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19. Carta de Nueva York

Nieves, gozos y tristezas.-Patines y trineos.-Las casas de dormir y las tabernas.-Grandes bailes del año.-Incendio terrible.-Míseras obreras.-Congreso del sufragio para la mujer.-Nuestros pueblos y aquel pueblo.-Nueva York condena la persecución de los judíos.-El anciano Evarts



Nueva York, Febrero 4 de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Los labriegos están gozosos porque los copos fríos, como mariposas blancas, les traen en sus alas, a hacer bien a las siembras, todo el amoníaco de la atmósfera y luego se tienden sobre la tierra, a que los animales dañinos mueran bajo ellos, y a que el saludable amoníaco,-que gusta de volar como toda esencia,-no se escape del suelo cultivado que lo ha menester. Despiértase en las mañanas de nevada el hombre del trópico cuyo cráneo parece natural aposento de la luz, que lo engalana y lo arrebola todo, como hombre que viviese hambriento y sediento; y huraño como lobo encerrado en las paredes fosforescentes de una vasta sepultura. Imagina que su cabello ha encanecido. Amenaza con el puño aquel enemigo inmenso y alevoso. Su mano hecha a grabar en el papel los relámpagos que iluminan su mente, pósase en él hinchada y aterida y aletean, en su cráneo encendido, las águilas rebeldes. Fuera es el regocijo y la algazara. Caballos generosos empenachados y arrogantes, arrastran con gran ruido de sus colleras de cascabeles, los rápidos trineos. Hay sol suave en la altura, y sol de gozo en los rostros de los hijos de estas tierras de nieve. Alzase en el Parque Central la amada bola roja que anuncia a los patinadores que ya está bueno de patinar el lago helado, y aquí es uno que ajusta los ricos patines, allá otro que se calza de modo que no se les vean los suyos modestos. Puéblase el lago de alegres danzadores. Una parte, sobre el patín afilado que corta, sigiloso como la calumnia, los hielos dóciles, y se balancea, se revuelve, se mece, se extiende, como si se extendiese sobre el cuello de un caballo invisible, se refleja, se acerca, gira presto, traza relámpagos, dibuja edificios, escribe su nombre, se abalanza, se para de súbito, toma de la mano a gallarda doncella y alegres como besos que volasen, se deslizan, veloces como sueños: otro más inexperto, aprende, con sus rudas caídas cuán caro cuesta en la tierra intentar volar, y dura el regocijo, el reír de los que dan consigo sobre el hielo, el batir palmas y silbar-que aquí se usa-por aplauso-a los que caracolean, revolotean y triunfan, el hacer cerco a los patinadores hábiles, el celebrar a las hermosas damas, el seguir con los ojos a los airosos caballeros, el tomar notas de los agentes de periódicos, el poner orden de los guardianes del parque, hasta que va a dar la nieve en lodo, cual suelen las bellezas, y cae de lo alto del mástil, anunciando que el patinar ha terminado, la amada bola roja.

     No cesan en la noche la fiesta y el bullicio. Sobre la nieve, envía la hermosa luna de enero, su luz nevada. Los chicuelos, reunidos en bandadas, se vocean, se persiguen, se echan luchando entre risas sobre la nieve. Ya ponen sobre dos pilares imperfectos, dos masas colosales, y abren en la más alta dos grandes agujeros, y dejan su obra a que presida la función, que ese es el buen gigante Tomy. Ya, donde hay cercado, válense de él para apoyar gruesas paredes de nieve que llenan de almenas, desde las que atisban las operaciones del fuerte vecino, donde el bando enemigo está ocupado en amasar sendas bolas pesadas, que suelen ser peligrosos arreos de batallar. Ya amontonan la nieve, en medio de las anchas avenidas, y luego que la ven bien alta, y la apelmazan a palmadas, le ahuecan el centro, con lo que le dan aire de colosal colmena, y se albergan en ella, orgullosos de su habilidad de constructores.

     Otras veces, el viento, más que sopla, arrastra. El agua nevada en la altura, desciende en copos por el aire frío, y el viento los revuelve, los junta a los que alza de la tierra, los arrebata y arremolina. Así el toro que brama, escarbando la tierra como para sacar de ella fuerzas con que acometer a su enemigo, abate con su aliento enfurecido el yerbaje cercano. Las madres que lloran por todos los hombres, desde que tienen hijos, piensan con angustia en los trabajadores valerosos, que en la alta noche cruzan en vapores que suenan al golpe de los témpanos, cual montes que crujiesen, los anchos ríos helados. Ampáranse en las tabernas los transeúntes, cuyos rostros amoratados parecen, mostrándose trabajosamente en aquella venenosa atmósfera, setas enfermizas. Humean sobre los mostradores las bebidas calientes. Agloméranse, coléricos y blasfemantes, los hombres más ruines o los más desventurados de la ciudad, a las puertas estrechas de miserables casas de dormir, en cuyas alcobas nauseabundas, ebrios de licor y de odio, que embriaga como el licor, yacen desnudos por el suelo, en torno a una vieja estufa enrojecida, centenares de huéspedes. O por medio real compran, los que se espantan de aquella abominable compañía, el ruin derecho de dormitar en una silla de la taberna, junto al piadoso fuego. O merodean ateridos, para gozar de los caballos, entre los magníficos carruajes que aguardan a las puertas de la Academia de Música fastuosa, donde las luces del baile de los grandes, parecen como opacas, por no dar calor a las resplandecientes pedrerías de que son mostrador las elegantes damas.

     Ahora es en Nueva York tiempo de bailes, y la Academia de Música, que es el Teatro de la Opera, y de la rivalidad y el fausto de los ricos neoyorquinos, reúne en estas noches de vientos y nevadas a los venturosos de la ciudad, y a los que se imaginan que lo son, por no morir de espanto, de mirar en sí, y a los que quieren ser tenidos por felices. Los franceses, que en Nueva York se cuentan por millares, y viven prósperamente de varias industrias, se juntan en estos días del año en bailes celebrados, exuberantes de color y gozo, que hacen pensar en Beranger y en el buen barrio latino, que es como una gran casa de familia, donde todos los hombres de la tierra están como en su tierra, y viven juntas todas las grandezas y todas las locuras: de guirnaldas de luces, de matices vivos, cuelgan el ancho salón de la Academia, y los palcos parecen balcón del corso de Roma en día de carnavales, y el tablado paleta de pintor, donde hubiera vaciado un niño revoltoso la caja de colores. Danzan guerreros duros, armados de coraza y guanteletes, con pajecillos enamoradores, que parecen tazas sonrosadas, rebosantes de espumoso vino de Borgoña. Saltan de grupo en grupo doncellas suecas y retozones arlequines; un francés, que no ha de ser lector de El Universo, lleva blusa de carnicero del mercado, y capuchón de monje, sujeto por collares, que dejan caer al pecho largas cruces; y éste baila, con caballeresca gentileza, con una india moza que luce manto y penacho de plumas, y que ha comprado de fijo novelas de Xavier de Montepin a los libreros de viejo que venden libros en los bordes murados del río Sena.

     Tal es el baile de la Amistad, el más famoso de los que en Nueva York celebran cada año los franceses. El de la Caridad, que fue un tiempo el gran baile del año, es aún buena ocasión de galas donde van a ostentar las de sus trajes y joyeros las familias que gozan fama de acaudaladas, y a lucir su casaca de noche, que ha de ser de faldones de punta y no cuadrados, los caballeros que hallan espacio en este mundo ansioso para meditar en la forma de los faldones de las casacas. Y otro día, ya no son animadas guirnaldas las que ornamentan el techo majestuoso de la Academia de Música, sino almetes y escudos, y banderas y lanzas, como en señal de que los que apadrinan el baile que ha sido suntuosísimo, son los ricos soldados del Regimiento vigésimo segundo, cuyos regimentados, que son nobles de Bolsa, la cual es clase de nobleza nueva, divirtieron a los elegantes bailadores con escenas de milicia, simulacros de batalla y juego de armas.

     La vida y la muerte se despiertan a la par cada mañana; al alba, la una afila su hoz y la otra coge su ramillete de jazmines, mordidos algunas veces de gusanos. Un baile, es incendio de alma. Un edificio que hace costado a la alta casa de correos, rugía ese día incendiado. Ha sido un espectáculo terrible, cuya presencia no alcanzó a turbar el regocijo de los enamorados de la danza. En esa noche fría, cruzaban almas, ya libres de sus cuerpos, el espacio húmedo y oscuro, y arrebujábanse ateridas, salpicadas, en su camino de copos silenciosos, de volante nieve. Y los alegres danzadores deslizaban sobre la alfombra suntuosa el ancho pie, calzado de zapato femenil y medias negras. Fue el incendio en la mañana, en casa de numerosos pisos, llena toda de oficinas de periódicos, porque, como evocados por la estatua de Franklin que preside la plaza cercana, afluyen en aquellos contornos todos los soldados de la Prensa. Por allí está el Sun, con Carlos Dana, su jefe hidalgo, romántico y benevolente; por allí el Tribune, donde escribió Greeley, que supo sembrar fresas y verdades, y escribe Whitelaw Reyd, que sabe hablar y odiar; por allí está el Times, diario severo cuyo jefe joven es honrado y brusco. Allí estuvo el World, hoy vendido a un negociante; allí había aún periódicos notables que enseñan a sembrar, a comprar y vender, a trabajar en artes, a preservar cosechas, a criar ganados.

     Las llamas ascendieron, con tal furia, que parecía que hubiesen estado largo tiempo presas. Cien lenguas rojas se entraron a la par por escaleras y pasillos. Los pisos altos, llenos de trabajadores, de pobres mozas, que hacen oficio de cajistas, de niños recaderos, se llenaron de horror y de clamores. Ya las llamas rebosaban por las puertas y los bomberos acostaban sus escaleras en las paredes, y la muchedumbre se agolpaba en las afueras. Un hombre como de pie en las llamas, asoma en una ventana. Otro, rodeado de un halo de fuego, asoma en otra. Ya son todas las aberturas de la casa fauces rojizas, donde hierve el humo. No alcanzan a los pisos altos las escalas de los bomberos. Vese a una pobre negra, que, como perseguida de monstruos feroces, salta dando hondos gritos de un cuarto encendido, se acurruca en el umbral de una ventana, sease por no caer a la calle, de su mano ardiente, y se yergue de súbito, se recoge las ropas entre ambas piernas, exhala un alarido, y se arroja a la calle, en cuyas piedras chocó su cuerpo, despedazado con estruendo. Un negro heroico, que limpia botas en una casa de beber, y tiene el alma libre de betunes, ve que en el techo del edificio humeante donde asoman tres hombres, corre un alambre de telégrafo a un poste vecino, que dista de la techumbre como ésta de la calle, y hace una trincha, se ayuda de ella para subir, halagado por los aplausos, a la cima del poste, donde corta el alambre, que ya colgado sirve de cuerda de descenso a los tres hombres, y baja velozmente, a hacer más bien, lleno el rostro de gozo, y el pecho de sangre. Una mujer joven aparece en la más alta ventana. Trae las manos manchadas de la gloriosa tinta del trabajo. Muerden las llamas sus cabellos; y ella aparta las llamas con sus manos. Ya se prende el fuego a sus vestidos, y ella arranca los trozos incendiados. Batalla brazo a brazo con el fuego. A seis varas de sus pies está la más próxima escalera, donde la aguarda con los brazos abiertos un bombero y ella se deja caer, arrogante y serena, y así es salvada. Dícese a un hombre que haga lo mismo, y el hombre rehúsa hacerlo. Tardan los bomberos en ver a dos míseros que con las manos en alto piden ayuda, y un albañil asalta la escalera, les excita a dejarse rodar por la pared, y con su brazo noble, al que da su fuerza suma la buena voluntad, recibe a los dos hombres. Otros gritan, agitan las llamas que los envuelven con sus ademanes de horror, se asoman a la calle, donde les aguarda el espacio vacío, se hunden en el fuego, como queriendo ablandarlo con sus lágrimas, y al fin saltan moribundos de angustia sobre los lienzos que mantienen extendidos los bomberos piadosos. Se ven dos manos que se prenden al marco de una ventana ya incendiada, y una mujer a poco, de pie en el poyo humeante. La masa roja olea en su torno; ya está como vestida por las llamas, ya desaparece en el turbión negruzco, como arrebatada por la fiera hambrienta. Hoy ya todo es ceniza. Queda el respeto a los valientes, que han sido honrados con medallas; quedan los periódicos que mudan de casa, y están hechos de espíritu, por lo que no mueren en incendio; y quedan los cadáveres sepultados entre himnos religiosos, o enterrados en las húmedas ruinas.

     En esos escombros asoman, como guerreros de buena batalla, muertos en la mitad del guerrear, las armazones que sustentaban las cajas de tipos de imprimir, manejados a cambio de ruin salario, por débiles mujeres. En verdad que llena de dolor ver venir de lejanos suburbios, en estas mañanas turbias que parecen madrugadas, a esas obreras valerosas que, al volver en la noche anterior de la ruda faena, reclinaron la inquieta cabeza, sin tiempo de soñar, en su almohada dura y fría. Carros y vapores parecen a esa hora casas de huérfanas. Llevan la color mustia; la nariz roja; los ojos, como de llorar; las manos hinchadas. Van los obreros amparados de trajes gruesos, y ellas, de telas descoloridas, delgadas y ruines. Hacen la labor de un hombre, y ganan un jornal mezquino, mucho más bajo que el de un hombre.

     Estas amarguras afligen a algunos corazones buenos, que no hallan modo de poner remedio a esa miseria, que roe cuerpos y almas. Hay en esta tierra un grupo de mujeres, que batallan con una vivacidad y un ingenio tales en el logro de las reformas a que aspiran, que, a no ser porque no placen mujeres varoniles a nuestra raza poética e hidalga, parecerían estas innovadoras dignas de las reformas por que luchan. Ni es justo querer que en prados de mariposas pasten leones. Ni es cuerdo sujetar a nuestro juicio de pueblos romancescos,-y por encima de nuestras pueriles desazones, puros,-los menesteres y urgencias de ciudades colosales en cuyos senos sombríos se agitan criaturas abandonadas y hambrientas, comidas de avaricia, nacidas en soledad y apartamiento, y dadas sin freno al loco amor de sí. No ve el norteño en la mujer aquella frágil copa de nácar, cargada de vida, que vemos nosotros; ni aquella criatura purificadora a quien recibimos en nuestros brazos cuidadosos como a nuestras hijas, ni aquel lirio elegante que perfuma los balcones y las almas. Ve una compañera de batalla, a quien demanda brazos rudos para batallar. Ni son los hogares en esta tierra, aquel puerto sereno en que la hija es gala y no estorbo, y su matrimonio cosa temida y no deseada, sino como casa de hospedaje, donde no se cree el hostelero obligado a mantener a los huéspedes que trajo él a su casa. Ni nacen las mujeres en estos pueblos como en aquellos nuestros, miradas de cerca por los ojos vigilantes de sus familiares, que las guardan con ternura y con esmero; sino que vienen al mundo en lo que hace a los pobres, como retoños malsanos de un árbol enfermizo, que brota entre una mesa coja y un jarro de cerveza, y oye desde el nacer palabras agrias, y ve cosas sombrías, y se espanta de ellas, y va sola.

     Tantos males pueden hacer surgir como legítimos, y verdaderos por relación, pensamientos que a nosotros nos han de parecer-por ser nosotros de tierras distintas-vulgares y extravagantes. Va cerrándose el congreso de damas, convocado para abogar enérgicamente por la concesión del derecho de votar, a las mujeres. Ha sido el congreso en elegante sala, y las damas de él muy elegantes damas. Vestían todas de negro, y la que más, que era la presidenta, llevaba al cuello un breve adorno azul. Y el auditorio era selecto, lleno de hombres respetuosos y de damas de buen ver. Es cosa sorprendente, cómo la gracia, la razón y la elegancia han ido aparejadas en esa tentativa. Deja el congreso de mujeres, la impresión de un relámpago,-que brilla, alegra, seduce e ilumina. Yo he oído a un lacayo negro hablar, pintando el modo de morir de un hombre, con tal fuego y maestría, que le hubieran tenido por señor los maestros de la palabra. Yo he oído con asombro y con deleite, la verba exuberante y armoniosa de los pastores hondureños, que hablan castellano de otros siglos, con donaire y fluencia tales que pondrían respeto a oradores empinados. Y ese modo de hablar de estas damas ha sido como el corretear de un Cupidillo malicioso, bien cargado el carcaj de saetas, y bien hecha la mano a dispararlas, entre enemigos suspensos y conturbados, que no supiesen cómo ampararse, alzando el brazo y esquivando el rostro, de los golpes certeros. ¡Qué lisura, en el modo de exponer! ¡Qué brío, en la manera de sentir! ¡Qué destreza, en sus artes de combate! ¡Qué donaire, en los revuelos de su crítica!

     «¡No nos dejáis más modo de vivir que ser siervas, o ser hipócritas! ¡Si ricas, absorbéis nuestras herencias! ¡Si pobres, nos dais un salario miserable! ¡Si solteras, nos anheláis como a juguetes quebradizos! ¡Si casadas, nos burláis brutalmente! ¡Nos huís, luego que nos pervertís, porque estamos pervertidas! Puesto que nos dejáis solas, dadnos los medios de vivir solas. Dadnos el sufragio, para que nos demos estos medios.»

     Y como decía tales cosas una respetable anciana, con tal riqueza de dicción y propiedad de ademanes, que no había espacio a burlas, amigos y adversarios oían atentos y batían las palmas. «¡Vienen a convertirse las mujeres ignorantes, merced al desamparo en que viven, en frutas de noche, y huéspedes de la policía, y no tenéis en las casas de policía, mujeres honradas que asistan a esas infelices, sino hombres que las burlan y mancillan! ¡Poned mujeres en las estaciones adonde van presas mujeres! ¡Dejadnos votar, y nosotras las pondremos!»

     Y a este punto, como si fuese ley que en esta tierra fueran siempre unidos lo poderoso y lo pueril, dice una dama linda que está en la sala el Jorge Washington de la causa de las mujeres sufragistas, y se debe oír hablar a Washington; cuya dama, que es famosa, y habla esa lengua que gusta a los americanos, porque hace reír, y tiene en abundancia la brutalidad y la presteza del boxeo, subió seguidamente a la plataforma, donde ostentaba un grave caballero su gabán lujoso y sus gruesos zapatos de andar; mas no dijo discurso, sino que el libro que tenía en la mano era una historia del sufragio de las mujeres, y que alcanzaría gracia, y se haría miembro de dos asociaciones sufragistas, quien en prueba de fe comprase el libro. Con lo que bajó de la tribuna Susana Anthony.

     La pasión generosa, la réplica aguda, la ironía mordiente, la razón sobria, la exaltación sectarista, distinguieron a esta reunión de damas estimables; por las que se supo que no ha mucho, cincuenta y nueve legisladores votaron en Albany, que es la cabeza del Estado, por la concesión del sufragio a las mujeres, contra cincuenta y cinco, que no gustan de concederlo; y se supo también por un ex gobernador de Wyoming, que en Wyoming votan y gozan empleos, y se disputan candidaturas las mujeres, y hubo vez, en la que todo quedó en paz, en que un marido era candidato republicano para un empleo y su consorte candidato demócrata.

     Y aún resuenan a par de esas voces, extrañas por fortuna a nuestros pueblos, donde compartir la vida es comenzar de veras a gozarla,-los acentos robustos y magnánimos de los prohombres neoyorquinos, congregados a denunciar, como delito humano, que han de execrar las gentes, y de penar el cielo, la causa bárbara y enconosa de que los míseros hebreos son hoy víctimas en Rusia. Y un anciano de faz rugosa, cuerpo escueto, y palabra apostolar, el anciano Evarts, decía que cuando el pecho se hincha, desborda por los labios, y que como la faz en la linfa del arroyo, copia al punto la faz que se asoma a la linfa, el corazón de todos los hombres y mujeres de la tierra, responde al grito de angustia de los hombres y las mujeres de Moisés.



La Opinión Nacional. Caracas, 18 de febrero de 1882

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