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ESCENAS NORTEAMERICANAS

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1881-1883



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1. Carta de Nueva York

Mejoría de Garfield.-Ansiedad pública.-Periódicos y médicos.-El Presidente y el Vicepresidente.-Los dos rivales.-Nuevo atentado de Guiteau.-Complicidades misteriosas.-El general Hancock.-La candidatura de Tilden.-Hartmann, su extradición, su carácter

Nueva York, 20 de agosto de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Tal es el acontecimiento que absorbe aquí toda la atención, y tales pudieran ser las consecuencias que de él se derivasen, que ni la presencia del famoso nihilista Leo Hartmann en Nueva York, ni la energía con que el partido democrático se prepara para las próximas elecciones, ni el movimiento anticipado del comercio de otoño que ha comenzado ya desde el verano,-ni las peculiaridades curiosas de este pueblo en la terrible estación que atravesamos,-son bastante a distraer los ánimos del capital asunto que les interesa, preocupa y alarma a todos: la vida del Presidente, de ese hombre fuerte y cristiano, tan diestro para combatir a los envilecedores del sistema republicano, como valeroso para sufrir la cruenta tortura a que le expone su terrible herida. El tiempo que ha pasado desde que la recibió no ha hecho más que aumentar la simpatía que el noble enfermo inspira, «el enfermo de la Nación» como lo llama el Herald. Es el saludo de todos, de ricos y de pobres, de potentados y de mendigos, de apasionados y desentendidos: ¿Cómo está el Presidente? Pero son muy ambiguos los datos, que hora tras hora publica el cuerpo médico encargado de su cura, y sería en verdad tan grave toda aserción equivocada acerca del estado del enfermo, que se conciben sin esfuerzo la vaguedad y prudencia que envuelven estos ansiados boletines. Tres días hace, creyóse que moría; la ansiedad pública creció tan súbita y marcadamente, que bien se ve qué estrago haría en este pueblo la muerte de su hidalgo jefe. Pero recobró las fuerzas que parecían abandonarle por completo, desaparecieron los síntomas de infección purulenta de que se le creía amagado; cejó la tenaz fiebre que lo viene consumiendo, y hoy salió ya de labios del médico de cabecera esta frase consoladora: «¡Oh, va espléndidamente!» Ciertamente, es de esperar que, puesto que retiene mayor suma de alimento, desciende su fiebre, y desaparecen los síntomas de infección, salga al fin vencedor el resignado enfermo de los graves trances que siguen a su herida. Mas la bala aún no ha sido extraída, y continúa amenazando a todas luces, desde su aposento misterioso, algún órgano importante. Ni se extrañen estos detalles, ni parezcan minuciosos. Sábese aquí a cada minuto la menor alteración del pulso del Presidente, que se repite de boca en boca, en el correr de las calles de acera a acera, en medio de los más arduos negocios, como una palabra de pésame, o de felicitación. Se sabe la menor frase que el herido murmura, el cambio más sencillo de su fisonomía, el lado de que está acostado, la clase de alimento que toma, por quién pregunta, a quién sonríe, quién está cerca de él. Cuatro o cinco columnas dedica diariamente el Herald a estos detalles, a recontar pláticas de la casa, a censurarlas, a acusar de error a los guardianes, a registrar los más agrios comentarios de los médicos; a informar en ediciones sueltas al país, del menor cambio que ofrezca la salud del Presidente. ¡Cuánto plan! ¡Cuánta envidia de los doctores! ¡Cuánta extravagancia! Médico ha habido que afirma que Garfield ha tenido dos asesinos: el malvado que disparó contra él, y el médico que dirige la cura. Disgusta esta falta de respeto al gran dolor público y a sí propios. En tanto, una sonrisa de bondad ilumina perennemente el rostro demacrado del enfermo; su mano generosa estrecha con gratitud las de los que lo asisten; como que se quiere hacer perdonar el que hayan de ocuparse tanto de él; y cuando tiene fuerzas para hablar, dice palabras de amor o reconocimiento. ¿Quién enfrenaría la cólera de esta Nación, quién ampararía de su ira y de la ceguedad de su dolor al vulgar asesino, si este hombre magnánimo muriese?

     El asesino, en tanto, con los pies desnudos, nervioso y azorado, esperando confusamente en una salvación de que a poco desconfía, rumiando ideas siniestras, que se copian en el fulgor vago y visible de sus ojos, gira como una hiena en torno a las paredes de su calabozo, atrae la atención de sus celadores con movimientos inusitados, y cuando uno de éstos entra al fin en la celda a investigar la causa de aquella especial agitación, salta al cuello del empleado, esgrime contra él un trozo de acero, que se usa aquí dentro de la suela de los zapatos, afilado y cortante, echa al celador en tierra, procura arrebatarle su pistola, rueda con él por sobre el suelo contra los muros, contra la tarima, en un desesperado duelo a muerte, hasta que otros celadores que acuden al disparo casual de la pistola, caída en tierra en la lucha, salvan a su compañero amenazado de aquel ataque bárbaro y extraño. ¿Qué miedo de no salvarse puso espanto en el espíritu de este hombre? ¿Qué plan súbito de fuga concibió? ¿Imaginó acaso, cometiendo en un hombre ignorado un nuevo crimen, llegar a ser tenido por maníaco de homicidio? Sólo responde con una frase vacía a las preguntas que se le hacen. «No he querido lastimar a nadie». Sus guardianes le temen por la rapidez de su penetración, de que da constantes muestras. Ocúpase de su comodidad personal, y de pequeños deseos de comida y de bebida, con tranquilidad y minuciosidad repugnantes. He ahí una gran ambición injustificada, que ha llevado al crimen.

     Mas ¿quién sabe cuántos empujan la mano que al fin cae sobre la víctima? ¿quién sabe qué misteriosos y grandes cómplices tendrá este hombre, de cuya complicidad ni él mismo sospecha? ¿Qué lazo singular ha venido a unir, a un mismo tiempo, el resultado de los insanos y desmesurados apetitos del asesino, y el interés de un partido político, que con la vida y actos de Garfield no tenía ya esperanza alguna de existencia? ¿Qué sutil veneno no se habrá tal vez vertido por hábiles manos en el espíritu de este criminal, conocido y servidor de todos aquellos en quienes caería irremediablemente la herencia del poder, si muere Garfield? A tales abismos desciende el interés humano, y había postrado en tierra la inusitada y brillante energía del nuevo Presidente tantos intereses; había arremetido, con tan noble vehemencia, contra los que, en su provecho y el de su gloria, estaban en camino de deshonrar a su partido y a su patria; había levantado tan alta valla a ambiciones desmedidas, ilimitadas, criminales; había hecho saltar, como acero mal templado, planes e intrigas tan trascendentales y sombríos, que si el ánimo generoso se aflige de dar cabida a una sospecha injusta, las lecciones históricas, los intereses en lucha, y el carácter y momento del suceso la hacen surgir y la autorizan. En la sombra, y en posición desgarbada, a que lo reduce su reconocida y vehemente enemistad contra Garfield, espera el vicepresidente Arthur, y con él el soberbio, elocuente y hábil jefe del partido republicano de Nueva York, Roscoe Conkling, la solución de este atentado, que ha de darles el poder que ansiaban, o alejarlos de él para siempre. De frente están aún los dos enemigos fieros que encabezan los dos grandes bandos republicanos,-Blaine, el Jefe del Gabinete de Garfield, y su auxiliar impaciente y brioso;-y Conkling, el mantenedor infatigable de los proyectos grantistas, vastos e impenetrables, pero de seguro tan culpables como ignorados y tenebrosos. Blaine, en quien brilla luz de genio, quiere nación libre, tesoro puro, derecho asegurado; quiere la grandeza americana por las libertades que han hecho la fortuna de este pueblo, y la gloria de sus fundadores. Conkling, abogado altanero de un Gobierno aristocrático y fuerte, no ofrece más programa definido que la reelección de Grant, ni manifiesta su actividad pasmosa, y sus especiales dotes políticas, sino en la desesperada defensa de su preponderancia en el Estado, y la del partido de su Estado en el partido que gobierna a la Nación: todo esto, proyectos sombríos de Grant, ambiciones y altiveces de Conkling, colosales fortunas adscritas a ellas, vanidades y riquezas poderosas, habían venido, a tierra a los primeros embates de la limpia lanza que movían Garfield y Blaine. Y todo esto vuelve a flote, y Blaine, de este grupo tan odiado, muerde el polvo, si el Presidente muere. Este es el gran combate.

     Una cuestión grave, que han hecho tratar a la prensa, porque a ellos les impide el decoro tratarla, preocupa ahora a los conklinistas. Verdad es que por la especial situación de la política; por la enemistad pública del Presidente y el Vicepresidente; por el trastorno radical que causaría en el país, y por las sospechas de ambición irreverente que caerían sobre Arthur,-éste no podría intentar el ejercicio del derecho que la Constitución parece concederle, sin que se asemejase este acto a un atentado. Su sola tentativa cubriría de merecido descrédito al general Arthur, para quien se convierten en silenciosas censuras y desaprobaciones tácitas las simpatías que inspira el Presidente. La cuestión, aunque grave, es simple. La Constitución establece que cuando entre otros casos, el Presidente esté en inhabilidad de ejercer las funciones de su cargo, debe entrar a reemplazarlo el Vicepresidente. No hay ampliación: no hay atenuación: no hay interpretación posible: la frase es neta y seca. Y el Presidente está en verdad en inhabilidad para ejercer las funciones de su cargo. Mas honor, y prudencia, y bien parecer prohíben al general Arthur solicitar la realización de un derecho que la Constitución le concede, ni ocupar en vida de su enemigo el puesto que deja vacante un adversario, de cuya desgracia le viene a él tanto provecho. Pone la honra vallas que ningún código salva. He aquí la ley suprema, legislador de legisladores, y juez de jueces:-la conciencia humana.

     En tanto que así se batalla en el campo republicano, desbandado y lleno de iras, los demócratas se agrupan y reorganizan, y se escuchan de nuevo dos nombres a quienes la fama no escatima elogio;-el del general Hancock, vencido por traiciones de los suyos, y por intereses de orden vil, en las últimas elecciones, y el del estadista Tilden, el anciano paciente, vencido en las elecciones anteriores por la astucia y deslealtad del partido republicano, que dio la Presidencia a Hayes. De Hancock se habla para celebrar un caballeresco rasgo suyo: en respeto a su vencedor, el general demócrata no ha asistido a ninguna de las diversiones públicas y privadas que el verano ofrece, y en tanto que el Presidente que lo venció se debilita en el que puede ser su último lecho sobre la tierra, él no abandona el recinto austero de su casa de Gobernador. De Tilden se habla para presentar su candidatura a la Presidencia en las elecciones próximas, y volverlo por un nuevo voto, indudable e invencible, a la dignidad que le fue arrebatada. El sabio político cree oportuno el momento de la nueva campaña, mantiene que el partido demócrata fue vencido en las elecciones de 1880 por haber dudado de la eficacia de su nombre, y sustituido con el de Hancock,-y se muestra seguro del éxito de ellas. Reina animación desusada en las filas de los discípulos de Jefferson: parece, en suma, como que cansados de tanta política mezquina, corre un aire puro por las asambleas políticas de este país, señor en apariencia de todos los pueblos de la tierra, y en realidad esclavo de todas las pasiones de orden bajo que perturban y pervierten a los demás pueblos. Y es ésta la nación única que tiene el deber absoluto de ser grande. En buena hora que los pueblos que heredamos tormentas, vivamos en ellas. Este pueblo heredó calma y grandeza: en ellas ha de vivir.

     Un hombre pequeño y delgado, de bigote y perilla castaños, de grandes ojos azules, astuto y móvil, precavido y parlero, inquieta hoy a Nueva York. Ese es Leo Hartmann, el nihilista acusado de tentativa de asesinato contra el zar, tentativa inútil, que causó la muerte de numerosos seres infelices. Jovialidad, serenidad, actividad y desembarazo distinguen al nihilista. Su caso apasiona a los americanos, como apasionó a franceses y a ingleses. No bien llegó, surgió la cuestión que en Inglaterra y Francia había surgido: la de su entrega a Rusia, en el caso de que Rusia, amiga de los Estados, Unidos, solicitara aquí como solicitó allá, su extradición. Los abogados le dieron respuesta favorable, mas como el Vicesecretario de Estado indicó confidencialmente que sería entregado, Hartmann se refugió en el Canadá. La opinión, en tanto, se esclareció en la prensa: Wendell Phillips, el gran orador humanitario, rechazó con indignación, como Víctor Hugo en Francia, la idea de la entrega. La prensa americana ha decidido que sería una ignominia para la nación la entrega de un refugiado que si es un criminal, es un criminal político. Cítanse a esto grandes autoridades de derecho.; y Hartmann tranquilo y alegre vuelve del Canadá, prepara la publicación de su libro sobre Rusia, habla en ruso a los reporteros que le hablan en inglés; se señalan sus respuestas por su habilidad en esquivar las preguntas importunas, mas en vano se buscarían en las minuciosas denuncias de espías rusos, y cartas referentes a su caso que dirige a los periódicos, un concepto grandioso, un pensamiento desusado, una consagración apostólica, una fe sobrehumana, una idea alada. Es una naturaleza de combate, inquieta y persistente: es un roedor y un derribador. Su fe política no exculpa su crimen frío e innoble: vale más continuar en indeterminada esclavitud, que deber la libertad a un crimen. Curiosidad inspira: no afecto público. Es un caso, una novedad, un escándalo, una atracción. Pero, cualesquiera que sean las simpatías que la causa del pueblo infortunado de Rusia inspire a los corazones generosos, -hay un vacío, un irreparable vacío entre este hombre y los hombres.

     Uniendo mi plegaria cariñosa a la ferviente oración que por la vida de su abnegado enfermo alza al cielo este pueblo, conmovido, suspendo aquí esta carta por no enojar a Ud. con ella, y saludo a Ud. afectuosamente.

M. DE Z.

     Últimas noticias (a la salida del Claudius).

Agosto 20

     El Presidente continúa mejor. Retiene más alimento. No progresa la inflamación de la parótida, que se creyó síntoma de piohemia. El Patriarca de Armenia le ha dirigido desde Constantinopla una tierna felicitación. La reina Victoria telegrafía frecuentemente a la esposa de Garfield.

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 5 de septiembre de 1881

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