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El rastro (fragmento)



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Deambulo del jardín al patio, del patio al jardín (es muy grande). Me instalo cerca de una balaustrada; debajo la barranca: varios árboles altos y de extensa copa, algunos colorines florecidos, sus ramas extendidas, desencajadas, en la punta una flor roja. No soporto el ruido, los indicios vanos, el tintineo de las copas, el olor a moho, las sombras necias, las palabras que me trae o se lleva el aire, el vil recelo que me sobre salta, la malicia, las hipócritas oraciones. Saco un cigarro, estoy a punto de encenderlo (los fumadores tienen doble riesgo de sufrir una crisis cardiaca). ¿Eres Nora?, reconozco la voz, levemente grave y sombría, alzo los ojos, una mujer está frente a mí, sí, soy Nora, respondo. Hace mucho que no te veía, dice, qué bueno que te encuentro, porque no tenía a quien darle el pésame, y su voz cambia de registro: más oscuro. Es una mujer rubia, alta, ligeramente encorvada, no acierto a recordar su nombre. Soy María, añade. Hago un gesto banal, significa muchas cosas, ¿que la recuerdo, que no la recuerdo, que me alegra volver a verla, que me es indiferente? Me pregunta ¿lo visitabas? Fui al hospital, estaba en la sala de terapia media, se puso muy nervioso, había adelgazado tanto que la dentadura postiza le quedaba grande. No le dio gusto verme, más bien le dio rabia que lo viera   —63→   así, desencajado, irreconocible. Sí, claro, me dice, es que fue tan, taaan guapo. Le molestaba que lo vieran en ese estado, repite, pero en realidad no quiere oírme, no le interesa lo que le digo, quiere ser ella la que hable, quiere relatar me su propia versión de la enfermedad (y de la muerte) de Juan, me dice que cuando ya no podía respirar -cosa curiosa, ¿no?, explica- empezó a usar bigote, me habla de que le faltaba la respiración, de que se ahogaba, de su marcapasos (uno de sus inventores fue el argentino Favaloro), del tanque de oxígeno que tenía que transportar a todas partes, del trombo que se le fue al pulmón, de la punción en la pleura para extraer el agua, del intenso dolor que eso le había causado, del sofoco grande que estuvo a punto de matarlo aquella noche y muchas otras de las diarias violencias que recomponen la vida de un enfermo: el cansancio, la depresión, el suero, las agujas, las medicinas, los médicos, el marcapasos, los fibriladores (en caso de urgencia extrema), la angioplastia, los pasos a desnivel entre la aorta y las coronarias. No me hace mella su relato, en cambio me fascina su manera de contar las cosas (óyeme con los ojos), la forma en que mueve la boca, muy aprisa, ya no entiendo lo que dice, no me importa, me he pasmado, hipnotizada, mirando cómo escupe,   —64→   frenética, las palabras, su labio inferior empieza a adelgazarse mientras habla; su labio superior, mucho más grueso que el de abajo, desaparece poco a poco, y justo cuando dice se me parte el corazón sólo de pensarlo, sus labios apretados por el rencor, ya no tiene boca, se la ha tragado, su rostro ha quedado dividido en dos mitades, una herida sanguinolenta lo cercena, bien marcados los labios de la herida, es de un intenso rojo (¿carmesí) (esa herida absurda que es la vida) y deja un rastro oscuro. El olor a moho que me persigue y antes rodeaba al ataúd como si fuera un halo se instala en la cicatriz, el olor es leve, casi imperceptible al principio, se acentúa más y más, caliente, dulzón. El olor y la herida se coagulan, forman una masa viscosa compuesta de ademanes, gestos, y la reiterada, infatigable repetición de la palabra corazón. Siento náuseas, empieza a faltarme el pulso (ya son menos de 100 latidos por minuto), la voz se eleva, las palabras ruedan mientras me deslizo y pierdo pie y el olor se arrastra conmigo, se hunde junto a mí en el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. María interrumpe su discurso, su boca descansa, cuando la recobra enteramente (el labio superior más abultado que el de abajo) (el rojo intenso se atempera), coloca una mano sobre mi hombro, me sostiene,   —65→   me mira preocupada. Hago un esfuerzo inmenso, me agarro de la balaustrada, regreso a mí, jadeo un poco, me tranquilizo, sin dudar un segundo, María retoma su última frase y se dispone a perder la boca en el proceso, me he repuesto y me dispongo a escucharla con atención, me distrae como siempre el dibujo asimétrico de su boca, el labio superior (abultado) y el de abajo, alargado y fino, esos labios apretados por el rencor o por el miedo, predestinados a la desaparición: la vida es una herida absurda y roja. Un color uniforme delinea aún el contorno de la boca, es un lápiz de tono más oscuro, un fragmento de labio asoma, luego desaparece, vuelve a aparecer, me concentro fascinada en el movimiento y en el color, ¿cómo se llama? ¿guinda? ¿carmesí? Es un color fúnebre, es lo único que sé, ¿cianosis? La miro fijamente, hipnotizada, percibo sin entenderlo el sonido incesante que sale de su boca, palabras proferidas con ritmo acelerado, irregular, convulsionado; entre los dientes (blancos, contrastan con el rojo encendido de su boca) sobresale, a manera de bajo continuo (en el chelo o el clavecín), la palabra corazón.

Calla abruptamente, deja de oírse su voz gangosa, como de metal. Inicia una despedida, se inclina para darme un beso en la mejilla, me   —66→   palmea afectuosa el hombro, extiende la mano para despedirse (te hablo con el corazón en la mano, me asegura), masculla un rápido pésame. Contesto maquinalmente, algo de lo que digo -no sé bien qué-, la detiene, no, más bien la cautiva. Me mira, gesticula, y, como si le hubieran dado cuerda, retoma de inmediato su relato, sus labios se desdibujan, se achica su labio inferior, se destiñe, se altera el diseño de su rostro, el labio superior más grueso tarda un poco más en perder su consistencia, el rostro se le parte en dos, se traga los dientes (se parece a Juan cuando lo visité en el hospital), se come la boca con todo y maquillaje, la imagen viva de un corazón herido por el infortunio, de unos labios apretados por el rencor y la impaciencia.

¿Por qué me lo preguntas? ¿no te lo acabo de contar? ¿no te expliqué que no podía respirar? ¿no sabías que estaba muy enfermo? ¿no te digo que sólo de pensarlo se me parte el corazón? (La coronografía, [literalmente, radiografía de las arterias coronarias] permite visualizar las arterias que alimentan al corazón, gracias a la inyección de un producto de contraste opaco, que puede, en ocasiones, producir una alergia). Le hicieron una angioplastia. ¿Sabes cómo se hace? Una sonda provista de un   —67→   pequeño globo se introduce en la arteria femoral mediante una pequeña incisión en la ingle para ensanchar las arterias y disolver el coágulo (que puede ser mortal). Se introduce luego un hilo, metálico para prevenir una nueva (y siempre probable) obstrucción. No sé que cosa siento cuando te lo cuento, te lo juro, se me oprime el corazón (el de Juan tenía las paredes rígidas y gruesas, mucho más que lo normal, la sangre no circulaba regularmente, no se oxigenaban bien sus pulmones, por eso se le llenaron de agua, tuvieron que hacerle una punción, muy dolorosa), ya sabes, lo conoces, es decir, lo conocías, lo conocías muy bien, sabes cómo era, ¿no lo sabías? ¿no puedo creer que no te acuerdes? Era orgulloso, muy orgulloso, nunca se quejaba, nunca hablaba de sus males, jamás mencionaba sus operaciones ni las arterias artificiales que llevaba dentro, pasó un tiempo largo en el hospital, ¿sabes?, la medicina es cada vez más sofisticada, los médicos disponen de un número cada vez mayor de recursos técnicos para prevenir o curar las enfermedades del corazón, pero era demasiado tarde, su corazón ya estaba muy deteriorado, el corazón, lo sabemos, es simplemente un músculo que irriga nuestro cuerpo. Cuando volvimos a verlo, después de la operación, estaba muy cambiado, ¿te   —68→   imaginas?, usaba ese bigotito ralo y áspero, ya no podía desplazarse sin su tanque de oxígeno a cuestas, sí, ¿no te digo que no podía respirar? (dicen que toda su dentadura era postiza). Uno diría que el corazón es de acero, pero no, te lo aseguro, a todos nos puede fallar el corazón.

Sí, respondo, sí, así es, le falló el corazón, fallaste corazón, su corazón se le deshizo entre las manos (al médico) (cuando lo operaba), ese corazón antes deshecho entre las mías, la vida, me digo, la vida, esa inútil y absurda herida (roja). Leo una prodigiosa noticia en el periódico: un médico francés llamado Marescaux ha operado desde Nueva York a una paciente en Estrasburgo. Desde una pantalla dirige los movimientos del robot gracias a las imágenes que recibe (tres brazos articulados cargan los instrumentos y una cámara) antes de hacer la ablación de la vesícula biliar, en la camilla el paciente totalmente cubierto por una sábana (sólo puede verse un fragmento muy breve de su vientre enrojecido), al lado, observando, sin moverse, como los personajes del famoso cuadro de Rembrandt, tres médicos -o anestesistas-, vestidos con sus uniformes verde claro y con la boca cubierta por una mordaza, dispuestos a actuar en cuanto se les necesite. (Ya se ha practicado alguna vez, también a distancia,   —69→   una cirugía a corazón abierto.) (Se han efectuado trasplantes de un corazón artificial: los pacientes han muerto, o casi todos: ayer leí que uno ha podido sobrevivir, regresó a su pueblo, un pueblo mediocre del Medio Oeste norteamericano, y sus paisanos lo recibieron como si fuera un héroe. El hombre [en la foto del New York Times] se asoma por la ventana del enorme camión que maneja uno de sus yernos, a los lados, la gente hace valla y aplaude, una banda de pueblo toca una marcha triunfal, el hombre sonríe ampliamente, su dentadura es perfecta, tiene alrededor de 60 años, ¿cuántos años más le quedarán de vida?)

En voz muy baja le digo, mira, María, cuánta gente ha venido al entierro, ¿no dices que nadie sabía que estaba enfermo? ¿Cómo se enteraron de su muerte? Y yo que pensaba que se iba a morir solo como un perro. Inútil, no me escucha, nunca escucha, no quiere dialogar, le gusta hablar, encadenar una frase tras otra, una vez que ha agarrado fuerza nada puede detenerla, concentrada en ese mecanismo productor de palabras que de inmediato elimina de su rostro la boca: Estuvo muchos días en el hospital, no le avisó a nadie, se sentía mal, nadie sabía que estaba enfermo, tan enfermo que casi se había quedado sin corazón, cuando   —70→   salió del hospital empezó a usar el tanque de oxígeno, y ¿no te parece extraño?, se dejó el bigote, ¿de qué le sirvió? ¿qué ocultaba detrás de ese bigotito rígido, indeleble como un tatuaje? Increíble, sí, siguió viajando, sí, ¿te imaginas?, viajando (¿en gira de conciertos?) (¿cómo le hacía para tocar el piano con su tanque de oxígeno a cuestas?). Sonrío, se interrumpe: ¿qué es lo que te parece divertido? No, nada, digo, apartando de mi rostro un mechón de cabellos, esos cabellos que me corté antes de venir al entierro, ese corte que me rejuvenece, que por suerte me rejuvenece, no, respondo, fue un recuerdo, pero su atención dura apenas un instante, se distrae y ahora sí ya no hago ningún esfuerzo para comprender sus palabras, sombras necias, indicios vanos. Me distraigo observando su atuendo, va vestida a la última moda, con un toque sobrio que sienta muy bien en un entierro, aretes discretos, maquillaje ligero, ¡tiene clase, pienso!, un buen corte de pelo, como el mío, también a ella la rejuvenece. Admiro su blusa de seda, la caída es impecable, ¿Armani? (diseñador que admiro con locura y cuya ropa no compro por avara). ¿Por qué habré venido tan mal vestida a este entierro? Una pashmina color gris perla le abriga el cuello (a lo mejor es un shatush, es delicada, y en   —71→   la orilla, bordadas, unas flores en tonos grises (más obscuros que el resto de la tela y en el centro un lunar rojo, quizá guinda, ¿parecido a la flor que los colorines tienen en la punta de sus ramas descarnadas?), sí, ahora están de moda las pashminas color pastel, aunque la gente verdaderamente elegante se compra más bien un shatush de impalpable pelusilla, calienta mucho mejor que las martas cibelinas ¡y no pesa nada!) (¿por qué usa una pashmina en este lugar tan caliente?). Sus zapatos son bajos, muy simples -de una exacta elegancia- su traje sastre es de un intenso tono carmesí, casi negro, perfectamente cortado (obvio), (Emanuelle Kahn, marca poco conocida en estos rumbos). Sigue hablando, apresurada, como si la vida le fuera en ello, como si estuviese interpretando las variaciones de Marin Marais, las que el compositor francés escribió para la viola da gamba -instrumento usado en el siglo XVII a manera de continuo, un continuo y obstinado acompañamiento- y que ahora en este preciso momento escucho, transcritas para la flauta de pico, sí, las Folías de España de Marais cuyo ritmo frenético y convulsivo se atenúa gracias al delgado e intenso -obstinado- sonido de la flauta traversa. María habla a sí, a veces su voz es aguda, a veces grave, modula muy bien los distintos   —72→   tonos con que ameniza su relato, ¿no lo he dicho?, su voz me recuerda a la de un contratenor inglés, David Daniels, cuyo registro es metálico y gangoso. La interrumpo, de cuando en cuando, machacona, diciendo mi estribillo: así es, tienes razón, como decía mi mamá, así es, así es la vida, la herida abierta que es la vida. Y en voz muy baja, añado: ¡Y yo que pensaba que iba a morirse solo como un perro (y, como bien sabemos, muerto el perro se acaba la rabia)!

Musito, asocio, alguna de las palabras de María dispara viejos recuerdos. Aquella vez, por ejemplo -todavía vivíamos juntos Juan y yo- en que estaba sentada leyendo en un rincón una novela de Dostoievski (cuya lectura muchas veces retomo, como ritual), hace muchos años, muchos sobresaltos, inercias, viajes, insidias, amores. Siempre estoy sentada en el recuerdo (hoy, cerca del féretro, en una silla que alguien abandona. María me ha seguido hasta la sala, acerca otra silla, se instala frente a mí para repetir, insaciable, su historia) (¿variaciones como las que Beethoven compuso partiendo de un aire de Diabelli o de Paisiello? ¿o las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach?). Sí, a veces sentada en la otra casa que es muy fría, sobre todo en el invierno, estamos varios amigos,   —73→   también sentados, conversando, sí, Juan y yo tomamos una copa; en otras ocasiones platicamos sentados en un restorán con varios amigos y una amiga mandona con ademanes de macho de cantina nos invita a tomar un tequila a los que celebramos quién sabe qué, cierto día, quizá en diciembre, y aunque ninguno quiere dejarse invitar ella saca sus billetes como personaje de El idiota (¿Rogozhin, cuando arroja sus rublos a la chimenea encendida para congraciarse con Nastasia Filipovna?) y todos nos miramos consternados, impotentes, por eso de que suenan demasiado sus chicharrones, y, en medio del recuerdo (como trufándolo), me llegan las palabras sueltas de María: ...estuvo muchos días en el hospital y no le avisó a nadie, nadie sabía que estaba enfermo, pensábamos que se había ido de viaje, como siempre (¿con su tanque de oxígeno a cuestas?), de viaje, de viaje (¿en gira de conciertos?, ¿cómo le hacía para tocar el piano con su tanque de oxígeno a cuestas?) (la hipertensión arterial, el abuso de alcohol y de tabaco, a veces la vida sedentaria, otras, los continuos viajes, el hospital, la angioplastia, el hospital, la cirugía a corazón abierto, el marcapasos, el argentino Favaloro se pegó un tiro en el corazón). Su cháchara monótona me adormece. Mis recuerdos siguen sin tener pies ni   —74→   cabeza, lo único claro es que siempre estoy sentada, a veces ante una máquina de escribir o una computadora queriendo relatar una historia de amor o tocando el chelo o recitando unos versos tristes parecidos a los del poeta chileno o copiando unas letras de tango con unas ganas infinitas de llorar (comiendo chocolates de cereza, rellenos de aguardiente), pero me contengo, la vida es una herida absurda, todo es tan fugaz, ¡no quiero humillarme y llorar ante María! ¿notará que se me han puesto rojos los ojos? Pero es inútil preocuparme, obsesionada con su relato no oye nada, sólo se oye a sí misma (¡óyeme con los ojos!), pronuncia palabras incoherentes que escucho a retazos cuando se interrumpen los recuerdos, y me concentro solamente en su boca, en esa herida cicatrizada que parte en dos su rostro. Lanza un profundo suspiro, las sombras nos rodean como una aureola, las sombras necias, los indicios vanos y el intenso olor (dulzón) a moho.

¿Lo sentirá? ¿O sólo yo lo siento?

Y escribo, sigo escribiendo, sentada ante mi máquina, Juan y yo vivíamos juntos; lo ayudaba a pasar en limpio sus escritos o sus partituras antes de que hubiese computadoras, cuando todavía era necesario utilizar hojas   —75→   diferentes de papel pautado para cada uno de los instrumentos, las partituras, sí, esas reliquias de otros tiempos: ahora todo se escribe directamente en la computadora, la raza de copistas está en extinción, Mozart escribiendo a la luz de la vela los últimos compases de su Réquiem sería obsoleto o Rousseau renunciando al mundo y dedicando sus mañanas a copiar partituras para ganarse la vida absurdo (ni absurdo ni obsoleto, ocupación inexistente, oficio totalmente olvidado). Muchas cosas, me digo, son obsoletas, sonrío, ¡qué banalidad! La banalidad de asistir a un entierro, de estar en medio de los ¿dolientes? ¿como una invitada más? ¿una vulgar invitada más?

Estoy sentada en este gran salón, silencioso y frío, después de oír el concierto número 20 de Mozart, Kegel quién sabe qué que ya se acabó y sin embargo el tocadiscos sigue encendido -su capacidad es de cinco compactos- y mi a miga, la otra, la del recuerdo, la del restorán, la que se parece a Rogozhin (no, porque Rogozhin es pequeño, enclenque, insignificante, ¿importa?), repite su gesto imperioso aunque magnánimo en este restorán donde celebramos el año nuevo ¿celebramos el año nuevo? ¿qué año nuevo?, aquí sólo mis chicharrones truenan, dice, e insiste en   —76→   que va a pagar la cuenta aunque se gaste toda su gratificación (tiempo de austeridad), aceptamos, aceptamos resignados y bebemos y bebemos hasta las manitas. Sigo en la máquina o en la computadora o en el restorán con esa amiga mandona o junto al ataúd escuchando a María (recordando en aquel instante la singularidad de su posición): habla y habla cada vez con menos boca, esa herida transversal cicatrizada, esa absurda herida que es la vida, su fugacidad, el obstinado murmullo que no cesa, incompatible con su bello atuendo. Sigo en la máquina, en la inercia, sentada, copiando a mano las complicadas partituras de la última composición de Juan (así lo hacía Anna Magdalena Bach, la segunda esposa del compositor, y muchos de los manuscritos conservan huellas de su pluma, por ejemplo la más acabada versión de las seis sonatas para chelo sin acompañamiento. También Rousseau, cuando decidió alejarse del mundo, copiaba partituras para ganarse la vida, a tanto la hoja). Otra vez me viene a la mente un personaje de Dostoievski que a menudo recuerda Juan, ambos sentados frente a la chimenea de nuestra casa, de regreso del restorán después de que nuestra amiga nos había invitado a comer en masa y a fuerza y también ella está sentada a mi lado o frente a la chimenea apagada a pesar de   —77→   ser invierno y de que la casa es helada, sus gestos rogozhianos devaluados repiten la inolvidable escena en que Rogozhin para probar su amor por Nastasia Filipovna lanza arrogante un fajo de rublos al fuego, la chimenea encendida de un salón ruso del siglo XIX (pero no, corrijo el recuerdo, no es Rogozhin, es Nastasia Filipovna la que arroja a la chimenea el paquete de cien mil rublos, envueltos en periódico).

Mis zapatos son de raso negro, con pulsera y tacón de aguja, mis medias, oscuras y transparentes, con costura (bien derecha), mi vestido es negro, de georgette de seda con aplicaciones de pedrería (como para bailar tango) (soy chelista y Juan, pianista, también compositor), la amiga mandona, en cambio, lleva zapatos bajos, un suéter tosco, color azul marino con escote en V que le cubre las anchas espaldas, es morena, su mandíbula es cuadrada, contrasta con su boca, siempre movediza (y blanda). Juan, vestido como gángster, traje gris a rayas blancas, corbata gris perla con dibujos muy finos y una camisa blanca almidonada (¿cómo puede soportarla? le aprieta el cuello).

María habla eternamente frente a mí, a mí que estoy sentada junto al féretro o en el jardín de la casa (que alguna vez fue mía y de Juan y de   —78→   los niños y de los perros y los gatos, más bien del gato) o mientras leo a Dostoievski, interrumpiendo la lectura para oír lo que Juan comenta sobre Rogozhin y el príncipe idiota, todos sentados en un rincón, en una silla o sillón de distintos colores y texturas y hasta formas, frente a la chimenea de la casa que no está encendida, recordando la rapidez con que el fuego quema los billetes arrojados a la chimenea por Nastasia Filipovna, y su amante Rogozhin, quien, sin embargo, un día la asesina (¡cómo me gustaría que me amasen así, [de esa apasionada manera en que Rogozhin o el idiota amaban a Nastasia Filipovna], aunque me asesinen, pienso, sentada en mi sillón oyendo a Mozart, el concierto número 20, Kegel quién sabe qué, para piano y orquesta!) (especialmente el adagio). Los amigos, alrededor, vociferan y se burlan de mi amiga la mandona, y Juan, monótona y teatralmente, insiste en revivir la escena en que Rogozhin amaba a Nastasia Filipovna y para probar su amor lanzaba al fuego los billetes (no, no era él, vuelvo a repetirme, es Nastasia Filipovna la que arroja al fuego los billetes que le ha conseguido Rogozhin, Nastasia los ha aceptado, él es oscuro, pequeño, bilioso, su sonrisa es perpetua, impertinente, malvada y hasta burlona), y en ese gesto concentra todo su amor, el amor que siente   —79→   por Nastasia Filipovna: el corazón tiene razones que la razón desconoce, escribía textualmente Pascal. Y entonces lloro: frente a mí, el rostro trágico de María, detenido en el acto de producir la misma palabra repetida, al borde de la herida, esa absurda herida que es la vida, un corazón henchido de rencores, el corazón hecho literalmente pedazos:

(Alguien recoge los billetes que ha arrojado a la chimenea Nastasia Filipovna, el papel periódico en que estaban envueltos los protege, sólo el primero se ha quemado).

Estoy sentada en un rincón, leyendo a Dostoievski, el príncipe Mishkin entra a una casa de San Petersburgo, busca a Nastasia Filipovna que ha huido con Rogozhin: el corazón le late apresurado, tanto que parece salírsele del pecho, en la enorme cama se dibuja vagamente una silueta cubierta con un lienzo blanco. Mishkin siente los latidos de su corazón, (más de 150 pulsaciones por minuto); son tan fuertes que le da miedo, piensa que podrían traspasar las paredes, contrastan con el silencio fúnebre de la habitación donde Rogozhin está sentado, sin duda esperándolo, no sonríe. Al pie de la cama, arrugado, el suntuoso traje de novia de Nastasia Filipovna, su collar de diamantes brilla sobre la mesa de   —80→   noche, un pie calzado de satín de seda y encajes asoma debajo de la colcha, estatuario. ¿Llevaste contigo el cuchillo hasta Pavlóvsk, pregunta Mishkin? No, lo único que recuerdo, Lev Nikolaiévitch, es que esta mañana lo saqué de un cajón cerrado con llave, todo sucedió entre las tres y las cuatro horas de la madrugada. El cuchillo estuvo siempre guardado allí, oculto entre las páginas de un libro. Algo me sorprende sin embargo: lo hundí con fuerza cerca de su seno izquierdo, a varios centímetros de profundidad y apenas salió sangre de la herida, ni siquiera la mitad de lo que hubiese podido contener una cucharadita de café... Sí, lo sé, contesta Mishkin, temblando exageradamente, pero con la voz calmada, lo he leído en alguna parte, se trata de una hemorragia interna. En ocasiones, no sale ni una sola gota de sangre.

Rogozhin improvisa dos camas, ambos descansan junto a la muerta, es verano, el cadáver empezará pronto a despedir un mal olor. Rogozhin lo ha cubierto con una tela impermeable y ha colocado alrededor cuatro botellas de desinfectante (la loción de Zhdánov). Cuando los descubran, el olor será insoportable, Mishkin se habrá convertido de nuevo en El idiota y Rogozhin habrá perdido temporalmente la razón.





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