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El taller expresionista de Delibes: el modelado del personaje en «Las ratas»

José Luis Calvo Carilla


Universidad de Zaragoza

Todo -y otros mil detalles- ridículo o grotesco, porque así adquieren las cosas, en su deformación, un aire de esperpento [...]. Por eso el libro está marcado por la irrealidad de todas las deformaciones, pero tras el espejo aberrante hay figuras que viven hoy en mil países y para las que tampoco hay esperanza. Son millones de seres degradados hasta los límites del infantilismo...


(Manuel Alvar, El mundo novelesco de Miguel Delibes)                







ArribaAbajoLas manos del alfarero

Este certero juicio, que Manuel Alvar aplicó a los menguados héroes de Parábola del náufrago, no pierde su utilidad ni su vigencia a la hora de caracterizar también a otros muchos personajes de la narrativa delibesiana y, especialmente, a los seres que pueblan el universo rural de Las ratas, modelados con el mismo barro primordial de la tierra que pisan.

No fue una casualidad el hecho de que Miguel Delibes dedicara su tesis de fin de carrera a estudiar la evolución comercial de una industria cerámica que poseían unos tíos suyos. Unos pocos años antes, quizás había sido también ese ejemplo familiar el que había despertado su vocación de alfarero. El modelado del barro y el dibujo fueron aficiones de infancia y adolescencia «que tuvo que abandonar ante otras opciones que sus padres entonces consideraban más provechosas» (Delibes, 1983: 168). Y, a pesar de este interés paterno porque el vástago siguiera la tradición familiar, el joven Miguel realizó los dos años de estudios de modelado y escultura de la Escuela de Artes y Oficios de Valladolid simultaneándolos con los de Comercio.

Los personajes de Miguel Delibes parecen nacidos de sus manos de ceramista o alfarero. No parece que hasta el momento se haya reparado en la trascendencia de esa temprana y arraigada afición a la alfarería, uno de esos oficios artesanales en franca regresión en el siglo XIX y, a comienzos del pasado, completamente barridos por la producción industrial. Esta seducción que el modelado en barro ejercía sobre Delibes solo puede compararse en importancia a la práctica de la caricatura, la segunda de sus grandes pasiones juveniles (Alonso de los Ríos, 1991: 95-96). Ambas constituyeron las herramientas primarias de un novelista cuya iniciación en la novela fue tardía e intuitiva, sin una formación literaria específica.

Entre la práctica del modelado y de la caricatura y la creación de personajes vivos que protagonizaran historias mediaba tan solo el taumatúrgico «¡Levántate y anda!». Esos mundos posibles, vividos o por vivir, estaban implícitos en cada criatura nacida de sus manos o de los rápidos trazos de su pluma. De ahí que la distancia de lenguajes artísticos en modo alguno le supusiera un obstáculo ya que, como ha confesado el propio narrador en diversas ocasiones, el arte es uno y no vio salto cualitativo alguno en «derivar a las letras».

Cierto que fue a raíz de su ingreso en 1944 en El Norte de Castilla cuando despertó en él la comezón de narrar historias. Pero si el advenedizo redactor aprendió en el venerable diario provinciano el oficio de escribir y la necesidad de subordinar la inspiración a las urgencias en las que tenía que multiplicarse diariamente, las técnicas específicas de la comunicación periodística -y especialmente su trabajo en el mismo medio como caricaturista (Sánchez, 1989)- condicionaron los futuros tratamientos de sus personajes novelescos; desde los más humildes hasta los que, como la Menchu de Cinco horas con Mario, el Azarías de Los santos inocentes o el Nini de Las ratas, han pasado ya a formar parte de la galería de seres inolvidables de la literatura española contemporánea.

En realidad, su estilo había comenzado a fraguarse unos años antes, durante sus años de estudiante de Comercio. Delibes ha confesado en diversas ocasiones el magisterio estilístico ejercido por su profesor de Derecho Mercantil Joaquín Garrigues y, especialmente, por el manual que utilizaba en su curso (Delibes, 1983: 168-169). Gracias a su trabajo periodístico en El Norte, esta austeridad expositiva se hizo todavía más sintética, al tiempo que salía de las abstracciones teóricas para orientarse a la actualidad diaria.

Pero si el periódico le enseñó a narrar con sobriedad las incidencias de la vida cotidiana, la singularización de los personajes que protagonizan sus historias debe mucho a las dos pasiones señaladas: al modelado en barro y a la caricatura. A la precisión y al detalle exterior y, en muchas ocasiones, como se verá, al abultamiento de unos pocos rasgos físicos o caracteriológicos.

La importancia de estas dos dedicaciones primeras del futuro novelista fue a todas luces mucho más decisiva que su aprendizaje propiamente literario, ya que sus primeras novelas estuvieron marcadas por la misma orfandad de modelos inmediatos que la de otros escritores recién salidos de la guerra (Sobejano, 1975: 293). Bajo las todavía recientes vivencias de la conflagración bélica y el irrespirable ambiente de la posguerra, ese autodidactismo -aderezado con un menguado bagaje de lecturas- condicionó decisivamente la opción delibesiana de relegar el estilo y aun la propia construcción del discurso narrativo en favor del testimonio personal (Rodríguez, 1989: 18). En este sentido, los comienzos narrativos de Delibes constituyen una reacción emocional a la barbarie y al irrespirable ambiente de la inmediata posguerra, en un contexto de expresionismo literario más o menos espontáneo que, como en otros casos similares de primeras novelas del momento, representan -lo censuraba Escorial en 1943, recién publicada La familia de Pascual Duarte- el fruto de respuestas primarias que reincidían machaconamente en lo «ultrarrealista» o «infrarrealista». Ignoraban -añadía el perspicaz crítico- que la novela moderna podía tratar el drama humano del presente sin abundar en la zona oscura de lo cicatero y repulsivo: «Quizá falta en algunos de estos novelistas un volumen de lecturas suficiente, o para eliminar las huellas de un aprendizaje demasiado inmediato y parcial, o para recordar posibilidades de la novela ya descubiertas hace años y que no son en absoluto desdeñables» (Maravall, 1943: 84).

Miguel Delibes nunca ha ocultado esa carencia de lecturas, la cual comenzó a paliar a medida que su posición literaria iba consolidándose en el panorama de la posguerra. Y es que, en su desconocimiento de prácticamente todas las perspectivas que se le habían abierto al género desde finales del siglo XIX, se acogió en sus primeras novelas a la utilización de las fórmulas más espontáneas y accesibles1.

Desde La sombra del ciprés es alargada (1948), los héroes delibesianos coincidirán con el modelado sombríamente primitivo de los personajes de las primeras obras de Cela y otros escritores del momento. Aunque muy temprana sea también en el narrador vallisoletano la soterrada presencia de un mensaje humano, que comienza a diferenciar sus novelas de la violencia gratuita y efectista que está viviendo la sociedad y que contagia algunas deleznables creaciones literarias de la inmediata posguerra2. Las distintas caras de un miedo constante en su obra (Rodríguez, 1989) irán configurando progresivamente un coherente grito testimonial dirigido a sus semejantes más cercanos y, en última instancia, a toda la Humanidad, en defensa de unas formas de vida amenazadas y frente a un sistema de valores que convierte el planeta en un mundo inhabitable y agonizante.

Ese relieve humano de sus personajes rurales proseguirá en su novelística posterior, de una mayor elementalidad si cabe en la reducción y simplificación de sus trazos caracterizadores y dialógicos, hasta llegar a las memorables creaciones de Jerónimo San José o Azarías, que encarnan los paradigmas urbano y rural del héroe delibesiano.

En algunas de estas novelas, y singularmente en Las ratas, los planteamientos y las soluciones estéticas confluyeron con las de una Europa zarandeada espiritualmente por los horrores de una segunda guerra planetaria de proporciones aún más destructoras que la primera. Una buena parte de la literatura occidental reincidió en la regresión y en el apocalipsis colectivo, denunciados ya por los primeros expresionistas alemanes, en un fenómeno que se conoce como un nuevo «expresionismo internacional»3. Desde el existencialismo a la literatura de los campos de concentración y de exterminio, muchos personajes literarios del momento reflejarán la angustia, la degradación o la reducción a meros guiñapos humanos a través de los gruesos y violentos trazos de su construcción literaria.

Ese mismo «regreso a la sombra», que por tantas razones recordaba al expresionismo hispano de Gutiérrez Solana, se estaba operando en la España de posguerra. Después de los alumbramientos de El Greco y de Goya, era un «segundo nacimiento» el que venía de la paleta solanesca: «El artista es un ser aislado, un inconformista que grita. Cuando gime, nadie le oye; pero cuando los alaridos llegan a los cuatro puntos cardinales, hay que tomarlos en consideración. Ese fue el caso de Gutiérrez Solana, como antes lo había sido de Goya» (Tuster, 1969: 120).

Varias fueron las novelas del primer franquismo que aderezaron en sus ficciones una voluntad testimonialista con la rugosa costra retórica de la fábula, la parábola, la alegoría o el simbolismo alegórico. De este modo, se ha podido hablar de «parábolas morales» inspiradas por la guerra civil, como las de las novelas senderianas -Proverbio de la muerte (1939), en sucesivas ampliaciones La esfera (1947, 1950, 1963), o El rey y la reina (1949)-, o las de algunos relatos contenidos en La cabeza del cordero (1949), de Francisco Ayala.

Parecidos extremos miserabilistas se propondrá la que bien pudiera denominarse como «literatura de manicomio» o «de hospital», en parábolas de lección testimonial más o menos consciente o solapada, como San Hombre (Itinerario espiritual) (1943), de Manuel Iribarren; Nosotros los muertos... (Relato del loco Basilio) (1948), de Manuel Sánchez Camargo, cuyo tremendismo miserabilista ofrece una visible tintura kafkiana, al presentar el vía crucis procesal del ser humano encerrado en un manicomio; La llaga, de Marcial Suárez; Nosotros, los leprosos, de Luis de Castresana, y otras de similar factura. Denominarlas metodológicamente expresionistas es, pues, contribuir a destacar, en el marco de la común violencia expresiva del primer franquismo, la visión regresiva del ser humano que como nota distintiva presentan. En fin, la locura, la enajenación y el descenso del ser humano a sus infiernos interiores y a su abyección tendrá su plasmación en el diario de la locura de Méphiboseth en Onou (1955, aunque comenzado en 1944) y en otras obras representativas de los terrores, pesadillas y repliegues espirituales del momento.

También las primeras alusiones de Miguel Delibes a la situación política española de finales de los años cincuenta aparecerán bajo la especie de crípticas respuestas emocionales al asfixiante ambiente en que se mueve, so capa de rudimentario realismo y recubiertas de una significación abstracta e irreconocible o, como apuntan Joly, Soldevila y Tena (1979: 43), dotando al realismo de sus relatos de una formulación alegórica. Así sucederá, por ejemplo, en la tímida parábola bélica a la que alude Pedro en La sombra del ciprés es alargada, que más tarde quedará plasmada con plena solvencia artística en la «alegoría» de Las ratas (1962), en Parábola del náufrago (1969) y en el «auto sacramental» de Los santos inocentes (1981).




ArribaAbajoEl héroe delibesiano y sus paradojas

Delibes llega a modelar su personaje después de pensarlo largamente. Más todavía, según cabe deducir de algunas confesiones, es el propio personaje quien «tira» de la historia y fija en cada caso los límites genéricos más cómodos para el novelista:

Llego a una novela larga después de haber escrito un cuento sobre el mismo tema, después de vivir obsesionado por un personaje durante meses y meses, de preguntarme mil veces cómo reaccionaría Lorenzo ante esto, de decirme, ante mil cosas, al oír unas palabras, sorprender un pensamiento o descubrir un rasgo: «Esto es de Lorenzo».


(En Hickey, 1968: 33-34)                


Esta elocuente declaración advierte sobre el desencadenante decisivo de las ficciones largas delibesianas: la creación del personaje, que toma posesión del mundo y su prevalencia inicial sobre la delineación del relato. O, dicho de otro modo, la novela de Delibes se origina cuando un personaje emerge y cobra vida: esa vida recién modelada arrastrará la existencia del resto de los seres que pueblan la ficción y condicionará decisivamente los derroteros de la propia fabulación. Y eso es así, tanto en el caso de preclaros ausentes como Mario o la señora roja sobre fondo gris, como en el caso de inocentes tan insignificantes como Jacinto San José, el Ratero o Azarías.

El novelista ha sido pródigo en declaraciones sobre sus personajes, para los que ha reclamado frecuentemente una paternidad que va más allá de la literatura4. De ahí que quizá la autonomía vital de que en última instancia deben estar dotados, como héroes literarios que son, descanse en última instancia en esa nutricia identificación con la propia biografía espiritual del novelista. En una ya lejana conferencia, Miguel Delibes afirmó tajantemente: «Crear tipos vivos, he ahí el deber del novelista» (Hickey, 1968: 37). Pero a continuación conviene precisar que, entre esos «tipos vivos», Miguel Delibes ha mostrado siempre una marcada preferencia por los seres sencillos y sin disfraz. Como señalaría en el prólogo al tomo primero de sus Obras completas, «En lo que atañe a mi preferencia por las gentes primitivas, por los seres elementales, no obedece a capricho. Para mí la novela es el hombre y el hombre en sus relaciones auténticas, espontáneas sin mixtificar, no se da ya, a estas alturas de civilización, sino en el pueblo». Otros rasgos caracteriológicos tienen también que ver con esa naturaleza originaria, cercana a la elementalidad animal, que los individualiza: son seres frustrados y acosados, con una humanidad y una ternura que, en todo caso, «no está a flor de piel, porque muchos de mis personajes son primarios y bruscos...» (García Domínguez, 1985: 70-72). Así sucede, por ejemplo, con los personajes de Los santos inocentes, cuyo «tirón» genético le corresponde por derecho propio a Azarías.

De «inactualidad ideológica» ha sido tildada en alguna ocasión esta decidida opción de Delibes por los personajes de sus novelas, la cual camina un tanto a contracorriente de la tendencia, dominante en los años cincuenta y sesenta, a presentarlos insertos en la sociedad de su tiempo. El novelista vallisoletano se ocupa ante todo del hombre como individuo. Busca «aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser único, irrepetible. Es decir, lo contrario de lo que se proponen los behavioristas Ferlosio y Hortelano» (Buckley, 1973: 85).

No obstante, esta simplicidad artesanal del modelado del personaje no está exenta de contradicciones. Porque una consideración más detenida del tratamiento de los personajes delibesianos conduce a descubrir la flagrante paradoja constructiva en que se hallan inmersos. De una parte, se trata de personajes vivos, de seres sencillos y sin disfraz pero, de otra, los más importantes se erigen en portadores de la ideología del novelista. Es precisamente esta responsabilidad (ética, moral, ecológica, religiosa...) -cuando no la aureola de simbolismo que los transfigura- el factor que amenaza con envarar y acartonar esa pretendida vitalidad de sus personajes.

Esta paradoja es, en principio, irresoluble. Considerada en la novela antes mencionada, parece claro que los inocentes están sacados de un vaciado costumbrista-realista, si bien las preferencias delibesianas apuntan a los modelos de hombres primitivos y elementales, con unos contornos bien definidos y particularizadores de lo humano. Esos seres no se encuentran en la ciudad, que deshumaniza y masifica, que unifica conversaciones y conductas... Delibes los encuentra en los pueblos, apegados a la tierra, fundidos con ella en un mismo barro originario: «en los pueblos, en cambio, la vida de relación es mínima y, en consecuencia, las manías y los rasgos individualizadores son más estables. Tal vez mi inclinación a novelar los medios rurales derive entonces de la propia comodidad: los hombres en el campo se ofrecen tal como son y uno ha de trabajar menos para fijarlos en el papel». En última instancia, sin embargo, ese afán individualizador obedece a aquellas viejas pasiones por el modelado y la caricatura, acariciando artesanalmente cada busto y subrayando expresivamente cada rasgo, cada fijación o cada manía (Alonso de los Ríos, 1993: 47-48). O reduciéndolos a tan solo tres cualidades esenciales: un nombre, una manía y un camino (Buckley, 1973: 85-89).

Pero, como se ha destacado reiteradamente, el mensaje, la tesis y, en definitiva, una concepción docente de la novela amenaza con frecuencia la pretendida singularidad de la psicología y de los comportamientos de los personajes de Delibes5. A este respecto, ya señaló Buckley que «la gran mayoría de los personajes delibesianos son caricaturas» que no evolucionan a lo largo de la novela o, en todo caso, sufren incluso una merma de su personalidad inicial. No dialogan y viven en una trágica incomunicación entre sí («Al no conversar, es decir, al no hacer mella las ideas de unos sobre los otros, los personajes no evolucionan. Este hermetismo es, pues, una autodefensa del personaje para conservar su individualidad, ya que todo cambio supone una pérdida de la personalidad inicial») (Buckley, 1973: 87-88).

Pilar Palomo ha intentado resolver esta paradoja reduciendo el universo de Los santos inocentes a un espacio narrativo habitado únicamente por personajes-símbolo o personajes-tipo. Según esta estudiosa, la progresiva amplificación del discurso ideológico de Delibes -es decir, la amplificación de su tesis fundamental, en síntesis, «la salvación de la Naturaleza y el contacto del hombre con ella, recibiendo sus enseñanzas, es la postura salvadora de la Humanidad»- implica a la vez dos sensibles modificaciones en su novelística. Por una parte, la ampliación del espacio novelesco (que progresivamente va desbordando el marco espacial vallisoletano). Y, por otra -y de modo paralelo a la anterior-, un segundo rasgo que ahora es el que interesa destacar con prioridad: el funcionamiento simbólico de los personajes, quienes se constituyen en portadores de una tesis y, en virtud de ello, tienden a acentuar sus notas de caracterización («a medida que han ido acentuándose las notas agresivas, de denuncia social, en esta parcela de su novelística, los personajes y la estructura novelesca dentro de la que actúan y a la que pertenecen como elementos constitutivos básicos, van adquiriendo un valor simbólico que elimina esas medias tintas de lo irónico humorístico que, junto con la ternura, era en el autor un modo habitual de acercarse a sus personajes») (Palomo, 1983: 164).

En resumen, un círculo cerrado: el mensaje de que son portadores atenta contra su verdad como personajes. En el caso de Los santos inocentes, este funcionamiento simbólico ha sido formulado por la estudiosa antes citada a partir del esquematismo de un auto sacramental donde se representa la Injusticia, la Opresión, la Inocencia o la Resignación6. ¿Resuelve Delibes esta paradoja en Las ratas? En cualquier caso, en la misma paradoja se vieron sumidas muchas novelas expresionistas, cuyos personajes son con frecuencia víctimas del cerebralismo alegórico que contribuyen a configurar (Tassel, 1964).




ArribaAbajoLa vida en una madriguera

Pese a su aparente sencillez y a la univocidad hermenéutica a la que en principio incita, la crítica que en 1962 saludó la aparición de Las ratas se dispersó en valoraciones notablemente divergentes sobre los personajes de la novela. Si para Rodríguez Alcalde (1966), estaban como desencajados de una obra en última instancia fragmentaria y para García Viñó (1964) eran como marionetas, en el extremo opuesto, José Luis Sampedro (1963) les atribuía una naturaleza simbólica. Con mayor perspectiva, sin embargo, es posible integrar estas posiciones lectoras tan contradictorias como aspectos parciales de una lectura expresionista.

La novela ofrece en su conjunto un trozo de vida rural conseguido por una selección y reducción de rasgos que tiene su primera plasmación en el mapa que la acompaña, verdadera caricatura de los espacios y acciones que se siguen. Si es posible afirmar que todo mapa es de hecho una caricatura científica de los fenómenos que representa (en tanto que muestra cartográfica de una compleja realidad que es seleccionada, simplificada y finalmente enfatizada), con mayor motivo puede predicarse del mapa que el lector encuentra al comienzo de Las ratas, mediante el que «Delibes intenta presentarle de forma escueta y caricaturesca lo esencial de un pueblo de su tierra» (Wood, 1990: 600).

Esa misma reducción expresionista configura los nudos de una historia sencilla de apariencia realista. El discurso narrativo de Las ratas -título que anticipa unas connotaciones inequívocamente expresionistas-7 está entreverado de anécdotas y viñetas (sucedidos, ocurrencias) que lo convierten en un fragmentario friso en el que tienen también cabida estampas macabras y crueles, como la contemplación de la calavera del Centenario agonizante mondada ya por el cáncer o el imborrable episodio de la salvaje pelea final secundada por los perros de los dos contendientes, que no deja de traer al recuerdo la lucha a dentelladas entre la sonámbula Robin y el perro de su antigua amiga Nora, con que finaliza Djuna Barnes su recordada novela Nightwood (El bosque de la noche, 1937).

Las ratas es una alegoría con distintos niveles de significación. El más general y aparente remite a la memoria de la guerra civil. Lo contenía ya La sombra del ciprés es alargada, donde la lección de la guerra venía tímidamente formulada bajo la especie de una ambigua parábola entre «los unos» y «los otros». Ahora vendrá implícita en la respuesta de don Zósimo el Curón al hijo del Viejo Rabino: «Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños» (Delibes, 1980: 19). Y la confirmación llegará al final de la novela, con la salvaje lucha a muerte entre Luis y el tío Ratero por el dominio del territorio donde las ratas establecían sus madrigueras.

En su nivel más básico, sin embargo, Las ratas constituye una alegoría de la miseria de la posguerra8. En este sentido, la cueva es el inframundo donde se hacinan seres animalizados, rudos y fieros en su elementalidad humana. Son hombres, pero apenas si se distinguen de las ratas que cazan, y habitan en madrigueras con la misma provisionalidad y peligro de ser arrojados de ellas.

Como manifestación extrema que es de la pobreza en que se ven sumidas amplias capas de la población rural, esa vida subterránea es tanto más flagrante, cuanto que contrasta con los incipientes movimientos reformistas de finales del cincuenta. También en el microcosmos de Las ratas se deja sentir esa actividad desplegada por los tecnócratas franquistas recién llegados a los ministerios. Los «hombres nuevos» a los que alude crípticamente la novela no solo eran aquellos ingenieros de montes que en 1936 estaban obsesionados por la repoblación forestal y que querían convertir la aridez castellana en un bosque frondoso. En torno a 1959, el mismo calificativo le sirve al narrador para aludir a los que están promoviendo regadíos, buscan afanosamente petróleo en el pueblo o pretenden erradicar el chabolismo. Lo dice sin rebozos Justito, el Alcalde, para justificar la voladura de la cueva del tío Ratero («En realidad, es por los turistas, ¿sabe? Luego vienen los turistas y salen con que vivimos en cuevas los españoles, ¿qué le parece?») (Delibes, 1980: 113). Velados indicios de una nueva situación económica que, sin embargo, no iba a plasmarse en nuevas realidades políticas y sociales para los más desfavorecidos. Los habitantes de muchas zonas rurales seguirán sumidos en el atraso y en la pobreza y, pese a algunos signos individuales de prosperidad -el Fordson y el almacén de don Antero, el Poderoso-, una helada o una de las pertinaces sequías de costumbre son suficientes para amedrentarlos e inmovilizarlos.

La realidad española era bien conocida por Miguel Delibes desde su puesto de director de El Norte de Castilla. Esos esfuerzos de transformación económica originados por el denominado «milagro» español se originaron a espaldas de un pueblo silencioso que seguía viviendo subterráneamente. Acostumbrado a sortear la censura en su actividad diaria, Delibes no expresó esta significación de un modo directo y reconocible sino a través de marcas y veladuras y, de modo general, a partir de un andamiaje alegórico como artificio de sustitución y de extrañamiento.

La crítica ha puesto de relieve otros estratos interpretativos coherentes con una ideología delibesiana que, en todos los casos, violenta perceptiblemente el presumible realismo presentativo de los personajes de la obra. En este sentido, Sobejano (1975: 178) sospecha que «quizás el significado de la novela no sea otro que manifestar cómo la naturaleza apenas trabajada por la mano del hombre solo puede engendrar el milagro (el Nini) o el crimen (el tío Ratero), pero no el progreso». Para Pilar Palomo, se trata de una «tesis» inequívocamente formulada: «El final de Las ratas, con el implícito abandono del pueblo por parte de sus habitantes, convierte todas las páginas que preceden a ese final en una causa, un porqué de la emigración rural, cuyas consecuencias, ya como hecho consumado, aparecen en relatos posteriores. La fecha de 1956 no es casual. Por el contrario, es el primer dato de significado sociológico que el texto nos suministra». En última instancia, el novelista presenta el fracaso del ciclo natural protagonizado por el hombre y la tierra: «En la novela se intenta analizar la causa social de ese fracaso, más allá de la causa natural de un pedrisco imprevisible, que ha convertido en un final cerrado, no un ciclo, sino la misma vida de la comunidad» (Palomo, 1983: 170 y 1779). De la mano de Mircea Eliade y de Rogers (1981), Agawu-Kakraba (1996) ha visto en Las ratas el esfuerzo delibesiano por recuperar simbólicamente el espacio de lo sagrado (la cueva, el tío Ratero y el Nini), amenazado de profanación por el superficial y caótico discurso de la Dictadura. Y no ha faltado quien -guiado por el testimonio del propio autor-, haya visto una sacralización de la tierra y de sus leyes y ciclos naturales -como acto de justicia natural puede considerarse incluso el asesinato del muchacho de Torrecillórigo a manos del tío Ratero- frente al progreso desbocado que acarrea su destrucción. En cualquier caso, se trata de una «tesis», de un «mensaje social» al que quedan subordinados los seres que pueblan la novela en perjuicio de su autonomía como personajes. El propio autor lo proclamaba a propósito de los dos habitantes de la madriguera: «Por su parte, el Ratero, de Las ratas, puede ser un símbolo de la pobreza de Castilla, y el Nini, su contrapunto, del espíritu de esperanza de esta región» (García Domínguez, 1985: 73).




ArribaAbajoEl tío Ratero, el Nini y otros bienaventurados Hijos del Limo

La cueva es el inframundo donde habitan el tío Ratero y el Nini y, por extensión, el telón de fondo que enmarca las vidas de unos seres primitivos que parecen haber surgido de la tierra, de tan escasamente diferenciados como están del limo que pisan y del que adquieren sus rasgos más broncos y terrosos. Como sus convecinos de pueblo, son «personajes-tierra», nacidos del barro, que habitan en cuevas o en casas de barro y paja. En un espacio, en suma, modelado por manos de alfarero10: «El pueblo era también pardo, como una excrecencia de la propia tierra, y de no ser por los huecos de luz y de sombras que tendría el sol naciente, casi las únicas en la desolada perspectiva, hubiera pasado inadvertido» (Delibes, 1980: 13). Una tierra que, en su fecunda plasticidad, es madre y amante que guarda los tesoros del amor y de la vida. «La tierra es como la mujer de uno» -tartamudearía el Rabino Chico- y el Rosalino completaría cínicamente su pensamiento: «Tal cual, que te la pega con el primero que llega». También para la madre de el Nini esa misma tierra poseía un simbolismo antropomórfico, de nodriza campesina con las ubres secas, y así se lo enseñaba a su hijo a la vista de El Pezón de Torrecillórigo: «Somos muchos para tirar de él. No da leche para tantos» (Delibes, 1980: 145 y 110).

Con frecuencia la estética expresionista se resuelve en extremos de lo grotesco y la caricatura a partir del subrayado del detalle, el cual queda incrustado en una síntesis abstracta en aras de lograr la universalidad artística (Gasch, 1955: 11). Síntesis que suele convertir la obra en una fábula o en una pesadilla de honda impregnación simbolista, al modo de las ofrecidas por Delibes en Parábola del náufrago, Los santos inocentes o en el mismo círculo infernal que, en última instancia, representa la vida del pueblo y la cueva del tío Ratero.

Hickey (1965: 23-24) ha insistido en la naturaleza elemental del héroe delibesiano, hasta el punto de calificarlo como «Infra-Man» o infrahombre, reducido a la elementalidad más absoluta y a unas cualidades consideradas generalmente como menores: simplicidad próxima a la inocencia, ignorancia, docilidad, resignación, aceptación del destino que les ha tocado en suerte, paciencia, amor a la naturaleza... El novelista no pretende que el lector admire o respete a sus héroes; solo que los ame, que sienta con ellos y que se compadezca de ellos.

Con el precedente de El Rano, el cazador de ratas de la novela expresionista senderiana La noche de las cien cabezas (Calvo Carilla, 1997), el tío Ratero es un ser rudimentario hasta en sus respuestas lingüísticas cercanas a la comunicación animal («Rara vez pronunciaba más de tres o cuatro palabras seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que le dejaba extenuado, más que por el desgaste físico, por la concentración mental que aquello le exigía») (Delibes, 1980: 27-28). Será el tabernero Malvino quien interprete su laconismo y se constituya en su «conciencia» despertando y encauzando sus instintos. El bestialismo de las reacciones del Tío Ratero ante el acoso al territorio de lo sagrado y su respuesta violenta en poco se diferencian del resto de los habitantes del pueblo, hombres «casi animales» que entran en un temeroso sopor vacuno ante los malos presagios de una helada o enseñan sus colmillos delante de su madriguera. Es el Viejo Rabino, con una vértebra más que le emparentaba con Darwin y le hacía caminar casi a cuatro manos, y son los «fieras-hombres» de sus hijos que saben hablar con los animales. Otros, como el Furtivo, son alimañas que perturban el orden natural... Pero son los menos. En los más, su tosquedad está próxima a la autenticidad y a la simplicidad evangélica, en vivo contraste con los representantes del poder político («Los hombres solo dicen mentiras», sentenciará Rabino Chico; a los ojos de Malvino, Justito, el Alcalde, será «peor que las ratas»).

Considerados en conjunto, forman un coro de bienaventurados en su desposesión (solo su nido o su madriguera frente a la intemperie, bajo los inciertos auspicios de un amparo evangélico que les iguala con las bestias y alimañas del campo). Signados por el simbolismo sagrado -como los extremeños durante la Semana Santa, en burdo traje de apóstoles-, o por el milagro -la Iluminada, en cuyo hombro se posa la paloma-, estos seres anuncian ya la beatitud laica y bestial del Azarías y de los demás cortijeros pobres de Los santos inocentes.

La naturaleza elemental e instintiva de estos seres delibesianos los hace entrar en el álbum de los personajes expresionistas. También su tratamiento, sometido a una caricaturesca simplificación de rasgos mediante la cual quedan frecuentemente achatados a modo de bocetos costumbristas o tipos socialmente representativos (Rey, 1975: 161)11. Sus nombres -dictados por el inmisericorde fatalismo del santoral- y sus apodos (Gullón, 1981: 21-46), que siguen de forma machacona a cada aparición del nombre de pila, contribuyen también a abultar y a caricaturizar su lado más tópico y despersonalizado (el más visible y quizás el único que tienen y que muestran invariablemente al lector). El subrayado caricaturesco presenta metonímicamente a Julito por el detalle de su roncha morada en la frente «que palpitaba como un pequeño corazón»; el Antoliano es visto de perfil, reconocible por su nariz descomunal. El uso de la hipérbole se une al de la metonimia para presentar el rostro del furtivo de Torrecillórigo reducido a unos ojos de águila y a unos colmillos carniceros...

Con frecuencia la imagen zoomórfica contribuye a esa identificación e intercambio de naturaleza y comportamientos entre hombres y animales en una estética regida por lo grotesco y esperpéntico. Valga como ejemplo la presentación del José Luis, limitada a la falta de un dedo de su mano derecha, y a la descarnada boca de su asno: «Se lo cercenó una vez un burro de una tarascada, pero el José Luis, lejos de amilanarse, le devolvió el mordisco y le arrancó al animal una tajada del belfo superior. En ocasiones, cuando salía la conversación donde el Malvino, aseguraba que los labios del burro, al menos en crudo, sabían a níscalos y sal. En todo caso, el asno del José Luis se quedó de por vida con los dientes al aire como si continuamente sonriese» (Delibes, 1980: 68). Lo grotesco está presente también en otros muchos pasajes, como, por ejemplo, en las apariciones de la calavera casi monda del agonizante Centenario o en la procesión de los extremeños disfrazados de santos. El resultado es una serie de presencias fantasmales que bien pudieran responder a la pluma de Eugenio Noel o de «Pármeno» o a la paleta de Solana12.

Solana, Ensor o quizás el esperpéntico caricaturista Grosz acuden de nuevo en auxilio del narrador para presentar a «los de fuera», al grupo social de procedencia urbana que, en nombre del poder del Estado, visita el pueblo y amenaza su existencia. Como paradigma de todos ellos, el Gobernador Fito Solórzano es sometido a una ridiculización grotesca en sus torpes movimientos y engoladas alocuciones, que en alguna medida es también compartida por su amigo Gustito el Alcalde o don Antero el Poderoso. De ahí que se haya podido afirmar que el método crítico de Delibes con respecto a estos grupos de poder «pasa de la ironía a la franca caricatura» o que «la ironía socarrona se torna en sarcasmo caricaturesco al enfrentarse al símbolo de un sistema estatal ajeno a la tierra que, junto con el capitalismo agrario o latifundismo, asumen la función de una superestructura dominante y adversa» (Palomo, 1983: 178-17913).

Esta sistemática deformación infrarrealista del mundo novelesco ha dado pie a que Agnes Gullón (1981: 22 y 33), acorde con su idea de fundamentar lo experimental delibesiano en su peculiar uso del santoral, los apodos y los ciclos naturales, considerara Las ratas como la novela de iniciación del Delibes experimental por cuanto, «aunque la base es realista en cuanto al aprovechamiento del referente» -y aun costumbrista, podría añadirse, por lo mucho que tiene de planas y alegóricas caracterizaciones-, los resultados no tienen ya mucho que ver con el realismo, tanto en el tratamiento «experimental» del espacio rural, como en el tratamiento de unos personajes en los que, dicho sea de paso, «por primera vez el autor marca una diferencia clara entre el habla de las figuras ficticias y la suya, y a la vez consigue compenetrarse con ellas».

Esta proximidad del narrador a los héroes de sus novelas14 es otro de los rasgos que pueden encontrarse en la novela expresionista y que la dotan de un reconocible sello de autenticidad humana. Por otra parte, la achatada despersonalización a que somete a sus criaturas, en tanto que víctimas de una sociedad injusta que amputa su desarrollo social y personal, aproxima su tratamiento al del tipo costumbrista en bocetos que, como se ha visto, inciden en el aguafuerte y en la caricatura.

Pero junto con la deformación grotesca, Las ratas ofrece el otro extremo de la estética expresionista: la idealización extrema del Nini, el prodigioso e irrepetible niño-sabio que quintaesencia la magia de la Naturaleza. Prefigurado en la inocencia de Daniel el Mochuelo y especialmente en la precoz sabiduría de Roque el Moñigo, de El camino, el Nini constituye la encarnación literaria más atractiva de esta galería de «seres naturales», auténticos y sin falsificaciones (Grace, 1989: 60 y sigs.). Seres quizá incapacitados para arreglar el carburador de un coche, pero que saben ventear la caza y la tormenta y saltan con felina agilidad por riscos y quebradas. Los hay quienes, como el abuelo Román, son capaces de ganar en astucia y en velocidad a una liebre. Otros, es el caso del Rabino Chico, hablan con las vacas durante el ordeño y consiguen que aumente la leche del cubo. Pero es el Nini quien representa esa sabiduría instintiva hasta el punto de que llega a resolver todos los problemas del pueblo. Verdadera encarnación del arquetipo del puer senex o aeternus y del Cristo bíblico, «El Nini, ese todo lo sabe. Parece Dios» -dirá la señora Clo, quien se hace lenguas de su «ciencia infusa» y lo compara a Jesús entre los doctores-. Como ser «mágico», «simbólico» y «que trasciende el relato realista» ha sido considerado, tanto por su propio creador, como por lectores tan cualificados como Carmen Bravo Villasante o Ana María Matute (Jiménez Lozano, José, Ramón García Domínguez y Gonzalo Santonja, eds., 1993: 225-242).

Al margen de esta evidente estilización simbólica, de raíces clásicas y bíblicas -que pasaría incluso por el sabio muchacho protagonista de la Vida de Pedro Saputo (Foz, 1844)-, la figura del Nini debe mucho a los esfuerzos de la cultura del primer franquismo por recuperar la tradición picaresca como bastidor de un adocenado realismo de estirpe nacionalista (la otra vertiente la constituirían anodinos frisos históricos inspirados en los Episodios galdosianos), fórmula constructiva accesible para un Delibes que estaba forjando su escritura, e incluso intentaba desplazarse desde la tercera persona del mundo decimonónicamente observado a distancia, hasta una progresiva complicidad cordial con su personaje Nini, cuya aureola de lírica idealización pudo encontrar en diversos ejemplos recientes de realismo poético, como el Alfanhuí (1950), de Rafael Sánchez Ferlosio; Helena o el mar de los veranos (1952), de Julián Ayesta. Finalmente, mucho hay también de autobiografismo en la figura de este niño sabio que tiene una experiencia directa de la vida que bulle en su entorno si se tiene en cuenta que el propio novelista, a la edad del hijo del tío Ratero, sabía distinguir ya las diferentes especies de plantas y animales y conocía ya muchos de sus secretos. De un novelista que en Tres pájaros de cuenta aparecerá inmerso en el mundo de los niños.

A modo de conclusión: si Las ratas supone un considerable avance en la evolución narrativa de Delibes -por cuando representa un paso más en la superación del realismo decimonónico en el que se inscriben sus primeras novelas, en aras de una cosmovisión cada vez más ambiciosa y que, a la postre, queda enriquecida con valores simbólicos-, uno de sus principales méritos radica en el expresionismo que informa la novela y tensa y enriquece su escritura. A dicho expresionismo, practicado más o menos intuitivamente por el novelista, obedece el tosco y abultado modelado de unos seres elementales en su primitivismo, fundidos a la tierra y reducidos a su más pura animalidad.






ArribaBibliografía citada

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