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El Renacimiento. Notas sobre la formación de un concepto

Pedro Ruiz Pérez


Universidad de Córdoba



La conceptualización y categorización del renacimiento ha constituido hasta hace pocos años una viva polémica en la historiografía occidental. Mientras la discusión sobre la posible existencia de un renacimiento europeo o la restricción de este fenómeno a la Península Itálica parece haberse zanjado definitivamente con la definición de los diferentes modelos nacionales de renacimiento, quedan aún facetas en las que la crítica no se ha pronunciado definitivamente. A las fundamentales derivaciones interdisciplinares se unen las numerosas variantes que en la configuración del período introduce su carácter ampliamente europeo y las marcadas diferencias que configuran los renacimientos nacionales, por lo que no resulta hiperbólica la afirmación de que «hay tantos Renacimientos como historiadores suyos»1.

Frente a la consideración del renacimiento como una constante histórica que recurre con características paralelas en la corte carolingia, en el período otomano, en el siglo XII ligado a la renovación del derecho romano y en el Quattrocento italiano2, algunos autores mantienen la negación de la existencia del renacimiento, tal como plantea Lynn Thorndike3. Alterado el mecanismo de significación que une un término a una designación única, se impone la necesidad de una delimitación precisa de lo designado por «renacimiento» y de los rasgos que lo distinguen y lo definen como tal. Una de las vías puede ser la de seguir el camino que, a lo largo de los siglos, ha recorrido el concepto.




La conciencia del cambio

Desde que en 1948 Wallace Ferguson diera a conocer su obra4, se despierta el interés por la dimensión diacrónica del concepto de «renacimiento» y, particularmente, comienza una proliferación de investigaciones destinadas a determinar el grado de consciencia que los humanistas habían poseído sobre el hecho de hallarse en un momento crucial de la historia. El problema fundamental de este empeño derivaba de la propia naturaleza del renacimiento como fenómeno cultural que afectó a todos los sectores de la civilización y a todas las manifestaciones vitales, sin encontrar, en cambio, una formulación teórica que lo definiera e impulsara a partir de una coherencia básica. No nos encontramos con nada parecido a un manifiesto, ni es posible considerar el renacimiento como el fruto de una personalidad individual o de un grupo reducido. Ni siquiera la existencia de figuras monumentales, como la de Petrarca5, que actuó de catalizador de determinados fenómenos, pueden desposeer al renacimiento de su esencial naturaleza colectiva. De ello se deriva la ausencia de una formulación explícita de la perspectiva de sus protagonistas y de una consciencia colectiva del fenómeno que se desenvolvía a su alrededor, convirtiéndolos a la vez en sujetos activos y pacientes del mismo.

A pesar de ello, aunque debamos dudar de que un europeo de los siglos XV o XVI poseyera una intuición aproximada de lo que hoy entendemos por renacimiento, está fuera de cualquier posible cuestión el hecho de que, cuando menos, las mentes más despiertas de estos momentos eran conscientes de que su manera de acercarse a determinados aspectos de la vida o de la ciencia mostraba unas profundas divergencias con la vigente en los años anteriores. No es, sin embargo, fácil determinar con la misma certeza hasta qué punto esta consciencia superaba el nivel de la pura constatación de un hecho aislado o se remontaba a la percepción de un fenómeno general, cuáles eran las causas determinantes de este proceso y si el mismo se traducía en un nuevo concepto de época, en la que el rasgo de consciencia de sus individuos se constituye en rasgo definitorio de la misma.

También acerca del renacimiento se ha subrayado un fenómeno en todos los cambios de estética, en los que siempre los contenidos apuntan antes que las formas la mudanza y los rumbos del nuevo estilo. Así, en el caso español, el erudito cordobés José Amador de los Ríos considera anterior la posesión de las nuevas materias tomadas de la antigüedad clásica a la de las formas derivadas de ella o de la innovación petrarquista, señalando cómo aquéllas se encontraban ya en la época de Juan II, mientras que habríamos de esperar al reinado de los Reyes Católicos e incluso a la posterior figura de Garcilaso para encontrarnos con éstas6. Nada más ilustrativo en este aspecto que la obra del marqués de Santillana, poseedor indiscutible de los materiales aportados por la nueva escuela, pero fracasado adaptador de la forma del soneto.

Huizinga, por el contrario, recoge en su formulación un hecho clave: la específica naturaleza del renacimiento como un fenómeno ligado esencialmente a lo formal, aunque sin reducirlo a la tópica formulación del «culto a las formas». En su fundamental análisis del otoño medieval Huizinga dedica el último de sus capítulos a estudiar «el advenimiento de la nueva forma», y en él señala cómo el paso de la edad media al renacimiento se produjo en primer lugar en la morfología: «Lo característico -señala- es, pues, que el nuevo espíritu aparece como forma antes de llegar a ser realmente nuevo espíritu»7. El hecho definitivo es que el cambio operado en el renacimiento o, mejor dicho, la gran transformación que lo define es la de las formas. En realidad, y tal como Amador de los Ríos sostenía, la materia que conforma el renacimiento ya la encontramos en la época anterior, y es sólo la nueva forma la que señala el cambio de período, puesto que lo definitorio del renacimiento no son unos contenidos determinados, sino la forma que éstos adoptan.

Lo que resulta verdaderamente significativo en el análisis de Huizinga es que, tras la concisión con que formula este hecho, apunta una explicación que concentra la raíz de toda la crisis morfológica en la preocupación gramatical:

«Las nuevas formas clasicistas -afirma- surgen en medio de las antiguas ideas y las antiguas circunstancias de la vida. El despertar del humanismo no tuvo otra causa que el hecho de que un círculo erudito empezara a preocuparse algo más de lo usual por escribir con una sintaxis pura, latina y clásica»8.



El componente filológico esencial del humanismo queda, así, señalado como motor primario de la transformación renacentista, y de este modo habría de ser señalado también por otros investigadores, siguiendo con más o menos fidelidad los pasos del crítico holandés. Es el caso de Eugenio Garin, para quien «tutto l'inizio del Rinascimento è filologico»9 o, posteriormente, de Robert Weiss, quien aún puntualiza más:

«En sus inicios, el Renacimiento consistió por completo en una cuestión de libros: la corrección e interpretación de los ya conocidos, que comprendían la mayor parte de los clásicos latinos, pero a menudo en textos adulterados e incompletos, y la búsqueda de otros que pudieran conservarse en lugares oscuros»10.



La filología humanista no representa únicamente la toma de contacto con unos nuevos textos, con unas nuevas ideas llegadas de un pasado lejano, que se puede idealizar y tomar como modelo. En lo que nos concierne, los estudios filológicos suponen, fundamentalmente, la creación de una auténtica conciencia histórica, de la que había carecido por completo la edad media. En relación a Poliziano escribía Garin «sólo la filología humanista -nunca se insistirá bastante en ello- inauguró y justificó radicalmente la crítica más desprejuiciada de todas las autoridades y estableció el hábito mental de volver a situar en las épocas y ambientes en que nacieron los textos consagrados por la más antigua veneración, incluidas las Sagradas Escrituras de todas las religiones»11.

Al igual que el establecimiento de las leyes ópticas en la pintura permitió la correcta disposición de las figuras en el espacio del cuadro12, el desarrollo de la perspectiva histórica aportado por la filología dotó al individuo renacentista de un concepto del desarrollo histórico por el que, a pesar de no definirse con claridad una división epocal, pudo tomar consciencia de las diferencias marcadas por la secuencia temporal. Mientras que, como señala Highet13, la edad media tuvo un arraigado sentido de continuidad, en el que no se descubrían diferencias históricas y se hacían coincidir con manifiesta indistinción los más dispares personajes históricos y fabulosos -como las más diversas escenas se hacían coincidir en el lienzo de un primitivo-, el renacimiento, a partir del gran desfile histórico de la comedia dantesca, se encontró con un fuerte sentimiento de separación respecto a las épocas anteriores. A causa de su rechazo de los usos y maneras medievales, volvió su atención con especial intensidad a la antigüedad clásica, a la que contempló no sólo con enorme admiración, sino también con un acusado deseo de emulación, lo que le llevaba a emparentarse con ella, dando un gran salto por encima del período inmediatamente anterior. En la literatura española la formulación más explícita y desarrollada de esta postura es la ofrecida por el bachiller Cristóbal de Villalón en su diálogo Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente (1539), en el que, de acuerdo con la sumarización mostrada por el título, parte de una expresa conciencia de la separación de ambos períodos como fruto de una moderna perspectiva histórica de proyección diacrónica. Por medio de ella queda de manifiesto el proceso de evolución conocido por el hombre y la sociedad, proceso en el que es posible distinguir momentos aislados, como la antigüedad clásica y el siglo XVI, y proceder, por tanto, a su comparación, de la que resulta una afirmación del presente del autor como un período histórico que ha llevado a un punto culminante la perfección de las realizaciones humanas14.

El desarrollo de la cultura renacentista, volcada casi por completo en su confrontación con una época pasada, pudo interpretarse de manera equivocada como una detención del progreso debida a la falta de sentido histórico de sus protagonistas, como Bruno señalaba refiriéndose a los hombres «di poca sale» que «hanno detto che proprio il mito dell' antico [...] significa la perdita del senso della storia»15. Sin embargo, su verdadera significación es justamente la contraria, pues la clara consciencia de un valor antiguo y su relación con el momento presente no puede aparecer si no es íntimamente ligada a una nítida conciencia histórica, como mostrada por el hombre del renacimiento. Su manifestación más palpable sería el extraordinario vigor desarrollado por la arqueología, sólo comparable al empeño que los eruditos pusieron en la búsqueda de nuevos manuscritos, y que fomentó de modo considerable el profundo sentimiento del hombre renacentista ante las ruinas, con un componente melancólico nacido con la consciencia del paso del tiempo, ya anticipada por el contemptus mundi medieval, pero desprovisto ahora de los rasgos religiosos o morales.

La contemplación de las ruinas y los restos de la antigüedad conservados le proporcionó asimismo al humanista una visión de la etapa anterior como la de aquélla en la que había desaparecido la portentosa creatividad clásica, junto con el interés por conservar sus manifestaciones. Tampoco en ello se alcanza una definición perfilada y un concepto claro y distinto de la época precedente16, que iría unido a la consciencia de la propia época, pero sí nos encontramos en las obras renacentistas la crítica de las generaciones precedentes y la manifestación de la necesidad de un cambio, que los humanistas intentan conscientemente llevar a cabo. Que esta transformación vaya indisolublemente unida a un retorno a las fuentes en todos los terrenos de la cultura, de la gramática a la religión y de la filosofía a las ciencias naturales, no supone tanto una manifestación del deseo de imitar el mundo clásico, como un irresistible impulso de devolver, siguiendo los métodos desarrollados por la ciencia filológica, toda su verdad y pureza a los textos y autoridades sobre los que se basaban sus conocimientos y creencias, así como a los instrumentos lógicos, conceptuales y lingüísticos imprescindibles para desarrollarlos. El triunfo en este intento significaría el posible acceso a una nueva Edad de Oro, que no sería una repetición servil de la civilización grecolatina, sino la vuelta a unas cotas semejantes de perfección en la filosofía, la ciencia y el arte. El humanista era consciente de que este proyecto representaba un esfuerzo de recuperación, dado que la antigüedad ya había conocido una Edad de Oro, degradada por los siglos posteriores hasta hacerla desaparecer casi por completo. Era, pues, necesario despertar de un largo sueño, pero reconocer esta necesidad, proyectar un nuevo comienzo, supone inevitablemente la aceptación de un final:

«Il mito rinascimentale dell'antico -afirma Garin-, proprio nell'atto in cui lo definisce nei suoi caratteri, segna la morte dell'antico. Per questo fra antichità e Medioevo non v'è rottura, o ve n'è assai meno che non fra Medioevo e Rinascimento; perché solo- il Rinascimento, o meglio la filologia umanistica si è resa cosciente di una rottura che il Medioevo aveva pur maturato portandola all'esasperazione»17.



Para el hombre medieval nunca existió una consciencia clara de ruptura con la época anterior, sino que se sentía en todos los aspectos heredero de una tradición sin interrupciones, tal como Ernst Robert Curtius ha podido recomponerla18. A través de sus más inmediatos predecesores, esta tradición ponía al hombre medieval en estrecha contigüidad con el mundo grecorromano, y de ahí que se pudiera incluir a Virgilio entre los profetas cristianos, se poblara de alusiones mitológicas la Chançon de Roland o a las iniciales invocaciones a la Trinidad siguieran unas citas de Catón y Aristóteles en el Libro de Buen Amor. El renacentista, por el contrario, sintió en toda su extensión la distancia que lo separaba de la antigüedad clásica, en la que contempla la perfección estética de un pasado lejano, de una edad áurea perdida con el transcurso del tiempo. Como señala Manuel Fernández Álvarez, «el Renacimiento no viene de la Antigüedad, sino que mira hacia la Antigüedad»19. Mientras la edad media ignoró la antigüedad por sentirla cercana, el renacimiento la exaltó en su lejanía. Frente a ella el renacentista no se sentía un continuador, sino un reinstaurador, capaz de recrear los fastos de una edad de oro perdida. De idéntica raíz era la pasión que lo empujaba a la reconstrucción del degenerado cristianismo por la vuelta a los orígenes. No en otra cosa consistieron los intentos paralelos de los humanistas y de los reformadores religiosos, empeñados unos en el establecimiento correcto de los textos originales y decididos los otros a despojar a la Iglesia de todos sus ritos innecesarios y reencontrar la pureza de los tiempos primitivos.

El intento no podía fructificar sin una separación de lo inmediatamente anterior, contemplado como la causa de la decadencia y el camino que debía evitar el nuevo proyecto20. Inicialmente, esta oposición se manifestó como una crítica a los métodos utilizados por los medievales en las disciplinas específicas: la vacuidad de la lógica escolástica, el desfase de los programas educativos de las viejas universidades, la sumisión de la gramática latina a Ebrardos y Pastranas, la inexistencia de un verdadero método filológico en la transmisión textual, y todas aquellas pequeñas batallas que marcaron el surgimiento del humanismo. Pero esta visión crítica no podía mantenerse en un nivel epidérmico, por lo fragmentario, y rápidamente alcanzó a convertirse en un rechazo global del mundo del medioevo, al que: se mira cada vez con mayor intensidad como una época clausurada, como una edad que se agosta y debe dejar paso a la nueva aventura humanista, un proyecto que supone la ruptura con un orden establecido y el inicio de un incierto camino hacia una nueva lectura del mundo: «Indicano (li nuovi rapporti) -afirma Garin- [...] la fine di una sicurezza, la nascita di una ricerca tormentata, in una direzione ancora non chiara [...]; c'è anche, costante, la coscienza che la sicurezza tranquilla di un universo familiare e domestico, ordinato ed accomodate ai nostri bisogni, è per sempre perduta»21. La consciencia de una recuperación frente a un período que se acaba era manifiesta y, como inevitable consecuencia, la de que a una edad que se cierra le ha de seguir otra que está comenzando a abrirse, la consciencia de encontrarse en un momento inicial.

Mucho más dependiente de la tradición medieval de lo que él mismo suponía y de lo que ha resaltado determinada historiografía, el hombre renacentista se define, con toda su época, más que por contenidos diferentes, por la aparición de un espíritu nuevo, de una nueva visión del hombre, del mundo y de sus relaciones mutuas; en definitiva, de una innovación de la forma. Con el mismo afán con que el humanista se empeñaba en restablecer la lectura correcta de los textos, toda la civilización renacentista se encaminaba a una nueva lectura del mundo. La filología humanista, componente esencial del renacimiento y una de sus imágenes más características, se apunta como una de las causas determinantes de la conciencia de «renacimiento» y, por tanto, del renacimiento mismo:

«Comunque, è stata certo una delle conquiste dell'odierna indagine storica aver visto che il mito del rinascere, della nuova luce, e quindi della corrispondente tenebra, era stato proprio il frutto della polemica condotta dagli umanisti contra la cultura dei secoli precedenti. E indiscutibile che gli scrittori del 400 hanno insistito fino all'esasperazione sulla loro rivolta contra una situazione di barbarie, per una rinascita della humanitas»22.



En el caso español el inicio del renacimiento se suele situar justamente en la obra gramatical de Nebrija, tanto en su intento de sujetar por primera vez a norma una lengua vulgar, como por su renovación de los estudios de latinidad, en la que, siguiendo la estela de Bruni, Alberti, Guarino o Valla, se opone frontalmente a la tradición medieval de los Ebrardo, Pastrana o Villedieu, en una polémica23 en la que se trasluce la nueva mentalidad humanista y la consciencia de una época de renovación. La querella de antiguos y modernos y la consciencia de la misma, de la que dan cuenta testimonios de humanistas como Leonardo Bruni, Vespasiano da Bisticci o Eneas Silvio Picolomini24, resultan de una importancia tal, que para muchos autores, como Herbert Weisinger, supone la causa fundamental del renacimiento25.

La defensa de las novedades del humanismo a través del enfrentamiento con las posiciones continuistas de las corrientes medievales comienza ya en el año 1360, cuando Boccaccio culmina su monumental De Genealogia Deorum con dos libros finales -XIV y XV-, en los que hace una acalorada y brillante defensa de su obra y de su concepción de la poesía, entendida, como señala Burckhardt, en el sentido más amplio de «toda la actividad intelectual del poeta-filólogo»26. Dicha defensa no pasaría de ser una manifestación del tópico retórico tan activo en la edad media de la justificación de la obra y carecería de todo interés para nuestras observaciones, de no estar planteada justamente como una respuesta polémica a las críticas que el autor esperaba encontrar entre los cenáculos más conservadores. El propio tono agresivo, tan alejado de la humilde captatio benevolentiae preceptiva, no sólo delata un orgullo de autor hasta ahora infrecuente, sino que resulta altamente sintomático del espíritu decididamente innovador que animaba su redacción, y que se encuentra ya en la primera explicación del libro XIV, «en el que el autor, respondiendo a los reproches, arremete contra los enemigos del renombre poético»27.

La concepción negativa de la época anterior adquirida por los humanistas se manifiesta en su decidido interés por periodizar lo que ellos consideraban una edad oscura a la que había que dar fin, tal como muestran Leonardo Bruni, Domenico di Bandino, Filippo Villani, Matteo Palmieri, Giannozzo Manetti o Lorenzo Valla28. Junto a ello nos encontramos con una positiva afirmación de la propia edad, tal como aparece en las páginas de los Comentarios de Bruni al saludar la llegada a Florencia del humanista Manuel Crisóloras como el fin de una época de tinieblas, o como se manifiesta en el fenómeno, ya señalado por Ortega y Gasset, de la frecuente aparición en los albores del Renacimiento del concepto de «modernidad», expresado en diferentes términos y aplicado a los más diversos campos, pero siempre unido por un común sentimiento de orgullo y unas decididas pretensiones de renovación:

«Antes de que ese hombre nuevo existiese con plenitud se presiente a sí mismo y hasta se busca un nombre. A fines del siglo XIV y durante todo el XV comienza ya a hablarse de "modernidad". En la teología y filosofía de las Universidades se distingue la via antigua y la via moderna, ya los ejercicios religiosos tradicionales se opone lo que se llamó devotio moderna que triunfa hacia mil quinientos»29.



Al lado de la noción de «modernidad» surgían modos diferentes de designar el tiempo nuevo, y en ellos se resaltaba explícitamente la consciencia de lo que aquel cambio tenía de intento de recuperación de un esplendor perdido. «Los cronistas -se ha señalado- hablaban de sus tiempos como de los que venían a sustituir la profunda decadencia posterior a la caída de la civilización antigua. Muchos de ellos usaban diferentes palabras como rinascita, renovatio, renacimiento, sin suponer que más tarde toda su época sería llamada así»30. En efecto, lo que haría Burckhardt con su fundamental obra sería definir para la moderna investigación los límites de un concepto que ya se venía apuntando entre los propios protagonistas del fenómeno y que, incluso, alguno de ellos había ya formulado, como es el caso del polifacético Giorgio Vasari, precursor del uso del término «renacimiento» en su obra Delle vite dei piu eccellenti pittori, scultori e architettori (1550). También entre los españoles es posible encontrar testimonios del uso de este término, incluso con anterioridad a Vasari, como es el caso del humanista Juan Luis Vives, quien, en carta fechada el 13 de febrero de 1519 y dirigida a su amigo Juan Fort, escribe sobre «el tema del Renacimiento» y, aunque se limita fundamentalmente al terreno literario, muestra su orgullo y satisfacción por la época en que vive -«nos alegramos de nuestro siglo»- y la contrapone a los restos que aún perviven de la «execrable barbarie»31, que para él se concentra de manera especial en el reducto escolástico de la Universidad de París, que conoció bien y contra cuyos representantes escribió su durísima invectiva In Pseudodialecticos (Lovaina, 1519). La misma consideración negativa de la época anterior la encontramos en su comentario al Somnium Scipionis de Cicerón, en el que incluye una fabulación original, conocida como Somnium Vivis, que presenta al autor ante las Parcas; de las cuales Átropos, la que simboliza el pasado, se muestra desesperada por la ignorancia, la miseria y la vanidad que han dominado los diez siglos anteriores, deseando retornar a la época que los precedió. Sus seguidores son los optimi et nobilissimi, San Pablo, Jerónimo, Ambrosio, Agustín, Aristóteles, Platón, Virgilio y Séneca, y Cicerón, el orador que defiende su causa32. Es decir, los Padres de la Iglesia y los clásicos representan para el humanista el único camino de renovación, pues la solución al presente y al pasado inmediato sólo se encuentra en las fuentes, que es el mismo criterio seguido por Nebrija en su lucha por desterrar la barbarie de los gramáticos medievales.

La conciencia de renovación en el retorno a los modelos clásicos, representada por autores como Boccaccio o Salutati, contrasta con actitudes medievales de continuación tradicional, como la limitada versión homérica de Juan de Mena hecha a través de la Ilias Latina, como destaca Ottavio di Camillo33. En su capítulo «Hacia la autoconciencia humanística» contrapone a ésta la actitud de quienes se enorgullecen de haber disipado la oscuridad de los siglos pasados gracias a su dedicación a las letras, citando el elogio póstumo de Santillana por su secretario Diego de Burgos o, ya en forma de autoelogios, las manifestaciones de Pedro Díaz de Toledo o Alonso de Cartagena34, a los que podemos sumar la actitud de superación de las doctrinas tradicionales que Juan de Lucena anuncia en el prólogo a su diálogo De vita beata (1463).

Hasta qué punto la consciencia de encontrarse en un momento histórico que demandaba una profunda transformación encontró una fórmula precisa no es posible determinarlo con una respuesta global y única para todo el territorio europeo y para los dos siglos que abarcó este período. Unas de las vías para determinar la implantación efectiva del concepto es su fijación lexicográfica, y en esta perspectiva encontramos que, al margen de usos esporádicos, no se consolida un término con valor designativo de un momento específico, menos aún de un período de límites precisos. Ni siquiera se impone una regularidad en el uso de una denominación. En España, por ejemplo, encontramos el caso de Vives, pero no abundan los datos que avalen la extensión de este empleo, tal como indica el erudito Sebastián de Covarrubias, quien en su Tesoro de la lengua castellana o española (1610) no recoge el término ni extiende el significado de «renascer» más allá de su estricto sentido biológico35. Pero de lo que no cabe duda es que, formulada o no, la idea del cambio, de estar viviendo una época nueva, fue patrimonio común de la mayoría de los humanistas. Los testimonios más diversos así nos lo muestran. Finalizando la etapa del máximo esplendor florentino, escribía en 1492 Marsilio Ficino: «Sin duda es una edad de oro que ha restaurado a la luz las artes liberales, las cuales habían sido casi destruidas». Años más tarde y desde el otro extremo de Europa, Erasmo volvía a manifestar una similar consciencia de recuperación: «el mundo está volviendo en sí, como si se despertara de un profundo sueño». En España uno de los personajes de Villalón podía aún exclamar lleno de admiración que «han venido en tanta viveza los juicios humanos, que paresce que ya no puede más subir»36, como Nebrija afirmaba de la lengua castellana. Todos estos testimonios refuerzan la conclusión de investigadores como Ferguson: los humanistas fueron conscientes, sin duda alguna, de estar viviendo en un clima de gran revitalización cultural37. Ciertamente, la propia época del renacimiento no poseyó el concepto de sí misma que ha forjado la historiografía posterior y que sitúa este gran fenómeno cultural enmarcado en una más amplia y precisa concepción de la periodización histórica. Sin embargo, es en esta misma época donde se encuentran las raíces de esta idea, y los humanistas que protagonizaron la transformación no fueron ajenos a su origen, ya que, tomando como referencia su propio movimiento, sentaron las bases de la división tripartita de la historia europea -Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna-, convención ampliamente aceptada y continuada en siglos posteriores.

El origen de esta periodización se puede situar en el sentimiento renacentista del enorme paralelismo entre la edad antigua y el momento. La antigüedad se contempla como alter ego de la época en que se vive. El fenómeno se manifiesta tanto en las continuas comparaciones que los humanistas establecían entre sus actividades y resultados con los que ofreció el mundo grecolatino -como la equiparación de la quema de las naves de Cortés con el paso del Rubicón por Julio César-, como en la idea manifestada por Erasmo o von Hurten acerca del humanismo como un llamamiento a la sabiduría del mundo antiguo para que reformara los valores del nuevo38. La citada imagen del paso del Rubicón no estaba muy alejada del sentimiento del momento histórico vivido que tenían los humanistas. La consciencia del abandono de una época que finalizaba y de la apertura a un mundo nuevo que aún se encontraba sin hacer marcó en gran medida la trayectoria del humanismo y, sobre todo, la gran transformación cultural y social que llevó aparejada. La búsqueda de modelos y de fuentes de inspiración en el mundo antiguo representa una manifestación de la inquietud que marcó el movimiento humanista, situado ante la enorme perspectiva abierta por la ampliación de horizontes y la situación ante un mundo nuevo que tenía que poblar y llenar de sentido.

No era despreocupación o falta de interés lo que motivaba entre sus protagonistas la ausencia de una delimitación del concepto de época. El humanista se encontraba sumergido en un proceso in fieri, un proyecto llevado a cabo por medio de tentativas y tanteos experimentales, y respecto al cual no gozaba de la suficiente perspectiva como para reconocer sus límites y establecer sus características definitorias. Todas las apelaciones a la nueva Edad de Oro esperada no eran más que intentos para disimular su inseguridad, y el mismo sentido tenía la búsqueda de apoyo en los modelos clásicos. Rotas las tranquilizadoras alianzas con el plano divino y despojado por voluntad propia de la confianza que ofrecían las respuestas globales de la filosofía escolástica, el individuo renacentista, al mismo tiempo que siente la orfandad de su recién conquistado status de persona en una dimensión completamente humana, se ve obligado a establecer relaciones con un mundo renovado y se muestra inerme para codificar su incipiente situación y reducirla a sistema, a explicarla, en suma. Con una consciencia de cambio, pero sin una definición precisa, que sólo la perspectiva histórica puede ofrecer, el renacimiento iniciaba su fructífera trayectoria y la inevitable crisis que la misma conlleva.




La aparición del concepto

Sumergido en la febril actividad de redefinir la dimensión humana y establecer las leyes que regulan los mecanismos de un mundo nuevo y las relaciones del hombre con él, el humanista, no consiguió plasmar con nitidez un concepto de época, ya que, al estar sumergido en un movimiento en continuo proceso y al carecer de la perspectiva cronológica suficiente, le resultaba imposible determinar los límites temporales del fenómeno y las características que lo distinguen e individualizan, elementos fundamentales para definir un período. A ello se debe sumar que hasta mediados del siglo XIX, y sólo como efecto de la reacción antipositivista, no existió entre los historiadores de la cultura y de las civilizaciones un interés importante por establecer una periodización de conceptos estables y delimitados. A partir de la transformación iniciada por el idealismo dialéctico de Hegel, y aunque la rigidez de sus esquemas tripartitos le impidiese una máxima productividad, la historiografía europea comienza a abandonar sus planteamientos y métodos precientíficos y perseguir- el estatuto de ciencia, que el subjetivismo, la improvisación y el fragmentarismo precedentes habían impedido. Precisamente, la falta de una concepción global de la historia, de una visión del proceso íntegro de la cultura fue lo que determinó la carencia del concepto de período, y, en concreto, una formulación correspondiente al renacimiento, ya que ambas concepciones, la del período y la global del proceso histórico, han de venir indisolublemente unidas39.

Tras el período renacentista, su valoración quedó vinculada, en términos antitéticos, a la del período anterior, fijándose la dicotomía Edad Media/Renacimiento como base de toda perspectiva crítica sobre el período, aunque esta dualidad se debe en una parte esencial al humanismo, pues su consciencia se instituye sobre la de su oposición a los métodos y disciplinas de la época anterior. De esta manera, son los propios protagonistas del renacimiento los que sientan las bases para la posterior valoración crítica de su período, tal como muy acertadamente apuntaba Ferguson en su revisión del proceso crítico que ha conducido a nuestra actual consideración de esta etapa histórica:

«The italians humanists, who laid the first foundations for the modern periodization of history, as well as for the concepcion of a rebirth of art and letters after the Middle Ages, were certainly guilty enough in this respect»40.



En efecto, no fue únicamente la filología la disciplina que se presentó con pretensiones de renovación y cambio frente al saber medieval. Testimonios de ello encontramos también, por ejemplo, en el campo de la religión, que, de la misma forma, conocería en esta época una fuerte crisis y una aguda consciencia de la misma. Tanto Erasmo de Rotterdam como los teólogos de la Reforma contemplan los movimientos religiosos de su tiempo como un positivo abandono de la oscuridad medieval y una revitalización del sentimiento de religiosidad, muy estrechamente ligada a una vuelta a los Padres de la Iglesia y los textos originales, fundamentalmente la Biblia, de clara raíz humanista y filológica. Con una mayor independencia de estos campos, encontramos nuevos testimonios en el terreno de las artes plásticas, donde autores como Vasari sentaban la idea de una rinascita dell'arte, que encontraba en la antigüedad modelo y paralelo frente a las dependencias estilísticas y funcionales del arte gótico41.

Como rasgo distintivo frente a las críticas que comportan una consideración negativa del renacimiento, la larga serie de valoraciones positivas se centra en las obras que, fundamentalmente en los campos artístico y humanístico, vieron la luz entre los siglos XV y XVI en Europa. La segunda marca común a todos estos juicios es la decisiva influencia que en ellos ejerce el gusto clasicista. La adecuación de una obra a las normas clásicas supone un valor positivo, que llega a su máximo grado en el renacimiento y su vuelta a los modelos de la antigüedad, en proporción directa al rechazo de la cultura medieval. La cumbre de esta valoración positiva la conoce el siglo XVIII, en que los modelos ofrecidos por el mundo grecolatino e, indirectamente, por el renacimiento europeo, se colocaron en el punto más elevado de su escala de valores. Los racionalistas e ilustrados, como Voltaire, Condorcet o Hume -pero también los españoles-, no encontraron en la edad media más que barbarie, ignorancia, superstición, clericalismo e irracionalidad, y el contraste potenció aún más la consideración del renacimiento como una época de brillantes frutos, dominada por el humanismo y la luz de la razón.

El mismo principio que vincula el renacimiento a los modelos clásicos y al predominio de la razón es el que, alternativamente, sustenta la valoración opuesta de esta época, con carta de naturaleza en aquellos momentos en que la frialdad racional c el equilibrio de la obra clásica no se consideran deseables. El momento paradigmático de esta postura se da en los años finales del XVIII y comienzos de XIX, testigos del gran cambio que supone la entrada en crisis de la secular fe en las luces de la razón, tras lo que se siente como fracaso del intento ilustrado. La fórmula de la Ilustración no se concibe ya como la respuesta más apropiada a la nueva época, y es el gran fenómeno romántico la imagen más representativa de esta crisis. La revalorización del sentimiento y de la pasión sobre la respuesta racional, de la libertad de la naturaleza sobre las normas del arte y del incipiente nacionalismo sobre la hegemonía cultural clasicista, sustentan el cambio de valoración del período renacentista. A esta serie de inversiones de valores habría que añadir la derivada de la potenciación del sentimiento religioso frente al humanismo laico renacentista e ilustrado conducente a una nueva consideración de la edad media y sus concretos valores cristianos, con todas sus manifestaciones artísticas, culturales y sociales. La fe y la piedad cristianas, sus ritos y templos, las costumbres caballerescas, el aristocratismo y la bien ordenada sociedad atraen la atención de los románticos, como añoranzas de su propia edad. Al mismo tiempo, el racionalismo, la religión interior, la vida urbana y las aportaciones renacentistas quedan relegadas al olvido y, con ellas, sus manifestaciones artísticas.

Tras este cambio axiológico, el fenómeno más importante en la crítica decimonónica es la aparición del nuevo método positivista, con su alejamiento de las grandes consideraciones temporales y los juicios de valor predeterminados, en beneficio del detallismo y del dato concreto. La validez de este período dentro de la trayectoria de la historiografía sobre el renacimiento deriva de su propia esterilidad, causa que generó la reacción mediante la cual se gestó el modelo clásico del concepto de «Renacimiento», el que, con más o menos variantes, ha llegado hasta hoy mismo. El efecto de la reacción antipositivista ha sido señalado por historiadores de la crítica como René Wellek, para quien «la reacción general contra los métodos positivistas aplicados a la investigación literaria acrecentó el interés por los términos con los cuales se pudiera calificar una época. Las polémicas sobre la esencia del Renacimiento, del romanticismo y del barroco, interesaron a los eruditos literarios alemanes, cansados de la investigación detallista y ansiosos de amplias generalizaciones»42.

No fue, sin embargo, la erudición alemana la autora de la primera formulación moderna del renacimiento. En 1855 el investigador francés Jules Michelet daba a la luz el séptimo volumen de su monumental Histoire de France, cuya publicación se extendería desde 1833 a 1862. Dicho volumen llevaba por título La Renaissance, y con él Michelet comenzaba la nueva revalorización de la época renacentista, que habría de conducir, gracias al interés atraído sobre ella, al establecimiento de la actual visión del Renacimiento. Influido por el idealismo de Fichte y Hegel, Michelet recoge, sin embargo, la tradición del siglo XVIII en su valoración, tras el período de negativismo romántico. Como hicieran los ilustrados, el autor francés insiste en la importancia del redescubrimiento del arte de la antigüedad, pero su mayor originalidad, lo que constituye su trascendencia, no reside en esto ni en su visión negativa de la edad media como envilecimiento del espíritu humano y aniquilación de su libertad. Lo que le otorga a la obra de Michelet su posición privilegiada es que por primera vez aplica el término «renacimiento» al período entero, en todas sus manifestaciones, y no sólo al arte o al despertar de la cultura clásica. «His Renaissance -afirma Dannenfeldt- was a distinct epoch, sharply contrasting in spirit with the preceding age»43. Con ello Michelet sentaba la primera premisa para el establecimiento de un concepto de época, concibiéndola como una unidad diferenciada, y, al mismo tiempo, completaba la labor al definirla con la trascendental fórmula de «la decouverte du monde, la decouverte de l'homme». Recogidas estas dos ideas fundamentales por Burckhardt, sólo le restaba desarrollarlas y aplicarlas a los diferentes sectores de la vida y de la cultura.

No tardaría más de cinco años en hacer su aparición la gran obra del historiador suizo, que de inmediato se convirtió en la fuente del concepto del renacimiento que la investigación moderna ha hecho tradicional. Die Kultur der Renaissance in Italien, que fue el título original de la obra, constituyó una auténtica revolución en el campo de los estudios históricos. Sin embargo, su aportación más importante no se debió a la originalidad de las ideas, los términos o los datos aportados por el autor, que era posible localizar como ideas comunes a lo largo de los siglos o que debía, sin más, al predecesor francés. Su gran novedad venía dada por la genial capacidad de síntesis demostrada, la cual, junto a una brillante habilidad ensayística y un atractivo estilo, le permitía mostrar un panorama de dimensiones hasta entonces nunca concebidas. Burckhardt ofreció la más completa descripción de una época de nuestra civilización que se había conocido, presentando, además, cada uno de los aspectos de la vida del renacimiento como parte perfectamente integrada en un todo orgánico. El renacimiento se mostraba, pues, con la delimitación y la precisión imprescindibles para constituirse en objeto de estudio como tal. Sobre estas bases era ya posible establecer un concepto auténticamente científico de la época, y el que este autor ofrecía fue aceptado sin discusión y considerado como modelo.

A la reacción antipositivista Burckhardt unió la recuperación de las influencias del idealismo hegeliano, cuya concepción de la historia como el proceso seguido por la Idea en su desarrollo a través de diferentes momentos contribuyó de manera decisiva a la consideración del renacimiento como uno de estos momentos en la vida del espíritu, y, como tal, dotado de características distintivas. Para Burckhardt estas características se derivan también de la tradicional consideración de la edad media como una época oscura y del renacimiento como un período de luz, antítesis del anterior, dentro de una concepción de la historia que explica su desarrollo a partir de contradicciones dialécticas. La idea de la separación radical entre la edad media y el período renacentista proviene de la obra de Burckhardt y su concluyente formulación de un cambio fundamental en la perspectiva humana sobre la vida y el mundo. El principio metodológico ordenador de la gran síntesis burckhardtiana se resume en su pretensión de mostrar la amplia galería de personalidades individuales que conformaron el renacimiento italiano y darlas a conocer a través de las circunstancias que los rodearon y marcaron su pensamiento o su acción, esto es, continúa el esquema iniciado por la dicotómica formulación de Michelet, que sirve incluso como uno de sus epígrafes. La tradicional visión del Renacimiento como la época que conoció el surgimiento de la individualidad arranca de este planteamiento, al que acompaña la idea del universalismo del individuo renacentista, aunque tampoco esto constituye una novedad, ya que la imagen del uomo universale la habían comenzado a forjar los propios humanistas con admirativas obras como las de Vasari. Para Burckhardt el plano subjetivo del individuo encuentra su correspondencia en la objetivación que, por primera vez en la historia europea, esta época hace del Estado, lo que para él constituye el eje fundamental de los condicionamientos que delimitaban el mundo del hombre:

«En la contextura de estos Estados -afirma-, tanto Repúblicas como tiranías, reside, no sólo la única, sino la más poderosa razón de ese temprano desarrollo que hace del italiano hombre moderno»44.



Esta interpretación, que representa uno de los rasgos más característicos y definitorios de la teoría burckhardtiana, resulta, sin embargo, como tantos otros de sus elementos, de escasa originalidad, con raíces que se extienden hasta la propia época del Renacimiento, cuando humanistas como Leonardo Bruni señalaban la relación causal entre el inusitado desarrollo cultural que estaban viviendo y la recuperación de la libertad por las ciudades italianas. Por el contrario, en lo referente a una idea tan arraigada entre los humanistas mismos, como es la del renacimiento de la antigüedad clásica, Burckhardt relativiza su importancia en función de las condiciones sociales, que antepone a las culturales, reducidas a meras manifestaciones de aquéllas.

Ni ésta, ni su limitación al territorio italiano, ni la postergación de facetas como la economía o la sociología, impidieron que durante la segunda mitad del siglo XIX y el primer cuarto del XX los historiadores siguieran sin críticas de fondo el modelo metodológico y los elementos de juicio impuestos por el suizo, tal como señalaba Ferguson:

«For half a century Renaissance historians did little more than repeat and amplify it, extending it to the northern countries and appropiating to the Renaissance every indication of new life that they discovered in the Middle Ages»45.



Con una perspectiva diferente aparece en 1888 la obra de Heinrich Wölfflin. Renaissance und Barock supuso para la historiografía del renacimiento la liberación de los límites impuestos por el punto de vista heredado de sus protagonistas, cuyas referencias eran las de la antigüedad y el medievo. Wölfflin, por el contrario, invierte la perspectiva, estudiando el renacimiento en función de los períodos y movimientos culturales que le sucedieron, concretamente, el barroco. Su campo fundamental de análisis es el de la arquitectura, modelo paradigmático de las demás artes, a la que sirve de impulso, ya que «todos los grandes períodos de la historia del arte se caracterizan porque la arquitectura domina y dirige la creación, en las otras artes plásticas»46. Sobre este discurso establece una tipología compuesta de cinco pares de oposiciones, bien conocidos. Respecto a Burckhardt y su modelo interpretativo, su concepto del renacimiento se reduce al de un estilo artístico, abandonando visiones más globalizadoras y apuntando una crítica de tipo formalista con más rasgos de modernidad que las precedentes, aunque los principios de su clasificación tipológica no se sustraen a la rigidez de toda generalización. El resultado es una imagen del renacentista como un arte pleno de equilibrio y de perfección clásica: «El Renacimiento -define- es el arte de la belleza apacible... En sus creaciones perfectas no se encuentra ninguna pesantez ni ninguna traba, ninguna inquietud ni tampoco agitación»47. Tras el arte, toda la época se contagia de quietud y sosiego, soterrando todo elemento perturbador sintomático de la crisis; la imagen renacentista se circunscribía a las zonas más calmadas de su superficie:

«El Renacimiento se complacía en su perfección plácida; su belleza daba la sensación de bienestar, estimulaba una libre vitalidad, sin nada que pareciera forzado, inhibido, desasosegado o agitado»,



afirma en su «Introducción» a la obra Bernard Teyssèdre, recogiendo el lugar común más de medio siglo después de su formulación48.

Se reunían así las dos consideraciones básicas para la conceptualización del renacimiento, vinculadas a la fijación del término: la designación de un período determinado en la secuencia histórica y su caracterización como un específico modelo histórico, ambos delimitados por contraste con las épocas contiguas, tanto la precedente como la posterior. Sólo faltaba completar su valoración crítica. O la diversidad de valoraciones.

En medio del culto a la razón de la historiografía burguesa de la segunda mitad del XIX, la idealización culminó con la consideración del período como origen del modelo racionalista, con los rasgos de laico, liberal e ilustrado reclamados por el modelo burgués. La crisis de éste con el cambio de siglo y la I Guerra Mundial supuso el fracaso del ideario racionalista y el consiguiente descrédito del renacimiento, cuya revisión era impulsada por el auge del irracionalismo y la revalorización de los siglos medievales, en los que, tras las huellas de Charles H. Haskins (The Renaissance of the Twelfth Century, 1927), se señalan épocas de gran brillo cultural y verdadera base del humanismo posterior, en el que se subrayan los elementos cristianos, como hace Giuseppe Toffanin en La fine dell'Umanesimo (1920) y Storia dell'Umanesimo dal XII al XVI secolo (1933), o se reivindican otras raíces medievales de la cultura europea, como hiciera Huizinga en su Herbst des Mittelalters (1930), que supuso el desplazamiento del paradigma burckhardtiano hacia otro con mayor peso de los componentes populares y del norte de Europa y del que surge, en lugar de la imagen de una era de renovación, la del crepúsculo de un mundo que agoniza. Lo más permanente es la fluidez de los límites:

«Todo el que se propone seriamente establecer una clara división entre la Edad Media y el Renacimiento advierte que los límites se le ensanchan y escapan. Percibe en plena Edad Media formas y movimientos que parecen ostentar ya el sello del Renacimiento, y para poder abarcar también estas manifestaciones se estira el concepto del Renacimiento hasta un extremo en que pierde toda su fuerza elástica. Pero esto es aplicable también al lado contrario. Quien estudia el espíritu del Renacimiento sin un esquema preconcebido encuentra en él muchas cosas "medievales", más de las que parecen permitir las teorías»49.



El abandono de la centralidad de la cultura italiana vuelve la atención a fenómenos considerados periféricos, como las formas de la vida y del espíritu desarrolladas en Francia y en los Países Bajos, pero también en España, abriendo la puerta para romper una imagen de exclusión consolidada durante dos siglos. El progresivo descrédito de los modelos clásicos y clasicistas y el creciente nacionalismo impulsaron esta orientación. Si el mundo flamenco, con su alto desarrollo económico y de la vida ciudadana, se presentaba como una clara alternativa al italiano, la estrecha relación de Flandes y Borgoña con la casa Habsburgo permitía su conexión, a través de Carlos V y el Imperio, con España, el otro gran escenario del Renacimiento no italiano, especialmente en el campo de la creación literaria.




La inicial historiografía literaria española. En los orígenes del concepto

En los textos mencionados (Vives, Villalón...), el de la literatura en sentido moderno es de los aspectos menos destacados. En la Ingeniosa comparación, entre pintores, arquitectos, teólogos, juristas y soldados, los representantes de las letras renacentistas quedan reducidos a Torres Naharro y, con un criterio amplio, Juan del Enzina, con sus «invenciones de versos, traxedias y comedias»50, si bien es cierto que, por ejemplo, aún no había llegado a la imprenta la gran innovación garcilasiana, convertida más tarde en imagen de época.

Aunque en la segunda mitad del XVI se acentúa el interés por la reivindicación de los autores anteriores, iniciándose la conformación del canon, sobre todo a partir de los modelos de lengua51, ni en estos momentos ni en el siglo siguiente se apreció un interés historiográfico por sus precedentes, que no se concebían como una época diferenciada, al margen del interés despertado por determinadas individualidades, como Garcilaso, o los admirativos comentarios de Sánchez de Lima en el primer diálogo de su Arte poética en romance castellano, publicado el mismo año que los comentarios de Herrera a Garcilaso (1580).

Especial relevancia adquiere en este panorama la República literaria52 de Saavedra Fajardo, cuadro sistemático de las letras y las humanidades en general desde la antigüedad, pero sin ningún tipo de distinción diacrónica. Elaborada desde una perspectiva de primacía de la acción política, el arte y la cultura se contemplan como lastres y causas de la decadencia, achacada al auge de la imprenta, que ha multiplicado los libros y los lectores. La perspectiva satírica sepulta cualquier atisbo de historia literaria bajo la finalidad doctrinal y política, aunque la finura crítica de Saavedra se manifiesta en juicios en los que se coloca el valor individual del autor por encima de la generalizada condena de la literatura. Entre el retablo medieval, resultado de una suerte de pancronía, y la linealidad con que el personaje de Fernando de Herrera procede al enjuiciamiento de los escritores, Saavedra manifiesta la carencia de conceptos sobre épocas diferenciadas, concibiéndose la secuencia cronológica como una suerte de línea de continuidad, sin rupturas periodológicas. No obstante, la pintura de la «república literaria» y sus rasgos distintivos demuestran el peso de la modelización renacentista: la prioridad de la gramática en las artes liberales, como janua scientiarum, la necesidad de perfeccionamiento en su estudio, el prometeico afán de conocimiento, la admiración por los autores grecolatinos y la importancia de la crítica filológica para su lectura directa. La parodia de dichos rasgos por medio de la caricatura culminante en la figura de Julio César Escalígero, es el signo más claro de su consolidación, manifiesta también en las paralelas alabanzas de Nebrija y el Brocense. Tras ellos Saavedra percibe y formula la ruptura atribuida al período medieval:

«Cayó el imperio romano, y cayeron (como es ordinario), envueltas en sus ruinas, las sciencias y las artes; hasta que, dividida aquella grandeza, y asentados los dominios de Italia en diferentes formas de gobierno, floreció la paz, y volvieron á brotar á su lado las sciencias»53.



Saavedra percibe el origen italiano del fenómeno y el peso de la situación político-social, pero señala un proceso similar en las letras españolas:

«Lo mismo que á los italianos sucedió también á los ingenios de España [...]; hasta que Juan de Mena, doto varón, les quitó el miedo [a las musas] y las redujo á que entre el ruido de las armas levantasen la dulce armonía de sus voces»54.



Los precedentes del siglo XV culminan con el «príncipe de la lírica», Garcilaso, a cuyo alrededor se teje la serie iniciada por Dante y Petrarca y extendida hasta Góngora, Lope y los Argensola sin solución de continuidad. La formulación es sintomática: para el XVII los cambios y transformaciones en los inicios del siglo anterior no representan más que el nexo en una tradición ininterrumpida, que, sobre todo en la poesía, se extiende desde los precedentes del Trecento italiano hasta su más vivo presente.

El siglo siguiente, el de la preceptiva y el neoclasicismo, es también el del incipiente desarrollo de la crítica histórico-filológica, a partir de la labor de erudición y recopilación iniciada en el XVII por Tamayo, Mondéjar o Nicolás Antonio. Al esfuerzo arqueológico de recuperación de textos antiguos se une una mentalidad historicista y una conciencia de decadencia que busca su superación considerando el siglo XVII como un hiato que debe salvarse para recuperar la brillantez de la época del emperador. Si esta actitud se inicia ya con los novatores, su desarrollo se dispara tras el cambio de dinastía y, especialmente, como respuesta a los ataques de la Europa ilustrada.

En su Memoria para la historia de la poesía y los poetas españoles (redactada en 1745 y publicada en 1804) el padre Martín Sarmiento pone, junto a noticias de textos desconocidos, las bases para una moderna interpretación de las letras medievales, en un camino abierto por la más sistemática y continuada obra de Gregorio Mayáns, auténtico creador de los estudios literarios sobre el siglo XVI, en el que subrayó los paralelismos con su propia época, a la que pretendió regenerar con la recuperación de los valores del humanismo renacentista. Además de estudios como la Oración sobre la elocuencia española (1727) o los Orígenes de la lengua española (1737), destacó en la edición de textos, algunos de ellos por primera vez. Al margen de la lírica de fray Luis de León -y de la República literaria-, sus preferencias recaen en las obras de gramáticos, pensadores y filósofos, singularmente los humanistas latinos Vives y Brocense, aunque sin olvidar a Nebrija y Juan de Valdés, signo de la preocupación dieciochesca por la corrección y propiedad de la lengua, cuya pureza, frente a la corrupción presente, se busca en las fuentes del XVI.

De acuerdo con la articulación clásica, Luzán añade a la parte preceptiva de su Poética (1737) una parte histórica, cuyo diseño responde en sus líneas básicas a la naturaleza de catalogación descriptiva que domina la historiografía del período, aunque apuntando unos esbozos de valoración crítica, sobre todo en la apreciación de la poesía del XVI y la consiguiente periodización de la historia literaria en etapas cronológicas diferenciadas y con rasgos individualizadores. Lo que más tarde recibirá el nombre generalizado de «renacimiento» representa para Luzán un período cumbre entre «la oscuridad de los siglos bárbaros» y la decadencia de la poesía con el reinado de Felipe III55. La historia es, pues, una alternancia de cumbres (la antigüedad, el XVI, la que debe buscar el presente) y de épocas de oscuridad (la edad media, el XVII). La distancia proporciona una perspectiva que permite la subdivisión del período medieval, distinguiendo entre la época de la cuaderna vía y la del cancionero, con el reinado de Enrique III como eje; la raptara la representa la introducción del endecasílabo en época de Carlos V. Por el contrario, el XVII es objeto de una condena indiferenciada.

Otra actitud crítica es la representada por Juan Pablo Forner, tanto en su Oración apologética por la España y su mérito literario (compuesta en 1786 por encargo de Floridablanca como respuesta a la despreciativa actitud de Masson de Morvilliers en su artículo de la Encyclopédie Méthodique de 1782) como en su variada obra de polemista. En su Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España (1816) permanece muy alejado de la idea de «renacimiento» en una periodización muy simple de la historia española basada en los reinados, pero con una contraposición muy clara entre el brillante papel de Fernando el Católico y la negativa actuación de los monarcas de la casa de Austria, idea que repite en obras como Los gramáticos y, sobre todo, las Exequias de la lengua castellana, en la que recupera una visión de la historia de España hecha de oscilaciones, similar a la de Luzán. La trayectoria de la lengua española, afirma Forner, «ha comparecido con dos distintos semblantes en los siglos XVI y XVII»56. Por delante, tras siete siglos de tiniebla y barbarie, Ariosto, Maquiavelo y Tasso, entre, otros, devolvieron la imagen de la antigua magnificencia griega. Tras su origen italiano, captado con lucidez por Forner, España participó activamente en este movimiento, que supuso el despegue de la lengua española con la entrada de la lengua griega en tiempos de Fernando el Católico, cuando las artes se hicieron cultas y se sometieron a norma. La decadencia vino con la caída del poder imperial español, pues «las lenguas siguen las suertes y costumbres de los imperios» (p. 75). Los después llamados siglos de oro son para Forner un amplio movimiento de ascenso y decadencia ligado al imperio, valoración generalizada en el neoclasicismo dieciochesco.

El panorama trazado por Moratín en sus Orígenes del teatro español, por ejemplo, confirma esta perspectiva en un terreno más delimitado: sucesión sin discontinuidades, pervivencia de los modelos clásicos y su imitación, división por reinados, influencia italiana en la perfección alcanzada en el siglo XVI. «La comunicación con los italianos -afirma- propagó, mejoró y amenizó nuestros estudios; y como el agreste Lacio se había ilustrado muchos siglos antes con las artes y la literatura de la Grecia vencida, así España supo aprovecharse en igual ocasión de las que halló tan florecientes en los países que sujetaba a su gobierno»57. Las peculiaridades de la cultura española se atribuyen a los mismos problemas que siguen preocupando a los ilustrados, como la debilidad y el atraso de las universidades. Es la preocupación que les hace enfocar y definir la cultura del XVI a su imagen y semejanza, enjuiciando el humanismo español desde una perspectiva ilustrada, atendiendo específicamente a las disciplinas características del XVIII: las lenguas, la erudición histórica, la filosofía moral, la oratoria, la poética, el teatro o las ciencias naturales.

Volviendo a la noción de «siglo de oro» como acuñación de orígenes dieciochescos, hemos de relacionarla con la aparición de una acusada autoconciencia58, por la que el marbete aparece vinculado a las nociones paralelas de «edad media» y «siglo ilustrado», que la propia época se otorga a sí misma. La (auto)representación se relaciona con la imagen de decadencia y con la consiguiente formulación de una historia hecha de ascensos y declives: la situación presente es el resultado de la caída política y cultural del siglo XVII, que se contrasta con el apogeo de la centuria anterior, verdadera «restauración» respecto a la oscuridad medieval. De este modo, aun sin asentar el concepto de renacimiento, se individualiza, y con tintes positivos, la época imperial, en particular la de los Reyes Católicos y Carlos V, aunque no sin señalar las contradicciones entre el brillo de la producción cultural y el comienzo de la situación política conducente a la decadencia percibida con toda nitidez en los comienzos del XVIII.

Incluso sin definir ni nominar el concepto de «renacimiento», el siglo ilustrado se construyó una imagen del mismo a su propia medida, buscando en la civilización del XVI respuestas a sus propios problemas, tal como hicieron las épocas posteriores. La evolución de la historiografía del renacimiento es la serie de diferentes respuestas que los distintos momentos han ido dando a los problemas más acuciantes.

Pero, con todos estos procesos, la historiografía española sienta las bases para asumir la noción de «renacimiento», a partir del establecimiento de unos cortes cronológicos que delimitan períodos homologables a los definidos para la historia europea y coincidentes en gran medida con los que establecerá la crítica histórica a partir de Michelet y Burckhardt. Con distintas valoraciones, las fronteras cronológicas establecidas por los autores dieciochescos, con base en los cambios de reinado y una división general por siglos, permanecen durante un siglo, sin alteración por parte de la historiografía romántica o positivista. Las monografías europeas, y en particular los rechazos y negaciones sobre su existencia, coincidirán con una mentalidad nacionalista, que marcará la crítica del renacimiento español con un tono polémico y reivindicativo, entre la concluyente negativa de Klemperer y la exaltación de Bell, entre la visión uniforme del fenómeno europeo y la afirmación de la singularidad española, con la distorsión provocada por el peso de la noción de «siglo de oro». Un falso debate que hoy, tras el reconocimiento de los distintos renacimientos, la aceptación de sus expresiones nacionales y la puesta en cuestión de una periodología que ha mostrado sobradamente sus limitaciones, empieza a diluirse para dejar que la mirada crítica pueda dirigirse con mayor libertad a su objeto, sin moldes preconcebidos.





 
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