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12. Carta de Nueva York

Proceso de Guiteau.-Discurso del acusador.-Juego de esgrima.-El buen defensor.-Testigos: interrupciones: extrañeza: risas.-Un hombre a caballo dispara un balazo a Guiteau.-La cárcel de fiesta.-¡Admirable defensa!-Testigos favorables.-El proceso hasta el día.-La humana hiena



Nueva York, 26 de noviembre de 1881

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     Y de entonces siguieron los acontecimientos culminantes. Siguieron en orden el establecimiento de la acusación, el examen de los testigos en que se apoya, el establecimiento de la defensa, y el examen de los testigos en que la defensa se sustenta. El combate interesa: el criminal obra de modo que hace creer en su locura; resplandor de escaramuza brilla durante las preguntas y repreguntas de los testigos: Scoville, desvalido, cubre con su delgado cuerpo, y para con sus generosas manos los golpes que los abogados de la acusación, numerosos y venerados, dirigen a su mísero cliente. Un caballero se levanta, y habla, y arranca lágrimas. Es el fiscal, que abre el proceso: es el abogado Corkhill, que sin encono, mas con firmeza, acusa al homicida. Levita de doble hilera de botones le cierra el cuello: su apostura es severa, sus ademanes, sobrios; su voz golpeante a veces como si contuviera su indignación, y húmeda otras, como de quien llora sobre un muerto. Describe el carácter de Guiteau, su ambición desordenada, su deseo terco de mezclarse en los grandes actos del partido republicano, sus naturales desengaños, sus vanas tentativas de alcanzar altos empleos. Lee sus cartas a Garfield, y a Blaine, el elocuente ministro, que está a su lado, pronto a dar testimonio, opacos ya los ojos que no ha mucho brillaban como centellas en un sillón senatorial. Se ve en las cartas al oficioso amigo, al bellaco entrometido, al vulgar aventurero, al ambicioso sin freno, a un hombre osado, astuto y sano. Espera un empleo, ruega, aconseja, amenaza. Adula a Blaine, y luego llama a Blaine, cuando de él ya nada esperaba, traidor amigo y genio malo. Describe Corkhill las esperanzas, la tarea de logro, la tenacidad inconcebible de Guiteau. Persigue en su mente, que la pérdida absoluta de su fe en hallar empleos puebla de pensamientos feroces la idea criminal, idea de ira hacia el que lo desdeña, idea de provecho. Su proyecto comienza cuando su ilusión acaba. Comprende que necesita un disfraz de crimen, y lo halla en las pasiones del momento. Repasa su vida y se decide a utilizar todos sus errores, como excusa de su acto. Pero es un acto de inicua venganza, de cobarde desesperación, de rencorosa impotencia, de rebelde odio. ¡Cuán tristemente acaba Corkhill su discurso! Muchas mejillas había húmedas en la sala del Jurado. «Ningún veredicto vuestro», decía a los Jurados, «puede ya llamarlo: duerme el ilustre Garfield el sueño que no conoce despertar, sobre la pacífica ribera del Lago Erie, cuyas límpidas aguas bañan los límites de su nativo Estado; duerme en aquella ciudad que él amó tanto, y bajo el suelo del Estado aquel que coronó su vida con los más altos honores. Es demasiado tarde para volver aquel esposo a la doliente esposa, aquel padre a los desheredados hijos: que en cuanto a aquella vigilante madrecita, cuyo rostro no se borrará jamás de la memoria de la Nación, no hay ya en la tierra alivio para ella. Cierto es el fatal caso, y vivos quedan para siempre sus horrores y penas. A cada uno de vosotros se ha preguntado si estabais regidos por convicciones religiosas. Y así lo habéis jurado. Mil ochocientos años hace fue escrito por la pluma de la inspiración, como la ley de aquel Dios misericordioso a quien reverenciáis: ¡Anatema sobre aquel hombre por quien la ofensa viene; fuera mejor para él que una piedra de molino colgase de su cuello, y que se ahogase en las profundidades de la mar! Y el honrado, el patriótico, el obediente pueblo de esta Nación está esperando por vuestro veredicto, ansioso de ver si el hombre por quien esta grande ofensa fue cometida no sufrirá el justo y merecido castigo de la ley!»

     Abrió seguidamente la acusación sus arsenales, y llamó al banco de testimonio a sus testigos. Allí se sentaron, a dar llena y abrumadora evidencia, Blaine, que acompañaba al Presidente en la horrible mañana; Camacho, el Ministro de Venezuela, que estaba cerca de él cuando, recibió el balazo funesto; los doctores, que pusieron la mano en aquella honda herida, de negruzcas fauces, y dieron calma y alivio al noble enfermo; la buena señora que reclinó en sus brazos la cabeza de Garfield desmayado; los que vieron huir a Guiteau, o le vieron entrar, o le vieron disparar, o le prestaron dinero, o le tomaron preso, o ajustaron con él o le vieron ajustar el carruaje que preparó para su fuga. Anonadadora es la evidencia. Ni la defensa la discute; ni él la niega. Que por venganza y despecho mató a Garfield, Guiteau, con plena libertad, plena deliberación y pleno juicio, mantienen los acusadores. Él mantiene, ora que le dio muerte para salvar al partido republicano, ora que obedeció a la voz de Dios, ora que ambas razones le movieron. Y mantiene la defensa que le mató con libertad, mas no de la razón; y con deliberación, mas no con juicio. Sobre esos ejes gira el gran proceso.

     Y ¡si vierais al buen Scoville! «Perdonadme, señor, dice al juez, mi ignorancia de las leyes criminales. Ved, caballeros acusadores, que defiendo a este hombre porque creo honestamente en su locura; y sé quien es, y le he visto vivir: ved que abomino y desdeño toda argucia legal, toda habilidad de abogado, toda negativa moratoria, todo entorpecimiento impertinente que cause al Estado más gastos y a la Nación más inquietudes que las que ha causado ya este infortunado suceso. ¡Pero ved que me respetéis, como respeto yo el decoro de la justicia,» Él no tiene dinero, él no paga auxiliares; él no puede presentar toda la prueba que conoce; él está solo, frente a su mesilla, llena de cartas y papeles. Hace de modo que sus peticiones sean justas y que el tribunal esté siempre, en las escaramuzas jurídicas, de su lado. «¡Aquel Robinson era un bellaco, dice Guiteau; pero este Scoville está trabajando espléndidamente!» Y eso es lo cierto. Él no hace pregunta sin objeto ni se intimida por la fama de agudos, ni social prosapia de los testigos, ni por las risas burlonas que celebran las réplicas felices de sus contrarios. Nada objeta que no haga a su concepto de la defensa: nada excusa de todo lo que puede fortalecerla. Ha meditado, y obra firmemente. Es honrado, y asombra y hace vacilar a sus adversarios. Él los persigue, los acorrala, los estruja. ¿Quién es ese magnífico anciano, de tez descolorida, belicosa apostura, y suelta barba? Le rodean el aplauso y el respeto. Ese es el primer testigo: es Blaine: el formidable discutidor, el vivaz replicante, el caballero de la palabra, en ningún torneo vencido; el verboso y diestro Blaine, que sacude sus frases como látigos, las lanza como azagayas, y las esgrime y hace relucir como floretes. ¡Y a ese afamado esgrimidor lo pone Scoville en confesión y compromiso, y le obliga a esquivar la batalla, y a confesar lo que a la defensa conviene que confiese! Mirad, mirad conmigo esta escena de esgrima. Ya el amigo ha narrado cómo murió el amigo, cómo conversaba aquella mañana alegremente de cosas de la patria, cómo llegaron a la estación, cómo cayó Garfield en ella, cómo le abrumó a peticiones Guiteau terco: ya ha dado plena evidencia del bárbaro suceso. Y el sencillo Scoville, que cierra los ojos ante aquella montaña, inicia el combate. Blaine, lo ataca, para sus estocadas, hace vacilar el acero en las manos entorpecidas del abogado de provincia; latiguea el arma de Scoville como estoque de oro a estoque de plomo. Mas no ceja el humilde estoquillo, y se tiene firme en la mano provinciana, y estremece en su puño el arma áurea: ¡que no pudiera yo haceros ver el hermoso combate! El Ministro, que no sabe refrenar en sus labios la palabra bullente, no olvida, sin embargo, su alto deber y el grave caso. Ni perdona Scoville pregunta que le sirva. Guiteau, tímido, calla.

     Pregunta la defensa:-¿Cuántas veces, señor Ministro, recordáis haber visto al acusado?

     Y Blaine responde:-¡Oh, muchas veces! Es difícil decir el número exacto en casos como éste, porque ocho o diez visitas de esa clase, bien pueden hacer la impresión de 20 ó 25.

     -¿No podrían ser mostradas las cartas que Guiteau escribió durante la campaña electoral?

     -No lo creo posible. Al fuego o al cesto van los restos de la campaña. No es cosa importante que una persona se ofrezca como orador al comité de elecciones: muchas se ofrecen. Bien saben ya a qué atenerse los oradores: la regla general es no usar jamás de un orador que se ofrece a hablar.

     -¿Por qué esa regla?

     -Porque un hombre de reputación suficiente para que sus palabras ejerzan influencia, no busca, sino que espera a ser buscado.

     -¿Por qué razón creéis que Guiteau no pertenece a la clase de hombres a quienes puede darse el consulado de París?

     -Porque empleos semejantes se dan siempre a hombres señalados por su notable inteligencia y públicos servicios. Nunca creí a Guiteau tal.

     Y aquí entró de lleno Scoville a sacar a la vergüenza, con inquietud del Ministro, cuanto de patronazgos, dones de empleos y complacencias de bandería se censuran justamente al partido republicano. Ved qué arranque:

     -¿Entendéis por servicios públicos, servicios de partido?

     -No sé por qué habéis de torcer mis frases. Pueden ser servicios de partido. Por ejemplo, el actual cónsul en París ha prestado servicios públicos en el Departamento de Hacienda de Massachusets, y ha sido agente de negocios de Massachusets en Europa y es vasta y favorablemente conocido. He ahí los hombres de quienes hablo.

     -¿No es costumbre, y cosa siempre esperada que esos empleos se distribuyan como recompensa a servicios de partido?

     -Debo decir que ése es un elemento que entra siempre en la distribución; mas hay enviados diplomáticos que lo son sin haber prestado jamás servicios de partido.

     -¿Queréis dar a entender que en absoluto este elemento de servicio de partido no es reconocido prominentemente en la distribución de empleos?

     -No quiero decir que no sea reconocido: sino que no se hace sobre esa sola base la distribución, y que hombres que no prestan esos servicios, gozan sin embargo empleos conspicuos.

     -¿Era una peculiaridad de Guiteau basar su petición en servicios de partido?

     -¡Ah! ¡no! eso es muy común.

     -Y ¿no se basan en eso todas las peticiones?

     -Hallaréis como regla que los que gozan altas posiciones en el cuerpo diplomático, son aquellos que no las han pedido.

     -¿Os pedía Guiteau el empleo con alguna recomendación?

     -Solía decirme que era amigo del general Logan.

     -Y ¿es usual que se pidan empleos sin recomendaciones?

     -¡Oh! ¡cuarenta cada mañana!

     -Y ¿todos son semejantes, substancialmente?

     -Todos semejantes en el deseo y casi todos semejantes en el desengaño. No era peculiar el caso de Guiteau.

     -¿Cómo tratabais a Guiteau?

     -Si yo no hubiera conocido más que un buscaempleos, me hubiera parecido un poco persistente; pero he conocido tantos, que no podía hacer especial reparo en él.

     -¿Lo tratasteis siempre con la usual cortesía?

     -Yo procuro siempre tratar con cortesía a todo caballero que viene al Departamento de Estado.

     -¿Cuándo rechazasteis definitivamente su petición?

     -Era como otra, muy tenaz, y venía y venía, y tornaba a venir, y seguía viniendo: díjele al fin que no debía alentar ninguna esperanza de obtener lo que me pedía. Mas lo hice sin ninguna dureza.

     -¿Le dijisteis que, si el Presidente le nombraba, no opondríais objeción? ¿Concluyó así la entrevista?

     -Me parece que no; debí de hablarle de una manera decidida.

     Y fue luego cosa curiosa ver sacudirse al gran político militante de las preguntas incisivas que, para apoyar la defensa de Guiteau en la influencia que en él tuvieron las disensiones políticas, dirigía a Blaine, fríamente Scoville. ¡León cogido en trampa de conejo!

     -¿Y cuál era la condición del partido republicano seis semanas antes del atentado, en cuanto a unanimidad y armonía?

     Medita Blaine y dice al cabo:

     -Había algunas disensiones en él.

     -Considerables, ¿no?

     -Sí: considerables.

     -¿Y creaban gran excitación en el país?

     -No debo decir en el país.

     -¿Entre las gentes?

     -La disensión era puramente local: diferencias entre el Presidente y sus copartidarios sobre asuntos de Nueva York.

     ¡Aquí versaba el diálogo sobre todo lo que apasiona y lastima a Blaine, sobre todo lo que hay para él de amenazador, de candente, de grave, de odiado, de temible, en la política actual!

     -Y ¿se agitaban esas disensiones en la prensa?

     -Eran comentadas.

     -Deseo que expongáis libremente esas diferencias, las diferencias que culminaron en la renuncia de los senadores de Nueva York.

     Sábese de sobra que uno de esos senadores es Conkling, el agrio e irreconciliable rival de Blaine.

     -No me explico el alcance de la pregunta.

     -¿Había disturbios?

     -Sí: grandes disturbios.

     -¿No eran actos, a más de opiniones?

     -Eran actos.

     -¿De qué consistían?

     -Del acto que creó la diferencia.

     -¿Hizo algo el senador Conkling, o dijo algo que avivase esa diferencia?

     -¿Qué diferencia?

     -La del Partido Republicano.

     -¿Sobre qué?

     Y aquí ya el preguntado, echado sobre sus trincheras, iniciaba un ataque infructuoso.

     -Cese el combate de palabras. Deseo vuestro informe sobre aquellas discusiones del Partido Republicano.

     -Bien sé yo que podría hacer un discurso político de dos horas y media sobre el caso. Pero decidme en concreto a qué queréis que os responda.

     Y así lleva Scoville a Blaine a que afirme cuán cierta, honda y acalorada fue aquella contienda, y cuán innegable y visible, para excusar luego a su ahijado, con la excusa de que aquella frenética batalla asordó la conciencia y oscureció el juicio del hombre de mente débil y pasiones desenfrenadas a quien defiende.

     El Representante de Venezuela, Simón Camacho, autorizado por el Gobierno venezolano, con cortesía que ha sido aquí estimada, a declarar libérrimamente, sin ampararse de ninguno de los privilegios a que los empleados diplomáticos tienen derecho, declaró luego. Él vio el disparo: vio la tentativa de fuga del asesino. Excita la ira de Guiteau por asegurar que llevaba el sombrero sobre los ojos. Dice que recuerda como estaba Guiteau, pálido y lleno de espanto. Recuerda que oyó a la turba gritar: «¡Linchadlo! ¡Linchadlo!»

     ¡Oh! ¡Y al día siguiente, qué momento de espanto! ¡A veces el cuerpo es muro de acero, puesto que no lo rompe la ira! Habían ya declarado menudos testigos en general o especial prueba del atentado y sus detalles. Había dicho una mujer joven que vio a Guiteau ajustando el carruaje, que le pareció tan agitado que creyó que iba al cementerio a visitar muertos queridos. La pistola que arrancó la vida a Garfield, cargada aún, había pasado de mano en mano. En entretenido coloquio había estado Guiteau con el policía que lo hizo preso, irlandés fuerte y agudo. Y hubo un punto en que la generosidad y la prudencia debieron perder todo su freno. Sobre la mesa del juez estaba tendido el esqueleto de un hombre. Entre sus huesos amarillos seguía con sus dedos pálidos el curso de la bala uno de los médicos de Garfield. La hora es lúgubre: el esqueleto es frío: el médico es grave. Y ved ahora que el médico explica, sobre el hueso mismo, roído de pus, que se extrajo del cuerpo del Presidente, la cabeza del proyectil: ved cómo los jurados examinan el hueso y ved cómo pasa a las manos del defensor de Guiteau, que lo vuelve, palpa y examina: y ved a Guiteau que se inclina tranquilamente sobre el hueso roído de su víctima, y ayuda en el examen sin que el terror cierre sus ojos, ni sus carnes tiemblen, ni se contraiga un solo músculo de su faz. Se hacían atrás las mujeres, como huyendo de algo. Despedían rayos los ojos de los amigos del Presidente. Siguió, reasumió luego la lectura del periódico en que parecía entretenido.

     Ese día mismo había aprovechado con vivacidad Scoville la declaración de un testigo a quien pareció Guiteau antes del atentado, como fuera de sí; y de aspecto extraño.

     -Le di veinticinco pesos, decía el testigo, porque me pareció miserable y hambriento.

     Protesta Guiteau con ímpetu que nada le irrita tanto como que se revele su miseria. Parecer criminal le inquieta menos que parecer pobre, mal vestido o sin magnos amigos.

     -¿Hambriento? pregunta Scoville.

     -Tenía una mirada singular y cansada, y su traje estaba usado, y como si se le saliese del cuerpo.

     -No se usa pronto un traje de $70, prorrumpe el prisionero. Yo comía muy bien en el tiempo en que estuve libre en Washington. Era la ansiedad mental lo que me hacía parecer delgado. «¡A vuestro negocio!» dice brutalmente a Scoville que le interrumpe.

     -Debo insistir, repetía el testigo, en que tenía un aire inquieto, y como salvaje.

     Y ese mismo día estuvo Guiteau a punto de perder la vida: «Sabed, señor Juez, que hay en el tribunal gentes que tratan de atentar a mi vida. No cuido de ello, que Dios cuida de mí. Pero es bueno que sepan que tendrán lo que les conviene por su atrevimiento: ¡apuntad eso, cronistas!» Esto dijo Guiteau, y en verdad había las gentes de que hablaba: al montar en el carro que le lleva y trae por el camino de la prisión, fue el vocerío, y el clamor y los silbidos de siempre. Mas esta vez no iba tras el carro, porque se creía ya inútil la guardia de a caballo; sino un hombre robusto, caballero en un jaco de pobre apariencia, que a poca distancia iba siguiendo el vagón. De pronto una bala rompe la pared de hierro del carro en que Guiteau iba sentado, por el lugar de su asiento. La bala tibia ya, rompió su levita e hizo una contusión en uno de sus brazos.-«¡A escape, a escape!» grita el policía que iba al lado del conductor del carro: «¡A escape tras de aquel hombre que huye!» Y le dispara su pistola. El hombre gira sobre su silla, como si hubiese sido herido, mas continúa su fuga voladora, prendido al cuello de su velocísimo caballo. Era Pegaso la bestia, y él pampero. En vano clamaba porque lo persiguiesen Guiteau acurrucado en el suelo del carro: el vengador se escapa. Lo persiguen, cercan el Estado; toman preso a un fanfarrón de las cercanías, que hace de valiente, y es jinete grande. Mas el fanfarrón no fue el hombre que disparó la bala, a lo que dice el policía que descargó sobre él su pistola. Pero el policía que custodia el fondo del carro, dice que es el que iba tras el carro. Hay pues conspiración cerrada, secreta y temible. Como de héroes contaban el lance las gentes de Washington. Les parece que el que mate a Guiteau es tan beneficioso como el que mata a un escorpión: y tan irresponsable como la suela del zapato que aplasta a una hormiga.

     La curiosidad tuvo su fiesta al día siguiente, que era domingo. Lugar de peregrinación parecía la cárcel. Sitiadas de curiosos estaban las puertas. Unos lograban entrar: otros luchaban por lograrlo. Y Guiteau con acento de inspirado, respondía a los guardias que le movían conversación: «¡Oh! ¡soy duro de matar! La gente sabrá dentro de poco que Dios está conmigo y que no ha de permitir que yo sea muerto.»-«Pero él insiste, dice un visitante, en que una fuerte guardia de policía asista el lunes al Señor en librarlo de peligro.»-Tanta gente llegó al cabo a salvar las murallas de la cárcel, que él, a indicación del llavero, tomó con gran prisa, como quien hace lo que le agrada, su levita y sombrero y se asomó al corredor, a ser visto por la multitud ansiosa. Fue su hora de triunfo, y se regaló con ella grandemente. Y al reentrar en su celda, como un hombre feliz que se siente amado, sonrió dulcemente, y saludó a modo de jefe del ejército que responde al saludo de sus soldados. ¡Qué mucho! Al día siguiente, elegantes grupos sitiaban en la corte el elegante aposento donde tomaba Guiteau su refrigerio, y recogían con avaricia de sus manos los autógrafos que él escribía con aire señorial e indiferente.

     Fue ese un día de vergonzoso auge para el acusado, y de puro y generoso placer para su defensor. El buen Scoville, cerrado ya el examen de testigos de la acusación, abrió con una conmovedora historia, la historia de la familia del preso, la defensa. A medida que hablaba, que dibujaba los contornos de su proyecto, que con mano segura plantaba sus tiendas, que con modo sencillo decía sus frases limpias de esfuerzo oratorio, seguras, llenas de fuerzas de hecho, y sólido juicio, encorvábanse más atentos los jurados, crecía el silencio respetuoso de la muchedumbre, fruncíase el ceño de los abogados acusadores. ¿Conque ese era el abogado de provincia, el pariente desconocido, el justador inexperto? Su discurso es seguro, compacto, macizo. Su plan está engranado, almenado, temible. ¡Es tan simple! ¡Es tan fuerte! «¡Ahí tenéis a manos llenas hechos que os demuestran que ese hombre está loco! Decidme, jueces: cuando un hombre de juicio desequilibrado, de mente sacada de quicio, que en todos sus actos lo muestra y que en todo momento obra fuera del modo común y de razón, comete en este estado un crimen ¿no se les ocurre preguntarse si lo había cometido en estado de razón en equilibrio?» «Yo bien sé que no hay dos casos de demencia iguales. No ha mucho que en Nueva York se paseaba un maníaco político, que se creía hombre magno, y vivía entre ellos, y en este engaño trabajaba, y cayó luego, al verse desatendido, en desesperación profunda, que envuelve sin duda la capacidad para el crimen».-«Me dicen que si el fiscal del distrito dice a quien quiere oírlo que este hombre finge aquí locura, como si fuera posible para un hombre que nunca supo nada de ciencia alienista, fingir locura de modo de engañar a un experto».-«Yo no finjo nunca, exclama Guiteau: obro abiertamente cuerdo o loco!»-«No decía,-continuaba Scoville,-el mismo Garfield: ¿Qué hace ese hombre? Debe estar loco. Lo dijo así el mismo Blaine, cuando habló a un noticiero del crimen: ¡Debe estar loco! Sí; ésa es la primera idea, la idea espontánea que este crimen inspira.» Enseguida Scoville cuenta cómo viene de lejos la locura al acusado: cómo desciende de familia que vino a América, empujada de Europa por su ardiente fe hugonote; cómo su padre, que se llamaba Lutero, tuvo hermanos que se llamaron Abraham, Martín y Calvino: y una hermana, María, que murió loca, y fue madre de un pobre joven, músico notable, que murió al fin en un asilo de dementes; y otra hermana Julia, que dio muestras de extravío durante los últimos días de su vida y dejó dos hijas, una de las cuales nació deforme, muy mermada de un lado de la cabeza, y otra que era una brillante criatura, fue presa de locura religiosa, y está hoy confinada en un asilo. Un tío de Guiteau, Abraham, murió idiota; otro, Francisco, mortificado por haberse batido sin saberlo con pistola sin bala, paró en loco y murió en el asilo de Bomingdale. ¿Y el padre de Guiteau? Scoville cuenta, con su tono sincero, con su apostura llana, con su palabra firme que era un hombre tierno, muy puro y muy amado; pero que las cosas de religión lo ponían fuera de sí. Creía que estaba unido de tal manera con Cristo, que era parte de Jesús, y Jesús parte de él, y que viviría perpetuamente como el Salvador. Lloraba como un niño, y amaba como una mujer. ¿Y la madre de Guiteau? Era leal y afectuosa y pobre de cuerpo y gastada de enfermedades. Cuando llevaba a Guiteau en su seno padeció de enfermedad terrible, y hubo que cercenar de raíz su cabellera, «que podemos extender ahí, sobre la mesa del juez, tal como fue cortada hace cuarenta años». Durante esa enfermedad nació este hombre. Su próximo hijo nació deforme. El que siguió a éste murió a poco de nacer. Ella exhausta, murió a poco. ¿Y Guiteau mismo? Tenían las palabras de Scoville algo como marca de verdad y gravedad de testimonio. «Aquellos infortunados seres vivos», dice «tomaban cuerpo real a su evocación sentida y melancólica.» ¿Y este mísero Guiteau? Trabajaba y era bueno en su infancia descuidada; notóse sí, una vez, que luego de muchos años de olvidado renació en su memoria, después de una impresión ruda, un idiotismo de su infancia. Ya a los dieciocho años, le preocupaban cosas religiosas. Anhelaba saber. Con su pequeña herencia de $1,000 fue a estudiar. Le fatigó el duro aprendizaje, y llevó su haber consigo a la comunidad de Oneida, donde se vive singularmente; y en mezcla y disciplina patriarcales, de cuyas bondades, que ahora abomina, era entonces sectario vehementísimo. Y ya se imaginaba él el jefe futuro de aquel sistema, que a su juicio debía vencer todos los sistemas de la tierra, con lo que se veía jefe del mundo. ¿No creía Laurence, que intentó asesinar al Presidente Jackson, que tenía cabal título a la corona de Inglaterra y América? Ya fatigado de la vida en común, rumiaba Guiteau, que a la fecha vivía de galletas, y como manjar exquisito y raro, de carne seca, la idea de publicar en Hoboken un periódico que había de llamarse El Teócrata Diario. Vuelve desengañado a la comunidad, cuyos miembros, con gran disgusto de Guiteau, tenían entonces la costumbre de reunirse en una gran sala a comentarse y criticarse mutuamente sus acciones. Vive entregado a la lectura de la Biblia, a estimarse mensajero divino, a buscar su obra. En Chicago estudió leyes; y como de tres preguntas que le hicieron en el examen, acertó dos, hiciéronlo abogado, en cuyo oficio no supo nunca más que cobrar acá y allá un retazo de deudas incobrables, merced a que en la pesquisa del deudor ponía a su servicio la maravillosa tenacidad con que persigue siempre toda idea que concibe». «Yo tenía muy buenos pleitos», interrumpe Guiteau. «Fue a Chicago», continúa Scoville, «y como era un caballero, si ser gentil en modo, gentil en discurso, benévolo y cortés hacen de un hombre un caballero, halló acogida en buenos círculos.» «No tenía yo malos hábitos de ninguna clase», dice Guiteau de nuevo. Entre grandes protestas del acusado, cuenta cómo pronunció una vez en el tribunal de Chicago en un caso de robo tan disparatado discurso, que el fiscal del distrito quedó convencido de que era demente. Nunca tuvo Guiteau capacidad mental ni física para grandes trabajos. «Yo tenía sesos bastantes», prorrumpe Guiteau a esto; «pero la teología llenaba mi mente. Por eso no adelanté en mis negocios. La teología no da dinero; por eso no me hice rico. Ahora estoy ya fuera de los negocios.» «Un día», cuenta el defensor, «alzó el hacha que tenía en las manos sobre la cabeza de su hermana, mi esposa, que empezó a quitar del paso una leña que le había rogado en vano que quitase».-«¡Falso! ¡Falso!» grita el acusado, con el rostro descompuesto.-«El médico de nuestra casa lo declaró loco.» Describió luego el leal defensor la ridícula tentativa de Guiteau de pasear el país como lector sobre la segunda venida de Cristo, cuya idea le vino de oír ciertos sermones. Su mayor éxito fue en Detroit, donde ganó cuatro pesos.-«Yo tenía las ideas pero no tenía reputación.» Regocíjase el preso de oír contar a su cuñado las artes de bohemio con que se libraba del pago en los ferrocarriles, no sin que una vez, amenazado de prisión, se viese obligado a saltar de un tren que iba andando treinta millas por hora. «A poco muero», dice Guiteau, que se complace en ir acotando con sus interrupciones, que acoge el público con grandes risas, el discurso de su defensor. Pero se indigna cuando Scoville pinta el singular placer con que el preso se abandona al trato de las damas. Como se hablase de su pobreza, Guiteau dice: «¡Abandoné un negocio de $5,000 por entrar en mi campaña religiosa, y ved cómo he salido de ella. Pero lo mismo le sucedió al apóstol San Pablo. El al fin tuvo su paga y yo tendré la mía del libro que escribí. Yo iba por las ciudades vendiendo mis lecturas, y pensaban que era yo un agente de libros, nada me hacía tan feliz como eso.» «Ved, exclama Scoville, vuelto hacia los jurados, «si concebís que un hombre cuerdo se emplee en semejante negocio por tres años. Creyó siempre este hombre que le bastaba desear una rica heredera para lograrla en matrimonio, y ya lo habéis visto, a él que no ha usado nunca burlas, decir en su autobiografía que solicita una esposa aristocrática y cristiana.» «Y me ha respondido una señora que posee $100,000: ¡eso no está malo!» Esperaba que cuando este peligro que le amenaza se apartase de su cabeza, podría entrar a ser el honrado esposo de una dama honrada. Y lo decía de buena fe, grave y serenamente, ¡y aún cree la acusación que éste es un hombre cuerdo! Y alcanzó una respuesta su anuncio, lo cual prueba que hay una mujer en los Estados Unidos que ha perdido probablemente su razón. A esto sigue una escena tormentosa, que termina con un relámpago de noble ira. Confiesa Scoville que no envió las cartas que Guiteau escribía en respuesta a la dama. «¡Oh, yo lo sabía!» grita Guiteau en exabrupto tremendo. «Yo sabía que mentíais, cuando me decíais, que se las enviabais.» «¡Estad quieto!» ordena el juez.-«¡Mentís, mentís!» exclama el preso con renovada furia. «Señor-interrumpe con agrio tono el fiscal del distrito:-el esfuerzo del defensor de entrar en un altercado con el preso es reprensible, y debe ser impedido. Tiempo tiene el acusado de representar su papel cuando haga su discurso.» Un murmullo de disgusto acogió esta arrogante y descortés demanda, que venía a vejar a un hombre notoriamente bueno en el instante en que jurados y público admiraban su devoción, su sencillez y su cordura. «¡Yo no hago aquí papeles-vocifera Guiteau, con arrebatados ademanes;-yo sabía que mentía!»-Y pálido, trémulo el cuerpo, relampagueantes los ojos, la voz profunda y el acento grave, encárase Scoville al fiscal inoportuno, y le dice, como si le echara al rostro un manojo de azotes: «Si ésta no es evidencia competente de la condición mental del preso, ¿por qué habéis tenido, señor, expertos del Gobierno aquí y en la prisión día sobre día? En cuanto a su insinuación, el caballero Corkhill tendrá la respuesta que merece a su debido tiempo.» Una salva de aplausos nutrida y prolongada-¿cuándo no fue generoso el corazón humano?-acoge este rapto de cólera honrada.

     Y quedan los jurados conmovidos; y Guiteau murmurando «¡mentíais! ¡mentíais!»; y el público enamorado del buen defensor; y la soberbia acusación inquieta, en consulta, desquiciada, sorprendida. «Todo lo que yo deseo en este caso es que la verdad prevalezca. Si traigo ante vosotros, acusadores, alguna evidencia, tenéis oportunidad de criticarla, en el grado que os plazca, y si un átomo solo de evidencia procurase yo para efectos teatrales, sin una honda convicción de que es justo y honesto presentarla, quiero no sólo que la rechacéis, miembros del Jurado, sino que la volváis dieciséis veces en contra mía en vuestro veredicto.» Ahogan estas briosas palabras nuevas salvas de aplausos; a ellos sigue la lectura de extravagantes cartas que demuestran los risibles proyectos, desórdenes mentales y menguada vida del acusado en los últimos años. Ya es que afirma que vive de galletas, carne seca, y limonada. Ya es que afirma que anuncia que la Biblia es su libro de texto, y el Espíritu Santo su maestro de escuela. Ya es que resuelve publicar un periódico que denuncie a los amigos de Satán, donde admitirá, anuncios y modos de ganancia, «porque es bueno combatir al diablo con sus mismas armas». Ya es aquel pobrísimo discurso, zurcido con frases en boga y reflejos de periódicos, «Garfield contra Hancock», que él creyó obra capital, y título para pedir muy altos puestos. Guiteau herido en su vanidad implacable y mórbida, fulmina injurias contra los que así desdeñan su obra. «¡Remediad, señor juez-clama Scoville,-estos exabruptos!» «Dadme el medio, vosotros, abogados.» La acusación, colérica y áspera, y pletórica de malos deseos desde que nota el ascendiente legítimo y vasto que el humilde defensor ha conseguido sobre los jurados y la mente pública, dice, con befa censurable: «Buen remedio fuera que cesara el defensor en su discurso, que es una mezcla extraña de cosas sin concierto, una olla podrida.» Juez y público oyen con desagrado al acusador burlón y juez y público piensan que asisten a una escena memorable y consoladora en que la bondad desinteresada lucha triunfantemente contra el deber pagado, la vanidad profesional y el desdeñoso encono. Y después de haber mostrado paciente y ordenadamente los grados diversos de exaltación y miseria de la mente del preso; de haber acumulado toda aquella suma de evidencia, psicológica y palpable; de haber presentado en junto los desquiciamientos, las singularidades, las bellaquerías, el desorden espiritual de su defendido; de haber alzado en torno de su cuerpo en riesgo, como paredes fortísimas, sus propios hechos, de no haber traído a cuento cosa que no pueda ser en el testimonio, o haya sido en su discurso, probada, de dejar en sus oyentes la idea de que de ser cierto, la demencia del criminal es segura, y su irresponsabilidad nace de ella,-Scoville dice tales cosas, tan repetidas y reales, que parecen sus frases a los que las oyen como salidas de los labios de ellos mismos. «Si es loco este hombre ¿a quién condenar por el terrible crimen? A la política moderna; a la avaricia de empleos; a la mala costumbre de prometerlos; a la viciosa práctica de darlos a los que prestan servicios de orden privado de partido. Aquí debéis determinar, ¡oh miembros del Jurado!; si este ser igual a vosotros, con todos sus infortunios, con todas sus extravagancias, debe al fin perecer en el cadalso. Esta cuestión será sometida a vosotros con la evidencia de este caso, y la defensa confía en que haréis lo que es recto conforme a vuestra conciencia, y a lo que hayan de aprobar vuestros conciudadanos y vuestro Dios.»

     Los ujieres tienen que sofocar los aplausos que acogen el término del discurso. ¿Y qué ha conseguido ese hombre, ayer ignorado, que se sienta al lado de su esposa, que le mira con ojos húmedos de agradecimiento y de amor, y del preso, que tiembla estremecido bajo su pálida máscara? ¡Ha conseguido que la mitad de la nación crea hoy que ese hombre, a quien la nación entera creía ayer sin discrepancia, odiosísimo malvado, es un antiguo infortunado loco! Días ha, parecía cosa de burlas que se discutiera la posibilidad de aserto semejante: hoy la opinión se divide, la acusación bambolea; los jueces callan dominados, y la nación entera duda. ¡Generoso Scoville!

     Comienzan los testimonios de la defensa, entre las asperezas de la acusación, que teme de sí, y quiere quitar probabilidades de prueba a la defensa,-y los paroxismos de furia de Guiteau, que se yergue convulso contra los testigos que más le favorecen, y le vienen teniendo por loco de remate desde hace años,-porque él no quiere ser excusado por más locura que la que viene de aparecer como órgano de la deidad.-Niégose la acusación a presentar a Scoville, que los reclama, los recortes de periódicos que Guiteau había cuidadosamente conservado, y que excitaron su mente al grado de la capacidad del crimen,-y el juez compele a los acusadores a mostrar los recortes.

     -¿Y cómo sabemos que no son convictos de penitenciaría los testigos que nos traéis?

     -Ellos y yo, dice el defensor con calma, os iremos probando que no lo son.

     -No conocemos a tal gente; dice Guiteau con tono grave.

     Un sacerdote que le oyó pronunciar su lectura sobre la segunda venida de Cristo, dice que le pareció persona sacada de sí, y no tanto desarreglada como mal arreglada. El esposo de una tía de Guiteau afirma la locura de su hija. Un médico, a quien hace seis años consultó Scoville acerca del estado de la mente de Guiteau, declara que lo sometió a minuciosa vigilancia, y opinó que estaba demente, asistiéndole para apoyar su juicio la locura hereditaria en la familia, la exaltación de su naturaleza, sus vehementes explosiones de sentimiento, que no proviniendo de causas externas visibles, debían venir de individual causa interna; su egoísmo excesivo; su frecuente incoherencia de pensamiento; su hablar constante de Cristo y cristiandad, sin parecer por eso penetrado de ninguna de las grandes verdades morales del cristianismo; la flaqueza de casi todos los juicios y el desequilibrio visible de sus capacidades mentales. El médico conoció al padre de Guiteau, que creía en su perpetua vida. Dice el médico que como Guiteau oyó que trataba su familia, siguiendo el juicio experto, de hacerle entrar en un asilo, dejó súbitamente la comarca, no sin haber llamado una noche al seno del Señor con palabras y gestos extraños a una reunión de gentes en que el médico estaba, y donde no se hablaba a la sazón de cosas religiosas. Grande evidencia ofreció otro testigo de Boston, que alquiló a Guiteau la sala para una de sus lecturas, que anunció de este modo: «No dejéis de oír al honorable Carlos Guiteau, el pequeño gigante del Oeste. El demostrará que dos tercios de la raza están caminando a su perdición.» «Pues estimé muy liberalmente», dice Guiteau desde su asiento entre las risas del auditorio. «Aún recuerdo, continúa el testigo, cómo leyó aquella noche. Leyó sin concierto, saltando páginas, y al cabo de media hora, evidentemente colérico y disgustado de sí mismo, enrolló su lectura y abandonó, con pasmo del concurso, la plataforma, Celebramos conferencia los allí reunidos, y opinamos que aquel hombre estaba loco. Como al día siguiente me negase a alquilarle la sala, me dijo que él no era loco, sino inspirado; que Dios era su padre y consejero directo, y que él pertenecía a la firma de Jesucristo y Compañía. Y me dijo que si yo seguía sus consejos iría al cielo, y si no, al infierno. El salón en que leyó Guiteau fue fundado por algunos infieles notables, congregados allí para liberalizar la religión.» «¿Le hubierais devuelto un golpe si os lo hubiera dado?» pregunta al testigo la defensa. «No se lo hubiera devuelto. Y conste que vengo aquí voluntariamente, movido del llamamiento de Scoville a todos los que en el país supiesen algo de la locura de Guiteau.» Declara luego una señora de Nueva York, en cuya casa estuvo posando, o bordando, como aquí dicen, el acusado. De fijo, le quedó debiendo. Guiteau se exaspera de verse así sacado a la vergüenza. «Pero eran buenas señoras, dice, y muy cristianas. Es un buen lugar para vivir. Recomiendo esa casa como buena posada.» La señora afirma que Guiteau era peculiarmente osado en su modo de mirarla, y brusco y excéntrico en sus modales en la mesa. Otro caballero bostoniano recuerda que le oyó en la noche de su lectura, que le pareció, como todo lo que aquella noche hizo el lector, cosa de rematado loco. Un hombre de campo testifica entre los denuestos y apelaciones del preso, que la esposa de Scoville le acusó en su presencia de haber querido matarla con el hacha, y que él siempre lo creyó loco, al verle confundir las más conocidas frutas en los trabajos que le mandaba hacer, y hacía de buena voluntad, «como el de enjabonar árboles de hickory cuando yo le decía que enjabonase los manzanos». «Acusadores, prorrumpe Guiteau: os conjuro a que destituyáis de crédito esas historias absurdas del hacha y de mis torpezas. Yo trabajaba en la hacienda de mi hermana para pagarle mi posada. Lo de enjabonar árboles de madera por árboles de fruta era ignorancia. Yo estaba entonces estudiando teología.» «¡Si la hubierais visto!-decía otro testigo, el abogado Reed, que era fiscal de un caso en que Guiteau fue defensor:-¡Qué hablar de Dios y cosas teológicas en un pequeño proceso de robo! ¡Qué incoherencias! ¡Qué ademanes y gritos! Yo opiné aquel día, y todo me ha fortificado en mi opinión, que estaba loco. Luego se empeñó en adquirir un periódico poderoso de Chicago, y en que yo leyese su lectura sobre la segunda venida de Cristo. Le ofrecí pocos días antes del crimen ayudarle para que lograse un empleo humilde y sin responsabilidad y se revolvió contra mí lleno de ira. ¿Y en su prisión? Aún me parece hallarlo, gesticulando, como ahora, puesto en pie, ante Scoville y los que le hablábamos, alzar la mano al cielo, y culpar a Dios del asesinato del Presidente Garfield.»

     «¿No le habéis oído decir en este mismo Tribunal hoy mismo, en ese discurso que el Juez le ha permitido leer, que nada teme de nadie, porque Dios es su asociado, pero los que a él atenten deben saber que es muerte su pena, y no menos?» La acusación intenta en vano conmover al generoso e inteligente testigo. «He de aplastar toda mentira que digan de mí el defensor, y los declarantes», dice Guiteau con cólera, y gesticula, y contrae el rostro de tan ridícula manera, que el juez le ordena inmediata compostura.

     Y este día acaba; y le atan las manos con brillantes esposas; y salen del salón, con los anteojos de teatro y la cestilla de provisiones, las damas ricas; y los jurados pensativos abandonan lentamente sus asientos, y con su paso elástico, rápido, inquieto, pasa como quien se desliza, como quien odia, como quien espía, y mira torvamente, ¡y salta al sombrío vagón la humana hiena!

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 12 de diciembre de 1881

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