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14. Carta de Nueva York

El proceso de Guiteau.-Lucha de gato montés.-Duelo solemne.-Reacción hostil.-Espectáculos inauditos.-Enorme depravación moral



Nueva York, 10 de diciembre de 1881

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     Empezó al punto el duelo formidable. El defensor, cual pastor bondadoso a oveja ciega, había ido sacando de riscos y poniendo en lugar de salvación a su defendido. El acusador, el afamado juez Porter, se levantó, cortés y sereno, inquebrantable y terrible, a trocar en lebrel humillado aquel cerdo del bosque: a buscar, y a hacer palpitar entraña de hombre en la rebelde roca. Y halló la entraña, y lo dejó a sus pies lebrel sumiso. Parecía la acusación ola de mar, arrolladora, icontrastable, creciente. Y la defensa del testigo parecía faena de gato montés, que acá se ampara de un tronco erizado; allá se echa sobre el cuello de su enemigo, aquí se escurre y alberga en una cueva, allí la deja, corre desesperado, encuentra muro, vuélvese a su adversario, escápasele herido, no halla refugio, y expira con los dientes clavados en la mano de su perseguidor. Fue un espectáculo extraño, siniestro, doloroso. Fue una lucha a mordidas. Los vulgares reían de él: los observadores se entristecían de aquella hora solemne. Se veía la sima profunda: el espanto del réprobo: la figura tremenda del juzgador. Se oía el grito desgarrador de aquella vida impía.

     El reo veía en su fiscal, vestido de negro y puesto en pie, la imagen del cadalso. Y el fiscal veía en el reo al engañador procaz de un mundo atento; y al retador de la verdad, que ha de abrirse camino, y ser señora. Comenzó el reo burlando, y acabó fulminando. Cortesía, befa, injuria, todo lo echó a la faz del acusador. Entró en el debate sonriendo, y obrando con gentileza, y hablando con seguridad, cual si de antemano tuviese ganada la victoria. A poco, alzaba el puño amenazante. A poco, se negaba espantado a responder. A las preguntas directas, satisfacía con presteza, y con frases de pauta. A las preguntas indirectas, como animal prudente que teme una celada, se hacía atrás. Huía, con visibles signos de terror, del análisis de su delito. Y el acusador se le entraba por las celdillas del cerebro, por los ríos del corazón, por las fibras de la mano. Le buscaba en el cráneo la cuna del crimen. Le buscaba en el pecho el hueco de un corazón que parecía ido de él. Hay naturalezas delirantes, frenéticas, enfermizas: la del reo infortunado. Hay hombres que parecen tallados en roca fulgurante, a cuyo resplandor se ve lo cierto, y en cuya superficie resbalan las saetas: el juez Porter, que no aturdía al preso con la gravedad de sus preguntas: que no se encarnizaba con el desventurado, sino ponía en claro su flaqueza, y lo dejaba luego, iba movido de anhelo de verdad, no de ira. Hemos de oírlos, que parece la entrada del debate como puñado de balas disparadas sobre tablas secas: es aturdidor, seguro, rudo. Sonríe el preso, y el acusador le habla como a hidalgo:

     -¿Os creéis hombre de capacidad considerable?

     -Permitid que calle mi opinión de mí, juez.

     -¿Habéis sido siempre hombre perseverante y decidido?

     -Hay gentes que lo creen.

     -¿Y decidisteis matar al general Garfield?

     -Declino responderos. Os digo que es ésa una manera ruda de preguntar. Fui el agente de Dios: no hubo en mí volición personal.

     -Y decidme, ¿ofreció el general Logan recomendaros para el empleo que queríais al general Garfield?

     -Lo ofreció.

     -Luego ¿mintió aquí cuando juró que no os lo había ofrecido?

     -Yo no diré que mintió. Me lo ofreció un día, y se excusó con no tener a mano pluma con que firmar la recomendación. Al día siguiente, ya no quería recomendarme. Así hacen todos esos políticos.

     -Vos exclamasteis, después de disparar vuestra pistola: «¡Ya es Presidente Arthur!»

     -No sé si lo exclamé. Lo que quiero es que entendáis que Dios lo hizo, y no yo.

     -Y ¿quién compró la pistola: Dios, o vos?

     -Dios facilitó el dinero para comprarla, yo fui su agente.

     -Supongo que fue alguien más quien facilitó el dinero.

     -Eso no hace al caso, digo. Fue un amigo que me dio $15. Con $10 compré la pistola.

     -¿Y recibisteis inspiración del cielo para tomar del amigo los $15?

     -Del cielo recibí inspiración para remover al Presidente: los medios fueron míos. Os digo que me cansan esos detalles.

     -¿Pero no tuvisteis éxito inmediato en la obra de Dios?

     -Los médicos lo tuvieron.

     -¿De manera que Dios no pudo, y vos no pudisteis, y pudieron los médicos?

     -Dios confirmó por ellos su obra.

     -¿Y cuándo os inspirasteis?

     -Un miércoles, de 8 a 9 de la noche.

     -¿Os dio Dios la comisión por escrito?

     -No.

     -¿Os la dio de palabra?

     -No, me la dio por presión sobre mí.

     -¿Pero de un modo oíble?

     -No.

     -¿No vino a vos, como visión de la noche?

     -¡Oh! ¡yo no me inspiro de ese modo!

     -¿Se os ocurrió que debía ser removido para resolver la dificultad política?

     -Sí.

     -¿Y que erais vos quien debía matarlo?

     -No se me ocurrió eso al principio.

     -¿Y no pensasteis que pudiera ser removido sin ser asesinado?

     -No, juez; ¡y os repito que no me place esa palabra: asesinato!

     -Ya sé yo que no os place, y que es dura, pero ésa es la palabra.

     -No recuerdo esos hechos menudos. Si hubiera disparado sobre el Presidente de los Estados Unidos por mi propia cuenta, ningún castigo hubiera sido bastante severo o bastante rápido para mí. Pero obré como agente de la Divinidad: sépanlo tribunal, jurado y acusadores. Digo que la remoción del Presidente fue un acto de necesidad nacido de la situación y realizado para el bien del pueblo americano. En esa idea fijaos, no en esa vuestra fría de asesinato: nunca fue mi primera concepción de asesinato en este asunto.

     -¿Y os sentía muy obligado al pueblo americano?

     -Entiendo que el pueblo americano puede alguna vez considerarse muy obligado a mí.

     -Os pregunto si os sentís vos obligado a él.

     -No sé por qué no haya de estarlo.

     -¿Y al partido republicano?

     -No, que yo sepa.

     Y Porter adelanta, así, enfrentando los documentos del reo, ciñéndolo a fechas, echándole en el rostro las contradicciones de motivo y de fecha que en los documentos aparecen. La acusación se va cerrando, como dogal de hierro: adelanta con paso seguro. Es guerra de capitán preparada contra neófito sorprendido. Ved cuál se cierra ahora.

     -¿Dijisteis en una carta al Presidente, luego de ser rechazado por Blaine en vuestra solicitud de empleo, que Blaine era un malvado, y que de no removerlo, vendrían daños al Presidente y a su partido?

     -Daños políticos, no físicos. Todo hombre inteligente entenderá ahí daños políticos.

     -¿Fue aquel miércoles de mayo cuando concebisteis la idea de remoción?

     -Fue aquél un mero relámpago, que no tomó forma hasta después de dos semanas.

     -Luego no hubo inspiración en mayo.

     -No. Fue mero relámpago, embrión de inspiración, simple impresión la que vino a mi mente de que aquello habría tal vez de ser hecho. Ya en primero de junio tenía hecho mi ánimo. Antes me prosterné, oré, dudé.

     -¿Dudabais?

     -Porque mis sentimientos personales estaban contra el acto.

     Y allí quedó la primera escaramuza de la batalla. Al día siguiente, Guiteau entró en el tribunal hosco, desatentado, arrebatado. Vejaba a su acusador, remedaba sus tonos, decía sus respuestas con las mismas palabras y el mismo acento de la pregunta. Temía el debate: traía al cuello el dogal: no quería debate.-Ya era este exabrupto: «No tenéis que mirarme tan fieramente, ¡que no me dais miedo!» Ya era este otro: «No necesitáis apuntarme con vuestro dedo huesoso, ¡que no os temo!»

     A veces, con raro indecoro, el auditorio rompía en risas. Pretendía el acusador obligar al reo a respuesta, y el reo se sacudía de él, y le hacía mofa. Era siniestro aquel debate ridículo. ¡Tened, tened ahora!

     ¡Responded, responded esto! ¡Esperad! ¡Masticad eso! Antes del nuevo examen, Guiteau apela a aquellos de sus amigos que quisieran enviarle dinero para los gastos de su defensa: «Pueden enviar 5, 10, 50, 1000 pesos si quieren.»

     -¿Conque estabais en duda, acusado?

     -No de la inspiración de Dios, sino de la posibilidad de obedecerla.

     -¿Diferís de la opinión de Dios, y discutís lo que os ordena?

     -Estudiaba la posibilidad de cumplir su orden.

     -¿Y usó Dios la palabra remoción?

     -Así vino a mi mente. Uno mata a otro en querella, y es asesinato. Esto fue homicidio.

     Y así lo ceñía, lo escudriñaba, lo volcaba en tierra, vencido por su lógica, y el acusado aun desde el polvo, se guarnecía el cuerpo con su escudo abollado y maltrecho, y clamaba alzando sus manos crispadas y amarillas: «¡Divinidad! ¡Divinidad!» Dicen que le brillaban los ojos, acusando preñadas nubes de ira, con fúnebres relámpagos: que sus labios contraídos dejaban ver sus dientes relucientes; que sacudía, en dirección de su acusador, el puño apretado, y parecía a punto de estallar, y henchido de odio.

     -¿Pues todos los que han querido mataros no son asesinos?

     -¡Sí! porque no estaban inspirados por la Divinidad.

     -¿Y obró mal el sargento que quiso mataros en vuestra celda?

     -No sé si obró mal. No quiero responderos. Conozco hombres más grandes que vos, juez Porter. Ya os he visto sacudir vuestro dedo en Nueva York a otros presos, ¡no os tengo miedo!

     -¿Obró mal?

     -No quiero responderos.

     -¿Conocéis los diez mandamientos?

     -Sí.

     -¿Y tenéis más evidencia de que Dios dijo: Tú matarás, que la que tenéis de que dijo: Tú no matarás?

     -No quiero discutir más esta materia. Ya sabéis lo que hice y por qué lo hice. Esto es cosa muy sagrada para tratarla de ese modo tan ligero. No la trato.

     -Un amigo vuestro ha jurado que cuando teníais 18 años, disteis un golpe a vuestro padre.

     -No lo recuerdo.

     -Vuestra hermana jura que alzasteis contra ella un hacha.

     -No lo recuerdo.

     -Otro dice que la amenazasteis con quitarle la vida.

     -Jamás la amenacé.

     -Quisiéramos saber cómo os proponéis allegar los fondos que esperáis.

     -Tomándolos prestados. Ved, juez, cómo yo pido, que eso puede serviros. Ni miento ni hablo. Voy derecho a mi hombre, y le pido lo que necesito. Si lo tiene, tal vez, en el impulso del momento, me lo da. Si no, no: eso es todo.

     Inagotable parecía el arsenal del juez Porter: no fue la menos temible, ni menos certera, esta arma suya:

     -Cuando fuisteis a probar vuestra pistola ¿teníais orden divina para hacerlo?

     -No sabía usar armas y quería familiarizarme con ella.

     Y a esto vino esta pregunta, repleta de amenazas, que el reo aturdido intentó parar en vano.

     -No sabíais cómo disparar la pistola, ¿pero era ésta la obra de la Divinidad?

     -Os digo que no alcanzo-prorrumpió Guiteau con salvaje manera-a qué me importunáis con esas pequeñeces. Podíais dejar de hacerlo. Ya habéis hablado demasiado del acto externo de la Divinidad: ¡id al motivo!

     Demuestra el juez cómo en un documento relativo a la muerte del Presidente, habla de razón política, y no de orden divina:-que cuando esperaba de Blaine empleo, le ofreció su apoyo para su candidatura a la Presidencia en 1884: que cuando fue a poco despedido por Blaine, lo denunció a Garfield como un mal genio: que breves días antes del de la concepción, encendido ya en interna cólera el partido republicano, dijo a Garfield, que «a modo de relámpago» le había venido «la inspiración» de que debía ser reelecto en 1884, y le ofrecía su auxilio: demuestra, en suma, que a medida que amenguaban, y se perdían las esperanzas del preso de alcanzar empleo, se acercaba la hora de la remoción de aquel que no quería emplearlo.

     Y a esto, con firmísimo tono, seguro de la pasajera impresión que su razonamiento causaría, por más que la razón objete que pareciendo ser el deseo de provecho mezclado al de venganza, aunque mayor el de provecho, el móvil de su crimen, de matar a Blaine no hubiera alcanzado, por no dar paso esta muerte a un nuevo Presidente, el provecho que pareció haberse prometido; a esto, dijo resueltamente el acusado:

     -Nada tuvo que hacer la derrota de mi solicitud en mi acto. No soy un cazaempleos ofendido. Si hubiera obrado por malicia, hubiera matado a Blaine, y no a Garfield. La Divinidad me dirigía: mil hombres de entre los republicanos, dado el odio y exaltación de aquellos días, hubieran matado a Garfield, si hubieran tenido el nervio, el vigor mental y la oportunidad de darle muerte.

     -Habéis dicho en una carta que la muerte del Presidente era una necesidad política, ¿os lo dijo así Dios?

     -No requería eso que Dios me lo dijera.

     -¿Os dijo Dios aquello que dijisteis, que con su muerte sería salvada la República?

     -Mi propio juicio me lo dijo: y era así la verdad.

     -¿Vos estabais bajo la protección de la ley, cuando el sargento pretendió mataros? ¿Estimáis eso un crimen?

     -Eso es un crimen.

     -Dijisteis en una carta a La Casa Blanca: «la vida es un sueño pasajero: ¿qué importa perderla?»

     -Así lo dije.

     -¿Os importa mucho, mucho, a Vos perder la vuestra?

     -Con esta frialdad os digo que no tengo yo temor grande a la muerte. Lo que importa es estar listo para morir.

     -¿Dijisteis en vuestra carta a La Casa Blanca «presumo que el Presidente era un cristiano y será más feliz en el Paraíso que aquí?»

     -Lo dije, y estoy seguro de que el Presidente es mucho más feliz ahora que ningún hombre en la tierra.

     -¿No tenéis duda de que cuando le matasteis, fue directamente al Paraíso?

     -Creo que fue un buen cristiano.

     -¡Pues decidme!-(y aquí la voz del acusador vibraba poderosa, y parecían sus frases látigos de fuego): ¿creéis que el Ser Supremo, que tiene las llaves de la vida y de la muerte, quería enviarle al Paraíso por haber roto la unidad del partido republicano, y por haber sido ingrato al general Grant y al senador Conkling?

     -Su cristianismo-responde malhumorado el preso-no tiene que hacer nada con su carácter político. Su historia política era pobre, pero su carácter cristiano era bueno: en, lo que sé a lo menos, que muchas cosas duras se dijeron sobre él a propósito del crédito mobiliario.

     ¡Aquel hombre reabría impasible la fosa que había abierto, y echaba en ella un poco de lodo, y la volvía a cerrar!

     -¿Y quién haló del gatillo, Dios o vos?

     -Yo cumplía allí la voluntad divina. Dios me usó como agente al halar el gatillo. Lo hubiera hecho, aunque supiera que allí quedaba muerto. La presión era tan enorme que yo no podía resistirla. Anotad eso.

     -Y a no ser por vos ¿hubiera habido en la nación una nueva guerra?

     -No pretendo que la guerra hubiese sido inmediata.

     Y en este punto alzó Guiteau la voz, echó con oratorio ademán el cuerpo, y prorrumpió de este modo en tono dramático, cual de perorador de asamblea:

     -«Pero debo decir aquí en voz alta que el encono en el partido republicano ahondaba de hora en hora, y que por dos o tres años a lo menos hubiera ardido la nación en llamas de guerra. En presencia de la muerte todos los corazones callaron, cesó el disturbio. Durante semanas y semanas, el corazón y el pensamiento de la nación estuvieron fijos en el hombre enfermo de la Casa Blanca. Al fin,-continuó Guiteau, silbando apenas, de misterioso y lúgubre modo sus palabras-anduvo el camino de toda la carne, y la nación estuvo en duelo. Este es señores,-añadió volublemente, dando a su voz sus tonos naturales, y como muy pagado de su peroración,-un trozo del discurso que yo quería pronunciar aquí dos semanas hace. Me parece que es pertinente al caso, y estoy contento de haber tenido esta ocasión de pronunciarlo.»

     Aquí venció su espanto, y al punto su espanto asoma.

     -¿Creéis errado haber matado al general Garfield sin proceso?

     -No quiero decir lo que creo.

     -¿Os dijo Dios que debíais asesinarlo?

     -¡Removerlo!

     -¿Cuándo os lo dijo?

     -Excuso responderos.

     -¿Os acriminaría el decirlo?

     -No sé si me acriminaría.

     -¿Pretendíais que con su muerte creciese la demanda de vuestro libro?

     Le compelen a responder, y dice que lo pretendía.

     -Cuando escribisteis: «El nombramiento del Presidente fue un acto de Dios: su elección fue un acto de Dios: su remoción fue un acto de Dios», ¿teníais en la mente los boletines de Napoleón?

     Muy complacido parece Guiteau con la pregunta, a que responde:

     -Esa es mi manera de expresarme: breve, precisa, sentenciosa: si queréis ver muestra de ese estilo, ved mi libro.

     -Pienso que tenéis-dice Porter con reticencia singular y mirada ahondadora-considerable poder mental. Y piense lo que guste vuestro cuñado, estimo vuestra capacidad.

     -Y yo os doy las gracias, juez, por vuestra buena opinión.

     -¡Pienso que ésa es también la opinión de los jurados!

     Ruidos como de clavo en féretro debió haber en aquel instante en el espíritu de Guiteau.

     Leen más cartas suyas, y como todo lo que es suyo, le place. Acúsanle de haber copiado su libro del Bereano, aquella Biblia de la comunidad de Oneida, y se defiende ásperamente. No cree en ilusiones diabólicas. No quiere decir si se cree cuerdo o loco, sino que loco lo creen muchos, y él no es experto, y ha de dejar al Jurado que estime cierta o falsa su locura. Le hacen narrar, y sin vacilaciones cuenta, cómo espió, cómo siguió, cómo acechó a su víctima.

     -¿Habíais tratado antes de matar a Garfield?

     Y como esto es dicho de modo amenazador y solemne, afectando este modo, dice el osado preso:

     -Nunca traté antes de matar a Garfield.

     -Y aquella noche que le perseguíais ¿no halasteis el gatillo?

     -¡Oh! ¡no habléis tanto del gatillo!

     -¿Pensáis así?

     Y dice Guiteau remedándolo, entre el coro de carcajadas del auditorio regocijado: «No, señor; no pienso así. Hacía mucho calor, y no me sentí dispuesto en aquel momento».

     De nuevo quiere el acusador que le diga, con mirada grave, sin dudas, por qué no disparó sobre Garfield el día que le vio con su esposa. Resístese. Compélenlo. Llama al acusador estúpido.

     «¡Respondedme!» «No quiero responderos.»

     -Contad ahora los incidentes de la mañana del suceso.

     Y él los cuenta, y se presiente que el drama allí se anuda: el acusador está atento; el reo, parlero; la sala, silenciosa; los jurados, conmovidos; Scoville, pálido. Narra, cómo vinieron en carruaje, que no era del gobierno, Blaine y Garfield, lo que muestra la influencia del Ministro en el Presidente; cómo en la estación se bajaron, y el Presidente veía, el Ministro hablaba, y pasaron ante él, y él disparó dos veces.

     Porter con vivacidad creciente, estrecha sus preguntas. Las lanza sobre Guiteau como pedradas. Guiteau responde como si se fuera haciendo atrás. Porter inquiere como si fuera avanzando a medida que el reo huye.

     -¿Le disparasteis en la espalda?

     -No tiré a ningún lugar determinado. Mi intención fue herirle en la espalda.

     -¿Y pensasteis lo removeríais si le poníais dos balas en la espalda?

     -Así pensé.

     -¿Intentasteis poner allí las balas?

     -Lo intenté.

     -¡Pero decidme, decidme, acusado! ¿Desde aquella hora hasta ésta no habéis sentido jamás pesar ni remordimientos?

     -Me apena haber hecho sufrir a alguien; pero no tengo duda de la divinidad y necesidad del acto.

     -¿Jamás habéis sentido remordimientos?

     -Libre está de ellos mi ánimo.

     -Dice un testigo que os vio un día echar por una ventana a un pobre perro: ¿no sentisteis más remordimiento en dejar viuda a su esposa, y huérfanos a sus hijos, que el que sentisteis por haber roto la pierna de aquel perro?

     -Bien... bien... por supuesto que sentí remordimiento en cuanto mis sentimientos personales.

     Y aquí su voz se deslizaba como una queja, baja y pesarosa.-Sentí tanto remordimiento como hubiera sentido cualquier otro hombre, y lamenté la necesidad del acto; pero (y aquí con reacción súbita, como ahogando aquella paloma blanca que acababa de aletear en el fondo de su recia alma) alzó la voz el reo.

     -¡Basta! ¡Basta! exclamó con voz vibrante el ahogado acusador. El examen del testigo está cerrado.

     -Pero-prorrumpió con su usual violencia el reo-mi deber para con el Señor y para con el pueblo americano se sobrepusieron a mis sentimientos personales.

     Y añadió luego, como pidiendo gracia a los hombres:

     -¡Si el Señor no me lo hubiera inspirado, no hubiera sido hecho!

     Yérguese al punto Scoville, como para cerrar la honda herida abierta: para que no vibre en los oídos de los jurados aquel grito humano, arrancado al alma aletargada del preso: para que el eco de sus acentos de locura, de su frialdad monstruosa, de su fe en lo divino de su acto, sofoquen en la atención despierta de los jueces las ideas de castigo que aquel lamento trémulo y aquella voz sumisa han debido levantar. Lo interroga: le incita, da ocasión de que confirme en sus respuestas frías y crueles la creencia de que ser semejante o es criatura demente, o no es humana. Mas el lamento trémulo, la voz sumisa, sus negaciones, sus temores, su aceptación del debate el primer día, su renovación súbita de mayor demencia cuando el temible diálogo, se volvió en su contra, debilitan, si no echan por tierra, los esfuerzos generosos del buen Scoville. Y entró Guiteau en la sala al día siguiente con paso lento, con ojos apagados, con aire vago y triste. Revive cuando le declaran demente los expertos. Los conforta, los aplaude. Los guía. Revive cuando en su favor declara algún testigo. Renueva aquellas escenas de debate con su propio defensor, tan frecuentes ha pocos días. Reclama la dirección de su defensa. Abatido, ha surgido. Mas ya en estos instantes despliegan sus testigos lo acusación.

     Gran número de personas ha atestiguado en beneficio de la teoría de la defensa. El general Logan, que es alto político, dice que le fue a pedir un día recomendación para un elevado puesto, e iba Guiteau sin medias, y ruinmente vestido, y calzado de zapatos de goma. Y lo halló al día siguiente sentado en la mesa de comer de su casa de posada, y lo tuvo por loco. El abogado Reed, que le dio entrada a la práctica de la abogacía, cuenta de él cosas menudas, y todas singulares, y dice que recuerda que le dijo que era su libro tan inspirado por Dios como el Nuevo o el Viejo Testamento. Un trabajador de la comunidad de Oneida declara que le pareció siempre hombre fuera de ánimo, y que se tenía Guiteau en la comunidad por un caudillo de los hombres, y persona grandísima; y pasaba a veces largo tiempo en soledad y como sin habla, y otras hablaba misteriosamente, y gesticulaba y clamaba de un modo desusado. Otro miembro de la comunidad afirma que era tal la pasión de sí mismo que animaba a Guiteau, que le hacía diferente en absoluto de los demás hombres, a los cuales se creía superior en muchos codos, y como nacido a regirlos. Storrs, afamadísimo abogado, y persona de peso, abocada ahora a altos puestos, lo juzgó «fuera de caja» mas no incapaz de distinguir lo justo de lo injusto. Declara un médico reputado que lo tuvo siempre por lunático. Un secretario de la campaña electoral, mueve en Guiteau gran cólera, porque afirma que su discurso le pareció cosa menguada, y enajenado el discursante. Asegura North, un viejo amigo de la casa, que el padre de Guiteau, que fue persona honesta y sincerísima, y muy amada, y digna de serlo, no tenía paces con los médicos a quienes echaba de la cabecera de los enfermos, y decía luego a éstos: «¡Levántate, anda!», y de tal modo le dominaba aquella fe que quedaba su faz descolorida como sin sangre. Y otras veces, se arrodillaba junto a la cama del paciente, y oraba en alta voz al Dios del cielo, porque hiciese huir al espíritu satánico de aquella criatura. Viene a declarar un caballero de pueblo, que no halla ocasión mejor de parecer grande hombre, y usa muy largamente entre las risas del concurso, de su fecunda prosa. Lleva en la alba camisa lujosa pedrería. Saca del bolsillo como hombre muy ocupado, cartas que trascienden a antiguas. Habla con deleite como si no tuviera presente ocasión de hablar de ellas, de sus cosas de familia. Muestra por Guiteau desdén tal que, de puro dramático, baja a cómico. El conoció al anciano, y le hacía mofas por aquellas rarezas. Es verdad lo de los médicos. Y decía que todo hombre ha de tener abierta su bolsa a los demás hombres, mas que éstos no han de tomar de la bolsa ajena sino lo que le sea absolutamente necesario. Otro extraño testigo trae como voz de otro mundo a la asamblea. Es pálida su tez; de cavernas lucientes brotan sus miradas; le cae en rizos el cabello negro por los hombros. Habla lánguidamente, desesperadamente. Se diría que pasea por la tierra en busca de modo de salir de ella. Él da fe, no de que Guiteau sea loco, sino del singular celo, de la tenacidad sobrehumana, de la abstracción religiosa del preso en época en que ambos se vieron a menudo en una asociación cristiana, de modo que le pareció Guiteau persona de fe profundísima, y absorta en alguna nueva idea de religión.

     De estas evidencias hace masa Scoville; de aquella madre enferma, con la cabellera cortada, y la naturaleza exhausta; de aquel padre fanático, que espanta al diablo, lanza al hijo a una secta extravagante, y cree en su unión corporal con el Creador; de aquellos parientes muertos en asilos; de aquellos proyectos singulares, de aquellas ambiciones sin tasa ni fundamento; de la profunda discusión política, que vino a sacudir aquella mente enferma; del molde violento que dieron al espíritu de Guiteau las pláticas de la comunidad en que vivía, junta al defensor un haz de bases y sobre ellas inquiere de los expertos en locura el juicio que por aquella herencia fatal, vida extraviada, violenta presión exterior, crimen inexplicable, y actual conducta, hayan formado del rebelde preso.

     Y él rompe a hablar de esta manera:

     «Deseo hacer un corto discurso. El punto sobre el cual quiero que los expertos determinen es éste: cuando un hombre mantiene que está compelido a hacer un acto ilegal por un poder que está más allá de él, y al que no puede dominar, mientras que su agencia moral está dominada: ¿hay cordura en ese hombre o demencia?»

     Y dice el experto Kierman, que rechaza decorosamente las burlas y alardes amenos del inquieto Davidge: «Creo que está loco. Creo que hereda la locura. Creo en la demencia moral, y en que la mente está fuera de quicio, cuando la naturaleza moral está alterada. Creo que hay casos varios, pero ciertos, en que aunque no se alcance a descubrir lesión mental alguna, puede la demencia moral hacer irresponsable a un criminal. Creo que-a semejanza de un demente de Chicago que, juzgado por lo que él tuvo por revelación divina de que su esposa le era infiel, no la mató, sino le entabló divorcio-hay casos en que los hombres obran, regularmente, como si no lo fueran.»

     -Y si con todo eso que creéis-interroga la acusación,-aunque bien sé que no dais dictámenes sobre hipótesis, os dice un hombre que se tiene por inspirado para cometer un crimen, y no hace luego cosa, ni en la comisión ni después de ella, que no sea de un criminal vulgar, ¿creeréis en su inspiración?

     -Mirad, caballero acusador, que lo que puede ser vulgar para vos puede no serlo para el, caballero experto.

     -Vulgar. ¿Quién osa aquí decir vulgar?-interrumpe Guiteau bruscamente.-En este caso todo es de alto tono. Y me han dicho que mi mujer anda haciendo discursos que no me favorecen. Bien hará en callar, si no quiere oír de mí cosas mayores. Y no dice verdad, porque nosotros siempre posamos en casas de primera clase. Yo andaba siempre bien vestido, con buenas referencias, en buenos hoteles, posando con altos amigos, posando siempre en primera clase.

     -Creo, continuaba el experto, que si hay desigualdad entre los dos lados de la cabeza, puede haber locura.

     -¡Pues ése es mi caso! Yo tengo un lado de la cabeza más grande que el otro.

     -Creo que si viene de herencia la mancha, tarde o temprano se muestra.

     -¡Mi caso! ¡mi caso!

     Y uno, dos, tres, cuatro expertos declaran lo mismo. Certificada la evidencia de cuanto se supone que es evidente, Guiteau está «incuestionablemente loco».

     La prueba de la defensa se cierra. Se abre la de la acusación. Se abre tan anchamente, que entran por ella en tropel testigos numerosos. ¡Como que cada uno arranca un retazo del antifaz de aquel hombre, que se lo sujeta al rostro con desesperación, y se cubre la faz con los retazos que aún le dejan! Ya no se oyen risas sino comienzo de rugido. Crece el testimonio de cordura: crece la ola: crece la ira. Él clama que el caso político no está bien probado; y como a manos del juez Porter vino a tierra aquella floja tablazón en que había puesto en alto la imagen de la Divinidad, hace ahora de modo que pueda ser defendido por haber sido él la tormenta política, que cuando pasó él, sacudió cerca de su juicio, y le llevó la mente. A él no le hasta que el Presidente Arthur, preguntado por Scoville, envíe al Tribunal sus respuestas, sobre que le conoció y recibió visitas de él, y peticiones de empleo en la campaña electoral. Él quiere ver en la sala del Jurado «a esos amigos»; y probar que estaba unido a ellos; mostrar que le veían bien, y él no andaba mal, ni vestía mal, y vivía en el hotel de la Quinta Avenida, que es en Nueva York magno hotel. Y anunció que luego que Scoville diga su discurso «quiero decir yo el mío, que Scoville es buen hombre y está trabajando bien, ¡pero él no sabe de esto!»

     La procesión de testigos comienza implacable. El general Kerman, que llenó de tropas a Washington, imaginando que tan gran maldad como el asesinato del Presidente, no podía venir sino de un conflicto nacional, dijo en tono severo al levantarse de su asiento de testigo: «Fue el acto de un hombre: de... ¡un hombre sólo!» North y Hammerling, caballeros de pueblo, habían contado extravagancias del padre, de Guiteau, que habían visto viviendo a par de él en un mismo pueblo; pero, vienen otros testigos de aquel pueblo, y destruyen ese benévolo testimonio. «Su mente era lúcida, su carácter era puro, su rectitud era grande en los negocios»-dice un abogado de aquella población-, «pero es verdad que creía que no había de morir». Un comerciante de aquel pueblo mismo, no supo jamás de locura en los miembros que conocía en la familia del acusado. El médico de la casa, en aquella época en que dicen que el anciano expulsaba a los médicos, afirma que en varios años le trató de cerca, y le halló siempre de hermosa inteligencia y mente lógica: nunca oyó hablar de las manías supuestas.

     -No había de ir mi padre-murmura el preso-a contar sus manías por las calles como un idiota.

     Quiere el defensor probar que Flora, hija del segundo matrimonio del padre, del preso, está afligida de demencia: y el hermano de Guiteau, a quien su hermana se vuelve con los ojos encendidos y palabras coléricas, protesta airado contra aquella tentativa de dañar el carácter de Flora con falsos pretextos: y el fiscal del distrito anuncia que ha recibido una carta de aquella niña, una niña de 16 años, en que se duele con gran tristeza de ser así acusada de locura. Labriegos, hacendados, mercaderes, letrados del pueblo del anciano,-todos concuerdan en que él no dio jamás, ni dieron los suyos señales de extravío.

     -¡Parad ahí, testigo! ¿No creía mi padre en Oneida? ¿No fue durante 25 años el hazmerreír del pueblo? ¿No le veía todo el mundo como a un trastornado?... ¡Dejadme en paz, Scoville! ¡No me interrumpáis cuando yo hablo!

     -No, repite el testigo, vuestro padre no creía en Oneida, ni estaba loco.

     -Me alegro mucho que el general Arthur haya vapuleado en su mensaje a los mormones. Deseo que haga una especialidad en su administración de destruir el mormonismo. Nos va a dar Arthur el gobierno mejor que hemos tenido.

     Continúan los testigos declarando. Un senador del Estado a que pertenece el pueblo cuyos vecinos tacharon al anciano de enajenado, dice que fue el padre del preso hombre tan cuidadoso de la educación pública, que su nombre está en la lápida de honor de una de las escuelas de la villa; y el senador, que fue maestro de escuela, recuerda que a los 6 años Guiteau no articulaba. «¿Si era loco?» pregunta un rico del lugar: «¡era el tercer hombre en inteligencia del condado!»

     Un vecino de Chicago publica en aquella ciudad que recuerda que el acusado, que le pedía entonces tenazmente negocios, le anunció hace dos años, que iba a Washington, y que allí haría cosa tal que le diese fama en todo el orbe. «¡Nada quiero saber de ese loco de Chicago! Jamás he hablado con hombre semejante»-dice Guiteau al jurado. Mueve querella a todos los que declaran en su daño: se afana en probar que no le conocen bien. La hija de una tía de Guiteau, a quien la defensa dio como demente, afirma que no lo fue jamás su padre, y que su hermana, la pobre Abby, enfermó no de locura de sus padres, sino de la influencia magnética que ejercía en ella, extremadamente sensible, el francés de Bonneville, profesor de magnetismo y clarividencia. Hombres y mujeres de Boston y Chicago, que le trataron de cerca, le declararon cuerdo. Narra un sacerdote de Nueva York una breve historia de bribón bien vestido, que sorprende acompañado de su esposa a una asociación sagrada, y obra en ella galante y cuerdamente, hasta que empieza a mostrar su real naturaleza, y a tomar dinero de unos, y a estafar a otros y a caer en prisión hasta que los asociados, en fin, lo encausan y expulsan por cargos, que él no niega, de grandes inmoralidades. Se revuelve en vano Guiteau contra el sacerdote. En vano quiere interrumpir la narración bochornosa, la defensa:-«¿A qué traéis ese testigo?»-«¡A probar que lo que llamáis demencia no es más que una profunda depravación moral!»-Y la sala entera rompe en aplausos ardientes y estruendosos.

     Y hoy mismo, hoy mismo que os escribo, ya la ola le llega a la garganta. Ha roto todo freno. Un testimonio le hiende la cerviz, y se anonada al golpe, para alzarse después con mayor furia: ¡aquí lo tenéis! Ha tomado dos almuerzos. Entra temblando. «¡Poneos bien cerca, bien cerca!» dice en voz baja a sus guardianes. Lo escarnecen, lo injurian mortalmente. Pasa, como bajo lluvia de pedradas. Ya os dije que parecía un gato montés acorralado. Salta a cada testigo que llega. Anuncia sobre lo que va a testificar. «Os debo $20», grita a uno. «Os debo $70», dice a otro. A casi todos debe. Así se oye que el padre de Guiteau murió de hidropesía, complicada con inacción del hígado, que acabó en infección de la sangre, lo que produjo en el enfermo el usual delirio de estos casos. Así se presentan los que le han alquilado escritorios, y le tuvieron por vivaz y por activo. Ahí dice uno que le dijo que iba a hacerse teólogo porque no lo estaba haciendo rico ser abogado: saltó sin transición del escritorio de letrado a la plataforma de lector religioso. Era egoísta y presumido; pero parecía hombre hábil. Allí entra uno a quien Guiteau estafó $300. ¡Escena escandalosa! ¡Le llama perjuro! ¡bribón! ¡desvergonzado! El hombre es implacable: Guiteau fue su abogado, y tomó para sí el dinero que le dio para que le buscase fiador; al salir de la cárcel vio a Guiteau rodeado de una turba de presos a quienes había defendido de igual modo-que le llamaban ladrón y estafador,-se ve bien que era un abogadillo lleno de artes, y una mala persona. «¡Vaya si gastáis dinero en vano!» increpa al acusador. «¿Qué importa que estuviera yo sano hace diez años si estaba loco el día 2 de julio?» Y así acaba la sesión, entre testimonios anonadadores. El reo habla a borbotones. La defensa está confusa. La concurrencia no tiene ya aquel noble carácter. La acusación está segura de sí. El carro que lleva al asesino a su prisión va seguido de los policías a caballo que lo custodian, de perros que ladran, de hombres que vocean, de chicuelos que le injurian. La muchedumbre en masa, al verlo, se desata en denuestos, en palabras de espanto, en gestos de odio. Él va huraño, desconcertado, como herido; si se pusiera un papel frente a sus ojos, quedaría el papel atravesado, como de daga.

     ¿Qué más queréis que os diga? ¡Cansa andar al lado de ese hombre! Instruye pero fatiga. Me falta espacio para escribiros que el Presidente Arthur ha enviado al Congreso un excelente mensaje, que es la suma de la vida actual de la nación, y una revelación de su vida próxima. No quiero escribiros que un italiano ha matado hoy a su esposa y a su madre, y ha querido luego matarse a sí. Es ya cosa vulgar que Ida Ullman pida a su amante que la abandona $25.000 en pago del rompimiento del contrato. Es naturalísimo que el Presidente Arthur quiera, como quiere, tener un periódico que defienda principalmente sus propias miras. Os digo esto para que alejéis con estas mezcladas nuevas, ese aire de ala de búho que queda como pegado a las sienes, luego de haber tenido durante tan largo tiempo fijos los ojos ¡en ese hombre hoffmaniano, misérrimo, diabólico!

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 27 de diciembre de 1881

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