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El Realismo profundo en los cuentos de Daniel Moyano: prólogo a «El trino del diablo y otras modulaciones»

Augusto Roa Bastos





La concisión verbal y la ausencia de precauciones y complacencias estilísticas -en las que a despecho del ejemplo de Horacio Quiroga continúa empeñada una buena parte de nuestros cuentistas americanos- son precisamente las virtudes de Moyano, las características de su manera de narrar.

Como Quiroga, como los grandes cuentistas de todos los tiempos, él procede por excavación y no por acumulación, por la creación de atmósferas, de un cierto clima mental y espiritual, más que por el abigarrado tratamiento de la anécdota. Éste es también el mejor indicio de su realismo, que trabaja en profundidad. No busca reproducir las cosas sino representarlas; no trata de duplicar lo visible -módica operación que se resuelve siempre en falsificación- sino, principalmente, de ayudar a ver en la opacidad y ambigüedad del mundo: no sólo en la realidad física, sino también en la realidad metafísica; eso que, siendo reflejo de lo real, sólo un ojo límpido, educado en la visión interior, puede percibir. (No hace falta aclarar que empleo la palabra no en sus connotaciones finalistas o escatológicas, sino en su sentido psicológico y moral).

Pero Moyano no es un moralista. Es más y menos que eso: es un narrador que da vueltas en torno a su obsesión humana y se mide con la presencia inhumana del mundo arrancando a estos dos enigmas primordiales las partículas de verdad que nos ofrece en sus cuentos y que al estallar en su núcleo intransferible, por liberación de su energía significativa prenden en el lector las evidencias de sus propias verdades. ¿No es éste el más válido pretexto de una literatura de imaginación?

El de Moyano, después de todo, es un realismo profundo a fuerza de ser objetivo, a fuerza de querer ser un sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos e inéditos. Discípulo de Kafka y de Pavese, aprendió del primero que el tema de una narración verdaderamente profunda es de raíz metafísica y que la única manera de trascender lo anecdótico es dotándolo de una significación alegórica o simbólica. De Pavese aprendió que no se puede dar verdadera vida a una narración sin un fondo mítico. Como a Pavese, tampoco a él le preocupa «crear personajes» como fin sino como medio de la narración, cuya vitalidad íntima es el ritmo de lo que sucede. La lección de Pavese fue muy explícita: «Su tarea (la del narrador) está en aferrar y construir los sucesos siguiendo un ritmo intelectual que los transforma en símbolos de una realidad dada». Por eso, «narrar en modo alguno está constituido por realismo psicológico ni por naturalismo, sino que consiste en un diseño autónomo de acontecimientos, creados según un estilo, que es la realidad de quien relata, único personaje insustituible».

Los modos narrativos de Moyano responden en esencia a estas nociones ancilares de Kafka y de Pavese. Pero dichas influencias y otras que desde luego se advierten en el narrador argentino, lo han nutrido sólo en los puntos de su idiosincrasia personal afines a la de sus modelos, sin afectar lo que podría ser la originalidad de su intuición y las posibilidades de desarrollo de su propia concepción artística.

En un discurso contrario temperamentalmente a todo patetismo -Moyano nunca alza la voz ni apela a los recursos efectistas-, de una aparente blandura sentimental pasamos sin darnos cuenta a una atmósfera trágica cuya temperatura va subiendo no por la impostación y el énfasis, sino, precisamente -como en Kafka o en Pavese-, por la tranquila desesperación con que la criatura humana asiste al implacable avance de la fatalidad y descubre el fondo de naturaleza inhumana en que está instalado bajo la apatía de lo cotidiano y lo conformista.

Insensiblemente pasamos del opaco mundo real a un trasmundo donde estas costumbres están en suspenso. Al principio no advertimos más que una suerte de primer plano en el que transcurren pausadamente los hechos que se relatan con escueta objetividad, con una objetividad que se aplica tanto a lo material como a lo espiritual, a los hechos concretos como a los psicológicos. El autor no interviene, comenta, interpreta ni explica nada; se limita a disponer la presencia de las cosas, de los seres, de los sucesos, según la perspectiva de una mirada como abstraída en otra inquietud, en otra visión. Gradualmente, a medida que la receptividad del lector se acomoda a la difracción, se le revela otra perspectiva, mucho más rica y completa, a la manera como sucede en algunas narraciones de Melville o de James. Las dos irán desarrollando un sordo contrapunto, sosteniéndose e impregnándose hasta engendrar una tercera dimensión, hecha a la vez de presentimiento y de memoria. Aquí se desarrollan otros acontecimientos que no se narran pero que acaban contaminando la atmósfera de los relatos con un soplo sereno y ominoso.

El método de representación alegórica del autor es tan sobrio como su estilo. El símbolo nunca se impone escenográficamente; procede por radiación. Esto es lo que confiere su mayor fuerza de sugerencia al contrapunto entre mito y realidad; un contrapunto que se hace aún más desesperante por la lentitud con que incuba sus encrucijadas y sus paroxismos, desprovistos de violencia, no henchidos más que de amenazas, que sólo un ojo, una sangre visionaria -los del protagonista- pueden vislumbrar y padecer por anticipado. Aquí, lo trágico es, precisamente, esa plenitud de sufrimiento que se calla, de la que incluso parecería no tener conciencia en sí mismo, pero que observa en los demás, como un espectador pasivo aunque compasivo, y que narra con alusiones tangenciales no de un pudor pusilánime sino de una voluntad de ascesis conjuratoria que pareciera a él mismo alucinarlo.

Esto es lo que ha ocurrido invariablemente con nuestros mayores narradores y es posible esperar que acontezca a los que continúan su tarea de adelantar nuestra literatura de imaginación.





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