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El singular caso de José Luis Salado1

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



El periodista vallisoletano José Luis Salado falleció en un hospital de Moscú el 18 de enero de 1956. Apenas había cumplido los cincuenta años. Este dato, hasta ahora sólo conocido por su familia, induce a pensar en el exilio, que estaría relacionado con una militancia en el PCE o en su órbita durante el período republicano. Lo fundamental de aquella última etapa del periodista se aproxima a este automatismo mental, propio de quienes nos interesamos por la diáspora de 1939. Los matices, sin embargo, provocan dudas acerca de la pertinencia de algunos encasillamientos.

La URSS todavía constituye un espacio del exilio a la espera de estudios equiparables a los dedicados a Francia o México. No obstante, gracias a los realizados sabemos que el oficialismo de su prensa y las editoriales con un catálogo plurilingüe para difundir los logros del socialismo apenas ofrecían oportunidades a un gacetillero español, acostumbrado a la crónica del mundillo literario, teatral y cinematográfico de su país. José Luis Salado nunca militó en las filas del comunismo y acabó en la URSS porque sus servicios diplomáticos le permitieron aferrarse a la supervivencia cuando estaba en el norte de África. El periodista se convirtió en un escribiente al servicio de la Komintern y pasaría desapercibido entre los demás huéspedes del hotel Lux. Su trabajo durante el período 1939-1956 lo conocemos gracias a la investigación llevada a cabo en Hojas volanderas. Periodistas y escritores en tiempos de República, una amplia monografía pendiente de publicación que traza las trayectorias de cuatro olvidados de aquellos años convulsos: el falangista Jacinto Miquelarena, el empresario León Vidaller, el anarquista Mateo Santos y José Luis Salado, un antifascista carente de bibliografía crítica.

La guerra alteró la lógica de numerosas opciones de vida. La trayectoria del periodista vallisoletano anterior a 1936 no auguraba un destino en Moscú. La aventura de la frivolidad era un sinsentido en una capital que le resultaba ajena y extraña. Los datos recopilados durante un par de años de búsquedas en distintas fuentes y el testimonio de su hijastro (Carlos Vega Vicente) nos hablan del anonimato de quien terminó siendo un corrector de estilo. La concisión de su castellano no le restaba gracia expositiva, aunque ahora se volcara en temas que le venían dictados. José Luis Salado había renunciado a los suyos por insólitos en aquel contexto y realizó su tarea en Moscú con la eficiencia de quien agradecía a los soviéticos la oportunidad de seguir vivo.

El exilio amplió y diversificó las perspectivas de algunos republicanos, pero supuso un tiempo de renuncia para la mayoría. La voluntad no bastaba para superar unas circunstancias adversas y, a menudo, lo dejado atrás carecía de una posible continuidad. Algunas tareas sólo cobran sentido en un marco específico y se convierten en quiméricas cuando el destino lleva a sus protagonistas por derroteros imprevistos. El caso de José Luis Salado ejemplifica esta obviedad. Cualquier etapa anterior a 1939 resulta más sugestiva en su trayectoria. Desde mediados de los años veinte, el periodista se manifestó con humor y dispuesto a disfrutar en un ambiente cosmopolita, que intentó acomodar en un Madrid que -según escribiera en el semanario Muchas Gracias- se acostaba demasiado pronto. Su único refugio en Moscú, junto a Isabel Vicente (viuda del comunista Etelvino Vega, fusilado en Alicante), era el recuerdo de otras épocas. Las evocaba con la ayuda de dos amigos (Eusebio Gutiérrez Cimorra y Virgilio Llanos Manteca) cada sábado por la tarde, entre el humo del tabaco y algunas copas en el domicilio de la calle Máximo Gorki, cerca de donde se reencontraba con su también amigo Ylya Ehrenburg. José Luis Salado nunca perdió la sonrisa y la gracia para contar en estas ocasiones anécdotas protagonizadas por vedettes o damas del escenario. Tal vez fuera porque ambos rasgos eran lo único que le quedaba en un exilio tan alejado del ambiente frívolo y trepidante del Madrid republicano.

José Luis Salado fue un periodista antifascista desde finales de los años veinte. Antes de su estancia en París (1930-1931) ya aprovechaba los resquicios de la censura para ironizar sobre la severidad del autoritarismo. Su carácter adusto lo contraponía a la vitalidad del cine, que defendió en tantas crónicas, críticas y reportajes. Las actividades de José Luis Salado en distintas cabeceras de la prensa madrileña y de provincias (Informaciones, Heraldo de Madrid, Nuevo Mundo, El Imparcial, Sparta, Muchas Gracias, La Tierra, El Avisador Numantino, La Voz...), en los estudios de la Paramount (Joinville) junto a Claudio de la Torre y en varias facetas del teatro, el cine y la canción popular le llevaron por caminos poco transitados por los antifascistas que consideramos canónicos.

La firma del periodista de «sensibilidad fina y garboso estilo» (La Libertad, 26-VI-1932) se popularizó en el Madrid republicano, pero siempre en relación con la entrevista a alguna diva de la pantalla, la crónica de determinados ambientes del mundo del espectáculo o la crítica a favor de la renovación cinematográfica y teatral, que no pasaba precisamente por los caminos del realismo soviético. Su «marcha al pueblo» siguió un itinerario cuyo norte apenas coincidía con «la literatura de avanzada» y sus correlatos en las pantallas y escenarios. José Luis Salado nunca cuestionó la necesidad de una creación comprometida con su tiempo y apoyó mediante entrevistas a amigos tan significativos como Ramón J. Sender y Rafael Alberti. No obstante, sus preferencias en 1936 le llevaban a disfrutar con las comedias teatrales de Preston Sturges interpretadas por la elegante Paulina Singerman, mientras se sentía partícipe de la juventud partidaria de la Natacha de Alejandro Casona y reclamaba un teatro frívolo donde la alegría sustituyera a lo chabacano. En su mundo de espectador y periodista no había obreros ni cemento. Tampoco huelgas o conflictos sociales, aunque José Luis Salado sabía de las amenazas que se cernían sobre quienes apostaron a favor de la sonrisa, la elegancia y la diversión.

El inicio de la guerra, con la consiguiente decantación de sus protagonistas, produjo numerosas sorpresas en el mundillo literario, teatral y cinematográfico. La abundante bibliografía sobre el tema permite conocer las trayectorias y hasta las andanzas, no siempre decorosas, de quienes conjugaron la militancia con el miedo, el compromiso con la supervivencia y la coherencia con la picaresca. Tal vez los autores más destacados ya no deparen sorpresas y confirmen un balance asentado en la profusión de estudios con fecha reciente. Sin embargo, todavía queda pendiente una tarea que, por su complejidad y escaso lucimiento, apenas atrae a los investigadores y menos a divulgadores como Andrés Trapiello. El objetivo de la misma es reconstruir la trayectoria de los autores habitualmente recluidos en las notas a pie de página. Los periodistas, salvo en casos excepcionales como el de Manuel Chaves Nogales y pocos más, parecen predestinados a esa marginación, propia de quienes sólo figuran como referencia bibliográfica de una opinión o una información publicadas en la prensa de la época. La paciente suma de estos textos fragmentarios permite vislumbrar la personalidad de quien los redactó y, mediante otras fuentes de información, podemos encontrarnos ante trayectorias singulares, capaces de cuestionar algunos lugares comunes que pasan por ser axiomas acerca de la vida cultural durante la etapa republicana. Este objetivo es la justificación de Hojas volanderas, donde el caso de José Luis Salado nos habla de otros posibles caminos del antifascismo, que tal vez hemos circunscrito a unos modelos incapaces de abarcar la totalidad.

El tiempo de los héroes suele ser un fruto de la imaginación o la propaganda. El inicio de la guerra provocó miedo y cobardía en Madrid, aunque se solapara con la sobreactuación de numerosos individuos durante las primeras semanas, cuando el frente todavía era una referencia lejana. El mundillo literario y teatral no fue precisamente una excepción en este sentido. Más allá de la retórica propagandística, los festivales a favor de la República con presencias insólitas y los gestos para la galería, a menudo encontramos en los comportamientos de algunos protagonistas coartadas para eludir el riesgo y la responsabilidad. Los testimonios deben ser sometidos a una depuración que responda a la lógica de un momento tan peculiar. Su interpretación es resbaladiza y la memoria de quienes vivieron aquellos días tiende a convertirse en una justificación retrospectiva. Al investigador de estos casos le conviene cuestionar la validez de la documentación, sujeta a la influencia de una realidad desmesurada. Y, por supuesto, no cabe atribuirse el papel de juez, que dicta sentencia desde la seguridad de quien se sabe libre de peligro. La disyuntiva entre héroes y villanos admite valoraciones intermedias que nos remiten a unas circunstancias complejas, cuyo sentido apenas encaja en los moldes de los manuales o algunos libros de referencia. Resulta preferible comprender la naturaleza humana en situaciones extremas y admitir la ausencia o la relatividad de los grandes conceptos -solidaridad, heroísmo, compromiso...- cuando prevalece la necesidad de sobrevivir.

José Luis Salado escribió en La Voz sobre estos comportamientos durante la guerra. El material puesto a su disposición era de una riqueza indudable, aunque limitada por la censura gubernativa y las presiones de los partidos y sindicatos. Sus «tiros al dardo» fueron certeros a la hora de retratar unas actitudes que nos hablan de la cara más real de la retaguardia, aquella que apenas estaba presente en una prensa destinada a la agitación y la propaganda. Hubo errores y hasta excesos de celo en sus críticas a quienes abandonaron el «Madrid heroico» para refugiarse en «el Levante feliz», concepto que popularizó gracias a unas excelentes crónicas desde Valencia. Sus noticias no siempre eran precisas cuando denunciaba a los cómicos refugiados en Buenos Aires -uno de sus temas preferidos- o perfilaba héroes como el miliciano Saturio Torón. Aquellas hojas volanderas no eran un ejemplo de veracidad, pero José Luis Salado podía alardear de sus fuentes de información y escribía desde la coherencia de quien permaneció en la capital cuando tantos, y tan cercanos a él durante los tiempos de paz, se convirtieron en «ahuecaos».

El simpático periodista, a veces presentado como «salado» por los colegas, apareció entonces como una temida voz de la conciencia, sobre todo en los medios teatrales y cinematográficos. Algunos de esos ahuecaos y otros amigos que compartieron hambre y bombardeos en Madrid se sorprendieron al verle en la trinchera de La Voz, un diario vespertino cuya dirección asumió hasta que fue movilizado. José Luis Salado también trabajó en compañía de Rafael Alberti y María Teresa León, así como en distintas actividades de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y Altavoz del Frente. Otros escritores habían seguido esa trayectoria de compromiso antes de la guerra. Los citados, José Bergamín, César M. Arconada… eran los líderes del antifascismo en el ámbito cultural y se les esperaba en esa primera línea. Sin embargo, José Luis Salado escribía letras de valses y fox-trot, promocionaba actrices y películas, traducía comedias policíacas estrenadas en Nueva York, publicaba novelas de quiosco sobre galanes otoñales, participaba en insólitas iniciativas editoriales para ganar las pesetas perdidas como oficial de Correos en excedencia y, sobre todo, gustaba de rodearse de quienes protagonizaban la noche joven y divertida del Madrid republicano. José Luis Salado figura en la lista de los caballeros que, como jurados con experiencia y criterio en materia femenina, debatían sobre la belleza en los concursos de mises que proliferaron durante los años treinta. Su nombre estaba asociado a «la frivolidad», un concepto a reconsiderar en el marco republicano, pero nadie le esperaba en las militantes filas del antifascismo y menos cuando tantos desertaron ante el peligro.

La ortodoxia de quienes compartimos un pensamiento de izquierdas nos habla de «la toma de conciencia» para resolver estos casos. El consiguiente proceso, tantas veces recreado en la ficción, resulta tranquilizador. Su luz concede una posibilidad de rectificación a quien permanecía «inconsciente» y, en el marco de un relato o un ensayo, alecciona al lector. Sin embargo, José Luis Salado no llega al antifascismo a consecuencia del inicio de la guerra ni por la influencia de otros intelectuales ya comprometidos con esta causa. Su apuesta periodística, teatral y cinematográfica se sitúa al margen de las propuestas revolucionarias o izquierdistas de la época. Mientras se suceden los manifiestos y las iniciativas con un valor más testimonial que efectivo entre la mayoría de los lectores o espectadores, su trabajo se desenvuelve en ámbitos donde el objetivo es proporcionar entretenimiento a un público que prefiere la modernidad en materia de espectáculos. La aceptación de esta premisa ayudaría a resolver algunas paradojas de la cultura republicana.

José Luis Salado rechaza las creaciones fruto de una tradición apolillada, incapaces de interesar a los jóvenes que reclaman la frescura de la imagen y el concepto. Su concreción pasa por prescindir de «la retórica del párrafo redondo» tantas veces rechazada por el periodista, que confía en las entendederas de quienes nacieron con el cine y sabían del poder de una pantalla capaz de familiarizarles con mundos hasta entonces lejanos. La renovación en las costumbres, las modas y las actitudes aportada por esa frescura también era el fruto de una mentalidad abierta y cosmopolita, ajena a «la españolada» de la pañoleta o la boina -el «flamenquismo» fue otra de las dianas de José Luis Salado- y refractaria a cualquier tipo de sermón. Una modernidad, en definitiva, que necesitaba del antifascismo. No como postura militante de un izquierdismo ideológico, sino como búsqueda de un espacio para respirar o una salvaguarda frente al autoritarismo moralizador y tradicionalista.

José Luis Salado siempre supo donde se encontraban los enemigos de la sonrisa que deseaba contemplar en los espectadores. El fascismo era la actualización del autoritarismo. Con la impronta católica del caso español, también se escandalizaba y reaccionaba violentamente ante las imágenes de las actrices que seducían al periodista gracias a su belleza. Sus partidarios censuraban la alegría de obras como Nuestra Natacha (1936), de Alejandro Casona, que ponían en escena la ilusión de una juventud harta del «teatro podrido», y polemizaban con una prensa poco predispuesta a incluir notas de sociedad y necrológicas. El periodista se sentía joven, en el sentido renovador de un concepto tantas veces manipulado en la actualidad. Y, con un criterio generacional cuya aportación se situaba más allá de las siglas, el también militante de la UGT apostaba por una modernidad alejada de un izquierdismo que, en materia estética, cayó a veces en lo tradicional o aburrido. José Luis Salado compartía enemigo con otros republicanos, pero no coincidía en sus alternativas al fascismo porque su periodismo nunca teorizó ni se dejó llevar por el Ideal.

La carga ideológica o la defensa a ultranza de un Ideal alteran la percepción de la realidad. Esta evidencia alcanza límites peligrosos cuando la urgencia y la militancia son imperativos de un tiempo histórico. La prensa republicana durante la guerra civil abunda en ejemplos de esta distorsión, a menudo fruto de la voluntad propagandística a base de consignas. Los artículos de José Luis Salado no escapan de esta tendencia, pero el periodista permanece fiel a su condición de observador. Esta cualidad le permite señalar incoherencias en el comportamiento de quienes le rodean en el Madrid sitiado, denunciar actitudes poco acordes con la defensa de la República y, sobre todo, combinar el sentido crítico con el ánimo que le lleva a permanecer en la capital, hasta finales de marzo de 1939.

José Luis Salado escribe siempre sobre personas y circunstancias cuya observación en Madrid estuviera al alcance de cualquier lector. Sus artículos nunca abordan cuestiones trascendentales porque hablan de tranvías y abastos en tiempos de guerra. Tampoco caen en la divagación para no afrontar la realidad concreta e inmediata. Ya lo hacían otros colegas que fueron convirtiendo, poco a poco, la República en una entelequia, mientras que el director de La Voz prefería observarla en detalles aparentemente menores. Se suma así a la tarea emprendida por unos cuantos artífices de aquellas hojas volanderas, también heroicas en un Madrid cuya escasez incluía el papel. Estos periodistas optaron por la concreción sin las anteojeras de la militancia. Sus textos nos devuelven una guerra verosímil y cercana que, lejos de darnos respuestas, plantea preguntas acerca de las motivaciones y los comportamientos.

José Luis Salado gozaba de numerosas amistades y era un asiduo de varias tertulias. El simpático periodista anterior a 1936 fue elogiado por colegas de un amplio espectro ideológico. Incluso recibió más parabienes de la prensa conservadora que de los sectores izquierdistas, tal vez desorientados ante la frivolidad de quien a menudo recordaba su paso por Joinville al servicio de la Paramount, escribía sobre las mujeres fatales de la pantalla, se codeaba con colegas de filiación derechista y se convertía en cicerone de los barrios chinos de varias capitales europeas. Su pluma ágil y chispeante también fue acomodaticia. Esta circunstancia de buen plumífero le permitió emprender distintas tareas para la supervivencia como profesional a salto de mata, sin el privilegio de quienes permanecían puros a la espera del Ideal o encarnaban una vanguardia carente de preocupaciones económicas. José Luis Salado había encontrado un hueco en la prensa republicana anterior al 18 de julio de 1936, un período donde las tensiones políticas y sociales a menudo diluyen el alcance de otras rupturas. Éstas se llevaron a cabo en nombre de la modernidad de quienes se sentían, ante todo, demasiado jóvenes y cosmopolitas como para aceptar el aburrimiento. Sus impulsores buscaban una República donde la ligereza, la frescura, la diversión y la belleza se contrapusieran a la tradición, el bostezo durante las visitas recreadas por Miguel Mihura y las convenciones en materia creativa. Esta búsqueda permitió a autores de diferentes tendencias adentrarse en ambientes ajenos a la división entre izquierdas y derechas. Pero también pasaba, en casos tan coherentes como el de José Luis Salado, por el antifascismo, porque el periodista sabía de la mentalidad imperante entre «los cavernícolas». Otros partidarios de la modernidad prefirieron refugiarse en sus miedos y egoísmos mediante el recurso a coartadas cuyo denominador común es el cinismo.

José Luis Salado intervino en diferentes polémicas periodísticas desde mediados de los años veinte, aunque nunca participó en el debate político o ideológico. Sus críticas teatrales sólo le acarrearon la agresión de Felipe Sassone, un dramaturgo y colaborador de ABC que, en febrero de 1936, se sintió ofendido por la descalificación de su último estreno como «teatro podrido». La reacción apenas fue un incidente, que se sumaría a una lista de escaramuzas y tentativas programadas con la intención de tensionar los meses anteriores al golpe de Estado. Un puñetazo; nada, en comparación con la suerte corrida por periodistas como Luis de Sirval (1898-1934) y Javier Bueno (1891-1939), amigos de un José Luis Salado consciente de los riesgos de su profesión en tiempos de una República amenazada por el fascismo. Su solidaridad le llevó a participar en las movilizaciones con motivo del asesinato del primero y las torturas sufridas por su colega en Asturias. La redacción de La Voz era una atalaya perfecta para observar la evolución del país y, llegada la guerra, el comentarista de los estrenos se transformó en un personaje temido por la quinta columna, los ahuecaos y quienes aprovechaban cualquier coartada para evitar el peligro. Sus nombres podían aparecer en los «tiros al dardo», sobre todo si pertenecían al mundillo del espectáculo, que José Luis Salado conocía con lujo de detalles y anécdotas. El hipotético diario del periodista habría incluido apuntes como el dedicado a las amistades de Federico García Lorca. Esta información se diluyó en el exilio. Su publicación habría sido una mina para quienes buscamos fuentes complementarias a la hora de conocer aquella época.

Las críticas, los artículos y las crónicas en la prensa de Madrid y Barcelona se completaron con otras iniciativas durante el período bélico: organización de festivales, representaciones teatrales y actos culturales en defensa de la República, movilización de los periodistas antifascistas, inauguración de bibliotecas en diferentes barrios, colaboración con los corresponsales de guerra, viajes a Valencia y Barcelona en busca de ayuda para la capital, participación en los comités sindicales que regulaban la actividad teatral, realización de actividades propagandísticas en el frente desde que fue movilizado… El optimismo de José Luis Salado, o la necesidad de aferrarse a la única vida que consideraba digna, le impidió aceptar la derrota hasta que las tropas de Franco entraron en Madrid y él, como su colega Eduardo de Guzmán, salió por el otro extremo de la capital camino de Valencia.

José Luis Salado estaba libre de cargas familiares que le retuvieran en España y apenas había cumplido los treinta y cinco años, aunque la intensidad de su trayectoria le diera la sensación de haber agotado varias vidas. En cualquier caso, el periodista aguantó hasta el final en coherencia con lo escrito en sus artículos y porque no podía compartir el destino de su colega Mauro Bajatierra (1884-1939), demasiado viejo para emprender la enésima huida. El anarquista que escribiera crónicas de guerra en Fragua Social mientras repartía coñac entre los milicianos se limitó esta vez a esperar sentado, junto a un revólver, la llegada de los vencedores. José Luis Salado tampoco cayó en el error de su amigo Javier Bueno, pronto ajusticiado porque minusvaloró el riesgo desde los tiempos de la revolución asturiana.

La derrota era insoslayable. Aquel periodista aficionado a las mujeres, las comedias, las tertulias y los toros sabía que la permanencia en Madrid suponía la antesala del fusilamiento. La mayoría de quienes colaboraron con José Luis Salado antes de la guerra (Francisco Serrano Anguita, José Montero Alonso, Claudio de la Torre, Eduardo Muñoz del Portillo, José López Rubio, Benito Perojo, Daniel Montoiro, Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela, Cristóbal de Castro…) se apuntaron al carro de la Victoria con desigual entusiasmo, pero el amigo común de todos intuía que nadie le ayudaría. El periodista conocía la bestialidad de quienes había combatido desde su antifascismo y comprendería que en adelante las amistades se tornarían olvidadizas. El exilio era la única salida para un antifascista de trayectoria singular y carente de carné que pretendía seguir vivo. Su amistad con varios periodistas comunistas le salvó de perecer en el intento.

El camino hasta Moscú fue una penosa aventura que pasó por los campos de concentración norteafricanos y la posterior salida desde Francia. En Hojas volanderas he reconstruido aquel viaje. Su destino supuso una incógnita, hasta poco antes de llegar a la capital de la URSS. José Luis Salado no estaba en condiciones de elegir y aceptó su suerte con el deseo de emprender una nueva etapa. Le acompañaban unos cuantos amigos del PCE y pronto contaría con la ayuda de Isabel Vicente, pero le faltaba todo lo demás para que su pluma conservara la chispa de quien estaba al día del mundillo del espectáculo. Sin el convencimiento de encontrarse en la «patria madre» como buena parte de sus compañeros, el entusiasmo del periodista reconvertido en corrector de estilo se limitaría a sentirse vivo y evocar momentos felices, casi siempre relacionados con un pasado cuya recuperación mediante el regreso ni siquiera se planteaba.

Las memorias y los testimonios de los comunistas exiliados en Moscú apenas incluyen referencias a José Luis Salado. El periodista permaneció ajeno a los debates, las purgas y algunas miserias que revelan la tristeza, el aislamiento y la desesperanza de aquel colectivo. Su nombre tampoco ha sido reivindicado en el marco de la bibliografía sobre el exilio. Tal vez porque su trayectoria, tan difícil de reconstruir por la dispersión de los datos, dista de un paradigma como el encarnado por César M. Arconada. También porque José Luis Salado durante la etapa moscovita se sumió en el anonimato del silencio. Al igual que Mateo Santos, su más destacado colega del periodismo cinematográfico, que terminó malviviendo en México después de pasar varios años en Francia. Al salir de España, ambos dejaron atrás un país, pero también la práctica de un oficio que apenas podían continuar en el exilio. José Luis Salado trabajó como corresponsal en la URSS del periódico cubano Noticias de hoy y publicó algunos artículos en la prensa hispanoamericana. Su colega de Barcelona colaboró en las revistas anarquistas editadas en Toulouse y otras capitales francesas para terminar redactando crónicas taurinas en México. Apenas unas migajas de hojas volanderas para quienes habían dirigido periódicos (La Voz) y semanarios (Popular Film), aparte de colaborar en varias cabeceras que propugnaron la renovación del cine y el teatro españoles desde mediados de los años veinte. Sus tareas han quedado sepultadas en las hemerotecas durante décadas, mientras sus nombres aparecían en notas a pie de página donde casi siempre se aportaba una opinión interesante o un comentario lúcido acerca de las películas y las comedias de aquellos años.

La recuperación de esta labor ya está terminada. Hojas volanderas añadirá testimonios e informaciones para conocer aspectos poco atendidos de la actividad cultural y periodística del período republicano. El objetivo justifica el esfuerzo realizado, pero tras la publicación de mi anterior libro, El tiempo de la desmesura. Historias insólitas del cine y la guerra civil (Barcelona, Barral y Barril, 2010), la reconstrucción de la trayectoria de un antifascista atípico como es José Luis Salado me plantea dudas sobre los excesos y las carencias de la bibliografía acerca de la cultura de aquella época. Los primeros guardan relación con unos pocos autores incluidos en el canon. La repetición para confirmar lo sabido resulta inevitable ante la acumulación de centenarios, seminarios, congresos... donde apenas salta la sorpresa porque se aborda un objetivo ya alcanzado. La situación es cómoda para la mayoría de los investigadores, pero quienes conocimos a uno extraordinario, Ignacio Soldevila, sabemos del interés de los huecos vacíos, del placer de lo insólito y del entusiasmo que aporta la posibilidad de examinar desde una diferente perspectiva las materias que nos aburren por sabidas. Las publicaciones periódicas de la República nos dan esa oportunidad, ahora más accesible gracias a la digitalización de numerosas cabeceras. En las mismas encontramos un caos de sugerencias que responden al palpitar de una época intensa y de cambio acelerado. Los protagonistas fueron muchos y algunos, no por secundarios, se situaron lejos de la Residencia de Estudiantes o de otros espacios mimosamente cuidados por la bibliografía. Conviene atenderlos, aunque sólo sea para satisfacer la curiosidad por lo inédito o, lo que sería más importante, para descubrir que el antifascismo discurrió también por caminos donde los temas sociales o políticos ni estaban ni se les esperaba. El ejemplo de José Luis Salado puede ser una invitación para descubrir una República dispuesta a disfrutar en nombre de la modernidad y sin abdicar del compromiso. Su propuesta apenas ha envejecido.





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