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El secreto encanto de «María»

Noé Jitrik





Hay básicamente cuatro modos de considerar María y a su autor en la incesante, numerosa, incontenible y proliferante bibliografía a que ha dado lugar la obra de Jorge Isaacs y de la cual podría decirse con justicia que no ha logrado acabar con su extraño atractivo. Imposible recensarla, imposible agotarla: forzosamente hay que acotarla.

Se diría que el campo de lo acotado acerca de la famosa novela y de lo que es posible recuperar de ello está marcado por cuatro líneas de trabajo, lo que no es poco; la primera se expande en comentarios sobre lo que presenta el texto como situación o como drama de personajes cuyos actos suscitan interpretaciones variadas; la segunda informa sobre las presencias literarias en el texto, Saint Pierre, Chateaubriand y otros y refiere la filosofía -el romanticismo- que daría su consistencia a la novela; la tercera tiende a mostrar la relación que existe entre la obra y el autor, tentación prologuística o enciclopédica, típica de las historias de la literatura que no se proponen ir más lejos que los prólogos; la cuarta, por fin, se propone ubicaciones del autor en su contexto, o sea la masa política e histórica en sus diversas facetas que podría adivinarse detrás de la conmovedora trama.

En el entrecruzamiento de todas estas líneas se advierte un propósito central, me refiero a establecer una verdad histórico-poética que saca a María del nicho en el que su indudable sentimentalismo la ha colocado y que ha sido, sea como fuere, la clave de su indudable éxito, hasta, diría, trascendencia.

No me es posible taxonomizar todos esos aportes y menos aún referirme a ellos en el modo crítico o metacríticamente. Supongo, tan sólo, en este último aspecto, que cada una de las contribuciones paga tributo a tendencias críticas o filosóficas, más o menos innovadoras o consagradas o escolares, que las respaldan y que han ido variando con el correr de los tiempos. Me llama la atención, tan sólo, un aspecto que quizás pase inadvertido o se considere obvio, porque es un hecho innegable, en lo que concierne a la identidad del autor. Me refiero a su origen.

En efecto, es posible leer en numerosos trabajos -no en todos, por suerte- recurrentes menciones a Jorge Isaacs como judío, o hebreo, en términos menos duros -seguramente la jota más la u de judío suene fuerte- o, benévolamente, sólo como de «origen» judío, aun cuando aparezca supervalorado como gran escritor colombiano: judío-colombiano, dos entidades lejanas que, por suerte en este caso se acercan. O bien, más allá de aproximaciones semióticas de tan largo alcance, ¿no será que la cuestión de su origen se ha hecho costumbre tan sólo porque se ha tomado al pie de la letra lo que él mismo declara en María, María como hija de Salomón, muerto judío, y sobrina de señor Isaacs, convertido felizmente al catolicismo? El remoto Vergara y Vergara, que prologa la edición, tal vez de 1920, se siente obligado a señalar: «padre inglés pero de raza judía», otra buena separación, semejante a la anterior: colombianos, ingleses y, por el otro lado, judíos. En cuanto a la delicada María, como personaje, Enrique Anderson Imbert señala: «se revistió con los rasgos exteriores de su prima judía» y, además, respondiendo a una pregunta retórica: «¿Por qué la hizo judía?»; responde, con sobriedad y contundencia: «en parte porque él mismo tenía una tradición judía». Adviértase la perspicacia de la observación, su alcance crítico.

Esta pregunta no agota el tema, habría más respuestas. Quizás se menciona su judeidad porque, indirectamente, Jorge Isaacs tan sólo escribía, así como lo hacían los ignotos autores de la Biblia, y porque trataba de entender el alma romántica, como cualquier hermeneuta. ¿No será, también, porque, como señala Borges, «no en vano lo sabemos criollo -no dice colombiano ni inglés- y judío, hijo de dos sangres incrédulas»?

Esa obstinación me evoca el título de un libro de Pierre Legendre, La psychanalyse, est-elle juive? Puede, esa evocación, no ser arbitraria: si no lo es, literatura y psicoanálisis aparecerían en cierto modo determinados por un inocultable origen, al menos para quienes sienten que para comprender o situar es necesario remontarse a los orígenes. Si no me equivoco, Legendre responde a esa pregunta, no por invocar el fantasma de Freud -que era judío- sino en virtud de dos argumentos fuertes; por un lado por el acento puesto en la escritura -ya se sabe que existen las «Sagradas Escrituras»-, equivalente al logos cartesiano posterior -anticipado gloriosamente por la entradora frase «en el principio fue el Verbo»- que siendo algo así como un rasgo teológico del judaísmo, su principal razón de ser, constituye, a partir del papel que desempeña la letra, uno de los fundamentos del psicoanálisis y, por el otro, la delirante vocación de interpretar, herencia talmúdica y, por supuesto cabalística, su pedagogía y su sostén de continuidad, que reaparecen en el psicoanálisis como respuesta sana a las enfermedades del interpretar. Rafael Humberto Moreno Durán ha comprendido muy bien esa junta de sombras, como diría Alfonso Reyes: «... la escritura guarda todos los detalles de esa pasión que la tribu debe conocer. ¿No es ésta una de las aspiraciones de la más remota tradición judía? Perpetuarse como pueblo a través del lenguaje, sacralizar el texto, sublimar el amor por el dolor de la pérdida?», dice Moreno Durán. Pérdida propia de un pueblo errante siempre en busca de un territorio, igual, añadiría yo, que la pasión romántica en la que se llora por la pérdida de lo que nunca se tuvo.

Legendre reconoce, sin embargo, que pese a su linaje judaico, el psicoanálisis no sólo no le ha hecho daño a nadie -tal vez haya algunas excepciones- sino que ha llegado a ser un fundamental sistema para comprender todos los conflictos de la contemporaneidad, en cuyo ámbito, y formando parte de él, nace. Véase por lo menos la idea de «malestar en la cultura», feliz expresión o concepto mediante el cual Freud entendió el paso de lo individual a lo social. Pero si el psicoanálisis es eso, y sus rasgos esenciales coinciden con los del pensamiento o las creencias judaicas y si, a la vez, el psicoanálisis bebe sus raíces en el romanticismo, según he tratado de mostrar en otro trabajo originado aquí mismo, bajo este techo, podría pensarse que todo eso hace un conjunto ideológico que tendría consecuencias en el romanticismo; habría, por lo tanto, que pensar no sólo en qué fundamento o alcance tiene esa serie sino también en lo que de judío tiene el romanticismo, incluso el latinoamericano, a pesar de Herder, Schiller, Châteaubriand, Schubert y compañía, que eran románticos pero no judíos y menos aun psicoanalizados.

Y, si todo esto tiene alguna carnadura, también habría que pensar en los alcances históricos del concepto de asimilaciones recíprocas -de los judíos a lo no judío, de lo no judío a los judíos- que no puede dejar de evocarse al invocar esas confusas referencias a Jorge Isaacs, máximo romántico pero judío o de origen judío, lo cual viene a ser lo mismo desde el punto de vista de esa tan difundida «teoría» denominada nacionalsocialismo, cuyas aplicaciones han sido tan exitosas y catastróficas al mismo tiempo, muy condenables, por cierto, pero no por eso menos claras, con los resultados conocidos, a saber el regreso a la horda primitiva y su indiscutible y salvaje atractivo: el nazismo comprendió ese sistema -judaísmo, psicoanálisis, romanticismo- y procuró destruirlo aunque, hay que reconocerlo, salvó algunas expresiones románticas, Wagner por ejemplo, no Mendelssohn ni Heine desde luego.

Es claro que Jorge Isaacs no sería el único en ser objeto de esa reiterada aclaración que, para ser políticamente correctos, algunos le añaden «pero su padre o su abuelo se habían convertido», lo cual indicaría, asimismo, que las taxonomías nazis funcionan aun en mentes esclarecidas como, análogamente, ocurrió con Henrich Heine, en quien se reconoció contemporáneamente el romanticismo en estado puro o con Félix Mendelssohn -añadido el Bartoldy encubridor-, el más romántico de todos los músicos románticos, más aún que Schumann o Chopin; la comparación es válida pues, me atrevería a decir, Jorge Isaacs es el más romántico de todos los románticos, más que José Mármol, más que Lord Byron o que Alfred de Musset o que Espronceda, por mencionar sólo algunos nombres canonizados en ese anaquel por las historias de la cultura.

Pero así como -y otra vez las comparaciones- lo judío perfundiría, con el ropaje de la escritura y la interpretación, al psicoanálisis -que de algún modo emana de la concepción romántica del doble y de lo siniestro- ¿en qué medida obraría en el romanticismo que implicó un cambio cultural importantísimo en Occidente, sin contar, por otra parte, con la teoría interpretativa que Karl Marx, también judío, proporcionó al mundo?

Habrá que empezar por señalar que todos los judíos aquí mencionados -y no serán los únicos- eran lo que se llama «asimilados», conversión mediante, ya al catolicismo ya a las tradiciones laicas; bastante caro pagaron esa ilusión porque la cultura considerada como propia de los lugares donde estaban, característica y singular, criolla en el caso latinoamericano, no se tragó el anzuelo y aunque todos esos nombres, u hombres, la enriquecieran del inolvidable modo en que lo hicieron, no se perdonó la osadía de quienes querían salir del ghetto y alternar con la «gente», incontaminable, con un ejemplar rechazo a los cuerpos extraños.

Pero, fuera de las discusiones sobre la viabilidad de la asimilación, tolerancia e intolerancia, habría que preguntarse si tiene sentido hacerse preguntas, a propósito de Jorge Isaacs, qué hay de judío en el romanticismo que surge, como es sabido, de la aplicación del historicismo herderiano a las artes, a las letras, al amor, al modo de vestir y, sobre todo, a la subjetividad del sujeto emanado de y en comunión con la naturaleza. A menos que se piense que el historicismo, también él, por el hecho de que los judíos son muy históricos, es un truco o una conspiración judaica, como el marxismo y el psicoanálisis. Todo eso es absurdo y no merece que se pierda el tiempo en tales explicaciones y demostraciones; más valdría razonar sobre qué es y significa cada una de esas incisiones en la cultura de los seis o siete últimos siglos y, en especial, en la latinoamericana, algunos siglos menos, de la cual, conviene repetirlo, la obra de Isaacs es tan paradigmática como lo es para la literatura de la tierra la de José Eustacio Rivera y para la de la expansión del imaginario la de Gabriel García Márquez o para la del pastiche la de Rafael Humberto Moreno Durán o para la de la recreación histórica la de Germán Espinosa o para la indagación psicológica la de Fernando Cruz Kronfly.

El discurso se desvía y en realidad recupera el centro pues se trata de María como un objeto a interrogar y no de todas las reflexiones precedentes. Y puesto que hubo preguntas se diría que la principal gira en torno a lo que hay en ese texto mismo y por qué ha perdurado del modo en que lo ha hecho, sepultando en el olvido a muchísimos textos similares, en la denominación, en la intención y aun en la poética.

Por de pronto, el título de esa novela, un nombre de mujer, remite a una serie que va de Amalia, de José Mármol, Soledad, de Bartolomé Mitre, Clemencia, de Altamirano a tantas otras; el propio Isaacs se proponía -propósito que no cumplió- escribir una Tania y una Soledad. Tal vez esta anotación permita comprender por qué una novela como Madame Bovary no podría ser incluida en la serie: su propósito de destitución romántica es notorio. ¿Supone esta predilección romántica un feminismo avant la lettre? ¿No será más bien una síntesis de lo que el romanticismo se propuso, a saber que el héroe lacrimógeno, que también tuvo su momento de gloria, se transforme naturalmente en mujer puesto que la lágrima es femenina? Con la ventaja de que la figura de la mujer encarna los más preciados conceptos románticos, me refiero a la pureza, esa región en la que moran los úteros primigenios, eso que los hombres persiguen desde siempre sin encontrar respuesta y que se ha dado en llamar «complejo de Edipo», una vulgaridad por cierto, pero válida en la medida en que esta resolución todavía no había sido formulada cuando la pobre María rozaba con su hálito la encendida y sólo verbalmente ejecutada pasión de Efraín.

¿Se anticipa Isaacs a formulaciones o fórmulas que tuvieron una importancia decisiva unas cuantas décadas después de haber concebido y realizado María? Por supuesto, no podía prever nada de eso aunque podía actuarlo; en sus manos no tenía otra cosa que el arsenal de recursos típicamente románticos a los cuales se añadía un color local único, cuyo misterio se desprende del texto así como una interpretación se desprende de una virtud de la naturaleza, más que una acción de la naturaleza sobre seres humanos, sus idealizados personajes. Tampoco podía prever que una recurrente ocurrencia, la del pájaro negro, de mal agüero, que se presenta cada vez que se anuncia una desgracia, tal vez herencia imaginaria de Edgar Allan Poe, podría ser objeto de una interpretación que sobrepase la del predeterminado, anticipatorio y brujeril «mal agüero». Por de pronto, no hay casi comentario sobre María que no repare en ese elemento, esencial al imaginario romántico si concebimos el romanticismo como una caverna en la que resuenan voces que preanuncian, que profetizan o que, en un discurso más actual, «significan» en el modo de la proyección de lo onírico sobre lo real y cotidiano. El romanticismo, en otras palabras, como un lugar en el que los sueños, por ejemplo, obedeciendo a un viejo linaje cuya marca principal es el misterio, suelen ser reducidos en sus alcances a un «querer decir» -soñar con agua es madre, soñar con piedra es padre, etcétera- que lo resuelve todo y que es, pese a esas populares incompetencias, sea como fuere, una importante corrección al racionalismo precedente durante cuyo reinado la perturbadora presencia de lo onírico aparece muy atenuada, por más que Descartes o Spinoza le haya prestado una considerable atención.

Que María siga conservando encanto pese a los cambios operados en los modos de la lectura no es un tema menor por poco que uno se detenga en sus resonancias, pero eso no ha de ser, desde luego, por la historia de amores trágicamente frustrados, fatigados por la literatura ad nauseam; tampoco por las figuras de los personajes -la lánguida doncella, víctima de un mal incurable, el héroe lacrimógeno, las familias amorosas, los servidores fieles- que pudieron en su momento provocar identificaciones enfermizas. Creo, por el contrario, que en el relato de los pálidos encuentros, y siendo ortodoxamente romántico, el narrador -seguramente un doble, un doppelgänger, metáfora también romántica, del propio Isaacs- puso en juego un conjunto de recursos que parecen anticiparse a las sutilezas que le confirieron la gloria a Marcel Proust; en los detalles vestimentarios y, sobre todo, en el lenguaje de las flores y el roce permanente de la declaración, que nunca se pronuncia, Isaacs trama una suerte de delicadísimo tejido de hilo fino, se diría que un tapiz, apuntalado, por otra parte, por un sistema de alusiones, de imperceptibles percepciones, de sugerencias que crean, con virtud casi semiótica, otro lenguaje dentro del lenguaje. En la vaporosa atmósfera que presenta, paisajes, descripción de tareas y de ambientes, modos de vida, susurros, todo significa en lo no dicho sin que emplee el mecanismo de la conjetura como un modo de enunciación que velaría las afirmaciones. Las afirmaciones, a su vez, resultan de una narratividad concebida como monólogo a cargo de una sola voz. El monologismo, que es una de las vetas más acendradas del romanticismo, congruente con su filosofía del individualismo, es un imposible, se dirige a o requiere de un interlocutor que, en el caso de María, siendo el propósito del relato, eso que tiene de único, somos nosotros mismos o sea la sensibilidad de una época que, por eso, es todavía la nuestra puesto que podemos no desechar ese texto por anacrónico sino ser capaces de prestarle atención; no se trata de diálogo en sí en tal interlocución, entre personajes; si el narrador es un uno y dialoga con la masa del relato, es exactamente como el músico que compone y los músicos que interpretan o, yendo al límite, la música interpretada que condensa y resume un proceso y un poder individual.

Hay que notar, por otra parte, una diferencia importante en el campo de la descripción: la de las relaciones es difuminada, la de la naturaleza es precisa y detallada aunque en uno y otro plano sobrenada, como un efecto exterior que mucho le debe al paisajismo pictórico, un bucolismo idealizado; los seres humanos, además, o sea los individuos, están configurados en la sabiduría, la prudencia de los sentimientos, la fidelidad (incluso de los esclavos, lo cual pese a nuestro libertarismo no molesta); la naturaleza, convertida en paisaje por obra de la descripción, parece estar regida por un criterio de eficacia o de logro sobre ella, tal vez un resto iluminista del que los románticos no pudieron desprenderse: es como si se diera por supuesto que a explotar con éxito una hacienda, o sea dominar la naturaleza y humanizarla, debiera subordinarse todo, acciones y destino e incluso, y sobre todo, moral. En ese sentido, el texto sería una no tan oculta manifestación de un ruralismo progresista que descansa por un lado en la prudencia de los patrones y, por el otro, en un sistema de esclavitud que no se juzga, cuyas demasías se señalan como si fueran sólo productos históricos, no un flagelo actual, pero sin más que sustituciones leves, la libertad otorgada a los buenos por la gracia de los amos, no por un concepto cultural preciso e históricamente consolidado, pese a los restos jamaiquinos heredados por el autor. Puede suponerse que quien vivió en las islas supo lo que era la esclavitud.

Tal vez lo relativo a personajes sigue modelos de escuela, textos leídos y rememorados a cada instante, mientras lo que concierne a la naturaleza, benévola o brutal, sale, aparentemente, de una experiencia más que del respeto a una estética, lo cual neutraliza los riesgos de la retórica paisajística. No sería vano, por lo tanto, poner en relación el modo isaacjístico de describir la naturaleza con el de los pintores que rescataron su misterio durante las últimas décadas del siglo XIX. Se trata de regionalismos, es evidente, que por la gracia de un sostenido lenguaje campesino, a veces poco inteligible, crean cuadros; creo que esos cuadros tienden menos a una intención de situar las escenas que a generar un ritmo en cada una de las frases y en el conjunto; ese ritmo produce una extraordinaria musicalidad que, secretamente, atrapa sin que se advierta; no es una trampa para seducir, es un arte consumado, es como si, liberándose involuntariamente de las telarañas románticas y de los modelos, que casi ningún crítico deja de estimar, el autor hubiera comprendido por dónde iba una escritura más allá de lo que se narraba aunque a partir del imaginario romántico.

El paisajismo, tan exaltado, no es vano, implica la fusión del hombre con la naturaleza, así como la acción de la naturaleza sobre los hombres, en lo luminoso y en lo sombrío. Pero esas relaciones no son gritadas sino apenas susurradas mediante procedimientos poéticos que hacen un trazado delicadísimo de la prosa, condición del ritmo. El arte de Isaacs reside en las alusiones, en las suposiciones detrás de las cuales todos comprenden la verdad que por pudor se oculta, en los cambios de plano, de lo subjetivo a lo objetivo, lo cual crea una atmósfera de veladuras no exentas de una solemnidad que lo religioso, demasiado evidente, no expresa, pero que sí sería el sagrado lenguaje de la tierra. Esto, y no las descripciones concretas, es lo colombiano, el retorno, como decía Aimé Césaire, al país natal, sea quien fuere quien lo escribe.





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