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18. Carta de Nueva York

El proceso de Guiteau.-Abogados, público y reo.-Los acusadores y defensores.-El grave Porter.-El astuto Davidge.-El defensor nuevo.-Defensa legal y defensa ardiente.-Se va cerrando el libro de la vida.-Librerías nuevas.-Boston.-Daniel Webster



Nueva York, 21 de enero de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Ya es la hora suprema para ese hombre extraño, de corazón seco y rostro lívido, que se revuelve con zozobra y angustia contra sus implacables perseguidores.-Ya está al cerrarse el proceso de Guiteau. Ya caen las últimas palabras, más como oración fúnebre que como súplica confiada, de los labios desconsolados de la defensa. Ha hablado el abogado Porter, con voces que parecían golpes de maza sobre el cráneo imperfecto y deprimido del intranquilo reo. Ha instruido, con sabio y generoso informe, a los jurados el prudente juez Cox. Ha sido el discurso del abogado Davidge como diestro can de raza que persigue saltando, mordiendo yerba, jugueteando en el bosque, a la perdiz cansada. Ha defendido a Guiteau el abogado que le hizo abogado, el diestro Reed, con energía, novedad y alteza. Y está luchando el triste Scoville, no como quien defiende de un tribunal común a un reo desconocido, sino como quien arranca a las manos de los acusadores un infeliz ser vivo, por quien llora arrebatada de dolor «la esposa de su alma».-¡Generoso espectáculo, no bien entendido! No es una defensa: es un combate: truena, gime, punza, acusa, ruega, se desalienta, abofetea. Cuatro días hace que habla, sin fatiga, y sin que se fatiguen de él. Moisés no ha muerto, porque Moisés es el amor. Para el amor no hay peña dura que no se abra a su contacto en raudal de aguas. Cuando parece que se extingue el argumento, reempieza a rebozar, como si surgiese de fuentes inexhaustas. Y lo dice todo como quien no se ocupa de sí, ni de parecer bien. Habla como si cuchichease, como si arguyese en familia, como si debatiese en aposento privado con sus colegas. Si diera tono oratorio a lo que dice, alcanzaría fama. Desdeña el adorno de la frase, que por esto mismo, es más vivaz y brillante. Denuncia, con voces de Tácito, el interés político que a su juicio compele a los actuales gobernantes, venidos al poder por este asesinato, a desear la sentencia a muerte de este asesino, para que no pueda su absolución ser sospechada de misteriosas culpabilidades suyas. Pone en alto todo hecho favorable, como un escudo. Exprime y tuerce todo hecho desfavorable, y lo ve de todos los lados, hasta sacar provecho de él, y se ase de él, con esperanza de quebrarlos, como león preso muerde y vuelve a morder la reja que le estorba. Es una defensa angustiosa, desordenada, doliente, jadeante.

     Y el tribunal todo ofrece un singularísimo espectáculo. Aquel es siempre un diálogo, terrible o cómico. La muerte se sienta en aquella sala, con gorro de Polichinela, colgado de cascabeles. Los abogados hablan con saña, se tratan con brutalidad, se acusan con descortesía. Uno de los perseguidores es solemne: Porter, anciano grave, de sesenta años. Otro es ameno, y alardea de agudo, Davidge: sus pensamientos son como los rizos blancos que encuadran su rostro sonrosado: pequeños y lucientes. En su caja de cepo, Guiteau gesticula y vocea, como un Pippo de teatro de títeres. Los acusadores lo increpan, o lo mofan, o lo amenazan. El preso, que tiene un pasmoso dominio de sí, y esconde su zozobra mortal, que luce sólo como relámpago fantástico en sus ojos, repele a sus fiscales, los acusa de pensadores de alquiler, les dice faz a faz que es ya tiempo de que mueran. «¡He de colgarle!» clama con dureza repugnante, en medio de magistral discurso, el más solemne de los abogados. «¡Hemos de verlo!» responde Guiteau desde su cepo, con voz que no parece salir de cuerpo humano; voz que suena y no vibra; voz que daña. ¡Oh! hay veces en que parece aquel desventurado un cuerpo muerto, que se disputan canes: se ve la mordida, se oye el ladrido, se presenta la lucha. El fiscal Corkhill, que corta trozos de carta no desfavorable a Guiteau, y presenta la carta mutilada en la evidencia útil a la acusación, mantiene, coreando su discurso con recios puñetazos en la barra, que no ha de permitirse a Guiteau que hable en el tribunal en su defensa. «¡Yo publicaré mi discurso!»-dice Guiteau a voces,-«que suena como un discurso de Cicerón; e irá tronando por todas las edades!»-«¡No lo dejéis ir al patíbulo»-ruega Scoville entre los aplausos de las mujeres que llenan la sala-«sin el privilegio de decir una palabra en su defensa!» Y la hermana del preso rompe en lágrimas.

     Cuatro alegatos van hechos en esta estación del proceso memorable. El del juez Porter que aquí miran como a personaje profético, para impedir que en las respuestas que el Juez hace a las preguntas de los defensores del reo, para establecer, en vías de informe a los jurados, el aspecto legal del caso y los principios elementales que han de servirles para dictaminar, no diese al juez ocasión a que el jurado la tuviese de exculpar al preso por una u otra escapada que permitiesen las respuestas. El del locuaz Davidge, el anciano astuto y parlero, que estableció definitivamente la acusación de asesinato premeditado y malicioso, contra las súplicas de la defensa, que quiere que se tenga el caso por homicidio sin malicia, que no acarrea pena de muerte, y no por asesinato. El de Reed, que comparó en defensa del reo su proceso, y el acto que lo engendra, a otros procesos y a otros crímenes históricos. Y esa plática afanosa e infatigable, que parece exabrupto prolongado, del cuñado del preso.

     Porter habla como quien enseña. Condena y fulmina. No debate sino establece. Es cruel con Scoville; que es leal con la desgracia. Sabe hacer de su voz maza, y eco de tumba. Señala con su dedo descarnado el libro de la ley que tiene abierto sobre su brazo izquierdo. Dice que deja hablar al reo, que clava en él sus ojos odiadores y sus palabras rudas, porque sus días son cortos. Guiteau discute su muerte en el Tribunal, como deudilla de pesos, o cosa de poca monta, que no le causa inquietud. Sus labios gruesos que mueve constantemente, deben estar ya fatigados de ser valladar del espanto que sube constantemente del alma a ellos. El juez Porter no quiere que tenga el asesino beneficio alguno de alguna duda del Jurado. «Aunque ya le parece ver junto al cuello rebelde del reo la cuerda del verdugo». Ni quiere que haya quien ose suponer al Presidente Arthur, a quien llama con parcialidad visible, el más grande hombre de Estado de estos tiempos, ni el ex senador Conckling, a quien agracia con el título de sumo parlamentarista de estos tiempos, como quien no ha oído a otros parlamentaristas,-tienen afán alguno por ahorrarse sospechas, de que muera ese hombre,-«porque»- y al oírle esto rompe la sala en aplausos estruendosos;-«si estos hombres hubieran estado en el lugar del crimen en aquel terrible día de julio habrían impedido el acto del asesino con un brazo de hierro». Y cuando pedía con elaborada plegaria, oratorio estilo, y voz pausada y honda, la muerte del reo, decía que eran aquellas voces, no las suyas, sino las que brotaban de la tumba abierta de la víctima de aquel malvado. «¡Obró libremente, cobardemente, intencionalmente!»

     «¡No acepte el Jurado el juramento de haber obrado sin malicia, que intenta hacerle ese discípulo de Scoville!» «¿Discípulo de Scoville?»-interrumpe la voz agria de Guiteau:-«¡Scoville es mí discípulo!»

     Davidge habló luego, la muchedumbre oleaba en las puertas ganosa de entrar. De la sala sacaban a hombres desmayados. El juez Porter oía a su colega; grave el rostro, como de apóstol que ha hablado, con la cabeza erguida y la mano posada sobre el pecho.

     «¡Oh!» ¡esos jurados cuelgan!»-se oye decir a uno.-«¡Cómo miraba ayer en medio de los ojos a la hermana de Guiteau el juez Porter!»

     Los ujieres imponen silencio. Guiteau parece como que pierde ya, al pie de la escalera del patíbulo, las cintas de su máscara que se le sale ya del rostro. Reo, por lo angustiado, parece Scoville. Cerca de Davidge está Rossi, el trágico italiano, en cuyos labios se oyó susurrar algún verso de Hamlet. Davidge establece con calma, y con orden y cuidado sumos, todos los aspectos del caso, y como éste surge naturalmente, de manera culpable y espontánea, del carácter ruin, vida miserable, impaciencia de bienestar y ambición loca del preso. ¿Qué quiere probar? Que Guiteau era un villano de hábito, que culminó su existencia despreciable por un nuevo acto vil de que esperaba beneficio. Guiteau asombra, por la precisión y seguridad de sus interrupciones. No hay exceso de celo que no mofe, con rapidez que conturba al mismo Davidge, al mismo Porter. No hay argumento terrible, a cuyo encuentro no salga, y a que no oponga, con sorprendente destreza, la razón única o el único escudo que pudiera aflojarlo. Hace que escribe; pero ¡qué batalla en su mano que tiembla! ¡qué seno de miedos sus dos ojos! ¡qué tragedia su pecho! ¿Quién ha de decir que ese hombre es loco? Vedle estimar con toda cordura, este y aquel acto político. «¡Es verdad que lo estimo!» dice el preso alzando la vista del periódico que afecta leer. «¡Pues eso hará que os cuelguen!» responde Davidge con bárbara rudeza. ¡Debiera ser la compasión dote de toda alma! «¿Quién ha de decir que ese asesino está loco? ¡Ved con qué arte estafa y toma dineros de un preso para defenderlo y se embolsa los dineros, y da a un prestamista un reloj de bronce como reloj de oro!» «¡Era de oro bueno, y valía $50!»-Y los jurados y el público ríen.-«¡Y ved con que esmero y juicio se ha procurado y exigido toda medida que asegure su salvación, y cómo, movido al fin de alguna consideración humana, no disparó sobre Garfield, cuando lo vio partir para Elberon, del brazo de su pálida esposa!»-«¿Pues no os lo decía yo?»-exclamaba Guiteau.-«¡Dijo que hablaría dos horas, y hablará dos semanas!»-El abogado describe, con exclamaciones de horror, y frases súbitas y aisladas de espanto, y gestos que entre nosotros parecerían singulares, la escena del asesinato, la furia del pueblo, el dolor de la nación, el terror del asesino, las tropas que lo ampararon. Y al recordar que Guiteau ha dicho: «Como yo quería que se fuera sin obstáculo, disparé sobre él varias veces»; exclamó el abogado, alzando las manos al cielo: «¡Oh, Dios! ¿Habéis oído hablar jamás de depravación semejante?» El jurado le veía atentamente. «¿Y por qué temía tanto Guiteau el amotinamiento del pueblo, sino porque a sus solas se confiesa que es plenamente culpable del crimen de que aquí se intenta defender? ¿Qué es un motín sino el exabrupto de nuestras mejores pasiones? No soy yo un amotinador, pero no conozco motín popular que no haya sido inspirado por los mejores sentimientos, y por alguna noble y elevada pasión humana.»

     Cuando Davidge, luego de haber dibujado, con líneas rigurosamente tomadas del curso del proceso, la vida de Guiteau, describía a la sala silenciosa y suspensa, el crimen y la frialdad del criminal, y volvía a él, tendidos los brazos, las palmas de sus manos, como para apartarlo o rechazarlo. «¡Ea, señor Davidge»,-dijo Guiteau,-«que os vais volviendo hinchado!»-La voz del orador, que comenzó como apagada y turbia, era ya penetrante y argentina, y fiel vehículo del espanto que henchía su alma. «Ese discurso ha sido un gran acto, y un extraordinario discurso, digno del teatro y de la admiración de todos»,-dijo Rossi.-«Pues ya veréis como Reed despedaza ese discurso extraordinario»-Y la sala repetía como un eco las palabras de Davidge: «¡Es cuerdo y depravado! ¡Su alma es negra y deforme! ¡Su perversidad es satánica! ¡El testimonio de su hermano mismo muestra que obró mal y pensó mal desde la cuna! ¡En nombre de la nación y de la cristiandad, condenadlo, jurados!»

     El defensor Reed no hizo esa cosa que hace Scoville, defensa ardiente y desesperada, sino defensa histórica. El juez Cox, en sus decisiones para el informe de los jurados, llenas de buen sentido, y de esa claridad deseable en todas las cosas de la ley, estableció que había culpa legal, y cabía veredicto, si los jurados estimaban que en el momento del crimen conocía el reo la diferencia entre lo justo y lo injusto respecto de su acto; y que la alucinación única que podría hacerle declarar irresponsable, debía ser verdadera enajenación mental, que no fuese resultado de su propio razonamiento, sino que tomase posesión de su mente, sin sujeción a su albedrío ni a su raciocinio, privándole así de la capacidad de distinguir entre lo justo y lo injusto respecto de su acto; sin que la duda de los jurados sobre un hecho aislado del proceso pudiese ser motivo para sobreseimiento, sino la duda razonable, nacida del conjunto de la evidencia y el balance de la acusación y la defensa, sobre el hecho que acusa el proceso.

     Reed comentó estas decisiones, de manera clara y vigorosa, y echó en cara a Davidge, que se defendió confusamente, que había callado con malicia, al repetir en su alegato las decisiones del jurado, palabras que capacitaban a éste para salvar de la muerte al acusado. Demostrar arterías de la acusación, y deslealtades para con el preso y la defensa, y hacer saber que en procesos semejantes, en que los criminales han sido defendidos por demencia, han sido salvados de la muerte, y enviados a asilos de dementes,-fueron los objetos principales del discurso de Reed.-«¡Sabed, jurados, que hubo una pobre mujer que mató en su baño a un gran revolucionario, una Carlota Corday que mató a un Marat, y fue muerta a pocos días en castigo! Y sabed que hay un cuadro en la galería de arte de Corcoran, en que desde la reja de su prisión, apelando a la posteridad de la injusticia, clama Carlota Corday, demente! Os dicen que jamás hubo un caso como éste, de hombre enajenado que atentase por enajenación al jefe de su país, ni acusado como éste, que asombrase a la Cámara con sus interrupciones y su osadía. Pero os callan que Guillermo Lawrence, que atentó a la vida del Presidente Jackson, se revolvía en su asiento, e interrumpía y protestaba como este acusado, y fue enviado a un asilo de dementes. Oíd esto que os leo, que son escenas del proceso de Lawrence, y pensad si no son escenas de este proceso de Guiteau. Pues Lawrence fue enviado a un asilo de dementes. Y Hadfield, que disparó sobre Jorge III de Inglaterra; y Oxford, que disparó sobre la Reina Victoria, y, como Guiteau, compró su pistola, y como Guiteau, la preparó y probó; y como Guiteau decidió con libertad y deliberación aparentes su acto,-fueron también enviados a una casa de locos. Nuestro Dios, oh cristianos jurados, no ordenó que pereciesen en la horca los lunáticos que llevaron a su presencia, sino que dijo lo que os ruego yo que digáis: ¡Curadlos! ¡Curadlos!, dijo Jesús: pero estos acusadores dicen: '¡ahorcadlos!' ¿Qué más necesitáis saber vosotros, sus jueces, que la miserable existencia que ha arrastrado, una existencia en fuga, imbécil, ridícula, compadecible, extravagante? Leed conmigo sus cartas. Reflexionad conmigo sobre sus actos. Decidme si vosotros, que sois cuerdos, haríais lo que él ha hecho, y viviríais como él ha vivido. Miraos como tipo de cordura, y comparadlo a vosotros. Pues si ese hombre fingiese demencia, ¿qué maravilla de inteligencia no sería la suya? ¿Y tal inteligencia maravillosa no se habría despertado antes, para servirle en su triste existencia, sino en la hora de su crimen, ya mediada su vida? ¿Qué motivo halla la persecución para este crimen? ¡No señala motivo! ¿Cómo alega que no dijo Guiteau, a raíz de su crimen que había sido inspirado por Dios, sino por razones políticas, y que la defensa por inspiración vino más tarde,-cuando ha impedido que traigamos aquí al empleado de policía que le llevó a la prisión, y a quien habló de su inspiración desde el primer momento? No seáis, jurados, tan duros como quieren que seáis esos abogados duros. No seáis como quiere ese hombre de alma fría, que os dijo ayer que la familia de Guiteau debió abandonarlo como a una rama corrompida, como a un malvado. ¡Abandonarlo, Davidge, cuando cinco años hace, ya llamaban a un médico para que lo curase de locura, y no tenía amparo en la tierra, ni tenía ya el de su razón! ¡Abandonarlo, y dejarlo ir al patíbulo! ¡Vergüenza para vos, Davidge; que esto pensasteis y dijisteis! Eso es monstruoso e inhumano. Ved a esa noble hermana afligida, que será bendita en esta vida y después de ella, por su amor fraternal y su fidelidad a ese desventurado. Os dijo ayer Davidge que los mejores sentimientos animaban siempre a los motines populares. Un motín popular crucificó a Jesús. ¡Esos son, jurados, los mejores sentimientos para Davidge! Habéis jurado condenar por la evidencia, y es tal aquí la evidencia que os obliga a no condenar. Salvaos, y salvad a esta amada tierra, de eterna infamia. Si condenarais a ese hombre, de ojos extraños y mirada vagabunda, imagináosle arrancado de su celda, con ese mismo rostro pálido de enajenado, todo atado por cuerdas, todo rodeado de los oficiales de la muerte, cubierta la faz con la capucha negra, privada de la luz, camino del patíbulo. ¡No lo condenéis, jurados, para que años tras años no tengan que cubrirse de vergüenza en esta tierra todas las mejillas!»-«Pues no pago yo a centavo el cesto por todos esos desperdicios», dijo Guiteau al terminarse este discurso.

     Y al día siguiente, antes de comenzar Scoville el resumen de la defensa, decía Guiteau:-«Ni al más famoso hombre de América fío yo el último discurso de mi defensa. Solo yo sé defenderme. Yo no estoy loco, ni he estado loco más que desde que pensé en mi acto hasta el día 2 de julio. Lean los jurados ese discurso que no me han dejado leer, ese gran discurso mío que llena ocho páginas del Herald. Ahí está todo: lo demás es escombro. ¿Qué importa esa procesión de expertos? Ni los míos que me declaran demente, ni los de mis acusadores, que me declaran cuerdo, saben nada de mí. Dios me inspiró. Dios ha impedido que me maten. Dios lo impedirá. Las divisiones del partido republicano hicieron necesaria esta intervención de Dios. Ved todas las cartas que me han mandado de felicitación y simpatía. Si no fue la remoción de Garfield el acto de un loco ¿por qué el Gobierno mismo que me acusa lo telegrafió al día siguiente del suceso a todos los Gobiernos de la tierra? ¡Ni al más famoso hombre de América fío yo, mi discurso!»

     De la defensa de Scoville; todo va dicho. Se ha abrazado a su reo, y no se lo quiere dejar arrebatar. Se ha impedido que pruebe su constante alucinación. Se han dejado los testigos que pudieran declarar que habló de mandato de Dios el día del crimen. Se han pagado a amigos del preso como al general Reynolds, para sorprender sus confidencias en la celda, y arrancarle documentos, que se han aprovechado luego en la persecución. El fiscal ha destruido en un libro de notas taquigráficas que su estenógrafo llevaba de pláticas con Guiteau en la prisión, todas aquellas notas que demuestran el desequilibrio constante dé la mente del reo, cuyo marco es ese cráneo achatado de una parte y alto de otra, y lleno de accidentes irregulares, que todos los concurrentes señalan con el dedo desde sus asientos. Hay experto que le ofreció espontáneamente venir a declarar que Guiteau estaba enajenado, y vino, habló con los acusadores, y declaró en favor de la acusación.-«¡Ese quería venir de balde a Washington!»-exclamó Guiteau.-Su vida entera es una quiebra, una prueba constante de extravío, una muestra extraña de insensatez metódica, y cordura en la demencia, como se observa en tantos lunáticos.-Scoville se exalta; se abandona, se precipita sobre sus adversarios que no son para él abogados que acusan, sino conspiradores que traman, conspiradores contra la vida de Guiteau. Falsean la ley: truncan los documentos: esconden los recortes de periódicos cuya lectura inflamó la mente del lunático: saludan a los jurados, y les hablan privadamente del caso: sobornan a los expertos.

     Esos redactores de periódicos, esos políticos codiciosos, ese general Arthur, que hizo en vida de Garfield tan enconosa y repugnante guerra al rival a quien encomia y diviniza; ese senador Conkling, que porque no dieron un puesto importante a un amigo suyo, intentó ostensiblemente la ruina y el deshonor del hombre cuya muerte hoy llora compungido; ese general Grant, a quien cada americano tomaba hasta ahora como a miembro de su casa e hijo de su seno, y que no es para los americanos lord Grant, ni el duque de Galena, sino aquel bueno, viejo y valiente general Grant, ese estadista glorioso que abandonó precipitadamente sus deberes personales para venir a azuzar, con pequeñez indigna de un grande hombre, la ruin y vil guerra que sus secuaces hacían al Presidente; esos políticos hambrientos, de puestos y de empleos, de mando y de gloria; ésos, por el viento de tempestad que movieron y enardeció la mente exaltable del lunático, son los culpables indirectos,-son los cómplices, son los instigadores, son los autores de este asesinato. «¡Y lo digo sin miedo, yo que he llevado en mi corazón durante veinte años al general Grant: lo digo avergonzado y triste, aunque yo no quería decirlo, porque asisto a esa trama bochornosa que se urde entre estos abogados que están a su servicio, y esos altos políticos que necesitan de la muerte de ese hombre para que no caiga sobre ellos por su absolución la sospecha de haber instigado el acto, que en realidad, aunque indirectamente instigaron, por lo cual tienen miedo a la sospecha: lo digo porque veo que esos altos políticos demandan la vida de este desventurado, para poder alardear de su independencia del crimen, y de su virtud y su justicia!» Y así habla, lleno de dolor, lleno de congoja, lleno de cólera. A un argumento sigue un anatema; a un interrogatorio una disputa; a un trozo de prueba, un párrafo exaltado. Se le escucha con avidez, con respeto, con ternura. ¡Guiteau, tendrá ya sobre el rostro la capucha negra, y Scoville estará aún luchando por arrancarlo de manos del verdugo!

     Y ya se asoma, aguardado con ansia por toda la nación ese tonante juez Porter. Hay en torno a su discurso de clausura, ese aplauso tácito y silencio respetuoso que precede a las maravillas. Aguárdase tal esfuerzo de elocuencia, de terrible y malaventurada elocuencia, que se moje al fin de lágrimas el rostro seco y pálido, del reo. Aguárdase un esfuerzo oratorio, que justifique, ante los hombres plenamente la muerte de ese hombre, y que se aflojen al fin estremecidos, los músculos exangües y los nervios de hierro de ese preso.

     Para ese mísero se está cerrando el libro de la vida: y algunos de los hombres buenos de New York tratan de que todos los libros se abran a los pobres. Hay librerías famosas, como la de Lenox, que es casa monumental, colgada de excelentes pinturas, y sobrecargada de ricos anaqueles, llena de libros raros y preciados. Hay la librería de Cooper, sobre cuyos periódicos numerosísimos se inclinan a la vez dos millares de cabezas. Hay la librería de Astor, luminosa y solemne, donde se alberga toda la ciencia y está dibujado todo el arte de la tierra. Pero esas son librerías de día, para desocupados especialistas y ricos. Se anhela una como la celebradísima de Boston, tan rica en cosas nuestras, de España y de las Indias, y en cosas de todas partes:-de Boston que no se llama en vano Atenas, bajo cuyos árboles pensó Thoreau, en cuyas fiestas conversaba Motley, por cuyas avenidas medita Longfellow. Quiérese una librería nocturna, adonde vayan, como a un hogar de alma y cuerpo en que ambos reciben amparo del frío, cuantos no saben cómo dar empleo a estas tediosas noches neoyorquinas, oscuras, largas, desocupadas, fúnebres e inútiles. Quiérese casa para los que no la tienen, rica librería de estudiantes, de artesanos, de trabajadores. Quiérese un gran depósito de libros, que se den gratuitamente a las gentes honradas, para que los lleven a sus casas, y los abran junto al fuego en la mesa de familia; y hagan la maravilla de que el espíritu viva en estío entre las nieves del invierno.

     ¡Bien haya ese proyecto! Cien años hace ahora que nació un hombre ilustre que lo hubiera alimentado, un hombre en honor de cuyo nacimiento resonaban ayer las campanas de las iglesias de su pueblo, y se reunían los pensadores de esta tierra a ver alzarse majestuosa estatua. Puesto que sus palabras fueron tan ardientes que fundían el bronce, debe conmemorársele en bronce. Fue Daniel Webster,-que fue de los que quedan siendo. Aún le recuerdan los que lo veían, desatado como la tempestad, caer desde su magnífica tribuna sobre sus absortos y confusos adversarios. Aún se repiten como código de esta nación, los mágicos y nobles discursos con que explicó sus leyes, enmendó sus yerros y previó los sombríos y grandiosos tiempos futuros. La nación se sintió en él, y él en ella. Su frente era vasta y limpia como hecha para escribir leyes. Sus ojos eran penetrantes y fogosos, como para imponerlas. De color de oro usaba el chaleco que cubría su pecho robusto; y oro, con su corazón magnánimo llevaba en su pecho. Dicen que en torno suyo se veía como luz deslumbradora; y que parecía cuanto nacía de él, que nacía de montaña. ¡Hicieron bien en ponerse ayer de fiesta los alegres

hogares y los leales campanarios de su pueblo!

JOSÉ MARTÍ

La Opinión Nacional. Caracas, 6 de febrero de 1882

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