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9. Carta de Nueva York

Pueblos perezosos.-Elecciones honradas.-Un millonario es vencido por un trabajador.-Una campaña electoral.-Recursos, hábitos, preparaciones, gastos extraordinarios, día de elecciones.-Adelina Patti.-Shakespeare: Otelo y Hamlet.-Booth y Rossi.-El Día de Gracias.-¿A qué matarlo?



Nueva York, 12 de noviembre de 1881

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     Días de drama, de ansia de victoria y derrota, de brillo y sorpresa, han sido en Nueva York estos últimos días. Vivir en nuestros tiempos produce vértigo. Ni el placer de recordar, ni el fortalecimiento de reposar son dados a los que, en la regata maravillosa, han menester de ir mirando perpetuamente hacia adelante. Sofocados, cubiertos de polvo, salpicados de sangre, deslustradas o quebradas las armas, llegamos a la estación de tránsito, caemos exánimes, dejamos,-ya retempladas en el calor de la pelea,-a nuestros caros hijos las golpeadas armaduras, y rueda al fin, en los umbrales de la casa de la muerte, el yelmo roto al suelo. Al que se detiene en el camino, pueblo u hombre, échanlo a tierra, pisotéanlo, injúrianlo, despedázanlo, o,-para que limpie el camino,-húrtanlo los apresurados, embriagados, enloquecidos combatientes. Y en vano ya, si queda vivo, arrepentido de su flaqueza, levántase el caído, repara su abollada coraza, intenta mover el oxidado acero. Los grandes batalladores, empeñados en la búsqueda de lo que ha de ser, han traspuesto el magnífico horizonte. Y el perezoso ha sido olvidado, Van ya lejos; ¡muy lejos!

     Ni de las riendas de su caballo debe desasirse el buen jinete; ni de sus derechos el hombre libre. Es cierto que es más cómodo ser dirigido que dirigirse; pero es también más peligroso. Y es muy brillante, muy animado, muy vigorizador, muy ennoblecedor el ejercicio de sí propio. Estas cosas venían olvidando las gentes de este pueblo, y como que era comprar y vender los votos, ley suprema, implacable señor y cuna de todo poder,-hallaban los elegantes caballeros y altos potentados, menos trabajoso que coligarse para votar honradamente, coligarse para comprarlos y venderlos. Elecciones las hay aquí todos los años, mas estas de ahora han sido como el despertar arrogante y colérico de hombre robusto que sabe que se ha abusado de él en sueño.

     Tienen en Nueva York, como en toda la Unión, tipo especial las elecciones, y en las más, que son las de Presidente de la República, salen a la batalla los más reacios, señoriles o perezosos elementos, y se combate con angustia, con fiereza, con rabia, con toda la fuerza de la voluntad y todos los músculos del brazo; y en las otras, que son llamadas «de año aparte»,-aparte del gran año de la elección presidencial-ciertos esfuerzos dejan de hacerse, ciertos resortes, más necesarios para la lucha magna, son dejados, temerosos de irritarlos, en descanso; los partidos locales, compactos ante el rival compacto en la gran lucha cuatrienal, se subdividen y desatan; las simpatías personales ponen en peligro la fidelidad y disciplina de los sectarios del partido; como se vota por hombres conocidos de cerca, y de la casa, y cuya influencia se ha de sentir mía en la casa, se les duda, se les pregunta, se les analiza, se les despedaza, o se les ama más. Las pasiones toman formas cómicas, un instante después de haber tenido amenazantes formas. «¡Quisiera que se quemase esta noche la buena ciudad de Brooklyn, y el buen Low con ella!»-decía al bajarse de un carro el día de las elecciones un partidario rival de Low, vencido. Ya a la madrugada, un pobrecillo muchacho mensajero, un gran trabajador de pocos años, volvía con su lindo uniforme, sus ojos cargados de sueño, y sus manos llenas de telegramas por repartir aún a las dos de la mañana, a su casita pobre a la que lleva cada día un peso, y de la cual sale cada día, para tornar a su faena, no bien el sol,-que ve tantas maravillas calladas,-como hostia de oro, generadora de vida, se alza en el cielo. Y como hablándosele de la elección se le dijese: «pero la gente pobre quiere a Seth Low, el mayor electo». «Oh, no señor: ahora tendremos que pagar más renta: él es un rico y no cuidará de los pobres.» «Pues Henry Ward Beecher dice que pocos aman a los pobres como Low.» «Yo sé, decía con aire grave el mensajero, tanto sobre Henry Ward Beecher, como pueda saber nadie en esta localidad. Su mujer mandó una vez a un mensajero a buscar un centavo de leche, le dio una moneda de dos centavos y le pidió el cambio». Y la puerilidad y suficiencia de aquel niño reflejan en gran modo la lucha electoral. Talmeg, un orador elocuente, aunque epiléptico, censuraba con razón en plática religiosa reciente, las ruindades, las deslealtades, los voluntarios olvidos de la verdad, de que se hace arma, con deliberado propósito, en las elecciones. Se conspira, se anatematiza, se ridiculiza, se desfigura al rival candidato. Mas esta vez tenían las elecciones, no ese encono local, ni esa menor significación que las usuales elecciones de año aparte tienen; sino aquella grandeza de la rebeldía, y aquella virtud singular de las vindicaciones, y aquel hermoso empuje con que los hombres engañados se alzan al fin contra los que comercian con su decoro y beneficio. El buen espíritu de Jefferson, que amó la libertad de una manera ardiente y majestuosa, infundió brío al pueblo adormecido. De dejar las urnas en manos de vagabundos ebrios y politicastros, o de votar humildemente por los candidatos señalados por los omnímodos caciques que en cada partido de ciudad reinan, se ha venido de súbito a repeler presiones bochornosas y corregir olvidos fatales, que resultaban en la elección de hombres menguados, criaturas y siervos del cacique; a cerrar la entrada a puestos públicos, a los hombres por el cacique recomendados; y a elegir, con voto enérgico y mayoría grande, hombres probados, sanos, útiles, capaces,-como un noble diputado mexicano,-de ceder su alto puesto a sus rivales, por estimar que el calor de sus amigos, o el interés de su partido, habían llevado a la elección manejos que descontentan a un hombre virtuoso. La infiel memoria no quiere ahora recordar el nombre de este buen diputado de México. ¡Debiera la memoria olvidar las vilezas que sabe, y recordar sólo las nobles acciones!

     Elecciones de Estado y Municipio han sido estas de ahora, y su importancia-ésa: la de despertar el pueblo a la conciencia y uso de sí y arrancarlo de las manos de traficantes osados o dueños soberbios que venían disponiendo, como de hacienda propia, de los votos públicos. Para muchos puestos se elegía: para senadores del Estado, para diputados al Congreso de la Nación, para altos oficiales del Estado: fiscal, ingeniero, tesorero público; y en Brooklyn, ciudad democrática, se elegía mayor de la ciudad. Y en otros Estados hubo también elecciones varias, mas no tan reñidas ni tan trascendentales, ni tan imponentes como las de la ruidosa Nueva York y la doméstica Brooklyn. En Nueva York, una recia, apretada, interesantísima contienda atraería a si los ojos: un millonario luchaba contra un trabajador. En Brooklyn, aparte de todo personal accesorio, que diera amenidad y brillo a la lidia, peleábase cerradamente por la libertad electoral. En Nueva York, un hombre alto, imponente, delgado, elegante, Astor, disputaba la elección de representante en el Congreso de la Unión a un hombre robusto, espaldudo, jovial, llano; humildísimo, Roswell Flower. En Brooklyn, el mayor de la ciudad, que en su término de gobierno ha probado inteligencia y honradez, pero que era cera blanda en las manos del boss formidable, del cacique dominador de las organizaciones políticas de la ciudad, se presentaba a ser reelecto, contra un hombre joven, caritativo, justo, impetuoso, acaudalado, el buen Seth Low.

     Es necesario, es necesario seguir la contienda de Flower y de Astor. Como una, son todas; pero ésta fue más agitada, más palpitante, y más reflejadora del espíritu y prácticas de este pueblo que otra alguna. Astor es un gran caballero, que ha dado en ser político, y tiene palacios, y anhelos de gloria, que son otros palacios, y, sobre sus riquezas, la rica dote de no ver su caudal como derecho al ocio. Es pobre de años, no de millones. Es senador del Estado. Pero es miembro, y aspira a ser representante, de esa singular aristocracia de la fortuna, que pretende, para tener pergaminos, hacer olvidar los únicos que la honran: sus modestos pañales. Los ricos de la primera generación recuerdan con cariño aquella época en que fueron mozos de tienda, cuidadores de caballos, cargadores de lana, mandaderillos miserables, criadores de vacas. Pero los ricos de la segunda generación, que montan galanamente en los caballos que llevaron de la brida sus padres, ven como blasón de indecoro

en los neorricos aquello que fue para sus padres blasón de honra: la creación de sí. Un acaudalado que se está haciendo, es un ser bajo y desdeñable para un rico ya hecho. Y hay abismo hondísimo, entre los poderosos por herencia, delgados, pálidos, y a modo de luenga flauta-porque es la usanza de la señoría inglesa-aderezados; y los poderosos del trabajo, saludables, castos, decididores, rollizos, y extremadamente limpios, con la antigua limpieza americana, sobria y sólida.

     Una aristocracia política ha nacido de esta aristocracia pecuniaria, y domina periódicos, vence en elecciones, y suele imperar en asambleas sobre esa casta soberbia, que disimula mal la impaciencia con que aguarda la hora en que el número de sus sectarios le permita poner mano fuerte sobre el libro sagrado de la patria, y reformar para el favor y privilegio de una clase, la magna carta de generosas libertades, al amparo de las cuales crearon estos vulgares poderosos la fortuna que anhelan emplear hoy en herirlas gravemente. De éstos es apoyado y a éstos apoya Astor. Los amigos de lo que se llama aquí en política «gobierno fuerte», son sus amigos. El ceñudo Grant y el desdeñoso Conkling lo defienden. Es para él cosa de código que su familia, su millonaria familia, debe estar representada, como en los antiguos brazos del Estado en las antiguas Cortes, en el Congreso de la Unión. Y era éste como un ensayo inoportuno del sistema aristocrático de Inglaterra, cuyos jóvenes nobles aprenden, como ineludible deber e inabandonable derecho, el arte de gobierno. El competidor de Astor es un modesto, un rico de la primera generación, que guarda aún, como trofeo de victoria, su sombrero sin alas y sus zapatos rotos. Anda hoy en coche, pero él dice que anduvo mucho tiempo descalzo. «Yo sé a lo que sabe»-decía en días pasados magníficamente-«esa pobre comida traída de la casa en cantina de lata, sobre la cual se inclina el trabajador al medio día con tanto regocijo». Roswell Flower tiene el imán, el ímpetu, la fragancia, el poder de atracción de las fuerzas nuevas. Hoy dirige un Banco, donde le aman: en otro tiempo tendía en vano los brazos desesperado en busca de trabajo. Dice la verdad; desdeña a los hipócritas; ama a los infortunados. Tiene el orgullo de su humildad, que es el único orgullo saludable. En su campaña electoral, su única arma ha sido su historia. «Los trabajadores me votarán porque he sido trabajador: muchos años anduve sin ver mis pies libres de heridas y cicatrices. Los hombres jóvenes me votarán porque ha de regocijarles ver a un hombre cuya vida les demuestra que desde el más bajo principio se puede alcanzar el fin más alto.» Los trabajadores y los hombres jóvenes le votaron, y le votaron sus copartidarios demócratas, y sus adversarios republicanos. Era de ver el distrito en la semana anterior a la elección. Leíase en grandes carteles, en letras negras: «Votad por Astor».

     Y en carteles no menos grandes, en letras rojas, verdes y azules: «Roswell Flower». Postes, cercas, montones de ladrillos, muros muertos, todo estaba, lleno de altísimos carteles. Cada hotel era un hervidero: cada cervecería una oficina de elección. Entraban y salían por las calles del distrito carruajes cargados de agentes electorales, y poníanse a la obra gentes nuevas, y no pagadas, a labrar el triunfo del candidato democrático. Gran casa de telégrafos parecía, o tienda de estado mayor en campamento, la oficina electoral de Astor. Oíanse, en incesante movimiento, cerrar de sobres, doblar de cartas, rasguear de plumas. Un mensajero que salía chocaba con un mensajero que entraba. Afluían, como mariposas sedientas a flor cargada de miel, los electores, e influyentes de oficio, de los distritos. Y se pesaban, estimaban y pagaban los servicios de cada mariposa. Se hablaba bajo; se entraba por puertas secretas; se estrechaban las manos con misterio; se sonreía maliciosamente. Los unos salían tristes, y como con poco peso sobre sí; y los otros jocundos, y como cargados de un peso reciente. Porque una elección de representante al Congreso no ha venido costando menos de $16,000, al candidato o a su partido; y esta de Astor ha costado al rico luchador $80,000. Doscientos pesos pagaba cada día a sus escribientes. Cuarenta mil circulares envió a sus electores, por correo. En grandes carros salían las cartas y circulares de la casa en que tenía el candidato su campo de elecciones. Ciento cinco distritos cuenta la demarcación en que se recogió el voto, y $100 se dieron para pequeños gastos a cada distrito. Del gran número de ofrecedores de sí, como gentes de valía entre los votantes, se cercenaron los inútiles, y a los útiles, por su habilidad, práctica o influjo, se regalaba con $50 diarios. Cantinas y cervecerías, eran al paso del millonario, fuentes de champán, cerveza y whisky. Salía de mañanita, no hecho a tales paseos ni a visitas tales, el inquieto candidato. Le acompañaba su ministerio electoral, formado de gentes probadas en el amoldamiento, violación y seducción del voto público. Le seguían de cerca por las calles lodosas, bajo la recia lluvia, los reporteros voraces. Sobre su última pisada ponían ellos el pie; no decía Astor palabra, ni echaba moneda sobre el mostrador de una cervecería, que no resonasen al punto sobre las cajas de impresión de los periódicos. Como tábanos seguían al joven rico los periodistas,-y lo ha vencido esta guerra de tábanos. A captarse simpatías, a mezclarse con los electores, a deslumbrarles con la frase cordial, la promesa oportuna, el modo llano o la plática amena; a cautivar con generosos dones a los dueños de las casas de bebida, que votan, y empujan a los que votan, a esto van habitualmente los candidatos a las cervecerías. En ese horno se venían calentando aquí las elecciones. Allí, sobre el mostrador de madera, se ofrece, regatea y ajusta el precio de los votos; allí, en un rincón de las oscuras salas, llenas de humo, háblase misteriosamente en pequeños grupos; allí descienden a triviales gracejadas, complacencias impropias y llaneos indecorosos los que andan en solicitud del voto popular; allí un candidato, escaso de dinero, insinúa a los vagabundos, que lo reciben con estruendosas risas, la bebida humilde, y dice: «¿Qué querrán estos caballeros? ¿Cerveza?» Allí otro, que es hoy embajador en Europa, en ausencia del mozo de la cervecería, despréndese de su gabán, da vuelta a la llave del barril, sirve la cerveza a sus invitados, choca vasos y manos con ellos y los seduce con su gracia y firmeza. Allí entraba, con guantes de cabritilla, humilde continente y sonrisa afable, el poderoso Astor. A champán, no a menos, invitaba a los perezosos; a vinos caros, a licores exquisitos. Echaba en el mostrador, sin aceptar cambio, gruesas monedas de oro de a veinte pesos. Ochenta fábricas de cerveza, llenas de obreros que votan, tiene la ciudad; y visitó casi todas las ochenta. Apuraban la copa los invitados, y el invitador llevaba apenas el vino a los labios. Cautivaba a un vendedor de cerveza, porque le hablaba, con soltura en la lengua del idolatrado Vaterland; mas otro alemán le recibía duramente, y otro le negaba faz a faz, luego de haber vaciado a cambio de mal vino su bolsa, el voto que el millonario le pedía. A un baile de gentes bajas fue el candidato, y tapizó el mostrador de monedas brillantes, con las cuales se dio de beber a los bailadores largamente, y danzó con las más humildes mozas. Acá defendía un acto suyo en el Senado; allá se excusaba de haberse opuesto a medidas útiles, de cuya advocación en el Congreso empeñaba ahora promesa. ¡Oh, desdichada gloria, que a tales cosas y a tales prácticas rebaja a los que anhelan sus pasajeros beneficios! «¡Pues ni un centavo daré para ser electo!»-decía a esto el honrado Seth Low en Brooklyn-«ni iré a pagar a los demás cerveza que no bebo; ni a comprar votos que no me honran». Y Roswell Flower, el adversario de Astor, no hacía eso que llaman, en el lenguaje político de la ciudad, «campaña personal», «campaña de cervecerías»: negábasele ya la voz fatigada a emitir pensamientos robustos, a decir a los electores congregados en casas de reunión sus frases netas, crudas y honradas. Deteníase en las aceras; visitaba a sus amigos; explicaba en esta y aquella tienda, y a este y aquel grupo, las razones de la actual lucha, y su conducta en las lidias del Congreso, caso de lograr su electo. Iban a su oficina electoral puñados de votantes a asegurarle que, a pesar de haber recibido de los agentes de Astor, redondas y pesadas monedas, no por Astor que les hería pretendiendo comprarlos, sino por él votarían. Los agentes de Astor pagaban con monedas de cinco pesos un vaso de agua de Seltz, y dejaban al dueño de la tienda el cambio «para que regalase a los muchachos cuando vinieran». Y Roswell Flower rechazaba a un grupo de trabajadores demócratas que le pedían un pequeño premio de dinero;-y a quien le hablaba de la posible compra de algunos votos republicanos respondía bravamente: «No espero mi derrota; pero prefiero ser derrotado a deber mi victoria a la compra de votos republicanos. Quiero sacar mi honra en salvo de esta campaña». «Vencerme puede, y me vence mi competidor en riqueza y piernas largas, pero ya salvarán esa diferencia mis leales electores demócratas. Como un pobre muchacho del pueblo empecé mi vida: votará por mí el pueblo; votarán por mí los republicanos honrados.» Y llegó el día solemne. Como gavilanes en espera de presa, merodeaban junto a las tiendecillas en que suelen colocarse, guardadas por policías, las urnas,-los agentes electorales. Y es fama que los republicanos mismos, lastimados de aquella obra de compra de hombres y vergonzante visiteo a que se había abandonado el candidato republicano, descartaban del grupo de papeletas de voto la que llevaba el nombre de Astor,-e iban sin ella a las urnas, o se proveían de una papeleta que llevase el nombre de Flower. Al caer la noche, un joven triste, sentado en el sillón presidencial de una ancha mesa, en un salón casi vacío, movía febrilmente una mano nerviosa, cuajada de magníficos brillantes: era Astor, que rodeado de sus tenientes humillados, recibía en telegramas y cartas las nuevas de su ingloriosa y radical derrota.

     Con más de dos mil votos de mayoría le venció Flower, en un distrito donde las anteriores elecciones habían dado mayoría igual sobre los copartidarios demócratas de Flower a los copartidarios republicanos de Astor. Y era ley, que en la ciudad del trabajo, fuese electo el hombre del trabajo. No están en el fondo de los barriles de cerveza, ni en la voluntad ruin de unos cuantos vagabundos o menesterosos mercadeables, las leyes venideras de un pueblo fuerte y bueno. Se sienta mal el que se sienta sobre hombros pagados; porque, acabado el goce del dinero, para servir a nuevo señor, o para recobrar decoro ante sí propios, los hombres pagados dan, de una sacudida de su espalda, en tierra con los pagadores.

     Y la prensa, la reina nueva, la amable reina poderosa, a quien Flower ha dado ardientes gracias, ha sido arma de muerte contra el millonario. No era el odio insano a la riqueza, sino repugnancia viril de verla de tan bajo modo empleada. Los periódicos educados se dolían y airaban de aquella tentativa de abuso de los hombres ineducados. Lastimaba a su decoro de hombres aquella manera de comprar hombres. Jóvenes, y aspiradores, y soñadores de gloria, los periodistas que vigilaban de cerca la contienda, y la narraban con realidad sangrienta e implacable, erguíanse con cólera contra aquel espectáculo, que tan baja cuna preparaba a las leyes, y tan vil empleo a las libertades, y de tales amenazas henchía el porvenir de un pueblo en que las llaves de la casa de la ley pueden ser así compradas y vendidas.

     Y han sido las crónicas de esta campaña, verduguillos, saetas, lenguas acusadoras, espadas penetrantes, hachas de armas. De desprecio y desconocimiento de los hombres ha venido al vencido millonario esta lección áspera e inmisericordiosa; y de abuso del poder en el Estado ha venido a los republicanos este ruidoso comienzo de pérdida de poder. «Pues, si es necesario-decía en pujante exabrupto un diario de la ciudad respondiendo a otro-elegir entre los jóvenes de casas ricas nuestros representantes al Congreso ¿cómo tendremos entonces entre nuestros hombres por venir a Henry Clay, a Abraham Lincoln y a James Garfield? Pues no venía de casa rica Garfield, cuya madre viuda plantaba cercas en las haciendas de campo para ganar el alimento de sus hijos.»

     Y a los que así han flagelado al rico corruptor, han mantenido en brillante pavés, y alzado entre himnos de victoria, a un rico virtuoso. A Seth Low, heredero de la mayor fortuna de Brooklyn, y electo mayor de la ciudad por mayoría avasalladora, lo han alabado, defendido, congratulado. Campaña animadísima le hicieron sus secuaces; apiñábanse en las casas de reunión los brooklynianos, para oír al joven bueno; de seis a ocho discursos pronunciaba cada noche, nutridos de pensamiento honrado, y dichos lentamente, en frase llana:-no caudalosa por cierto, ni castigadora, ni culebreadora, como la de Beecher, sino coloquial, serena y sin aliño, más atenta a decir las cosas, que a la manera de decirlas. En odio a la presión política que en la ciudad venía ejerciendo un cacique demócrata, y en respeto a sus no usuales bondades, ha sido electo por demócratas y republicanos, Seth Low. Es de aquellos ricos que pudieran, sin merma del amor que gozan, perder su riqueza: que él, con su virtud y actividad, sabría hacerse otra. Le viene la fortuna de su padre, y la de ser resignado, humilde, laborioso y benéfico, le viene de sí. Le parece que no ha de ser un rico, dorado parásito que crezca en taza de oro, sino criatura animada y arpa sonante al viento humano, y combatiente útil en la enorme y complicada liza de la vida. Hele ya preparado a ocupar su alto asiento, y a trabajar desde él por el bien público, el voto libre, la escuela útil, las comunicaciones rápidas, y a no hacer cosa que resulte hecha fuera del temor de Dios y de sí mismo, sin miedo a la. censura de los hombres.

     Ya sobre los anuncios de elecciones, tiéndense en luengos trozos de papel, nuevos anuncios. Ya, dado punto a este reñidísimo torneo,-en que los malos caballeros, que es justicia que en ocasiones no acontece, han sido humillados por los buenos,-ábrese en Washington el torneo lúgubre, cuyo juez tendrá ante los implacables ojos el arma con que un vulgar ambicioso dio muerte al bravo Garfield. Ya se asegura que el Presidente monta en cólera porque no cree su Ministro de Justicia que debe el Gobierno mostrarse parte en el proceso de Guiteau, sino abandonar su fortuna a la justicia ordinaria, por cuanto influir en ella en este caso, fuera tacharla de parcialidad, torpeza o lenidad en los demás. Ya se afirma que al fin de este proceso y al de alguno de los de desfalco en la administración de Garfield, iniciados contra amigos políticos del actual Presidente, aguarda Arthur para la reforma definitiva de su Gabinete. Ya se van camino de Francia, luego de ser obsequiados con lujosos bailes, los caballeros franceses que vinieron a conmemorar en Yorktown las hazañas de sus mayores. Ya, luego de chocar vasos de cerveza en los «comers», la fiesta de los bebedores alemanes, y de ser con germánica alegría festejados en la casa de las sociedades de canciones, que son para los hijos de Alemania templos amados, donde es diosa la lejana patria,-se vuelven también, camino del país de los hombres de hierro, los descendientes del Barón de Steuben. Ya se vinieron abajo dos casas de pobres, que aquí parecen nidales de gusanos, y mueren por la incuria de los avarientos propietarios nueve míseras criaturas, y se salvan las demás que habitaban la casa, por verdadera maravilla. Ya se mueve grandísimo escándalo porque el cajero del banco más rico de una ciudad vecina, prestó y negoció con valores del banco dos millones de pesos;-y llamó una mañana a los directores de la casa arruinada a darles cuenta del hurto colosal. Ya, al cabo, Rossi ha representado en el teatro de Booth a Hamlet, y Adelina Patti ha cantado en la sala de Steinway Ah, forse è lui de la Traviata, y Ombra leggera de la Dinorah: que es, dicho al terminar este cúmulo de cosas terrenas, como empezar un viaje en el lomo de un insecto, y acabarlo en el ala de un ángel.

     La naturaleza, como frutas perfectas, como paisajes de rematada corrección, crea seres humanos avasalladores. Llevan en sí, por hermosura extrema, o genio extremo, un poder que deslumbra, desvanece y ciega. Negarlos es vano. En ellos, aparecer es dominar. Si las criaturas de la tierra, celosas de estos seres mejores, hincan en su mano blanca el diente airado, su manera de llevar el dolor aumenta la vida gloriosa que la mordida intentó arrebatarles. De estos hombres, la frente resplandece como nieve no hollada. De estas mujeres, tiene el cutis perlados matices, y la mirada intensidad de llama; semeja el pie juguetoncillo cisne; el talle, caña alada; la mano, beso de niño; la voz, promesa de otros mundos, venidos a verter consuelo y fuerzas en éste. Así Adelina Patti. ¿Qué parece, sino un vellón de nieve? ¿Qué se busca en la escena, luego de haberla visto, sino un ser sobrehumano? Ni ¿qué tienen los ojos sino lágrimas? Después de oírla, palpa uno aterrado, como palparía honduras de abismo y trozos de cadenas, el sillón en que se sienta, la ropa que se viste, el vecino que le codea, el muro que le cerca. ¡Se viene de ten lejos!, ¡Se estuvo en país tan bueno! ¡Volvió a oír al fin el alma palabras a que parece ella tan acostumbrada! Luego, ¿qué es el cielo, sino un viaje de vuelta? Ni ¿qué ha de decirse ahora que es cantante maravillosa, y alada mujer Adelina Patti?. Ella aquí fue a la escuela, y contó por primera vez «Lucía», y arrebató a las gentes con aquella tristísima manera de entonar las baladas del país, con su mirada plena, misteriosa y profunda; con su esbeltez aérea, que le añadía encantos angélicos; y con aquella voz sonora, límpida, amplia, que nace como manantial inmaculado de monte hondo, y crece a arroyo revoltoso, a riachuelo veloz, a río opulento, a océano. Y así vuelve. Nunca, con sus alas de entusiasmo, volaron vítores más ardientes por el aire. Perfumes de elegancia aromaban la atmósfera del inolvidable concierto de inauguración. De gentes,-no había muchedumbre-que costaban diez pesos los buenos asientos. Mas ese común ruido de teatros vulgares; esos altos matices de los trajes de las damas; esa antiartística mezcla de profanos e iniciados; creyentes verdaderos y falsos adoradores; ese parlear de pájaros que precede a las fiestas teatrales,-no ofendían allí la mente preparada a cosas grandes. Se sentía la cercanía de lo solemne. Luego, en admiración frenética y unánime, se fundieron todos aquellos arrebatados corazones.

     Mas ella viene a dar conciertos, y en la majestuosa ópera quieren oírla los neoyorquinos. Quieren a la gallarda Juana de Arco, cuya elegante armadura de oro y acero, ocupa el centro de un rico trofeo en el palacio de hadas que Adelina Patti tiene en su castillo de Inglaterra. Quieren verla, como a la triste Dinorah, persiguiendo a su cabrita blanca, menos juguetona que su voz, cuando danza a los rayos suaves de la luna. Quieren oírla cantar de amores con el Conde de Almaviva; pasear, plegar, ondear, hacer gemir a extremo no escuchado la voz humana en la Sonámbula. Su Elixir d´amore es muy famoso. En Fausto aún alcanza las altas notas que en vano persigue ya la arrogante Nilsson. Oír se quiere de nuevo esa música quebrada, vibrante, chispeante de Rossini. Ni a Nicolini, el tenor de voz potente y artística escuela; ni a la señorita Castelani, a quien las cuerdas del violín obedecen galantes y sumisas; ni a un buen barítono, ni a un buen pianista, que con la Patti vienen, quieren oír los neoyorquinos. Templo quieren digno de la sacerdotisa. ¡Bien sería! Mejora oír cantos dulces.

     En el teatro de Booth trabaja Rossi. Booth-un trágico. Rossi, otro trágico. De fama se sabe que Yago, este hijo siniestro de la mente insondable de Shakespeare, vasta y vana como el mundo en que vivía, es la creación acabada de Booth. Y Hamlet es para el apasionado Rossi el personaje favorito.

     ¿Por qué es esto revista, y no libro?

     Artax es en la India asiática todo lo sumo y no excedible: y hay artax-hombres: Shakespeare es uno. Rompió todos los moldes de la tragedia, y ajustó las suyas a un molde nuevo: el corazón humano. Debió ser su espíritu como seno de montaña, en que la rica veta de ónix se une al carbón negro. De singular bondad no hay huella en sus obras; mas sí las hay de no igualado poder de examen de la combatida mente, y los voraces y ciegos afectos humanos. Fue como si un hombre, víctima anterior de todas las enfermedades, se sentase en la altísima cúspide a dar la ley de todos. Abunda más en lo divino satánico que en lo divino celeste. Echó a andar por la tierra criaturas tremendas; mas no creó una gran figura llorosa, afligida de amor sobrehumano, perdonadora. A Shakespeare van los anglos a buscar aguas de inspiración como a inexhausta fuente, y como a Grecia y Roma vamos nosotros. De sus maravillas casuales, y de los caprichos de su exuberante genio, rico en creaciones como la atmósfera en celajes, han hecho los comentadores maravillas intencionales; y partos de mente laboriosa, allí donde no hubo más que una colosal y deslumbradora florescencia. Fue una selva, con todos los ruidos, luces lúgubres, castos matices, penetrantes aires, y fantasías enfermizas de la noche. Faltóle paz de alma, que es el fulgor del día. Mas no hubiera habido con ella este poeta dramático, que es montaña humana.

     Es Booth para los americanos un hombre venerando. Están orgullosos de él, y hoy más orgullosos, porque ya Inglaterra, enamorada de Irving, que es actor muy famoso, sanciona y aplaude al trágico americano. Estiman un tanto suya la gloria de este hombre a quien miran como gloria patria. No se le escatima, antes se le prodiga admiración. Los poderosos de la Iglesia celebran su teatro, y le acatan en público; los poderosos de la fortuna le miman y regalan; los poderosos de las letras lo ven como a mayor hermano; sus cofrades en arte lo tratan con respeto supersticioso. Parece de naturaleza hecho,-no para decir rimas de amores,- ni dar cuerpo a pasiones generosas, que iluminan la faz de luz muy bella, y truecan la más grande fealdad en hermosura,-sino para sacar a luz lo frío y sombrío del alma. Pálido es su color; anguloso su rostro; violenta su sonrisa; magnífica su honda mirada; vasta, y batida por cabellos lacios, su huesosa frente; va por las calles y ando por los salones, como ser de otros mundos, o rey de éste. A un ánimo grave disgusta su afectado continente. Tiene, en su más sencillo movimiento, aire de Macbeth y de rey Lear. Sus piernas, en vez de parecer partes importantes y olvidadas del cuerpo, parecen personas sabias. Se mueven, lenta, acompasada, juiciosamente. No cometen la menor imprudencia. Saben en todo momento, qué les toca hacer, y cómo se han de colocar y a dónde han de ir. El rostro mismo del actor, que revela espíritu ahondador y mente lúcida, es olvidado ante la teatral personalidad de sus graves piernas. Mas en escena, este actor desaparece. Ni se pinta, ni se aliña, para hacer de Yago; y no es Booth sino Yago. Yago, el falso amigo de Otelo; el teniente envidioso del favorito de su capitán Michael Cassio; el que infunde, con astucia de sierpe, celos salvajes en el ardiente espíritu del moro; el que origina con trama mentirosa, por causar la ruina a su rival y cebarse en los tormentos de su egregio Otelo, la muerte de la desdichadísima Desdémona. El que al fin, como zorro villano, es convicto de haber ideado falsos amores de la veneciana mísera y el leal teniente Cassio: el muy vil Yago. Es Booth, sutil en la escena, como el espíritu de la calumnia. No parece hombre, sino satánico fantasma. Es flexible, móvil, rápido, impalpable. Una lengua de escamas de acero no es más flexible que él. Se desliza como culebra en la grieta de un palacio, en el alma del moro. Como veneno por estrechas venas, échale las palabras, encendidas cual espadas ardientes, en el espíritu ya puesto en llamas. Sus miradas parecen dagas, y sus frases silbos. Deja aquel hombre, a cada aparición suya en la escena, la impresión de un relámpago fúnebre. Parecen oírse luego de verle, golpes de florete que azotase rápidamente el aire vacío. Propiedad, verdad, seguridad, fidelidad, gracia, realzan esa pasmosa encarnación. Ha dado cuerpo visible al alma luminosa y ruin que en Yago puso Shakespeare. Ya, luego de vivir este hombre, vive Yago. ¡Y entre qué accidentes resaltaba esta límpida, perfecta figura! ¡Qué grupo de menguados actores! ¡Qué singular excepción es Booth entre los hijos del arte en su pueblo! Parecía aquello, no casa consagrada a la veneración y loa del que se sienta al lado de Esquilo entre los que han puesto la batalla humana en drama, sino tienda ambulante, pabellón de saltimbanquis, feria de gitanos. A no ser por aquella criatura mefistofélica que encadenaba los ojos a la escena, con ira hubiérase salido de aquella cueva iluminada de osados profanadores. ¡Qué hacer estribo en una vocal, y arrastrar en creciente una nota, para alcanzar efecto dramático! ¡Qué matar a Desdémona, con el mayor respeto, y la más cuidadosa caballeresca cortesanía! ¡Qué vestir a Otelo como el extravagante bellaco, que se ha tragado espadas, o exhibido de gigante chino, en compañía de acróbatas! ¡Qué reducir a nivel bajo, de puro no entenderla, la que, no por ser creación poco acabada del soberano poeta, es menos una de las más vigorosas y fieles síntesis del espíritu del hombre, fiera nacida a vivir, con los dientes con que ha de morder, y las riendas con que ha de enfrenarse!

     Pues en el teatro de Booth, que es en su parte exterior de arquitectura monumental y digna, y en lo interior joya graciosa, y sala cómoda, resuenan ahora las altas voces del rival de Salvini, del ardiente Rossi. Es de ociosos repetir lo que de él cuenta la fama; que lleva a la vida real el nervio y juego que despliega en sus caracteres teatrales; que es amigo de reyes; que maravilló a Oporto; que con Zaira y El Cid admiró a los parisienses; que defendió la libertad en la desventurada Lima; que en fogosos transportes de elocuencia habló de derechos y movió a guerra al pueblo de Cádiz; que es gallarda persona; que lleva en el robusto pecho honrosísimas órdenes; que aprendió arte del majestuoso maestro Módena, hombre grave y generoso que amó la libertad, peleó por ella, fue actor severo y perfecto educador de actores. De ovaciones innúmeras; de calles sembradas de rosas a su paso; de saludos de monarcas, a él ofrecidos por los cañones italianos; de la viva amistad con que lo vio Víctor Manuel y le ve Humberto, de la brillantísima manera con que da vida en la escena a los fogosos héroes de Pietro Cossa, cuyo féretro aún caliente, acaban de coronar de palmas y rosas los romanos; de su vehemente amor al profundo teatro shakespeariano; de una medalla de plata, finamente labrada, en que se ve un hermoso barco que, combatido por las olas, no naufraga,-medalla que como talismán de ventura acompaña a este actor brioso, inquieto, célebre, rico, bello, y ya entrado en cincuenta y dos años: de todo esto, y de obras dramáticas de Rossi, que calza coturno y blande péñola, habla la fama. Y hele ahí, en Hamlet. Fue Hamlet su primera creación shakespeariana. Demasiado humano lo hallaron los críticos de Boston en su encarnación del desventurado Otelo, que no es en sus manos nobilísimo espíritu, traído a crimen por deficiencias de educación y arterías de traidor, sino mercenario jovial y afortunado, que ama ardientemente y mata brutalmente. Trino de pájaros pareció a los de Boston el habla de amores de Rossi, en Romeo, y resonó con vehementes aplausos el austero y magistral teatro del Globo. Y hele aquí vestido de negro, penetrado de dolor, y más que de dolor, de la convicción de que es en realidad aquel profundo y bello príncipe de Dinamarca, hijo de aquel rey bueno que murió de tósigo a manos del hermano ambicioso que le robó trono y dama. Prueba Rossi en el Hamlet que ha concebido, ser gran actor. Mas no es ese amante débil, ese amante recitador, sentimental, ese afeminado príncipe, aquella figura sobrenatural y compleja en que vació Shakespeare las más grandes dudas, las más venturosas osadías, los más amargos juicios de su magna mente. El soplo de lo divino falta en Rossi al acabado personaje humano. No es su Hamlet incompleto en lo que es, sino rematada e irreprochablemente bello: mas no es su Hamlet lo que debe ser. No es aquella alma serena, turbada de manos de los hombres por maldades extremas; y de sí misma por el mal humano, que consiste en creer como cierto o dudar como probable un cielo que no abarcan nuestros brazos. La soledad de un alma honrada en la pequeña tierra, esto es Hamlet. La brava rebeldía de hijo de rey, de rey de mundos, que se siente sin culpa conocida, echado abajo de su trono: esto es Hamlet. Y todo lo divino que cabe en lo humano: esto es Hamlet. Mas es en Rossi un errabundo poeta, un fidelísimo hijo, un implacable vengador, un apasionado amante, un hombre tierno, infortunado, inteligente y bello. Aquella frase aguda que como lanza de templado hierro va derecha al cielo; aquella garra de león clavada para escarmiento, en la faz lívida de todos los hipócritas; aquel perseguidor de sí, que va buscando, tendidas las crispadas manos, el secreto de la vida en las tinieblas; aquella entidad universal que toma pretexto de una trama oportuna para dar vida teatral a pensamientos aislados, adoloridos y maravillosos; aquella criatura lúgubre como el desencanto de la grandeza; utilidad y pureza de esta vida, y la duda de la realidad y justicia de la otra; aquel soplo eterno, providente como el soplo cargado de vida y de frescores aromados, de la primera mañana de la tierra, y frío y preñado de querellas, como las entrañas de la noche; aquel personaje místico que invade, engrandece, ahoga y se enseñorea del príncipe danés, no, aparecen en el Hamlet, amoroso, caliente, dramático, activo, plástico de Rossi. Y es hermoso hombre, leal sentidor y elegante caballero. Todo es en su naturaleza gallardo y lozano. Escena de duelo hay al final del drama; y en ella, aunque falta ese terrífico y sobrehumano aliento que empuja al príncipe por el drama vasto, cual si llevase en los pies alas negras; de gracia, arte de esgrima y energía, es modelo Rossi. Y arrebatado de su dramática creación, se le ve ir como alma de hijo tras alma de padre, tras el fantasma del rey muerto que viene a revelarle cómo lo envenenó su propio hermano, esposo hoy de su esposa. Y con vigor magnífico arranca del cuello de su madre el retrato del asesino, y lo despedaza con admirable arrebato bajo sus pies. Nunca artista católico ideó más bello al arcángel Gabriel. Y con voces desgarradoras envía a un convento a su gentil Ofelia. Y con arte sumo dirige y presencia aquella famosísima escena en que los comediantes recitan ante el rey cercado de su corte, un trozo de tragedia en que Hamlet ha intercalado versos que cuentan el crimen del monarca. Mas no resplandece en su gallardo príncipe el misterioso príncipe del drama, con su claridad pálida de luna, y su dolor nocturno, y la ira santa de la soledad irrevocable en una tierra que, por estar preñada de elementos ruines, parece, mientras más rebosante, ¡más vacía!

     Y ahora, ¿qué viene? ¿A qué contar que un mísero estudiante chino, prendado de una veleidosa criatura, se ha arrebatado, la que ya estimaba, por incapaz de goces, inútil vida? ¿A qué repetir con los periódicos americanos, cómo en contienda electoral, murieron en formal batalla, a manos de hombres armados, de color, cuatro hombres blancos? ¿A qué decir, si no ha de poder ser dicho sin dolor, que en el día mismo en que se escriben estas líneas, tres hombres han perecido ahorcados por crímenes distintos en comarcas diversas de esta tierra; y por la muchedumbre enfurecida ha sido un hombre de color, culpable de grave delito, despedazado a la vista de los oficiales de justicia? Ya se acerca, tras adecuada preparación de los nobles defensores, el proceso del mísero malhechor que, por ruin motivo de provecho propio, privó a los Estados Unidos de un ilustre jefe: ya se acerca el día de huelga y recogimiento público, el día de gracias al Hacedor magnánimo por los beneficios que en el año dispensa a este pueblo infatigable y laborioso. Es día de banquetes familiares, y juntas de corporaciones y grandes pláticas en los templos, y narraciones en los diarios, de los orígenes de esta piadosa costumbre añeja. Nos sentaremos en el Día de Gracias a la mesa de pobres y de ricos, y oiremos los himnos de los templos, y pediremos al buen Dios que libre de inútil muerte a la desamparada criatura que como insecto humano vive entre los recios muros de la cárcel de Washington. Si por justicia se le mata, de la más grande de las muertes está muerto. ¡Abridle las puertas de la cárcel, y se refugiará espantado y trémulo en su jaula de piedra! Si por venganza ha de matársele, ¿cómo se ha de ofrecer en holocausto a tan gran muerto tan ruin vivo?

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 26 de noviembre de 1881

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