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ArribaAbajoCapítulo IV

Una oveja negra


El ser para el cual abrigada Bedford especiales desprecio y aversión era mister Bulkeley, el desmesurado servidor de la suegra de Lovel. El digno Bedford me explicó una de las causas de su inquina. Parece que Bulkeley tenía la costumbre de hablar irrespetuosamente y de satirizar en la antecocina a su ama, disertando acerca de sus flaquezas y describiendo sus apuros pecuniarios ante los que solían concurrir a este segundo círculo social de Shrublands. El más fuerte alegato que mister Bulkeley poseía contra su señora, consistía en una larga serie de salarios insatisfechos en una cuenta que la señora se mostraba poco dispuesta a saldar. A pesar de esta insolvencia, debía el criado haber conseguido algún provecho en aquella colocación, ya que en ella permanecía año tras año, engordando a cuenta de sus ganancias, fueren las que fuesen. La prestancia de la señora no le permitía viajar sin llevar en su séquito a este descomunal personaje; y hubiera sido para la dama de la más alta conveniencia saber que en todas las residencias en que hacía mansión -que lo hacía en todas aquellas a las que lograba hacerse invitar- se expresaba el criado en la misma forma acerca de las trapisondas de la señora, y ponía el corriente a sus cofrades de la embarazosa situación de su ama. Y, sin embargo, aquella mujer a la que no respetaba alma viviente -a ser ella misma, que vivía en la ilusión de ser una mujer respetable-, juzgaba que su posición vedábale moverse sin una doncella y sin aquella formidable impedimenta envuelta en felpudo uniforme; y jamás se le veía en parte alguna, en balnearios, quintas u hoteles sin el mencionado cortejo.

Entre Bedford y Bulkeley reinaban el encono y el odio. Bedford hostigaba al obeso sirviente con gestos de zumba y sarcasmo, que punzaban su tosca piel y le hacían asegurar con frecuencia que el mejor día había de aplastar la asquerosa cabeza de Dick. Muchas veces el ama de llaves tenía que interponerse y extender sus brazos maternales entrambos contendientes; y no era raro que Bedford se viera obligado a apaciguarse, por ser Bulkeley nueve pulgadas más alto y pasarse la vida pavoneandose de su pericia y hazañas en el arte de golpear. Vislumbro que este sultán hubiera arrojado con gusto su pañuelo a miss María Pinhorn, la cual, sin dejar de admirar el ingenio y la discreción de Bedford, pudiera no ser insensible al magnífico tórax y a las pantorrillas y mostachos de mister Bulkeley. Mas no puedo decir nada acerca de esto. Aquellos dos hombres se odiaban mutuamente. Habréis observado seguramente en vuestra experiencia de la vida que cuando dos hombres se aborrecen a causa de una mujer o por cualquier otro motivo, la razón verdadera de su encono jamás se manifiesta explícitamente. Suele oírse decir: «La conducta de tal o cual hombre para con su abuela...; lo que ha hecho con Benson al venderle el caballo...; el modo que tiene de peinarse con raya...» a cualquier cosa semejante, «le hace tan antipático, que no le puedo aguantar». Por tanto, sus versos son mediocres; sus discursos en el Parlamento, ruidosos fracasos; sus pleitos disminuyen de un año a otro; su representación -siempre exigua- decrece de modo notorio, y ahí le tenéis diciendo esos chistes imbéciles que producen náuseas. ¿Para qué más? Precisamente hace tres días que he leído un articulillo muy bonito de mi confrère Wiggins..., escrito en tono de amargura, nada rencoroso, deplorando la decadencia de X. ¿Creeréis que el articulito de Wiggins no se consideró adecuado para cierta revista?... Allons donc! El borracho atribuye al salmón picante su dolor de cabeza; el hombre que nos odia nos da una razón, pero no la razón. ¿Es que Bedford detestaba a Bulkeley porque éste murmuraba de su ama en la mesa de la servidumbre? Bueno. ¿Pero por qué más? No me importa..., ni a ti tampoco, lector ilustre, deben importarte nada estas rencillas de cocina.

El caso es que yo no me muevo de esta habitación del piso bajo, a pesar de los ímprobos esfuerzos que hace con el hombro para arrojarme la señora de Baker, y que Bedford, por la tarde, me ha felicitado con grandes aspavientos por la galantería con que triunfé del enemigo durante el almuerzo. Debe de habérselo contado a su amo, porque Lovel parecía inquieto y alarmado cuando nos saludamos a la vuelta de la City; sin embargo, me pareció más tranquilo cuando al sonar la segunda campanada para la comida entraba la señora de Baker sin una sola huella en su hermoso rostro que denotase la borrasca levantada en la tremolina del mediodía. ¡Cuán fácilmente cuelgan algunas gentes sus enfados o los meten en un cajón... al emprender su trabajo o al oír la campana de la comida, para tornarlos de nuevo en sazón conveniente! La Baker se presentaba ahora jovial y dulce; hasta marcaba un dejo sentimental..., interesándose tiernamente por su hija y su hijo, que vivían en Irlanda, a los que tenía que ir a ver...; tranquila y calmada, en una palabra, para alivio y consuelo de todos nosotros. Besó a Lovel en el momento de retirarse y bendijo a su Federico. Señaló al retrato: no podía concebirse nada más bello ni melancólico.

-Cualquier día va -me decía Bedford por la noche- ¡Lo que es ella, sí! Sabe ella muy bien que no puede estar allí; poco antes de venir tuvo que salir de Bakerstown; ese bárbaro de Bulkeley me lo ha contado. Creo que no hacía más que pelearse con el hijo y la nuera. No en todas partes, como en Putney, se dan los ángeles, mister Batchelor. ¡Bien le atizó usted hoy en el almuerzo!

Durante mi estancia en Shrublands me hacía Bedford una visita todas las tardes en mi habitación; tendía ante mis ojos el mapa del país, y en su estilo conciso me enseñaba a conocer los caracteres de los habitantes de aquella casa y me hacía el relato de los incidentes ocurridos.

El capitán Clarence Baker no llegó a Shrublands el mismo día en que su madre anhelara desalojar mi nido -arrojando al amable pájaro-, en beneficio de su hijo. Creo que la causa, o, mejor dicho, el pretexto para el retraso del capitán fue una importante maniobra que había de tener lugar en las lagunas de Essex, y que se había dilatado por orden de las autoridades del condado.

-El capitán prefiere ver las batallas a encontrarse en ellas -me observaba el mayordomo-. Mandaron a la India su regimiento y él pagó a un substituto. El clima aquel no es conveniente para su preciosa salud. El capitán no ha estado aquí desde la muerte de la pobre mistress Lovel, antes de que viniera miss Prior. El capitán Clarence tuvo con su hermana una horrible discusión. Es un hombre muy dado a todo género de extravagancias. Nada bueno, en resumen, mister Batchelor.

Y se echó a reír Bedford.

-¿Ha leído usted una farsa que se llama Levantar el viento? Pues hay en ella mucho de lo de Jeremías Diddlers, de lo del capitán Jeremías Diddler y su mujer. ¿Tiene usted en el bolsillo hasta media corona? Si la tiene usted, procure que no pase al de cierta persona..., nada más. Dispénseme, sir, si le molesto con mi charla.

Mientras estuve en Shrublands tomaba el desayuno en compañía de mi cariñoso huésped, de los niños y de miss Prior; la señora de Baker lo hacía en su habitación. Mas no habiendo invitados en la casa solía venir gruñendo de su dormitorio para asistir a la refacción matinal; y era frecuente que refiriese ante la exigua concurrencia algunas anécdotas de la santa desaparecida, bajo cuya invocación permanecíamos reunidos, y cuya efigie sonriente nos miraba desde el muro por encima del arpa. Los ojos del retrato nos seguían por doquier, como ocurre con los retratos así pintados; y me parecía notar que aquellas miradas aún dominaban a Lovel, y que, cual hacían en vida, transformábanle en una codorniz. No hay que perder de vista que en el rincón yacía el arpa, envuelta en su funda de cuero. Éste me hacía recordar el tambor que Zisca, moribunda, ordenó fabricar con su piel; tambor en que había de redoblarse ante los enemigos de su pueblo para infundirles terror. Vous concevez!, no se me pasaba por las mientes decir a Lovel en el almuerzo, al sentarme delante de aquel musical fantasma: «Amigo, ese cordobán que cubre el arpa de la difunta Cecilia se asemeja a aquella piel que...»; mas confieso que al principio experimentaba la sensación hormigueante de un espectro doliente y suave que rondara por la estancia, presa de un humor endiablado, anhelando reñir y mandar y viendo desoída su voz de ultratumba..., tratando de iluminar los extinguidos destellos de su mirada, de reanimar sus marchitas sonrisas y dándose cuenta de que nadie las admiraba ni las percibía. ¿Qué figura blanca es ésa que veo pulular en el crepúsculo, hacia el rincón sombrío en que descansa el arpa, la amortajada compañera de sus cantos? Hallándonos una vez congregados en el salón, cierta tarde un pajarillo, franqueando la abierta ventana, acertó a posarse en el musical artefacto. Popham se lanzó hacia él. Lovel mantenía a la sazón un empeñado coloquio acerca del impuesto sobre los vinos con un miembro del Parlamento que había traído a comer. La señora de Baker, que, como de costumbre, si se me admite la expresión, estaba cascando de lo lindo, refiriendo a mister Bonnington una de sus tremebundas historias, relacionadas con el lord virrey, no se apercibió del incidente. Isabel no pareció notarlo. ¿Qué era para ella un pájaro posado en un arpa mas que un gorrión sobre la arista de una funda de cuero? Ya podían chocar unos contra otros los huesos de todos los cadáveres del cementerio de Putney, sin ocasionar el más leve susto en aquel macizo espíritu.

Divertíanme sobremanera las precauciones que Bedford tomaba y me inquietaba en cierto modo la desconfianza que abrigaba hacia la señora de Baker. En esto me hallaba pensando al volver una tarde de la ciudad, a la que había hecho una excursión de cuatro o cinco horas, cuando vi venir a Bedford con la llave de mi habitación, que encontré cerrada al llegar. «Ha escrito que viene esta noche, y si acierta a llegar estando usted fuera, capaz hubiera sido la señora de Baker de arrojar todas las cosas de usted para meter las de él, aunque luego jurase y perjurase que ella creía que usted se había marchado definitivamente». Las flechas que dispara la señora de Baker desde lejos son temibles, mister Batchelor; así pues, dardo por dardo. Y por eso dije que usted se había llevado la llave en el bolsillo, para que no le desordenaran sus papeles. Intentó después entrar por la puerta del prado, pero ya le había yo echado el cerrojo; de modo que el capitán ocupará el cuarto rojo por fin, y que fume por la chimenea. Me hubiera gustado ver fumar a él, a usted o a cualquiera en tiempo de la pobre señora Lovel. Me hubiera gustado.

En mi excursión a Londres tuve ocasión de hablar con mi amigo el capitán Fitzb... dle, que es socio de una docena de clubs y que conoce a todo el mundo. «¿Sabe usted algo acerca de Clarence Baker?» «Ya lo creo -responde Fitz-, y si usted desea algún renseignement, querido amigo, tengo el honor de hacerle saber que no trota por el pavé londinense otra oveja más negra. Allí donde suena el nombre de ese aprovechado oficial..., en Tattersall, en los clubs, en su regimiento, en la sociedad de los hombres, en la de las señoras, en ese otro círculo más amplio y agradable que no puede llamarse ya sociedad..., se levanta un coro de maldiciones con sólo mentar a Baker. ¡Que si sé algo de Clarence Baker! Lo que de él sé, amigo mío, es suficiente para que se le ponga a usted el cabello blanco, a menos de que la Naturaleza -según creo posible- haya cumplido ya ese proceso, ya que sería en sí vana pretensión la de querer actuar sobre un tinte capilar». -Y el individuo que así me hablaba, inocente, mirándome a la cara, exhibía unos mostachos teñidos con el más desvergonzado y subido púrpura-. «Clarence Baker, sir, es un joven que bien hubiera valido en Esparta como aviso contra la embriaguez y como ejemplar edificante de ella. Ha servido al médico del regimiento para llevar a cabo las más interesantes experiencias sobre el delirium tremens. Es conocido, y no muy estimado, en todos los billares de Brighton, Canterbury, York y Sheffield..., en todos los recintos cuyo suelo pisan dragones. Un sistema ingenioso de renuncios en el whis le ha hecho perder partidas tales, que se ha granjeado la admiración y la desconfianza tanto de sus compañeros de juego como de sus adversarios; mucho antes de alcanzar la mayor edad subscribía ya pagarés, que eran protestados, y esgrimía su calidad de menor para eludir la liquidación de ellos. Cuando ha estado de guarnición en una ciudad, no sólo le ha llevado los corazones de las modistillas, sino sus guantes, sus perfumes y otras muchas chucherías. Ha discutido con Cornet Green acerca del precio de los caballos; ha disputado con el teniente Brown sobre cuentas del hipódromo; ha tenido altercados con el capitán Black por discrepancias en el juego de dados. Por lo que de él he oído, me parece que es digno hijo de su admirable madre. Y apuesto doble contra sencillo a que si usted convive con él en el campo, lo cual parece ser el peregrino designio de usted, ha de pelearse con usted, ha de insultarle y ha de darle todo género de explicaciones acto seguido. Se emborrachará más de una vez; le propondrá partidas de naipes, sin que, por supuesto, pague cuando pierda -no hay para qué decir lo que ha de hacer si gana-; le pedirá dinero prestado a usted, y más probablemente a su criado, antes de marcharse». Y después de decir esto, el sentencioso Fitz se precipitó en la escalera de uno de los innumerables clubs de Pall Mall, dejándome prevenido contra el capitán Clarence y aprestado frente a sus posibles maniobras.

Cuando el adversario estuvo a la vista, no me pareció muy formidable. Vi a un hombrecillo enteco, de ojos de chino y pies y manos pequeños, y su pálido semblante hablaba claramente de orgías y casinos. Su pecho y sus dedos ostentaban numerosas joyas. Un vaho de tabaco trascendía a su alrededor. Su pequeño bigote retorcíase en un trabajadísimo rizo engomado. Noté que la mano con que se mesaba el bigote temblaba de un modo inquietante, y que su breve tórax dejaba escapar una tos extrañamente ruidosa y siniestra.

En el momento de entrar yo yacía en un sofá, mientras que los niños de la casa jugaban a su alrededor.

-Si eres tío nuestro, ¿por qué no vienes a vernos con más frecuencia? -preguntábale Popham.

-¿Pero cómo iba yo a adivinar que erais unos chicos tan encantadores? -objetaba el capitán.

-Para ti no somos encantadores -añadió Popham-. Oye, ¿por qué toses así? Mamá tosía también. ¿Y por que te tiembla la mano?

-Me tiemblan las manos porque estoy enfermo, y toso porque estoy enfermo. Vuestra madre murió de esto, y seguramente también yo.

-Supongo que serás bueno y que te arrepentirás antes de morirte, tío; ya te prestaré libros bonitos -dijo Cecilia.

-¡Ya estás tú con los libros! -protesta Pop.

Y «no quiero que seas así», y «tú te callas», «pues sí», «pues no», «tú eres más», y «se lo voy a decir a miss Prior»..., «pues anda y díselo, acusona», y qué sé yo cuántas exclamaciones tumultuosas y atropelladas cruzánronse entre los niños, mientras que su tío permanecía con el pañuelo en la boca y los pies apoyados en los cojines del sofá.

Al entrar yo en el salón volviose un poco hacia mí el capitán Baker, mas sin cambiar su elegante y cómoda postura. Cuando me aproximé al sofá en que reposaba, sólo se le ocurrió decir:

-Una copa de jerez.

-Es mister Batchelor; no es Bedford -advirtió Cecilita.

-Mister Batchelor no trae el jerez en el bolsillo. ¿Verdad que no, mister Batchelor? Usted no es como la vieja Prior, que no hace más que embaularse cosas, ¿eh? exclamó Pop, rompiendo en una carcajada, ante la ridícula ocurrencia de habérseme tomado por Bedford.

-Usted perdone. ¿Yo qué sabía? -carraspeó el inválido del sofá-. Ahora todo el mundo parece lo mismo; ya ve usted.

-¡Sir! -contesté yo-, y sir fue todo lo que se me ocurrió decir. Ciertamente que yo podía haber replicado con algo notablemente conciso y tajante que hubiera dejado de una pieza al doliente mequetrefe que osara confundirme con un criado; pero ahí tenéis: sólo al irme a la cama, ocho horas después, vino a mi mente la oportuna sutileza, cosa que suele sucederme con la mayor parte de las bons mots que se me han ocurrido. Así, pues, ya que no encontré a mano la frase mordaz cuando la necesitaba, no puedo decir se la dijera al capitán Baker; mas sí puedo afirmar que me puse encarnado y que dije-: ¡Sir! Y... esto fue todo.

-¿Iba usted a decir algo? -me preguntó afablemente el capitán.

-Usted debe conocer a mi amigo mister Fitzboodle, creo -le dije-; el hecho era que yo no sabía qué decir.

-Algún error; yo creo que no.

-Es socio del club de la Bandera -le observé, mirándole a la cara con fijeza.

-Yo no lo soy; hay en ese club una cáfila de cocheros que serán capaces de decir cualquier cosa.

-Puede usted no le conozca, sir; pero, a lo que parece, él le conoce a usted muy bien. ¿Vamos a tomar el té, niños? -dije, por fin, desplomándome sobre una butaca, tomando una revista y adoptando una actitud de afectaba tranquilidad, más con la cara aún roja como un gallo turco e hirviendo de coraje-. Aunque desayunábamos muy bien y almorzábamos copiosamente en Shrublands, no podíamos resistir hasta la hora de la comida sin un té a media tarde, y éste era el refrigerio que yo pedía. Berford, con su argentino samovar y acompañado de su abotonado satélite, entró para servirlo, y no hay para qué decir que los chicos empezaron en seguida a gritar, diciéndole:

-¡Bedford... Bedford! ¡El tío ha tomado a mister Batchelor por usted!

-No podía confundírseme con otra persona mejor, Pop -declaré yo.

Y el portador de la tetera me dirigió una mirada de afecto y gratitud, que confieso bastó para restablecer mi ecuanimidad perturbada.

-Puesto que es usted el mayordomo, ¿quiere usted traerme una copa de jerez y un bizcocho? -dijo el capitán-. Bedford salió y volvió a poco con el vino.

Temblaba de tal manera la mano del joven, que para beber el vino tenía que atraparlo por sorpresa y catarlo con su boca, cuando el azar de una sacudida acercaba la copa a sus labios. Consumió el vino y tendió su mano en demanda de otra copa. Ya la mano parecía más firme...

-¿Es usted el criado que había aquí antes? -preguntó el capitán.

-Hace seis años, cuando usted estuvo aquí, sir -contestó el mayordomo.

-¡Qué! ¿No me encontrará usted cambiado, supongo?

-Sí, que le encuentro, sir.

-Pues entonces, ¿cómo diablos me recuerda usted?

-Porque se olvidó usted de pagarme un dinero que me había pedido prestado: una libra y cinco chelines -respondió Bedford, dirigiendo hacia mí sus ojos maliciosos.

En tal coyuntura, obedeciendo a la general necesidad de esta refacción, penetró en la estancia miss Prior vestida de negro. Entrada decidida, con su habitual erguido talante y firme paso, mas detúvose un instante en su marcha, y al llegar a nosotros pareciome verla palidecer. Hizo una leve cortesía, y preciso es reconocer que el capitán Baker se levantó del sofá un momento al verla aparecer.

Luego se sentó ella, volviéndole la espalda y trayendo frente a sí el servicio del té.

En esta disposición nos halló reunidos la señora de Baker al regresar de su paseo vespertino. Se lanzó en seguida hacia el adorable granuja de su hijo. Tomole la mano y mesó el cabello de su húmeda frente.

-¡Hijo de mi alma -exclamó la entrañable madre-, vaya un pulso que tienes!

-Debe consistir en que he bebido -replicó el pródigo.

-¿Por qué no has venido conmigo en coche? ¡La tarde estaba deliciosa!

-¿Para ir de visita a Richmond? No en mis días, señora -añadió el inválido-. ¿Para conversar con señoras viejas sobre perritos de aguas y soportar reuniones bíblicas o cosas parecidas? Ha de ser una tarde muy aciaga la que yo haya de emplear en esa clase de diversiones.

Y le acometió un nuevo golpe de tos, que le atrajo la compasión de su madre.

-Me estoy ma... ma... matando -balbucea el capitán-; sé que me estoy matando. No hay nadie que leve una vida como la mía y que la pueda resistir. Me estoy muriendo a pedazos, a chorros; por Júpiter, que sí.

Y, en efecto, tan malo estaba de cuerpo como de alma aquel desgarbado capitán.

-Este criado de Lovel me parece un mendigo insolente -dijo en seguida con ingenuidad.

-¡Por Dios, tío, no digas esas cosas! -le observó la angelical Cecilita.

-El tío es un hombre y puede decir lo que se le antoje..., y lo mismo haré yo cuando lo sea. Sí; y lo diría ahora, si quisiera -exclamó el primogénito.

-No me hagas sufrir, Popham, ¿eh? -le arguyó la institutriz, a lo cual contestó el niño:

-¿Y quién quiere hacerla sufrir a usted, miss Prior?

Cortó nuestro coloquio el señor de la casa, que volvía de la City.

Una de las cosas que más he admirado en ciertas mujeres es su facilidad para pasar del enfado a la reconciliación. Al contemplar ahora cómo se colgaba del cuello de su hijo y acariciaba sus falsas preseas, no pude menos de recordar las infames historias con que en pasados días solía distraernos, cuyo protagonista era este réprobo. El corazón de aquella mujer hallábase lacerado por las condenables acciones de su hijo. Bajo el mentido castaño de la señora declarábase el tono gris de su cabello, debido a las iniquidades del mozo, cuya ansia precoz de dinero había devorado la mayor parte de la viudedad de la madre. Aquel hijo la había atendido con indiferencia en varias graves enfermedades; había sido el peor de los hijos, el peor de los hermanos, el más perverso de los estudiantes, el más inmoral de los muchachos..., el terror de las casas de huéspedes, el Lovelace de las ciudades en que estuviera de guarnición, el corruptor de los noveles oficiales; en fin, que la señora de Baker no sabía cómo había podido soportar aquella vida de martirio bajo la agonía constante de la miserable conducta de su vástago, si no hubiera sido porque la singular firmeza de su espíritu religioso habíale prestado resistencia para conllevar su carga.

El mismo capitán explicaba en su llano estilo aquellas alternativas de regaños y caricias maternales.

-¿Has visto cómo esta señora me besaba y mimaba? -decía Clarence a su cuñado-. ¿Qué novedad, eh? Que me ahorquen si no creí que iba a darme un pedazo de ternera de su mismo plato. Anoche subió a mi cuarto, me hizo sentarme en la cama y durante una hora no cesó de hablar mal de mi hermano. Ya ves, cuando estoy en favor, siempre se queja de Baker; cuando es él el que priva, me vitupera a mí. ¿Pues y mi cuñada? ¡Hay que oírla hablar con mi cuñada! ¡Oh, estoy molestando a ustedes! ¿Y con la pobre Cecilia?... Mister Batchelor acostumbraba a a... ¡pardiez!, esta botella no está descorchada..., acostumbraba a llamarla...

El amo de la casa le atajó diciendo en todo severo:

-¿Quieres hacer el favor de olvidar esas cuestiones y no mencionarlas aquí? ¿Quieres más vino, Batchelor?

Lovel se levantó, y, marcando un ademán desdeñoso, abandonó la estancia. Había, en justicia, que reconocerle que sentía un gran desprecio y una gran aversión por su joven cuñado, sentimientos que, a pesar de su ilimitada magnanimidad, no acertaba a disimular en muchas ocasiones.

Nuestro anfitrión se dirigió, pues, al gabinete, dejando al capitán Clarence que saborease su vino.

-No se vaya usted también -dijo el capitán-. Mi cuñado es un pobre hombre. Y además es un hombre de malas condiciones. Estos negociantes son todos los mismos: unos mal educados. Ya se lo decía yo a mi hermana; pero ella se empeñó en casarse, porque tenía él mucho dinero, ¿sabe usted? Y despreció a un muchacho a quien quería; ya le dije yo que lo iba a sentir. Dije también a mi madre que lo había de sentir. Todo fue una maquinación de mi madre. Ella fue la que obligó a Cecilia a que despidiera al chico. No era una buena proporción, ciertamente; no era inteligente, ni quien tal vio, ¿sabe usted?; pero siquiera era un caballero, y mucho mejor que este mercachifle confitero de Ratcliff Highway.

-Parece que le gusta a usted este vinillo -le observé, hablando en tono irónico, a mi joven amigo, que había trasegado vaso tras vaso.

-¡Buen vino! Sí, señor, endiabladamente bueno.

-Pues ya ve usted cómo el maldito confitero le da lo mejor que tiene.

-¿Y por qué no me lo había de dar? ¡Bah! El hombre está forrado de dinero. ¿Qué le importa gastar? Veo que es usted un infeliz. A lo que parece, usted no nada en dinero. Claro; si usted diera una buena comida, perfectamente...; quiero decir que demostraría....; bueno; usted me entiende. Pero a un confitero que tiene diez mil libras al año, ¿qué le importa una botella más... o menos?

-Vámonos con las señoras -dije.

-¡Ir a hablar con mi madre! No necesito para nada ir a buscar a mi madre -exclamó el franco joven-. Ni tampoco quiero para nada al confitero, ni a los chicos; lo que sí quiero es tomarme una copa de aguardiente con usted, viejo amigo. ¡Vamos! ¿Cómo se llama usted? ¡Bedford! Debo a usted veinticinco chelines, ¿no es eso, amigo Bedford? Pues tráiganos un vaso de Schnapps y le pagaré. Mire usted, Batchelor; yo aborrezco a ese confitero. Hace dos años le envié una cuenta y no me la quiso pagar; es decir, tal vez la hubiera pagado si mi hermana le hubiera dejado. Vamos a ver, ¿nos fumamos un cigarro en su cuarto de usted? Mi madre me ha hablado mal de usted esta mañana, en son de burla. Habla pestes de todo el mundo. Acostumbraba a injuriar a Cecilia. Cecilia la injuriaba a ella: siempre estaban como perros y gatos.

Si me entretengo, ¡oh Espartano adolescente!, en relatar esta conversación, si te ofrezco el espectáculo de este Helot murmurando ante su copa, es para que al contemplar tan odioso ejemplo aprendas a moderarte en situación análoga. ¿Te ha hecho perder la cabeza alguna vez ese enemigo que ha entrado por tu boca? ¿Te ha inducido el vino, por ventura, a pregonar secretos, a proferir vaciedades y sandeces? Pues cuidado con él. ¿Ha sido, por el contrario, un buen amigo para ti, al cabo de un día de trabajo, el alegre compañero de tus camaradas, el creador de la armonía, de la expansión afectiva, del placer inofensivo en la reunión? Pues concédele tu gratitud. Hace tres años, cuando brillaba el cometa en el cielo otoñal, hallábame yo en la escalinata del castillo de un fabricante de vino. «Boirai de ton vin, oh comète!» -exclamé, dirigiéndome al luminar de flamante cola-. «Esos granos generosos que tú cosechas, ¿rendirán la linfa que ha de ser para mi moriture?» Aquel fue un solemne pensamiento. ¡Ah, hermanos míos! ¿Quién puede conocer los imperativos del Destino? ¿Cuándo habremos de trasponer las lúgubres puertas? ¿Quién de nosotros piensa o espera beber de aquel famoso 58? ¡Un sermón, a fe mía! ¿Pero por qué no pronunciar esta breve homilía en una noche de otoño, al contemplar un purpúreo racimo? Si este raquítico mozo sólo hubiera bebido vino tinto, yo os aseguro que su lengua no se soltaría, que no temblaría y que su mísero cerebro y su cuerpo enclenque no se verían devorados por la fiebre.

-Anoche se me fue la lengua, amigo -díjome al otro día el capitán-. Tengo idea de que falté a Lovel. Cuando tengo a bordo un poco de vino, siempre habla mi alma, ¿sabe usted? La última vez que estuve aquí en vida de mi pobre hermana le dije alguna cosa, no recuerdo cuál, pero sí sé que fue tremendamente sincera y desagradable. Creo que fue algo relacionado con aquel muchacho que ella trató antes de casarse con el confitero. Y se me dio la orden de partir, ¡por Júpiter!, de desalojar a toda prisa. Y nos pusimos de ropa de Pascua en la escalera. Y aquella fue la última vez que vi a Cecilia, palabra. Mi pobre hermana era una rencorosa, y de usted para mí, una coqueta como la que más lo haya sido. ¡Tenía usted que haberla visto en sus peloteras con la señora Baker!

-¿Qué hay, mamá; vas a dar un paseo en el birlocho?...

-No, gracias; ya te lo dije antes. Voy a jugar con mister Batchelor una partida de billar.

Jugamos la partida, gané yo, y hasta la fecha no se me han pagado las ganancias.

Al día siguiente de llegar el bizarro capitán,miss Prior, en cuyo rostro había yo advertido la preocupación y la tristeza, no se hizo presente en el desayuno ni en la comida de los niños.

-Miss Prior está un poco indispuesta -indicó la señora Baker, con aire de satisfacción. Mister Drencher vendrá esta tarde a visitarla, y seguramente le recetará algo -añadió meneando la cabeza y guiñándome un ojo maliciosamente.

Yo no acertaba a encontrar la explicación de todas aquellas ironías, hasta que la misma señora me aclaró el asunto.

-Señor mío -me dijo-, me parece que miss Prior no es completamente averse a las enfermedades. -Y de nuevo movió la cabeza intencionadamente.

-¿A qué? -pregunté yo.

-A ponerse mala, o, por lo menos, a llamar al médico.

-¿Simpatía entre la institutriz y el matasanos, tal vez, o será una presunción ridícula mía? -apuntó el capitán.

-Eso es, Clarence..., una pareja muy proporcionada. Yo vi la cosa aun antes de confesarlo miss Prior, o, por lo menos..., de no negarlo. Ella dice que no puede casarse; que ya tiene bastantes chicos en casa con sus hermanos. Es una muchacha de buenos principios y ha hecho honor, mister Batchelor, tanto a la recomendación de usted como a la educación recibida de su tío, el rector de Saint-Boniface.

-Cecilia, al colegio; Pop, a Eton, y miss, «como se llame», a machacar en el mortero en la rebotica del matasanos; ya veo el porvenir. Este matasanos me parece un galopín miserable y vulgar.

-Claro, hijo mío. ¿Qué se puede esperar de una persona así? -sugirió mamá, cuyo padre había sido un insignificante procurador en una insignificante ciudad irlandesa.

-Le envidio esa maldita salud que tiene -exclamó Clarence, tosiendo.

-¡Hijo mío! -suspiró mamá.

Yo no dije una palabra. ¿De modo que Isabel estaba en relaciones con ese corpulento médico de rojos mostachos y desmedido apetito? Bueno; ¿y por que no? ¿A mí qué me importaba? ¿Por qué no había de casarse con él? ¿No era un hombre bien y un buen partido para ella? Sí. Bien está. Pero basta que yo me complazca en ver un pájaro o una flor para que al punto desaparezcan. Si empiezo a sentir predilección por una joven gacela, bien sé que será la primera en... ¡psch! ¿Qué tengo yo que ver con esta mocosa? ¡Que pueda olvidar un corazón que ha amado sinceramente y amar otra vez hasta...! Yo he pasado ya la edad de semejantes locuras. Yo hubiera podido hacer feliz a una mujer. ¡Mas ya se escaparon fugaces mis años propicios! ¡El chaleco mío me está un poco ancho y se ha decretado que he de vivir solo!

Cuando vi de nuevo a miss Prior adopté un tono de melancolía, pero no de enojo. Drencher, el joven doctor, llegó con bastante puntualidad, como era de esperar, a visitar a la paciente. La pequeña Pinhorn, la doncella de los niños condújole sonriente a las regiones docentes. Las botas chirriantes del joven transpusieron apresuradamente las escaleras. Yo, que casualmente me hallaba en el vestíbulo, le vi pasar con placer amargo. «Ya estará en la clase -pensaba yo-. Ahora le estará tomando la mano..., su mano blanca..., y estará palpando para observar el pulso. Seguramente que la Pinhorn se habrá quedado en la habitación». Sentado junto a una mesa del vestíbulo, embebido en estas mudas reflexiones, dirijo la mirada a esa escalera por la que el Haqueem -el rollizo cochero pelirrojo- ha

miss ascendido hasta el sagrado recinto del harén. Mientras yo así contemplo la escalera, ábrese otra puerta del vestíbulo; una cara ceñuda asoma por esa puerta y mira a la escalera también. Es Bedford, que se desliza fuera de su despensa y dedícase a vigilar al doctor. ¿Tú también, mi pobre Bedford? ¡Ah! En todos los corazones palpitan los mismos anhelos vanos; todos los pechos se agitan y suspiran por los mismos deseos insatisfechos. Por todo el mundo, en la noche, fluyen las lágrimas, como fluye el rocío y vuelan tristes memorias alrededor de la almohada. ¡Cierra mis ojos flameantes, bondadoso sueño! ¡No me importunéis, mentidas imágenes del pasado! Muchas veces, Glorvina, perfora el dedo tuyo las sombras de mi pesadilla y te adivino. No como eres ahora, la obesa madre de muchas criaturas -que siempre se advirtió en ti una semejanza alarmante con tu propia madre-, sino como eras entonces: esbelta, de negros cabellos y ojos azules...,- cuando tus labios rojos dejaban oír aquellas canciones de El valle de Avoca o El secreto del ángel. «¡Cómo! -exclamó entonces, mirando a la escalera-. ¿Es que estoy celoso de ese boticario?... ¡Oh, qué necedad!» Y en este momento surge de la despensa la cara de Bedford, y veo que está celoso también. Yo finjo ocuparme en atar las cintas de mis zapatos y aparento no darme cuenta de la presencia de Bedford -el cual, a su vez, esconde su cabeza en cuanto me ve-. Tomo mi sombrero de la percha, y calándomelo de medio lado, salgo silbando por la puerta del vestíbulo. Me encamino hacia la alameda de Putney y recobra mi espíritu la tranquilidad.

A veces me da la ventolera por llevar un diario de los sucesos de mi vida, y en las páginas que se refieren a estos días encuentro unas notas brevísimas que reconstituyen las escenas con gran viveza y claridad. En este día tengo anotado: «Viernes 14 de julio. -B... ha bajado hoy. Afecta necesitar grandemente los cuidados del doctor... Pelotera entre las señoras después de comer». No necesito indicar que «B» es Isabelita, y «Dr.» ya sabéis quién es. «Pelotera entre las señoras» significa realmente una batalla entre la de Bonnington y la de Baker, una de las muchas que se libraron bajo el techo hospitalario de Lovel.

Bulkeley, el gigantesco servidor de la señora de Baker, accedía a servir la comida familiar de Shrublands, a pesar de que las circunstancias obligábanle a actuar bajo las órdenes de Bedford. Bedford hubiera con gusto renunciado a la cooperación del criado londinense, con cuyas pantorrillas solían tropezar el mayordomo y el botones; mas la dignidad de la señora de Baker impedíale separarse de su sirviente, y el bondadoso yerno consentía aquello por lo mismo que dejaba a todo el mundo campar por sus respetos. En mi opinión, Bulkeley carecía de sentido moral. La señora de Bonnington sentía hacia él verdadero horror; su conducta en las tabernas del pueblo, en las que constantemente se veían su peluca y su librea..., su licencioso proceder y desvergonzada conversación con el aya y las doncellas de la buena señora..., despertaban en ella enojo y suspicacias. Más de una vez me participó el disgusto que le producía aquel enharinado monstruo; y en la medida en que aquella angelical señora podía hacerlo, patentizábale al tratarle su disgusto. La solemne ecuanimidad del lacayo no iba a zozobrar ante tan débiles insinuaciones de malquerencia. Desde su empolvada altura contemplaba a la ínfima señora de Bonnington, y su estima o su animosidad no llegaban hasta él.

En la noche de aquel viernes 14 de julio en que el capitán Clarence había ido a la ciudad, reapareció nuestra Isabelita, siguiendo, a lo que creo, las indicaciones del doctor; mister Bulkeley, que servía el café a las señoras, resolvió pasar por alto a miss Prior, y me divirtió grandemente ver cómo el talón de Bedford pisaba el pie derecho del lacayo, mientras que señalaba con el ademán a la institutriz. Debieron ser terribles los juramentos que Burkeley tuvo que devorar en silencio. Mas para hacer justicia al galante amigo, creo que hubiera muerto antes que levantar su voz ante la concurrencia. Avanzó, renqueando, y presentó la bandeja a la señorita, la cual le dio las gracias y lo rehusó.

-Mira, Federico -comenzó la señora Bonnington, luego que la ceremonia del café hubo terminado-; ahora que ya se han marchado los criados, tengo que reñirte por el gasto excesivo de tu mesa. ¿Qué necesidad había de abrir una botella grande de champaña? La señora de Baker sólo torna dos copas. Mister Batchelor no lo prueba. «No, gracias, mi querida señora de Bonnington; soy ya perro viejo». ¿Por qué no abrir una botella pequeña, en vez de esa otra inmensa? Bedford es muy sobrio. Sospecho que a quien le gusta es a ese criado londinense.

-Querida madre: no conozco a ciencia cierta sus gustos -contestó Lovel.

-Entonces, ¿Por qué no mandas a Bedford que abra media botella? -insistió mamá.

-¡Oh, Bedford, Bedford! ¡No hablemos de Bedford, señora de Bonnington! -protestó la señora de Baker-. Bedford es intachable. Bedford tiene las llaves de todo. Bedford no necesita vigilancia en nada. Bedford tiene derecho a maltratar a mi criado.

-Bedford asistió cariñosísimamente a su hija de usted, señora de Baker -replicó Lovel, con gesto sombrío-; y en cuanto a su criado, yo creo que es bastante hombre para defenderse contra cualquier atropello del pobre Dick. Aquel buen hombre, movido un instante por la ira, ofrecía en seguida paz y reconciliación.

La señora de Baker se encastilló en su actitud de distinción suprema. Con esos aires solía fascinar a la sencilla señora de Bonnington y acostumbraba a adaptarlos siempre que venía alguien de la City o visitantes modestos. Creíase superior a vosotros y a mí: de par le monde hay muchas cándidas señoras de Baker que hacen lo mismo.

-Querido Federico -dijo la señora de Baker, revistiendo su mejor continente Mayfair-: dispénsame lo que voy a decirte, pero tú no conoces la casta de sirvientes a que pertenece Bulkeley. Me le cedió como gran favor lord Toddleby. Los criados de esta clase no acostumbran a servir solos.

-A menos de que los enganchen en tronco se escapan -observa mister Lovel-, como los periquitos cuando les falta su pareja.

-Eso es, eso es -respondió la señora de Baker, que no había entendido lo más mínimo-. Lo que digo es que no estáis habituados aquí..., en esta casa, ¿entiendes?, a esta clase de...

Mas la señora de Bonnington no pudo ya reprimir su cólera, y...

-¡Señora de Baker! -exclamó la ofendida madre- ¿No es bastante distinguida la casa de mi hijo para cualquier bribón empolvado? La casa de un comerciante inglés...

-¡Mi querida señora mi querida señora! Esta es la casa de un comerciante, y extremadamente confortable además.

-Así creo que la encuentra usted -insinuó mamá.

-¡Sí, así la encuentro, cuando vengo a velar por los hijitos del ángel que se fue, señora Bonnington -la señora de Baker apunta a la efigie de Cecilia-, de los huérfanos de ese serafín, señora Bonnington! Usted no puede. Usted tiene otros deberes..., otros hijos..., un marido, al que ha dejado usted en casa delicado de salud, y quien...

-¡Señora de Baker! -replicó la señora Bonnington. -Nadie puede decir que descuido a mi querido esposo.

-¡Mi querida señora de Baker! ¡Mi querida madre! -exclamó Lovel, éploré-, y quejándoseme aparte: «Cuando estamos solos, todas las noches se enzarzan de esta manera. Es inaguantable, ¿verdad, Batchelor?»

-Precisamente digo que usted cuida de mister Bonnington -prosiguió suavemente la de Baker, que había herido en lo vivo a la señora de Bonnington, y sin perder la sonrisa continuó fustigándola-; digo que usted cuida de su marido querida, y que ésa es la razón que la impide ocuparse de Federico. Y como éste tiene un carácter muy dulce..., exceptuando algunas veces con la madre de su pobre Cecilia..., deja que todos sus deudos se le suban a las barbas, que sus criados le engañen, que Bedford se permita groserías con todo el mundo; y si se las permite conmigo, ¿que no hará con Bulkeley, del cual me dio los mejores informes el lacayo de cámara de lord Toddleby?

La señora de Bonnington revolviose airada, diciendo que era cosa bien sorprendente que los nobles tuvieran lacayos en sus cámaras, pues ella creía que era en las cuadras donde debieran hallarse, y recordaba que cuando comiera en casa del capitán Huff, el lacayo despedía un olor a cuadra tan fuerte, que... Mas quedó suspensa.

Los ojos de la de Baker se clavaron en ella, y en el rostro de la viuda se dibujó un gesto de triunfo mortificante.

-¡Ja, ja! ¡Está usted en un error, mi buena señora de Bonnington! -objetó la viuda-. Tu madre está equivocada, mi querido Federico. Ustedes han vivido en una esfera tranquila y respetable; pero no...

-¿Pero no qué, diga usted, señora de Baker? Nosotros hemos vivido en esta vecindad por espacio de veinte años, en vida de mi primer marido, cuando tratábamos mucha gente y Federico estaba de alumno en la escuela de Westminster. Hemos pagado todo lo que hemos consumido durante esos veinte años, y no hemos debido un solo penique a ningún comerciante; y no hemos tenido necesidad de servirnos de ningún criado de cabeza empolvada, de seis pies de alto, bestia impertinente, que se desvergonzase con todas las criadas de la casa. No... ¡Quiero hablar, Federico! Pero sirvientes que nos quisiesen, y que percibiesen todos sus salarios, y que...

Enjugad vuestros ojos, amigos queridos; sacad vuestros pañuelos. Os confieso que no puedo ver a una mujer llorar. No hay para qué decir que Federico Lovel corrió a consolar a su adorada madre, asegurándole que la señora de Baker no quería molestarla.

-¡Molestarla! Mi querido Federico, ¿cómo he de querer molestarla? ¡Lo que digo es que tu pobre madre parece ignorar lo que es un lacayo de cámara! ¿Y cómo había de saberlo?

-Bien, bien -le atajó Federico-; no se hable más del asunto.Miss Prior, ¿tiene usted la bondad de tocar un poquito?

Ejecutaba miss Prior al piano una pieza de Beethoven, solemne y delicadamente, cuando tornó al pacífico aprisco nuestra oveja negra, y, triste es decirlo, en un estado de excitación deplorable. El brillo de sus ojos, el subido arrebol de su nariz, el paso inseguro y el tono, vacilante de su voz, denunciaban al capitán Clarence, que hubo de tropezar en más de una silla antes de tomar asiento a mi lado.

-Perfectamente, amigo -exclamó, haciéndome un guiño-. ¿Conque burlado otra vez? Claro, mucho mejor que estar toda la vida con usted, estúpi-do y lú-gubre anciano. Y empezó a tararear una grosera canción, acompañándose de un modo grotesco con la música del piano.

-¡Dios mío, esto es ya demasiado! -gruñó Lovel-. ¡Señora Baker! Diga a su gigante que lleve a la cama a su hijo de usted. Gracias, miss Prior.

Un berrido final lanzado por el desdichado granuja hizo que Isabel cesara de tocar y que se levantase del piano pálida como la cera. Ya se despedía para retirarse, cuando el miserable capitán se irguió, la miró y se desplomó en el sofá, dejando escapar una carcajada salvaje. Isabelita huyó espantada y blanca como el papel.

-¡Que se lleven a la cama a ese bruto! -rugió el amo de casa, presa de indomable cólera.

Y el pícaro fue conducido a su dormitorio, riendo bestialmente por el camino y gritando: «Ven acá, viejo con-fi-te-ro».

A la mañana siguiente de este bello espectáculo, la madre del capitán Clarence Baker nos participó que su pobre hijo se encontraba muy mal, y que no podía concurrir al almuerzo, y no es aventurado creer que a sí mismo se recetase una copiosa libación de soda en su cuarto. Lovel, que rara vez se enojaba, estaba violentamente enojado con su cuñado, y siendo como era amable de por sí, estuvo durante el almuerzo casi incorrecto con la señora de Baker. No hay más remedio que reconocer que aquella señora abusaba de su situación. Apeló demasiado al retrato de Cecilia en el curso del desayuno. Se insinuó, suspiró, me hizo señas con la cabeza y habló de «aquel ángel» en el más trágico estilo. Ángel, muy bien; pero sacar a relucir a vuestro ángel à tout propos; hacer dejar su tumba a la querida muerta tantas veces al día; siempre que la abuela quiere salirse con la suya; siempre que los niños se ponen inconvenientes o molestan con el ruido; siempre que papá dejar translucir un tímido propósito de comer en el club o de traer a Shrublands a uno o dos amigos solteros...; quiero decir que eso de arrastrar al ángel por las alas, para meterlo en la conversación a cada instante, carece de eficacia. No ha habido corazón de hombre que ostente crespón más ancho que el de Lovel por su Cecilia. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, no era posible negar la sinceridad de su dolor; pero aquello de que en el desayuno, en el almuerzo, a propósito del criado Bulkeley, de si la carretela o el faetón o de cualquier otra querella doméstica, surgiera un Deus intersit, resultaba demasiado. Mas pude observar con satisfacción íntima que cuando prorrumpía la Baker en aquellas fúnebres evocaciones, volviendo los ojos al techo y dirigiéndose a esas regiones, engullían los niños su mermelada, se peleaban como siempre y se golpeaban las espinillas por debajo de la mesa; Lovel leía su periódico y consultaba el reloj, en espera de la hora del ómnibus, e Isabelita hacía el té, indiferente a las trágicas peroratas de la vieja señora.

Cuando la Baker húbonos descrito la penosa tos y tremenda fiebre de su hijo, dije yo: «Me parece, señora de Baker, que debiera llamarse a mister Drencher», y creo que pronuncié el desagradable bisílabo Drencher con acento marcadamente sarcástico, porque, al menos esta vez, los ojos grises de miss Prior le alzaron, dirigiéndome a través de sus lentes una mirada de indefinible tristeza, para caer de nuevo sobre la vasija que reflejaba, deformándolas terriblemente, las líneas de su rostro.

-Supongo, Federico que no traerás a nadie a comer estando como está mi pobre hijo -indicó la señora de Baker.

-Me figuro que él permanecerá en su habitación -objetó Lovel.

-¡Es el hermano de Cecilia, Federico! -exclamó la viuda.

¡Maldi...! -inició Lovel.

¿Qué iría a decir?

-Si es que vas a blasfemar de ese ángel del cielo, nada me queda que decir, sir -protestó la madre de Clarence.

-Parbleu, madame -repuso Lovel en francés-. Pues si no fuera hermano de mi mujer ¿cree usted que estaría aquí?

-Parly français, Oui, oui, oui - intervino Pop-. Ya sé lo que quiere decir papá.

-Y yo también. Le voy a prestar al tío Clarence unos libros que me ha traído mister Bonnington, y...

-A callar todo el mundo -gritó Lovel, dando un fuerte pisotón.

-¿Tendrás la bondad de permitirme utilizar tu coche, o, por lo menos, de permanecer aquí hasta que mi hijo, enfermo, se encuentre en condiciones de moverse? -preguntó la señora de Baker con aire de mártir.

Lovel tiró de la campanilla.

-Bedford, el coche para la señora de Baker a la hora que ella disponga y el carro para el equipaje. La señora y el capitán Baker se marchan.

-He perdido ya una hija, mister Lovel, a la que alguien parece haber olvidado. ¡Pero no estoy dispuesta a matar a otro hijo! No saldré de esta casa, si no es por fuerza, hasta que el médico haya visto a mi hijo.

Y volvió a sentarse contristada. No cesaba de criticar. Siempre estaba tirando de la cuerda y atravesándose en el camino de los demás; mas por nada del mundo soltaba de la mano al pañuelo ni se allanaba a dar por terminada una discusión. Al ver a Isabelita encogerse de hombros, me hice cargo de la importancia que la institutriz concedía al asunto; y en una palabra: tampoco aquel día se marchó la de Baker, como no lo hiciera en las otras cuarenta ocasiones en que lo anunciara de un modo solemne. Aquella señora aceptaba todo género de favores que se le dispensaran, sin perjuicio de liquidar sus cuentas, insultando a sus bienhechores.

El saludable y florido médico de los bigotes rojos vino a eso de las doce; visitó a mister Baker, le prescribió unos remedios, y, por supuesto, que halló ocasión de cruzar unas palabras con miss Prior para enterarse del estado de su salud. Lo mismo que en análogas circunstancias precedentes, me encontraba en el vestíbulo cuando mister Drencher subía la escalera. Bedford espiaba desde la despensa; me acometió un ataque de risa al ver el rostro lívido de Dick, espectáculo que se avenía con la fiereza que inundaba mi alma.

No bien saliera el médico, Isabelita, pálida y grave, tocada con su cofia y caídos sus lentes, se deslizó por la escalera, no por la barandilla, habitual sistema de descenso empleado por Pop; pero Isabel, silenciosa y gallarda, bajó las escaleras, acusando una placidez de espíritu verdaderamente monjil. No hay que decir que corrí en su seguimiento, ni que al salir, en compañía de los niños, la nariz del señor de Bedford asomaba por la puerta de la despensa. Pero ¿qué manía era la de este hombre de atisbar a todo el que se acercaba a miss Prior?

-Isabelita -dije-, ¿qué dictamen ha dado mister...,¡ejem!..., mister Drencher del enfermo?

-¡Oh! ¡Terrible! Dice que el capitán Baker ha padecido ya varios ataques de éstos, producidos por la bebida, y que cuando le dan se vuelve loco. Cuando se pone así tiene alucinaciones, ve demonios... Necesita que se le vigile.

-¿Drencher no tiene secretos para usted?

A lo cual respondió ella humildemente:

-Nos visita cuando estamos enfermos.

Yo observé con fina ironía:

-Visita a toda la familia; siempre está en Shrublands.

-Viene con gran frecuencia -replicó Isabel gravemente.

-¿Y usted le considera un visitante agradable? -exclamé, segando rabioso con mi bastón unas margaritas.

-Seriamos muy ingratos si no nos fuese simpático,mister Batchelor -dijo miss Prior-. Le suplico que me llame por el apellido... y cuida de mi familia.

-Y claro, claro, claro, miss Prior -me apresuré a decir brutalmente-, y ésta es la manera de burlarse de la gente. Y éste es el modo de enfermar y de que le curen a uno, y, naturalmente, hay que demostrar gratitud al médico que nos cura.

Al oírme hablar de esta suerte movió un poco la cabeza.

-Usted me trataba con más cariño, mister Batchelor, en aquellos días, en sus..., en mis días de angustia. Sí, querida, es un precioso golpe de margaritas. ¡Oh, qué bonita mariposa! -Cecilia corría por el llano persiguiendo a la mariposa-. Usted me trataba con más afecto entonces, cuando ambos éramos desgraciados.

-Sí; yo fui desgraciado -dije, pero sobreviví. Estuve enfermo, pero ya estoy perfectamente; muchas gracias. Me jugó una mala partida una mujer coqueta y desalmada. ¿Mas cree usted que no hay en el mundo ninguna otra mujer sin corazón?

Y presumo que de no ser de acero el pecho de Isabelita, las miradas que le disparé se hubieran clavado en ellas como puñales.

Mas sacudió su cabeza y me miró con tristeza tan profundo, que las flechas de mis odios cayeron al suelo instantáneamente. Porque habéis de saber que, aunque soy celoso como un turco, soy un turco muy fácil de apaciguar. Si hallándome en el caso de Barba Azul y presto a decapitar a mi esposa, hubiera ésta simplemente levantado su cabeza del terrible madero y llorado un poquillo, hubiera yo a mi vez soltado la cimitarra y exclamado: «¡Ven, Fátima, ven; olvida por el momento todo eso de la llave y la mazmorra, y cualquier otra mañana te cortaré la cabeza!» Con esto quiero dar a entender que me desarmó la actitud de Isabelita. Las mujeres han de fascinarme hasta el último instante. ¡Ah, bondadosa Fatalidad! Corta el hilo de mi vida antes de que se alargue demasiado; pues si llego a los setenta y cualquier traviesa mujercita me atrapa.., -hará de mí lo que quiera..., sin remedio. Todos los varones de mi familia hemos sido unos bobos y blandos hasta un extremo ridículo y despreciable. Por fin, Isabelita Prior, alzando la mano y mirándome, habló así:

-Usted el es más antiguo y mejor amigo que he tenido, mister Batchelor..., -el único amigo.

-¿Es verdad, Isabel? -balbucí anhelante.

Ya vuelve Cecilita con su mariposa -nuestras manos se separan.

-¿Pero es que no aprecia usted las dificultades de mi situación? ¿No sabe usted que las señoras suelen encelarse de las institutrices, y que, si no fuera por suponerme interesada por mister Drencher, que es muy bueno y cariñoso para mí...., las señoras de Shrublands no consentirían que yo permaneciese sola en la casa con..., con..., no me entiende usted?

Mirome breve espacio por encima de sus lentes; en seguida bajó los ojos al suelo.

¡Me maravilla que no oyese el golpear de mi corazón! ¡Oh corazón mío..., destrozado corazón!, nunca pensé que volvieras a palpitar de esta manera.

¡I... I... sabel -exclamé intensamente conmovido-, dígame que... no ama usted a ese boticario!

Se encogió de hombros..., hombros admirables.

-Y si -proseguí con ardor-, si un caballero..., ya de cierta edad, pero que tiene un corazón afectuoso y cuatrocientas libras de renta..., se atreviese a decirle: «Isabel, ¿quiere usted que las flores de una vida deshecha recobren su lozanía...? Isabel, ¿quiere usted aliviar a un corazón herido?»

-¡Oh,mister Batchelor! -suspiró-. Y añadió en seguida: ¡No me coja la mano! Aquí viene Pop.

Y el querido niño, ¡Dios le bendiga!, se acercaba en aquel momento diciendo.

Miss Prior, mire usted qué hermosa seta he cogido!

A poco llegó Cecilita con una maldita mariposa. ¡Oh, Ricardo III! ¿Fue realmente malvada tu acción de estrangular en una torre a dos pequeñas criaturas que te incomodaban? ¿Quién me probaría que no les hiciste un beneficio y que no te condujiste como el más caritativo de los hombres?

La encantadora Cecilita vino hacia nosotros, diciendo:

-¡No debe usted coger la mano de mister Batchelor!

¡Debe usted tomar la mía!-, y sacudiendo airosamente su cabecita, continuó paseando con su institutriz.

-Ces enfants ne comprennent guè-re le français -me dijo miss Prior, hablando precipitadamente.

-Après lonche? -murmuré.

Pero era mi agitación tan grande, que apenas si me daba cuenta de lo que quería significar con aquello del francés y del almuerzo. Cesó nuestro diálogo y sólo percibía el ruido de mi corazón.

Llegó el almuerzo. No me fue posible probar nada. Me hubiera ahogado. Isabel comió bastante y bebió un vaso de cerveza. Aquélla era, indudablemente, la única comida que pensaba hacer. La oveja negra no concurrió. No le echamos de menos. En cuanto la señora de Baker empezó con su narración de Jorge IV, en el castillo de Slane, yo me retiré a mi habitación. Tomé un libro. ¿Libros? ¡Bah! Salí al jardín y saqué un cigarro, pero no quise fumar. Tal vez a ella..., hay tantas personas a quienes molesta el humo...

Me adentré por el jardín. «Ven al jardín, Maud». Me senté junto a un plantío de lilas y esperé. ¿Vendría, por ventura? Las ventanas que daban sobre el prado estaban de par en par. ¿No vendría? ¡Ah! ¿A quién pertenece aquella esbelta forma que avanza y que se desliza suavemente en la habitación cual bellísimo fantasma? «Sólo ella puede remedar a un ángel». Se aproxima al espejo, deja sus lentes sobre el ábaco de la chimenea, tantea con su alba mano su cabellera y se contempla en el espejo. ¡Isabel, Isabel! ¡Voy a ti!

Subí, y no tardé en ver una carucha gesticulante y arrugada que, surgiendo tras el respaldo de una butacona, miraba a Isabel. No tendré que advertir que era la del capitán. Apoyado los codos en la butaca se quedó mirando de modo insistente y diabólico a la inadvertida muchacha, y en el preciso instante en que llegaba yo a la ventana, exclamó:

-¡Isabelita Bellenden, por Júpiter!

Isabel se volvió, dio un tímido grito, y... Mas lo que en seguida ocurrió, lo contaré en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo V

En el cual me muerde una serpiente


Si cuando vi al capitán Baker llamar a Isabel Ballenden y jurar por Júpiter hubiera aquél avanzado hacia la muchacha, tomádola por el talle o permitídose con ella licencias de ese jaez, yo también hubiérame adelantado y venido a las manos con él.

No obstante ser yo un hombre pesado y maduro, corto de estatura y de escasa acometividad, era un adversario bastante par del capitán de las medias botas. ¿Un contrincante adecuado? Y aun presumo que Isabelita hubiérase bastado para tenernos a raya a los dos. Su blanquísimo brazo poseía la dureza y la tersura del marfil. Con sólo haberlo extendido hacia el dragón asaltante, hubiera éste caído de espaldas a los pies de su presunta víctima. No hay que dudarlo. Era en esta ocasión más fuerte la gallina que la atrevida zorra, y au besoin hubiérale aquélla picado sus malignos ojuelos de sabandija. Quiero decir con esto que, de haber visto flaquear a Partlet y crecerse a Reynard, hubiera intervenido yo, y de haberse mostrado lobo más que zorro, hubiera yo saltado sobre él, luchado con él, arrancádole el corazón y la lengua y dado muerte al bárbaro desaprensivo.

Mas nada de esto hice. A punto estuve de arrojarme, pero no lo hice. Estuve presto a saltar para colocarme al lado de Isabelita, estrecharla contra mi corazón, retar al bigotudo paladín que delante de ella estaba, y tal vez de gritar: «¡Ven a mí..., ven a mí, perseguida doncella, mi amor, Rebeca mía! ¡Aquí me tenéis, sir Brian de Bois Guilber, vil templario! ¡Yo soy sir Wilfred de Ivanhoe!» -No debe olvidarse que, lejos de ser templario el sujeto en cuestión, era un zascandil, absolutamente desacreditado por dos procesos en el Tribunal de insolventes-. Me abstuve, sin embargo, de producir heroicos apóstrofes; no hubo necesidad de que Rebeca se arrojase por la ventana para salvar su adorable garganta. ¿Y para qué, si la ventana se hallaba en el piso bajo? Os doy mi palabra de honor de que cuando me aprestaba a proferir el grito de guerra, enristrar mi lanza y caer à la rescousse sobre sir Baker, una idea súbita aniquiló mi supuesto conato, un pensamiento repentino detuvo el ímpetu de mi avance metafórico, y salvó por esta vez la vida de Baker.

Supongamos que me hubiera dejado llevar de mi belicoso anhelo. Pues tal imprudencia hubiera producido una señora de Baker, y a mí convertídome en el asendereado padre de diez criaturas. -Isabel abrigaba un exuberante temperamento-. ¿Y qué significan cuatrocientas veinte libras anuales para un hombre casado, y media docena de chicos? ¿Hiciérame acaso el evento un poco más feliz? ¿Hiciéraselo a Isabel? No. Y, sin embargo, aun ahora me acomete una especie de rubor cuando recuerdo mi inhibición de aquel momento. No es que el miedo me sobrecogiera. Os juro que no. La razón fue...

Si me paré en la mitad del camino, debiose a un error de criterio, nunca a una flaqueza del ánimo. Lord Jorge Sackville era un valiente y tan sereno y frío como un pepino entre las brasas, pues no cargó en la batalla de Minden, con lo cual, según es sabido, pudo consumar su diabólica sarracina el príncipe Fernando. Byng fue un bravo, y... yo pregunto: ¿No fue una ignominia el ejecutarle? Pues yo me aplico el cuento. He aquí la afirmación, que proclamo abiertamente. No me importa. ¿Se me acusa de haber presenciado el ultraje de una mujer, sin haber acudido en su socorro? Pues digo que no soy culpable. Es decir, que hubo razones que me impidieron realizar el ataque. Aun dejando aparte la consideración de la superioridad física de Isabel sobre el agresor, existieron razones poderosas para disuadirme de cargar sobre el enemigo.

Veréis. Hallábame yo casualmente tras un arbusto de perfumadas lilas -y ocupábame a la sazón en cincelar una breve estrofa..., ¡Dios me perdone!, en la que declaraba que sólo la muerte habría de separarme de Isabel-, cuando vi surgir la cara de Baker por el respaldo de una butaca. Gritar él «por Júpiter» y disponerme al ataque, fue todo uno. Si el aquel momento hubiera también gritado Isabel, la fuerza de veinte Heenans hubiera animado mi brazo; pero todo lo que ella hizo fue palidecer y exclamar:«¡Oh, por caridad, capitán Baker! Tenga compasión de mí».

-¿Qué, se acuerda usted de mí, Isabelita Bellenden? -la interrogó el capitán, marchando hacia ella.

-¡Oh, no me llaméis así, no me llaméis así! -suplicó Isabelita.

-Ya me pareció reconocerla ayer -repuso Baker-; pero tenía en el cuerpo tanto vino, que no dada pie con bola. Y, además, Isabelita, la cabeza se me partía de dolor.

-¡Oh, por favor..., por favor; llámeme miss Prior, se lo ruego!

-Está usted más hermosa..., muchísimo más hermosa. Ahora que se ha quitado los lentes, la reconozco perfectamente. De modo que ha venido usted aquí... a instruir a mis sobrinos, a burlar a mi hermana..., a enamorar a... ¡Oh, vaya una hormiguita!

-Capitán Baker, le suplico, le imploro -esto o cosa parecida debió exclamar Isabelita, porque sus manos se unieron en actitud suplicante.

-Vaya, vaya, no se divierta conmigo -dijo el raquítico capitán o, por lo menos, esto pareció decir al apoderarse de aquellas manos blancas y vigorosas y estrecharlas entre las suyas.

¿Comprendéis ahora por qué me contuve? Al ver avanzar al mozo, guiñando los ojos, gesticulando y mirándola con aire de antiguo conocido; al observar el contrito ademán con que la muchacha le pedía gracia, la flecha de los celos se clavó en mi corazón y a poco me tira de espaldas en el momento de avanzar. El violento retroceso me hizo tropezar con un grupo escultórico de bronce que había en el jardín. Representaba un león al que mordía una serpiente. Yo también me consideraba el león mordido por el ofidio. El propio Baker me hubiera derribado en aquel instante. ¡Qué horror, qué angustia! Aquel hombre la conocía de antiguo. La academia, la vida que llevara en su adolescencia, entregada a la hipotética guarda del miserable borrachín de su padre. Fueron visiones del pasado de Isabelita que cruzaron por mi mente en aquella ocasión. ¿E iba yo a ofrecer mi pecho y mi corazón a aquella mujer? Vamos, amigo mío, a su criterio apelo. ¿Qué hubiera hecho usted? Le hubiera gustado ver caer súbitamente sobre el objeto de sus amores aquella sospecha? «¡Oh, piedad, piedad!», la oí exclamar claramente, clarísimamente..., en tono patético. En aquel instante oí un verdadero alarido: «¡Ah!» Y de nuevo surgió el león dentro de mi pecho, y os juro por mi honor que, cuando ya me disponía a entrar..., a saltar, mejor dicho, desde el grupo estatuario, tras del que hacía un instante me escondía, palpitante de ansiedad, e inmediatamente después del «¡Ah!» de Isabelita, percibí un «¡paf!» como no recuerdo otro... Y vi rodar al capitán hecho un ovillo, cayendo debajo de la butaca invertida y chillando y maldiciendo como un energúmeno. Poco duró la escandalosa porfía, porque, no bien cayera el capitán con su butaca, se abrió la puerta... Un hombre irrumpió en la estancia, se arrojó como una pantera sobre el derribado capitán, plantole una mano entre la nariz y los ojos y le hizo tragarse aquellos soeces improperios, administrándole un puñetazo en la garganta.

-¡Oh, gracias, Bedford! ¡Por Dios, no le pegue más, Bedford! ¡Basta ya! -intercedió Isabelita, riéndose..., riéndose, os lo aseguro.

-¡Ah! ¿Sí? -gritó Bedford-. ¡Aguanta ahí, perro, si no quieres que te arranque la cabeza! ¿Ve usted, miss Prior? ¡Isabel, Isabel adorada!... ¡Yo la amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis energías!...

-¡Oh, Bedford, Bedford! -balbució Isabelita.

-Sí, la amo; no puedo callarlo más! ¡Tenía que decirlo! ¡Desde Roma la amo! ¡Aguanta, bestia alcoholizada! ¡Sé que es inútil; pero la adoro a usted, Isabel, Isabel!

A aquí tenéis a Dick, al que seguía por doquier a Isabel, al que la acechaba constantemente por los ojos de las cerraduras, haciéndole el amor sobre el aniquilado cuerpo del capitán.

¿Qué podía yo hacer en tal ocasión? ¡A ver, que lo diga el que quiera! ¿No me encontraba en una situación horriblemente embarazosa? Habíase ultrajado a una dama, a mi dama, y yo no lo había defendido. El insolente agresor yacía en tierra, y no era yo quien le había derribado. Un caballero tres pulgadas más bajo que yo había llegado y dádole el golpe de gracia. Me ahogaba la ira de tal manera, que hubiera abofeteado al capitán y al mismo Bedford. Bien sé que con el primero hubiera podido; pero el segundo era un pequeño héroe. ¡Y era él quien había vengado a la dama, mientras que yo había permanecido inmóvil! En aquel trance tan odioso, tan inesperado, tan humillante, ¿qué debía, qué podía, qué tenía que haber hecho yo?

Por detrás del león y la serpiente corría un muro coronado de marmórea balaustrada, construidos, al parecer, sin otro objeto que el de flanquear tres escalones y una terraza de césped que se hallaba a nivel con las ventanas. Al otro lado de la balaustrada veíase unos planteles de lilas también, por detrás de los cuales marchaba una senda que asimismo conducía a la casa. Yo, que no me había batido, ¡ay de mí!, cuando ya la batalla estaba concluida, deslizándome por entre el ramaje, tomé la oculta senda y entré en la casa. Como el Fortinbras de Hamlet, llegaba cuando ya se arrastraban los moribundos y estaba totalmente ventilado el asunto.

¿Es que mi vergüenza no iba a alcanzar su fin? Durante aquel breve intervalo que hube de emplear en seguir el escondido carril -precisamente con el designio de presentarme como por azar, afectando ignorancia y sorpresa-, aquel afortunado mancebo había tenido tiempo para trabar pelea con otro adversario de mayor pujanza, que no era sino Bulkeley, el primer chambelán de la señora de B... Al caer el capitán, entre gritos y blasfemias, había llamado a Bulkeley, que no tardó en presentarse, con un bonetillo escocés grotescamente calado en su empolvada cabeza.

-¡Vamos a ver! ¿Qué escándalo es este? -interrogó al entrar el Goliat.

-¡Mata a este canalla! ¡Ahógale, mátale! -gritó la oveja negra, mostrando su nariz ensangrentada.

-Pregunto que qué pasa aquí -insistió el granadero.

-¡Fuera ese gorro, que hay una señora delante! -le ordenó Bedford.

-¿Fuera mi gorro? Ahora verás como...

Pero no acabó su amenaza, porque, saltando el pequeño Bedford hasta levantarse dos pies del suelo, le quitó el gorrete de un papirotazo, con lo cual se produjo una nube de polvo que llenó la estancia con su aroma de violeta. La inmensa mole del gigante se conmovió al recibir el agravio. «Te voy a matar, mísero pordioseo» -rugió Bulkeley, e iba a lanzarse sobre Dick para deshacerle en el preciso momento en que yo penetraba en la nube de polvo levantada por la cabeza del criado.

-Voy a sacarte los sesos, lo mismo que he hecho con el polvo de tu asquerosa cabeza -profirió Bedford, saltando para apoderarse del hurgón.

En tal coyuntura entraba yo en la habitación.

-¿Cómo, qué trifulca es ésta? -pregunté, adelantándome con un aire en que se mezclaban la decisión y la sorpresa.

-¡Quítese de en medio hasta que yo le arranque a éste la cabeza!

-Recoja su gorra y márchese -le contesté, sin perder la elegancia de mi firme actitud.

-¡Suelta ese hurgón, cobarde! -bramó el asalariado monstruo.

Miss Prior! -exclamé con toda mi hipocresía-. Supongo que nadie habrá cometido con usted ninguna grosería -y me encaré primero con el caballero de la nariz sangrienta, y luego con su lacayo.

Al replicarme miss Prior, denotó su mirada un espantoso desprecio.

-Gracias, sir -me respondió, volviendo la cabeza sobre el hombro y mirándome con sus ojos grises.

-Gracias, Ricardo Bedford. ¡Que Dios se lo pague! Siempre, dondequiera que me halle, le estaré reconocida.

Y la airosa figura abandonó la estancia.

¡Me había visto escondido detrás de la escultura y no había acudido en su auxilio! ¡Oh espantosa tortura! ¡Demonios, endriagos y chuzos! También el rostro de Bedford -radiante de gratitud caballerosa por aquellas amables palabras que al salir le dedicara- adoptó, al mirarme, un gesto despectivo; permaneció estático, con las narices dilatadas respirando fuerte, contemplando a sus enemigos y empuñando aún su bélica maza.

Al salir Isabel se hizo un momento de pausa, durante el cual la oveja negra, separando el pañuelo de su nariz, gritó nuevamente:

-¡Mátale, te digo! Un hombre que se atreve a pegarme a mí..., a mí..., cuando estoy en el suelo. ¡Bulkeley, so bestia, que le mates te digo!

-¡Que suelte el hurgón! -gruñó Bulkeley.

-¿Pero es que le tienes miedo, cobardón? Te irás tú..., como te llames..., mister Bedford; se te dará tu hatillo; tan cierto como que te llamas Bedford. Se lo contará todo a mi cuñado, y en cuanto a esa mujer...

-Si dice usted algo de ella, le apalearé donde le encuentre, capitán Baker.

-¿Quién habla con usted? -replicó el capitán, haciéndose atrás y mirándome ceñudo.

-¿Quién le ha dado pie para que se meta en el asunto? -terció Bulkeley.

Tal era mi cólera y tan vehemente el afán que sentía de hallar alguien con quien desfogar la ira, que caí sobre él como una catarata. Le aticé dos tremendos puñetazos en el vientre que le hicieron doblarse hacia atrás, en contorsión tan violenta y espantada, que a poco revienta de risa Bedford, y el mismo capitán, con su nariz y su ojo magullados, empezó a reírse también. Tomando luego el ejemplo de Dick, al ver sobre la mesa una hermosa daga, que servía para abrir revistas y catálogos, la empuñé, la blandí y hubiérala hundido en el fornido pecho del gigante de haber osado amagar el más tímido movimiento hacia mí. Pero sólo ge atrevió a gritar: «¡Os mataré, cobardes! ¡Os he de matar a los dos!» Y recogiendo su gorro de la alfombra, desapareció.

-Me alegro de que haya usted hecho eso -dijo Baker, moviendo la cabeza-. Lo mejor será largarse.

Y el demonio de la ira, que hasta entonces me dominara, cedió su puesto a otro más cruel y perverso; el demonio de los celos. Volvime al capitán, que ya se disponía a abandonar el campo, y

-¡Quieto! -le grité..., le rugí, mejor dicho.

-¡Quisiera saber quién habla con usted y quién diablos le autoriza a emplear conmigo ese tono! -exclamó Clarence Baker, acompañando una copiosa sarta de interjecciones que no es preciso consignar.

Mas permaneció inmóvil y miró en su derredor, bajando la cabeza.

-Hace un momento hablaba usted de miss Prior -le dije. ¿Tiene usted algo que observar en contra de ella?

-¿A usted qué le importa? -contestó.

-Soy antiguo amigo suyo; yo la traje a esta familia. ¿Se atrevería usted a decir una sola palabra que la ofendiera?

-Bueno, ¿quién ha dicho tal cosa?

-¿Usted la conocía de antes?

-Sí; la conocía.

-¿Cuando usaba el nombre de Bellenden?

-Desde luego; pero ¿qué tiene usted que ver con eso? -exclamó airado.

-Que la he solicitado hoy para esposa mía, sir. Esto es lo que tengo que ver con ella -le repliqué con severa dignidad.

Mister Clarence se puso a silbar.

-¡Oh!, si es así..., claro está que nada -repuso.

El diablo de los celos se revolvió dentro de mí y me desgarró las entrañas.

-¿Usted quiere dar a entender que hay algo, no es eso? -le interrogué, mirando de hito en hito al incorregible joven.

-No, yo no -se apresuró a decir muy alarmado-. No, no hay nada. Por mi honor que no hay nada, que yo sepa.

Yo aparecía extremadamente exaltado en aquel momento, y confieso que lo que más deseaba era pegarme con cualquiera.

-No. No hay nada, que yo sepa. Hace muchos años, ¿sabe usted?, que yo acostumbraba ir a aquel teatro con Tomás Papillion, con Turkington y dos o tres amigos. Dolphin lo dirigía. Solíamos entrar entre bastidores, y... confieso que tuve una cuestión con ella. Pero yo no tenía razón. Ahora lo declaro. Luego dejó ella el teatro. Y se conducía de un modo irreprochable. Y yo tuve una gran pena. Y la juzgo una buena mujer, ahora como siempre. Su padre era un hombre de pésima fama, pero muy honrado..., sé que lo era. Tenía yo un amigo en el ejército de Bombay..., un amigo llamado Walger o Walkingham..., eso es, Walkingham; le veía con frecuencia en la Cueva de la Armonía, y me dijo que ella era tan buena como la que más. Y él sufrió muchísimo cuando tuvo que separarse de ella. Se hubiera casado con ella, a no ser por su padre, el general, que no lo consentía. Estuvo en poco que no se suicidara cuando se marchó. Bebía terriblemente, y entonces solía jurar por ella y nosotros nos mofábamos de él. Era un hombre vulgar y de baja condición, pero muy apasionado. Y si usted va a casarse con ella... le pido perdón y le aseguro, por mi honor de caballero, que no sé nada malo de ella. Y le deseo a usted todo género de alegrías. Créame que se las deseo.

Y diciendo esto, el desdichado y miserable monigote se deslizó como un reptil y trepó a su dormitorio.

En tal oportunidad hizo su entrada la digna y bondadosa señora de Bonnington con dos de sus chicos. Disponía esta señora de una llave que le franqueaba la puerta del jardín, y traía a sus niños para que pasaran la tarde jugando y peleándose con sus sobrinos. Indudablemente, Isabelita no educaba bien a los pequeños de Lovel. ¿Sería quizá que las abuelas, consintiéndoles, deshiciesen la labor del aya? ¿Resultaban estos niños inaguantables -como lo eran generalmente- por temperamento, o por negligencia de sus educadores? ¿Hubieran sido ellos mejores de haberlos tratado Isabelita con mayor ternura?¿Abrigaba ésta un corazón bondadoso y maternal? ¡Ah! He aquí la sospecha, la terrible duda que bataneaba mi pecho. Y de ser mía y madre de muchos posibles Batchelor, ¿los querría mucho?¿Llegarían a ser unos granujillas tan indómitos y egoístas como estos otros? ¡Vaya..., vaya! A Isabel sólo podía imputársele frialdad de corazón. No hemos de ser perfectos. Mas preciso es reconocer que, fría y todo, llenaba sus deberes a maravilla. Ha sido bonísima para sus hermanos; se ha desprendido, sin la menor violencia, de sus ahorros en beneficio de ellos; se ha conducido ejemplarmente con su madre, encubriendo las trapacerías de la descarada intrigante y velando sus feos manejos tras las púdicas pantallas del afecto maternal y otros mil pretextos. ¡Ah, grands dieux, qué madre! ¿Quieres casarte, Carlos Batchelor, para soportar a esta suegra hambrienta y pobretona y a ese ganapán de los azules; a esos pilluelos, jugadores de canicas y devoradores de candil; a esas cerriles chiquillas que han de ser tus cuñadas? Pues ya puedes mirarles como adscriptos a ti. Eres tan bonachón y tan débil -bien lo sabes- que no tendrás energía bastante para resistir la acometida. Esos muchachos crecerán, se colocarán como escribientes u horteras, contraerán deudas y esperarán que tú se las pagues; caerán en manos de usureros y escribanos, y te requerirán para que les rescates. La madre, no pienses que salga de tu casa. Revolverá tus cajones, descabalará tus prendas de vestir y, a tus espaldas, lanzará miradas codiciosas sobre tus camisas y chaquetas, mientras calcula el tiempo que puedan tardar en pasar a sus chicos... Ni un domingo faltará a comer en tu casa la descreída lechigada. Y te traerán a su lencero, y demás acreedores. Te presentarán a la firma sus pagarés, o los firmarán ellos a los prestamistas, y, a menos de que salgas su incondicional garante, te motejarán de desalmado, de bestia avariciosa y de cruel autor de su ruina. Las chicas vendrán a ejercitarse en el piano de tu mujer. Pero no irán a tu casa el domingo solamente, sino que no saldrán de ella. Se darán buena maña para impedir los tête-à-tête entre tu mujer y tú. Cuando sean mayorcitas te exigirán que las lleves a los tés y otras reuniones, en las que te presentarán sus odiosos pretendientes. Te inducirán a cometer mil bajezas para conseguir billetes de teatros de los editores amigos. Tendrás que sentarte, por supuesto, en el asiento posterior; pagarás los coches de ida y vuelta; tendrás que aguantar a pie quieto las miradas y señas de inteligencia que se crucen entre ellas y los pollos de los palcos; habrá que prestarle los guantes, chales, aderezos, esencias y pañuelos de tu mujer, los cuales nunca serán devueltos. Con pretexto de cualquier indisposición de tu mujer, sentarán la planta en tu casa, y tu mujer concebirá celos de ellas. Se llevarán mal, ni que decir tiene, con las señoras de tu familia, y muy probablemente les saldrá tu suegra con alguna chuscada de su invención. Y vas a traer sobre ti este fatal estrago tan sólo por haberte enamorado de una linda figura, de un par de ojos azules, de una interesante cabecita orlada por blonda cabellera -no digamos roja-. ¡Oh, Carlos Batchelor, en qué galera te has embarcado, y qué gentecita se te ha metido en la barca!

En estas divagaciones hallábame absorbido cuando se me acercó la buena señora de Bonnington a decirme... no sé qué. Pareciome entreoír muy confusamente ciertas frases referentes a la misión de Patagonia, a las escuelas nacionales y al lumbago de mister Bonnington, pero no me enteré de nada. Estaba embebido en mis pensamientos. Había formulado la terrible pregunta..., que no se me había respondido. Isabelita había huido haciendo fu por mi falta de galantería; mas a este respecto sentíame tranquilo. Por lo que hacía a mister Drencher, ya me había ella revelado los sentimientos que le inspiraba. «Y aunque soy bastante más viejo -pensaba yo-, no me preocupa ese rival». ¿Pero y si ella me dice «sí»? ¡Oh! «Sí» significa Isabel, es verdad; una hermosa muchacha; mas también significa la señora Prior, y Augusto, y Amelia, y Juana, y toda aquella horripilante familia. No es extraño, pues, que poseída mi mente de tan sombrías cavilaciones, me encontrara distraído la señora de Bonnington, y que, comentando alguna absurda réplica mía, me dijese: «Mister Batchelor, usted tiene, por fuerza, algún amor contrariado». ¡Amor contrariado! No estaría de más que alguien viera su amor contrariado. A mi edad, y habiendo amado locamente, como yo había amado a la de Dublín, no hay hombre, que se deje tomar por otra pasión fuerte. Bueno, bueno. La suerte estaba echada, y no me quedaba otra cosa que esperar el fallo. ¿Qué podría pasar? Estaba pálido, inquieto, y no hubiera hecho nada de más al consultar con mister Drencher. «Gracias, señora de Bonnington. Esta noche he tenido un fuerte... un fuerte dolor de muelas...; eso es, un dolor de muelas y no he podido pegar los ojos; gracias Lo mejor es arrancarlas. Mister Drencher lo hace a maravilla; a sus chicos de usted creo que ya les ha sacado seis. Ya va mejor; creo que no tardará en aliviarse». Me retiré a mi habitación; tomé un libro; no pude leer una línea. Prosigo mi tragedia. ¿Tragedia? ¡Bah!

Por lo visto, mister Drencher no consideró improcedente una nueva visita y una nueva medicación a su paciente de ayer, pues juzgó necesario venir aquel día a Shrublands, a raíz de la tremolina, dirigiéndose, según su costumbre, a las regiones altas de la morada. No hay que adivinar que hallaría a mister Clarence lavando su nariz y que le recetaría algo para el órgano contusionado. Debió de llamar en seguida a la puerta del cuarto de estudio de miss Prior -nunca le faltaba pretexto para colarse en aquel aposento-, pues a poco vi llegar a Bedford con el semblante lívido y diciéndome:

-Ya está arriba con ella el matasanos.

-Mi pobre Dick, ya oí su confesión cuando me dirigía a librar a miss Prior de ese villano.

-La sangre se me sublevó -gruñó Dick-. Al ver que ese granuja ponía la mano sobre ella, no pude refrenarme y me fui a él. Mi padre hubiera sido y le hubiera pegado. Y no me fue posible callar lo que tenía dentro. Tenía que salir algún día. Es como pedir la Luna el soñar con ella. Se cree superior a mí, y se equivoca. Pero es igual... No me quiere, no quiere a nadie; y ya que lo he dicho todo, no puedo permanecer aquí.

-Fácil es para usted encontrar una buena colocación, con su manera de ver, señor Bedford.

Movió la cabeza el mayordomo.

-No estoy dispuesto a limpiar más las botas de nadie. Tengo otro puesto. He ahorrado un dinerillo. Mi pobre madre, a la que usted trató siempre con tanto cariño, se me fue, mister Batchelor. Ahora soy solo. Maldito matasanos; ¿pero es que no va a salir nunca? Algún día le contaré mis proyectos, sir, y sé que usted será tan bueno que me ayudará.

Y salió Dick, que parecía el retrato del infortunio y la desesperación.

En este punto bajó Sierra-huesos de las altas regiones. Yo estaba en el vestíbulo charlando con Dick. Mister Drencher me miró con ceño altanero, y creo que le devolví mirada por mirada. Él me odiaba a mí. Yo a él; me encantaba que me aborreciese.

-¿Cómo va su enfermo...,mister Drencher?... -le pregunté.

-Una contusión insignificante en la nariz... Vinagre y esparadrapo -dijo el doctor.

-¡Santo Dios! ¿Es que, ese miserable le ha dado a ella un golpe en la nariz? -exclamé horrorizado.

-A ella... ¿A quién?

-¡Ah, sí!..., es verdad -repuse sonriendo-. Es que la natural ansiedad por Isabel me hizo olvidar a Baker.

-No sé lo que significan esas sonrisas -replicó el jaro practicante-; ahora, si lo que usted quiere es divertirse conmigo, permítame que le diga que no necesito diversión y que no he de consentir ese juego -y con esto salió Sierra-huesos, disparándome recetas mortales.

Éste tiene celos de mí -pensé al zambullirme en una butaca del gabinete en que se había librado el combate-. A ti también; a ti también te ha cogido la fiebre, mi pobre médico. ¡Qué fascinación la de esta muchacha! El mayordomo, el médico y hasta el capitán ha recibido el golpe... en la nariz. ¿También habrá sentido el flechazo el jardinero? ¿Habrá también roído de celos sus botones el pajecillo? ¿Estará también enamorado Bulkeley? Tomé una revista, y al pasar sus páginas continué divagando de esta suerte.

Así meditando y leyendo me hallaba, cuando entró Bulkeley con los abrigos y envoltorios pertenecientes a su señora.

-¿Tiene usted la bondad de quitarse esa gorra? -le dije con frialdad.

-Tenga usted la bondad de recordar que en cuanto le vea fuera de esta casa le voy a aplastar la cabeza -contestó el monstruoso sirviente.

Mas bastó que posara mi mano sobre la plegadera para que se retirase gruñendo.

Del abatimiento pasé a la esperanza, y el proyecto de matrimonio, que antes vislumbrara tan obscuro, se me ofreció con los más risueños matices. Cuento con cuatrocientas libras anuales y con esa casa de Devonshire Street en Blunbery, cuyo piso segundo es bastante capaz para nosotros. Si tenemos niños, cerca está la plaza de la Reina para que en ella jueguen y paseen. Varias familias muy afables que aún habitan en la vecindad irán a visitar a mi esposa, y viviremos rodeados de un pequeño círculo de amistades confortable y grato, acomodado a la modestia de nuestros medios. Los comerciantes de Lamb's Street son excelentes, y la música del Foundling, siempre deliciosa. Dejaré uno de mis clubs. El otro no está lejos.

No; la parentela de mi mujer no será una plaga para mí. Isabelita es la mujer más sensible, resuelta y adaptable que conozco. Sólo ha de ver a la señora Prior por intervalos prudenciales -y espero sean distanciados-. Sus hermanos y hermanas sabrán ocupar sus puestos y aprenderán a no entrometerse. Mis amigos, que son unos caballeros bien educados, no se retraerán de visitarnos porque yo viva encima de una tienda -el piso bajo y los desvanes interiores de la casa de Devonshire Street están alquilados a un almacenista de juguetes alemán-. Por medio de mi trabajo literario puedo añadir ciento o doscientas libras a mi renta anual, e Isabelita, que ha vivido bajo un estrecho régimen de frugalidad, que ha sido buena hija y buena hermana, sé que ha de resultar buena esposa, ¡y quiera el cielo que una buena madre! ¡Vaya! Cuatrocientas libras anuales, más doscientas, ya es una renta decentita. Y mi antiguo condiscípulo Wigmore, que ahora está en el Banco, me dará, tendrá que darme una plaza...; es decir, trescientas libras anuales. Con novecientas libras ya podemos manejarnos bien.

El amor está lleno de optimismos y penosas zozobras. El porvenir, sobre el que momentos antes cerníase una sombría nube de incertidumbres, resplandecía ahora con dulces tonalidades rosadas. Me veía dichoso, amado, con suficientes posibles, y me representaba mi fantasía reposando en el deleitoso jardín de Red Lion Square en un atardecer estival y con media docena de Batchelors brincando sobre el césped, cuajado de flores.

Después de nuestro breve coloquio, no hallando grata la Bonnington mi malhumorada compañía, dirigiose con sus retoños al cuarto de miss Prior, y como la puerta del gabinete se abriese y cerrase repentinamente, tuve ocasión de oír a los chicos corretear por los pasillos, jugando a los caballos, peleándose, etc. Poco después bajó de la clase la buena señora de Bonnington. «No sé qué habrá pasado, mister Batchelor -me dijo al pasar-. Miss Prior está pálida y preocupada; usted, pálido y ensimismado. ¿Es que se le ha declarado usted, hombre de Dios, tratando de suplantar a mister Drencher? ¡Si ahora mismo se ha puesto usted encarnado como una cinta mía! ¡Ah! ¡Isabelita es una buena muchacha, y tan cariñosa para mis chicos! ¡Ah, querido mister Batchelor! Me ha dicho, mas no se lo cuente usted a la señora de Baker, porque se pondría furiosa. ¡Ah! Me ha dicho miss Prior: «Cuánto daría porque mis discípulos se pareciesen a sus tíos y tías..., que están tan admirablemente educados». Pop se empeñaba otra vez en pegar a su tío. Quisiera..., quisiera que Federico mandase a ese chico al colegio; miss Prior dice que no puede con él. Vamos, hijos, que es la hora de comer». Y con estas palabras, la buena señora llamó a sus pequeños, que descendieron de la clase acompañados de sus primos.

Siguiendo a los sobrinos llegó la prudente miss Prior, a la cual dirigí una mirada de inteligencia, que decía, como los ojos pueden decirlo: «Venga usted acá, Isabel, a charlar un ratito con su fiel Batchelor». Ella correspondió de soslayo con otra mirada de inteligencia, dejó su sombrilla y sus guantes sobre la mesa y marchó hacia el jardín con la de Bonnington y los niños, en cuanto vio que la esposa del pastor y los pequeños transpusieron la verja, y que sus discípulos se entretenían en un fresal, tornó, por supuesto, al gabinete a recoger los guantes y la sombrilla que dejara olvidados. Hay en esta mujer un aplomo, una intrépida y llana soltura, que me infunden terror, ma parole d'honneur. ¿Dentro de ese blanquísimo pecho se alberga una blanquísima piedra de mármol en el sitio habitual del aparato cardíaco? ¿Es que bajo el albo guante aterciopelado de esa mano glacial se esconden unos huesos de frío acero?

-¿De modo que también hoy ha venido Drencher? -le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

-Para ver a ese miserable capitán Baker. Se va a morir ese raquítico malvado. No crea usted que estaba fresco cuando el..., cuando yo..., cuando usted le vio. Ojalá hubiera usted llegado antes... a tiempo de evitar esa indecorosa gresca. Me ha dejado muy preocupada, mister Batchelor. Seguramente que se lo dirá a su madre, a mister Lovel. Tendré que marcharme. Lo estoy viendo.

-¿Y es que no sabe usted dónde puede encontrar una casa, Isabel? ¿Ha olvidado tan pronto mis palabras de esta mañana?

-¡Oh,mister Batchelor! Usted habla completamente exaltado. No es posible que usted haya pensado seriamente en una pobre muchacha como yo, desvalida, sobre la que pesan tantos cuidados familiares. Pop mira hacia nosotros. ¿Qué puedo significar para un hombre de su educación?

-¡Usted puede hacerme feliz en lo que me resta de vida, Isabel! exclamé-. Nosotros somos amigos tan..., tan antiguos, que usted bien conoce ya mi modo de ser.

-¡Ah! Indudablemente. No puede hallarse persona más cariñosa y agradable. -No sé por qué me parece que encerraba cierto sarcasmo la voz con que pronunciara eso de «más cariñosa y agradable»-. Pero no olvide usted sus costumbres, sir. Recuerdo que en Beak Street no hacía usted más que dar a manos llenas, y así, a pesar de su renta, siempre le veía pobre. Usted ama el confort, la elegancia; y no teniendo, perdóneme que se lo diga, bastante para usted solo, ¿quiere cargar con... conmigo y con los gastos de un hogar? Yo siempre he de considerarle, he de estimarle y he de quererle como al mejor amigo que he tenido, y... voici venir la mère du vaurien.

La señora de Baker entró diciendo:

-¿Acaso vengo a interrumpir un tête-à-tête?

-Mi bienhechor me conoce desde niña y desde entonces me honra con su amistad -contestó Isabel, mirando a la señora con sencilla cortesía-. Precisamente... precisamente de... ¡Ah!, estaba diciéndole que mi tío me ha invitado con mucho empeño a Saint-Boniface, cuando me den permiso; y si usted y su familia fueran este otoño a la isla de Wight, tal vez usted pudiera influir sobre mister Lovel para que me concediese unas cortas vacaciones. ¡María se haría cargo de los chicos, y yo deseo hace tanto tiempo ver a mis tíos! Y estaba suplicando a mister Batchelor que intercediese con usted para que usted intercediese en demanda de un permiso. Esto era lo que hablábamos.

¡Esta mujer era el demonio! Claro es que no se me ocurrió decir: No. Lo que sí aseguro es que hasta aquel momento no me había enterado de que nuestro diálogo tuviese relación con los tíos de Saint-Boniface. De nuevo me asaltó la horrible sospecha, la espantosa duda..., y aquel escalofrío, como de una serpiente que trepara por mi espalda..., que me detuviera, crispara y demudara al sorprender la conversación de Isabelita con el capitán Clarence. ¿Qué había ocurrido en la vida de esta mujer? ¿Conozco todo lo que a ella se refiere, o no conozco nada, o sólo sé lo que ella quiere que sepa? ¡Bah, bah! ¡Empiezo a sospechar que no eres más que un viejo inocente!

-Mister Drencher acaba de ver a su hijo -prosiguió Isabelita con la mayor naturalidad-, y suplica a usted ordene a Baker que tenga más prudencia. Dice mister Drencher que el capitán Baker está acabando con su vida por su incontinencia.

Mister Lovel llegaba de la City y los niños corrieron hacia su papá. Miss Prior hizo a su señora una severa reverencia y se deslizó fuera de la estancia. Yo me dije a mí mismo con el corazón encogido: «Ésta se ha estado..., sí, burlando; ésa es la palabra...; burlando de la señora de Baker...» Isabel será posible que también te estés burlando de mí?

Antes de que llegara Lovel había pasado Dick fugazmente. Estaba lívido como un espectro. Su rostro aparecía espantosamente tétrico.

-Ahí viene el señor -murmuró Dick-; ahora todo va a descubrirse. Ya se lo ha cargado a usted, ¿verdad? Ya me lo figuraba -y me hizo un guiño terrible.

-¿Qué quiere usted decir? -le interrogué, poniéndome, a lo que creo, rojo como la grana.

-Lo sé todo. Ya hablaremos esta noche. Sí, ¡maldita sea!

Se apretó los ojos con los puños y salió vertiginosamente, atropellando casi al botones que entraba con el servicio del té.

-¿Pero qué es lo que pasa y por qué estás tirándole todo? -preguntaba Lovel durante la comida al mayordomo, que, en efecto, maniobraba como un demente.

En el rostro habitualmente melancólico de Bedford dibujábase un gesto atrozmente lúgubre, y los desatinos cometidos en el servicio eran innumerables. Lovel apenas cambió unas palabras con su cuñado. Clarence aun no había sido perdonado por su fuga de dos días antes; y ni aun después de gritar la señora de Baker: «¡Dios mío, hijo! ¿Qué es lo que has hecho?», y de replicar el capitán: «Que tropecé contra una puerta y me he sangrado la nariz», levantó Lovel la mirada ni produjo una sola frase de interés o condolencia. «Si se rompiera la cabeza de una vez, no lo sentiría lo más mínimo» -díjome el viudo por lo bajo. Y es que el tono de voz del capitán, y, en general, sus maneras, mortificaban grandemente a mister Lovel, que si conllevaba la tiranía femenina, revolvíase contra la chabacanería presuntuosa de ciertos hombres.

Hasta aquel momento no había trascendido nada relativo a la trifulca de la mañana. Allí permanecíamos todos sentados con la espada suspendida sobre nuestras cabezas, riendo, charlando de cocina, de política, del tiempo y de qué sé yo cuántas cosas más. Isabelita mostró durante el té la más fría calma. Ni el peligro ni la incertidumbre lograban aterrarla. Si hubiese caído sobre ella una sentencia de ejecución para el anochecer, no prescindiera de servir el té ni de tocar su Beethoven, ni de responder con su voz habitual a las preguntas que se le hicieran ni de departir con unos u otros dentro de su digna ecuanimidad hasta la hora de la decapitación; llegada la cual, hubiera hecho su cortesía, abandonando la estancia y soportando la amputación con toda pulcritud y compostura. Yo la admiraba, y su presencia me sobrecogía. La helada serpiente resbalaba por mi espalda cuando en esta mujer pensaba. Tales desatinos cometí en el whist, que hasta la buena señora de Bonnington perdió su paciencia con sus catorce chelines. Miss Prior, si hubiese tocado, a buen seguro que no cometiera la menor falta. Retirose a la hora de costumbre. La señora de Bornnington bebió una copa de sangría y se despidió. Como Lovel no apartaba su mirada severa del capitán, no pudo el oficial hacer otra cosa que beber una copa de jerez con seltz e irse a la cama sereno. La señora de Baker estrechó en sus brazos a Lovel, cariñosa práctica a la que mi pobre amigo sometíase humildemente. Cada cual se dirigió a su dormitorio, sin que nada se hubiese dicho acerca de los sucesos de la mañana. Había un respiro, y, de todos modos, hasta el día siguiente no habría de decretarse ninguna ejecución. Cala, pues, tu gorro, Damocles, y dormita, al menos por esta noche. No temas que tus sueños sean interrumpidos por la segur del destino.

Tal vez se os ocurra preguntarme qué motivos tenía yo para sentirme alarmado. Nada podía sucederme. No había de inquietarme que el aya perdiera su plaza. Ahora bien: para decir la verdad, al ocuparme de la colocación de Isabelita no había yo procedido con entera franqueza. Al recomendarla a Lovel y a la difunta había garantizado su probidad con toda mi alma. Había encomiado la respetabilidad de su familia, las campañas de su padre, los notables sermones de su abuelo -el viejo doctor Sargent-, y había ponderado con vehemente elocuencia el saber y las altas dotes de su tío, el rector de Saint-Boniface, así como el elevado concepto que a éste merecía su sobrina. Pero a esa parte de la biografía de Isabelita, relacionada con la academia, confieso que no había tocado lo más mínimo. A quoi bon? ¿Es que agradaría a cualquiera señora o caballero que se contase todo lo que a ellos pudiera referirse? Dejé que lo de la academia permaneciese en la sombra; Dick Bedford había hecho lo mismo, y si aquel descreído capitán revelaba el secreto, una espantosa conmoción se produciría en el edificio. Yo habría incurrido en los justos reproches de Lovel por suppressio veri, y en la ira de aquellas dos viragos, las abuelas de los chicos de Lovel. Me asustaban las señoras mucho más que él, aunque mi conciencia me arguyera no haber jugado limpio con mi amigo.

Encendiéronse las bujías y nos dimos las buenas noches.

-¡Ah, capitán Baker! -dije jovialmente y guiñándole hipócritamente-. Si quiere pasar a mi cuarto le daré ese libro.

-¿Qué libro? -respondió Baker.

-El libro de que hablamos esta mañana.

-Que me ahorquen si sé lo que quiere usted decir -contestó-. Y, afortunadamente para mí, nos dio Lovel las buenas noches con un ademán de disgusto y salió con la palmatoria en la mano.

Indudablemente, recapacitaba en que el truhán de su cuñado no recordaba bien después de cenar lo que había dicho o hecho por la mañana.

No bien me quedé solo con la oveja negra, le dije con la más perfecta calma:

-Tiene usted razón. No hemos hablado nada de semejante libro, capitán Baker. Es que deseaba hablar con usted a solas y transmitirle mi vehemente anhelo de que todo lo que ha ocurrido esta mañana..., fíjese bien, todo, permanezca en el más absoluto secreto y no se confíe a nadie, ¿entiende usted?, a nadie.

-Pues que me condene -protestó Baker- si comprendo lo que quiere usted dar a entender con su libro y con su absoluto secreto. ¡Yo hablaré lo que me parezca, vaya!

-En ese caso, sir -dije-, tendrá usted la bondad de enviar a un amigo de usted para que se entienda con mi amigo, el capitán Fitzboodle. Consideraré el asunto como cuestión a ventilar entre nosotros dos. Usted ha insultado, y, según veo ahora, por segunda vez, a una dama cuyas relaciones conmigo conoce usted. Usted se ha abstenido de darnos, tanto a ella como a mí, las explicaciones a que teníamos derecho. Usted se niega a prometer el silencio acerca de una penosa escena ocasionada por su cobarde y brutal conducta, y tiene que arrostrar las consecuencias, sir; tiene que arrostrar las consecuencias.

Y le clavé los ojos por encima de la palmatoria.

-¡Maldita sea!... Que me ahorquen... -dijo- si adivino a qué viene todo esto. ¿Para qué demonio me viene usted a mí con eso del libro, del silencio y lo de enviarme al capitán Fitzboodle? Yo no necesito para nada al capitán Fitzboodle... ¡Valiente bruto! Le conozco perfectamente.

-¡¡Chist!! -le advertí-. Aquí llega Bedford.

Y, en efecto, en aquel momento entraba Bedford para cerrar la casa y sacar las lámparas.

Mas el capitán Clarence dijo o gruñó en tono más elevado:

-¿A mí qué me importa que me oigan? Ese mozo ya me ha insultado hoy, y le hubiera arrancado la existencia si no fuera porque estaba en el suelo y muy débil, terriblemente nervioso y sin ánimo...; pero... pero ¿a dónde quiere usted ir a parar, mister..., como se llame?

Y el granuja casi gritaba al pronunciar las últimas palabras:

-Por última vez: ¿quiere usted que este asunto de que hemos hablado no pase de aquí? -le dije con terrible severidad.

-No diré una palabra. Lo que quiero es que me dejen solo y que no vengan a jorobarme más. Desearía llevarme a mi cuarto un vaso de agua con aguardiente. Le aseguro que sin ello no puedo dormir -gimió el miserable.

-Siento haberle puesto la mano encima, sir -dijo Bedford con tristeza-. No merecía la pena. Váyase a la cama y ya le llevaré alguna cosa caliente.

-¿Sí? No podría dormirme sin eso. Llévelo, llévelo..., y... no diré nada... nada, por mi honor de caballero. Buenas noches, mister... ¿Cómo se llama?

Y marchó a su habitación, conducido por Bedford.

-Ya le he metido en la cama; le he administrado una buena dosis, poniendo en ella un poco de láudano. Ya está en su ser. No ha tomado hoy lo bastante -me participó Bedford, entrando en mi cuarto con la cara espantosamente pálida.

-¿Pero le ha dado usted láudano? -le pregunté.

-Sierra-huesos se lo dio ayer... Me dijo que le diera un poco, cuarenta gotas -gruñó Bedford.

El lúgubre mayordomo metió entonces sus manos en los bolsillos del chaleco y se quedó mirándome.

-¿Quiere usted luchar por ella, sir, desafiarse y todo eso? ¡Bah! -y se echó a reír sarcásticamente.

-Confieso que ese canalla me parece demasiado indigno -repuse-, y es realmente absurdo para un hombre pacífico como yo hablar de tiros en tal ocasión. ¿Pero qué iba a hacer yo?

-Lo que digo es que ella es indigna de eso -exclamó Bedford, levantando los puños crispados.

-¿Qué quieres decir? -le pregunté.

-Que se está mofando de usted..., que se está mofando de mí..., que se está burlando de todo el mundo -rugió Dick-. ¡Mire usted, sir! -y de uno de sus puños dejó caer un papel que fue a parar debajo de la mesa.

-¿Qué es eso? -pregunté-. Es su letra. Veo en el papel sus finos perfiles.

-Pues no es para usted ni para mí -dijo Bedford.

-Entonces, ¿cómo se atreve usted a leerlo? -le interrogué, temblando.

-Es para él. Es para Sierra-huesos -susurró Bedford-. Se le cayó a Sierra-huesos al subir a su coche, y la he leído. No iba a andar con esos remilgos de si se había escrito para mí o no... Ella le cuenta que usted la ha solicitado para casarse. ¡Ah! Por eso me he enterado yo. ¿Y sabe usted lo que ella le llama a usted y lo que a usted le llama... ese bestia? ¿Y sabe usted lo que dice ella de usted? Que no tuvo usted arranque para ampararla hoy. Ahí..., ahí está todo, con su letra y bajo su firma. Léalo o no, como se le antoje. Y si las adormideras o la mandrágora le ayudan a dormir, le recomiendo que no deje de tomarlas. Yo voy a tomar unas gotas de la botella del capitán. Y diciendo esto se marchó, dejando sobre la mesa la fatal misiva.

Ahora, ¿qué hubierais hecho vosotros en mi caso? ¿Hubierais leído la carta, o no? Suponed que se dice algo..., algo malo de la mujer que amáis: ¿lo leeríais, o no? ¿Incurrió Otelo en villanía por escuchar a Yago? Allí estaba el papel. Allí blanqueaba bajo la lámpara, en la absoluta quietud de la morada.




ArribaCapítulo VI

La sucesora de Cecilia


Monsieur et honoré lecteur: lo mismo que si te hallases frente a mí sentado, me parece estar viendo pintarse en tu noble semblante el desprecio al leer mi declaración de que yo, el intachable caballero Carlos Batchelor, he hollado el fuero de otro caballero: Eduardo Drencher -el odiado pelmazo al que nunca pude soportar-, osando leer cierta carta que sólo a él pertenecía. Habré hecho mal; pero tengo al menos la franqueza de confesar mis culpas. Otro cualquiera hubiera callado. Debes considerar, buen amigo, en mi descargo, lo irresistible de la tentación y el espantoso acicate que para mí constituía el conciso relato que Bedford me hiciera del contenido del papel. ¿Te agradaría que se te dijera que la elegida de tu corazón se entretenía en jugar con el tuyo al tira y afloja, que carecía de semejante víscera o que le había entregado a otro? Nada más lejos de mi ánimo que hacer una Robin Gray de ninguna mujer, por el sólo motivo de que su madre la obligue a casarse contra su voluntad. «Si miss Prior -pensaba yo- prefiere a este matasanos, ¿me asiste algún derecho a censurarla? El es sin duda más joven y más fuerte que yo. Hay quien le tiene por guapo -y no está de más llamar la atención acerca de esa indiferencia con que miran las mujeres en asuntos del querer el que un hombre sea caballero o deje de serlo-. Posible es que mi fortuna y las ventajas de mi posición social hagan vacilar a Isabel entre mi persona y la del mísero sangrador, del vil sacamuelas que tengo por rival. Pues si es así, si me concede la preferencia por razones de índole económica, bonita perspectiva de ventura se nos prepara a los dos. ¡Si te gusta más el muchacho, carga de una vez con el vacunador! Yo sé ya lo que es un amor contrariado. Es duro, ciertamente, pero puedo sufrirlo. Ahora bien: yo debo conocer, yo deseo saber, yo ansío averiguar lo que ese papel contiene». Y al pensar de esta manera, doy unos pasos alrededor de la mesa en que la carta blanquea, iluminada por la luz de la lámpara, extiendo mi brazo, tomo el papel y... ya lo tengo en mi poder, y leo la carta.

Es decir, leo la parte de carta que ha tirado el levanta-ampollas. No era más que un trozo de la carta, un pequeño trozo; pero ¡ah!, qué difícil de tragar. Un terrón de sal de Epson no me hubiera sabido más amargo. Al subir a su coche, el esculapio -según el relato de Bedford- debía haber dejado caer de su bolsillo aquel fragmento de papel, cuya posición complementaria habría sido leída indudablemente por el sangrador bajo la mirada de quien lo escribiera. No sería aventurado suponer que durante la lectura hubiese tomado y estrechado la mano traidora que aquellas líneas trazara. Era más que probable que la primera parte de aquel precioso documento contuviera calurosas alabanzas para él -así se deducía del horrible contexto-, para el vendedor de sanguijuelas y vendajes, en cuyo corazón ojalá se hubieran clavado diez mil lancetas durante los momentos en que habíase regalado con la lectura de las zalamerías que le dirigiera la muy pérfida. ¡De qué modo se grabaron en mi corazón las palabras de aquel documento! Si la página tres, que según mis presunciones era la que había caído en mis manos, rezaba así, ¿qué no diría la una y la dos? El terrible documento comenzaba de esta manera: «...precioso cabello de la leontina, que siempre llevaré como recuerdo de quien me lo dio»; ¡precioso cabello! ¡Qué asco! ¡Vergüenza debiera darle llamarle precioso cabello! «... en recuerdo de quien me lo dio, y a quien perdonaré su mal genio, pues veo que, a pesar de sus muchas faltillas, quiere un poco a su pobre Isabelita. Pero, Eduardo, ¿cómo se puso así con el pobre mister B...? ¿Cómo pudo ocurrírsele que sintiera yo más que un afecto puramente filial por el bueno del viejo?» -Il était question de moi; ma parole d'honneur; el bueno del viejo era yo-. «Le conozco desde mi niñez. Era íntimo de mi familia en días lejanos y más felices. Se creó un hogar en nuestra casa, y debo reconocer que fue cariñosísimo para todos nosotros, que éramos unos chicos entonces. ¿Que es un fatuo? ¡Ah, pícaro! ¿Pero es el único vanidoso de su sexo? ¿Cómo podía usted imaginar que ese pobre viejo -ese vejestorio, como usted lo llama, satírico despiadado- logrará impresionar mi corazón? No, por Dios». -¡Ah! ¿De modo que el vejestorio era yo?- «Aunque tampoco quiero excitar la presunción de usted -que otras personas se rían de ti, querido mister Batchelor-, yo creo que le basta a usted con asomarse a su espejo para convencerse de que no tiene por qué temer a semejante rival. ¿Se figura usted que me hace el amor? ¡Bah! Conque sólo le mire un poco serio, bastará para que se vuelva a Londres. Cuando hoy su terrible paciente hizo ademán de apoderarse de mi mano, y yo de un empellón lo envié rodando al otro extremo del gabinete, el pobre mister B. se asustó de tal manera, que no se atrevió a entrar en la estancia; permaneció un rato atisbando, escondido tras de la estatua del jardín, y no se arriesgó a penetrar hasta que vinieron los criados. ¡Pobre hombre! Pero claro está que no todos han de ser tan valientes como cierto Eduardo, que es intrépido y bravo como un león. Ahora, amigo mío, no tiene usted por qué reñir con ese miserable capitán porque se haya permitido una grosería. Ya le he hecho ver que soy capaz de defenderme por mí misma. Comprendí lo que iba a pasar desde que mis ojos se fijaron en su persona, aunque advertí que él no me recordaba. Ya hace años que le conocí, y siempre fue un grosero borrachín...»

Con eso terminaba el trozo de carta. Nada se leía después de «borrachín». Pero ya era bastante, ¿no es verdad? Yo había ofrecido a esta mujer, noble y lealmente, un corazón afectuoso y compasivo, cuatrocientas libras anuales en rentas del Estado, además de mi casa de Devonshire Street en Bloomsbury..., y había preferido a Eduardo, -¡Maldito sea mil veces y así le machacaran los sesos con un almirez!-

Ya podréis imaginar la noche que pasaría después de leer aquellos párrafos. Me fue imposible conciliar el sueño. Durante aquella penosa vigilia oí sonar todas las horas. Veíame rodeado de los derrumbados capiteles y rotas arcadas del palacio que mi fantasía construyera. ¡Oh, qué espléndido y firme me había parecido! Veíame entre las ruinas de mi propia felicidad y contemplaba en mi derredor los maltrechos cadáveres de tantas visiones inocentes de venturas domésticas como había soñado. Tic, tac; al correr los instantes oía resonar los pasos de mi espantosa angustia. Ya de madrugada quedé adormecido y soñé que bailaba con Glorvina. Me desperté sobresaltado al entrar Bedford con el agua para afeitarme y abrir las ventanas. Viendo mi rostro desencajado me dijo así:

-Ya veo que lo ha leído, sir.

-Sí, Dick -murmuré, saltando de la cama- ya me lo he tragado -contesté, riendo diabólicamente-. Y una vez con eso en el cuerpo, ni amapolas ni mandrágoras ni todos los narcóticos de la tienda de ese maldito me harían coger el sueño hasta que pase mucho tiempo.

-No tiene corazón, sir. Tampoco creo que le importe mucho ese mozo -observó tristemente el mayordomo-. No puede, después de habernos conocido.

Y mi compañero de infortunio, después de dejar el jarro de agua caliente, se retiró.

Al afeitarme no me di un solo tajo; lo hice con toda calma. Tomé el desayuno con los demás. Experimenté la impresión de haberme manifestado irónico y ameno. Cuando entró miss Prior le dirigí una sonrisa cariñosa. Nadie hubiera juzgado por mi exterior que me sucedía nada desagradable. Yo estaba rozagante como una manzana. ¿Quién podía figurarse que un gusano me roía el corazón? Nadie. Creo que fue la vieja Baker quien me dijo que tenía yo un magnífico semblante. Y, en efecto, debía yo aparecer como un lago plácido y risueño. En mi tranquila superficie debía percibirse el sosegado balanceo de los lirios acuáticos. ¿Quién había de sospechar que yacía un cadáver en el abismo helado de mi ser?

-¿Quiere usted un poco de pollo?

-No, gracias. Por cierto, Lovel, que tengo que ir hoy a la ciudad.

-¿Volverás para la hora de cenar?

-No lo sé..., no.

-Pues eres un informal. Me habías prometido quedarte hoy y mañana. Precisamente mañana llegarán Jones y Robinson Brown, y tienes que estar aquí para recibirlos.

Y así fui manteniendo una frívola charla. Yo sonreía, contestaba con afabilidad a lo que se me preguntaba. «¿Me hace el favor de esa taza?»; «¿tiene la bondad de pasarme los panecillos?» -decía yo de cuando en cuando-, ¡y... qué no diría yo!... Pero estaba muerto. Me sentía como si ya estuviera sepultado bajo tierra. ¡Ah, lector querido; es cruel, es muy triste esta soledad! Ya no pertenezco a este mundo. Ya he llevado a cabo cuanto en él tenía que hacer. Me han arrinconado. Mi espíritu, sin embargo, aun revolotea por la tierra, aunque nada tenga que ver con ella. Mi fantasía, cual si todavía alentase yo, sonríe sobre mi tumba. Aquí yace Carlos Batchelor, el desdeñado. ¡Solo, solo, solo! ¿Por qué, ¡oh Destino inapelable!, has decretado que me quede sin compañera? Decidme dónde se halla el Judío Errante, pues quiero sentarme a su lado. ¿Hay en algún faro una plaza vacante? ¿Sabéis dónde se halla la isla de Juan Fernández? Pues fletad un barco y conducidme a ella en seguida. R. Crusoe lo sabe, sin duda. Robinsón querido, déjame tu gorro de piel de cabra, tus pantalones y tu sombrilla. Ve tú a mi casa, que yo aquí me quedo. ¿Sabéis cuál es el hombre más solitario de la tierra? Pues ese hombre soy yo. Era la chuleta que comiera en el desayuno, era el cordero que triscaba la semana pasada en la pradera, al otro lado del muro donde yace la inconsciente calabaza que había de sazonar mi salsa. ¿Pero era yo un cordero tan tierno que se me pudiera comer? ¿Y mi corazón, entonces? Este pobre corazón mío, blando y tierno, parece haber sido hecho a propósito para que las mujeres le traten a puñetazos. ¿De modo que yo era un vejestorio? ¿De manera que ella siempre llevará consigo la leontina con el «precioso cabello»? ¡Ah, ah! Los hombre me miraban de reojo al verme reír. ¿Imaginaban que me escapaba de Hanwell y no de Putney? ¿Escapar? ¡Quién pudiera escapar! Llegué a Londres»; visité los clubs. Por allí encontré a Jawkins, como era de esperar. Yo experimentaba la impresión de hablar y conducirme como de costumbre. Tomé de nuevo el ómnibus y regresé a Putney. «Quiero volver para visitar mi tumba» -pensé-. He oído decir que los espíritus de los recién fallecidos vagan algún tiempo en derredor de los lugares que en vida frecuentaban, que revuelan afanosamente entre sus antiguos amigos y compañeros, y que tratan de percibir las conversaciones de éstos para enterarse de los comentarios y las reflexiones compasivas que acerca de ellos se hacen.

Pues suponed que estos espíritus vuelven y se encuentran con que nadie se acuerde de ellos. O figuraos que Hamlet, el padre del príncipe real de Dinamarca, halla en su excursión terrena a Claudio y a Gertrudis comiéndose en amor y compañía un trozo de carne fiambre. ¿Os parece muy airosa y agradable la situación de este espíritu? ¡Cantad presto, gallos del amanecer! Abre ya la trampa. Allons; más vale meterse otra vez bajo la tierra. De manera que soy un vejestorio, ¿no es así? ¡Qué sensación tan rara experimentaba al subir aquella cuesta! Cuán diferente de ayer se me presentaba Shrublands. El Sol había perdido su luz; su color las flores; las cuchufletas, su gracia picante, y los manjares, su sabor. ¡Pero que me lleve el demonio si no es ésta la misma Isabelita! ¿Y qué es sino una mujer como otra cualquiera, llena de tachas y máculas, irremisiblemente áspera y desprovista de ingenio? ¿Y tú, Carlos Batchelor, pretendes asegurar que latió tu corazón por esa muchacha? La carta del desalmado asesino había matado mi corazón. Recuerdo con este motivo la primera muerte mía perpetrada por Glorvina, en mi segunda visita a Dublín. Recuerdo la extraña impresión que poseía mi alma, cuando me paseaba bajo los árboles de Phoenix Park, a cuya sombra acostumbraba a sentarme en la compañía de mi traidora número uno. En efecto: allí estaban los árboles, allí los pájaros volando en torno; allí estaba nuestro banco; sí, ¡pero cuán otros eran! Ya no acariciaba la mirada mía el delicado amaranto del follaje; ya no percibía el eco paradisíaco del canto de los pájaros, ni era aquél nuestro asiento rodeado de aromosas flores, que el amor niño deshojara en perfumados rosarios sobre la estatua de Glorvina. Conque rosas fragantes, ¿eh? ¡Reuma y chalecos de franela para ti, viejo fatuo! ¿Follajes, amarantos y gorjeos paradisíacos? ¡Sí, sí, presuntuoso imbécil! ¿Conque la estatua de Glorvina? ¡Ya! ¡Una muñeca charlatana de coloradas mejillas y corazón relleno de salvado! La noche que precedió a mi regreso a Putney, bien puedo decir que padecí angustias de muerte metido en aquel ómnibus que me transportaba a la costa frontera de Estigia. Volví, es cierto, pero ya como un espíritu indiferente y ajeno a los cuidados mundanales. Vagamente recordaba los tiempos en que vivía, mas sin adscribir al recuerdo ninguna sensación. El amor había muerto en mí.

Por eso, cuando llegó el doctor y participó de nuestro desayuno, no hube de enojarme. Ayer le insultaba, le aborrecía y sentía celos de él. Hoy no me atormenta su rivalidad, ni envidio sus triunfos ni experimento el menor deseo de suplantarle. Aun queriendo Isabel, no anhelaría hacerla mía. Ayer tal vez me interesara... Ayer aun tenía yo corazón. ¡Bah! Sir... Miss... ¿Se sienta usted a mi lado? Quizás seáis hermosa. Comenzáis una táctica visual. Vaya, mirad a otro lado. No se ocupe de mí, se lo suplico. Si piensa usted que me importa algo su persona, sus ojos, su linda cabellera, o sus reticentes indirectas sentimentales, o sus alabanzas a mí, o sus sátiras hacia mi persona, producidas a mis espaldas, ¡cómo se equivoca usted! Peine perdue, ma chère dame. El aparato digestivo mío aun funciona bien, pero el corazón está fuera de servicio. Supe mantenerme correcto con el doctor Drencher, y realmente me maravilla cómo en algún momento de impaciencia he podido dedicar -mentalmente- ciertos epítetos desagradables al digno, al excelente y guapo joven a quien adoran los pobres y al que merecidamente ha cabido la fortuna de granjearse la confianza plena de un amplio círculo de pacientes. Sólo crucé con miss Prior algunas frases relativas al tiempo y a las flores del jardín. Me manifesté afable, tranquilo, casi risueño, sin exagerar la alegría, como fácilmente comprenderéis. Pero os juro que no os hubiera sido posible sorprender ni un estremecimiento en mis nervios ni la más ligera alteración en la ecuanimidad de mi ser. Me ocupé de servir a las dos viejas, tercié en su charla; sonriendo, enjugué con mi servilleta las tres cuartas partes de una copa de Jerez que Popham vertió en mi pantalón. Os hubiera desafiado a que me conocierais que había sufrido unas horas antes la operación de perforar mi corazón. El corazón. ¡Bah! Observé que temblaban los labios de miss Prior. No fue necesario que entre nosotros mediara explicación alguna para que ella se convenciese de que todo había terminado entre ella y el que hasta poco antes fuera su humilde esclavo. Me guiñó los ojos dos o tres veces. Aprovechando el hallarse mister Drencher ocupado en comer, los ojos grises de Isabel dirigiéronme varias miradas interrogantes, reveladoras de un incierto afán. Ya os digo que ella me guiñó los ojos; pues yo os doy mi palabra de que se me daba una higa que estuviera triste, contenta, o que la ahorcasen. Y la mejor prueba que puedo ofreceros de esta indiferencia mía radica en el hecho de haber escrito dos o tres estrofas pintando mi desesperación. Publicáronse estos versos en una revista por aquellos días -tal vez lo recordéis-, y se atribuyeron por la generalidad de los lectores al más sentimental de nuestros jóvenes poetas. Recuerdo que la crítica decía de ellos que estaban «saturados de emoción», «llenos de apasionado y efusivo sentimiento», etc., etc. Sentimiento. ¡Ah, sí! «Apasionadas explosiones de un corazón destrozado por la pena». ¡Ya, ya! ¡Apasionado rascar de un arco de violín! Claro está. «Abandonado» rima con «traicionado»; «brotar», con «sonrojar», y «desespera», con «cabellera», y así sucesivamente. Bien, bien; la desesperación es perfectamente compatible con una buena comida, yo os lo aseguro. La cabellera no pasa de ser postiza, y el corazón es falso también. Pueden las uvas ser agrias y ser bueno su vino, apreciables amigos. ¿Pensáis que he de llorar porque vuelva Cloe al amor de Strephon?... Si veis en mis ojos una sola lágrima, que no vuelvan a pestañear ni ante el aleteo de una abeja.

Cuando al poco rato se levantó mister Drencher, declarando su propósito de visitar al chiquillo del jardinero, que estaba enfermo, dirigiendo a mistress Prior miradas de pasión, os juro que no sentí ni un átomo de celos, no obstante haber salido Isabelita en aquel momento detrás de mister Drencher, con pretexto de llamar a Cecilita, que se le había escapado sin sombrero.

-Vamos a ver, señora de Baker, ¿quién tenía razón, usted o yo? -preguntó la huesuda señora de Bonnigton, señalando hacia la pradera, en que a la sazón se arrullaba la inocente pareja.

-¿Cómo, que hay algo entre mistress Prior y el médico? -interviene sonriendo-. Eso no era un secreto, señora Bonnington.

-Sí, pero también es cierto que había otras personas que se interesaban por ella -apuntó la señora de Baker, volviendo hacia mí su venerable cabeza.

-¿Se refiere usted a mí? -pregunté con el candor de un recién nacido-. Yo soy ya un gato escaldado. Me he quemado una vez, y estoy escarmentado; muchas gracias. Una persona perteneciente al encantador sexo de usted me engañó hace muchos años. Gracias por la atención.

Claro que todo esto era puro disimulo; pensaba y sentía todo lo contrario; pero si en lo que sólo a mí se refiere me acomoda mentir, ¿por qué no he de hacerlo? Ahora bien: yo, que soy habitualmente un hombre absolutamente veraz, cuando me da por mentir lo hago muy bien y descaradamente.

-Si por lo que deduzco de las palabras de la señora Bonnington se gustan mutuamente mistress Prior y mister Drencher, deseo a mi antigua amiga todo género de felicidades. Se las deseo a mister Drencher con todo mi corazón. Me parece una boda excelente. Él es un joven que vale, inteligente y guapo, y creo, señoras, que ustedes, por lo que de ella conocen, no tendrán inconveniente en reconocer lo buena que es.

-Amigo Batchelor -exclamó la señora de Bonnington, sonriendo aún y guiñándome un ojo-, no creo una sola palabra de cuanto está usted diciendo..., ni una sola palabra-. Y el decir esto parecía satisfacerla extremadamente.

-¡Oh, mi buena señora Bonnington! -arguyó la de Baker-. No me niegue usted que le gusta a usted la contradicción. Bien sabe usted lo que pensaba...

-¡Oh, por favor, no siga! -atajó la de Bonnington.

-Ya lo creo que sigo. Ella pensaba, mister Batchelor, ella pensaba que nuestro hijo, es decir, el marido de mi Cecilia, estaba cayendo en las redes de la institutriz. ¡Me hubiera gustado ver si se atrevía! -y sus ojos llameantes dirigíanse al retrato de la que fue señora de Lovel, que pendía sobre el arpa-. ¡Pues no faltaba más sino que alguna mujer osara reemplazar a aquel ángel!

-Realmente, no la envidiaría -observé.

-Usted no querrá decir, Batchelor, que mi Federico no podría hacer feliz a cualquier mujer -contestó la Bonnington-. No tiene más que treinta y siete años. Está muy bien conservado para su edad, y es el hombre más afectuoso del mundo. Me sorprende oírle; es usted demasiado duro y cruel al decir que no envidiaría a la que se casase con mi hijo.

-Mi querida señora Bonnington, no me ha entendido usted -repliqué.

-Cuando su difunta mujer vivía, bien sabe usted con qué paciencia, con qué amabilidad soportaba su... su... mal carácter; perdóneme, señora de Baker.

-Por Dios, se lo suplico; no hable así del ángel que partió- protestó la Baker-. ¡Decir que su hijo de usted debía casarse y olvidarla; ¡decir que esas criaturas deben olvidar a su madre! Era una mujer de linaje, de una gran familia y de exquisita educación. Los Baker vinieron con el Conquistador, señora de Bonnington...

-Tengo idea de que alguno de ellos figuró en la Corte de Faraón -interpuse.

-¡Y decir que una Baker no es digna de un Lovel!, ¡vaya! ¿No oyes esto, Clarence?

-¿Que oiga qué? -interrogó Clarence, que entraba en aquel momento-. Hablan ustedes bastante alto, pero maldito si he pescado una sílaba.

-¡Bribón, tú has estado fumando!

-¿Fumando, eh? -dijo Clarence riendo a carcajadas-; he estado en Five Bells y he echado una partida de billar con un antiguo amigo.

Y mientras así hablaba, dirigía sus ojos a una jarra de vino.

-No bebas más, hijo mío -le rogó la madre.

-¡Si soy más sobrio que un juez! Lo escatima usted tanto en la comida, que no tengo más remedio que procurármelo como Dios me da a entender; ¿verdad, amigo Batchelor? Ayer tuvimos unas palabras, ¿eh?; es decir, fue sobre el confitero. Pero usted no me guarda rencor...; yo tampoco. La cosa no tenía importancia. ¡A tu salud, buen amigo!

El desgraciado muchacho se echó al coleto una copa de jerez, y, sacudiendo hacia atrás sus cabellos, prosiguió:

-Pero vamos a ver, ¿dónde está esa institutriz? ¿Dónde está Isabelita Bellenden?... ¿Y quién es el que me está pegando por debajo de la mesa?

-¿Dónde está quién? -preguntó la madre.

-Isabelita Bellenden, la institutriz; ése es su verdadero nombre. Yo la conozco hace diez años. Entonces bailaba en Prince Theater. En el cuerpo de baile la vi mil veces. Yo acostumbraba entrar en el escenario. ¡Guapa muchacha! -exclamó el borrachín; y como en aquel preciso instante compareciese el inocente sujeto de su indiscreta charla, insistió nuevamente-.: ¡Ven acá y siéntate a mi lado, Isabelita Bellenden!

Las matronas se levantaron, denotando en sus fisonomías la indignación y el horror.

-¡Una bailarina! -repitió la de Bonnington.

-¡Una bailarina! -repitió la de Baker-. ¿Es eso cierto, miss Prior?

Insinuó riendo el capitán:

-¿Ya no te acuerdas de cuando La Fosbery y tú os vertíais de azul con lentejuelas? La Bellenden siempre resultaba bien; no así La Fosbery; pero la Bellenden, admirable. ¡Bien por la Bellenden! Pero no hay que sonrojarse, que en esto no hay malicia. Oye, trae más jerez, tú..., como te llames, Bedford..., despensero, y ya te pagaré lo que te debo.

Y rompió en una salvaje carcajada, sin percatarse del terrible efecto que sus palabras estaban produciendo. Bedford permanecía en pie, pálido como la muerte. El rostro de la pobre miss Prior se puso como el mármol. En cuanto a las señoras, mantenían una actitud en la que se combinaban la sorpresa y el terror.

-Mister Batchelor sabe perfectamente que lo hice por ayudar a mi familia -articuló la desdichada institutriz.

-¡Sí, por San Jorge! Y nadie puede decir una palabra contra ella -exclamó Bedford, casi sollozando-. Y es tan honrada como cualquiera de las presentes.

-Perdone usted. ¿Quién le ha autorizado para mezclarse en el asunto? -trató de atajarle el ebrio capitán.

-Y usted, mister Batchelor, sabiendo que esta muchacha había trabajado en el teatro, ¿se ha atrevido a presentarla a esta familia? ¡Oh, mister Batchelor! Nunca lo hubiera creído de usted -gritó furiosa la de Bonnington.

-¿Usted trajo esta mujer para que se hiciera cargo de los hijos de mi adorado Cecilia? -añadió la viuda-. Salga usted inmediatamente de la habitación, víbora. ¡Arregle sus baúles, serpiente! Y abandone la casa al momento. No te acerques a ella, Cecilita. ¡Ven acá, cielo mío! ¡Fuera de aquí, mala mujer!

-No es una mala mujer, y cuando yo estuve enfermo fue muy buena conmigo -interrumpió Pop, rompiendo en un torrente de lágrimas-- Usted no se marcha, miss Prior..., querida y bonita miss Prior. Usted no se marcha-. Y el niño corrió hacia la institutriz y la cubrió de besos y de lágrimas.

-¡Déjala, Popham, cielo de mi vida; deja a esa mujer! -vociferó la de Baker.

-No quiero, vieja estúpida; no debe marcharse. ¡Ojalá te hubieras muerto tú! Y tú, querida, no te marcharás; no te dejará papá -exclamó el chiquillo.

-No, Popham; si miss Prior ha sido mala, debe marcharse -observó Cecilita, levantando la cabeza solemnemente.

-¡Hablas como hija de mi hija que eres! -dijo la Baker.

Y la pequeña Cecilia, después de lanzar la piedra, miraba a su alrededor, cual si hubiera realizado una acción meritísima.

-Dios le bendiga, mister Pop; usted es un hombre -dijo Bedford.

-Sí que lo soy, Bedford; ella no debe marcharse. ¿Verdad que no se irá? -insistió el niño.

Acercándosele Isabelita, besó al niño tristemente, y le dijo:

-Sí debo irme, niño querido.

-No toque usted al niño. Apártate de ella en seguida -gritaron ambas madres.

-Yo le cuidé cuando tuvo la escarlatina, cuando su propia madre no se acercaba a él -recordó Isabel con dulzura.

-Tan cierto como que estoy yo aquí -sollozó Bedford-. ¡Que Dios le ben... diga, mister Pop!

-Este chico ya está bastante resabiado y pervertido; es muy terco -exclamó la Baker-, y deseo que no le corrompa usted más, miss Prior.

-Esa es una palabra muy fuerte para una mujer honrada, señora -dijo Bedford.

-¿Pero qué es esto, miss? ¿También está usted en relaciones con el mayordomo? -rugió la viuda.

-Lo del chiquillo de Barnet no es nada..., cosas de la dentición... ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué es esto, miss Prior, Isabelita querida? -interrogó el doctor, que entraba en aquel momento.

-No ocurre nada de particular. Se trata de esta señorita, que ahora aparece ante nosotros con una nueva personalidad -respondió la de Baker-. Mi hijo acaba de revelarnos que miss Prior ha bailado en el teatro, mister Drencher; y si una persona de esta condición es una compañía recomendable para su madre y sus hermanas de usted, ya pueden aspirar a la perfección cristiana...; las felicito.

-¿Es eso cierto..., es cierto? -preguntó el doctor con gesto de asombro.

-Sí, es cierto -suspiró Isabel.

-¿Y cómo no me lo dijo nunca, Isabel? -rugió el doctor.

-Es tan honrada como cualquiera de estas señoras -dijo Bedford-. Entregaba a su familia todo cuanto ganaba.

-Pues no ha sido leal el no decírmelo. No ha estado bien -exclamó el doctor, sollozante; y dirigiéndole una mirada de despedida, le volvió la espalda y salió.

-Eh..., tú..., fulano..., ¿cómo te llamas, sacamuelas?; venga usted acá le digo -gritó el capitán Clarence-. Vuelva usted, que ella es honrada. ¡Por mi honor que es honrada!

-Mistress Prior..., no debía usted habérmelo ocultado. Mi madre y mis hermanas son disidentes y muy escrupulosas. Yo no puedo introducir la discordia en mi familia, que ha sido..., que ha sido... Buenos días -dijo el doctor, y salió apresuradamente.

-Y ahora me hará usted el favor de preparar sus cosas y marcharse también -ordenó la de Baker-. Señora Bonnington, ¿no cree usted...?

-Desde luego, sin duda, que debe marcharse -respondió la aludida.

-No se vaya usted hasta que venga mister Lovel, mistress Prior. Estas señoras no son las dueñas de la casa. No es la señora de Baker quien paga el sueldo de usted... Si usted se va, también me iré yo. ¡Eso es! -opuso Bedford, y acercándose a ella murmuró en su oído algo de «al fin del mundo»...

-¿Y usted también se marcha? ¡Y me alegro de librarme de usted, so insolente! -profirió la viuda.

-¡Ah, capitán Clarence, vaya una mañana que nos ha dado usted! -dije yo.

-¡Es que yo no sé qué demonios tiene el jerez!...

De todo tiene la culpa -dijo el capitán haciendo juegos malabares con la botella vacía-. Excita mucho. Excita de verdad. Pero si ella se dedicó al baile para ayudar a su familia, ¿por qué diablos no había de hacerlo?

-Pues eso es precisamente lo que yo le digo a esta joven -respondió la de Baker levantando la cabeza con ademán autoritario-. Y ahora le agradeceré que abandone la habitación. ¿Me ha oído usted?

Tan pronto como la pobre muchacha obedeció esta orden, salió Bedford en su seguimiento, y me consta que aun no había andado cinco pasos y ya habíale ofrecido sus ahorros y cuanto tenía. También hubiera podido disponer de los míos el día anterior. Pero me había engañado. Había jugado conmigo al tira y afloja. Me había indispuesto con el doctor. No podía ya tener fe en ella. Os aseguro que mi amor hacia ella había muerto. Se había hecho pedazos el vaso y no era posible componerlo. Bien sabía ella que todo había terminado entre nosotros. Tanto era así, que al abandonar la estancia no me dirigió ni una sola mirada. Las dos señoras -una de ellas, a lo que creo, un poco asustada de su victoria- salieron de la casa y, por primera vez, subieron al mismo coche. El borrachín, causa de todo aquel estrago, desapareció, y se marchó Dios sabe dónde.

A eso de las cuatro de la tarde vino la pequeña Pinhorn, la doncella de los niños, y, arrasada de lágrimas, me entregó una carta, diciendo:

-Se va... ella; la que ha salvado la vida a estos niños..., la que los salvó, sin duda. Le ha escrito a usted, sir. Y se marcha Bedford. Y yo me voy también-. Y la desconsolada muchacha se retiró, dejándome un poco sobrecogido con la carta en la mano.

«Amigo querido -me decía Isabel-, necesito escribirle unas líneas de gratitud y despedida. Me voy con mi madre. Creo no he de tardar en hallar otra colocación. El pobre Bedford, ¡corazón generoso!, me ha confesado haber entregado a usted una carta que yo había escrito al doctor... Al ver a usted esta mañana comprendí que usted lo sabía todo. Sólo me resta decirle que por todas sus bondades y por su amistad cariñosa para mi familia le quedará siempre agradecida

I. P.»

Esto era todo. Yo creo que ella sentíase sinceramente agradecida. Pero ni conmigo ni con el pobre cirujano, había sido franca ni leal. Mas no experimentaba yo rencor alguno. Muy al contrario, inspirábame una gran consideración, buena voluntad, y hasta admiración, esta intrépida criatura, que había desempeñado durante largo tiempo, sin perder la alegría, serena y valiente, un papel difícil y espinoso. Mi loca y fugacísima llamarada de amor, en un solo día había brillado y extinguídose; ya sabía yo que nunca volvería a ocuparse de mí.

Durante aquella larga noche de insomnio y melancolía medité bastante acerca de la personalidad y de la historia de aquella muchacha, y pensé hasta dónde puede conducir a una criatura la necesidad, forzándole a adoptar una existencia de artificio y disimulo. No se me ocurría censurarla. En aquellas circunstancias, formando parte de una familia como la suya, ¿cómo hubiera sido posible que se manifestase abierta y franca? ¡Pobrecilla! ¿Sabéis de alguien que se hubiera conducido de otro modo? ¡Ah!, creedme a mí. La mayoría de los mortales vivimos solos, muy solos. ¡Vosotros, los que tenéis a vuestro lado seres que os quieran, uníos bien a ellos y dad gracias a Dios! Al atardecer acertó a pasar por el vestíbulo. Allí se hallaban los pobres baúles y el mezquino bagaje de la muchacha, y sobre ellos sollozaba la niñerita. Ante aquel espectáculo, zozobró mi varonil serenidad. Creo que lloré. ¡Pobre Isabelita! ¡Con este equipaje vas a emprender de nuevo el viaje solitario de tu vida! Di a la chiquilla un par de libras, y rompió a llorar con más amargura que antes. ¡Pequeña Pinhorn, tienes un corazón hermoso!

-¡Cómo! ¿Han avisado urgentemente a miss Prior? ¿De quién son estos baúles? -inquirió Lovel al llegar de la City. En aquel momento entraban también las dos señoras.

-¿No nos ha visto desde el ómnibus, Federico? -dijo con zalamería la de Baker-. Hemos venido siguiéndole todo el camino.

-Veníamos en la carretela, querido -añadió la Bonnington, denotando cierta nerviosidad.

-¿De quién son estos baúles?... ¿Qué es lo que pasa, y por qué llora esta chica? -interrogó Lovel.

-Miss Prior se marcha -sollozó la Pinhorn.

-¿Que se va miss Prior? ¿Es cosa de usted, señora Baker, o de usted, madre? -indagó el señor de la casa con severidad.

-Se marcha, hijo de mi alma, porque no puede permanecer en esta familia -dijo la madre.

-Esa mujer no es buena compañía para los hijos de mi ángel, Federico -declaró la de Baker.

-Nos estaba engañando a todos, hijo -añadió la madre.

-¿Engañando?... ¿Cómo?... ¿Engañando a quién? -preguntó Lovel, encolerizándose por momentos.

-Clarence, hijo mío, ven aquí. Cuéntaselo todo a mister Lovel. Baja y cuéntaselo ahora mismo -gritó la de Baker a su hijo, que en aquel instante aparecía en la puerta del corredor que circundaba el vestíbulo.

-Pero, señor, ¿por qué es la discusión ahora?

Y entró el capitán, tropezando con los baúles de la pobre Isabelita, a riesgo de romperse las espinillas, y prorrumpiendo en sus habituales interjecciones.

-Cuenta a mister Lovel dónde has conocido esa.... a esa mujer, Clarence. ¡Ahora oiga usted al hermano de mi Cecilia!

-¿Que dónde la he visto?... ¿Que dónde la he visto de azul con lentejuelas? Pues en el teatro del Príncipe, haciendo «La rosa y el capullo»; y por cierto que estaba endiabladamente bonita la chiquilla -dijo el capitán.

-Por tanto, sir...

-Por tanto, Federico... -exclamaron a dúo los matronas.

-Bueno, ¿y qué? -dijo Lovel.

-Pero ¿cómo bueno y qué, Federico? ¿Es que no sabes lo que es un teatro? Por Dios, mister Batchelor, diga usted a Federico lo que es un teatro, y que mis nietos no pueden ser educados por...

-Mis nietos, los hijos de mi Cecilia -rugió la otra-, no deben ser pervertidos por...

-¡Silencio! -grité yo-. ¿Tiene usted algo que decir contra ella?... Dígalo, Baker, se lo suplico.

-¡No, por el Cielo! Yo jamás he dicho una palabra en contra suya -declaró el capitán-. Ahorcadme si queréis, pero...

-Pues figuraos que yo sé todo eso hace mucho tiempo -arguyó Lovel, ruborizándose-; figuraos que yo estaba enterado de que bailaba para ganar el pan de su familia. Suponed que yo sabía que se desvivía y luchaba para sostener a sus padres y hermanos. Suponed que no es para mí un secreto que sigue manteniendo a los suyos. Figuraos que yo sé que ha velado a mis hijos en sus enfermedades. ¿Creéis que por todo esto debo echarla de mi casa? ¡No, en el nombre de Dios! No. ¡Isabel!... ¡Miss Prior! Haga el favor de bajar, se lo suplico.

En aquel momento apareció Isabel en la galería que corona el friso del vestíbulo, ataviada en traje de marcha, y mientras Lovel continuaba hablando con voz levantada y firme, descendía la institutriz, pálida como una muerta. El viudo, aun sobrexcitado, adelantose y le tomó una mano.

-Querida miss Prior -dijo-, ¡Isabel querida!, usted ha sido la mejor de mis amigas; usted ha cuidado a mi mujer en su última enfermedad; usted ha atendido a mis hijos y ha velado por ellos en los trances de peligro; usted ha sido en su propia familia una hija y una hermana ejemplar. Y por esto... y por todos los favores que le debemos unos y otros, mi madre..., mi suegra... quieren echarla de esta casa. ¡Eso no puede ser! ¡Y voto al Cielo que no será!

Había que ver al pequeño Bedford agitando en el aire sus puños cerrados y gritando ¡hurra! mientras así hablaba su amo. Entre tanto, el eco del escándalo había atraído al vestíbulo a media docena de criados más.

-¡Salgan de aquí todos! -ordenó Lovel-. Y la doméstica pléyade se retiró, siendo Bedford el último que abandonó el campo, no sin hacer con la cabeza aparatosos signos de aprobación siempre que su amo volvía la espalda.

-Es usted muy bueno, caritativo y generoso, sir -balbució Isabel, llevándose el pañuelo a los ojos-. Pero usted ha de comprender que sin la confianza de estas señoras yo no puedo quedarme, mister Lovel. Que Dios la pague todas sus bondades; pero yo, con su permiso, me marcho con mi madre.

El digno caballero clavó en ambas viejas una mirada enérgica, y tomando de nuevo la mano de la institutriz dijo:

-¡Isabel..., querida Isabel! yo le suplico que no se vaya. Si es que quiere usted a los niños...

-¡Oh, sir!... -al decir esto oculta miss Prior tras el cendal de batista su rostro conmovido.

-Si quiere usted a los niños -prosiguió el viudo-, quédese con ellos. Si siente usted un poco de estimación hacia el padre... -¿Dónde está tu pañuelo, Timanthes?-, quédese usted en esta casa, ostentando un título que nadie podrá discutirle. Sea usted la señora de ella.

-¡La dueña de la casa!... ¿Y delante de mí?... ¡Señora Bonnington, esto es monstruoso! -vociferó la Baker.

-Sea usted mi mujer, querida Isabel -continuó el viudo-. Siga usted velando por los niños, que ya no notarán la falta de su madre.

-¡Federico... Federico! ¿No nos tenías a nosotras? -exclamó la Baker, indignada.

-¡Oh, mi pobre y querida señora Baker! -sollozó la Bonnington.

-¡Oh, mi pobre y querida señora Bonnington!-correspondió la Baker.

-Federico, no desoigas a tu madre -trató de imponer la Bonnington.

-A tus madres -se apresuró a decir la Baker.

Ambas señoras se hincaron de rodillas, y yo oí una carcajada tras la verde cortina de la puerta de servicio, donde no me cabe duda de que se había situado el gran Bedford.

-¡Ah, Batchelor, querido Batchelor! ¡Convénzale usted, por Dios! -me dijo la buena señora de Bonnington-. Estamos tratando de hacernos oír de este hijo, Batchelor, de este hijo, al que usted conoció en el colegio, cuando era tan bueno y cariñoso y obediente... Usted tiene influencia sobre Federico; haga usted el favor de emplearla en beneficio del corazón traspasado de su madre, y yo le aseguro que jamás dejaré de bendecir a usted...

-¡Mi querida y bondadosa amiga -exclamé, movido ante el espectáculo de aquella doliente mujer.

-¡Envíe usted por el doctor Straitghtwaist! Mándele usted que observe este caso de locura -balbució la de Baker-, porque si no, voy a ser yo, la madre de Cecilia, la madre del ángel asesinado, la que va a volverse loca.

-¿Ángel? Allons -dije yo-. Desde el principio de su viudez no le ha dejado usted en paz un solo instante. No ha hecho usted más que disputar con él. Tomó usted posesión de su casa, insultó a sus criados, consintió a sus hijos. Todo eso fue lo que usted hizo, señora Baker.

-¡Caballero, es usted un grosero, un insolente, un atrevido! Clarence, pega a este mal educado.

-¡Bah! Yo creo que ya hoy no debe haber más peloteras, y estoy seguro de que no querrá contradecirme el capitán. Miss Prior, no puede usted figurarse lo que me alegro de que mi amigo haya encontrado una mujer de tan buen sentido, de tan ejemplar conducta y de carácter tan dulce como usted..., una mujer que ha sufrido sinsabores sin cuento, y que los ha sobrellevado con tanta paciencia..., para que se le otorgue su mano y le haga feliz. Mi enhorabuena a los dos. Miss Prior se ha conducido de tal manera en la pobreza, que bien puede asegurarse que sabrá hacer honor a su buena fortuna, que tal debe llamarse la de tener por marido a un caballero tan leal, honrado y cariñoso como Federico Lovel.

Este breve discurso mío bien podría calificarse de liberavi animam. Ni una palabra hubo en él de queja; ni una alusión a Eduardo, ni la más leve ironía hube de insinuar, aunque bien hubiera podido disparar desde el fondo de mi ser alguna que otra flecha que sin duda hiciera temblar ante mí tanto a Lovel como a su prometida. Mas ¿qué hubiera yo ganado con destruir aquella felicidad? ¿Es que iba a clamar contra la mezquindad de mi ración porque otro hubiese cogido la mejor tajada? ¡Cómetela tú, can afortunado! Y Bendice tu estrella. Yo estoy habituado a los reveses. No me coge de sorpresa que otros se lleven los premios a que yo he optado afanosamente. Ya me voy haciendo a ser el segundo en cuestiones de amor. Es decir, ¿segundo?... ¡Psch!... Más bien tercero o cuarto. Que sais-je! Recordad al capitán de Bombay de los primeros tiempos de Isabelita, a Eduardo, y, por último, aquí tenéis a Federico. Pero, en fin, Carlos Batchelor, no llores tu infortunio y saborea el contento de ser aún Batchelor. Mi hermana tiene hijos; yo seré un tío, un padre para ellos. ¿Es que no ha sido igualmente desdeñado Eduardo el de los rojos mostachos? ¿No ha perdido también lamentablemente su tiempo el pobre Dick Bedford..., ese pobre Dick, siempre castigado por la suerte, a pesar de ser el mejor de todos nosotros? Además, ¿cómo olvidar la alegría de ver humillada a la señora Baker, no gustar la dulce venganza de contemplar a miss Prior reinando sobre ella? ¡Saber que el rojo y feroz rostro de un Baker no ha de volver a mostrarnos su despectivo gesto retador! Ya no, les queda más que empaquetar sus trastos y marcharse. No tendrán más remedio, y felicito a Lovel por tan dichoso acontecimiento.

Y en aquel mismo instante, y como para hacer la escena doblemente sugestiva, ¿quién podría aparecer mejor que la suegra número dos, la señora de Prior, acompañada de su hijo mayor, el hospiciano de Londres, amén de dos o tres chicos más, que habían sido invitados o, se habían invitado ellos mismos a tomar el té con los pequeños de Lovel, como era costumbre siempre que lograban hacerse invitar? El mayor de los Prior traía bajo el brazo una hermosa plana, con objeto de mostrársela al primogénito de Lovel. La madre, que ignoraba las últimas ocurrencias, llegaba aduladora, como siempre, con su viejo sombrerete, con su viejo bolso, el insondable depósito de las provisiones, con su vieja sombrilla y con su triste sonrisa habitual. Presentó sus respetos a las matronas... y a su hijo, a mister Lovel, acariciando la esperanza de obtener para el hospiciano, una plaza de escribiente en la oficina del viudo; dirigió miradas codiciosas a la levita y al chaleco del mismo, y seguidamente comenzó su faena con las señoras.

-Señora mía, ¿sigue usted bien? (Cortesía.) Mi querida señora Bonnington, vengo a demostrarle mi agradecimiento. Ésta es Luisa, señora, la niña para quien usted me prometió un vestido. Y ésta es mi pequeña y éste mi chico mayor. Anda, Augusto, hijo mío, habla con nuestro querido y bondadoso mister Lovel, nuestro amigo y protector, el hijo y el yerno de estas buenas señoras. Mire usted, ha traído esta plana para enseñársela a usted, y no parece hecha por un chico de su edad, ¿verdad, Batchelor? Usted puede juzgar esto. Usted, que sabe lo que es escribir y que no olvida los cuidados que le he dedicado. Isabel, Isabelita querida..., ¿qué has hecho de tus lentes?

Al fin se detuvo, y mirando alarmada a la reunión, a los baúles, al enrojecido Lovel, y observando la palidez mortal de la institutriz, dijo:

-Pero, cielo santo, ¿qué ha sucedido? Dime, Isabelita, ¿qué es lo que ha pasado?

-¿Es que se han puesto ustedes de acuerdo? -preguntó muy sofocada la de Bonnington.

-¿Cómo de acuerdo, mi querida señora de Bonnington?

-¿O es una insolencia? -gruñó la de Baker.

-¿Insolencia, mi querida señora Baker? Pero ¿qué..., qué ha ocurrido? ¿Qué significan estos baúles..., los baúles de Isabelita?-exclamó la madre sollozando-. ¡No habrán ustedes echado a mi pobre hija! ¡Oh, pobre muchacha! ¡Pobres de mis hijos!

-Se ha sabido lo del Prince Theater, señora de Prior -le expliqué yo.

La madre, juntando sus escuálidas manos, dijo:

-No fue culpa suya. Lo hizo por ayudar a su madre en su pobreza. Fui yo quien la obligó a hacerlo. ¡Oh, señoras, señoras mías! ¡No quiten el pan de la boca de estos pobres huérfanos!

Y las lágrimas corrían a raudales por sus lívidas mejillas.

-¡Basta ya! -impuso Lovel enérgicamente-. Señora Prior..., su hija de usted no se va. Isabel ha prometido quedarse a mi lado y no dejarme nunca. Pero no ya como institutriz, sino como...

Y al llegar a este punto tomó la mano de miss Prior.

-¡Su mujer! ¿Es cierto? ¿Es esto verdad? -dijo la madre.

-Sí, mamá -respondió dulcemente Isabelita Prior.

En esto, la anciana arrojó la sombrilla, y profiriendo un tremendo grito estrechó a Isabel en sus brazos, y acto seguido corrió hacia Lovel.

-¡Hijo mío, hijo mío! -exclamó- y os aseguro que no me pareció malo el gesto con que Lovel recibió la salutación-. ¡Venid acá, hijos míos!... ¡Venid, Augusto, Fanny, Luisa!... ¡Venid y abrazad a vuestro hermano! ¿Y dónde están los tuyos, Isabelita? ¿Dónde están Pop y Cecilita? ¡Id, hijos míos, a buscar a vuestros sobrinitos en la clase o en el jardín! ¡Pronto van a ser vuestros sobrinos! ¡Id a buscarlos!

Luego que los Prior hubieron salido, la señora Prior se dirigió a las dos señoras y comenzó a hablarles en un tono de irreprochable dignidad.

-Qué tiempo tan caluroso, ¿verdad, señoras? Debe de ser muy molesto para mister Bonnington predicar con este calor, señora Bonnington. ¡Vaya! Ya está ese diablillo empeñado en morder a mi Juanito, allí en la escalera. ¡Ya basta, Pop! ¿Qué haremos para que estos chiquillos se lleven bien, Isabel?

¡Ven en mi ayuda presto, sagaz y experto copiador de la matrona británica, y trázame al punto las figuras de la Baker y la Bonnington!

-Esto es para mí un juego divertidísimo, ¿no le parece, amigo Batchelor? -me dijo el capitán-. Mi querida señora Baker, estoy viendo que se le hincha a usted la nariz.

-¡Oh, Cecilia, Cecilia! ¿Cómo no te estremeces en la tumba? -balbució la señora de Baker-. ¡Clarence, llama a mi gente!... ¡Llama a Bulkeley..., llama a mi doncella! ¡Dejadme marchar de esta horrible casa!

Y diciendo esto se precipitó hacia el gabinete, donde prorrumpió en una serie de gritos incoherentes y de trágicas exclamaciones ante el plácido, sonriente y barnizado retrato de su malograda Cecilia.

Y ahora voy a registrar un hecho, acerca de cuya veracidad apelo al testimonio de Lovel, de su mujer, de la señora de Bonnington y de Clarence Baker.

En el momento en que la señora Baker se hallaba conjurando al retrato de su hija, una cuerda del arpa de Cecilia, instrumento que siempre había permanecido en el rincón de la sala, envuelta en su funda de cuero, saltó, produciendo un lúgubre estrépito, que puso el terror en todos los circunstantes. La conmoción que la señora Baker experimentó no quiero describirla, persistiendo en mi propósito de omitir en esta narración todo detalle trágico, aunque siga escribiendo mis tragedias, mis propias obras, cuyo mérito no ha podido ser reconocido por empresarios envidiosos, los cuales espero me hagan justicia cuando aparezcan mis trabajos póstumos.

La de Baker asegura siempre que en el momento en que saltó la cuerda de arpa se rompió también su corazón. Mas como ella ha vivido muchos años después, como aun creo que vive, y como ha pedido a Lovel dinero prestado repetidas veces, no dudo que haya saldado la deuda que constantemente exhibía ante Lovel de haber apresurado su muerte y de haber matado a Cecilia, su primera mujer. El arpa que un tiempo tañera Cecilia reproduciendo los tristes y débiles motivos de Taras Hall ha sido transportada no sé dónde, y el retrato de Cecilia, que había sido descolgado del lugar de honor -pues en estas nuevas circunstancias no resultaba el puesto muy à propos-, figura ahora en el cuarto rosa del piso superior, en que el pobre Clarence habitaba durante mi estancia en Shrublands.

Toda la casa ha cambiado. En el vestíbulo hay ahora un magnífico órgano, en el que Isabel ejecuta primorosamente bellos trozos de música religiosa.

En mi antigua habitación no se podría ya fumar bajo el nuevo régimen. Es ahora biblioteca, de cuyos muros penden varios retratos de antepasados de Lovel, pertenecientes a la rama inglesa; en todos ellos campea la cimera de lobo y la divisa gare à la louve y un gran retrato póstumo de un oficial portugués -Gandish-, que no es otro que el difunto padre de Isabel.

En cuanto a la anciana señora de Bonnington, ya comprenderéis que no habría de tardar en reconciliarse con cualquier ser viviente que la tratase con cariño, así como con cualquier régimen que proporcionase la felicidad a su hijo; e Isabel casi la ha conquistado por completo. Aunque la señora Prior acariciase la esperanza de reinar en Shrublands como consecuencia de la destitución de las dos señoras, he de participaros, sin gran amargura, que le salió fallido el designio. En efecto, no fue poco lo que disfruté aquel día azaroso, cuyos incidentes quedan reseñados, al ver en los primeros instantes de su soñado imperio la plácida y graciosa maniobra con que Isabel le estorbó el acceso al trono en que ya empezaba a encaramarse la anciana.

La señora de Prior conocía todos los rincones de la casa, así como los detalles del menaje; y en cuanto la señora Baker abandonó la morada, acompañada de su hijo y del séquito de sus criados, la vieja rapaz se precipitó hacia las habitaciones liberadas, con proposito de apoderarse de todo lo que se hubieran dejado en la confusión de la fuga: una cinta roja en el cuarto de la viuda, un gemelo y un frasco de pomada para el cabello, ambos pertenecientes al capitán.

-Ahora que se han marchado, y teniendo en cuenta que no debes quedarte aquí sola con él, yo me instalaré contigo -propuso la Prior, dirigiéndose a su hija.

-Claro es, mamá, que debo estar contigo -accedió, obediente, Isabelita.

-El cuarto rosa y el azul y el amarillo, para los chicos, y el de cretona, para mí. Los colocaré perfectamente.

-Yo puedo irme y ocupar el cuarto de Luisa, mamá -insinuó Isabelita-; no estaría bien que yo permaneciese aquí hasta después de..., bueno, ya me comprendes, o también podría ir a casa de mi tío, a Saint-Boniface. ¿No le parece que esto es lo mejor, Federico?

-Lo que tú quieras, Isabelita -contestó Lovel.

-Yo creo que convendría hacer algunas modificaciones en la casa. ¿No ha dicho usted algo de pintar las habitaciones, mister Lovel? Y los niños pueden ir a casa de su abuela, la señora de Bonnington. Y cuando volvamos después de terminadas las obras tendremos sumo gusto en ver por aquí a mister Batchelor, nuestro antiguo y querido amigo. ¿No es verdad, Federico?

-Desde luego, desde luego -asintió Federico.

-Venid, niños; venid a tomar el té -llamó la señora Prior con voz resuelta.

-Oye, querido Pop, ya no me marcho... sólo por unos días -dijo Isabelita besando al chico-, ¿y me vas a querer mucho, verdad?

-Ya lo creo -contestó el niño.

Pero cuando le dirigió a Cecilia idéntica pregunta, respondió:

-Yo querré a mi amada mamá -y marcó ante su futura madrastra una amabilísima reverencia.

-Me parece que debes avisar en contra a esos señores que esperas mañana, Federico -advertí a Lovel.

-Eso me parece -contestó mi amigo.

-También puedes invitarlos a cenar en el club -sugirió Luisa.

-Eso es.

-En cuanto los niños hayan tomado el té me iré con mamá. Los baúles ya están dispuestos -dijo la grandiosa Isabelita.

-Usted se quedará y acompañará a cenar a mister Lovel, ¿no es eso, mister Batchelor? -preguntó la señora.

No recuerdo en mi vida una cena más triste. Ni un enterrador ofrecería un aspecto más amargo y melancólico que Bedford mientras servía la mesa. Intentamos meternos en una conversación acerca de política y de literatura. Bebimos con exceso a propósito, mas de nada nos sirvió.

-No puedo con más -declaré cuando ya nos hallábamos despachando en silencio nuestra tercera botella-. Me voy, y esta noche dormiré ya en mi propia casa. La verdad es que me había enternecido un poco la muchacha. ¡Ea, a su salud y por la dicha que a los dos os deseo con todo mi corazón! -Apuramos sendas copas en esta intención y dejé solo a mi amigo, de lo cual se alegró bastante.

Encontré a Bedford junto a la puerta de la verja, donde me esperaba el cochecillo tirado por la jaca.

-Que Dios le bendiga, sir. Yo no puedo sufrir más -dijo-, y me marcho también -y al decir esto se frotaba los ojos con los puños.

Bedford se casó con María Pinhorn y se trasladaron a Melbourne, desde donde, hace dos años, me escribió una afectuosa carta y me envió un precioso alfiler de oro de aquellas minas.

Un mes más tarde, se vio correr un coche desde el Temple a Hannover Square, y al día siguiente, podríais haber leído en el Post y en el Times la siguiente noticia: «En St. George de Hannover Square, el jueves 10 del corriente, se verificó el enlace de Federico Lovel, Esq., de Shrublands Roehampton, con mistress Isabel, la hija mayor del difunto capitán Montagu Prior, K. S. F., habiendo acusado en la ceremonia el reverendo rector del colegio de St. Boniface, de Oxbridge, tío de la contrayente».

Tal vez hablemos algún día de Lovel, casado; pero EL VIUDO LOVEL se acabó. Valete et plaudite! ¡Oh público benévolo, que has presenciado esta sencilla comedia! Abajo la cortina; cubrid los asientos; apagad las luces. ¡Eh, cochero!, lléveme a casa. Vamos a tomar un poco de té y a meternos en la cama. Buenas noches, queridos lectores. Hemos gozado juntos unas horas de alegría, y ahora nos separamos, con los corazones oprimidos por la ternura, y con las caras tristecillas, ¿verdad?




 
 
FIN