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El rey se divierte

Drama en cinco actos

Víctor Hugo

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Prefacio

     La aparición de este drama en el teatro dio motivo a un acto ministerial inaudito.

     Al día siguiente de su estreno remitió al autor, Jouslin de la Salle, director de escena del Teatro Francés, el siguiente oficio, cuyo original conserva:

     «En este momento, que son las diez y media, acabo de recibir la orden de suspender las representaciones de EL REY SE DIVIERTE, que me comunica H. Taillor en nombre del ministro.

     »Hoy 23 de noviembre.»

     Lo primero que le ocurrió al autor fue dudar de lo que estaba leyendo, porque el acto era arbitrario hasta lo increíble.

     En efecto, la Constitución, llamada La Carta, dice: «Los franceses tienen derecho de publicar...» El texto no sólo concede el derecho de imprimir, sino el derecho de publicar. El teatro, pues, no es más que un medio de publicación como la prensa, como el grabado y como la litografía. La libertad del teatro está implícitamente consignada en la Constitución como las demás libertades del pensamiento. La ley fundamental añade: «La censura no podrá restablecerse nunca.» No dice el texto la censura de los periódicos, la censura de los libros; habla de la censura en general, de la del teatro como de la de los escritos. Las obras dramáticas no pueden ser, pues, legalmente censuradas. En otra parte la Constitución dice: «Queda abolida la confiscación.» Pues la supresión de una obra, después de haberse representado, no sólo es un acto de censura y de arbitrariedad, sino que es además una verdadera confiscación, porque usurpa violentamente al autor y al teatro su legítima propiedad.



     En una palabra, para que todo sea claro, para que los cuatro o cinco grandes principios sociales que la Revolución francesa grabó en bronce queden intactos en sus pedestales de granito, la Constitución deja abolido expresamente en su último artículo todo lo que sea contrario a su letra y a su espíritu en nuestras leyes anteriores.

     Esto es lo formal. El decreto ministerial que prohíbe la representación de un drama, por medio de la censura atenta a la libertad y por medio de la confiscación a la propiedad. Todo nuestro derecho público se subleva contra semejante hecho de fuerza.

     El autor no se decidía a creer en tanta insolencia y en tanta locura, y se presentó en el teatro, donde le confirmaron lo ocurrido. El ministro, por sí y ante sí, redactó la susodicha orden, sin fundarse en razón alguna. El ministro usurpó la obra a su autor, su derecho y su propiedad; no le faltó más que encerrarlo en la Bastilla.

     La Comedia Francesa, estupefacta y consternada, quiso dar algunos pasos cerca del ministro para obtener la revocación de tan extraña orden, pero fueron inútiles. El Consejo de ministros se había reunido aquel día, y la orden del ministro del día 23 pasó a ser el día 24 una orden de todo el Ministerio. El 23 suspendieron la representación del drama, el 24 lo prohibieron, conminando a la empresa a que borrara de los carteles el pavoroso título EL REY SE DIVIERTE. Intimaron además al Teatro Francés a que se abstuviera de quejarse. Acaso hubiera sido conveniente resistir este despotismo asiático, pero a eso no se atreven los teatros, pues el temor de que les retiren las subvenciones los convierte en siervos y en vasallos, en eunucos y en mudos.

     El autor permaneció y debió permanecer extraño a estos manejos del teatro. Es poeta y no depende de ningún ministro. Los ruegos y las solicitudes que acaso le aconsejaban su interés, le prohibía entablarlas su deber de escritor libre. Pedir favor al poder era reconocerlo: la libertad y la propiedad no deben pedirse en las antesalas, y un derecho no debe solícitarse como un favor; para conseguir el favor se acude al ministro, para lograr un derecho se le pide al país. Al país, pues, se dirige el autor. Existen dos caminos para obtener la justicia: el de la opinión pública y el de los tribunales. El autor recurre a ambos.

     Ante la opinión Pública el proceso está ya juzgado y ganado. Por eso el autor da las sinceras gracias a todos los individuos graves e independientes de la literatura y de las artes, que en esta ocasión le han dado tantas pruebas de simpatía y de cordialidad. Contaba con su apoyo, porque sabe que cuando se trata de luchar por la libertad de la inteligencia y del pensamiento no irá nunca solo al combate.

     Por mezquinos cálculos, el gobierno se vanagloriaba de contar como auxiliares hasta con los hombres que forman en las filas de la oposición y con las pasiones literarias sublevadas hace tiempo contra el autor; el gobierno se había imaginado que los odios literarios serían más tenaces aun que los odios políticos, fundándose en que los primeros nacen del amor propio y los segundos de los intereses. El poder se equivocó: su acto brutal indignó a los hombres honrados de todas las opiniones. El autor vio con gran satisfacción aliarse a él, para afrontar la arbitrariedad y la injusticia, a muchos de los que con más violencia le atacaban el día anterior. Si por casualidad algunos odios inveterados persisten contra él, sienten ahora el auxilio momentáneo que prestaron entonces al poder. Cuantos enemigos honrados y leales cuenta el autor se le han ofrecido, tendiéndole la mano, sin perjuicio de que vuelvan al combate literario tan luego como acabe el combate político. El que es perseguido en Francia no tiene otro enemigo que su perseguidor.

     Si después de sentar que el acto ministerial es odioso e incalificable y contra derecho, descendemos por un momento a discutirlo como hecho material, la primera cuestión que se nos presenta es la siguiente: ¿Por qué motivo se dictó semejante medida?

     Hay que decirlo, porque así es, y porque si el porvenir se ocupa un día de la pequeñez de nuestros hombres, no será este detalle el menos curioso de este curioso acontecimiento. Parece que los encargados de censurar se han escandalizado, ofendidos en su moralidad, de EL REY SE DIVIERTE; este drama ha ofendido el pudor de los gendarmes: la brigada Leotand presenció la primera representación y la encontró obscena; la oficina de las buenas costumbres se ha tapado la cara y Vidocq se ha ruborizado. En una palabra, la consigna que la censura dio a la policía es la siguiente: El drama es inmoral. Veamos si tienen razón.

     Daremos explicaciones, no a la policía, a la que yo, como hombre honrado, prohíbo hablar de estas materias, sino al escaso número de personas respetables y concienzudas, que por lo que han oído decir, o por no haberlo comprendido en la primera representación, se las ha impulsado a pronunciar tan injusto fallo. El drama corre ya impreso: si no lo habéis visto representar, leedlo, y si lo habéis visto en el teatro, leedlo también. Recordad que su estreno, más que representación, fue una especie de batalla de Montlhery (y perdonadme esta vanidosa comparación), fue una batalla en la que los parisienses y los borgoñones creyeron, ambos por su parte, haberme embolsado la victoria, como dice Matthieu.

     ¿Que la obra es inmoral? Vamos a verlo. Veamos primero si es inmoral en el fondo. Triboulet es deforme, está enfermo, es bufón de palacio, y esta triple miseria que le envuelve le convierte en malvado. Triboulet odia al rey, porque es rey, a los señores porque son señores y a los hombres porque no han nacido con una joroba en la espalda como él. Su único pasatiempo consiste en trabajar para que choquen los señores contra el rey, y que perezca el más débil víctima del más fuerte. Deprava al rey, le corrompe, le embrutece y le empuja hacia la tiranía, hacia la ignorancia y hacia el vicio; le introduce en medio de las familias de los nobles, señalándole con el dedo la esposa que puede seducir, la hermana que puede robar, la hija que puede perder. El rey, en manos de Triboulet, no es más que un polichinela todopoderoso, que amarga todas las existencias que el bufón se empeña en deshonrar. Un día, en medio de una fiesta, cuando Triboulet induce al rey a robar a la mujer de M. de Cossé, llega hasta el monarca Saint-Vallier y le reprocha en alta voz la deshonra de Diana de Poitiers: Triboulet insulta y escarnece a este padre, a quien el rey ha robado la hija. De aquí arranca todo el asunto del drama. Su verdadero asunto es la maldición de Saint-Vallier. Llegamos al segundo acto, y vamos a ver sobre quién recae la maldición de Saint-Vallier. Triboulet es hombre, es padre, y tiene una hija que ama con todo su corazón. Todo el interés del drama estriba en que Triboulet tiene una hija, que oculta a todo el mundo en un barrio desierto y en una casa solitaria. Cuanto más hace que corra por la ciudad el contagio del escándalo y del vicio, tanto más aislada y oculta tiene a su hija, a la que educa en la inocencia, en la fe y en el pudor. Le inquieta el temor de que se pervierta, porque él, que es perverso, sabe lo que sufre el que no es bueno. Pues bien, la maldición del anciano alcanzará a Triboulet en la única cosa que ama en el mundo, en su hija. El rey, a quien Triboulet induce a robar mujeres, robará al bufón su hija, y éste se verá castigado por la Providencia del mismo modo que Saint-Vallier. Cuando verá a su hija deshonrada y perdida, tenderá al rey un lazo para vengarla, pero también en este lazo caerá su hija. Triboulet tiene dos discípulos, el rey y su hija: al rey lo arrastra al vicio y a Blanca la encamina hacia la virtud. El uno pierde al otro: el bufón quiere robar para el rey la esposa de M. de Cossé, y roba su propia hija; quiere asesinar al rey para vengarla y es su hija la que recibe la puñalada. El castigo no se detiene en la mitad del camino; la maldición del padre de Diana cae de lleno sobre el padre de Blanca. No nos toca a nosotros decidir si este enredo encierra interés dramático; pero es claro, es evidente, es indudable que entraña una idea moral. En el fondo de algunas obras del autor se ve la fatalidad, pero en el fondo de ésta se ve la Providencia.

     Repetimos que no discutimos aquí con la policía, a la que no queremos hacer tanto honor, sino con la parte del público a la que pueda parecer necesaria esta discusión.

     ¿Si el drama en su parte de inventiva es moral, será inmoral en su ejecución? Propuesta la cuestión de este modo, ella misma se defiende: probablemente nadie encontrará nada inmoral en los actos primero y segundo. ¿Parecerá acaso inmoral la situación del tercero? Leed ese tercer acto, y luego nos diréis con probidad que la impresión que os causa es profundamente casta, virtuosa y honrada.

     ¿Será inmoral el cuarto acto? ¿Desde cuándo no es permitido a un rey cortejar en la escena a una moza de posada? Esto no es nuevo, ni en la historia ni en el teatro; os diremos más: hasta la misma historia nos autorizaba para presentar en público a Francisco I, ebrio en los tabucos de la calle del Pelícano. Llevar el rey a una casa pública no sería tampoco nuevo; esto se ve en el teatro griego, que es clásico; esto se ve en Shakespeare, que representa el teatro romántico; pero esto no pasa en EL REY SE DIVIERTE. El autor del drama conoce todo lo que se refiere de la casa de Saltabadil; pero ¿por qué quieren hacerle decir lo que no ha dicho? ¿Por qué se le hace traspasar a la fuerza un límite que no traspasa? La Magdalena, tan calumniada, de su obra, no es tan descarada como las Lisetas y las Martas del teatro antiguo. La cabaña de Saltabadil es una hostería, una taberna sospechosa, una madriguera, pero no es un lupanar. Es un lugar siniestro, terrible y espantoso, pero no es un lugar obsceno.

     Quedan, pues, por juzgar los detalles del estilo. El autor acepta por jueces de la austera severidad de su estilo a los mismos que se escandalizan de las palabras que pronuncia la nodriza de Julieta y el padre de Ofelia, a los que se escandalizan de Beaumarchais y de Regnard en la Escuela de las mujeres y en el Anfitrión. Pero donde el autor ha creído necesario ser franco, ha creído que debía serlo de su cuenta y riesgo, aunque siempre con gravedad y con mesura, pues le gusta el arte casto, pero no el arte gazmoño.

     He aquí la obra contra la que el Ministerio intentó sublevar tantas prevenciones, acusándola de inmoralidad. El gobierno tenía motivos secretos para concitar contra EL REY SE DIVIERTE la mayoría posible de preocupaciones, y hubiera deseado que el público la ahogase sin conocerla, como para vengar un agravio imaginario; hubiera querido ahogarla como Otelo ahoga a Desdémona; pero como esto no sucedió, Yago tuvo que arrojar la máscara y encargarse de ello. Al día siguiente del estreno se prohibió de orden superior la representación de la obra.

     Si por un instante aceptamos la hipótesis ridícula de que en esta ocasión, únicamente el celo por la moral pública mueve a nuestros gobernantes, que, escandalizados al ver el desenfreno de ciertos teatros, desean hacer un escarmiento contra ley y contra derecho con una obra y con un escritor, sería extraña la elección de la obra, y mucho más la elección del autor. En efecto; ¿a quién el poder miope ataca tan extrañamente? A un escritor cuyo talento es discutible, pero no su carácter; a un hombre de bien a toda prueba, ser raro y venerable en esa época; a un poeta a quien indigna la licencia en los teatros, y que hace dieciocho meses, al susurrarse que iba a establecerse la censura, fue con otros poetas dramáticos a advertir al ministro que viera lo que hacía, pero reclamando en voz alta una ley represiva para los excesos del teatro, a la vez que protestaba contra la censura, como seguramente recordará el ministro. El autor de EL REY SE DIVIERTE es un artista que se ha consagrado al arte, que jamás ha buscado éxitos por medios indignos, y que se ha acostumbrado toda su vida a mirar al público cara a cara; es un hombre sincero, que ha combatido más de una vez por la libertad y contra todo lo arbitrario; que en 1829 rechazó la indemnización que el gobierno de entonces le prometía por haberle prohibido representar Marion de Lorme; y que después de 1830, esto es, después de la Revolución de Julio, se negó contra su propio interés a permitir la representación del susodicho drama.

     Ahora juzgad con conocimiento de causa: a una parte están el autor y su obra, y a otra el Ministerio y sus actos. Después de destruir la supuesta moralidad de esta obra, vamos a señalar el verdadero motivo de prohibir sus representaciones, motivo de antesala de corte y secreto, motivo que no se revela por pudor. Pero ha transpirado ya hasta el público, y como el público lo ha adivinado, no seremos más explícitos. Acaso sea útil a nuestra causa dar a nuestros adversarios ejemplo de cortesía y de moderación, y que los particulares den al gobierno lecciones de dignidad y de prudencia y el perseguido al que le persigue. Nosotros no somos de los que tratan de curar las propias heridas emponzoñando las ajenas. Realmente hay en el tercer acto de este drama un verso en el que la torpe sagacidad de algunos familiares de palacio ha descubierto una alusión, en la que el público ni el autor habían pensado hasta entonces, pero que después de denunciarle como a tal se convierte en sangrienta y cruel injuria. Ese solo verso ha sido suficiente para que el Teatro Francés recibiera la orden de no presentar ya a la curiosidad del público la frasecilla sediciosa EL REY SE DIVIERTE. Este verso, que es un hierro candente, no le vamos a citar, ni aun nos ocuparemos de él en otra parte más que en el último extremo, en el caso de que se coartase nuestra defensa.

     No queremos hacer revivir antiguos escándalos históricos ahorrando en lo posible a una persona de altísima jerarquía las consecuencias de aturdimientos palaciegos. Hasta un rey puede hacérsele la guerra generosamente, y así hacemos; pero piensen los poderosos lo conveniente que es tener por amigo al que sólo puede aplastar con la censura las alusiones que se le dirigen.

     Tampoco sabemos si seremos indulgente hasta con el Ministerio. El gobierno de Julio es un recién nacido, sólo cuenta treinta meses de vida, está en la cuna, por decirlo así, y le acometen rabietas infantiles. No merece que se gaste con él mucha cólera viril. Cuando crezca veremos.

     Mirando la cuestión desde el punto de vista privado, la confiscación de la obra de que se trata inspira quizá más lástima al autor de este drama que a cualquier otro. En efecto, hace catorce años que escribe, y casi todas sus obras han merecido el malhadado honor de escogerse para campo de batalla en cuanto aparecen en la escena. No ha escrito obra que no haya desaparecido más o menos pronto, moviendo ruido y haciendo polvo y humo. Por lo tanto, cuando da una obra al teatro, lo que le importa, viendo que no debe esperar que el auditorio se entere el día del estreno, es que obtenga una serie de representaciones. Si el primer día ahoga su voz el tumulto y no puede comprender el público el pensamiento del drama, los días siguientes puede rectificar la impresión del primer día. Hernani consiguió cincuenta y tres representaciones, Marion de Lorme sesenta y una, pero EL REY SE DIVIERTE, gracias al atropello oficial, sólo se representó una vez. El perjuicio ocasionado al autor es considerable, porque nadie es ya capaz de ofrecerle, intacta y bajo el punto de vista en que estaba colocada, esta tercera experiencia dramática, tan importante para él.

     Es curioso el momento de transición política en que nos encontramos; es uno de esos instantes de fatiga general, en los que los actos más despóticos son posibles en esta sociedad, tan penetrada de ideas de emancipación y de libertad. Francia corrió mucho y de prisa en 1830, haciendo tres buenas jornadas, tres grandes etapas en el camino de la civilización y del progreso. Ahora hay ya muchos fatigados y que, faltos de aliento, piden que se haga alto, pretendiendo detener a los espíritus generosos que no se cansan y que se empenan en seguir adelante. Quieren esperar a los rezagados que se quedaron atrás y darles tiempo para que les alcancen. De esto nace un temor tan singular a todo lo que anda, a todo lo que se menea, a todo lo que habla, a todo lo que piensa. Es situación extraña, fácil de comprender, pero difícil de definir.

     En nuestra opinión, el gobierno abusa de la predisposición al reposo y del miedo a nuevas revoluciones; nos tiraniza en pequeña escala, y se equivoca para él y para nosotros. Si cree que ahora son indiferentes para los espíritus las ideas de libertad, se engaña; lo que tienen es cansancio, y llegará un día en que se le pida estrecha cuenta de los actos ilegales que acumula contra nosotros de algún tiempo a esta parte. Hace dos años podía temer que se turbase el orden, pero hoy debe temer coartar la libertad. Verdaderamente, causa profundo dolor ver cómo termina la Revolución de Julio: Mulier formosa suyerne.

     Considerando la poca importancia que tiene el autor y la obra, la medida ministerial de que se trata no debía tener gran importancia. Sólo fue un desdichado golpe de Estado literario, que no tiene otro mérito que el de no desemparejar la colección de actos arbitrarios que le han precedido; pero si elevamos la cuestión, comprenderemos que aquí no se trata sólo de un drama y de un poeta, sino de la libertad y de la propiedad, y las dos están muy interesadas en esta cuestión. Se ventilan, pues, en ella altos y serios intereses, y aunque el autor se vea obligado a entablar este importante litigio por un sencillo proceso comercial contra el Teatro Francés, no pudiendo atacar directamente al Ministerio, que se ha parapetado detrás del no ha lugar del Consejo de Estado, espera que su causa aparecerá a los ojos de todo el mundo como una gran causa, el día en que la presente en la barra del tribunal consular, llevando la libertad en su mano derecha y la propiedad en su mano izquierda. El autor personalmente abogará por la independencia de su arte, y defenderá con energía su derecho, sin odio a nadie, pero también sin temor. Cuenta con el apoyo de todos, con el auxilio franco de la prensa, con la justicia de la opinión y con la equidad de los tribunales. No duda que triunfará y que se levantará el estado de sitio en la ciudad literaria lo mismo que en la ciudad política.

     Cuando el autor reivindique intacta, inviolable y sagrada su libertad de poeta y de ciudadano, volverá pacíficamente a consagrarse al trabajo de toda su vida, del que se le arranca con violencia, y del que no hubiera querido separarse ni un instante. Desde luego, tiene que representar su papel político, que, aunque no lo buscó, se ve obligado a aceptar. En realidad, el poder que nos atropella no ganará mucho con que nosotros, hombres de arte, abandonemos nuestro trabajo tranquilo y solitario y vayamos a confundirnos, indignados, ofendidos y severos, con el público irreverente y burlón que hace quince años ve pasar entre silbidos a pobres diablos políticos, que creen haber edificado un edificio social porque todos los días van y vienen, sudando y jadeantes, a llevar y traer multitud de proyectos de ley desde las Tullerías al palacio de Borbón y desde el palacio de Borbón al Luxemburgo.

     30 de noviembre de 1832.



PERSONAJES

EL REY FRANCISCO I
TRIBOULET
BLANCA
M. DE SAINT-VALLIER
SALTABADIL
MAGDALENA
CLEMENTE MAROT
M. DE PIEUNE
M. DE GORDES
M. DE PARDAILLAU
M. DE BRION
M. DE MONTCHENU
M. DE MONTMORENCY
M. DE COSSÉ
M. DE LA TOUR-LANDRY
MADAME DE COSSÉ
MADAME BERARDA
UN GENTIL HOMBRE DE LA REINA
UN PAJE DEL REY
UN MÉDICO
SEÑORES, PAJES, GENTE DEL PUEBLO.


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Acto primero

M. De Saint-Vallier

Fiesta nocturna en el Louvre. Sala magnífica y muy alumbrada, que ocupan muchos caballeros y damas en traje de baile. Sirvientes traen y llevan platos de oro y vajilla de esmalte. Grupos de damas y caballeros. La fiesta toca a su fin. El alba blanquea ya las vidrieras. La arquitectura, los muebles y los trajes son del gusto del Renacimiento.



Escena primera

EL REY, vestido como lo retrató el Ticiano, y M. DE LA TOUR-LANDRY.

     EL REY. -Me propongo seguir hasta el fin esta aventura,conde; indudablemente, es mujer de oscuro linaje, de la clase media, pero encantadora.

     LA TOUR. -¿Y la encontráis en la iglesia?

     REY. -En San Germán, donde voy todos los domingos.

     LA TOUR. -¡Pues la estáis encontrando ya dos meses!

     REY. -Sí.

     LA TOUR. -¿Y dónde vive?

     REY. -En el callejón de Bussy.

     LA TOUR. -¿Cerca del palacio de Cossé?

     REY. -Sí, cerca de sus altas paredes.

     LA TOUR. -¿Y la perseguís, señor?

     REY. -La persigo inútilmente, porque siempre va con ella una vieja adusta que la vigila.

     LA TOUR. -¿De veras?

     REY. -Lo curioso es que por la noche entra en la casa un hombre misterioso, embozado en la capa.

     LA TOUR. -Pues haced vos lo mismo.

     REY. -No es eso fácil.

     LA TOUR. -Cuando vuestra majestad sigue a la dama, ¿notáis en algo que os corresponda?

     REY. -Por ciertas miradas comprendo que no le inspiro odio.

     LA TOUR. -¿Sabe que la ama el rey?

     REY. -No, porque yo la sigo disfrazado.

     LA TOUR. -Entonces...

Entran TRIBOULET y muchos señores.

     REY. (A LA TOUR.) -Vienen, mucho silencio. En amor hay que saber callar para conseguir. (A TRIBOULET, que ha oído estas últimas palabras.) ¿No es verdad?

     TRIBOULET. -El misterio es la única envoltura donde las intrigas amorosas están seguras.



Escena II

EL REY, TRIBOULET, M. DE GORDES y muchos caballeros. EL REY contempla un grupo de damas que pasan.

     LA TOUR. -Es divina la señora Vendôme.

     GORDES. -No lo Son menos la de Alba y la de Montchevreuil.

     REY. -Pero la de Cossé las aventaja a todas.

     GORDES. -Bajad la voz, señor, que su esposo lo está oyendo.

Indicándole a M. COSSÉ, que pasa por el fondo.

     REY. -Nada me importa.

     GORDES. -Irá a decírselo a Diana.

     REY. -¡Que vaya!

Va al fondo a hablar con otras damas que pasan.

     TRIBOULET. (A GORDES.) -Acabará por enojar a Diana de Poitiers, a la que no ve hace ocho días.

     GORDES. -¿Si querrá remitírsela a su marido?

     TRIBOULET. -Creo que no.

     GORDES. -Ha pagado el perdón de su padre, y en paz.

     TRIBOULET. -A propósito de Saint-Vallier, ¿qué capricho tuvo este viejo estrafalario de casar a su hija Diana, que es hermosa y angelical, con un senescal jorobado?

     GORDES. -Porque su padre es un viejo loco. Me encontraba yo al pie del cadalso en el momento mismo en que el rey le perdonó, y le oí decir estas palabras: « ¡Dios guarde al rey!» Pero ahora está loco de remate.

     REY. (A MAD. DE COSSÉ.) -¿Sois tan cruel que vais a partir?

     MAD. COSSÉ. (Suspirando.) -Voy a Soissons, donde me lleva mi esposo.

     REY. -¿No es lástima que cuando vuestros hermosos ojos inflaman los corazones de los grandes señores de París, cuando deslumbráis en la corte con el resplandor de vuestra hermosura, os vayáis como astro humilde a brillar en un cielo de provincia, despreciando señores y príncipes?

     MAD. COSSÉ. -Calmaos.

     REY. -Es original capricho apagar la luz en medio del baile.

(Entra M. COSSÉ.)

     MAD. COSSÉ. -Aquí viene mi celoso. (Se aparta del REY.)

     REY. -¡El diablo se lo lleve! (A TRIBOULET.) No por eso he dejado de echar muchas flores a su mujer. ¿Te ha enseñado Marot los últimos versos que he compuesto?

     TRIBOULET. -No leo nunca vuestros versos: los versos de los reyes siempre son malos.

     REY. -¡Eres muy chusco!

     TRIBOULET. -Dejad que escriba versos la plebe... Vos cortejad a las mujeres hermosas y Marot que las dedique coplas.

     REY. -Si no estuviera viendo ahora a madame de Coislin, mandaba que te dieran azotes.

(Corre hacia la COISLIN, a la que dirige algunas galanterías.)

     TRIBOULET. -(¡Todas le gustan!)

     GORDES. -Mira en aquella puerta a la Cossé. Apuesto cualquier cosa a que va a dejar caer un guante para que el rey lo recoja.

     TRIBOULET. -Observemos.

(MADAME DE COSSÉ, que ve con despecho que el REY hable con la COISLIN, deja caer el ramo que lleva en la mano; el REY lo recoge y entabla con la dama un diálogo al parecer tierno.)

     GORDES. -¿No te lo dije?

     TRIBOULET. -Sí, Sí; la mujer es un diablo perfeccionado.

(El REY besa la mano a la dama; mientras habla, entra su esposa por la puerta del fondo. M. DE COSSÉ se detiene mirando el grupo que forman su esposa y el Rey.)

     GORDES. -¡El marido!

     MAD. COSSÉ. -(Separémonos.)

     TRIBOULET. -¿Qué vendrá a hacer aquí ese barrigudo?

     COSSÉ. -(¿Qué se estarían diciendo?)

     LA TOUR. (A COSSÉ.)-¿Sabéis que vuestra esposa es bellísima?

     GORDES. (A COSSÉ.)-¿En qué estáis pensando? ¿Por qué miráis de reojo?

     TRIBOULET. -¿Por qué estáis tan cariacontecido? (Suelta éste una carcajada y da las espaldas al desdichado marido, que se va furioso.)

     REY. -A mi lado, Hércules y el mismo Júpiter Olímpico son futuros ridículos. Estoy entre mujeres bellísimas y soy dichoso. ¿Y tú? (A TRIBOULET.)

     TRIBOULET. -¿YO? Yo estoy entre bastidores y me río de la función; vos gozáis y yo critico. Vos sois dichoso como rey y yo corno jorobado.

     REY. (Mirando a M. DE COSSÉ, que acaba de entrar.)- Sólo ése agua la fiesta. ¿Qué te parece?

     TRIBOULET. -Un mentecato.

     REY. -Excepto ese celoso, todo lo demás me gusta, Triboulet; soy muy dichoso y es cosa excelente vivir.

     TRIBOULET. -Ya lo creo, señor; ¡estáis ebrio!

     REY. -Allá a lo lejos descubro los hermosos ojos y los bellísimos brazos...

     TRIBOULET. -¿De la señora de Cossé?

     REY. -Sí; ven, me guardarás las espaldas.



Escena III

GORDES, PARDAILLAU, PAJE, VIC, CLEMENTE MAROT, AYUDA DE CÁMARA DEL REY. Después PIEUNE. De vez en cuando COSSÉ se pasea serio y pensativo.

     MAROT. -¿Qué se dice por ahí?

     GORDES. -Nada... que la fiesta es magnífica y que el rey se divierte.

     MAROT. -Pues que el rey se divierte es una gran noticia.

     COSSÉ. -Gran desgracia, digo yo, porque es peligroso que el rey se divierta. (Pasa adelante.)

     GORDES. -Ese pobre gordinflón lleva la muerte en el alma.

     MAROT. -Parece que el rey acosa mucho a su mujer.

Entra M. DE PIEUNE.

     GORDES. -Aquí está nuestro duque.

     PIEUNE. (Con misterio.) -Noticia, amigos míos. Oíd una cosa capaz de marear a cualquiera; oíd una noticia risible, admirable, inverosímil...

     GORDES. -¿Qué noticia?

     PIEUNE. -¡Silencio! ¡Venid aquí, Marot!

     MAROT. -¿Qué hay, señor?

     PIEUNE. -¡Que no creía que erais necio!

     MAROT. -¿Por qué lo decís?

     PIEUNE. -He leído en vuestra composición sobre el sitio de Pesquiere que decís a Triboulet: «Loco de cabeza desmochada, tan necio a los treinta años como el día en que nació.» Repito que sois un necio.

     MAROT. -Que me maldiga Cupido si os comprendo.

     PIEUNE. -Pues que os maldiga. Amigos míos, adivinad si podéis el caso extraordinario que le ocurre a Triboulet.

     PARDAILLAU. -¿Se le ha caído la joroba?

     COSSÉ. -¿Le han nombrado condestable?

     MAROT. -¿Le han servido asado en la mesa?

     PIEUNE. -Algo más gracioso que todo eso. ¡Si es increíble! Tiene...

     GORDES. -¿Un desafío con Gargantúa?

     PIEUNE. -No.

     PARDAILLAU. -¿Un mono más feo que él?

     PIEUNE. -No.

     MAROT. -¿El bolsillo lleno de escudos?

     PIEUNE. -Apuesto ciento contra diez a que no lo adivináis. Triboulet el bufón tiene algo exorbitante, que es...

     MAROT. -Una joroba.

     PIEUNE. -No, una querida.

Todos se echan a reír.

     MAROT. -¡Qué chistoso está el duque!

     PARDAILLAU. -¡Es una noticia muy graciosa!

     PIEUNE. -Señores, os juro que os he de enseñar la casa de la dama. Todas las noches va allí, embozado en la capa, con aspecto sombrío y altivo, como un poeta en ayunas. Al rondar yo cerca del palacio de Cossé he descubierto ese secreto y os suplico que lo guardéis.

     MAROT. -¡Triboulet transformado por la noche en Cupido!

     PARDAILLAU. -¡Triboulet tiene una mujer! (Riendo.)

Todos se ríen.

     ¿Sabéis decirme por qué el rey sale todos los días al oscurecer y sólo en busca de aventuras?

     PIEUNE. -Vic nos dirá eso.

     VIC. -Lo único que puedo afirmar es que el rey se divierte.

     COSSÉ. -¡No habléis de eso!

     VIC. -Pero no sé a qué parte el viento empuja sus caprichos, ni si sale de noche disfrazado, ni si entra o no por alguna ventana; no estando casado, amigos míos, eso no me importa.

     COSSÉ. (Moviendo la cabeza.) -Los veteranos en la corte, señores, saben que el rey torna en casa ajena cuanto le place. Debe guardarse de él el que tenga hermana, esposa o hija. El poderoso que está de buen humor no piensa más que en perjudicar, y hay motivos para temerle; la boca que ríe enseña los dientes.

     VIC. (Bajo a los otros.) -¡Qué miedo tiene al rey!

     PARDAILLAU. -No le tiene tanto su mujer.

     MAROT. -Por eso se espanta el marido.

     GORDES. -No tenéis razón, Cossé. Es conveniente que el rey se mantenga alegre, contento, y que sea pródigo.

     PIEUNE. -Soy de tu opinión, conde. El rey que se fastidia es como una doncella vestida de negro o como un verano lluvioso.

     PARDAILLAU. -O como un amor sin querellas.

     MAROT. -El rey viene hacia aquí con Cupido Triboulet.

Entra el REY y TRIBOULET. Los cortesanos se apartan respetuosamente.



Escena IV

Dichos, el REY y TRIBOULET

     TRIBOULET. (Continuando una conversación.) -Es una rara monstruosidad que haya sabios en la corte.

     REY. -Eso puedes decírselo a mi hermana la reina de Navarra, que quiere rodearme de sabios.

     TRIBOULET. -Debo deciros, señor, que he bebido menos que vuestra majestad; por lo que para juzgar con acierto de las cosas y de los resultados de todo, os llevo una ventaja, o por mejor decir dos: no estar alegre y no ser rey. Antes que sabios, señor, traed aquí la peste y la fiebre amarilla.

     REY. -Poco me halaga ese consejo.

     TRIBOULET. -Porque vuestra hermana os aconseja mal al deciros que traigáis sabios; no os hace falta más que lo que tenéis: placeres, poder, conquistas y mujeres aéreas que perfumen vuestras fiestas.

     REY. -Mi hermana Margarita me dijo una noche en voz baja que las mujeres no me satisfarán siempre, y que cuando me hastíe de ellas...

     TRIBOULET. -¡Es una absurda medicina recetar sabios al que se hastía! Ya sabéis que la reina Margarita está siempre por los remedios radicales.

     REY. -Pues bien, no traeré sabios; traeré cinco o seis poetas...

     TRIBOULET. -Señor, si yo fuera lo que sois vos, tendría más miedo a un poeta que teme Belcebú a un hisopo rociado con agua bendita.

     REY. -Cinco o seis nada más.

     TRIBOULET. -Cinco o seis es tener una academia. Nos basta con Marot para envenenarnos a todos.

     MAROT. -Muchas gracias.

     TRIBOULET. -Las mujeres, señor, son lo único bueno que hay en el cielo y en la tierra; y ya que poseéis las que se os antojan, no volváis a acordaros de los sabios.

     REY. -No creas que esa idea me roba el sueño.

Se ríe el grupo de los cortesanos que está en el fondo.

     Creo que aquellos galanes se ríen de ti.

     TRIBOULET. -Creo que se ríen de otro loco.

Se acerca a ellos el bufón y luego vuelve hacia el REY.

     REY. -¿De quién se ríen?

     TRIBOULET. -Del rey.

     REY. -¿Y qué dicen?

     TRIBOULET. -Que sois un avaro, y que los favores y el dinero van a parar a Navarra; que no hacéis nada por ellos.

     REY. -Veo que están allí Montchenu, Brion y Montmorency.

     TRIBOULET. -Pues ésos son los que murmuran.

     REY. -Son insaciables: al uno le nombré almirante, al otro condestable y a Montchenu mayordomo de palacio. ¡Todavía no están contentos!...

     TRIBOULET. -Todavía con justicia podríais proporcionarles algo.

     REY. -¿Qué?

     TRIBOULET. -La horca.

     PIEUNE. (A los tres aludidos.) -¿Habéis oído lo que dice Triboulet?

     BRION. -Sí.

     MONTMORENCY. -Me la pagará.

     MONTCHENU. -Es un miserable.

     TRIBOULET. -Señor, debéis encontrar en el alma un vacío, que debe causarlo no tener a vuestro alrededor una mujer cuyas miradas os digan que no, pero cuyo corazón os diga que sí.

     REY. -¡Qué sabes tú de eso!

     TRIBOULET. -Que nos amen corazones deslumbrados, no es ser verdaderamente amados.

     REY. -¿Qué sabes tú si hay o no hay mujer que me ame por mí mismo?

     TRIBOULET. -¿Sin conoceros?

     REY. -Sin conocerme. (No comprometeré a mi beldad del callejón de Bussy.)

     TRIBOULET. -¿Es villana?

     REY. -¿Por qué no?

     TRIBOULET. -Desconfiad de las villanas y no os arriesguéis a amarlas. Los hombres de esta clase suelen ser feroces romanos, que en cuanto se pone la mano en su tesoro, nos dejan en la mano las señales; los locos y los reyes debemos concretarnos a las esposas y a las hermanas de los cortesanos.

     REY. -Me daría por satisfecho con conseguir el cariño de la señora de Cossé.

     TRIBOULET. -Tomáosle.

     REY. -Eso es fácil de decir y difícil de lograr.

     TRIBOULET. -Robémosla esta misma noche.

     REY. -¿Y el conde?

     TRIBOULET. -Le encerraremos en la Bastilla.

     REY. -¡Oh, no!

     TRIBOULET. -Pues para que no se queje, ascendedle a duque.

     REY. -Es celoso como un plebeyo y rechazaría el título.

     TRIBOULET. -Es un hombre que nos incomoda mucho, porque no se puede pagarle ni desterrarle.

M. DE COSSÉ, que se ha acercado por detrás, escucha la conversación. TRIBOULET se da una palmada en la frente y dice con alegría:

     Hay un medio sencillo, cómodo y fácil que no sé cómo no se me ha ocurrido antes. Cortarle la cabeza.

M. DE COSSÉ retrocede asustado.

     Finjamos que está metido en una conspiración con España o con Roma.

     COSSÉ. -¡Jorobado de Satanás!

     REY. (Riendo, halagando a COSSÉ.) -¿Por mi fe de caballero, qué has dicho? ¿Cortarle la cabeza?

     COSSÉ. -¡Cortarme la cabeza!

     TRIBOULET. -¿Y qué?

     REY. (Bajo.) -No le desesperes.

     TRIBOULET. -¡Qué diablos!, ¿para qué sirve ser rey, si no se puede satisfacer el menor capricho?

     COSSÉ. (Estoy consternado.) -Yo te castigaré, tunante.

     TRIBOULET. -No os temo. Me rodean poderosos, a los que hago la guerra, y la hago impunemente, porque todo lo que puedo arriesgar es una cabeza de loco. Lo único que temo es que la joroba me entre en el cuerpo, o que me caiga en la barriga, como a vos, porque me afearía mucho.

     COSSÉ. (Echando mano de la espada.) -¡Miserable!

     REY. -Deteneos, conde. Ven, bufón.

     GORDES. -El rey se desternilla de risa.

     PARDAILLAU. -Poco necesita para eso.

     MAROT. -Es muy curioso un rey que se divierte.

En cuanto se alejan el REY y el bufón, se acercan los cortesanos al proscenio y persiguen a TRIBOULET Con Miradas de odio.

     BRION. -Venguémonos del bufón.

     TODOS. -Sí, Sí.

     MAROT. -Está acorazado y no sé por dónde le podamos herir.

     PIEUNE. -Yo os lo diré. Todos tenemos con él algún resentimiento y todos nos vengaremos. Esta tarde al anochecer acudid armados al callejón de Bussy, junto al palacio de Cossé.... y no hablemos ya más de él.

     MAROT. -Ya comprendo.

     PIEUNE. -¿Estamos de acuerdo?

     TODOS. -Sí.

     PIEUNE. -Vienen, ¡silencio!

Vuelven TRIBOULET y el REY rodeado de damas.

     TRIBOULET. -(¿A quién jugaré una mala pasada? ¿Al rey?)

Entra un ujier.

     UJIER. (Bajo a TRIBOULET.) -Un anciano vestido de negro, que dice que se llama Saint-Vallier, desea ver al rey.

     TRIBOULET. -¡Pardiez! Déjale entrar. Que entre, que dará aquí un buen escándalo.

Ruido y tumulto en la puerta principal del fondo.

     UNA VOZ. (Dentro.) ¡Quiero hablar al rey!

     REY. -¿Quién se atreve a tanto?

     Voz. -¡Quiero hablar al rey!

Un anciano vestido de luto se abre paso y se presenta delante del REY; los cortesanos, sorprendidos, se apartan.



Escena V

Dichos y SAINT-VALLIER

     VALLIER. -Vengo a hablaros. (Al REY.)

     REY. -¡Caballero de Saint-Vallier!

     VALLIER. -Efectivamente, ése soy yo.

     El REY, colérico, da uno paso hacia él; el bufón lo detiene.

     TRIBOULET. -Permitidme, señor, que yo le eche un discurso. (Tomando una actitud dramática.) Monseñor, habéis conspirado contra Nos, y Nos, como rey bondadoso y clemente, os hemos perdonado. ¿Por qué deseáis ahora tener nietos, hijos de vuestro yerno, que está mal conformado, que es tuerto, velludo, descolorido, y que tiene tanta barriga como M. Cossé y tanta joroba como yo? El que vea a su lado a vuestra hija, de seguro se burlará de él. Si el rey no interviniera en este asunto, seríais tan desgraciado, que tendríais nietos deformes, ridículos, barrigudos como este caballero y jorobados como yo.

El señor COSSÉ está sumamente indignado; los cortesanos aplauden al bufón y ríen a carcajadas.

     VALLIER. (Sin mirar al bufón.) -¡Eso es un insulto más! Escuchadme, señor, como debéis, ya que sois rey. Un día me hicisteis conducir descalzo a la plaza de la Grève, y al ir a subir a la horca me enviasteis el perdón; os bendije entonces, ignorando lo que en su fondo ocultaba vuestro perdón, ignorando que en él escondíais mi deshonra. Sin respetar a una raza antiquísima, a la raza de los Poitiers, noble desde hace mil años, mientras yo regresaba de la Grève, rogando a Dios que os concediera muchos años de vida, vos, Francisco de Valois, sin temor, sin piedad y sin pudor, deshonrasteis y envilecisteis a Diana de Poitiers, condesa de Brezé. Mi casta Diana, mientras yo esperaba la muerte, corría al Louvre a comprar mi perdón; y el rey, consagrado caballero por Bayardo, puso precio a su honor, y el tablado horrible que levantó el verdugo aquella mañana, tenía que servir de patíbulo al padre o de lecho a la hija. ¡Oh, Dios, que nos juzgáis! ¿Qué os pareció desde el cielo ver revolcarse, ensangrentada y sucia, la lujuria real disfrazada de clemencia?... Mal obrasteis, señor; en buena hora que me hubierais sacrificado; sabiendo que yo pertenecía al bando del condestable, merecía castigo y me resignaba a sufrirlo; pero sacrificar a una joven inocente y tímida es una hazaña impía que ha de castigar el cielo. El padre os pertenecía, pero la hija no. ¿Soy acaso ingrato porque no me resigno a aceptar vuestro perdón? Si en vez de abusar de Diana hubierais entrado en mi calabozo a proponérmelo, os hubiera contestado: «Matadme, pero respetad a mi hija y respetad mi honor. Prefiero la muerte a la afrenta; aunque también es decapitar a un cristiano, a un conde y a un caballero, arrebatarle el honor.» Esto os hubiera contestado. Entonces, aquella misma noche, en la iglesia, sobre mi ensangrentado féretro, mi honrada hija Diana hubiera podido orar por un padre honrado. No vengo a pediros a mi hija; el que no tiene honor no tiene ya familia. Que os ame o no con amor insensato, nada me importa ya; después de que le habéis hecho perder la vergüenza, retenedla en vuestro poder. Pero me propongo venir a turbar todos vuestros festejos; y hasta que un padre, un hermano o un marido me vengue de vos, lo que tarde o temprano sucederá, me veréis penetrar en todos vuestros banquetes y deciros siempre: «Habéis obrado mal.» Y me tendréis que escuchar avergonzado hasta que yo termine. Para obligarme a callar, pensaréis en entregarme al verdugo; pero no os atreveréis: tendréis miedo de que venga a hablaros mi espectro con la cabeza en la mano.

     REY, (Sofocado de cólera.) -¡Es inverosímil tanta audacia y tanto delirio! (A PIEUNE.) Duque prended a ese lenguaraz.

El duque hace una seña y dos alabarderos se colocan a uno y otro lado de SAINT-VALLIER.

     VALLIER. (Levantando los brazos.) -Malditos seáis los dos. (Al REY.) Hacéis mal en soltar un perro contra el león moribundo. (A TRIBOULET.) Y tú, bufón viperino, que has escarnecido el dolor de un padre, ¡maldito, maldito seas!

FIN DEL ACTO PRIMERO

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