, las heroicas vocaciones de la Gatomaquia, la ociosidad de la mala literatura... y del desengaño en que forzosamente paran esos falaces espejismos aliméntanse después, en gran parte, las abdicaciones vergonzosas, las bajas simonías del parasitismo político, común refugio de soñadores fracasados y de voluntades que se han vuelto ineptas para el trabajo viril e independiente. Aquellos polvos de falsa idealidad traen, a menudo, estos lodos de cínico utilitarismo.

No es, desde luego, la aspiración ideal lo que es está satirizado en ese mísero Tocles, sino la vanidad de la aspiración ideal. No es en Dulcinea del Toboso en quien se ceban los filos de la sátira, sino en Aldonza Lorenzo. Y este sentido aparece con clara transparencia en la representación de aquel carácter, cuando, convertido Tocles en predicador de ideales positivos y concretos, la vanidad de sus sueños, tan fatuos cuando se remontan a las nubes como cuando descienden al polvo de la tierra. Entre el trabajo utilitario, enérgico y fecundo, y la aspiración ideal sana, y generosa no hay discordia que pueda dar significado racional a un personaje o a una acción de novela: hay hermandad y solidaridad indestructibles. Los pueblos que mayor caudal de cultura superior y desinteresada representan en el mundo son, a la vez, los más poderosos y los más ricos. La propia raíz de energía que ha erigido en tronco secular y desenvuelto la bóveda frondosa, es la que engendra la trama delicada y el suave aroma de la flor. Y la eficacia con que Reyles vilipendia, novelando o doctrinando, los idealismos apocados y entecos (aunque él se imagina a veces que estos dardos suyos van a herir a los tradicionales y perennes idealismos humanos), consiste en que él mismo es un apasionadísimo idealista, y tal es la clave de su fuerza, y por serlo se ofende mucho más con el remedo vulgar y vario del sagrado amor a las «ideas» que con la resuelta furia iconoclasta; aquella que, negando el ideal, le confiesa paradójicamente y como que nos le devuelve de rebote por el mismo soberano impulso de la negación.

Pero, aunque extraviada y estéril, la inquietud espiritual de Tocles es, al fin, el desasosiego de un alma que busca un objeto superior al apetito satisfecho; la sed del ideal arde en esa conciencia atormentada; y por eso, del fondo de sus vanas aspiraciones y sus acerbos desengaños trasciende, ennobleciendo su interés psicológico, una onda de pasión verdadera y de simpatía humana, como trascienden de la hez de un vino generoso la fuerza y el aroma del vino. El dolor de su fracaso es la sanción de su incapacidad y flaqueza; pero es también, por delicado arte del novelista, imagen y representación de un dolor más noble y más alto; del eterno dolor que engendra el contacto de la vida en los espíritus para quienes no existe diferencia entre la categoría de lo real y la de lo soñado. Así se levanta el valor genérico de esta figura por encima de la intención satírica que envuelve, pero, que no recae sobre lo más esencial e íntimo de ella; y así adquiere, por ejemplo, hondo sentido y sugestión bienhechora la hermosa escena final, en que la cabeza abrumada del soñador descansa en el regazo de la compasiva Mamagela, como en el seno de la materna realidad reposan las vencidas ilusiones humanas y yace la persuasión que las aquieta o las hace reverdecer transfiguradas en sano y eficaz idealismo.

Mucho podría añadir de los personajes secundarios que en la obra intervienen; del fondo de descripción, en que, si entra por poco el paisaje virgen y bravío, de sierra y monte, hay toques de incomparable realidad y primor para fijar nuestro paisaje «de geórgica» y nuestros usos camperos, y para interpretar la oculta correspondencia de las cosas con la pasión humana a que sirve de coro; del estilo, en fin, siempre justo y preciso y a menudo lleno de novedad, de fuerza plástica y color. Pero ya sólo notaré, para llegar al fin de este prólogo, una particularidad que me parece interesante, del punto de vista de la psicología literaria, y es la frecuencia y la jovial serenidad con que se reproduce en el curso de la narración el efecto cómico, a pesar de que nunca fue ésta, la vena peculiar del autor, y de que ha sido la novela engendrada en días, para él, de más amargura que contento; nueva comprobación de una verdad que yo suelo recordar a los que entienden de manera demasiado simple y estricta la relación de la personalidad y la obra, es a saber: que la imaginación es el desquite de la realidad, y que, lejos de quedar constantemente impreso en las páginas del libro el ánimo accidental, ni aun el carácter firme de quien lo escribe, es el libro a menudo el medio con que reaccionamos idealmente contra los límites de nuestra propia y personal naturaleza.

En el desenvolvimiento de nuestra literatura campesina, esta novela representará una ocasión memorable, y por decirlo así, un hito terminal. De la espontaneidad improvisadora e ingenua, en que aun parece aspirarse el dejo de la relación del payador reencarnándose en forma literaria, pásase aquí a la obra de plena conciencia artística, de composición reflexiva y maestra de intención honda y trascendente. De la simple mancha de color, o de la tabla de género circunscrita a un rincón de la vida rústica, pásase al vasto cuadro de novela, en que, concentrando rasgos dispersos en la realidad, se tiende a sugerir la figuración intuitiva del carácter del conjunto, de la fisonomía peculiar de nuestro campo, como entidad social y como unidad pintoresca. Del orden de narraciones que requieren como auditorio a la gente propia, pásase al libro novelesca que merced al consorcio de la verdad local y el interés humano, puede llevar a otras tierras y otras lenguas la revelación artística de la vida original del «terruño».

Y esta nueva obra de Reyles, que por su alto valor de pensamiento y de arte confirmará para él los sufragios del público escogido, reúne al propio tiempo, más que otras de su autor, las condiciones que atraen el interés del mayor número, por lo cual puede pronosticarse que será entre las suyas la que preferentemente goce de popularidad; género, de triunfo que, aun cuando vaya unido a otros más altos, tiene su halago animador y violento, y sin cuyo concurso parecerá que falta un grano de sal en la más pura gloria del artista.




ArribaAbajoEl problema Constitucional

Señores de la Comisión Colorada Anticolegialista del Departamento de Cerro Largo: En la imposibilidad de concurrir personalmente a la asamblea política para la que se me ha hecho el honor de invitarme, quiero que algunas palabras mías lleven, a nuestros e correligionarios reunidos, la expresión de mi agradecimiento, y de la profunda simpatía con que acompaño la organización anticolegialista departamental a que esa asamblea responde.

Los que desenvolvemos nuestras actividades cívicas en Montevideo, sentimos, más que nunca, retemplada nuestra energía para la propaganda de las ideas y confortada nuestra fe en los destinos políticos de la República, cuando de los más apartados confines de ella nos llega el eco de agrupaciones ciudadanas que se organizan, se difunden y prosiguen resueltamente sus tareas, superando los obstáculos que representa en todo tiempo -y más en el presente- la disposición hostil de los que tienen en sus manos la fuerza y el poder.

Y es que la campaña no es sólo -como sin contradicción se le reconoce- fuente inexhausta de la riqueza, nacional y horizonte inmenso abierto al trabajo dignificador. Ella es también núcleo de sanas energías morales, de incontaminadas tradiciones cívicas, tanto más nobles cuanto más desinteresadas, porque sabido es que si en la hora de la necesidad o de la prueba es la campaña la primera a quien se impone el sacrificio, en la hora del triunfo y de la holgura es la última en recibir la recompensa.

La extraordinaria gravedad de la crisis política que está planteada en el país, justifica la extensión, también extraordinaria, de estas agitaciones del civismo.

El propósito de resistencia que las determina es el más grande que haya podido aunar jamás el patriótico esfuerzo de todos los ciudadanos y de todas las colectividades de la opinión.

La conciencia nacional, que sabe que su gran problema político no es de fórmulas constitucionales, sino, ante todo, de espíritu de gobierno y de respeto a la soberanía, sabe también que si la reforma de la Constitución puede contribuir en cierta medida a la solución de aquel problema, no será por el camino de temerarias aventuras, cien veces desautorizadas en la experiencia universal.

La tradición histórica de la República, la tradición histórica del Partido Colorado, rechazan la suposición de que el régimen de la presidencia individual haya de rematar fatalmente en despótico personalismo y manifiestan que cuando ese régimen ha estado unido a la voluntad del bien y a la aptitud para el gobierno -sin las cuales todas las instituciones son frustráneas-, no ha dado lugar a que se dude de su esencial virtualidad.

La presidencia individual del General Rivera inició, con tendencias liberales y civilizadoras, la organización de la República, concediendo ancho campo a la acción autonómica de la institución ministerial, personificada en hombres de la talla de don Santiago Vázquez y don Lucas Obes.

La presidencia individual de don Joaquín Suárez, prolongándose por nueve años en la más angustiosa y tremenda de las situaciones por que pueda atravesar un pueblo, mantuvo su autoridad sobre los enconados impulsos de las fracciones que se disputaban el predominio; concilió el acatamiento y el respeto de todos; aseguró el goce de la libertad civil y política, dentro de los muros de una plaza sitiada, e hizo posibles los que aquel mismo gran ciudadano llamó una vez «los milagros y los prodigios» de la Defensa.

La presidencia individual de don Tomás Gomensoro, después de restablecer la paz y la concordia de los orientales con un espíritu de fraternidad que hizo para siempre de ese hombre modesto una figura nacional, dio el alto ejemplo de un presidente en ejercicio que asiste a la derrota de su propia candidatura, manteniendo aparte del escenario de la lucha política, los medios y las influencias del poder.

La presidencia individual del doctor don José E. Ellauri, aunque malogrado por abominable atropello, alcanzó a demostrar que era capaz de llevar a su realización más alta el orden administrativo, la corrección electoral, la moderación de los procedimientos y la cultura de las formas.

La presidencia individual del doctor don Julio Herrera y Obes, recibiendo la herencia de las satrapías militares, reivindicó la capacidad de nuestro pueblo para el gobierno civil; consolidó la paz; orientó sabiamente la reacción contra desastrosa crisis económica, y mostró cómo, sin mengua de la autoridad presidencial, puede llamarse a colaborar en el gobierno a los hombres más prestigiosos, más representativos y más capaces de la República.

No es cierto, pues, que todo haya sido fracaso, incapacidad, abuso de poder, extravío de rumbos, en las presidencias que se han sucedido en el país dentro del régimen de la Constitución actual. Cuando ha habido elevadas tendencias de gobierno, y cuando, se ha gobernado con la voluntad sincera de contener la propia autoridad en sus justos y debidos límites, la institución de la presidencia ha sido capaz de obrar bien y ha respondido a sus fines constitucionales, aunque con las imperfecciones y las deficiencias imputables, no a una institución determinada, sino al ambiente y a la educación de un pueblo que se inicia en la práctica del gobierno propio.

El exceso de autoridad personal es, indudablemente, el peligro a que tiende por naturaleza el Poder Ejecutivo; pero ese peligro aparecería fácil de evitar, sin necesidad de quitar a la presidencia la condición esencial de su individualidad, si se levantara el concepto de la autonomía ministerial, si se pensara en extender la intervención del Parlamento en el desempeño de las funciones ejecutivas, y muy particularmente si se asegurara la independencia del parlamento mismo, y por lo tanto la realidad de su existencia y su poder, eliminando la abrumadora presión de los gobiernos en el acto fundamental de la soberanía.

Se invoca del lado del colegialismo, como principal fundamento de la innovación, la enormidad de la suma de gobierno y de ascendiente político que las presidencias individuales acumulan en manos de un solo hombre; y, sin embargo, es en el campo en que así se pretende reaccionar contra el autoritarismo presidencial, donde ha nacido o reaparecido la doctrina que sostiene -bajo presidencias típicamente «individuales»- la legitimidad de la «influencia moral» que un presidente dotado de esos desmedidos recursos de dominio y de sugestión puede ejercer para inclinar en favor propio los resultados del sufragio.

Completado, por la doctrina de la «influencia moral» que le es congénita, ese Ejecutivo colegiado que se renovará en sólo uno de sus miembros, por elecciones anuales, dará a la acumulación del poder público en manos del Ejecutivo un carácter mucho más intolerable que el que ha tenido hasta ahora, porque a la extensión actual de atribuciones legales y de resultados de hecho, añadirá garantías de continuidad y permanencia que no caben fácilmente en la sucesión de los gobiernos individuales.

Una voluntad personal salida del núcleo de una oligarquía puede reaccionar en determinado momento, reivindicar la plenitud de su autoridad, formar vinculaciones nuevas, dar oído a los clamores de la opinión; pero el círculo férreo constituido por nueve individualidades, que se escogerían entre lo más neto, significativo y probado del régimen que prevalece en el país, es incomparablemente más difícil que resulte infiel al espíritu oligárquico. La solidaridad del grupo, la vigilancia de los unos sobre los otros, el equilibrio de las aspiraciones personales y la renovación paulatina, bajo el patrocinio electoral de la mayoría que permanece en sus puestos, determinarán una fuerza de conservación bastante para ahogar en germen cualquier veleidad excéntrica de alguno de los oligarcas.

La innovación colegialista parecería, pues, de incontrastable eficacia como medio de asegurar en el país el predominio indefinido de una misma política y de unos mismos hombres, si no fuera que a la posibilidad de esos triunfos sempiternos se oponen fuerzas superiores a los más hábiles cálculos humanos.

Es inconcebible cómo el sueño del poder a perpetuidad que ha torturado el espíritu de todas las oligarquías, se produce en todo tiempo con extraña impenitencia a pesar de los desengaños de la Historia y de las conclusiones de más sencilla reflexión.

Podrá, una vez más, una oligarquía que declina, abrazarse desesperadamente a ese sueño. Todo será inútil. Llegará la hora de su fatal caducidad. Cualesquiera que sean los medios que se ensayasen para impedirlo, serán, en definitiva, absolutamente vanos, lo mismo cuando se funden en la represión por la fuerza brutal que cuando se valgan, como en este caso, de combinaciones artificiosas, de expedientes legales, de instituciones de nueva invención.

Este convencimiento absoluto debe alentar el generoso esfuerzo de los ciudadanos del partido Colorado que hoy se organizan en los cuatro ámbitos de la República para luchar por la integridad de nuestro régimen constitucional, por la reivindicación de la libertad política.

La palabra de orden que nos transmitamos no puede ser sino perseverar a toda costa; permanecer firmes al pie de nuestra bandera de principios, firmes en la resistencia y en la propaganda, aunque el régimen que combatimos haya de prolongarse más allá de toda lógica presunción y de todo antecedente conocido; firmes e inquebrantables en rechazar las argucias y los ejemplos que convidan a transigir con lo que se considera un mal y a participar en lo que se tiene por funesto, invocando falaces esperanzas de evolución y de reacción que hasta ahora no reconocen el más inconsistente fundamento en el testimonio de la realidad.

Por lo demás, los que para continuar de nuestra parte necesiten saber si la hora del triunfo está cercana, harán bien en satisfacer sus impaciencias y retirarnos su concurso. Queden sólo aquellos que no miden la extensión del tiempo que se pasa lejos de los halagos del éxito y del encumbramiento, cuando se lleva, en el alma la fuerza de una convicción.

A los colorados anticolegialistas del departamento de Cerro Largo; a los honorables ciudadanos que presiden su organización; a los elementos cívicos de esa importante zona de la República que, en el seno de otras agrupaciones partidarias, comparten en estas circunstancias nuestros propósitos, envío mi adhesión entusiasta, mis felicitaciones y mis saludos.




ArribaAbajoEl espíritu de la libertad

La condenación más explícita y abrumadora que, en nombre del Partido Colorado, puede hacerse sobre la política que hoy pretende autorizarse con el nombre y la representación de ese partido, fluye en la comparación entre las prácticas, los procedimientos y las tendencias que determinan el carácter tradicional de la colectividad de la Defensa, y los que singularizan a la agrupación actualmente constituida en partido de gobierno, con aspiraciones a la inmovilidad.

Nada más radicalmente opuesto a la propensión genial de aquella histórica fuerza partidaria; nada más esencialmente contradictorio con el instinto de sus multitudes y con el pensamiento de sus hombres de propaganda y de tribuna que el régimen liberticida de la disciplina absoluta con que se convierte a un organismo de opinión en agente mecánico de las determinaciones de una suprema voluntad, lo mismo en las cosas grandes que en las pequeñas, lo mismo en los problemas de trascendental entidad como en los más mínimos detalles de forma y de procedimiento.

En las mayores tribulaciones de la patria; frente a los más formidables peligros y a las más tremendas responsabilidades, el viejo partido de Rivera buscó siempre la luz y el camino por medio de la espontánea y libre manifestación de las ideas; en la discusión donde se acrisolaban ascendientes personales, acusaciones y defensas, resoluciones y arbitrios; todo dentro de la propia comunidad del partido, dentro de sus mismas populares asambleas, henchidas así del tempestuoso aliento de la libertad, tan vivificante para las colectividades naturalmente liberales como mortal para las agrupaciones fundadas en la autoridad, en el dogma, en la paz de los sepulcros.

Allí donde las asambleas del partido se reúnen, no para proponer libremente soluciones y discutirlas, sino para votar sin discrepancias la solución preparada y asegurada sin ellas; allí donde el ideal que se profesa y realiza es la uniformidad mental y la votación canónica y se considera que una voz disonante es un peligro, y se exige aceptarlo todo, como en la cátedra romana, para no incurrir en nota de heterodoxia, allí puede afirmarse con entera certeza, que no está el espíritu de la libertad. Y donde no está el espíritu de la libertad no estará nunca la genuina tradición del partido que nació reivindicando los principios del gobierno libre y sellándolo con la sangre de sus héroes y sus mártires, en formidable duelo con la más poderosa, y sangrienta tiranía que haya pesado sobre el suelo de América.




ArribaEl altar de la muerte

Noble complemento ideal de este maravilloso cuadro de Nápoles es la tumba de Virgilio. A la orilla del celeste golfo, donde concluye la ciudad y empieza la encantada bahía de Pozzuoli, sobre la colina del Pausílipo, dominando el paisaje de más pura y armoniosa belleza que puedan componer en consorcio la tierra y el agua, está la tumba del poeta, y su evocadora virtud puebla de clásicos recuerdos la inmensidad circunstante, desde las cinceladas costas donde tocó la nave de Eneas, y los volcánicos campos que guardaron la entrada del Tártaro y la gruta de la Sibila, hasta el verdor de la Campania feliz, que inspiró el dulce acicalado Poema de las mieses y los rebaños. Y luego la imaginación, movida siempre por el póstumo hechizo del poeta, se remonta más allá de las cumbres violáceas y de las nubes de oro, y redondea la visión de la Península gloriosa y edénica, y levanta sobre ella la imagen del que tuvo el sentimiento profético de una patria más duradera que el poder y la grandeza Romana «¡Italiam, Italiam!»

Pero hay en esos mismos contornos una tumba de donde fluye más profundo manantial de poesía; una tumba ante la cual la idea de la muerte se impone al pensamiento con una fuerza subyugadora y una virtud de sugestión mayores que las que ella puede adquirir de cualquier otro humano sepulcro, porque esa tumba ves como el propio altar de la Muerte. Allí duerme quien le consagró más puro amor y la representó más bella, porque la amó por sí misma. Allí la Muerte, blanca novia, está en el tálamo con su desposado. Llegad, cuando salgáis de la gruta de Pausílipo, a la antigua iglesia que se levanta a la derecha, sobre la plaza de Fourigrotta; y aproximándoos al altar mayor, ved en el suelo una lápida sencilla: es ésa la tumba de que os hablo.

El hombre que allí reposa tuvo uno de los sentimientos más altos y más nobles que hayan habitado el barro de Adán. Nació con las dos supremas virtudes de la mente: la que conduce a la Verdad y la que inspira la Belleza. Como los genios de las cavilaciones nuevas y enterizas, como los Homeros y los Dantes, él, en un siglo de análisis y de reflexión, unió a la sabiduría soberana un excelso don de poesía. Y en medio de estas dos alas había un corazón, y era el de un ángel. Su ciencia fue inspirada e intuitiva desde la niñez, como la de Jesús ante los doctores, como la de Pascal adivinando la geometría; y sin auxilio de maestro descifraba a los quince años los textos de la cultura helénica.

Penetró en ellos, por bajo del sentido verbal, el sentido estético, la revelación de su exquisita belleza, y nunca hubo, desde que la lira griega enmudeció, quien sintiese y reprodujera con más esencial integridad el secreto de la hermosura antigua. Jamás versificó, en ninguna lengua del mundo, quien diera a la forma lírica vuelos más serenos, pulcritud más inmaculada, diafanidad más celeste, movimientos más ágiles y graciosos. Tampoco alentó nunca en corazón de poeta, ansia más férvida de lo absoluto y lo divino, sueño, más puro, de belleza ideal y de sublime amor. Tenía vivísimo el sentimiento, de su superioridad, la vocación de gloria del que sabe que vino al mundo para dominar, para alumbrar, para conducir. Todo en su idea de la vida era promesa y esperanza... Pero la Némesis, envidiosa de los favores divinos, reclamó para sí el cuerpo de aquel hombre. Junto a la perfecta armonía del espíritu puso ella la maldición de la miseria fisiológica, con su triple tormento de dolor, de flaqueza y de fealdad.

Apenas la juventud del poeta sucedió a su niñez sublime, su carne herida de congénito mal dio ejecución a aquel martirio; sus nervios y sus músculos se incapacitaron para todo esfuerzo; su vista se nubló; sus espaldas se encorvaron y deformaron. Fue un inútil, un torturado y casi un monstruo. ¡Y detrás, de su frente el genio anunciaba que había tomado el punto de la dorada sazón, y en su pecho ardía, con todo el fuego de la adolescencia, el anhelo del amor real y viviente que diese humanas formas a aquella aspiración indefinida con que el alma soñadora del niño había abarcado los ámbitos del mundo y del cielo!...

Junto con la conciencia de su inmenso infortunio, y como fermento nacido de su amargor, pero al propio tiempo con la fuerza fría y analítica, en que obra la reflexión de un gran entendimiento, sobrevino en el enfermo y disforme la abjuración de toda fe y de todo principio afirmativo, que diese a la realidad orden y objeto.

La exclamación de Bruto menor confesando al morir la vanidad del mundo ideal, fue en lo sucesivo el lema de su ciencia. Y la noche se hizo en la intimidad de aquella alma. Pero fue una noche inundada de tristísima luz, una noche tachonada de estrellas, porque ni el desengaño, ni el desconsuelo pudieron disipar en la frente del infortunado la unción de la divina poesía. Por el contrario, la magnificaron y la hicieron doblemente preciosa. Fue entonces cuando lo que había de poeta, de poeta escogidísimo y excelso, en aquel ángel vestido de miseria y fealdad, se reveló con maravillosa plenitud. Y fue la suya la poesía a un tiempo más amarga y más suave que haya anidado en el corazón humano. Todo aquel sentimiento de idealidad, de perfección y de belleza que había exaltado la mente cándida del soñador se decoloró de esperanza; pero continuó siendo sentimiento de idealidad, de perfección y de belleza. Toda aquella inmensa vena de amor que había corrido, de su impulso primero, a los bienes superiores del mundo, y se había roto en la tremenda decepción, se convirtió a un solo bien, a una sola idea, a un solo anhelo: la Muerte. Fue el poeta sublime de la Muerte. Y como el poeta de la Muerte, fue el divino poeta del amor. Nunca hubo mujer, ni deidad, ni patria, ni concepto abstracto del derecho, ni aspiración de libertad, gloria o fortuna, que inspiraran más dulces sueños en alma juvenil que en aquel poeta del sueño de la Nada. Nunca hubo novia que más se embelleciera en versos de amante, que la Muerte en sus versos purísimos. Porque este amor era desinteresado y absoluto. No era el del pesimista religioso, no era el del creyente que pone al otro lado de la tumba, la esperanza del cielo. Era una aspiración sin otro fin, sin otra recompensa, que la Muerte misma. Y de este culto de la Muerte nacieron versos que concilian con la serenidad y la transparencia platónicas, el fervor y el arrebato de los místicos, el vuelo ardiente de San Juan de la Cruz. Dijo en ellos cómo el Amor y la Muerte son hermanos, y por qué el antiguo saber enseñó que «muere joven el que aman los dioses», y por qué inclina a la muerte la disciplina de amor; y dijo que cuando esta divina fuerza entra en humano pecho


Un desiderio de morir se siente,

y el alma enamorada, aun la más indocta y ajena a «la virtud que nace de la sabiduría», «comprende la gentileza de morir», y el aldeano sencillo, la doncella inocente, si amor les infunde ánimo, «osan meditar hierro y veneno» y miran sin espanto el misterio de la muerte... Y todo esto se desenvuelve en aquellos versos portentosos de modo que no está sólo sentido, sino pensado; que no es sólo una emoción poética, sino una profunda y personal filosofía; una concepción fundamental del mundo, que impone a nuestro ánimo un género de dolor muy distinto de aquel que nos transmiten los poetas que expresan desdichas contingentes, tristezas relativas, aunque grandes; porque esta poesía nos da la intuición de lo que hay de eterno y necesario en el dolor y descubre a cada cual la más escondida raíz de su infortunio.

En Nápoles se extinguieron los últimos días del poeta. Aquí, en la serena altura de Capodimonte, o en la vecina Torre del Greco, sobre la falda del Vesubio; aquí donde la naturaleza es ática como el ideal de la forma que él sintió, y donde todo evoca, el mundo antiguo a que él perteneció por las afinidades de su corazón y de su mente, esperó a la pálida amada que había de cerrar sus ojos tristes». Aquí se realizó el desposorio; aquí perdura su inviolable fe en la paz de esa lápida de mármol.

Vosotros, los que pasáis por esta tierra encantadora y sabéis de sentimiento y poesía; los que embelesáis el alma y los ojos en la radiante luz de este cielo, en la belleza arquitectónica de este volcán, en el pagano júbilo de esta naturaleza, olvidaos un momento de la vida, revestíos de noble gravedad y entrad a visitar el altar de la Muerte en la «tumba de Leopardi».

1917.