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En la selva de «Saña» de Margo Glantz1

Evangelina Rodríguez Cuadros





Este es un libro difícil de presentar; porque es un libro difícil de leer, difícil de encuadrar en cualquier categoría que no sea, precisamente, identificarlo con su autora, Margo Glantz y, sobre todo, con su trayectoria. La mayor parte de los libros de casi todos los autores pueden presentarse de manera autónoma, no como un eslabón suelto, pero sí individualizado, dentro de su producción. Pero este libro, creo que no. Este libro (Saña) obedece, por encima de su género, o incluso de su temática, a un orden dentro de una producción. Digo orden en su sentido literal de sucesividad: es el último y, de algún modo, hay que preguntarse por qué ha llegado a escribirse ahora; por qué no antes o en medio de la extensísima obra crítica y de investigación, de traducción, de novelas, de narrativa autobiográfica de la autora.

El caso es que un libro escrito por una mujer de 77 años (quizá me perdone esta falta de coquetería femenina, que no intelectual) que si bien empezó a publicar investigaciones académicas hacia los años sesenta, ya con treinta años, sus primeros relatos esperan a ser publicados hacia 1977 o 1978. Como confesaría en una entrevista «una escribe cuando puede». Y desde entonces, no hay, si se me permite decirlo así, ningún retroceso, ninguna repetición, ninguna renuncia, nada que no sea un peldaño o un paso hacia delante. Nada, hasta ahora, hasta Saña. Y si subrayo su situación al final de un orden es porque Saña contiene probablemente las 244 páginas en las que un lector o un crítico del futuro pueda acaso reconstruir en un manual mínimo el universo de un estilo de creación y de escritura. El libro que, como diría Cervantes de su teatro en la Adjunta al Parnaso (1614), es preciso leer despacio para ver lo que ha pasado tan a prisa desde la lengua a las manos, o con la lengua en la mano, en la obra de Margo Glantz.

Y no es que Saña sea un retroceso, un volver a, un arrepentimiento, una reescritura o un espacio revisitado. Es, sencillamente, una recolección de los gritos que la compostura académica, la lucidez, el hartazgo de la petulancia intelectual, la agudeza crítica, la discreta ironía y mordacidad retenida en tantas obras precedentes habían velado. No es que Margo Glantz inaugure una nueva voz narrativa o un estilo más desgarrado. Es que, de repente, encuentra la libertad de un modo de decir. Y descubre y nos descubre que todo acaba haciéndose con saña, incluso amar y, por supuesto, escribir y leer. Porque hay que escribir con saña, luchando contra la facilidad de quien escribe y contra la facilidad de quien lee.

Conviene que repita lo de libro de lectura difícil. Y no porque su contenido sea desconcertante -lo sería sólo en la medida en que no conozcamos su obra previa- o porque pretenda la soberbia de epatar o asombrar. Es porque resulta tan cruelmente sincero desde el mismo título que nos da la sensación de que tiene que haber algo más, algo más que rabia o saña o inquina o indignación o crueldad o tirria o ferocidad en los 96 fragmentos o epígrafes que, con sus correspondientes títulos, lo integran. En esa búsqueda de algo más el lector se encuentra profundamente incómodo, como si cada uno de esos 96 fragmentos hubieran sido la progresiva escala de un grito que no ha dejado de perseguirnos hasta el punto final. No es pues un relato, ni una historia, ni un ensayo a partir de su pasión por el arte o por la música, ni una memoria organizada de sus orígenes. Es un modo de construir y reconstruir todo eso nutriéndose de los dos conceptos fundamentales que han edificado la aportación de la autora a la literatura contemporánea.

El primero es un sentido nómada, cosmopolita, trashumante, impuro e irracional del conocimiento, de la identidad, de la memoria («la niebla protectora de la memoria» como se evoca en este libro). Con razón esta autora, crecida bajo el signo del judío errante, escribió en 1984 una obra con el nombre de Síndrome de naufragios. La cultura y, por tanto, la escritura han sido y son para ella no un enciclopedismo ilustrado, no una mera noción intelectual sino un saber corpóreo, orgánico, creciente. El segundo es que la escritura no es para ella un simple acto de creación, sino de ensamblaje (en el sentido literal del término) y un ensamblaje, cabe decir, entre su militancia académica y su mirada al mundo. Ella misma ha definido ambas actividades como «vasos comunicantes»; y es que, como dijera Roland Barthes, «investigación es el nombre prudente que bajo el apremio de ciertas condiciones sociales damos al trabajo de escritura: la investigación está de acuerdo con la escritura, es una aventura del significante, un exceso de intercambio». En toda su obra, Margo Glantz, se acoge al destino de la escritura como búsqueda apasionada de una comprensión compleja de lo que lleva al ser humano a la necesidad de la expresión textual y al riesgo que ello conlleva.

En Saña, una tela tejida de tremenda documentación emocional, ese riesgo y esas dos características de su escritura, se llevan a su máxima expresión. Todos los motivos que un lector habitual de Margo Glantz ha catalogado en su obra, si la ha seguido, están aquí. Está, en primer lugar, el motivo del viaje, del nomadismo, de la secuencia e intercambio de espacios (en este caso, en palabras de la autora, «espacios ominosos por donde se desplazan las historias funestas relatadas en voz baja»): una seducción intelectual y vivencial que puede ser convertida en pasado recuperado o contado (tal es el caso de Las genealogías de 1981). Los personajes que adquieren una mínima continuidad en Saña nos aparecen precisamente unidos en un relato deambulatorio: viaja Rimbaud («cuya rebelión se inicia en los pies») en un largo peregrinar desde Francia hasta África, y del que se nos muestra no la cara del poeta maldito sino la del mezquino empleado de oscuras compañías coloniales y traficante de armas; viaja la propia escritora, fascinada por las navegaciones remotas, desde la India hasta Australia, desde Nueva York al campo de exterminio de Birkenau.

Está también la reflexión histórica sobre la llamada conquista de América: por qué los cronistas y conquistadores -otros caminadores, otros deambuladores como Colón, Cortés o Cabeza de Vaca- se echan a cuestas la tarea de escribir mientras procedieron a una colonización perversa, que ha operado por vaciamiento, por rapiña o, simplemente, por mercadería comercial.

Está, como no podría ser de otro modo, la intertextualidad, que aplica a toda su escritura bajo el ascendiente de Borges o Kafka: un texto no es sino un intersticio, un yacimiento arqueológico de archivos o una geología de capas de escritura, un borrador de borradores, por donde se cuelan otros. Y, con ello, llegar a comprender que sólo somos o existimos a partir de las historias que otros ya han contado.

Lo cual condiciona otro motivo constante de su obra, que culmina en Saña: el sentido fragmentario de su escritura, su ávido coleccionismo de miradas que nos ofrece en simple inventario. El libro, otra vez con saña, impone al lector la tarea de catalogar razonadamente (si puede) ese inventario: le empuja a la frenética búsqueda de un hilo conductor; en cada esquina ese sentido unitario se burla de nosotros, nos esquiva, pero se presiente que está, que hay que seguir leyendo, perdiéndose en detalles que se disfrazan de totalidad o al revés, de anécdotas, sucesos, casos o casualidades. Nos sumergimos en cada uno de los textos como si fueran distintos mares, y, en esa fluencia, ensayamos con cierta malévola displicencia la naturaleza inalcanzable y desorientada de lo que se busca. Algunos temas se entrecruzan, desaparecen o reaparecen (los pintores Bacon, Stanley Spencer, Vermeer, las quinientas cincuenta y cinco sonatas para clavecín del músico Domenico Scarlatti). Saña, en realidad, se instala conscientemente en una frontera difusa de géneros literarios. Pueden ser -de hecho comienza de ese modo- notas lexicográficas sobre la palabra saña o insania, pueden parecer a veces aforismos o casi aforismos, epigramas o casi epigramas, microrrelatos sin solución de continuidad, historias troceadas que desaparecen y reaparecen como ojos del Guadiana, agudezas críticas de la visión del arte, especialmente de la pintura, o de la música, glosas literarias, ensayos apelmazados o prensados que destilan toda una teoría. Y, para regocijo del lector, chisme menudo de crónica rosa: ¿qué decir del comentario de la reina de Jordania rompiendo el protocolo en la boda de doña Leticia al vestir de largo y de blanco -atuendo reservado a la novia- y que concluye en una fulminante invocación del fetiche del pie desnudo, en un digno homenaje a Bataille o a Masoch? Frente a la crisis de los géneros literarios (no sólo ahora, sino siempre) se ha respondido no con una alternativa modal, sino cuantitativa y heterogénea, híbrida. Y la autora explica que «los híbridos y otras confusiones entran en el orden de la abominación» («Desfiguros»). No sé si estaré en lo cierto, pero leyendo el libro, su inagotable fragmentarismo argumental y de voces narrativas, me han venido a la memoria aquellos centones o misceláneas del posrenacimiento español del siglo XVI: la Silva [selva] de varia lección de Pero Mexía (1550), o la Philosophia secreta de Juan Pérez de Moya (1585), los Siescientos Apotegmas de Juan Rufo (1596) e, incluso, la Philosophia Vulgar de Juan de Mal Lara (1568). ¿No eran, como la escritura de Margo, reelaboraciones infinitas de lugares comunes reventados de intención? Sólo que ella concentra esa intención en las formas infinitas de la saña, el coraje, la rabia, la inquina, el rencor y la multivaria crueldad de la violencia por la que (otra raíz de lo poco confortable que puede ser leer este libro) acabamos por sentirnos tragados, fascinados. Nos adentramos en engañosos espejismos de alardes de humor, de ingenio, de gracia y levedad, de ironía (por ejemplo sus itinerantes comentarios sobre la guillotina y su fulminante mecanismo que acaban en este brevísimo texto: «Desde la pica donde llevaban su cabeza guillotinada, la princesa de Lamballe gozaba de una vista privilegiada de la Bastilla», con el título nada menos que de «Cuestión de óptica»). Pero, de repente, la lectura no propina un puñetazo en el plexo solar (si es que nuestro cerebro tiene plexo solar), puñetazo que debe entrar por los ojos, claro. Es una escritura feroz, sanguínea, carente de todo sentimentalismo. No lo puede tener si esa ferocidad resulta ser, a la postre, no una sutil elaboración literaria, sino, simplemente (o nada menos) una transcripción de una noticia de periódico. No resisto leerles precisamente este fragmento que se proclama eso (una noticia de El País del 23 de octubre de 2006):

La estranguló. Luego le cortó la cabeza, el cuerpo lo partió en pedazos, la metió en una olla, la sazonó y se fue de borrachera.

Después, Zahary Bowen de veintiocho años se gastó mil quinientos dólares en buena comida, buena bebida, buenas drogas, buenos amigos y buenas strippers.

Veterano de la guerra de Irak y de Afganistán, el asesino se suicidó dos semanas después de haber asesinado a su novia Adrienne Hall, a quien conoció y de la cual se enamoró el día en que el huracán Katrina destruyó Nueva Orleáns.

Antes de morir, se infligió veintiocho quemaduras con un cigarro.

En una carta explica su proceder:

Una quemadura por cada uno de mis años de fracasos amorosos, como padre, como marido, como soldado y como estudiante.



Cabe añadir que este fragmento lleva el título de «Se prohíbe fumar».

La saña no se puede definir, pero sí describir desde el cuerpo. De hecho, cuando se ensaya la definición, con el apoyo del Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias -nuestro primer diccionario- se acude a la etimología de sanna que «vale ronquido o bufido, porque el que se ensaña da muestra de estos accidentes señalados en las narices, las cuales se hinchan y echan de sí el aire con violencia». De modo que el libro surge de palabras brotadas del cuerpo, instalándose en el bajo cuerpo o en el bajo vientre. En ocasiones, rozando la bufonesca e impúdica provocación de una mujer levantando su amplio y bordado vestido para descargar su vientre en cuclillas mientras un hombre contempla sus sonrosadas nalgas (origen de una tragedia pasional). Lo que aquí describe Margo no es, por cierto, el relieve de una arquivolta de una catedral gótica (donde yo vi una vez lo mismo) sino el dibujo de un primoroso azulejo decorando un palacio de Lisboa.

Descubre y nos descubre que la belleza y lo escatológico, la frivolidad y la muerte son categorías sorprendentemente permeables, esa convivencia entre la repulsión y la belleza que Glantz siempre ha reivindicado y que tal vez se soportan menos viéndolas que escribiendo sobre ellas. Sí, son los ecos de la búsqueda en los trozos de papel o borradores de tantas escrituras y tantas imágenes. Porque esos ecos, coleccionados o sometidos al arte de la caza (como sugiere la cita de Las partidas de Alfonso X que abre el libro) «ayudan mucho a menguar los pensamientos de la saña». Es el eco del hombre naciendo «entre lágrimas, mocos y cacas» de Quevedo; es el Quevedo de los Sueños en que describe la creación del cuerpo del hombre desde un hervidero en el que danzan «pedazos de carne y unas tajadas, y desta se fue componiendo un brazo, y un muslo, y una pierna, y al fin se coció y enderezó un hombre entero». Serán los hombres desventrados y atados a un árbol de Los desastres de la guerra de Goya. Quevedo escribió con saña; y con saña y furor ético creó Goya aguafuertes y el sueño de la razón.

No es extraño, pues, que la recurrencia de los escasos relatos que cobran entrecortada continuidad esté protagonizada, por ejemplo, por Francis Bacon y sus deconstrucciones del propio Picasso, pintando quimeras y monstruos dotados de una energía plástica incalculable porque Bacon sostenía que un cuadro era la suma de varias destrucciones o un amontonamiento de imágenes fracturadas. Como Rauschenberger pensaba que el arte era el resultado de singulares collages. Y como Barthes pensaba que el texto era un cubo con facetas.

No es extraño tampoco que el nexo que puede relacionar las tribus primitivas y la mitología griega sea la consideración de la mutilación como una ceremonia sacrificial: Edipo se arranca los ojos, Orestes se corta un dedo que se come, un águila devora el hígado de Prometeo. La historia y la cultura, los hombres y los mitos pueden narrarse desde la ignominia, desde la suciedad que altera la integridad del ser y que al mismo tiempo la reafirma en toda su baja materialidad.

La escritura se hace, a conveniencia, hacha o bisturí; y, cuando ha concluido su tarea, se aplica calmosamente el fonesdoscopio para oír el latido de la inmundicia, el fango y las heces de las vacas sagradas y el olor de los orines de los «intocables» de Benarés; o el irresistible hedor de los hornos crematorios en Auschwitz (porque al decir de Margo Glantz, el exterminio judío fue una utopía frustrada cuya única falla fue un mal sistema de alcantarillado); o toda una lección macabra de etnología comparada puesto que (y cito textualmente de su microrrelato «Detergentes»): «la diferencia entre los alemanes nazis, herederos de una inmensa cultura y los simbas, gente inculta, era que éstos se comían a sus víctimas, mientras que aquéllos los transformaban en jabón».

Pero además, dentro de esa sinfonía de violencia, reaparece otra constante de la obra de Glantz: la búsqueda del ser femenino tras la omnipresencia masculina. Y la violencia que, sufrida en el cuerpo de la mujer, se verifica en el texto. ¿No hay también en esa querencia por las descripciones del glamour de los altísimos tacones de los zapatos de Manolo Blahnik, de los «zapatos invisibles» de Ferragamo (que se relacionan perversamente con las austeras sandalias de la reforma carmelitana de Teresa de Jesús), por las descripciones del cabello o tocado, algo de aquellas metáforas crueles de los barrocos que trasmutan la belleza o el cuerpo de la mujer en oro por su pelo, marfil por sus manos, luceros por ojos, alabastro por cuellos, nácar o pluma por piel, rubíes por labios y, en el colmo de la brutalidad «relámpagos de risas carmesíes» por sonrisas?

Alguien ha llegado a decir que incluso el citado fragmentarismo es una manera de dirimir su reivindicación de género, puesto que mientras el discurso masculino suele caracterizarse por su linealidad coherente y su carácter público, el femenino lo hace en su sentido intimista, oblicuo, fragmentario. Una escritura que se involucra en las rupturas y también en las afirmaciones del cliché de lo femenino. No olvidemos que su libro Erosiones es una recopilación de sus artículos en Vogue (1984). Pero ahora escribe sobre la moda y la frivolidad en contextos perturbadores, inquisitivos. Denuncia que Dios decidió que el cuerpo fuera visible y el alma invisible y que sometió el cuerpo, sobre todo el femenino, a una mirada volátil que si en la Venus de Willenford consagra la bulimia, en las creaciones de Yves Saint Laurent hace ídolos de belleza contemporánea a los huesos de modelos anoréxicas. Puede recordar a Cindy Crawford desnuda, en una portada de revista, en franca imitación de la Venus de Boticcelli como símbolo sexual comercializado; o reflexionar sobre el erotismo (que sólo se alberga en el tránsito entre lo vestido y lo desnudo) para acabar con los cuerpos delineados con pinceladas violentas por Lucien Freud. Puede, en fin, denunciar una época como la nuestra en que las jerarquías se disuelven y se unen, en el caos informático, las masacres, las grandes hambrunas, el asesinato de Gianni Versace, los modelos de Christian Lacroix y las fotografía de Naomi Campbell vestida de cuero o de Kate Moss en la portada del Vanity Fair. Esas nuevas figuras del banal imaginario contemporáneo ¿llegarán a ser tan importantes como Bacon, como Malévich, como Giacometi o Rothko que un día se exhibieron en las mismas salas del Museo Guggenheim que ahora se ven ocupadas por la magna exposición del reformador del cuerpo que es Giorgio Armani?

Pero es que Saña no se ocupa únicamente de la otra cara del glamour; ni del cuerpo morboso y novelesco de su libro Apariciones (1996) donde utilizaba su exploración por la vida de las monjas y su paroxismo emocional para mostrarnos la imagen de un Cristo que ofrece su costado sangrante, como San Bernardo mamando del seno de la Virgen. Aquí ese Cristo aparece, tal como lo pintara un artista de la corte renacentista de Ferrara, en un cuerpo convulsionado por el sufrimiento, con los labios cianóticos, los dientes blancos, la piel lívida, un rostro oriental, grotesco, espinoso. Aquí lo obsceno no será la morbidez sensual sino el cuerpo cosificado, torturado por la enfermedad, agredido por la moda, por la medicina, o hecho ceniza en los campos de exterminio.

En el comienzo del siglo XXI, Margo Glantz ha sacudido, creo, su obra entera y de esta sacudida han caído, como ya dije, la ira sofocada, aunque siempre presente, de su juicio sobre el mundo. Un mundo en que la multiplicada diversidad y el mercado lo dirigen todo; y todo lo compra nuestra mirada: miseria, olores, cuerpos sagrados y cuerpos cuarteados. Es el único proyecto común que parece quedar al mundo. Y para que la mirada aprenda en este libro se le muestra la intensa rabia que puede generar. Pero advirtamos que es crueldad y no sentimentalismo: la autora impide en todo momento que nuestra catarsis sea placenteramente liberadora. Aristóteles despreció a los espectadores de tragedia sensibleros, sentimentales y asustadizos, gente confusa que se sentían mejor tras soltar un alarido, pero que se escondían en el escándalo o en la inacción. La tragedia no puede desviar lo trágico desde el yo hasta lo lacrimoso y meramente sentimental. Tal vez por eso, Margo está más cerca del retrato de Inocencio X de Bacon que del de Velázquez, más cerca del esperpento que del realismo mágico. Como estaría más cerca del Guernica que de Los desastres de la guerra de Rubens, que algunos dicen que lo inspiró. Y lo hace en tono, lúdico, desdramatizado como si hasta lo más terrible pudiera decirse sin tremendismo.

Hay dos mensajes magnos de este libro y de toda la obra de Margo Glantz: por un lado, su sentido de esencialidad de la palabra y de la escritura que alguna vez definió, quirúrgicamente, como «quitar pieles, descorrer membranas, apartar tejidos y epitelios, desarticular la fusión de letra y sentido, deshacer la escritura para hacerla, rehacerla, rehacerla y deshacerla hasta el infinito de la línea»; sólo que en Saña, de manera más brutal, resume que «hay que descargar el lenguaje como se descarga el vientre». Por otro, que Margo Glantz aprende de Sor Juana Inés de la Cruz que el callar no es para las mujeres. Luis Vives, al fin hombre de su tiempo, escribió: «Quiero que aprenda [la mujer] por saber no por mostrar a los otros que sabe, [...] No es bien que ella enseñe [...] porque habiéndose puesto en la cabeza alguna falsa opinión no la traspase a los auditores con la autoridad que tiene de maestra, y traiga a los otros a su mismo error».

Margo Glantz sabe y enseña. Sedienta de voces, narradora engañadora de la muerte (como una Sherezade de las mil y una -aquí sólo 96- pesadillas), asume la ardua tarea de la escritura «con saña»: para obligarnos a adquirir la oscura conciencia de que dentro de cada uno de nosotros anida algo tan cercano a un animal que podemos temer reconocernos en el horror.





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