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El regalismo borbónico y la unificación de hospitales: la lucha de Meléndez Valdés en Ávila


Antonio Astorgano Abajo




ArribaAbajoIntroducción

En el marco de nuestras investigaciones sobre el pensamiento profundamente regalista de Meléndez Valdés, ya estudiado en otros trabajos1, nos vamos a fijar, en el estrecho espacio de esta comunicación, exclusivamente en otro episodio de esta postura regalista, su enfrentamiento con el clero abulense, con motivo de la unificación de los hospitales de Ávila (1792-1794), enmarcándolo en los antecedentes de las relaciones Iglesia-Estado (es decir, obispo-cabildo contra ayuntamiento-intendencia abulenses). Para otra ocasión queda el estudio del aspecto «hospitalario» y «pauperista» de dicha unificación. Sabido es que en 1964 Georges Demerson publicó D. Juan Meléndez Valdés. Correspondance relative a la réunion des Hospitaux d'Ávila2, donde plantea el problema de la unificación de hospitales3, examinando casi exclusivamente el legajo 19 conservado antes en el Archivo de la Diputación de Ávila y actualmente en el Archivo Histórico Provincial de la misma ciudad, sección de Beneficencia, titulado Hospital General. Llevado por su afán de destacar el carácter reformista e ilustrado de Meléndez, se fija en los documentos relacionados con la personalidad del poeta, cuyas opiniones sobre la reunión de los hospitales acepta íntegramente. Aunque Demerson afirma que consultó la documentación del Archivo catedralicio, lo cierto es que la opinión de la parte contraria a Meléndez, es decir, la del cabildo y la del obispo, fray Julián de Gascueña, está totalmente ignorada. Demerson atribuye el fracaso personal de Meléndez en el asunto de la reunión de los hospitales a la política internacional enrarecida por la futura guerra contra la Convención Francesa:

«El magistrado filósofo fue pues, afirma Demerson, paradójica e indirectamente víctima, en la ciudad de los santos y de los caballeros, del furor regicida de los revolucionarios franceses. ¿En relación con el honor del país qué representaba el honor de un hombre, aunque fuese magistrado? La «vara» del juez no podía hacer inclinar la balanza: en el otro plato, España había arrojado la pesada espada del Cid»4.


Extraña explicación de un conflicto menor y doméstico a través de un acontecimiento histórico de primera magnitud, como fue la guerra contra la Convención de 1793-1795. Por estas razones y en el marco del estudio del pensamiento jurídico y social de Meléndez que venimos haciendo desde hace tiempo, creímos necesario volver a examinar la documentación manejada por Demerson, a veces mutilada, y, sobre todo, la relacionada con el Cabildo, para conocer la postura del estamento eclesiástico en el litigio, máxime teniendo en cuenta que el clero de Ávila no era de los más reaccionarios ni mucho menos, como afirma Demerson, puesto que el obispo Julián de Gascuña había participado en la fundación y presidía la Real Sociedad Económica de Amigos del País y el deán, también fundador, don Pedro Gallego y Figueroa, era el presidente efectivo en sustitución del obispo. El cabildo abulense, como institución, tampoco era monolítica en contra de la unificación de los hospitales, sino que había canónigos bastante regalistas y filojansenistas, algunos amigos de Godoy, como los hermanos Antonio y Jerónimo Cuesta.

El arcediano y archivero abulense, don Andrés Sánchez Sánchez, acaba de publicar un libro titulado La Beneficencia en Ávila. Actividad hospitalaria del Cabildo catedralicio (Siglos XVI-XVIII)5. Su análisis pretende ser objetivo y complementar el de Demerson:

«Cuando Georges Demerson ha publicado el libro acerca de Meléndez Valdés, al tratar este tema de la reunificación de los hospitales de Ávila, se ha fijado más en la actuación e ideas de este comisionado del Consejo de Castilla. Quedan más en penumbra los datos referentes a la actuación de los miembros del cabildo catedralicio. Quizá Demerson no examinara con la suficiente minuciosidad y amplitud las actas capitulares del archivo. Yo me voy a fijar más en estas fuentes del cabildo catedralicio. La visión desde esta orilla puede completar la de Demerson, que, en definitiva, es la que tuvo Meléndez Valdés, principalmente6».

Pero, si Demerson era apologista de Meléndez, Andrés Sánchez lo es del cabildo y del obispo. Por ejemplo, dice:

«Quede claro que ni el prelado diocesano, ni el cabildo catedralicio se opusieron al hecho de tal reunión hospitalaria. Sí manifestaron su descontento por la manera de llevarla a cabo, por el procedimiento adoptado por don Juan Meléndez Valdés. Las autoridades eclesiásticas creyeron descubrir en la actuación del comisionado otras razones de carácter político y antieclesiástico»7.


Está claro que la regalista lucha de Meléndez es enjuiciada de distinta manera por el arcediano Andrés Sánchez y por Demerson.

La postura apologética en favor del cabildo de Andrés Sánchez, a pesar de sus protestas de objetividad8, nos confirma en nuestra decisión de examinar la cuestión de la reunión de hospitales en el siglo XVIII, teniendo en cuenta la coordenada de la localización del episodio abulense en el proceso del regalismo borbónico del siglo XVIII y su entronque con la trayectoria vital y carácter profundamente regalista de Meléndez.






ArribaAbajoLa reunión de los hospitales abulenses y el proceso regalista

La unificación de hospitales se inserta claramente en el movimiento regalista, en cuanto que las autoridades civiles pretenden hacerse con el control de la sanidad, que desde la Edad Media era, en gran parte, parcela exclusiva de la Iglesia.

Los hospitales aparecían como canalizadores del fervor caritativo y religioso de la época, que se manifestaba a través de los patronatos, capellanías, memorias de misas y legados píos que en ellos se fundaban, revistiéndolos de un alto grado de religiosidad acorde con la mentalidad benéfica predominante.

No está de más recordar que el control de la asistencia sanitaria, íntimamente ligada al pauperismo y al manejo de la importante parcela económica generada por la piedad cristiana para su solución, está presente en la lucha regalista durante toda la edad moderna.

El término «regalismo» se ha usado, en general, para indicar la política religiosa de los soberanos absolutos europeos de los siglos XVII y XVIII, tendente a defender las regalías o derecho exclusivo de la corona sobre la Iglesia y a controlar la Iglesia católica para contrarrestar el enorme peso económico-político-social tanto de la Curia Romana como del estamento eclesiástico autóctono. La defensa de la fe en una época de hegemonía hispana, tuvo como contrapartida la permanente interferencia del Estado en las cuestiones propias de la Iglesia. En la medida en que aquél se atribuye una función providencial y protectora de lo religioso, los monarcas pretenden con frecuencia orientar las decisiones de Roma y supeditarlas a su criterio, o cuando menos reservar para sí una máxima autoridad de hecho en la vida de la Iglesia española9.

Si a todas estas extralimitaciones del poder civil, que en conjunto configuran el llamado regalismo, se añade el hecho, no menos cierto, de los excesos del estamento eclesiástico que con frecuencia se entromete en cuestiones temporales y actúa como una potencia política, es sencillo entender que las relaciones de los monarcas católicos con la Santa Sede no fueran en absoluto fáciles10.

No vamos a recordar que la tendencia regalista ya tuvo manifestaciones y teorizaciones desde el siglo XV (retención de bulas en 1423, querella por el patronato en 1478-1482) y durante el XVI (creación del tribunal de nunciatura y ampliación del patronato de 1521).

También es sabido que con el siglo XVIII, el regalismo llegó a su apogeo. Las relaciones Iglesia-Estado fueron en el siglo XVIII dificultosas desde el principio. Durante la guerra de Sucesión se rompieron las relaciones con Roma 1709, a raíz del reconocimiento del archiduque Carlos por parte del papa. La lucha entre regalistas y ultramontanos fue particularmente dura a consecuencia de ello; en el mismo 1709 aparecieron sendos memoriales (de Solís y de Belluga) pro y antirregalistas, respectivamente; en 1713-1714, la querella llegó a los altos cargos estatales: Macanaz, fiscal del Consejo de Castilla, y Guidice, inquisidor general, se enfrentaron abiertamente; venció el ultramontanismo, y, tras una serie de negociaciones, se restableció la situación (1717).

Curiosamente coincidiendo temporalmente con este enfrentamiento entre políticos nacionales, registramos el más claro precedente de relaciones tensas entre el cabildo de Ávila y el patrono «de sangre», apoyado por el Ayuntamiento, en uno de los cinco hospitales que ochenta años más tarde serán reunidos, el Hospital de Santa Escolástica. El 26 de enero de 1711 es nombrado patrono del hospital de Santa Escolástica el canónigo don Pablo de Ucieda. A los tres meses de empezar su actuación surge un problema en relación con el patrono «de sangre», don Francisco del Águila. Se trataba de concretar quién de los dos patronos debía de presidir las juntas en el hospital de Santa Escolástica. Tema considerado, entonces, de especial importancia, y que hoy no deja de tener su significación a la luz de la lucha regalista. Las desavenencias, incluida la amenaza del cabildo de retirar su patronazgo a dicho hospital, entre el patrono nombrado por el cabildo y el «patrono de sangre» se prolongaron hasta la primavera de 1714, en que las aguas se fueron calmando, con victoria del bando clerical11.

Sin embargo, las querellas a nivel estatal no quedaron zanjadas durante el resto del reinado de Felipe V, y en múltiples ocasiones se reavivaron sobre todo a raíz de la bula Apostolici misterii, dictada por Belluga a Inocencio XIII, (1723), de modo que hasta el concordato de 1737, no se llegó a una relativa estabilidad (en 1736 se habían roto de nuevo las relaciones y Patiño había publicado un voluminoso manifiesto regalista: Propugnáculo histórico, canónico, político y legal).

El concordato de 1737 concedía la regalía de amortización, modificaba la condiciones del derecho de asilo y permitía cierto control sobre el número de clérigos y la adjudicación de beneficios, pero no transigía respecto al patronato universal; de hecho, no se puso en vigor, y sólo sirvió de base de negociación para el de 1753. Mientras tanto el antirregalismo cobró cierta importancia (prohibición en 1746 de la obra de Nicolás Belando, Historia civil de España, y encarcelamiento de su autor). Finalmente, el nuevo concordato (1753), conseguido gracias al esfuerzo conjunto de casi todo el equipo gobernante (Carvajal, Ensenada, Figueroa, Rávago, etc.) concedió el patronato universal. La esencia de este convenio radicó en reconocer a los reyes el derecho universal de patronato, con lo que quedó en sus manos tanto el nombramiento de obispos como el sistema beneficial de dignidades. Tal reconocimiento no fue sin embargo razonado en los derechos tradicionales de conquista o fundación, sino a modo de concesión gratuita de la Santa Sede que subrogaba al rey en unas atribuciones teóricamente suyas.

El regalismo se hizo más intransigente (Mayans, Observaciones sobre el concordato de 1753) y, con Carlos III, consiguió la mayoría de sus objetivos.

Mientras tanto se había ido cohesionando un cuerpo doctrinal con obras como Tratado de la regalía de amortización de Campomanes (1765), Memorial ajustado sobre diferentes cartas del obispo de Cuenca de Campomanes y Moñino (1768), Juicio imparcial sobre el Monitorio de Parma de Campomanes y Navarro (1768), Historia legal de la bula «In coena domini» de López de Ledesma (1768), a la par que se producía la expulsión de los jesuitas (1767), y se apoyaba el regalismo de los Borbones de Italia (problema del Monitorio de Parma).

No vamos a extendernos aquí en las diferencias de matices entre el regalismo de los Austrias y el borbónico, resumido por Escudero. Felipe V y los restantes Borbones, sobre todo Carlos III, instrumentalizaron lo religioso en exclusivo beneficio de los intereses políticos. La doctrina tradicional ha solido destacar la influencia en esta última etapa de la España del siglo XVIII, de la herejía jansenista, el influjo volteriano, el despertar de la masonería, y en última instancia colorea al movimiento global de la Ilustración con acusados tintes de heterodoxia. Las tesis revisoras de este análisis califican de arbitraria la distinción, reivindican la figura de algunos célebres regalistas como Macanaz, Mayans, Campomanes, etc., y destacan que ellos actuaron, precisamente como católicos, en defensa de la legítima autonomía de lo temporal reconocida en el mensaje evangélico12.

Rafael Olaechea aduce la justificación que un regalista como Azara hizo de su propia conducta: «Vendería mi conciencia, mi religión y la fe que de derecho divino o humano debo a mi rey y señor, si no defendiese la autoridad e independencia de su jurisdicción y, de los derechos que Dios le ha dado sobre sus pueblos»13. Esta es la misma idea regalista de Meléndez, quien al final de su gestión en Ávila confiesa que los detalles de la reunión de los hospitales, incluida la malversación de fondos, tienen poca importancia en comparación con el grave delito de la insumisión del «brazo eclesiástico»:

«Me sería indiferente en mi comisión tomar cuentas generales, particulares o no tomar ningunas a los antiguos administradores, y aun me sería más grato esto último. Pero no puede sérmelo mi honor, que está comprometido en este negocio, la autoridad de Vuestra Alteza malamente burlada por el brazo eclesiástico, el desaire de entrambos, y el mal ejemplo de esta victoria para un clero acostumbrado a dominar en esta ciudad y a que nada en ella le resistan»14.



El regalismo de Meléndez es laicista fundamentado en los derechos inherentes a la soberanía. La regalía no es ya una intromisión real en materias eclesiásticas, sino un derecho inherente a la Corona de regular, en virtud del propio poder real, determinadas materias hasta ahora en manos eclesiásticas15.

Meléndez concluye su cuarta representación confesándose «mantenedor» de unos derechos inherentes a la autoridad del Consejo de Castilla:

«Vuestra Alteza perdone la molestia que le doy con esta reverente consulta. Nadie venera más profundamente que yo las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza [Consejo de Castilla]. Pero nadie tampoco desea más altamente sostener su autoridad, ni penetrado del honor aprecia en más el suyo, ni desea mantenerlo más puro a toda costa»16.



La intervención de Meléndez en la reunión de los hospitales de Ávila se produce en los años 1792 y 1793 cuando, por una parte, el elemento clerical de la sociedad española y la Inquisición habían sido reforzados por Floridablanca temeroso de la Revolución Francesa, y, por otra, pasó por el poder fugazmente el conde de Aranda y comenzaba su andadura política un inexperto Godoy. Aunque estamos en el reinado de Carlos IV, el ambiente del periodo 1792-1793 era bastante distinto al de 1797-1800 cuando los gobiernos ilustrados de Saavedra-Jovellanos-Urquijo (Meléndez será su fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte) dictaron las primeras medidas sistemáticas de desamortización de los bienes eclesiásticos. En 1792 Meléndez salió bastante humillado de su enfrentamiento con el clero abulense y Urquijo fue encausado por la Inquisición por su traducción de La muerte de César de Voltaire. En el segundo periodo (1797-1800) Meléndez y Urquijo podrán permitirse actitudes claramente regalistas, prohibiendo espectáculos pseudoreligiosos a familiares de la Inquisición o provocando el llamado cisma de Urquijo, relativo a un decreto dictado por este ministro en septiembre de 1799, de contenido, y sobre todo de forma, terminantemente regalista17.

Cuando Meléndez interviene en el asunto hospitalario de Ávila, el regalismo estaba totalmente definido, como demuestra el eco que estaba teniendo el febronianismo (cuestión del Sínodo de Pistoya, 1786-1800) y el episcopalismo contaba con adictos entre los políticos (disposiciones de Urquijo en 1799).

Demerson cree que una idea clave y constante de Meléndez es que los dominios civil y religioso deben estar totalmente separados y que no debe haber interferencia entre ellos18. Incluso, a veces, busca la fundamentación jurídica, no sólo en la legislación real española como sería de esperar en un regalista convencido, sino también en prescripciones de derecho canónico. Por ejemplo, la legislación canónica prohibía que los presbíteros se consagren a la administración de bienes temporales que los desviarían infaliblemente de su ministerio sagrado.




ArribaAbajoGestión hospitalaria laica frente a gestión eclesiástica privada

Hay que diferenciar claramente la necesidad de la unificación de hospitales y el control de esa unión. Que la unificación de hospitales en Ávila era necesaria desde muchos años antes, se demuestra por el hecho de que ya el 15 de agosto de 1601, el obispo de Ávila, don Lorenzo de Octaduy y Abedaño, había sugerido la necesidad de la unificación de los más de veinte hospitales para conseguir una mayor y mejor gestión. El mismo Meléndez pudo ver los antecedentes de otras uniones, pues entre los documentos que justificaban los ingresos del nuevo hospital había algunos de los antiguamente suprimidos19.

En el siglo XVIII quedaban en Ávila cinco hospitales, dependientes del cabildo, de cuya unión se habló en varias ocasiones a lo largo del siglo XVIII, incluso dentro del cabildo, pero los canónigos no estaban dispuestos a modificar el statu quo. Será en el reinado de Carlos III cuando las autoridades laicas abulenses, el intendente, el corregidor y, sobre todo, el síndico personero del común, impulsen la reunión de los cinco hospitales, a partir de 1768, planteando, por primera vez, el control sanitario por laicos y no por el estamento clerical. Esta es una novedad en la dinámica del regalismo, pues con anterioridad, que sepamos, los autores reformistas, como Bernardo Ward20 o Tomás de Anzano21, continuaban confiando en la gestión eclesiástica de los hospitales.

El mismo Andrés Sánchez reconoce la radical diferencia entre la unificación de ahora y los antiguos proyectos:

«Ahora se intenta de nuevo [la reunión]. Y más decididamente. La necesidad de reforma es más clara. Más urgente. El ambiente general es más propicio. Corren aires más favorables. Es el Ayuntamiento quien lo pide. Es el Real Consejo de Castilla quien lo decide. No resultaría fácil el proceso. Tampoco fue rápido. Ni tranquilo. Chocaban diferentes y encontrados puntos de vista. Quizá, también, intereses contrapuestos. La inevitable resistencia a cambios profundos jugaría también su importante papel»22.



Sin embargo, la praxis de la política ilustrada en materia hospitalaria va a resultar muy contradictoria como, por ejemplo, nos lo demuestra la gran cantidad de hospitales que se registran en los censos de la época y la situación de los hospitales madrileños en la segunda mitad del siglo XVIII: por una parte, un Hospital General de Madrid altamente endeudado que ampara, en torno a 1766, a más de 14.000 enfermos; y por otra, 15 sanatorios privados que albergan, únicamente, a unos 1.200 inválidos. Esta vergonzosa circunstancia es denunciada en 1767 por la Junta de Hospitales de Madrid, la cual valora las rentas de cada hospital y, en función de ellas, estima el número de enfermos que podrían ser atendidos si todos funcionaran como el Hospital General. El Hospital del Buen Suceso, por ejemplo, atendía a 104 enfermos y tenía 132.000 reales de renta, que debieran permitir cuidar a 1.028 enfermos, es decir, diez veces más de los que atiende. En total, los diez hospitales probados de Madrid (Buen Suceso, La Latina, Misericordia, Italianos, Buena Dicha, San Andrés, Aragoneses, San Luis, Convalecientes, San Pedro, San Lorenzo) atendía a 921 enfermos, cuando sus rentas le hubiesen permitido atender a 4.463 posibles enfermos23.

Esta pésima administración de la sanidad privada es constatada muy pronto por Meléndez, pues en su primera representación (11 de junio de 1792) expone ocho razones para pedir una «estrecha cuenta a los administradores», los cuales, apoyados por el cabildo y por el obispo, nunca se la darán y fue la causa esencial del enfrentamiento entre el magistrado extremeño y el clero abulense:

«He creído que estas estrechas cuentas deben serlo generales de todo el tiempo de su administración, y así lo mandé por mi auto de 30 de marzo [1792]. Muchos fundamentos me obligaron a ello. [1º] Fue el primero las mismas expresiones de Vuestra Alteza, el ser esto propio de un establecimiento nuevo, donde no pueden saberse ni su verdadera renta ni sus obligaciones, sino por medio de una cuenta estrecha y general, no pudiendo tenerse una certeza justa de las particulares; [2º] el que habiendo reconocido los libros maestros de entradas y salidas de enfermos y los diarios de varios años, he hallado contra los hospitales crecido número de raciones, pasando muchos meses de ciento y aun de doscientas las que se cargan sin resultar por los libros maestros; [3º] el que estos diarios ni están ni han sido nunca intervenidos por los Patronos en ningún Hospital; [4º] el que las cuentas que los patronos han tomado pueden haber tenido poca formalidad, porque yo creo que ningún hombre pueda juzgar después de once meses de los gastos de un Hospital por sólo un diario simple e informal, presentado entonces por su administrador como hasta aquí ha sucedido; [5º] el hallar en los libros maestros de entrada y salida partidas postergadas, y muchos enfermos, sin que se sepa el día de su salida del Hospital, el tiempo de su mansión en él, y de aquí las raciones que devengaron; [6º] el que estas raciones salen con escándalo en el año pasado de [17]91 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises, en el de Santa Escolástica a 7 reales y 20 maravedises, en el de San Joaquín a 9 reales y 16 maravedises, en el de la Misericordia a 7 reales y 20 maravedises, y en el de Dios Padre a 14 reales y 7 maravedises; [7º] que cuatro de estos cinco administradores han entrado a servir después del auto de 12 de febrero que se manda ejecutar; [8º] y el que por todo esto, y por muchas otras particularidades y observaciones que tengo hechas sobre los libros y documentos, se convence con evidencia la poca o ninguna formalidad que ha habido en la cuenta y razón, y de que todo ha estado hasta aquí sobre la conciencia y fe de los administradores. Vuestra Alteza juzgará sobre estos fundamentos y acordará si debo tomar cuentas generales, o si he de reducirme a la particular del último año con cada administrador»24.



Este descontrol financiero nos explica las críticas formuladas, en España como en Francia, contra la gran cantidad de hospitales que había sin enfermos, cuyos devengos eran dilapidados por los administradores y las cada vez más numerosas voces, como la de la Junta de Hospitales madrileña, que clamaban para que fueran reunidos todos los sanatorios privados de Madrid en el Hospital General. Citemos, a manera de ejemplo, el parecer de dos ilustres reformistas contemporáneos de Meléndez: Antonio Ponz y Cabarrús. El primero se expresaba de este modo:«El número de hospitales siempre me ha parecido mayor de lo necesario en los pueblos grandes y en muchos de los medianos, mejor sería uno o dos, y aunque fueran tres, en las ciudades principales, perfectamente dotados y asistidos con mucha caridad, que tanto hospitalito, en donde suele haber dos o tres enfermos y a veces ninguno, consumiendo la renta los que tienen cuidado de las habitaciones y habían de tenerlo de los enfermos si los hubiese»25. Por su parte, Cabarrús opinaba así de los establecimientos hospitalarios en diciembre de 1795: «¿Podrá dudarse de la suma utilidad de suprimirlos, o reducirlos al menor número y a la menor extensión que sea posible?»26. Meléndez es, pues, uno más de los muchos ilustrados que veían las deficiencias e irregularidades de la asistencia sanitaria y participaba en el estado generalizado de opinión en contra de esta asistencia y en favor de la medicina domiciliaria27.




ArribaAbajoLa fuerza del «brazo eclesiástico» abulense

Centrándonos en el proceso de reunión de los hospitales de Ávila no podemos extendernos en el papel que cada uno de los protagonistas tuvo en esta lucha: el del conde de Aranda, tanto durante el primer gobierno, pues el problema de la reunificación se suscitó en 1768, como en su segundo gobierno de 1792 en cuyos breves meses el Consejo de Castilla dio todo su apoyo a Meléndez. La intervención del fiscal Campomanes fue discreta pero eficaz después de la visita que hizo a Ávila en 1780. El papel de las autoridades locales de Ávila fue muy importante antes de que apareciese en escena Meléndez, pues fueron ellas las que suscitaron el problema, aunque durante los dos años protagonizados por el magistrado extremeño casi pasan desapercibidas. En general, eran decididas partidarias de la unificación de los hospitales, aunque en tan largo proceso, de más de veinticinco años, nos encontramos con ciertas variaciones, porque hubo unos corregidores más partidarios que otros de la unificación. Para simplificar, agruparemos a todos los protagonistas en dos bandos, el de los regalistas y el de los antirreglistas o «brazo eclesiástico», describiendo previamente el escenario del conflicto.

La sociedad de Ávila continuaba sumergida en un proceso de decadencia iniciado en el siglo XVI, que por contraste hacía resplandecer de manera más visible el poder eclesiástico. Nos basta con ver la evolución de su población. Ésta era de 3.260 vecinos, más de 12.000 habitantes, en 157228. Los 3.260 vecinos de 1572 eran 2.769 en 1587, 2.781 en 1591, 2.763 en 1596 y se habían reducido a sólo 1.267 -casi la tercera parte- en 164629. Y lo grave es que mientras otras ciudades castellanas, que habían experimentado una decadencia semejante, empiezan a recuperarse con mayor o menor intensidad en las últimas décadas del siglo XVII, Ávila continúa por la pendiente de la recesión económica y la despoblación -1.113 vecinos en 1693- y se instala en ella a lo largo de todo el siglo XVIII. Durante este tiempo, la población abulense, anclada en el estancamiento y la decadencia, se mantiene siempre en torno a los 1.100 y 1.300 vecinos, cifra ésta que no será superada hasta la segunda mitad del siglo XIX (6.606 habitantes en 1857)30.

El catastro de Ensenada proporciona para 1750 la cifra de 1.250 vecinos que vivían en mil trescientas casas habitables que existían en «la ciudad y sus arrabales»31. Del mismo se deduce que Ávila contaba en 1750 con la cifra de 4.953 habitantes a los que hay que sumar 369 religiosos regulares, incluidos legos y estudiantes, y 159 religiosas que vivían en los numerosos conventos que existían en la ciudad: 5.481 habitantes en total. Y casi cuarenta años después, en 1787, tras un largo periodo de intentos y proyectos de reformas de carácter económico y social, el censo de Floridablanca ofrecía cifras similares: 5.800 personas censadas en esa fecha en la ciudad32. No son más que 320 individuos de diferencia entre ambas fechas y eso supone un ritmo de crecimiento de apenas diez unidades cada año33.

El catastro de Ensenada, el censo de Floridablanca y, mejor aún, el repartimiento efectuado en la ciudad en 177134 nos permiten profundizar en el análisis y precisar mejor la dedicación profesional de la población y sus formas de vida y de trabajo. Y también su distribución estamental: de las cerca de cinco mil quinientas personas que habitaban en Ávila en 1750, seiscientas cincuenta y seis pertenecían al estamento clerical, veintidós eran cabezas de casas nobles y el resto constituían el denominado estado llano o estado general35.

Para hacernos una idea de la fuerza del bando antirregalista nos fijaremos en su número a través del catastro del marqués de la Ensenada36. Lo primero que llama la atención es el elevado número de personas del estamento eclesiástico que viven en la ciudad en el siglo XVIII: seiscientos cincuenta y seis individuos, casi el doce por ciento del total de la población, de los cuales ciento veintiocho pertenecían al clero secular y cuatrocientos ochenta y ocho al clero regular. Sólo el hecho de que Ávila fuera desde antiguo sede episcopal y hubiera en ella catedral y conservara aún un importante número de parroquias, capillas y conventos de cierto prestigio puede justificar la existencia en la ciudad de tal cantidad de personas ligadas a la iglesia37.

La distribución numérica del clero abulense en 1750 era la siguiente: el clero regular contaba con 128 miembros (catedral 75; parroquias 44; particulares 9). El clero regular era más de cinco veces más numeroso, pues sumaba 528 religiosos y religiosas (religiosos 369; religiosas 159). Total 656 clérigos. Pero para aproximarse más a la importancia del clero en la ciudad debemos añadir a las 656 personas dedicadas de una u otra forma a la vida religiosa o al estudio en instituciones religiosas otras 416, entre familiares, parientes y criados, que dependían directamente de ellos para mantener su nivel de vida o asegurar su sustento o su soldada. Suman en conjunto más de mil personas, cifra que supone aproximadamente el veinte por ciento del total de la población censada en la ciudad, que vivían y se mantenían de los bienes y recursos de la iglesia38.

Parece que cuarenta años después, cuando surge el enfrentamiento con Meléndez, había disminuido algo el número de clérigos abulenses, pues en 1787 el censo de Floridablanca registra la cifra de 255 religiosos varones entre profesos, novicios, legos y donados frente a los 369 que registraba el censo del marqués de la Ensenada39.

En ambos censos, son, ciertamente, cifras importantes, pues había casi los mismos clérigos que en 1595 cuando Ávila contaba con más del doble de la población. Meléndez tuvo sus diferencias con el clero de la catedral, que con sus 75 miembros era el más poderoso y, como muestran los datos, representaba más de la mitad del clero secular de la ciudad. Lo constituían catorce racioneros, más de veinte capellanes de número todos ellos presbíteros o subdiáconos, seis capellanes ligados al culto de la Capilla de San Segundo, diez músicos y veinte canónigos40.

En el número de canónigos aparecen incluidas las dignidades, es decir, los arcedianos, el tesorero, el chantre, el doctoral, el maestre de escuela de la catedral y el deán, que presidía las reuniones que, según sus constituciones, debía celebrar el Cabildo en la Sala Capitular que se halla dentro del claustro de la Catedral. De ellos, en general, decía Sarrailh que dormitaban al lado del Obispo en confortable ociosidad41.

Había además en la ciudad nueve clérigos «particulares», algunos de los cuales servían capellanías privadas y otros eran abogados de los Reales Consejos o administradores de hospitales o de mayorazgos. Aunque no estuviesen jurídicamente en la nómina de la catedral, sin embargo muchos dependían de ésta porque administraban intereses, cuyos patrones eran canónigos. Meléndez tendrá ocasión de constatar en carne propia la dureza con la que defendían sus privilegios y los del estamento eclesiástico en el campo de la sanidad.

En cuanto instituciones, la catedral, el cabildo, determinadas parroquias y algunos conventos tenían bienes raíces y riquezas abundantes42.

Producían en conjunto cuantiosas rentas en granos y dinero cuyo valor fiscal sólo de los bienes declarados en la ciudad estima el Catastro de Ensenada en 453.351 reales en el año 175143.

Su capacidad de acumular excedentes agrarios le permite entonces mejorar progresivamente el nivel de sus ingresos al beneficiarse del alza de precios que se experimenta en España en la segunda mitad del setecientos. Su disponibilidad de numerario explica en buena medida que el Ayuntamiento acuda con cierta frecuencia a las instituciones religiosas para hacer frente a las dificultades y urgencias económicas del municipio mediante la negociación y otorgamiento de censos perpetuos o al quitar. En 1704 el Ayuntamiento otorgó un censo en favor del monasterio de Nuestra Señora de Gracia44, en 1712 a la fábrica de la Catedral45, en 1741, para hacer frente a los costes de legalización de la propiedad de los terrenos comunales y baldíos de la Ciudad y Tierra de Ávila, a la Casa y Hospital de San Joaquín46. Finalmente, en 1763, el Cabildo comunica a la ciudad la resolución que habían tomado de adelantar al municipio cien mil reales de vellón para la compra de granos para el vecindario siempre que se afianzara convenientemente la hipoteca del préstamo concedido y en 1764, ante la falta de grano disponible para el abastecimiento de la ciudad, el Ayuntamiento tuvo que suplicar de nuevo al Cabildo que franqueara por su justo precio, más el coste del porte, parte de los excedentes panificables que tuviera almacenados para garantizar los abastos del común47.

Para comprender el agobio y soledad de Meléndez en su enfrentamiento con el estamento eclesiástico abulense, solamente recordemos, con Martín García, que más aún que por el número de sus miembros o por su riqueza tenía el clero importancia en Ávila por su instrucción y su cultura y por el papel decisivo que desempeñaba en la educación. En el clero recayó, en efecto, y durante mucho tiempo en exclusiva, la responsabilidad directa de la educación en la ciudad así como la creación, mantenimiento y financiación de los centros de enseñanza48.

Evidentemente su riqueza, sus posibilidades económicas, sus limosnas, su instrucción y su protagonismo en la educación y en la cultura proporcionaban al clero prestigio y valoración social.

El clero creaba opinión y de ello son buena prueba la postura que adoptó una gran parte de la población en el problema suscitado por el proyecto de unificación de los hospitales que comentamos. El clero participaba además activamente en casi todas las iniciativas que buscaban potenciar el desarrollo económico y social de la ciudad, siempre que éstas no fueran contrarias a sus intereses49, y eran sus miembros quienes dirigían con frecuencia, muchas veces en beneficio propio, su institucionalización, como ocurrió, por ejemplo, con la Sociedad Económica de Amigos del País cuyos cargos directivos recayeron prácticamente todos en manos de eclesiásticos50 y, en fin, el clero intervenía directamente, a través de las instituciones eclesiásticas o por iniciativa particular, en la vida política de la ciudad entrando en competencia en ocasiones con las propias autoridades municipales. Cabe recordar, en tal sentido, que algunos conventos colaboraban habitualmente con el Ayuntamiento para el abasto del vino51, que el cabildo de la catedral participaba activamente en la gestión del abasto de carnes o en la administración de la alhóndiga52.

El clero era, en definitiva, un sector sumamente importante e influyente en la sociedad abulense del setecientos y sus miembros, especialmente quienes desempeñaban cargos de responsabilidad -obispo, clero catedralicio, párrocos, priores,...- ejercían funciones rectoras en la vida cotidiana de la comunidad. Sólo comprendiendo el inmenso poder del estamento clerical de Ávila podemos entender las numerosas quejas de Meléndez en las que manifestaba sentirse «burlado». Parece que el magistrado subestimó ese poder y no supo tener la suficiente mano izquierda como para evitar el enfrentamiento. Por eso, el magistrado extremeño no se explicaba por qué, si en Ávila sobraban clérigos y lugares donde realizar oficios litúrgicos, era tan obstinada la oposición del obispo a la profanación de las pequeñas capillas de los hospitales suprimidos53.

Meléndez no desconocía el escenario en que estaba desarrollando su particular batalla regalista, pues concluye su primer escrito al Consejo de Castilla con una descripción precisa de las fuerzas sociales abulenses:

«Vuestra Alteza resolverá sobre estos puntos según su sabiduría y justificación. Pero no se olvide, yo se lo suplico rendidamente, de las circunstancias y estado lastimoso de esta ciudad que careciendo de su antigua y lustrosa nobleza, reducida a los administradores de sus casas, es dominada por un clero lleno de preocupaciones e indolencia, a excepción de pocos que a su tiempo nombraré a Vuestra Alteza a fin de que los tenga en la justa estimación a que su celo y sus luces los hacen acreedores, acostumbrado a eludir por tantos años las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza. Si hoy no habla Vuestra Alteza con severidad y sabe defenderlos, se burlará de ellos como hasta aquí se ha burlado, y del ministro a quien tiene Vuestra Alteza encomendada su ejecución»54.



Frente a esta visión de Meléndez, con la que coincide Demerson, Andrés Sánchez justifica la oposición eclesiástica a la reunión de los hospitales:

«Tenían derecho a pronunciar su palabra a este respecto. Miembros del Cabildo, desde siglos, venían siendo eficaces patronos y administradores de varios de los hospitales de Ávila. En varios de ellos habían intervenido como principales fundadores o inspiradores en su inicial y posterior andadura benéfica y asistencial. Y el Prelado venía ejerciendo, con pleno derecho, la función de visitador de tales centros, con poder para ir dictando normas, que resultaban de obligado cumplimiento para todo el personal del centro hospitalario. Ante el problema de la posible reunificación, tenían derecho a ser escuchados, al menos»55.



Si hemos de dar nuestra opinión, hubo clara oposición del estamento eclesiástico, encabezado por el obispo, más al talante regalista de Meléndez que a la propia unión de los hospitales. En mayo de 1792 se reunieron los enfermos y en junio los papeles. En septiembre, cuando empieza a intervenir decididamente el obispo, sólo quedaban por reunir algunos caudales, que el cabildo no entregaba a la espera de lo que ocurriera con el desalojo de los administradores eclesiásticos (efectuado en octubre de 1792). El obispo, como cabeza del estamento eclesiástico diocesano, acude en socorro de algunos de los suyos (los administradores eclesiásticos y los canónigos-patronos) cuando la unificación estaba hecha en la práctica. En el enfrentamiento entre el obispo Gascueña y Meléndez hubo mucho de «honor» personal que encrespó innecesariamente los ánimos, lo cual, percibido cada vez más por el Consejo de Castilla, terminó desacreditando más a Meléndez que al clero abulense.




ArribaAbajo El bando regalista

Para una correcta comprensión de toda la pugna regalista que analizamos debe quedar claro que el interlocutor madrileño de Meléndez en el asunto de los hospitales de Ávila fue siempre el Consejo de Castilla y no los secretarios de Estado. Por eso no encontramos en el expediente ni al conde de Aranda, ni a Floridablanca ni a Godoy. Aparece Campomanes, en calidad de fiscal o presidente interino del Consejo de Castilla. Aunque este Consejo estaba sometido a la voluntad regia y a la de sus secretarios de Estado, no es fácil que los graves problemas de Estado tuviesen una repercusión directa en el proceso de la unificación de los hospitales, como opina Demerson.

A principios de 1792 se firman las «Provisión y Comisión reales», que ordenan al oidor Meléndez Valdés presentarse en Ávila para efectuar allí la reunión de los hospitales. Este básico documento, cuyo primer firmante es el conde de Cifuentes, recoge los precedentes y será la norma a la que se aferrará Meléndez para guiar su actuación. El Consejo de Castilla era consciente de la oposición antirregalista del clero abulense: «Y mandamos al Corregidor y Ayuntamiento de dicha ciudad de Ávila, a la Junta de Consiliarios que se mandó erigir por el citado auto de 12 de febrero de 1776 y demás a quien corresponda, no os impidan ni embaracen el desempeño de vuestro cometido»56. Aunque el mandato va dirigido al Ayuntamiento, corregidor y junta de consiliarios de los hospitales (en su mayoría compuesta por canónigos), la verdadera oposición estaba en ésta última.

Claramente la misma real orden advierte a Meléndez que se va a meter en un ambiente de cierto enfrentamiento antirregalista, sostenido entre el entorno del cabildo de Ávila y los funcionarios dependientes del gobierno. Veamos los antecedentes del mismo.

Durante la primera mitad del siglo XVIII no hubo sobresaltos en el trato de los funcionarios reales y el clero abulenses. Para evitar posibles problemas se formalizaron las relaciones con la firma de una «concordia» en 1733 por el Ayuntamiento y el Cabildo y aprobada por el Consejo de Castilla, la cual se había convertido en compromiso formal y norma de actuación para ambas instituciones con el objeto de«tener igual y recíproca unión, correspondencia, quietud y paz, y que [...] se conserve siempre sin la menor alteración, por lo mucho que conviene a ambas majestades y a el bien público», y también para evitar cualquier tipo de problemas, malentendidos y enfrentamientos que pudieran de alguna manera hacer «decaer alguna de dichas dos comunidades o ambas de la representación y estimación que han tenido, tienen y justamente se merecen»57. Para conseguir tales propósitos, y como no podía ser de otro modo en una época y en una ciudad en que tenían suma importancia los signos externos y se pleiteaba continuamente por la preeminencia de lugar y asiento en todo tipo de actos públicos, la concordia fijó con detalle el protocolo que unos y otros debían seguir en las celebraciones a las que concurrían ambas corporaciones58.

La paz de la «Concordia de 1733» se quebró durante el reinado de Carlos III, cuando a partir de 1774 los golillas se hicieron con el mando del ayuntamiento abulense, siguiendo la idea de que se debía primar la existencia de los corregimientos de letras y aumentar su número aunque fuera a costa de la transformación de los llamados de capa y espada. Pronto surge el enfrentamiento con el primer corregidor golilla, don Miguel Fernández de Zafra, licenciado y abogado de los Reales Consejos, quien fue corregidor desde 1774 hasta 1778. Decidido partidario de las reformas, con él alcanza el regalismo borbónico en Ávila su cenit en el siglo XVIII.

A él se deben tres informes inteligentes y detallados al Consejo de Castilla sobre la reunión de los hospitales. El enfrentamiento más político entre reformistas y conservadores se produjo en junio de 1776, con motivo de la elección de los primeros regidores trienales, en el que se retrataron las tendencias de cada cual. Remitimos al libro de Gonzalo Martín para más detalles59.

A lo largo de estos sucesos, el cabildo, e incluso los representantes del pueblo, dejaron sólo al reformista corregidor Fernández de Zafra. En resumen, la elección de los regidores trienales en junio de 1776 provocó la división política del Ayuntamiento en dos bloques antagónicos, en uno de los cuales figuraban, casi siempre sin fisuras, los regidores trienales y en el otro, muñido por el cabildo y olvidando pleitos pasados, los regidores perpetuos, los diputados de abastos, el procurador de la tierra y el procurador general del Común que, ante la actitud atrevida del corregidor, decidieron protestar la elección de los trienales ante el Consejo de Castilla60.

Compuesto el nuevo regimiento de Ávila por seis regidores trienal elegidos por el Común y dos, o a lo más tres, regidores propietarios y perpetuos, el corregidor Fernández de Zafra se había asegurado, tras los acontecimientos vividos en el mes de junio de 1776, la mayoría en todas o en la mayor parte las votaciones del Ayuntamiento y podía, por consiguiente, intentar llevar a efecto las reformas y las propuestas de cambio que en su opinión necesitaba urgentemente la ciudad61. Es entonces cuando se vuelve a impulsar el dormido asunto de la reunión de los cinco hospitales de Ávila.

Durante el último tercio del siglo XVIII fueron épocas de tirantes relaciones entre el Ayuntamiento y el Cabildo, es decir, entre regalistas y antirregalistas. Andrés Sánchez constata en las actas del cabildo que «la desconfianza mutua y el enfriamiento eran bien palpables. Y se manifestaban en cuestiones de protocolo»62. Meléndez hereda un ambiente de cierta tensión y capitalizó el entrenamiento por el flanco, bastante sensible por sus implicaciones económicas, de la reunión de los hospitales.

No disponemos de espacio para detallar los episodios de la oposición del clero a la reunión hospitalaria ordenada por el Consejo. Meléndez, en su tercera representación, hace una descripción perfecta de los objetivos del bando clerical antirreformista, para que el Consejo de Castilla no se deje engañar por sus apariencias y«cierre los oídos a sus importunos clamores» . Aparecen claros dos bandos: el Consejo de Castilla, representado por él, y el del «estado eclesiástico»:

«Señor, el espíritu de oposición y, digámoslo de una vez, el odio y el furor con que estas gentes maldicen y abominan de cuanto hago, me obligan a dilatarme más que quisiera. Deseoso de justicia, he pedido a Vuestra Alteza desde el principio que examine todas mis providencias, las pase por su sabiduría y me juzgue con el último rigor: no pido ni quiero en nada disimulo ni connivencia. La severidad de nuestro ministerio, las santas leyes de la justicia, que tenemos siempre en la boca, no admiten ninguna anchura. Sé, sin género de duda, que se ha recurrido y recurrirá a Vuestra Alteza por estos Patronos; que se le han pintado todas mis obras como atropelladas o de poca meditación; que se le aparentarán grandes motivos: el honor del estado eclesiástico, su mucho celo, su desinterés, sus deseos de servir a los pobres y cuanto se quiera, y que se le propondrán partidos y allanamientos que deslumbren con una aparente utilidad. Pero, Señor, acuérdese siempre Vuestra Alteza, yo se lo suplico, que los que hoy le hacen estos partidos y reclamaciones son los mismos que le han resistido por dieciséis años y han sabido dilatar y burlar hasta ahora seis órdenes suyas en este punto; que han diputado por dos veces un comisionado a Vuestra Alteza para resistir la reunión de los hospitales; que no quieren reconocer su justa autoridad a pretexto de su estado; que han puesto a su ministro comisionado dos veces a la muerte con sus desazones y amarguras. Pero este ministro, que él no pide ni quiere sino justicia, suplica que se le oiga, que se le deje libre para obrar según sus luces y que se le juzgue después. O Vuestra Alteza desea la reunión de los hospitales o no. Si lo primero, es indispensable que cierre los oídos a los importunos clamores con que le querrán deslumbrar y deslucir, y me confirme en todas mis facultades y me las aumente; y si no la quiere, olvidado ya de la justicia y utilidad de seis autos y providencias suyas, de su autoridad, del honor de su ministro comisionado, escuche en buena hora al Reverendo Obispo y a su Cabildo, y sigan las cosas en el mismo desorden y abandono que han tenido»63.



Este retrato del clero abulense no tiene nada que ver con la del arcediano Andrés Sánchez:

«La versión de Meléndez Valdés, recogida por Georges Demerson en su libro resulta un tanto desairada para Obispo y Cabildo. Habla de avaricia, negligencia, de tiranía, de malversación de bienes, de obstinación, de obstrucción injustificada, etc. Tales valoraciones, creo, son inexactas64.

Cierto que el Cabildo (algunos canónigos, al menos) ponían trabas y dilaciones ante el cumplimiento de las Ordenes del Consejo de Castilla. Pero, no hasta el punto de merecer tales acusaciones. El Cabildo catedralicio y Meléndez Valdés no se entendieron. Quizá ambas partes tuvieron su propia culpabilidad. Eran ideologías diferentes»65.



Si hemos de terciar en esta diferencia de pareceres de los dos historiadores, diremos que Meléndez acababa de venir de Zaragoza, en cuya floreciente Sociedad Económica de amigos del País había participado muy activamente, y en abril de 1791 se encargó de escribir un discurso profundamente reformista e ilustrado, el Discurso para la apertura de la Audiencia de Extremadura66, donde expone un auténtico plan de reformas socioeconómicas y jurídicas, siguiendo el programa de las Sociedades Económicas de Amigos del País. Se propone «hacer la felicidad del pueblo»mejorando la enseñanza, la agricultura, la artesanía, el comercio, las vías de comunicación, etc. Después de poner de manifiesto las graves deficiencias de las leyes penal y civil españolas, se convierte en reformador de nuestra legislación. Partiendo del principio de que son necesarias «pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos, entiendan por sí mismos para regular sus acciones y puedan fácilmente retener»67, desgrana una serie de reformas concretas.

El asunto de los hospitales de Ávila sorprendió a Meléndez con un pensamiento de regalista convencido que cree en el progreso y que las reformas son posibles, sin que haya obstáculos insalvables. En su ardor reformista era incapaz de concebir que unas docenas de curas fuesen capaces de paralizar durante veinte años una orden del Consejo de Castilla, necesaria a los ojos de todos. Sinceramente creemos que Meléndez no perdió nunca los papeles en su relación del el estamento clerical abulense, como opina Andrés Sánchez68, pues sabía a qué mentalidad se enfrentaba. Ciertamente estaba profundamente desolado cuando redactaba sus dos últimas representaciones al Consejo de Castilla (20 de enero y 5 de febrero de 1793), pues se sintió abandonado por el Consejo de Castilla en cuya reunión hospitalaria nuestro magistrado se había limitado a seguir los pasos regalistas de quien ahora lo abandona.

Pensamos que más que acudir a razones de política internacional había que ver los movimientos políticos que ocurrieron en el Consejo de Castilla durante estos dos años. El golilla Meléndez era un hombre de Campomanes, a quien debió la cátedra de Prima de Humanidades de la Universidad de Salamanca en 1781, el acceso a la carrera judicial en 1789 como alcalde del crimen de la Real Audiencia de Aragón y el ascenso a oidor de la Real Chancillería de Valladolid en el invierno de 1791, pero el 14 de abril de ese año es cesado el fiscal asturiano y es sustituido en la presidencia del Consejo de Castilla por un aristócrata y militar de alto rango, el conde de Cifuentes, hombre de Floridablanca. Meléndez recibe el encargo de la reunión de los hospitales, siendo ministro de Estado y de Gracia y Justicia Floridablanca y presidente del Consejo el conde de Cifuentes.

Por otra parte, Meléndez como amigo de la condesa de Montijo y de Jovellanos era, de una manera u otra, partidario del conde de Aranda. Aunque Jovellanos, en carta del 8 de junio de 1792 al magistral Posada, manifestaba la duda de que Campomanes ejerciera su influencia en favor de la pretensión de Posada a una canonjía o a un arcedianato, lo cierto es que Campomanes conservaba influencia en el Consejo, gracias a lo cual Posada obtuvo su ansiada canonjía en Tarragona. Por lo tanto es comprensible el apoyo que Meléndez recibió del Consejo de Castilla en su empresa abulense a lo largo del gobierno del conde de Aranda, es decir hasta el otoño de 1792.

Los cambios políticos habido a lo largo de 1792, la caída de Floridablanca, el ascenso del conde de Aranda y la elevación de Manuel Godoy reflejan «la descomposición que sufría ya el sistema político del Antiguo Régimen»69.

La abolición de la Junta de Estado y revitalización del Consejo de Estado por Aranda no afectó en nada a la reunión de los hospitales de Ávila, pues no era asunto de los mismos70. Hemos examinado las actas de los dos organismos y no hay ninguna alusión al asunto abulense.

Lo que realmente pudo afectar a la comisión abulense de Meléndez fue la irrupción de Godoy en la política activa, quien personalmente siempre tuvo recelos hacia el magistrado extremeño y políticamente trastocó el funcionamiento de los centros de poder de la monarquía. En julio de 1792 Godoy es nombrado consejero de Estado y el 15 de noviembre releva al conde de Aranda en la presidencia del mismo y pronto se agrian los debates en el Consejo de Estado y es de suponer que también en el Consejo de Castilla, puesto que sabemos que en su seno Godoy encontraba cierta oposición, para vencer la cual nombrará mas tarde fiscal a Juan Pablo Forner.




ArribaAbajoConclusión

Debemos situar el episodio de la reunión de los hospitales abulenses en la trayectoria vital de un Meléndez, profundamente regalista y filojansenista en todas las ocasiones en la que se topó con la Iglesia en el desempeño de sus funciones como magistrado.

El cambio radical de opinión del Consejo de Castilla respecto a la unificación de los hospitales y a su comisionado, Meléndez Valdés, en el otoño de 1792 creemos que hay que explicarlo, no en términos de política internacional como hace Demerson, sino viendo las relaciones de poder en el seno del mismo Consejo de Castilla.

Es curioso observar que la gestión de Meléndez en Ávila tiene dos etapas diferenciadas, una optimista y eficaz, que viene a coincidir con el segundo mandato del Conde de Aranda (llegada de Meléndez a Ávila en marzo de 1792, reunión física de los enfermos en un sólo hospital el 8 de mayo y unificación de documentos y de caudales en septiembre del mismo año). En sólo seis meses, Meléndez ejecutó una unión de hospitales que llevaba obstruida más de veinte, pues, antes de la caída del conde de Aranda ya tenía muy adelantadas las obras de remodelación del nuevo hospital general, había levantado los estados de cuentas, posesiones y documentos del mismo, resultantes de los antiguos cinco hospitales suprimidos.

La segunda etapa, de más de un año hasta finales de 1793, fue muy descorazonadora para Meléndez, en la que no ganaba para disgustos causados por la desobediencia de los administradores de los hospitales suprimidos, apoyados por el cabildo y el obispo, y terminó con la orden fulminante del Real y Supremo Consejo de Castilla de «que en el peremptorio término de treinta días evacue su comisión (se refiere a Don Juan Meléndez Valdés) y, pasado el término, se retire a servir su plaza, dejando la práctica de las diligencias, que no puede evacuar, al Corregidor de esta ciudad» , orden leída con no poco regocijo en el cabildo del 16 de octubre de 179371.

Resumiendo, si, en octubre de 1792, cuando los administradores eclesiásticos fueron desalojados de los hospitales, Meléndez se hubiese limitado a hacer la unificación y redactar los estatutos provisionales del nuevo hospital general y se hubiesen retirado a su Chancillería de Valladolid, mejor hubiese ido para su currículo personal. Sin embargo, se empecinó en tomar las cuentas a los despedidos administradores eclesiásticos durante toda su gestión (y algunos llevaban en el cargo más de treinta años), lo cual le causó innumerables disgustos, prolongó innecesariamente durante más de un año su gestión, y al final su regalista labor quedó empañada ante el Consejo de Castilla y el favorito Godoy. Meléndez no salió bien parado de esta comisión en Ávila como demuestra el hecho de que nunca posteriormente aludió a ella y no favoreció en absoluto su carrera posterior como magistrado. Creemos que las tortuosas relaciones posteriores de Meléndez con Godoy estuvieron en parte marcadas por esta gestión del poeta extremeño.

Convencido regalista, fue eficaz cuando actuó como mero ejecutor de las órdenes del Consejo de Castilla, pero Meléndez no fue flexible, sin duda cegado por su profundo regalismo, y cuando tuvo que interpretar autónomamente las situaciones se mostró poco hábil. En efecto, el magistrado extremeño tomó muy a pecho el mandato del Consejo de Castilla que le ordenaba tomar las cuentas a los cinco administradores de los hospitales suprimidos, las cuales habían sido aprobadas, no sólo por los patronos eclesiásticos sino también por los obispos en reiteradas «santas visitas». El empeño regalista, casi anticlerical, de Meléndez en exigir estas cuentas detalladas no era razonable y en ello consumió más de un año y terminó por desacreditarlo ante el Consejo de Castilla.

Nos encontramos, una vez más, con el Meléndez profundamente regalista, quien defiende los derechos del Estado, sin importarle el soporte jurídico-canónico del origen de los bienes de los hospitales suprimidos. Ante las objeciones que el estamento eclesiástico pone a la unificación (el respeto a la voluntad de los piadosos donantes y fundadores y la negativa a la profanación de las capillas), Meléndez responde pidiendo, en su tercera representación al Consejo de Castilla, sanciones para los administradores eclesiásticos, canónigos y obispo, a quien llega a amenazar con llevar ante los tribunales. Con razón el cabildo abulense vio motivaciones puramente políticas en la actuación del magistrado, para quien el derecho real a intervenir en la planificación de la sanidad estaba fuera de toda duda, como derecho inherente a la Corona y específico del poder regio.

El mismo Andrés Sánchez sugiere en este enfrentamiento ideológico y político un tono regalista:

«El Cabildo catedralicio y Meléndez Valdés no se entendieron. Quizá ambas partes tuvieron su propia culpabilidad. Eran ideologías diferentes. El Cabildo, en oficio escrito al mismo comisionado Meléndez Valdés, se queja de haber apreciado en su comportamiento aptitudes no justificadas, no rectas para con la institución catedralicia. Le comunica el día 2 de octubre de 1792 que, según cree este Cabildo, Meléndez Valdés ha manifestado «desde el principio la mayor desconfianza, o ninguna correspondencia, tal vez por algunas causas secretas o respetos políticos, que no alcanzamos»72.



No podemos compartir la opinión del mismo Andrés Sánchez, según la cual el estamento eclesiástico no se opuso a la unificación de los hospitales y el enfrentamiento surgió exclusivamente por talante del regalismo beligerante del extremeño:«Quede claro que ni el Prelado diocesano, ni el cabildo catedralicio se opusieron al hecho de tal reunión hospitalaria. Sí manifestaron su descontento por la manera de llevarla a cabo, por el procedimiento adoptado por Don Juan Meléndez Valdés. Las autoridades eclesiásticas creyeron descubrir en la actuación del Comisionado otras razones de carácter político y antieclesiástico»73.

Hubo oposición del clero a la unificación de los hospitales abulenses, pero no fue tan excepcional como Meléndez y Demerson dan a entender, sino habitual entre el estamento clerical y las autoridades civiles que deseaban controlar los establecimientos de beneficencia. Veinte años antes, el 21 de enero de 1772 y por lo tanto coetáneo de la unificación hospitalaria que nos ocupa, un obispo de tanta personalidad episcopalista como Josep Climent había redactado un Informe sobre Beneficencia, que chocaba frontalmente con los planes del intendente catalán, conde de Ricla, que es lo mismo que decir con los de su primo el conde de Aranda. Se trataba de convertir la antigua Casa de Misericordia barcelonesa en hospicio al modo ilustrado, es decir, traspasar el control de la misma. El enfrentamiento fue tal que Climent llegó a retener las subvenciones que el obispado aportaba al establecimiento, cosa que el obispo Gascueña no hace en Ávila. Los argumentos de la oposición venían a ser los mismos: el argumento histórico de la intervención de la Iglesia en las casas de Misericordia y en los hospitales y el argumento práctico de que quienes cargaban con el mayor peso económico de los establecimientos de beneficencia (los eclesiástico) debían formar parte de su junta de administración y gobierno. El biógrafo de Climent, Francec Tort Mitjans, concluye:«El auténtico grave problema que enfrentaba a los promotores del hospicio de Barcelona y su obispo, como en mayor o menor medida sucedía en toda España, era el regalismo y conciencia desamortizadora de unos y el antirregalismo y clericalismo del otro»74.

Ciertamente hubo mucho más que descontento ante unos procedimientos y una oposición clara a la unificación de los hospitales por parte del estamento eclesiástico abulense, porque vio en Meléndez un decidido partidario del regalismo dispuesto a privarlo de una de sus parcelas de poder, que era la beneficencia hospitalaria.

Meléndez era uno de los juristas, regalistas combatientes, de los que habla Teófanes Egido:

«No hay que pensar que el despojo relativo se realizase tranquilamente y sin protestas. Es más, la profunda y creemos que mayoritaria corriente antirregalista no cejará, en combate abierto o clandestino, contra atentados que se consideran como tiranía, como herejía incluso, y logrará imponerse tras los cambios efectuados en 1792. Mientras tanto, y a lo largo del reinado de Carlos III, se escucha el coro de voces ensalzadoras del poder real, voces salidas no sólo de los ámbitos del Gobierno, del regalismo combatiente de los juristas, sino también de la elite de obispos ilustrados, por lo general promovidos en los años de la expulsión de los jesuitas, convencidos todos de que para llevar a efecto la renovación anhelada poco hay que esperar de la curia de Roma y mucho - todo - del monarca, considerado unánimemente como «nervio de la reforma»75.



El regalismo de Meléndez está en la línea del de Pérez Bayer, «el derecho de protección general» del rey sobre sus vasallos, pero va más allá. El canónigo valenciano en noviembre de 1757 se vio en la obligación de justificar su papel de inspector real en el Colegio de Españoles de Bolonia, cosa que Meléndez da por sentada y estaba «resuelto a desalojarlos [a los administradores eclesiásticos] si es necesario a fuerza mayor para sostener mi decoro y la autoridad del Consejo76.

El expediente de la visita de Pérez Bayer al Colegio de San Clemente de Españoles está encabezado por una amplia introducción firmada por «el doctor Francisco Pérez Bayer, visitador regio», en total veinte folios introductorios, en los que lo más llamativo es la justificación que hace de su papel de visitador:

«Nos ha parecido oportuno apuntar en la introducción de esta visita las razones en que se funda el derecho y regalía de Su Majestad para nombrar sujeto que le visite [al Colegio de Españoles de Bolonia] a su real nombre, siempre que por Su Majestad se estimare necesario o conveniente. Fúndase, pues, esta regalía en el derecho de protección que general e indistintamente compete a Su Majestad en todas y cualesquiera fundaciones hechas por los vasallos de su real corona y en utilidad de los mismos, a efecto de procurar que se cumplan religiosamente las últimas voluntades por las disposiciones ínter vivos de sus fundadores, y que se aprovechen de sus memorias los interesados en ellas. Porque así como en el Estado popular conviene a la República que ninguno use mal de su hacienda y que las últimas voluntades tengan su debido efecto, como enseña la jurisprudencia, así en el Estado monárquico, transferirla por la ley regia en el príncipe la voz y representación del pueblo, sucede aquel en el derecho y en el interés y obligación de la misma solicitud»77.



Llegados a este punto de la descripción del proceso regalista en materia de hospitales nos podemos hacer una pregunta, relacionada con el triste final de los hospitales del Antiguo Régimen, ¿por qué en 1798 las medidas desamortizadoras, planificadas por los ministros Jovellanos, Saavedra, y Soler en la llamada Desamortización de Godoy, afectaron a los bienes de instituciones de Beneficencia y no a otras? La contestación más lógica es pensar que porque resultaba más fácil. A pesar de que los bienes de los hospitales privados contaban con sus defensores, la tendencia a la unificación hospitalaria afectó a numerosas ciudades como Vitoria, Bilbao, Valladolid, Cádiz, Ciudad Real, Oviedo, etc. Ciertamente pesaron más las causas fiscales que las ideológicas en la desamortización de 1798, pues lo que importaba era conseguir dinero para la guerra contra Inglaterra de la manera más rápida y fácil posible. No conocemos detalladamente si el resultado de la unión quedó bajo control laico, como fue el caso de Ávila, pero de ser así, la mayor parte del camino desamortizador estaba andado: la Iglesia ya había perdido el control de los bienes de estos establecimientos de Beneficencia. El gobierno tenía el terreno abonado por operaciones como las de la unificación de hospitales, puesto que el control efectivo de los mismos y de sus pertenencias inmobiliarias ya no estaba en poder del estamento eclesiástico, sino en manos de los municipios o de juntas municipales de Beneficencia más o menos controladas por laicos. Ciertamente, el gobierno hubiese tenido mucho más difícil la venta de unos bienes inmobiliarios controlados por los administradores eclesiásticos. En el caso del hospital general de Ávila, el cabildo continuaba el Cabildo nombrando sus consiliarios hasta fin de siglo, pero, según el reglamento redactado por Meléndez, pero, en palabras de Andrés Sánchez, era «mera formula ya. La intervención del Cabildo catedralicio era casi nula»78.

El proceso de la creciente concienciación regalista a lo largo del siglo XVIII va unido a la intensificación de la centralización administrativa, defendida por los políticos, y a la cada vez mayor conciencia de servidores del Estado y de la comunidad que tenían los funcionarios ilustrados. Meléndez se sitúa en el punto alto de este proceso regalista de identificación del funcionario con los interés del Estado, que para él eran los mismos que los de la sociedad en su conjunto:

«Por lo mismo que tengo obrado, por lo que me falta que obrar, quiero que Vuestra Alteza propio [Consejo de Castilla], concluida esta comisión, me juzgue; que si en ella me he excedido de sus órdenes, o he tenido otras miras que las de la justicia, otros deseos que los del acierto, otro objeto que el bien público, ni otro celo que el de llenar, según mis cortas luces, las intenciones del Consejo y cumplir con el honroso encargo que me ha confiado, me señale con la nota pública, o represente a Su Majestad sobre mis excesos; niéguese en buena hora el honor, que es la más dulce recompensa de los trabajos de un magistrado, y caiga yo en la justa indignación a que es acreedor un mal ministro»79.



Era la actitud honrada de acercarse al Estado y al ejercicio del poder que tenían Jovellanos, Francisco de Saavedra y Meléndez, entre otros; muy distinta de la sostenida por hombres como Manuel Godoy. Por eso, no es contradictorio que la desprotección del Consejo de Castilla hacia Meléndez en el asunto de la unificación de los hospitales de Ávila coincida con el ascenso del favorito extremeño a la Primera Secretaría de Estado en el otoño de 1792.

Tal vez podamos extraer de esta entrega al servicio del bien público de los hombre regalistas y auténticos ilustrados algunas de las virtudes que les faltan a muchos de nuestros dirigentes contemporáneos, mitad burócratas mitad políticos partidistas, que se consideran «servidores del Estado y de la Comunidad».






ArribaAnexo

«Razón de lo percibido y gastado desde el día 22 de marzo de este año [1792], hasta hoy 17 de julio de 179280.

Recibido:

Me entregó Su Señoría en dos partidas 1280 reales.

Ídem, Don Isidoro Pelilla en libramiento 30 de abril... 3540 reales.

Ídem, otro libramiento contra el mismo, 19 de junio... 6000 reales.

Total de 10.820 reales.

Gastado:

En el mes de marzo... 238 reales 17 maravedises.

En abril... 1105 reales y 21 maravedises.

En mayo... 1180 y ser reales y 15 maravedises.

En junio... Me 632 reales y 29 maravedises.

Ídem, una letra a favor de Don Bernardo García Álvarez... 2000 reales.

Ítem, en dinero a Su Señoría... 1440 reales.

Ítem para la cotonía... 252 reales.

Ítem, para las basquiñas... 659 reales.

Ítem, del librero por los cartones... 108 reales.

Ítem, en papel sellado... 28 reales.

Ítem, en papel en blanco... 22 reales y 16 maravedises.

Ítem, lo gastado en este mes hasta hoy... 205 reales y se maravedises.

Suma total de los gastos 8872 reales y dos maravedises.

Recibido... 10.820 reales.

Gastado... 8872 reales y 2 maravedises.

Alcance contra mí... 1947 reales y 32 maravedises.

Salvo error. Ávila 17 de Julio de 1792

Julián López [rúbrica].

Nota. Se deben bajar 180 reales de vellón, importe de las sarvasas (sic, sábanas) de paño de seda, por lo que queda de alcance contra mí 1767 reales y 72 maravedises de vellón. Meléndez Valdés [firma autógrafa]»81. Estudio publicado en: Antonio ASTORGANO ABAJO, «El regalismo borbónico y la unificación de hospitales: la lucha de Meléndez Valdés en Ávila», en Felipe V y su tiempo. Congreso internacional, Eliseo Serrano (ed.), Zaragoza, 2004, vol. II, pp. 37-66.



 
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