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13. Carta de Nueva York

El proceso de Guiteau.-Ser hoffmaniano.-Sus hermanos declaran por él.-Él cuenta su historia



Nueva York, 10 de diciembre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     No amengua, no cesa el interés que inspira el proceso del matador de Garfield. Tal parece que una fiera se exhibe, y que la nación entera acude a verla. Es un ente frío, demoníaco, lívido. Deja la impresión de un cerdo salvaje: tiene su mirada, odiadora y luciente, su crin hirsuta, su modo de arremeter, de espantarse, de emprender fuga. ¡Oh! no hay fantasía que lo afee. Es un ser hoffmaniano, fantástico. Que en la escala moral de fiera a hombre, hay sus grados, como en la escala zoológica. La victoria está en humillar la fiera. En ese reo, porque por reo le tiene el tribunal humano, la fiera royó al hombre, y se sentó en el hueco de su espíritu. Y poco a poco, de brillar en sus ojos, de hablar por sus labios, de obrar por sus manos, fue dando a la criatura externa su apariencia. No mueve a lástima: no mueve a perdón: no mueve a excusa: no halla aposento en los corazones de los hombres, sino en su odio. La razón exige que su vida sea salvada, por la inutilidad del acto horrendo; por la ineficacia de matar al monstruo para detener la potencia de la naturaleza de criar monstruos, porque al fin, movido por la soledad prolongada y el espanto, puede, al riego de las lágrimas resucitar en el fondo de su cuerpo ese hombre roído, y porque pudiera, en estos días de ira, la justicia tener aspecto de venganza. Y no se debe matar a una fiera en la hora en que se está siendo también fiera; que esto es ser igual a él, y no su juez. El hombre debe tener siempre en alto las bridas de sí mismo: no abandonarlas, ni dejarlas llevar de la tormenta. De lo interior suelen soplar vientos tremendos, que parece que vienen de sima honda. Hay que estar seguro de sí, para poder echar en cara a los demás que anduvieron extraviados. Pues ¿qué pena mayor para ese hombre que ver evaporados sus cálculos, y descubierta su miseria, y sus deseos irrealizables, y su última tentativa frustrada, y su ruin mente revelada a sí propio, y huidos irrevocablemente todos aquellos provechos que esperaba de su acto? ¡En verdad que no hubo jamás mayor villano! Eso arroja la causa, eso revela el proceso. No tiene ese hombre ni la dignidad de su crimen. Juguetea con él: lo hace caso de argucia y de risa. No se sientan a su lado, ni reflejan tristezas en sus ojos, la imagen de la muerte que causó, ni la imagen de sí propio, en huesos y sin carnes, que ya toca en su hombro y le amenaza. Parece una criatura de los mundos adonde los jueces de su crimen van tal vez a lanzarlo. Ama la vida con abominable apego. Es aun motivo de confusión para la mente; pero lo es siempre de desagrado para los ojos. Parece un mar de hielos, que al menor empuje del viento se desata.

     El buen Scoville ha traído su cortejo de testigos favorables: la hermana del preso, ha contado en su beneficio su historia de caídas, extravagancias y miserias; su hermano que lo creía antes culpable, ha venido a probar, en su honrado y desembarazado testimonio, que no lo tiene ya por dueño de sí, sino por enajenado. La defensa ha sacado a luz su hueste de expertos, que lo proclaman demente. Pero él mismo, que con tono jocundo y amable sonrisa se sentó en la silla de los atestiguantes a ser testigo de sí propio, se levantó convulso, extenuado, como si llevara aún sobre el cráneo la mano férrea de su hábil fiscal.

     Y la acusación ha traído sus declarantes, que combaten y contrastan las afirmaciones de la defensa; y ya tiene preparados, y puestos a la lucha sus expertos.

     Y el mismo hermano de Guiteau, airado porque en busca de excusa para el matador quería tacharse de loca a una buena y amable hermana que ahora entra a la vida, ha venido, como con aliento pujante, a desvanecer la creencia de locura permanente en la familia, en cuya certidumbre basa el buen Scoville la defensa del matador, y basaron sus declaraciones los expertos.

     ¡Espectáculo singular el del Tribunal! Allí están, como desde el comienzo, los jurados a quienes toda relación con cosas extrañas al proceso es prohibida: están mudos como los oráculos, para romper después en voz de oráculo. Allí está el Juez que gana fama para sí y para su pueblo, con la inusitada benevolencia con que trata al preso, por que el Tribunal lo vea, y el mundo todo, y no se diga luego que se le mató sin defensa, o se le privó de alguna probabilidad de salvarse, o se le condenó sin justicia. Allí está el defensor, con su rostro fatigado y benévolo, y sus ojos ansiosos. Triste y conmovida, está allí la hermana. Y los acusadores en sus puestos. Y protegiendo la espalda del preso, un muro de policías. Y el salón de magníficas damas, de ancianos sofocados que piden auxilio, y modo de salir del concurso: el salón, curioso, reidor, profanador, que se regocija, como de ver las convulsiones de un animal ebrio, con los espasmos, los exabruptos, los remedos, los cínicos chistes, los ademanes brutales del acusado. Ríen los concurrentes a carcajadas: el preso comparte las risas que provoca: los callan los ujieres: los riñe en vano el Juez. No pasea por la sala regocijada la sombra lúgubre del venerado muerto.

     Uno de los acusadores, el juez Porter, es grave y solemne, y puso su mano implacable en las entrañas del preso, y lo sintió convulso bajo su mano, y arrancó de él su único grito honrado, su único gemido de remordimiento, su única señal de acatamiento a la naturaleza humana. Otro de los acusadores alardea de crítico, y de diestro, y de temible, y de travieso: y estruja a los testigos, y los punza, y los sacude, y los exaspera, y provoca a Guiteau befa, y le lanza pullas, y emprende querella de comadres con el defensor, y se paga de que sus chistes sean reídos a coro: es Davidge, el interrogador de los expertos. Su consejo es preciado, y precioso; su risa es heladora; su perspicacia, grande; su conducta en el Tribunal, pueril y censurable. Declara la viuda de un primo de Guiteau, muerto en un asilo de dementes, que Guiteau se prendó de su hija, y la quería educar a su modo, para hacer luego su esposa de ella:

     «¡Oh-exclama Davidge:-ésa es una forma muy común de locura!»

     Repite luego las palabras de un testigo, y dice del preso, valiéndose de ellas:

     «¿Parlanchín y fanfarrón y un poco débil del piso alto? ¡Pues cómo ése andan muchos locos por el mundo!»

     Estima uno de los expertos que entre cada cinco hombres que parecen cuerdos, hay uno loco, y dice Davidge:

     «¡Pues eso quiere decir que hay dos locos y medio en el Jurado!»

     «Cuidado, Juez, que eso os toca de cerca», dice Guiteau.

     «Tal vez algunos de los abogados pudieran ocupar el lugar de los jurados», prorrumpe colérico Scoville.

     Tales escenas colman de gozo a los concurrentes, y son diarias. Ya es Guiteau que, como niño malcriado, vuelve la espalda al acusador que le interroga, calla y se da a leer un periódico: ya es que, en frenesí de ira, lo cubra de injurias, hienda a puñetazos la mesa que tiene frente a sí, amenace con el brazo alto y la mirada fulminante a los acusadores, y a codazos y con palabras irreverentes, aparte de su lado a los guardianes que lo calman: ya, como en sala de escuela, recita con tono dramático un trozo de discurso, y lo anuncia y lo comenta en tono vulgar después de recitado: ya lee un periódico sacado del manojo de ellos que lleva cada mañana al tribunal entre sus manos aherrojadas, y da una página del diario que lee a sus guardianes, que tras él hacen muralla: ya afectando modales caballerescos, habla con lengua y modo senatoriales al letrado acusador, y todo es mieles, gozo, y gala de elegante: ya como si supiese que aquella de que se ase es la última tabla de su vida, pálido, amenazante, iracundo, angustiado, terrible, prendido con ambas manos a su mesa de debate, disputa, grita, empuja la mesa, como si quisiera salirse de sí y de su cárcel, y defiende como a dentelladas la frágil tela en que ha bordado su defensa. Que obró por orden de Dios: que no obró por ira de verse desatendido, ni le movieron esperanzas del fruto de su crimen: que la división del partido republicano no fue pretexto que encubriese la razón real de su acto, sino la razón real de él: que del seno de su madre y de los pensamientos de amor de su padre, ya venía loco: que los hombres deben juzgar como locura esta que para él fue agencia voluntaria e irresponsable de mandato divino.

     Y la acusación mantiene que obró por ruines esperanzas de provecho; que meditó realizar para su beneficio el acto con que al mismo tiempo complacía sus instintos de venganza; que preparó el crimen para que pareciese obra de exaltado político, a quien los que triunfaban por su acto quedarían obligados, y no obra de fanático religioso, porque entonces no hubiera pensado, como pensó, en los que debían a su juicio darle paga; que vio, con su funesta perspicacia, una razón de excusa y una capacidad de provecho en las disenciones republicanas, pero que éstas no fueron la causa de su crimen, que él comenzó a concebir cuando comenzó a verse desairado.

     Oíd a su hermana, que cuenta la extraña historia del hombre preso, en voz muy rápida, como si quisiese desasirse de lo que dice, y muy baja, como si saliera la voz de un alma exhausta. El preso la desmiente, la interrumpe, la ofende. ¡Qué raro caso! El abogado la interroga: es su esposa: el hombre por quien comparece es su hermano. Es a la par procesada y testigo. Con acento enérgico contiene al acusador que quiere perturbarla. Su voz es suplicante; su desventura impone silencio, su narración es clara.

     «Mi pobre madre estaba siempre enferma: moribunda estaba cuando nació él, y murió a poco. Él era un niño extraño: a los seis años no hablaba: más tarde, era muy tierno: a los diecisiete años, ya lo halló poseído, cuando fui a verlo en su temporada de colegio, de su extraña manía de redención y de reforma: estaba lleno de lecturas extravagantes: quería irse, y se fue con los socialistas cristianos de Oneida. Cuando lo fui a ver a la comunidad de Oneida, me pareció que lo habían aterrado, o dado un golpe en la cabeza, o hurtado su mente. Luego vinieron todos esos infortunios: sus ambiciones locas, su matrimonio, sus miserias, sus tentativas ridículas y osadas, sus constantes caídas. Volvió a mi casa donde había estado de niño. Allí no hacía ya cosa que no fuese de enajenado, ni obedecía orden a derechas, ni veía bien a mis hijos, ni dejaba la Biblia de las manos, ni ocultaba sus odios ni sus iras. Un día, al fin, alzó sobre mí el hacha con que estaba partiendo leña; yo me abracé a mi hija: '¡Que lo echen fuera!' '¡que lo echen fuera!' y lo que me espantaba no era el hacha sino sus ojos. ¡Nunca he podido olvidar aquellos ojos! Desapareció y volvió a la casa. Supo que le teníamos por demente, y que, a no ser porque le faltaba el acuerdo de su padre y hermanos, lo hubiéramos confiado a un asilo, y huyó luego. ¿Quién no sabe el resto de su historia dolorosa?»

     Y oíd ahora a su hermano.

     Su hermano es un hombre especial, exaltado, veraz, fiero. Cuenta cómo, después de áspera riña con el preso, y temeroso de él, fue a verlo a su celda. Al principio, le hablaba desde lejos, como quien evita un asalto que teme. Luego se acercó a él, ya asegurado. «¡Quiero que honren nuestro nombre!-decía en altas voces el preso:-quiero que me llamen-Guiteau el patriota, quiero que entiendan que no han de decir Guiteau asesino.»

     El hermano se acercó más a él, y le dijo en voz baja:

     -Creo que eres honrado en lo que estás diciendo.

     -Obré por orden de Dios: no me importa morir o sufrir por él.

     -¿Pero tú eres honrado?

     -Soy honrado.

     -¿Y quieres morir por ese principio como Cristo murió?

     -Sí quiero.

     -Pero tú sabes que ese jurado que te va a juzgar no aceptará tu concepto de la inspiración.

     -Lo sé.

     -¿Y sufrirás la pena que te imponga si no la acepta?

     -Sí, la sufriré.

     -Dicen que tienes miedo de morir.

     -¡No tengo miedo: no me importa un ápice mi vida!»

     Y todo esto en la celda sombría, con aquel aire húmedo, con voces rápidas.

     -¿Y prefieres ser colgado por la ley o matado en un motín?

     -¡Ea!-gritó el prisionero corriendo a un rincón de la celda, y ocultándose tras una mesa:-¡ni en motín ni colgado!»

     «Y al punto rompió a reír, de lo bellaco de su acción, y todos reímos. Desde aquel día creo que dice la verdad en cuanto dice: desde aquél lo creo demente. Hasta entonces lo había creído responsable, porque estimaba que en su vida anterior había preferido voluntariamente la senda del mal a la del bien. En Boston vino a moverme querella porque le habían dicho que yo informaba en daño de él, y lo acusaba de mal pagador, y en Boston le dije esto que digo. Y me respondió que quería vivir como Cristo, cuando hablábamos de que no pagaba a tiempo sus cuentas de posada. Cristo iba a una casa y si las gentes lo recibían él bendecía a las gentes. Él trabajaba para Dios, y Dios debía cuidar de pagar a sus posaderos. Hablé en bien de la comunidad de Oneida, y él, que ya la odiaba, montó en iras. Así colérico, quise que saliese de mi oficina. Al empujarlo a la puerta me llamó bribón y ladrón: le di con el dorso de la mano un golpe en el cuello, y él me devolvió tal golpe en la cara que entré en respeto de él. Yo lo creía poseído de un demonio. La teoría religiosa es que hay dos fuerzas en el Universo: una bajo Satán o el diablo, y otra bajo Dios o Jesucristo: mi padre sostenía que había gentes poseídas del diablo o Satán,, y otros de Cristo o Dios: creía que los dos poderes estaban en guerra, y que desde la caída del hombre venía Satán para cautivar a cuantos hombres pudiese, y no fuesen buenos creyentes en el Salvador, ni se hubiesen salvado del poder del pecado por una unión completa con Jesús. Creía que todo mal, toda enfermedad, toda deformidad eran defecto del pecado, o del poder del diablo, que es el mal espíritu, la mala naturaleza. Y mi hermano y yo creíamos como mi padre. Y yo creo que mi hermano por su maldad, por su voluntad, por su soberbia, permitió que Satán alcanzase tal dominio sobre él que estaba bajo el poder de Satán. Y por eso creía yo que mi hermano era responsable ante Dios de haber elegido por dueño a Satán, mas no responsable ante la ley por los hechos que Satán le inspirase, puesto que ya estaba en un sentido privado de su mente. Mas eso no ha de decirse de mi padre, que siguió a Dios, y no era loco. Por esto dije al tomar póliza de seguro sobre mi vida que no había habido casos de demencia en ella.»

     -«No hubiera quedado duda de su extravío-decía luego la viuda de un primo de Guiteau, que murió loco en un asilo-a quien le hubiese visto vigilar, perseguir, cortejar, importunar a mi hija, que era entonces muy niña, y entró en gran miedo de él.»

     Pero era al preso a quien había de oírse.

     «¡Oídle!» había dicho Scoville, como si fuera cosa tan clara la clemencia del preso que quedara probada con oírle. Coquetea con los jueces; simula resistencia; no ha de obligársele a hablar cuando no se siente dispuesto: reconocerá unas cartas, mas no hablará.

     Vedle cómo, temeroso de que puesto de faz al público se atente a su vida, mira a diestra y siniestra con recelo, cómo se levanta, dueño ya de su miedo, cómo habla al público, graciosamente apoyado en la tribuna de los declarantes, con ademán ceremonioso y complacido, y con fina sonrisa, como orador seguro de su fuerza, que va a hablar a público amable. Mas el temor le vence, y pide silla, que así no hay tanto blanco a manos matadoras: y es bueno que Dios cure de su vida, pero no estima impropio que las maderas de la tribuna le protejan. Monta en su nariz correcta las gafas airosas, y lee, con aire de autor satisfecho las cartas que va identificando. Tiene variedades de escritor, y de escribiente. Parecía muy lleno de fruición. «¡Oh, qué letra!» «¡Rica letra!» «Pues ésta es mejor.» «Y esta carta parece un grabado en acero.» «Magnífica letra.» Parecía un niño engolosinado en un nuevo juguete. Luego leen las cartas que identifica, y él las aumenta, las repele, las acota, las goza. En una dice: «Mi eterno matrimonio con Jesús y su pueblo en este mundo, es en mí preeminente a toda otra atracción.» Y dice en otra: «Todo lo he olvidado por Cristo: reputación, honor de hombre, riquezas, fama y renombre mundano. Ya pasó para mí, quiera Dios que por siempre, aquella persecución de bienes de la tierra. Esta comunidad de Oneida es el germen del reinado de Dios, y esperamos por el tranquilo y vigoroso adelanto de la asociación, que el mundo entero será pronto su reinado.» Pero ya empieza a declarar como testigo y es preciso verle comenzar sereno, a poco sacudirse, estallar luego, golpear la mesa, empujar la vara de madera que le aparta del recinto del Jurado, romper de súbito en alardes de ira, en palabras grotescas, en voces altas y violentas: es preciso verle regar, como si no viese lo que riega, todas aquellas frases o memorias de hechos que concuerdan con la teoría de su defensa, y esquivar todas aquellas que pudieran fortalecer la acusación: es preciso oír su verba caudalosa, desenvuelta, saltante, chasqueante.

     Se hurta, como zorra, de los peligros de la narración. Se aferra como can con hambre, a los sucesos en que puede basar sus esperanzas. Y como si los disputara a un can rival, los sacude, los tritura, los pone en alto. Hace reír y se le aplaude. Y luego que hiere con el puño cerrado la verja de madera, y se entrega a arrebato escandaloso, y agita al Juez, que le impone silencio, a su defensor que lo apacigua, al público que se conmueve, a sus guardianes que intentan reprimirlo, mira-como si mirase por debajo de su misma mirada-al público y a sus jueces. Así decía, contando su vida:

     «Siempre me sentí sin madre. La vi moribunda, y no la volví a ver. Ya a los doce años, en casa de Scoville vivía yo e iba a la escuela. Mi padre se casó de nuevo entonces sin mi consentimiento, lo que era un modo muy extraño de hacer las cosas. ¡Oh, mi padre! Yo quería educarme, y él quería salvar mi alma. ¡Yo quería estudiar historia, leyes, lenguas, y él quería que yo entrase como único modo de prepararme para la gloria divina, en la comunidad de Oneida! ¡Él, él me hizo ir a ese antro hediondo! ¡Y me decía que, aunque fuese yo el hombre más grande de la tierra, de nada había de valerme, si no salvaba mi alma! Él me mandaba el Bereano, que es la Biblia de la comunidad, y sus periódicos. De aquello me envenené: en leer aquello perdí mis ojos, mi voluntad, mi afán de ciencia. Al fin fui a la comunidad; allí vi la teoría de la inspiración, de que se decía depositario Noyes, el Cristo de aquella comunión. Noyes decía que su comunidad era el principio del reinado de Dios sobre la tierra, y que él era socio de Dios, y que sólo por él serían los hombres salvados, porque él era hombre más grande y divino que el Señor Jesucristo. Y he de decir que de niño recibí un gran golpe en la cabeza: media pulgada de mi dedo meñique me cabe aún en la herida. De todo eso era fanático mi padre, y creía que el diablo se entraba en los cuerpos, y que para curar las enfermedades no había más que espantar al diablo, de modo que yo mismo, cuando me sentía con la cabeza dolorida en Oneida, no me hacía remedios, sino que decía al diablo: '¡Fuera de mí, diablo viejo!' ¡Pero mi padre era muy sincero, y muy intenso, muy vehemente, muy arrebatado en sus creencias! y me salí de Oneida; y me fui a Nueva York a fundar aquel periódico que no pude fundar, y que era idea soberana: El Teócrata. Luego leí leyes tres o cuatro meses en la oficina de un abogado, y me fui a ver al fiscal del distrito, que me hizo tres o cuatro preguntas de las que erré una, y me dio un certificado que decía: 'Por este documento certificamos que Charles J. Guiteau ha sido examinado por nosotros y que le consideramos apto para la práctica de la abogacía en la Suprema Corte del Estado de Illinois.' Y así me hice abogado. Y por mi apariencia me daban muy buenos pleitos. Y yo iba a casas ricas de comercio, y pedía pleitos, y no dejaba de ir hasta que no me los daban, y así gané miles de pesos en Chicago y en Nueva York. Pero el Herald me llamó estafador, y me arruinó eso. Luego anduve por hoteles, y un día me sumieron en un calabozo de las Tumbas. ¡Horrendo calabozo! De allí me sacó Scoville, y corrí a bañar mi cuerpo en agua caliente. ¡Oh! ¡yo hubiera hecho buenos dineros a no ser por el Herald!»

     Contó entonces el acusado aquella extraordinaria empresa suya que consistió en querer comprar en $75,000, para lo que pedía $200,000 a uno de los que tenía él por sus amigos, un famoso periódico en Chicago: el Inter-Oceano. Y fue de ver cómo no dejó cosa de interés para la empresa que no hiciese. Ni veía a pequeños, sino a grandes. Quería reunir en la hoja colosal el ingenio que para adquirir anuncios ha desplegado un periódico de Chicago, de gran renombre, La Tribuna, al espíritu de empresa del fundador del Herald y al republicanismo brillante de aquel celebradísimo periodista, Horacio Greeley. Se buscó magnos redactores. Ajustó espléndido edificio. No dejó cosa por hacer. Trató de establecer gran servicio de telegramas; vio y ajustó prensas, y escribió al Herald, que no le contestó por cierto, en demanda del derecho de publicar a par de él los minuciosos telegramas que a gran costo recibe el diario neoyorquino de todas las partes de la tierra. Y ¿qué propuso al periódico famoso en cambio de tan grande beneficio? Como el Herald le había llamado estafador, él había entablado proceso al Herald por $100,000 de perjuicios-¡proceso muerto!,-querella de desesperado. ¡Y propuso al Herald, en cambio de sus telegramas, dar por no establecido el proceso curioso! Y él había dado de mano a la demanda de perjuicios, porque él tenía para sí, y aún tiene, «por más que ya no le importe, y haría renuncia del puesto» que había de llegar a ser Presidente de los Estados Unidos: ¡y no cree él que un Presidente deba tener en contra suya al Herald!

     A este punto de su vida llegaron a Chicago unos predicadores grotescos y frenéticos, que atraían concurrencia grandísima a sus juntas, y hacían de removedores de la fe, como ahora hacen en Londres, donde no allegan menos gentes a sus «Fes de Hosanna» y «Convites al Paraíso». Guiteau, por descontado, se hizo ujier de Moody y Shaddey.

     «Y entonces fue cuando me di a estudiar, por un sermón que oí a un pastor, la segunda venida de Cristo. ¡Oh! ¡estudios grandes! No salía yo de la biblioteca pública de Chicago. Y escribí mi lectura, en cuyo asunto había meditado años, y que no vino a menos que a probar que la segunda venida de Cristo ocurrió cuando la destrucción de Jerusalén, allá en las nubes, directamente encima de la ciudad, y que la destrucción de Jerusalén no fue más que la señal visible de la venida de Cristo. Porque ésa es la verdad, y no, como creen las iglesias, que Cristo ha de venir en tiempos futuros. Y allá me fui como San Pablo, cayendo y levantándome, hoy echado de una casa y mañana de un ferrocarril, a publicar mi hallazgo religioso, y a leer mi discurso. Pues a Pablo le pasó lo que a mí: ni él ni yo teníamos con qué pagar posada: ni lográbamos éxito, porque habíamos descubierto nuevas ideas en teología. ¿Y no trabajaba yo para el Señor? Pues el Señor, como lo tiene dicho de quien para él trabaje, cuidaría de mí. Yo andaba pensando siempre en San Pablo, y huyendo de los conductores. Aún río y gozo acordándome de aquellos buenos tiempos. Y el Señor me protegía siempre. Un día hice de modo que, obligado a salir de un carro, cambié de sitio y seguí viaje a Washington, y se me sentó al lado un hombre a preguntarme si quería yo una buena posada en la ciudad. Y precisamente estaba yo orando al Señor para que me diese una buena casa donde posar.»

     El buen Scoville, ganoso de probar cómo en mente tan frágil como la del preso, se clavaron, como en cera, las extravagancias de los fanáticos, de modo de poseerlo y quitarle dominio de sí, y darle capacidad para el futuro crimen, le hizo decir entonces cómo se cree en la comunidad de Oneida que el hombre que va a ella es hombre de Dios, e inspirado por Dios; y cómo se tiene al Jefe por comunicante directo con la altura, y profeta del Señor entre los hombres, a quien los de su comunidad obedecen, y en cuyas manos ponen hacienda, pensamiento, voluntad y toda pertenencia de alma y cuerpo.

     «Y seguía yo leyendo sin fortuna, como en Boston, donde ese gran hereje Ingersoll iba a pronunciar su discurso sobre el infierno, cuya existencia niega, y tuvo casa llena, rebosante: y yo, que quería probar que hay infierno, no tuve más que a una docena de personas. Pagaban 50 centavos para oír que no había tormentos infernales y no querían pagar para oír que los había. Abrí oficina de abogado y me fue mal. Emprendí de nuevo campaña de lector y me fue mal. Publiqué mi 'Verdad o el compañero de la Biblia', y no halló eco. Y vino la campaña electoral, y decidí hacer de mí hombre político. Pergeñé mi discurso, ese que se llama 'Garfield contra Hancock', y que tuve que rehacer de modo que conviniese a Garfield, porque yo lo escribí en la creencia de que sería Grant electo candidato republicano. ¡Ese discurso-dijo Guiteau con tono grave, tono de quien habla a siglos venideros sobre obra de coloso-fue escrito en la Biblioteca del Estado de Boston!»

     De este modo, con su palabra insolente, desnuda, desvergonzada, movible, inquieta, contó sus vanas visitas a personajes, «a esos amigos», cómo él dice, a Arthur, a Logan, que es olímpica persona, y a otros de no menor valía. Contó sus merodeos por las oficinas de la campaña; que envió a los cuatro vientos su discurso; que dijo un trozo de él en una junta de hombres de color; que «esos amigos lo trataban muy bien, y que estaban contentos de verme, y todas esas cosas»; que, no bien fue electo Garfield, le escribió en demanda de la embajada de Austria, porque iba tal vez a hacer matrimonio con dama rica; y le venía bien la embajada; que vio a Blaine en Washington en busca del empleo de Cónsul en París, en que al fin fue rechazado; que veía bullir a su partido, y agrietarse, y leía la contienda en los periódicos; que escribió a Garfield cartas pacificadoras, que, por, cierto, llevaban al pie del consejo preguntas sobre el empleo de Cónsul que ahora deseaba, que no tuvo respuesta, y que, en la noche en que con la renuncia de los Senadores ofendidos por Garfield culminó la división en el partido, él tuvo de Dios la inspiración del acto.

     Asumía tonos lóbregos, tristes, dramáticos, como de quien oye y ve maravillas, y es causa de ellas. «Me fui a dormir aquella noche, todo opreso de ideas graves sobre aquellas disensiones: y la impresión, como un relámpago, vino a mi mente de que si Garfield no estuviese en el camino, toda la dificultad estaría resuelta. Con la mañana me volvió la impresión. Ya no me dejaba la idea de la remoción del Presidente; la idea trabajaba, me torturó, me oprimió durante dos semanas. Yo estaba lleno de horror, y la echaba lejos de mí, la sacudía, la sofocaba, pero ella iba creciendo, iba creciendo, de modo que al fin de dos semanas mi mente estaba segura de la necesidad de remover al Presidente. En cuanto a la divinidad de la inspiración-os digo que fue divina-exclamaba con grandes voces: entonces creí y creo ahora que fue divina. ¡Yo oraba, oraba, oraba: porque quería que el Señor se me mostrase de algún modo, y me dijese si no era su voluntad que yo removiese al Presidente. Y el Señor no se me mostró, porque aquélla era inspiración de él para el bien del gran pueblo americano:

     -¿Cómo para el bien del pueblo americano?-le pregunta Scoville, que arrancaba de él esas aclaraciones y respuestas.

     -«Para unir las facciones del partido republicano, que estaban entonces en riña amarga y deplorable: para evitar que, a causa de la destrucción del partido republicano, rompiese la nación en nueva guerra. ¡Sí, Dios me inspiró cuando entré en Oneida; cuando quise fundar El Teócrata, cuando salí a predicar como San Pablo, cuando concebí la remoción del Presidente! Dios me cuida. ¡Ved cómo me ha librado de asesinos! Dios me protege, Dios y el Gobierno: esos soldados, esos jurados, esos expertos, este Tribunal, están aquí para servir a Dios y protegerme!» Como salta la lava encendida saltan estas palabras de sus labios. «Yo no quería mal al Presidente. Estuve en gran agitación espiritual, ahogado, conturbado: no tuve alivio hasta que todo fue hecho: entonces me sentí feliz, y di gracias a Dios.»

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 26 de diciembre de 1881.

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