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ArribaAbajoRefiere Pedro la pesada burla que le hizo un hipócrita que encubría con industria y arte lo interior de sus perversas costumbres

Aunque en Valencia no se conoce invierno, ya entonces por ser principios de noviembre, eran las noches más templadas y largas, llamando con esto al entretenimiento de la conversación. La primera, que fue, como dejamos dicho atrás, la de Todos Santos. La juventud que allá concurría acudió con igual voluntad, y por divertir el ruido de las campanas, que haciendo olvido con arte de lo que es tan natural, alzaban las voces y ensordecían su ruido con otro mayor. Repartiéronse los papeles de la comedia, y ensayóse por ellos con no pequeñas disensiones, porque uno quería que le diesen papel de valiente y furioso, otro de cortés y liberal, otro de galán y enamorado, y al fin cada uno procuraba que le vistiesen en particular su naturaleza, y que el poeta no hubiera mirado a la unión de las partes de la comedia, sino a lo que a cada uno de ellos estaba bien. Con esto, el que se hallaba con papel a su gusto juraba que era aquella la mejor farsa que se había escrito en el mundo, y por el contrario los mal contentos la disfamaban. Unos pedían que se les mudase un paso, otros que se les aumentase, otros eran de parecer que algunas cosas de la segunda jornada se pasasen a la primera; cual la quiso mudar el título, y cual sacó por condición que le avían de encomendar a él el escribir y recitar la loa.

El poeta, aunque socarrón y bien sufrido, en tempestad tan confusa y turbada, dejó ir la paciencia a pique, y soltando la cólera, salió más furioso que los vientos del odre donde los tuvo encarcelados Ulises, y dijo a los concitadores de aquel motín injurias y agravios considerables, haciéndose de su parte todo el séquito de los amantes de Inés, que siendo entonces Iris de aquella borrasca procelosa y sirena de las ondas de aquel mar alterado, rompiendo el silencio de su boca, puso candados en las demás, que haciendo los oídos más atentos, la escucharon con admiraciones y la previnieron alabanzas. Ella, pues, briosa en el ánimo y suave en la voz, dijo deste modo:


    -Qué ufano vienes, abril,
soberbio con tu belleza,
como si al pie de Belisa
las flores no le debieras.
Humíllate a su hermosura,
que estos montes y estas vegas
por loco te juzgarían,
si compitieses con ella.
Tan nobles cabellos goza,
que han descubierto en sus hebras
su luz los humanos ojos,
y el Sol del cielo su enmienda.
Huyendo de ver su frente,
por no hallar su agravio en ella,
habita la nieve hermosa
la soledad de las sierras.
Y a no llevarse tan mal
con mis gustos las estrellas,
pues solícitas buscaron
el destierro de mi ausencia,
dijera que ellas imitan
de sus ojos la belleza,
pero tan alta lisonja
no me la merecen ellas.
Lo blanco y rojo parece,
que sus mejillas encierran,
los arreboles del alba
al tiempo que el Sol despierta.
Tiranamente se usurpa
el rico nombre de perlas
todo lo que no es sus dientes,
que son las perlas perfectas.
¡Qué ociosa vida que pasan
mis ojos, que triste y ciega!,
porque no quieren ver cosa
hasta que vuelvan a vella.
Bien hayan mis esperanzas,
confieso, que son discretas,
pues por hacerme dichoso
della la vida me cuelgan.
Ya del ausencia el cuchillo
mis años cortado hubiera,
a no haber tenido tantos
socorros de la paciencia.
Aquí vivo y aquí muero,
muero por no poder vella,
y vivo con la esperanza
de que este bien está cerca.
Si Ebro corre tan airado
que amenaza a las esferas,
mis lágrimas tienen culpa
de su arrogancia y soberbia,
porque mis ojos, que rinden
llanto escaso en cualquier pena,
hacen liberalidades
siempre que lloran por ella.
De la vida me aprovecho
para amalla con firmeza,
que usara mal de mis años,
si todos no se los diera.
De esta suerte Albanio amante
vertía lágrimas tiernas,
que arde más, mientras más lejos
está el fuego en que se quema.

Serenó los ánimos Inés con lo que cantó, para proseguir el ensayo, que se hizo con silencio y gusto, dando fin con él al entretenimiento de aquella noche, volviendo luego la siguiente todos más animados y gozosos. Las dos primeras horas se dieron al juego con provecho del cordobés sutil, las demás al ensayo de la comedia, y a un cuento entretenido que él refirió en este modo:

-«Granada, a quien llamaron los moros paraíso de Mahoma, siendo más injuria que alabanza, por ser sus amenos campos fiel retrato del verdadero cielo, obligándome con la fama de su abundancia y hermosura, me sacó de mi patria, cudicioso de vella y veneralla. Entré en ella la noche de San Juan, causa de no dormilla, por no agraviar a los apacibles entretenimientos con que la solenizaban. Restituime a la mañana a mi posada, habiendo ante oído misa, y reparé desnudándome en la cama el cansancio, volviendo a cobrar el sueño perdido; bien pienso, que serían las tres de la tarde, cuando empecé a vestirme, y no muy gustoso, porque el cuerpo aún no había bien satisfecho a su deseo, de más de que se me representaron, durmiendo, unas fantasmas melancólicas, que aún las tenía presentes, y por su causa el corazón tan muerto, que apenas alentaba. A este tiempo, sentí que dando unos golpes en ella me habían abierto la puerta de mi aposento, y volviendo los ojos, vi un hombre vestido de ermitaño, los cabellos largos y la cabeza descubierta, que, rodeado de muchachos y mostrándome en la mano derecha una calavera, me dijo: "Hermano, acuérdese que se ha de morir, y deme una limosna para las ánimas de Purgatorio". Incliné la vista airada a velle, y fue tanta mi cólera, que no pude hablar, y él levantando la voz en un tono triste y desconsolado, repitió segunda vez: "Hombre, cerca tienes tu fin, haz bien por las ánimas de los fieles".

»Como yo estaba tan mal templado, lleguéme a la puerta y cerrándola le di con ella en los ojos, cuando el insolente y atrevido alzó la voz, y juntándose los demás huéspedes y mucha gente que pasaba por la calle, dijo: "¡Oh malo y pérfido cristiano que te vistes a estas horas sin haberte acordado de la solemnidad de tan festivo día, ni cumplido con la obligación de la misa! ¿Posible es que esto se sufre entre gente católica y en una ciudad donde está el Tribunal de la Inquisición Santa? ¿Piensas que aunque eres forastero, que no te conozco y que ignoro los delitos escandalosos porque vienes huyendo? Engañado vives, porque desta vez pagarás todos tus errores y culpas".

»Mucha parte del pueblo, que le escuchaba ya junta, dio diversos pareceres sobre mi persona, hasta que yo, provocado de tantos, salí con un palo que estaba a la cabecera de mi cama, de quien él, volviendo las espaldas, pensando que huía el cuerpo, me le presentó por la parte que yo más le había menester, sacudiéndole en ellas muy gentiles garrotazos. Cayósele la calavera y exclamó diciendo que era de un santo ermitaño que había sido su maestro, y que trataba con indecencia a las reliquias. El vulgo, que le veneraba como si fuera segundo San Pablo, me le sacó de entre las manos y cargó sobre mí con tantas piedras y espadas, que aunque procuré defenderme con la mía, caí en el suelo descalabrado. Al ruido llegó la justicia, que escribiendo la causa, todos me culparon a mí, de modo que siendo el solo herido, fui el solo preso, poniéndome dos guardas en mi posada. Curáronme tres cirujanos de los de mayor opinión, y parecióles que me confesase y recibiese los Sacramentos, porque el fuego de mi rabioso ánimo me encendió en una calentura tan ardiente, que parecía imposible quedar con vida, que si la perdiera entonces, por lo menos me pudiera consolar de que había hecho de ella un glorioso empleo. Mi huéspeda, que era una vieja honrada, y caritativa, lloraba mi muerte, y lo propio hacía la gente noble de Granada, que siempre acostumbra mostrarse piadosa, cortés y liberal con los forasteros, enviándome a visitar los caballeros y a ofrecer en mi defensa sus personas y haciendas, porque ya más bien informados del caso, confesaban que el hermano Llorente, que este era su nombre, anduvo, aunque debía de haber sido con buena intención, desalumbrado; yo, por cumplir con el orden de los médicos, con mucho arrepentimiento y lágrimas declaré mis culpas a un religioso grave y docto, que haciendo oficio de padre espiritual, me absolvió, y viéndome tan desanimado, esforzó mi espíritu con estas razones: "Hijo, siempre tuve por imprudente consejo el hacernos de parte del mal, que nos busca, rindiéndonos a él con descrédito del ánimo y desagradecimiento al cielo, que muchas veces ejercita nuestra paciencia en semejantes fatigas, y de ellas las nace el mérito de mayores premios. Si fuistes culpado en esta pesadumbre, de ella propia sacastes el purgatorio del mismo pecado, y si inocente, mayor seguridad de que sois de los elegidos para el descanso eterno, que ni le sobresaltan turbaciones ni le menguan inquietudes. Mirad que tales son los deleites de esta vida, pues habiendo dejado el sosiego de vuestra ciudad por veniros a holgar a ésta, el primer día que ponéis los pies en ella os propone a los ojos en una calavera la imagen de la muerte, y luego tras ella en una piedra que os tira a la cabeza, la verdad de aquella pintura. Los hombres del siglo, cuando hablaren en este vuestro suceso, dirán que fue suma infelicidad, como aquellos que ignoran lo profundo de los juicios divinos, sin advertir que de este modo os ha retirado Dios de muchas ocasiones en que pudiérades, con ofendelle, haber perdido el tesoro de su gracia. Dos cosas os encargo mucho: la primera conviniente al alma, y la segunda al cuerpo; y son que no deis lugar a las tentaciones de venganza y satisfación honrosa con que os acometerá el enemigo de la generación humana, porque no estrague los frutos de vuestra conciencia, que sin eso serán fértiles y lucidos; ni tampoco faltéis a la obediencia de los que os curaren, porque lo que ellos reparan con las experiencias de su estudio, no se presuma que lo aventurastes vos con incorregible temeridad".

»Así dijo, y abrazándome se despidió de mí, tierno y lloroso, juntando su cabeza con la mía. Era varón ejemplar y opinado en aquella ciudad en santidad y virtud, y nadie como yo reconoció sus milagrosos efectos, porque luego en el mismo instante se me quitó el dolor de cabeza y me limpié de calentura, aumentándose en mí tan apriesa este provecho, que al quinto día me pusieron parche los mismos cirujanos, que pensaron tenerme sepultado al tercero».

Oían todos a Pedro con mucha atención, cuando interrumpió su narración apacible una nueva visita, que a lo que después se entendió, era un caballero aragonés natural de Huesca, que viniendo a aquella ciudad, donde había de estar todo aquel invierno, pretendía ser admitido a la conversación de tan entendidos varones por hombre de habilidad; y para facilitar más su pretensión, trujo, para algunos de los que allí se juntaban, cartas de favor de hombres ilustres, así catalanes como aragoneses, que dándoselas y hallándose obligados por el respeto de los intercesores a hacelle buen pasaje, le mandaron que manifestase sus gracias, y él pidiendo una guitarra, sin tener voz dulce ni entonación entera, cantó este romance por tan estraño modo, fuera de aquellos que comprehende el arte, que entretuvo y admiró los presentes.


   -Santa y bella Zaragoza,
Roma de España y cabeza,
por tantos mártires santa,
por tanto edificio bella,
cuyas cumbres que se gozan
más altas que las esferas
pueden, como superiores,
dar leyes a las estrellas.
Donde la piedad cristiana
vive con más reverencia,
y el religioso ejercicio
de virtudes se frecuenta,
cuya casa real y antigua
al triste doliente hospeda
enmendando sus dolores
con liberales espensas.
En cuyo Pilar heroico,
las plantas pone la Reina
que pisa los serafines,
gran blasón para una piedra.
A quien tres valientes ríos
con noble osadía cercan
espejo de tus murallas,
rico ornato de tus vegas.
Tú sola en España, tú,
posees, sin que le pierdas,
nombre de ciudad augusta
por privilegio del César.
Sangre preciosa te baña,
que en ti vale y hoy se muestra
mucho más la que pisamos
que lo que en otras veneran.
A ti me traen mis desdichas,
plega a Dios, que dicha tenga,
pues sólo el haberte visto
ha sido gloriosa empresa,
de una villa cuyo río
de su patria se destierra
en el rigor del verano
dejando viuda la arena.
Tus carnestolendas anchas
pienso ver, y holgarme en ellas,
que las que rompe la Corte,
le vienen al gusto estrechas.
Que allá celebran las damas
otra más costosa fiesta
que les vive todo el año,
que llaman bolsas tolendas.
Al que les pide su carne
(forzosa y común flaqueza,)
para el pan de cada día
solícitas piden ellas,
que al vil calabrés de Judas
pienso le harán reverencia,
aunque le miren colgado
por la bolsa que le cuelga.
Todas hurtan, todas roban,
aun las más castas y honestas,
porque éstas estafan tiempo
ya que perdonan la hacienda.
Cualquiera galán admiten,
aunque más inútil sea,
que esté para dar picones
a sus tiempos le aprovechan.
Yo sé de unos ojos negros
maestrazos de estas tretas,
que el arte de amar con arte
pueden leer en las Escuelas.
Perdiéronme a mí dos años
de mi hermosa primavera,
los más floridos en burlas,
que yo los lloré con veras.
¡Oh Corte, plaza del mundo,
lo que encubres, lo que encierras!
Como eres plaza, no hay cosa
que en ti no se cambie y venda.
Maridos hay que al que paga
mucho más de lo que lleva,
le hacen para que dure
lisonjas con su paciencia,
que como veen que la luna
sus cuernos de plata precia
también los estiman ellos
como de este metal sean.
Los príncipes poetizan
por las fábulas que inventan,
que por el agudo ingenio
poco gozan de poetas.
No darán un real en dote
de limosna a una doncella,
y abrasarán sus estados
para comprar su vergüenza.
De escribanos vaya un poco,
que es muy justo que refiera
sus hazañas con mi pluma,
pues las suyas no me dejan.
Allí el menor escribiente
labra de una pluma tierna
contra cualquier escritorio
ganzúa y llave maestra.
Coronista de ladrones
son los más, y no se acuerdan
de celebrar sus hazañas
de paso con las ajenas.
Aunque tanta pluma cortan
jamás necesitan de ella,
que no puede faltar pluma
a gente que a todos pela.
Cuando un diablo hace escritura
de pagar a otro una deuda,
que el infierno es lugar propio
de contratos y de ventas,
entre las cosas que obliga
para prestalle más fuerza
el alma de un escribano
es la mejor hipoteca.
Bien desbocado he corrido
larga y tendida carrera
en el rocín del Parnaso,
a fe que siente la espuela.
Mi lengua está incorregible,
ponerla freno quisiera,
mas de la lengua del Sabio
sólo es freno la paciencia.
¡Ay, Belisa!, y cuan difícil
será en tu ausencia tenella,
que es vil y vulgar amante
el que la tiene en ausencia.
Anima con tus favores,
socórreme con tus letras,
pues no alentaré más vida
que aquella que darme quieras.

Juzgaron todos digna compañía la de este caballero, aunque no se atrevieron a darle por recebido y aprobado hasta que viniese Inés, que así como se acabaron de repartir los papeles y tuvo principio el cuento, escusándose con decir que ya le había oído otra vez, pasó a visitar a una señora amiga y vecina que estaba enferma, y en el interín que volvía, Pedro, tan elocuente como risueño, dijo:

-«Luego como yo tuve salud, los alcaldes del crimen prosiguieron con el conocimiento de mi culpa, a quien con secreto el hermano Llorente, por medio de otro tan hipocritón como él, atizaba, para que me diesen un grave y ejemplar castigo, busqué medios y ruegos, y todos me salieron vanos, porque los jueces estaban persuadidos a que convenía hacerse demonstración conmigo. Dábame no pequeño cuidado, cuando entrándome a visitar un personaje que conocía bien las costumbres de aquel escándalo de la república, y siendo amigo mío muy confidente, me pidió cien escudos, que yo le entregué, porque me aseguró que el hermano Llorente los había menester, según afirmaba, para hacer unas diligencias muy eficaces, con que saldría de Purgatorio una alma, y que él era tan devoto de ellas, que gustaría de vender su injuria a precio de su rescate. Yo, que siempre volé con el ingenio muy alto, aunque conocí la estafa, me pareció bien darme por desentendido, pues por aquel camino conseguía mi deseo más barato que por otro alguno, considerando que sólo en costas de guardas había de gastar más si el negocio se dilataba; y así, entregué luego en oro la cantidad, que hizo tan buen efecto, que antes de veinticuatro horas, tuve libertad porque aquella mañana siguiente, al tiempo que salían de su audiencia los jueces acompañados de sus ministros y de mucho pueblo, les salió al paso, y echándose a sus pies les habló con afectuosos ruegos, diciendo: "Doleos, señores, de tan virtuoso y caritativo caballero, que es bien que se tenga compasión de aquel que tiene piedad con las ánimas de Purgatorio. Para las diligencias y sufragios que yo tengo de hacer, sacando una alma que se me ha encomendado, haciendo la restituición de un dinero que debía, me ha dado estos cien escudos. Ea hermanicos, no hagan más molestia por mi causa a aquel santo varón. Santo dije, y no me pesa, pues desde aquella cama donde padece como hombre de la tierra, está haciendo obras de Serafín del cielo".

»Abrazábales los pies y estorbábales el paso, hasta que le ofrecieron despacharme con brevedad. El vulgón, que con atención había considerado sus acciones, acometió con él, diciendo: "Santo, santo", y sin dejarle pedazo de vestido, le cortaron las faldas por vergonzoso lugar, que fue lo mismo que condenarme a mí en costas, porque sabiendo a la tarde por el aviso que le dio el escribano del crimen, ante quien pasaba mi causa, que era su amigo, como estaba mandado soltar, acudió a mi casa a pedirme las albricias, y por cuenta de ellas un vestido que le hice sacar luego.

»Abrazóme muy tiernamente, y llamándome hermanito, alma de Dios y su mayor siervo, me hizo la cama, y forzó a que me acostase temprano, poniéndome en la cabecera un rosario que traía consigo, lleno, según él afirmaba, de muchas gracias e indulgencias, que pidiéndole yo que me lo trocase a otro, y poniéndole delante dos para que escogiese, uno de cuentas negras ordinarias y otro de corales finísimos engastados en oro, eligió el último, diciendo (como quien afectaba mucho el ser inocente): "Este de los escaramujos quiero, porque tiene las cuentas coloradas, y se me representará en ellas la sangre de mi señor Jesu Cristo".

»Alcé yo entonces la voz y díjele: "Hermanico, advierta que son corales".

»Y replicó él luego: "Huélgome mucho, bien dije yo, porque la sangre de mi Dios y Señor era fina como un coral". Y con esto le besó muchas veces, y se le puso sobre los ojos, y sacando luego un papel de la faldriquera, se le metió en el pecho sin esperar a que la plática se dilatase más, por no verse concluido de mis razones, que también agora será fuerza que se entreguen al silencio, porque me parece que oigo ruido de chapines en la escalera y veo una luz, y sospecho que debe de ser mi señora y hermana doña Inés».

Pusiéronse todos en pie, y hallando ser verdad, la recibieron con airosas y corteses reverencias, y ella por festejar al nuevo huésped, risueña y apacible con el instrumento, mostró en los dientes perlas, marfil en las manos, y en la voz otro don más superior, como aquel que tenía mayor parte de cielo, y dijo:


    -Qué tierno se queja Albanio,
cercados el cuerpo y alma,
ella de recelos tristes
y él de vigilantes guardas,
en una soberbia torre
que después de la esperanza
que puso Belisa hermosa
no se halla cosa más alta.
Aquel dichoso camino
de Madrid mira, y sus ansias
haciendo pies de los ojos
jamás de andalle se cansan.
Con el viento comunica
más suspiros que palabras,
tan veloces que le exceden,
tan ardientes que le abrasan.
En las prisiones adora,
que su voluntad las halla
más leves mientras más duras,
por ser Belisa la causa.
Invidiosos, con que siempre
fue malquista su privanza,
usurpalle los favores
quisieron a fuerza de armas.
Desnudó el amante ilustre
para su defensa y guarda
los filos de la razón,
que cortan más que la espada,
y atropellando con ellos
las enemigas escuadras,
quedó la invidia corrida
y satisfecha su fama.
Y aunque tan honrada empresa
merecía en alabanzas
más el premio que en prisiones,
estrecha cárcel le agravia.
Los ojos puso a un retrato
donde, aunque su bella ingrata
estaba más que el Sol bella,
cayó el pincel en mil faltas.
"Ay, dueño hermoso", le dice,
"cuánto las horas me cansan
en esta noche de ausencia
que es de invierno en ser tan larga.
¿Quién con ánimo alevoso
de humillar mis confianzas
hace que deis al olvido
tantas finezas pasadas?
¡Oh, mal aya!, en el infierno
de Amor lo pague, en él arda
el pecho que os aconseja
estas injustas mudanzas".
Así da quejas piadosas,
y porque solas no partan,
los ojos fieles envían
llanto que las acompaña.
Y ya del dolor suspenso,
como el sentido le falta,
sin saber si canta o llora,
lo que había de llorar canta.
"Fue mi altiva esperanza galán almendro,
floreció temprano y helóse presto.
Aquel árbol que el Amor
plantó con piadosa mano,
que en fe de tal hortelano
creció apriesa y tuvo flor,
de un triste olvidó el rigor
hoja y flor puso en el suelo,
floreció temprano, etc.".

En los últimos acentos de la bellísima castellana tuvieron principio los del gallardo caballero, que ya más temeroso, por tener delante el juez, que también lo entendía, cantó menos libre, aunque no más grave, y dijo así:


    -Mentides, mundo, mentides,
y cuantos os siguen mienten,
que en vos la verdad desnuda
pasa vida penitente.
El otro Adonis moderno
juzga con sus cascos verdes,
que es de los ojos de todas
dulcísimo matasiete.
Hácele el Amor el plato
de unas felices mujeres,
conquista de breves horas,
porque ellas propias se vencen.
Y díceme a mí que arrastran
las reinas que le pretenden
Milán, Toledo y Granada,
mal haya yo si no miente.
La otra doncelluela libre,
sólo porque la paseen,
jamás le duele la mano
para escribir un billete.
Cuando la ocasión la llama,
que ella acude y no la pierde,
a dos manos en los labios
de su amante el alma bebe.
Hala visto más de alguno
retirada algunas veces
con el hijo de su alma
en solitario retrete.
Y pretende persuadirme,
loquilla al fin no se entiende,
que en purísima doncella
mal haya yo si no miente.
Nació el señor don Pelayo,
cual Dios sabe, y muchas gentes,
y anduvo de piedra en piedra,
para que le recogiesen.
Jamás conoció al regalo,
crióse en pobres paredes,
sin haber pan en el mundo,
que duro le pareciese.
Y porque una vez Fortuna
se inclinó a miralle alegre,
y le hizo lugar bastante
para que del lodo huyese,
pone ya en sus reposteros
Guzmanes y Pimenteles,
Castros, Leyvas y Mendozas,
mal haya si no miente.
Cíñese su honesta espada,
tan honesta que no quiere
desnudarse vergonzosa
a los ojos de las gentes,
el capitán don fulano,
y piensa que se le debe,
porque dan fe sus bigotes,
el título de valiente.
Alzó contra el rey bandera,
y con retórica aleve
les persuadió a los soldados
desde un motín hasta veinte.
Y después dice que en Flandes
fue de los ciegos herejes
su espada el mayor verdugo,
mal haya yo si no miente.
Blasona de muy latino
el que nació esotro jueves,
y no hay en toda la lengua
solecismo en que no peque.
Nombre de poeta clama,
galantear las musas quiere,
sin haber jamás mojado
los labios en Hipocrene.
Ladrándoles va de lejos
a los ingenios valientes,
y es lo que él escribe hurtado
de los propios a quien muerde.
Y dice después que cuanto
roba de ajenos papeles
son hazañas de su ingenio,
mal haya yo si no miente.
Anda el otro socarrón
solícito en sus deleites,
buscándole a su apetito
mil salsas con que despierte.
Contra sí mismo predica
con artificio insolente,
pues lo mismo que él infama,
es lo propio que pretende.
Para abono de sus culpas,
con la rudísima plebe,
traje vil, zapato pobre
calza siempre y viste siempre.
Dales a entender a muchos
que como buenos lo creen,
que es ejemplar de virtudes,
mal haya yo si no miente.

La común opinión de aquellos caballeros académicos fue que no era buen cantor, sino que tenía elección gustosa y entretenida en las cosas que cantaba, y a este título, le admitieron por compañero de su conversación, con tal que el domingo primero siguiente pagase la patente en una cena, que había de ser en aquella propia casa; condenación a que él mostró obedecer gustoso, quedándolo Pedro mucho más de habelle oído rendir con tanta facilidad, y así por concluir con el cuento, que dos veces le había interrumpido, caminó con estas razones:

-Quedéme yo sin mi rosario de coral, estafado en cien escudos y con la afrenta y dolor que de mi herida tuve, y a este mismo tiempo gozaba mi hermanito Llorente aplausos y bendiciones del pueblo, que ya le canonizaba por santo. Procuré, ya que me vi bueno y libre, olvidarle, porque mientras la imaginación me representaba sus injurias con las ansias de la venganza que no podía conseguir, ponía cuantas veces me sucedía la vida al último peligro.

»Así pasaba yo entretenido con la variedad de tantas gustosas ocupaciones como en aquella ciudad se vienen a las manos, cuando un día bien de mañana, que había madrugado para despachar un propio a Córdoba, mi patria, entró el hermano Llorente, y dándome algunos abrazos que yo recebí bien contra mi voluntad, me dijo: "Hermanito, alce los ojos y estímese en más, porque esta noche próxima pasada, por medio de los beneficios que se le hicieron con la limosna que dio de lo[s] cien escudos, acabó de salir de las penas de Purgatorio aquella alma, y porque yo me tengo de partir esta tarde para una romería, he venido tan de mañana, así para darle las buenas nuevas de que se recibirá particular contento, por la mucha devoción que siempre tuvo con las ánimas benditas, como por tomar su bendición y algún socorro caritativo de su mano liberal, y limosnera".

»Yo, que siempre que se me ponía delante, sentía alteraciones en el corazón y turbaciones en la vista, por despacharle presto y escusar la ocasión de nuevo, le di un doblón, y pidiéndole que me perdonase la cortedad, le despedí. Él se fue recorriendo las demás casas de sus parroquianos, sacando de todos lo que pudo, con que juntando el hatillo y monedas, que de años atrás había allegado, huyó de la ciudad a la hora de medio día; que por ser la del comer, estaban todos recogidos y ella en mucho silencio; salí yo a la tarde de casa y hallé el pueblo lleno de confusión y espanto de dos novedades. La principal era el milagro del hermano Llorente, cuya humildad y modestia admiraban, diciendo que por esconderse de la vanagloria, y cerrar los oídos a las alabanzas de tantos, apenas sucedió el caso maravilloso cuando afirmaban, que era rígido imitador de los santos antiguos, que sepultándose en los desiertos procuraban aun en vida olvidar su memoria, y enterneciéndose algunas buenas viejas, tan ignorantes como caducas, rogaban al cielo, que hiciese sus almas tales como la bendita del hermano Llorente. Gozaba yo no la menor parte de estos aplausos, a título de haber sido medio mi limosna, para que aquel espíritu saliese de un lugar de tanta fatiga y pena, y muchos hombres cuerdos y prudentes me confesaban que vivían de aquella acción mía invidiosos.

»La otra ocasión que tenía al pueblo suspenso era haberse huido la noche antes una señora doncella muy hermosa y principal, de la casa de una tía suya, mujer mayor y muy cristiana, que por tenerla demasiadamente recogida y retirada del trato de las gentes, vivía desesperada, y llamaba a la casa de su tía su Purgatorio. Decía con sinceridad la venerable señora muy llorosa, que si el hermano Llorente estuviera en el lugar, él le dijera el modo para la restauración de tan grande pérdida, porque como era tan siervo de Dios, pensaba ella, que por revelación alcanzaría el principio y fin de sus pasos y el camino más seguro para su enmienda. Así se pasó aquel día y otros cuatro o cinco siguientes, sin que se hablase en otra plática, porque sólo en la Corte amanece el Sol con novedad, que en las demás partes dura el espanto de cualquier suceso tanto, que suele ser herencia que pasa a los sucesores: más, como la anciana tía de la fugitiva doncella hiciese singulares y peregrinas diligencias para saber de su persona, sucedió que cuando ya el negocio estaba más olvidado en el pueblo, aunque en su corazón siempre muy presente, llegó a su posada un caballero gallardo y lucido, que cubierto de plumas y esparcido de colores varias en el adorno de su traje la refirió como venía de Nápoles, y que pasando por Milán, donde tuvo necesidad de verse con el gobernador de aquel Ducado, para comunicalle ciertos negocios del servicio de Su Majestad, había visto al hermano Llorente en hábito militar, brillando tanta desvergüenza como gala, y que la gala era mucha, en cuya compañía halló a su sobrina, con quien afirmaba haberse casado, y que preguntándole él con fuertes ruegos, le dijese el modo, se le contó así: "Sabed señor, que doña Marcela, mi esposa, pasaba en casa de su tía doña Lucrecia triste y desconsolada vida, por ser tanta su reclusión, que era para ella más cárcel estrecha que casa de tía regalada; y así, la llamaba su Purgatorio, y lo mismo unas criadas que la acompañaban, que todas igualmente decían de sí propias, que eran almas que estaban en pena, porque la viejota avara y cruel, de más de la penalidad de la prisión en que las tenía, las mataba de hambre. Entraba yo solo a vellas, porque de mi persona no más hacía confianza, como si fuera yo algún varón espiritual recogido en una de las sagradas religiones que militan debajo del estandarte de San Pedro, sin advertir, que mi modo de vida era un achaque honesto que había buscado para ser holgazán y pasar de las caballerizas, donde había de estar por mi baja naturaleza, a los estrados de las magníficas princesas, que quieren a fuerza de oraciones de Beatos, sin hacer ninguna buena obra de su parte, conquistar el cielo y tener lugar junto a San Francisco. Holgábame yo mucho con todo aquel coro femenino, jardín intacto que aun de la vista de ningún lascivo mancebo no habían sido sus rosas ofendidas. Pedía por el pueblo limosna para las ánimas de Purgatorio, y éstas eran, a mi modo de entender, las tales doncelluelas que le padecían tan áspero debajo del dominio de tía tan dura y obstinada, a quien llevaba con mucha abundancia cuantos regalos ruedan en ciudad tan copiosa, donde por ser todo en común y en particular tan apetecible, sólo es dificultoso elegir lo que no sea de comer. La Marcela, desesperada de que jamás su tía la casase en su vida, porque aunque le habían salido muy buenas ocasiones, se las divirtió por no dotalla y obligada de mis muchos regalos y beneficios, se me entregó, que las mujeres injusta y demasiadamente apretadas aprovechan la ocasión, cuando la hallan, aunque sea con un negro; unas por venganza y otras por cumplir con necesidad tan natural y forzosa, y algunas por entrambas razones. Hallábame yo con más de diez mil ducados en dinero, adquiridos en otros tantos años de Beato, que en cabeza de unos mercaderes estrangeros pasé en letras a Italia, donde pretendía huir, como después lo ejecuté con mi esposa doña Marcela; pero, al tiempo que estábamos ya con todas las prevenciones de la partida presentes, se ofreció un impedimento rigurosísimo, y fue, que dicha doña Marcela debía a una dueña que la guardaba cien escudos, y no la quería dar escape, hasta que la pagase, aunque yo la tenía sobornada con otros tantos, porque la dejase el paso libre, pero decía que eran diferentes cuentas: una darle yo aquel donativo por la razón que entre nosotros estaba tratada, y otra pagarle la partida que se le debía. Conocí que se fundaba en razón y halléme confuso, y no poco, de ver que estaba ya mi dinero fuera de España y que tasadamente había dejado el necesario para la costa del viaje, pero el propio día me ofreció mi buena suerte un encuentro con un majaderón, que llegó de Córdoba a Granada, de donde resultó estafalle en la misma cantidad por un peregrino modo, siendo comprehendidos en el mismo engaño el pueblo y la nobleza, a quien di a entender con el rebozo de un equívoco lenguaje que los quería, para hacer una restitución por una alma de Purgatorio; y prosiguiendo con mi cautela, el mismo día siguiente a la noche que huyó mi esposa, eché voz que el alma había salido con aquel sufragio. Hui yo después de mediodía, y el vilísimo vulgo, que las acciones de los virtuosos reprehende y fiscaliza, dio a lo que era fuga de delincuente nombre de modesto retiramiento, presumiendo que yo como autor del que ellos juzgaban milagro, procuraba esconderme a las alabanzas populares; y pienso que aun hoy vive con este engaño, de que haciendo no pequeño escrúpulo, os lo advierto, para que refiriéndolo así, sea escarmiento el pregón de mis culpas a la bárbara y osadísima plebe, que canoniza y aplaude tantos viles holgazanes que, debajo de la capa de santidad, con las virtudes que mienten, afeitan los vicios que ejercitan".

»Tales fueron las palabras del caballero soldado, que pusieron a doña Lucrecia en el último paso, dolorosa y corrida de ver que la miseria de su estrecho ánimo hubiese dado causa a la perdición de su sobrina. Sin duda, aquel cuento nació con alas, porque en pocas horas estuvo en todas las bocas de la ciudad, resistiéndole la incredulidad de muchos más ignorante que buenos, pero al fin concediendo después, todos pasaron de la admiración a la risa, siendo yo el blanco de sus donaires, con que me desterraron de aquella ciudad cielo de la tierra, sucediéndome lo mismo que a Adán, que fue echado del Paraíso».

Nunca los presentes mostraron tanta alegría, porque se gozaron de ver que el agente de todas las burlas y tretas hubiese sido una vez el paciente, y sobre este fundamento dijeron con sutileza y brevedad algunas cosas, de que Pedro dando indicios de turbación, ocasionó sospechas de que se había corrido, y a pocos golpes descubrió su flaqueza, porque la gente que con más facilidad se rinde son los mismos graciosos que, habiendo ganado esta opinión, juzgan demasía que nadie se les atreva con sus mismas armas. Dijo ciertas palabras libres, de que alguno de los presentes se pudiera dar por ofendido, pero el caballero aragonés, haciendo de la guitarra montante, hirió en las cuerdas, lo que se pudiera temer sucediera en las cabezas de los contendores, a no elegirse este medio, y con mucho donaire dijo:


   -Yo soy un hombre que escribe,
versos digo, que no causas,
poeta sino escribano,
aunque no es menor la causa.
De Madrid vine a Toledo,
y es tan grande mi desgracia,
que echarme a rodar quisiera
si cuestas no le faltaran.
Salíme al campo una tarde,
donde a imitación del alba,
las altas ruedas del Tajo
lloran lágrimas de plata.
Volvíme y hallé en la vega
dos mujeres temerarias,
vómitos son de la Corte,
que de ella están desterradas.
Fuilas siguiendo hasta el río,
donde al corriente del agua
sudé por decir concetos,
trabajé por obligallas.
Descubrióse al fin aquella
por quien yo triste penaba,
y mostróme un rostro pardo
lleno de paño y de manchas.
Celosa estaba de un hombre,
celosa y desesperada,
parda en el rostro venía
y muy azul en el alma.
Oro y seda arrastra y viste,
y así la dije en su cara:
«¿Cómo un rostro que es de paño,
viste seda y oro gasta?»
Era carilarga mucho,
y en tal forma carilarga,
que el paño que está en su rostro
podía medirse a varas.
Mostróme en el lado izquierdo
dos gentiles cuchilladas,
que con ser dadas en paño
muy mal zurcidas estaban.
Díjome: «Sois un grosero»;
mas yo con más justa causa,
por el paño de su rostro,
la respondí que era vasta.
Entre estas y otras razones
bostezó con muchas ansias;
pienso que se abrió la tierra,
que era su boca mas ancha.
Alargó el paso la vista,
que ha bien pequeñas jornadas,
como abrió tan ancha puerta
la vio todas las entrañas.
Entró sin ningún estorbo,
que como su edad es tanta
las murallas de los dientes
dejaron de hacerle guarda.
Jamás vi boca más negra,
ser del infierno pensara
si hubiera sido curiosa
en alquilarle unas llamas.
Levantóse para irse,
y dijo muy mesurada:
«Es muy propio de hombres bajos
no respetar a las damas».
Reconocíla al momento,
que como por mi desgracia
soy cosario de la Corte,
reconozco sus cosarias.
Repliqué: «Si dama es,
¿cómo se le olvida, hermana,
cuando fue con su almohadilla
a hacer labor a la casa?
Cuando la pagaban todos,
quedando muy bien pagada
con aquel porte ordinario
que le ponen a una carta.
Tuvo ventura en casarse,
pues como si le pintara
halló un hombre enfermo de ojos,
que su marido se llama.
Hombre es, que no bebe vino,
y con ser su regla tanta
(sucesos son de fortuna),
trae la cabeza cargada».
Fue a responderme, y yo entonces
la presenté mis espaldas,
porque no se fuese el día
en respuestas y demandas.

Parecióles a todos que el último verso que se cantó les había dado la doctrina que debían seguir, y así por escusar respuestas y demandas bajaron, sin despedirse ni esperar las hachas, las escaleras, y con tan poca cordura, que fue mucho que alguno dejase de caer en las manos de la cirujía, arte que ejercitando crueldades, consigue una insigne piedad utilísima a la naturaleza.




ArribaAbajoProsigue la conversación, y refiere Pedro la donosa burla que armó a un maestro de esgrima y a un corchete

Hizo el cordobés ausencia por unos días, y todos fueron de vacaciones para la conversación de su casa, por cuya causa él abrevió el negocio y volvió presto tan puntual, que llegó el domingo en la noche que estaba asignado para que en él diese el caballero aragonés la cena. Empezaron a juntarse los académicos, y uno dijo cómo le había dejado enfermo en su casa y con calentura. Dioles esta nueva a todos un frío terrible con sudor mortal, porque sospecharon que el mal era fingido, y con ánimo de escusarse a este título de cumplir con su obligación. Pasaron de esta plática a la del ensayo, en que no padeció poco el poeta, porque cada uno presumía que era el primer representante del mundo, y aunque hombres entendidos y hábiles, como aquello no era su profesión, apenas había alguno que estuviese sin vicio notable, cual en las acciones y cual en la entonación de la voz. Desconsuelos fueran del ánimo del ingenioso Pedro estas fatigas, si no le alentara el ver que se sabía ya bien de memoria la primer jornada, señal cierta de que todos estaban gustosos, con que lo demás podría tener enmienda con la continuación de los ensayos, que se fueron prosiguiendo otras noches; y se desengañaron, viendo que faltaba en todas ellas el caballero aragonés, de que su mal era fición, y así le visitaron todos, procurando entretenelle y regalalle cada uno en competencia; su achaque era melancolía y los fundamentos de ella no pequeños, porque siendo uno de los hombres más nobles de su patria, y hijo y nieto de padres y abuelos que en servicio de los reyes vertieron sangre y hacienda, causa de haberle dejado con menos riqueza y ostentación de la que pudieron, miraba en ella a muchos aventajados y preferidos, por los pasos que se temió que se despeñaban a su ruina y destruición.

Con tales visitas que le variaban la imaginativa en diferentes empleos, esparció el corazón encogido, pero nadie fue causa tan efectiva de su salud como la bellísima Inés, cuya presencia desvaneció las nubes; y siendo ella Sol que salía, fue también ave que le saludó cantando de este modo:


   -Por los campos de Navarra,
Albanio llegar pretende
al muro de Zaragoza
que a las estrellas se atreve.
Ausente va de Castilla,
y por más desdicha ausente
de Belisa, cuyos ojos
las luces del Sol suspenden.
Sus labios y sus mejillas
bellos abriles parecen,
y así en mejillas y labios
cuatro primaveras tiene.
La muerte y amor la humillan
sus armas que al mundo ofenden,
que la tratan con respeto
los que a los reyes le pierden.
¡Qué triste el pastor camina!
Párase y los ojos vuelve
por esperar a su alma
que atrás se le queda siempre.
Pensamientos le combaten,
mensajeros de su muerte,
tan valientes que rendirse
en fuerza, aunque más se esfuerce.
Suspendióse en los cristales
del Ebro, y a sus corrientes
veloces y fugitivas
esto dice, aunque más siente:
«Si con tus libres cristales,
Ebro, al mar corriendo vas,
detente, que ya en mis ojos
te sale al camino el mar.
Mientras yo vivo penando
del Sol de Belisa ausente,
de la Fortuna inclemente
el grave rigor llorando,
si veloz vas caminando
al imperio de cristal,
detente, etc.
Si el tributo llevar quieres
al padre de tantos ríos,
darásle en los ojos míos
al mar, cuando a ellos le dieres;
mientras más corriendo fueres
más del mar te apartarás,
detente, etc.»

Agradecido el enfermo al favor, se entró en una silla, y aquella misma noche asistió a la academia y se holgó no poco de ver el ensayo de la comedia y bailes, que ya estaban muy cerca de su perfección, y convenía así, porque desde aquel día al segundo de Pascua de Navidad, que era en el que se había de hacer, faltaban solos quince. Acabóse temprano esta ocupación, y cuando trataban todos de despedirse, el caballero aragonés los detuvo, diciendo que aquella noche había de quedar escrito en el número de los antiguos, pagándoles la patente de la cena en que le tenían condenado; y así, pidió con muchos ruegos al astuto Pedro, que mientras acababa de prevenirse, entretuviese a aquellos señores con la narración de una de sus más felices aventuras. El que había renovado los espíritus sólo con la esperanza de tan opulenta cena, tan alegre como si ya hubiera bebido, empezó con gallardía y despejo, y dijo así:

-Maestro de la falsa destreza era un mulato de mi lugar, que habiendo sido esclavo de un veinticuatro que en él murió, le dejó libre en las acciones, ya que él lo fue no poco en las costumbres. Tenía presunciones de valiente, y yo sé que podía servirse echo cuartos en la mesa de cualquier cuartanario regalado, que no fuera la peor gallina que hubiera sazonado su puchero. El rostro tenía bien acuchillado, no de heridas que recibió en pendencia corriente con su espada tendida, sino que se las dieron a su pesar algunos que fueron más liberales con él de lo que quisiera. Su lengua no era muy sana, y de eso le procedió el traer su rostro con tantas señales de la Santa Cruz, con que andaba siempre abroquelado contra el demonio, que era lo propio que contra sí mismo. Nada le hizo más desgraciado que el haber hecho conceto de sí que era gracioso. Verdad es que en la ignorante y vana destreza que él profesaba, se desenvolvía con agilidad, y ejecutaba con pujanza aquello que alcanzaba con su conocimiento, de modo que con la negra era Lucifer en campaña.

»Estaba yo mal con él, porque siendo mozuelo que entonces iba al estudio de la latinidad con una sotana corta y ferreruelo, porque yo me crié sin padres y sirviendo, me llamaba el Licenciado Sotanilla y solía decirme que le diese el paño que había cortado de aquella sotana, para echar soletas a sus medias; para mí en aquella edad injuria que la ponderaba como si fuera un sacrilegio. Fui creciendo un poco, y él no obstante el verme ensanchar de espalda y descollar de garganta, porfiaba en su gracejo. En el mismo tiempo que ya yo las noches salía un poco a volatería de mozuelas de sayuela y corpiño, cobré también odio a un mal ministro de justicia, tan airoso de boca cuanto desairado de talle, llamado Beltrán, corchete del alguacil mayor y el mayor bebedor de los corchetes, cuyo estómago esponjoso embebiera en sí la cuba de Sahún. Éste, a título de que los estudiantes no podían traer armas, me quitó una noche la espada y broquel que llevaba, con algunas palabras ignominiosas que me dijo de camino, como si estas le hubieran de valer también dineros. A la mañana, cobré las armas que le rescaté por ocho reales. Preciábase de muy diestro y decía que había de venir a la Corte y sacar su carta de examen del maestro mayor, y poner su escuela en competencia de la de Baltasar. Tal era el nombre de nuestro esgrimidor mulato, que con gran desprecio se burlaba de él, porque decía locura semejante, y pusiera muchas veces las manos en su persona, si no le respetara por sombra de alguacil mayor y temiera que llamaran achaques de resistencia lo que fuera castigar a un bellaco, y que a este título le hicieran saber cuantos vientos pasean por la mar, vista que bastara sólo a matalle, porque si una gota de agua le ponía mortal, ver aquel océano inmenso donde se congregan todas, ¿qué hiciera? Aun cuando con él se quisiera mostrar piadoso, acción que no se podía esperar de tan grande y tan descubierto enemigo.

»Ofreciósele a Beltrán una jornada a la ciudad de Málaga, y él dio a entender que era a la villa de Madrid, de donde volvería calificado para gobernar un montante en plaza pública con autoridad absoluta. Detúvose algunos días en el negocio, con que los de su parcialidad esforzaban más la voz, diciendo que venía ya con borla de tan insigne magisterio. Restituyóse al fin a nuestros ojos, pérdida de que estaban bien consolados, y aunque no mostraba su despacho, porque no le traía, confirmaba con las palabras en presencia lo que sus amigos habían estendido en ausencia. Yo, que estaba puesto con silencio en espera como buen cazador, y atento a sus acciones, aunque bárbaras, de ellas mismas, por serlo, saqué el modo de mi venganza tal como el que agora diré sin mentiros ni alabarme con vanidad. Fue, pues, que puse una noche unos carteles por la ciudad que amanecieron en las cantones de letras gruesas y coloradas, al modo de estos con que los autores de comedias convidan al pueblo para que los oigan; y decían: "Beltrán, nuevo maestro de esgrima, examinado con aprobación del maestro mayor de la Corte, enseña a jugar todo género de armas dobles y sencillas a los caballeros en sus casas, y a los pobres de balde".

»Llenóse el lugar de este nuevo caso, y apenas lo entendió Baltasar, cuando rabiando, que con menos ocasión pudiera, pues era perro, hizo junta de todos sus discípulos, que eran los mayores matantes del Andalucía, y determinaron esperar la noche, que apenas vino cuando cargados de rodelas, broqueles, espadas largas, y de todas las demás armas no permitidas, fueron a las partes donde estaban los rótulos y los llenaron de lodo, y luego escribieron en las propias paredes:"Víctor, Baltasar; Beltrán, cola, corchetazo malazo, corchetón malón, muera el corchete si en eso se mete". Y más abajo, por último fin de sus injurias, plantaron estas coplas:


    Maestro de fuelles viene
el corchete a este lugar
sólo a enseñar a soplar.
El maestro que ha venido,
en la fragua de un herrero
su oficio hará verdadero.

»Las nuevas llegaron a Beltrán, y aunque es verdad que él no había puesto los cedulones, supuesto que el vulgo pensaba que sí, conoció como era cierto que la satisfación de habellos embarrado corría por su cuenta, y mucho más la de los coplones inmundos. Acudió luego a querellarse al alcalde mayor, que trató el caso con muchas veras y quiso prender con severidad rigurosa a delincuentes tan graves, pero como el dicho Baltasar tuviese por dicípulo al hijo del corregidor, no sólo él y los demás cómplices [no] fueron presos, sino que haciéndose del caso risa, burlaban del Beltranejo, refiriendo muchas veces las coplas, habiéndose convertido en entretenimiento de todos el negocio de que él quisiera haber sacado particular castigo; hallóse afrentado, y como era cobarde (aunque el otro no le quedaba a deber nada), desesperado de poder satisfacerse, para consuelo suyo se recogió una noche a la taberna de un Alonso Miguel, que era su compadre, donde halló algunos cofadres del trago, y entre ellos uno que, teniendo la copa en la mano, antes de llevalla a la boca, alargó el gaznate, y alentándose con el perfume de la olorosa vasija, dijo: "Créame voacé por esta santa criatura de Dios que tengo en mis manos, que la crió para provecho de los hombres, que es muy honrado y no sabe voacé cuan honrado es como yo, que sé que es el mismo honrado. Acuérdase voacé, que si hará, que no le puede haber olvidado, cuando con dos huesos de aceitunas dejamos aquí en casa del señor compadre un cuero en seco, por cierto en buena hora sea contado, que este mismo día cumple años, que yo tengo, aunque flaca cabeza, buena memoria, y sé que es así. Pues mire, no hemos ser menos hombres hogaño que antaño, a lo menos en mí no es menor la sed ni la barriga, y me alegro mucho, porque venir de más a menos no es de gente honrada, y porque lo crea, mi rey, dé gracias a Dios y verá como aquí a pie quedo hago lo que entonces".

»Calló con esto, y riéndose con la copa, o por mejor decir, con lo que estaba dentro, vacióla en el estómago. Brindó luego a la salud de diferentes personas, y teniendo más ganas de beber que gente a cuya salud brindar, hizo un brindis a la salud de los corchetes. Replicáronle los circunstantes con grande admiración, diciendo: "¿Cómo a la salud de los corchetes?".

»Y respondió, colándose el vino muy apriesa: "Sí, que aunque corchetes, son prójimos".

»Mas por Dios que estamos nosotros cerca de hacer lo mismo, porque veo las mesas y la cena en ellas, quédese aquí el cuento, que yo doy mi palabra de templarme tanto en los brindis, que pueda proseguir después con su narración, que os tenía suspensos y entretenidos».

Hallólos a todos de su parecer, y cenando con mucho regalo y abundancia, el torrente y la malvasía, musas entonces de aquel Parnaso, inflamaron los ánimos de los presentes para decir cosas que ni supieron cómo se las hallaron ni acertaron a repetillas. Diósele luego al caballero aragonés la borla de antiguo académico, y para celebración de tan insigne festividad, Inés puso las manos en el instrumento, los ojos en los circunstantes, y ellos en ella todas sus almas, que tan atentas como rendidas, le escucharon, y ella dijo:


    -Dos fugitivas fuentes
se abrazan en un prado
a los ojos del cielo
que invidia sus abrazos.
Amante de Belisa,
aquí suspira Albanio,
más noble que los reyes
después que fue su esclavo.
Serrana a quien el cielo
dio generoso cargo
que un tiempo tuvo el Sol,
de alumbrar abrasando.
Como el amante siente
la fuerza de sus rayos,
así a las aguas dice
por ellas suspirando:
«Cristalinas fuentes,
bañad mis labios,
que me abraso de amores,
¡ay, que me abraso!
Templa, Belisa, el fuego
de tus ojos, que es tanto,
que le temiera Troya
más que al que fue su estrago.
De tus manos la nieve
abrasa los peñascos,
porque es leña de amor
la nieve de tus manos.
Siempre que en ellas veo
tan insigne milagro,
con respeto las miro,
con razón las alabo».
Así se queja, y luego
al cristal regalado
de las corrientes libres
les pide su descanso:
«Cristalinas fuentes,
bañad mis labios,
que me abraso de amores,
¡ay, que me abraso!
¡Ay, claras fuentecillas!,
que alegres caminando
vais a dar la obediencia
al imperioso Tajo,
¿cómo vuestras corrientes
son beneficio avaro
para el dolor que siento,
para el fuego que paso?
Ved que lejos habita
la salud que no alcanzo,
si es vuestro alivio corto
y mi tormento largo.
El alma que es divina
mejor sufre su daño,
mas, ¡ay!, que el cuerpo dice
cobarde suspirando.
Cristalinas fuentes
bañad mis labios,
que me abraso de amores,
¡ay, que me abraso!»

La plebe que escuchaba se dividió en diferentes opiniones: unos pidieron que Pedro prosiguiese con su cuento, y otros que Inés cantase otra letra, que como fuese la mayor parte de los votos de este parecer, obedeció y dijo:


    -Burlóse la niña
del Amor y huyóle,
corre Amor tras ella,
mas, ¡ay, si la coge!
La niña que hiere
libres corazones,
rosa de los prados,
alba de los montes;
que porque a su boca
abril reconoce
de una envidia honrada
se encienden las flores.
Libre como bella
un día burlóse
del niño gigante
que mata los hombres.
Y aunque al viento leve
da plantas veloces,
corre Amor tras ella
mas, ¡ay, si la coge!
Amor y la niña
un tiempo conformes
amistad juraron
con abrazos nobles,
y ella que ha nacido
para armar traiciones,
cuando más seguro
las paces le rompe.
Que la que en belleza
por Sol se conoce,
cercada de engaños
también es la noche.
Y así recelosa
a huir se dispone,
corre Amor tras ella,
mas, ¡ay, si la coge!
Dios libre a la niña,
mire cómo corre,
que si Amor la alcanza
morirá en prisiones.
Harála que pruebe
celosos temores,
que ausente suspire,
que olvidada llore,
Y por más castigo
de sus sinrazones,
que adore desdenes,
si negó favores.
Sus alas sutiles
el miedo la pone,
corre Amor tras ella
mas, ¡ay, si la coge!

Con tanta propiedad cantó estos versos la bellísima Inés, que a todos les pareció que habían visto huir a la niña y al Amor correr tras ella. Bien quisiera Pedro ocupar con su prosa el campo que dejó vacío, que algunas veces le tentaba el espíritu de la elocuencia, mas el caballero aragonés, olvidado de sus melancolías, le impidió el intento cantando, como si hablara consigo propio, y dijo:



    -Que no hay tal andar
como andase a buscar solaz.

   Huigo amores charlatanes
de vírgines importunas
por no verme por tribunas
en lenguas de sacristanes.
Los que son de Amor jayanes
batallen con una suegra,
que mi apetito se alegra,
tan libre y resuelto es,
de una boda cada mes
cuando más suele durar,
que no hay tal andar, etc.

    Sirva al señor día y noche
el que a caballero pasa,
porque de amores se abrasa.
Del estribo de su coche,
ya madrugue, ya trasnoche
por llevalle su invención
dulces de la adulación,
que en el rincón que nací
no halló más Señor que a mí,
que a mí me pueda mandar,
que no hay, etc.

    Sediento de perlas bellas
busque al indio navegante
sin temer que el mar levante
motín contra las estrellas.
Ya se llore encima dellas,
ya en la arena sepultado,
que de mi hacienda ayudado
pongo, aunque es algo liviana,
cinco ollas cada semana,
y sopas no han de faltar,
que no hay tal andar
como andarse a buscar solaz.

   Siga pues la ardiente llama
de la guerra el que quisiere,
y en premio de lo que hiciere
tire gajes de la fama.
Dele el suelo dura cama
al tiempo que arroja el cielo
sobre él frazadas de yelo.
Bueno es sin fama un rincón,
que a fe que por mi ocasión
ronca no se ha de tornar,
que no hay tal andar, etc.

    Sea el avaro, penando,
del oro y plata que encierra,
rufo, pues de tierra en tierra
los lleva siempre ganando.
Coma siempre fabricando
hurtos de plumas sutiles
con sus pensamientos viles,
pese en su casa el dinero,
que al dinero no le quiero
si no viene sin pesar,
que no hay tal andar, etc.

   Válgase el otro letrado
más que de testos, de gritos,
y sin ser santo, infinitos
le tomen por su abogado.
Sordo esté, y arrinconado,
hasta que al fin por servir
el rey le permita oír,
que yo, gracias al Señor,
soy por dos lados oidor
de lo que quiero escuchar,
que no hay tal andar, etc.

Pedro, que miró suspendido con esto al yocoso aunque noble cantor, viéndole que aún se había quedado con la guitarra en la mano y que mudaba de pasacalle, señales de que temió que trataba de cantar otra cosa, estuvo algo impaciente, y conociendo lo mismo en el auditorio, y que mostraba gusto de oírle desatar la competencia de aquellos dos bacanales contendores, tan osado como favorecido, le quitó al caballero aragonés el instrumento, y disparando prosa, fueron estas sus más templadas razones:

-A imitación de aquel brindador maestro, los demás que le aplaudían, se mostraban infinitamente racionales, porque era fuerza que tuviesen mucha razón, pues tantas veces la hacían. Quedó el cuero desangrado, y tan vacío, que le ocupó el aire, que de haber sido aposento del fuego, vino a serlo del viento. Tuvieron soplo de que estaba otro en la cueva, y mandándole parecer ante sí, por primero, segundo y tercero término, viendo que no lo hacía,


    Siete veces echan suertes
sobre quien irá a buscarle,
todas siete le cupieron
al tabernero compadre

»Viéndose convencido, bajó, aunque no de muy buena gana, porque aquellos señores bebían de contado, y pagaban sobre tarja. Echóse al hombro el difunto, y apenas llegó con él a donde estaban los seis conformes, que tantos eran, y para esto tan unidos, como si fueran nacidos de un vientre, cuando el Beltranejo dijo: "En mi vida he visto cuerpo muerto que huela tan bien como éste". Y desangrándole luego sobre un cántaro grande que allí estaba, bebieron todos a boca de cántaro, hasta hacer el mismo estrago en él que en el otro. Ya que tenían ardiendo las sienes, brillando los ojos, y vaporeando los celebros, las lenguas gruesas, los brazos tendidos, y las piernas en forma de X, entraron en consulta, y salió determinado que fuesen todos juntos a borrar las ignominiosas coplas, y que en su lugar se escribiesen otras, y para esto se cargaron de espadas y broqueles, y llevando una linterna, que les mostrase las esquinas, por no topar con ellas, y los arroyos, por pasallos sin poner los pies en el agua, que la tenían en tan poco, que aun se despreciaban de pisalla, fueron dando vueltas de una en otra calle, y habiendo andado tres o cuatro veces el lugar de puerta en puerta y de barrio en barrio, les amaneció el Aurora, bien disculpada entonces de la risa con que siempre viene, porque las figuras que vio en ellos descompusieran al más mesurado.

»Halláronse entonces todos juntos a la puerta de una casa principal que tenía dos figuras de piedra, y diciendo ellos, "¡Son por Cristo!", cerraron con furia tantas veces que hicieron en sus mármoles harina las espadas; y pensando que los dejaban muertos, salieron al campo diciendo: "¡Iglesia, Iglesia!", y asiéndose a las aldabas de la puerta de una ermita, cayeron en tierra del cansancio y del sueño rendidos.

»Habían tenido los de la parcialidad del maestro esgrimidor noticia de la intención que llevaban los de la cuadrilla contraria, y pareciéndoles que perderían mucho crédito con el lugar, si les borraban sus coplones, y en la misma parte les escribiesen otros que hablasen de sus afrentas, determinaron (como lo pusieron en ejecución) guardar las esquinas de la calle, y defender valerosamente la parte que les tocaba en ella. Previniéronse del mismo licor que sus contendores, porque en esta opinión todos eran unos, y plantándose en el puesto, se pasearon desde la nueve de la noche hasta la una. El mulatazo, desvanecido y soberbio, como quien ignoraba la causa que detenía al corchetón, arrojaba palabras al viento y decía: "Siempre me aseguré yo de que aquella gallina se había de quedar en el gallinero. ¡Vive Dios, que quisiera tener un escribano aquí que me diera por testimonio lo que nos ha pasado!".

»Apenas lo dijo, cuando vio cerca de sí no uno, sino un par dellos, que entre otros ministros de justicia venían acompañando al alcalde mayor, que reconociéndolos, les quitó las armas y los enviara presos, si no fuera hombre respetivo y atendiera a no dar disgusto al hijo de su corregidor. Quedaron con esto muy desairados, y viendo que amanecía, hicieron pesquisa de sus contrarios, y no hallando noticia de ellos, ni aun en sus propias casas, de donde se decía haber salido la noche antes, recelaron que les podría haber sucedido alguna desgracia, y que mientras no se hallasen los actores, a ellos, como a enemigos descubiertos, por ser los del bando contrario, les habían de echar la culpa y castigallos rigurosamente. Por esto se escondieron en lo más alto de la torre de una iglesia, cuyo sacristán era muy amigo de todos, que a medio día los banqueteó, y anduvo más liberal de lo que podía esperarse, de un hombre que comía de aleluyas y kiries.

»A estas mismas horas, despertaron de su bacanal sueño los de la ermita, y mirando sus espadas hechas pedazos, decían: "Por Dios que venían gentilmente armados, pero esta vez no les valió la prevención". Así estuvieron platicando, sin desengañarse del todo, porque aunque ya estaban libres del vino, no de las fantasías que con él recibieron, que esas se les quedaron igualmente impresas, pero con todo eso determinaron, como lo hicieron, entrarse en el lugar, por ser la hora en que comían todos y estar solas aun las calles más frecuentadas. Hiciéronlo así y trasladaron sus cuerpos embalsamados de la desierta ermita a la casa de Alonso Miguel, su compadre, y le pidieron muy encarecidamente que los escondiese en la cueva, pareciéndoles que allí estarían con más seguridad. El Alonso, que era socarrón, tuvo la petición por muy sospechosa, atento a tener en aquella parte el vino, y así los aseguró primero de que venían engañados, porque él no había oído nada cerca de semejantes muertes, y que era forzoso que si fuera así, estuviera público en la ciudad, y juntamente les ofreció ir a la mesma parte donde ellos decían que dieron la batalla, y ver la sangre y demás señales de mortandad, que en ella se mostraban, y traerles fiel y cumplida relación.

»Agradóles a todos su consejo, y escondiéndolos en un aposento bajo, donde los dejó cerrados, llegó al sitio que en su opinión engañada fue tan infausto, y viéndole enjuto y sin los lagos rojos y hervientes que ellos significaban, dio la vuelta, y al pasar por la calle donde estaban los hombres de piedra, en quien ellos rompieron sus espadas, vio al señor de la casa, que era muy conocido suyo, que alumbrándole un criado con una hacha, se lamentaba de semejante maldad, y juraba que si podía averiguar quién hubiesen sido los malhechores, los había de hacer echar en galeras. Hizo recoger los pedazos de las espadas que se les quedaron, y mandó que se le diesen a Alonso Miguel, que siendo hombre de buen discurso y reconociendo el estado de las cabezas de sus huéspedes, y que habían traído las espadas rompidas, dio en lo que aquello pudo ser; que lo acabó de confirmar, cuando volviendo a su casa, halló que unos pedazos venían bien con otros. El sacristán al mismo tiempo salió por parte de los de la otra cuadrilla a entender el estado de las cosas, y como en el lugar hallase muy poca luz, se fue a visitar al compadre y de él entendió que allí estaban los de la facción corchetense, y dándole aviso como él tenía los de la amulatada compañía, determinaron juntallos y hacellos amigos. El compadre Miguel instó mucho en ello, porque en la celebración de sus paces pensaba despachar cuatro cueros de vino. Juntáronlos al fin, y después de haberse abrazado, se les apareció una olla de mondongo bien salpimentado, con que los achaques de la sed se les fueron aumentando. Los cuatro pellejos del compadre Alonso Miguel parecieron pequeño socorro, y tuvo necesidad de valerse del empréstito de otros dos, que le hizo un amigo y vecino. Tal es la historia más para vista que referida».

Así dijo Pedro, cuando Inés cantando, robó con mayor facilidad los ánimos de los presentes:


    -Escucha, Laura hermosa,
las ansias de mi pecho,
más porque tú las causas
que porque yo las siento.
La noche que saliste
a los campos amenos,
cobardes las estrellas
de ver tu luz huyeron.
Escondióse la luna
entre nublados negros
por no cegar sus luces
en rayos más perfectos.
El viento airado entonces
fue grato y lisonjero,
que haciendo a todos locos,
a él le hiciste cuerdo.
Desde el río subía
sutil cuanto risueño
para ser de tus labios
dichoso pasajero.
Yo, feliz en mirarte,
fiel amante y no ciego
te rendí sacrificios
sin engendrar deseos.
Constante y animoso
te adoro y te venero,
aunque me den más voces
los naufragios ajenos.
Que a mí, que por tu causa
ningún peligro temo,
provocan, no escarmientan
infelices sucesos.
Porque si otros amantes
morir de amor supieron,
siendo en mí el Amor más,
no será el valor menos.
Animaráme tanto,
el ver que eres mi dueño,
que esto que en mí confío
de ti propia lo espero.
Vivir quiero a tu sombra,
mas, ¡ay, que vano intento,
si en los rayos del Sol
hallar sombra pretendo!
Ayúdeme mi estrella,
oh tú Sol, que es lo menos,
porque en ti se halla todo,
que todo está en el cielo.

En estos últimos acentos les amaneció la Aurora, pareciendo entonces Inés ave que la recebía con su canto, y haciendo del día noche los que de la noche hicieron día, se retiraron todos a sus posadas, y en ellas a las camas, donde el sueño que se despidió de unos, empezó en otros siendo el de estos segundos mucho mayor, pues oponiéndose al común vivir de los hombres, violentaban los decretos saludables de la naturaleza.



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