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11. Carta de Nueva York

Proceso de Guiteau.-Varios sucesos.-Animada escena: singular drama.-La turba; la sala, la sesión; la salida.-El hombre.-Escenas de extravagancia e irreverencia «¡manos afuera!».- Discurso de Guiteau.-Elección de los jurados, procesión curiosa



Nueva York, 26 de noviembre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Un hombre rico, venido a menos, intentó aterrar con una amenaza de muerte a Jay Gould, el monarca de la Bolsa de Nueva York, para obtener por este medio del gran negociante consejos secretos que en el juego bursátil, que es fama que Gould maneja, favoreciesen su fortuna, y el hombre rico, culpable de lo que llaman aquí blackmail, está en las tumbas, que así se llama la fétida y sombría cárcel de Nueva York; Jay Gould mismo, a cuya merced suben y bajan los valores públicos, y se tienden y enmudecen los cables, y hienden altos techos y desiertos vastos los hilos del telégrafo, intenta, en junta con Cirus Field, que es hombre magno, entre los acaudalados neoyorquinos, la creación de una nueva Bolsa, Thurlow Wheed, un admirable anciano, patriarca de las letras y padre de la prensa de esta tierra, recibe con su casta sonrisa, la sonrisa de los hombres de otros tiempos, a los escritores cariñosos que van a estrechar su mano con respeto el día que cumple ochenta y cuatro años. George Law, que comenzó su vida como muchachuelo de una hacienda, reunió una cuarentena de pesos con sus jornaleo, y se lanzó a buscar fortuna en una áspera y lluviosa mañana de otoño-ha sesenta años,-ha muerto a la cabeza de una de las empresas más pudientes de Nueva York, luego de haber sido, sin quiebra ni merma, salvador y jefe de Bancos y Bolsas, constructor de un puente sencillo y maravilloso, el Puente Alto; retador del Gobierno de España, a quien obligó a aceptar, contra el consejo del Presidente de los Estados Unidos, sus buques y sus empleados en el puerto de la Habana en 1851; y activo favorecedor del ferrocarril de Colón a Panamá. Acompañados de gran séquito, de aficionados y apostadores, van a un rincón del Estado de Ohio, a luchar «por el premio de la pluma», el primer pugilista inglés y el primer pugilista americano; y desnudos de pecho y brazos, en el centro de la preparada arena, rodeados de gente ansiosa que gesticula y vocea, a pocos pasos del guardián que con una rodilla en tierra, espera el instante de restañar la sangre y bañar los músculos hinchados de los combatientes con el menjurje que llena la ancha tina que tiene junto a sí, el recio Holden y el torvo White se dan, con el puño cerrado, hasta que la policía los interrumpe, sendos golpes de maza en frente y labios. Quiebran Bancos; vienen actrices de Inglaterra, encréspanse en silencio dos grandes hidras, una que vuelve la fauce a México, y otra que la vuelve a Panamá.

     Mas sobre telegramas de Europa, sobre los desdeñosos editoriales del Herald, sobre los versos, grandes e irregulares como montañas, de Walt Whitman, sobre la crónica de la peregrinación que en busca de socorros para la mísera Irlanda han emprendido del lado acá del mar los miembros libres de la laboriosa Liga Agraria; sobre la espantable cohorte de suicidas, de malversadores, de asesinos, de cuyas hazañas fatídicas es la prensa vocero permanente,-no buscan las manos entorpecidas bajo el frío guante en las mañanas crueles de noviembre más que las compactas columnas en que los periódicos dan cuenta del proceso de ese hombre enfermizo, colérico, nervioso, de ojo vidriado, de tez amarillenta, de cabello hirsuto, que a manera de aterrada hiena, de inquieto movimiento, inhallable mirada, vago giro y elástico paso, echan cada mañana sus guardianes, maniatado y sombrío, a la sala del Jurado en Washington: Guiteau.

     Ya está iniciado su proceso, ya están sentados sus jueces; ya, temblante y generosa de una parte, y formidable y severa de otra, están frente a frente ante los juzgadores populares, la acusación y la defensa. Él, como vasija de piel, vacía de soplo humano, en que fueron echadas a bullir, como en cárcel quebradiza, hambrientos y rebeldes, cual duendes presos, las maldades; su defensor, hombre humilde y magnánimo, armado de esa coraza que reluce, cual forjada de acero divino: la bondad cristiana; y su hermana, llorosa; y su sobrina pequeñuela, cuya cabecita han adornado otras veces las flores de mayo, cubierta graciosamente con su gorrillo blanco y azul. Él, torvo, rebelde, áspero; ellos, silenciosos, pálidos de angustia; el público, reidor, rencoroso, ávido; los jurados, mudos; el juez, flexible, benévolo, sereno.

     ¡Vedlo entrar! La sala rebosa. De circo, de teatro, de magna fiesta, da idea la concurrencia. Llega la gente a los codos del juez; gime empujada la barra que separa el dominio del público del de los actores del proceso, y los cronistas de la prensa. ¡La prensa es un poder! ¡Miradla, acatada y holgada, ocupando la parte mejor de la sala de la justicia! Los primeros días, fueron muchedumbre desbordada y varia: ¡qué condenar! ¡qué execrar! ¡qué befar! Mas hoy son damas lujosas, y caballeros favorecidos, que logran billetes de entrada, ya porque pertenecen al cuerpo de testigos, ya porque les da privilegio la amistad del juez, ya porque obtienen el beneficio de los Departamentos del Estado. Las damas van allí con sus hermosos trajes, sus sombrerillos cubiertos de plumas, sus anteojos de teatro, y sus cestas de provisiones de boca. Oyen ansiosas; ora hacen ademanes de disgusto, ora ríen sin medida. La masa humana llena las puertas, los pasillos, las avenidas que van a dar al tribunal. Llega de la prisión el carro, forrado de hierro; salta el preso, cerrado de guardianes; vocifera la turba; cuál anhela tener a mano una pistola; cuál le echa al rostro injurias terribles, como lluvia de piedras encendidas. ¡Vedlo entrar! Hombres y mujeres, movidos de igual ansia, se levantan a verlo. Un murmullo le acoge. Pisa con rapidez, como quien va huyendo. Como por entre abismos se desliza por entre los muros de gente. Va lleno de espanto. Sus ojos giran de prisa, como los de quien busca un peligro que teme. Con mirada rápida y humilde, como para no excitar ira, ve al público. Y se sienta, con la cabeza baja: su hermana, al ver que le quitan de las manos las esposas, rompe en llanto. Su hermano que tiene aspecto de honrado mercader, vuelve el rostro. Su defensor, el buen Scoville, que es su cuñado, para esconder su noble aflicción, hace como que registra en sus papeles. Así fue el primer día, que luego, saciado ya su apetito insano de verse objeto de la curiosidad de la muchedumbre, y más hecho a ella, y al público de damas del Jurado, entra con su paso felino y su prisa nerviosa, se sienta sonriendo, tiende las manos a que se las libren de los hierros, saluda graciosamente a su hermano y comienza a arreglar papel para escribir, o a leer periódicos.

     En larga fila se sientan, ante la mesa del juez Cox, los actores del proceso: a la izquierda está la acusación, mantenida por abogados de gran fama; por Potter, criminalista de cuenta, cuyos ojos descubridores centellean tras sus lentes brillantes; por Corkhill, el fiscal del distrito, de caballeresca apostura, hecho a acusar; por Smith, anciano elegante; por Davidge, feliz en la pregunta, inquebrantable en la respuesta, cerrado en el debate, que trueca en expresión temible la benéfica que dan a su rostro de ordinario su tez fresca, su afable sonrisa, y su blanco y rizado cabello. En el extremo derecho del banco se sientan los hermanos del preso. Y junto a ellos la defensa, la defensa de un hombre odiado y sin fortuna, la defensa que intenta alzar con sus brazos débiles un escudo tan ancho y tan recio que ampare a su ahijado de la ira de toda la nación, la única defensa de la ruin criatura que arranca a la par a su público diario miradas de odio, que parecen saetas de dinamita, y risas; el abogado único, que con su continente humilde sin afectación, e hidalgo sin alarde, su palabra reposada y llana, su corazón sensible y bueno, ha logrado ya ver quebrarse en su escudo las primeras armas de los contrarios que hacían mofa del abogado desconocido, y ha conmovido a los jurados, y cautivado al juez, y héchose amar del público que abomina a su repulsivo cliente. ¡La virtud es un hada benéfica: ilumina los corazones por donde pasa: da a la mente las fuerzas del genio!

     Guiteau se sienta al lado de Scoville, con su fría mirada. Gusta de hacer reír, y actúa a la par de payaso y de profeta. Pocos días ha se sentaba junto a él otro abogado defensor, que en elegante modo pidió al Juez que demorase aún la vista de la causa, para poder preparar con menor desventaja la defensa del preso, por tantos abogados notables atacada. «¡Oh, no, señor juez! decía Scoville: yo no pienso como mi compañero Robinson. Él quiere hacer una defensa técnica, yo una defensa humana. Él intenta recurrir a las astucias honradas de la mente: no hay mente tan astuta como la evidencia que la naturaleza ofrece. Él quiere que la defensa sostenga que la víctima de este hombre murió de mala práctica de los médicos, y no de la bala de su matador; pero esto puede parecer malicia, y yo quiero que la defensa de este hombre influya, no por hábil ni maliciosa, sino por honesta. Nada he de preparar para que el Jurado se convenza de la demencia de este infortunado: si creo sinceramente en su demencia ¿cómo no he de arriesgarme a probarlo? Buscar nuevos escudos a este preso, fuera dudar de la fortaleza de este escudo.» A esto Guiteau se pone en pie, y llena al abogado joven, a Robinson, de denuestos. Intentan sus guardianes sentarlo de nuevo, y él desase de ellos sus hombros con brusco movimiento, y se revuelve contra los guardianes. «¡Quiero hablar! ¡Quiero hablar! Manos afuera!» dice a un guardián que lo toca. Le ruegan en voz baja que calle Scoville y los guardianes: «¡No callo, no callo! ¡Estoy procesado, y diré lo que me plazca! ¡No os atreváis a tocarme! ¡Manos afuera! Y vos, Robinson, sabed que no me ha gustado vuestro discurso. Yo soy el jefe de esta defensa, y Scoville es mi segundo. Idos, u os haremos ir. Yo dirijo mi defensa. ¡Sólo para tecnicismos quiero yo abogados!» Los guardianes, asombrados de la irreverencia, lograron sentarle. Y en el público se oían mezcladas exclamaciones de honrada cólera, y grandes risas. Como cebra a quien echase mano el domador, Guiteau se rebelaba, se sacudía, coceaba. A poco, hecha patente la división honda de los pareceres en la dirección de la defensa, que con los días aumentaba entre los dos defensores, desertó Robinson, autorizado por palabras corteses del Juez, del banco de los actores del proceso. Y quedó solo Scoville. Y ese día mismo, el día primero del proceso, Guiteau de nuevo en pie, intenta leer larguísimo discurso. Se lo niegan: insiste. Ofende: se le trata con dulzura. Al fin, por arte mágica, el discurso cae en manos de los cronistas, y a la mañana siguiente leíalo en los periódicos la gente ansiosa. ¿Cómo no dar idea de esta obra histórica? No hay, no, en todos los actos y palabras de este odiado réprobo, aquella analogía y engranaje que revelan que una causa constante y cierta regula o perturba a quien habla y actúa. La extravagancia y desorden innegables que ofuscaron siempre este rebelde espíritu, han ido trocándose, a medida que se acercaba el proceso, en monomanía persistente y científica, que en el proceso ha culminado en arranques violentos y groseros, en exabruptos risibles, en propósitos y acciones extraordinarias, que no debieron ser cual son, más altas en grado que el habitual desarreglo y satánica abstracción de esta mente imperfecta, cuando continúa siendo una misma causa, la causa de su creencia en órdenes divinas, la que originó su actual estado. Ideas apuntadas como ensayos de venidera defensa en la autobiografía y documentos varios del preso, adquieren ahora carácter desembarazados de ideas esenciales; y osadamente insiste hoy en lo que apuntaba ayer confusamente. Cierto que no debe morir: ¿se interrumpen acaso las leyes eternas que rigen la vida, y la traen poco probada a existencia venidera en que sean hechos beatíficos las que aquí no son más que luminosas vislumbres, y alados pensamientos? ¿se interrumpen acaso la esencia perdurable y fines necesarios de la vida porque los hombres aceleren el término de este trance humano? ¡El horror que inspira un crimen aleja más de él que el castigo del criminal, que lo realiza y poetiza! Cierto que no debe morir, mas no parece que sean de hombre hecho a salas, recibido en hoteles y corporaciones, y justo apreciador ha pocas meses de altos hechos políticos,-que sus cartas lo muestran-esa selvática fiereza, esa brutal desenvoltura, esa ridícula puerilidad, esos infantiles juicios, esas afirmaciones absolutas de fe en orden divina. Que no a Dios, sino a servicios que él imaginaba reales invocaba cuando en cartas arrogantes y frecuentes pedía al llorado Garfield la Embajada de Austria y el Consulado de París. ¡Loco, sí, mas de vanidad, de impotencia, de fiereza, de rabia, de envidia, de odio! ¡Aposentad en una vasija humana esos chacales, y dadme luego un hombre sano!

     Oídle empezar: «En los umbrales de este caso quiero hablar a la Corte. Estoy en su presencia acusado de haber asesinado con malicia y maldad a un Jaime Garfield. Nada puede ser más absurdo porque el general Garfield murió de mal tratamiento. El silogismo para probarlo es este: Tres semanas después de que fue herido, sus médicos declararon oficialmente que sanaría. Dos meses después de esta declaración oficial, murió. Luego, según sus propios médicos no fue herido de muerte. Los doctores que no supieron curarlo, deben llevar sobre sí el odio de su muerte: no su heridor. Ellos, y no yo, deben ser procesados por el asesinato de Jaime Garfield.» Pero él dice que recibió de Dios la inspiración del acto: «¿Por qué me inspiró a mí con preferencia a otro alguno? Porque yo tenía, favorablemente, sesos y nervios bastantes para hacer la obra. El Señor no emplea personas incompetentes para servirle: él usa del mejor material que puede hallar. Muchos pensaban como yo de Garfield; y a haber tenido la concepción, el nervio, los sesos y la oportunidad, lo hubieran removido. Yo de todo el mundo, fui el único hombre que tuvo la concepción. Y otra razón de por qué el Señor me eligió a mí, y no a otro para remover al Presidente, es que Él deseaba circular La Verdad, mi obra teológica. Este libro fue escrito para salvar almas, y no para ganar dinero, y el Señor, circulando el libro, va en busca de almas.» Y aquí viene un concepto extremadamente lúcido, que arroja súbita claridad en la mente tenebrosa y lóbrega de este ser complejo: «¿Que cómo supe que era la Deidad quien me inspiraba? ¡Tan cierto estaba de ello, que puse en ello mi vida! Y a la Deidad abandono mi defensa. Ella contrastará a esas sabias cabezas de la acusación. A ella serví, y ella me cuidará. ¡Habló su voz, dijo el salmista, y se deshizo la tierra!» Habla luego de su esposa, de «su ex esposa»,-y dice: «mi ex esposa ha sido citada para la acusación». «¡Matrimonio prematuro! La conocí diez semanas, y nos casamos en diez horas. Era una pobre muchacha. No hacía yo negocio con casarme con ella. No sé de ella desde que nos divorciamos por acuerdo. Entiendo que se ha casado, y vive bien. Yo he sido estrictamente virtuoso durante seis o siete años. Presumo de ser un caballero y un cristiano.» Mas ved: ved ahora cómo el hombre real, rencoroso y torvo; el hombre que esperó, y ve desvanecida su esperanza; el hombre desnudo, y sólo arreado de los motivos verdaderos de su crimen, se revela en estas frases hurañas y amenazantes, preñadas de punzante desengaño y sorda ira: «No necesito yo nombrar a ciertas personas que han sido grandemente beneficiadas y ayudadas por mi inspiración; pero he de pedirles que contribuyan a mi defensa. ¡No he de tener trabajando sin paga a mis abogados!» Y enseguida insiste, con su frase de otros tiempos, ambiciosa, soberbia, desaliñada y fría: «Digo que hay centenares de personas que han recibido gran beneficio pecuniario por la nueva administración. ¡Todos me deben su posición actual, del Presidente abajo! Confiadamente apelo a ellos, y al público en masa, que me envíen dinero para mi defensa.»

     ¡Ése, ése es el hombre real! Y ése el motivo de su crimen: ¡sacar paga en premio del provecho que había aportado a la nueva administración! ¡Esa esperanza insana movió su mente avarienta a la idea malvada, luego, y no antes, de que fue desdeñosamente desoído de sus pretensiones de magníficos empleos! Él vio, en el desconcierto público, en sus tentativas de teólogo, en las exaltadas polémicas de los periódicos, disfraces para la causa real de su acto, de modo que pudiera él sacar de su acto provecho y no peligro. Base le dieron los periódicos, en aquella época encendidos en agrio debate; mas no motivo para el crimen: «Yo llamaré aquí, dice en su discurso, a los magnos políticos del partido republicano y del democrático: yo citaré aquí a los capitales editores de Nueva York y Washington, a que ellos muestren la situación política y cuenten de nuevo los peligros que rodeaban durante la última primavera a la República.» Y ved ahora su pueril argucia, vacía del poder sombrío que tienen sus palabras de oculta amenaza: «Hiere la mente esa palabra asesino y alguna gente se deleita todavía en usarla. ¿Por qué soy yo más asesino que cualquiera otro hombre que disparó sobre otro en la guerra? Millares de bravos murieron así, y mataron así, en la guerra americana y nadie habló por eso de asesinato. Aquí ha habido un homicidio, esto es, un hombre muerto. Mas yo no lo maté, sino los médico. Ni de homicidio soy, pues, culpable en este caso. El Presidente fue, simplemente herido por un hombre loco: loco respecto de la ley, porque fue el acto de Dios; y no acto suyo.» Y vedle al acabar envuelto en el manto rojo y despedazado de la locura: «Yo soy un patriota, sufro entre hierros hoy como un patriota. Washington fue un patriota: Grant fue un patriota. Washington condujo a los ejércitos de la Revolución a través de ocho años de sangrienta guerra, a la victoria y a la gloria. A la victoria y a la gloria llevó Grant los ejércitos de la Unión, y hoy la nación es feliz y próspera. Ellos alzaron el viejo grito de guerra: 'Uníos, bravos, alrededor de la bandera.' Y millares de hijos selectos de la República se lanzan a la batalla a morir o a vencer. Washington y Grant, por su valor y éxito en la guerra, ganaron la admiración de la humanidad, y yo sufro hoy entre hierros como un patriota, porque tuve inspiración y nervio para unir a un gran partido político, y salvar a la nación de otra guerra desastrosa. No que la guerra fuese inmediata; pero, tras de las divisiones que iban ahondando hora tras hora en el partido republicano, hubiera venido en dos o tres años. Callaron los corazones en presencia de la muerte; cesó la contienda; corazón y mente puso la nación en el hombre enfermo de la Casa Blanca. Se fue al fin por el camino porque va toda la carne: y fue la nación casa de luto. En verdad he sido mal entendido y calificado, por casi toda la prensa, por casi todo el pueblo americano. La Providencia y el tiempo lo corrigen todo: y ya puedo desafiar el veneno continuo de ciertos periódicos: ¡cambien ya el nombre de 'Guiteau, el asesino', por el de 'Guiteau, el patriota'.» -Y oid ahora sus últimas palabras, y ved cómo pervade en ellas la mente secreta, desconcertada y airada, mas aún crédula de este hombre; ved cómo se fía a la impresión de esta rapsodia risible; ved cómo envía lanzas venenosas al pecho de los grandes en cuyo obsequio trabajó espartanamente, seguro de la paga y el amparo que hoy no recibe; ved cómo, aunque termina hábilmente con frases vagas de monomaníaco de deidad, no pone punto a su discurso sin pedir, con colérica impaciencia, y embozado odio, auxilio a aquellos de quienes se cree con derecho a esperarlo; porque en su beneficio para promover el suyo propio con el de ellos, realizó el crimen: «Apelo por justicia a la prensa liberal de la Nación. Apelo por justicia al partido republicano, y especialmente a los Stalwarts, entre los cuales me cuento con orgullo. Y apelo al Presidente de los Estados Unidos por justicia: ¡yo soy el hombre que le hizo Presidente! Sin mi inspiración, él era una cifra política, sin poder ni importancia. Yo estuve constantemente a su lado en Nueva York durante la última campaña, y a poco la perdemos, y es electo Hancock: nadie sabe qué hubiera acontecido entonces a la República. Vedlo ahora jugando a caballero. Más que alegre estoy de que el Presidente Arthur pruebe ser hombre cuerdo en su nueva posición, y espero, que dará al país una administración nunca igualada. Apelo por justicia a esta honorable Corte, y estoy contento de que sea Vuestro Honor un caballero de tan vastas miras, cristiano sentimiento y claro juicio: me cuento afortunado, ciertamente, con que mi caso sea probado ante tan hábil y celoso jurista. Apelo por justicia al Fiscal del Distrito que me acusa, y sus ilustrados compañeros; y les ruego que vayan despacio en su acusación, para que no sean injustos con la Deidad, cuyo siervo fui cuando intenté remover al difunto Presidente. En el gran día último, ellos y todos los hombres estarán en presencia de la Deidad clamando por merced. Tendrán allí lo que aquí hayan merecido. La vida es un enigma. Este es un mundo extraño. Gobierna a los hombres a menudo la pasión, no la razón. La multitud crucificó al Salvador de la humanidad, y Pablo su apóstol, sufrió una ignominiosa muerte. Esto sucedió muchos siglos hace. Durante dieciocho siglos, ningún hombre ha ejercido tan tremenda influencia como el Galileo y su grande Apóstol. Hicieron su obra, y dejaron su resultado al celo del Padre Todopoderoso!»-Y esto acaba el discurso, que Guiteau remata con esta nota americana como de quien descansa de hacer gran obra, que ha de ser famosa, y está contento de sí: «Este discurso fue escrito acurrucado en mi celda.» -Y ese discurso no fue dicho, que se lo estorbó la Corte. Ha sido conocido por los diarios. Él gesticulaba, y exigía que se lo dejasen leer: codeaba, injuriaba. La muchedumbre prorrumpía en exclamaciones de asombro: «¿Qué significaba esto?»-«¡Este es el hombre que mató al pobre Garfield!»-«¡Qué farsa!»-«¿Estará loco?»-«¡Hace su papel demasiado bien!»-«¡Por cierto que esa locura es más metódica que la de Hamlet!»-«¡Qué miserable criatura!»-«¡Y pensar que tal hombre ha costado al país tal pena!»-«De seguro que no está loco»-«No en balde no le dieron el empleo!»-«¡Debe estar loco!» Más que la compasión domina el disgusto. Parece por los gestos de los concurrentes que se está en presencia de algo que infesta y daña los ojos. Vedle ahora salir: parece como que espera al trueno del cielo. Anda como corriendo. Salta, más que entra, al vagón blindado, que parte entre las injurias mortales y las voces de odio de la muchedumbre. Los muchachos lo vocean como a perro espantado: se oyó por todas partes: «¡allá va, el villano!» «¡Tuviera yo aquí un arma, y no te escaparías!» «Espera hasta mañana, que no sabíamos que venías hoy.» «¡Cuerda, y no asilo, necesita ese loco!» Y un hombre de color, cargado de años, dijo: «El único modo de poner en proceso la vida de este hombre, es someter al voto del pueblo en todo el país si debe o no ser ahorcado.» ¡Y allá va, en el carro forrado de hierro, trémulo y lívido, guardado por policías de a caballo, seguido de maldiciones, de denuestos, de silbos y de gritos!

     Las grandes líneas del proceso están ya dibujadas: electos los jurados, establecidas la acusación y la defensa; probado el crimen e intentada la prueba de locura. Guiteau ríe unas veces y hace reír otras; como fiera con fiebre, rompe su continente habitual, que disimula compostura, y lucha brazo a brazo con los guardianes que intentan volverlo a su asiento y reprimir sus ofensas a la Corte. Tiene burlas malvadas. La acusación tiene derecho a impugnar cinco jurados, mas la defensa sostenía que sólo podía impugnar cuatro. El juez, que sin vejar ni mermar los derechos de la acusación, favorece a los prudentes defensores, dice que tienen derecho a cinco: ¡Hum! exclama Guiteau, con risa maligna: «eso lo supimos de Robinson: él no es abogado.» Hace de monarca con los cronistas, o cuando cree que ha dicho cosa de mérito o frase aguda, se vuelve, como rey que ordena, y dice: «¡Escribid eso, cronistas!» Y se levanta de súbito, e increpa al Juez: «¡Os digo que estáis ultrajando la justicia! ¡Os digo que habéis de oírme, que yo soy el jefe de esta defensa, y sé la ley y seré oído!» Y cuando al cabo, entre ruegos y amenazas, lo sientan, se le oye que dice: «Ese Robinson no tiene sesos bastantes para manejar un pleito de cinco pesos!» Un día vino a la Corte, con ademán furente y ceño adusto: un guardia se le acerca, y le intima que se abstenga de las interrupciones escandalosas del día anterior. Pareció su exabrupto el súbito salto de un manojo de resortes de acero oprimidos. ¡Qué lamentosa, qué extraña escena! La sala estaba en pie: el juez se mordía los labios, y enfrenaba su cólera: «¡Cállate, siéntate, estate quieto!» le decían sus hermanos: «¡Ea! ¡atended a vuestros negocios!» es su colérica respuesta: «dejadme solo, que soy aquí abogado en jefe, y hablaré cuanto tenga que hablar»:-le tocan los ujieres en el hombro y él se vuelve convulso: que nada le irrita como que le pongan mano encima: «¡Lejos de mí: las manos quietas!»-«O el acusado se modera»... empieza el juez. «¡No he de moderarme! ¡Y apelaré! ¡Y os denunciaré! ¡Que os estéis quietos!», repite a los ujieres: «¡quietos, malditos locos! Sabed, juez, que quiero y debo hablar...» «Sabed, acusado, que en casos semejantes al vuestro, el Tribunal ha prescindido del preso rebelde, y lo ha juzgado en su ausencia: os lo anuncio con pena, pero os lo anuncio.» «Bien está, dice Guiteau sentándose: ¡apelaremos!» Y ésa es la escena diaria: ya interpela a los jurados, ya traba pláticas con sus acusadores, ya injuria o cumplimenta a su cuñado, ya coloquia amigablemente con los testigos de la acusación, ya se revuelve contra los que vienen en beneficio suyo, a dar testimonio del desorden, brutalidad, soberbia, miseria y extravagancia que han marcado su vida. Pregúntanle a un testigo si estaba Guiteau en más carnes que ahora antes de cometer el crimen, como ciertamente estaba, y él dice, entre coros de carcajadas, porque es ya famosa su insaciable gula: «Debo decir aquí que hoy he gozado por primera vez de una comida entera desde el día 2 de julio.» El almuerzo de aquella mañana en que hirió al Presidente, fue cosa estupenda, y ya célebre, que revela en este hombre su exceso de instintos animales.

     Y ¿quiénes son sus jueces? Son doce jurados, doce hombres de trabajo, doce seres humanos, tomados al acaso entre la masa viva, con tal de ser honrados y poseer dosis común de juicio; doce juzgadores, desconocidos del acusado, que viven en la naturaleza fresca, real, libre, ora perfumada, ora hedionda de las ciudades, que pueden juzgar de la pasión porque son capaces de sentirla, que estiman el hecho desnudo, descarriado y brutal, ni torturado, ni desfigurado, ni exagerado, ni empequeñecido por imaginaciones legales, argucias, escarceos técnicos, preocupaciones tradicionales, doctrinas de uso, y antejuicios, sino neto y en globo, tal como hiere los ojos, repugna a la mente y espanta los oídos. ¡Esos son los jurados, y esos los de Guiteau! ¡Cuánta dificultad para elegirlos! ¡A 150 hombres hubo que examinar para elegir doce! Uno a uno pasan, en séquito pintoresco, ante la mesa del Juez. A éste Guiteau injuria: «¡Ea, que no quiero negros en mi caso!» «¡A ver: a ver: eso que ha dicho que su opinión del hecho cambió cuando vio en las ventanas de la Casa Blanca los boletines de los médicos,-ése me conviene!» A uno lo impugna Scoville; a otros los impugnan los acusadores. La sala aplaude, se divierte, ríe. Como la ley, exige que los que hayan de ser electos como jurados no tengan opinión hecha del caso ¡qué respuestas las de los jurados propuestos! Este es uno que dice: «No hay suma tortura bastante grande para ese preso». Este es otro que exclama: «¿Que si tengo hecha mi opinión? Sí, debe ser ahorcado o quemado.» Otro dice: «Yo creo que está loco», a lo que rompe Guiteau en risa caudalosa. «¡Colgadlo! ésa es mi opinión», dice un Joshud Green. Un hombre de color que lleva mal colgada al hombro una capa parda, y en sí gran número de años, y en el pecho una camisa de rizada pechera, y entre los anchos labios un gran limpiadientes, responde con agudeza y decoro, y majestuoso desdén del asesino, a las preguntas que lo acosan. Otro hombre de color, Ralph Wormsley, albañil ornamentista hace admirar de la sala su compostura, probidad y juicio. «¡Ahorcadlo!» «¡Guindadlo!» van diciendo por turno, los jurados inscritos que, en procesión curiosa, pasan ante el juez.

     Y todo esto ante el acusado, que finge gozo o da señales de impaciencia e ira, y apunta a sus defensores cuál jurado le es grato, y cuál no se lo es. Todo esto ante la hermana del reo. Al cabo, los doce hombres fueron electos, y acusación, defensa y criminal dicen que fían en haber elegido un Jurado sesudo, inteligente y leal. Y ved los jueces, que no son grandes hombres, ni de gradualidades de la pena, ni de tinieblas fisiológicas, ni de reminiscencias religiosas, ni de rudas leyes sajonas tienen llena la mente. ¿Mató o no mató? ¿Está loco, o no está loco? He aquí lo que ellos van a decidir. Y son los jueces: John Hamlin, dueño de un restaurant; Frederick Brandenburg, un vendedor de cigarros; George Gates, un maquinista, y Joseph Palthre, un comisionista, que tienen parientes locos; Sheeran, un irlandés que vende comestibles, y que afirma que no ganó nunca dineros del gobierno; Wormley, el hombre de color, sensato; Thomas Heinlein, herrero, que dice con arrogancia que él no ha formado parte de conspiración alguna para dar muerte (linchar) a Guiteau, porque «él es americano, e instituciones como ésas no son americanas». Otro jurado es William Brawner, negociante, que anuncia que ha estudiado, y cree que existen diversos grados de demencia, y que, aunque no es persona devota, ¡cree en Dios y en una vida futura de penas y castigos! Hobbs, otro albañil; Langley, otro vendedor de comestibles; y Bright y Stewart, dos mercaderes, hacen los doce. Ya están en pie ante el juez; ya el juez les dice, tomándoles en punto solemne juramento: «Vos y cada uno de vosotros juráis solemnemente que procederéis bien y opinaréis con verdad entre los Estados Unidos y Carlos Guiteau, el acusado de la barra, a quien recibís procesado por el asesinato de Jaime Garfield; y que daréis un leal veredicto conforme a la evidencia: ayúdeos Dios!» Y juran. «Idos ahora, jurados, a preparar vuestros negocios, de modo que estéis mañana libres.» Así se hizo el tribunal histórico.

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 10 de diciembre de 1881

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