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23. Carta de Nueva York

Abogados mujeres.-La mujer en los asilos, en los hospitales, en las cárceles, en las escuelas.-La mujer en las universidades.-En Inglaterra y en los Estados Unidos.-Derecho de desembarque que han de pagar los inmigrante.-Fauce enorme



Nueva York, Abril 1 de 1882

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     La vida humana está harta, como la tierra, de montes y de llanos. ¡Y a las veces de criptas siniestras y de abismos! Y es fuerza a cada paso sacar los ojos de los montes, que son los hombres altos, y ponerlos en llanuras. Está en el Congreso de debates y de fiesta la dama de Massachusetts. Ve el Congreso si debe sacar provecho de tanto hombre de Europa como viene a estas tierras; y ya se dijo en la asamblea de Massachusetts que pueden ahogar damas en los tribunales del Estado. Nótase en esta tierra nueva, gran premura por dar a la mujer medios honestos y amplios de su existencia, que le vengan de su propia labor, lo cual le asegurará la dicha, porque enalteciendo su mente con sólidos estudios, vivirá a par del hombre como compañera y no a sus pies como juguete hermoso, y porque, bastándose a sí, no tendrá prisa en colgarse del que pasa, como aguinaldo del muro, sino que conocerá y escogerá, y desdeñará al ruin y engañador, y tomará al laborioso y sincero. Pues en ese mismo Estado que acepta ahora las damas como abogados en sus tribunales, hay una señorita Robinson que dirige, con éxito notable, su bufete de letrado, lo cual es honra en Boston, capital de Massachusetts, donde trabaja la señorita, porque es Boston tierra de sabihondos y censores y no luce allí quien quiere sino quien puede. Y uno de los periódicos de leyes que más crédito goza en toda esta tierra, está también dirigido por una culta dama. En nueve de los Estados de la Unión, puede ya la mujer abogar como letrado, en casos criminales y civiles. Y en otro Estado, que es Vermont, las damas que pagan contribución votan por aquel que más les place de los candidatos a los empleos de las escuelas, cuyos candidatos pueden ser también mujeres,-aunque cuentan los murmuradores que gozan poco de este beneficio las damas vermontesas, porque en este año, hubo pueblo en que sólo votaron cinco damas.

     Mas no es sólo en los tribunales y en las urnas, en donde quieren los pensadores de esta tierra ver a las mujeres. Es en la administración pública, en la dirección de cada casa de caridad, en el consejo de cada taller correccional. Pues, ¿dos gobernadores de Nueva York no nombraron para altos puestos a dos damas? Nombráronlas, y no hay en el Estado más inteligentes oficiales, ni mejor servidos puestos. ¿Quién no ve en las casas, y más en nuestras casas que en éstas, a la esposa siempre tímida y ahorradora, y al esposo, siempre pródigo y fantaseador, como si fuera la tierra Sésamo, y él, Montecristo, y a cada clamor suyo, de esos terribles que no hallan respuestas, hubiese de abrir a sus ojos la tierra obediente, el seno de oro? Somos un tanto hebreos en punto a fortuna, y esperamos siempre un Mesías que nunca llega. Y no hay más que un modo de ver llegar al Mesías, y es esculpirlo con sus propias manos. No hay en la tierra más riqueza que la que viene precipitadamente por medios de indecoro o lentamente por medios de trabajo. ¿Quién ha de ser mejor guía para las mujeres extraviadas que una dama buena? Ni ¿quién que ve una madre y la ve cómo ama, y prevé, y endulza, y perdona, duda de ese caudal de maravillas que yace ignorado en cada alma de mujer? Es una mano de mujer, vara de mago, que espanta búhos y sierpes, y ojos de Midas, que trueca todo en oro. Pues ¿cómo no ha de ser justo que en las juntas en que se ha de aconsejar sobre el modo de dirigir maestras, o alumnas, o pobres presos, aconsejen mujeres, que saben de achaques de mujer, o del modo de reformarlos o curarlos? El hombre es rudo e impaciente, y se ama más a sí que a los demás. Y la mujer es tierna, y goza en darse, y es madre desde que nace, y vive de amar a otros. ¡Llámenla, pues, a que sea consejera en todas esas juntas de consejo, y donde haya niños o mujeres a quienes dirigir, o cuidar, o curar, sea mujer la que dirija, con lo que será más suave y rápida la cura!

     ¿Y en colegios? ¿Se han de cerrar acaso los altos colegios a estas mujeres que han de ser luego compañeras de hombres? Pues si no tienen los pies hechos al mismo camino, ni el gusto hecho a las mismas aficiones, ni los ojos a la misma claridad ¿cómo los acompañarán? Vive todo ser humano de verterse, y es el más suave goce el comercio de las almas. ¿Qué ha de hacer el marido sabedor, sino apartar los ojos espantados y doloridos de aquella que no entiende su lenguaje, ni estima sus ansias, ni puede premiar sus noblezas, ni adivinar sus dolores, ni alcanzar con los ojos donde él mira? Y viene ese divorcio intelectual, que es el mal terrible.

     Ni es verdad, a lo que dicen maestros y observadores, que sea cosa probada la flaqueza de la mente femenil para llevar en sí hondas cosas de artes, leyes, y ciencias. Inglaterra les ha abierto sus colegios, y están orgullosos de ellas los colegios de Inglaterra. Altas cosas estudian las mujeres en el colegio de la Universidad en Londres, donde una tercera parte de los discípulos son doncellas atentas y estudiosas, y no hay año en que no saquen ventaja relativa a los donceles estudiantes. Cuatro universidades viejas y famosas tienen los ingleses, y en esa de Londres y en la de Dowham, invístese ya de la toga doctoral a las educandas; en Cambridge, se las recibe en cátedras y exámenes, los que les sirven como de títulos de honor, aunque no les dan derechos; y en Oxford, que es universidad reacia y severa, ya las admiten a cátedras, a que ellas van gozosas. Es cosa que alegra los ojos ver llegar a las puertas del colegio a los mancebos retozones, a la par que bajan gravemente de sus carruajes las jóvenes que vienen a la Universidad a aprender artes y ciencias. De la Universidad de Cambridge han salido maestras excelentes. Y en esta tierra misma, Harvard es universidad celebradísima, y tiene cátedra para mujeres, cuyos adelantos y aplicación encomia; y en la Universidad de Cornell, que goza también fama, no hay memoria de que haya hecho examen nulo ninguna de las numerosas estudiantes. Y ahora se quiere, que, como las de Harvard soberbio, y Cornell celebrado, se abran a las mujeres jóvenes las puertas del muy valioso colegio de Columbia. Cosas pueden ser éstas, para quien viva en otras riberas, singulares: mas si es verdad que ese ir y venir por cátedras y calles, pudiera parecer en nuestros países como echar flores débiles al viento, no ha de verse el modo de enseñar ni a que sea de hombre el instituto en que se enseñe, sino que se ha de proveer, en forma que concierte con nuestras costumbres a la urgentísima necesidad de esa enseñanza. Porque no suelen volar los esposos de la jaula de oro primaveral en busca de nueva primavera, o de belleza nueva, sino porque es dama sin mente como vaso seco, y busca el hombre sediento donde posar los labios ardorosos. Son las almas como las rosas, y han menester de sol ardiente, y de que caiga en ellas, con cada alba, rocío nuevo.

     Nueva York, que quiere abrir su Universidad a las mujeres, no gusta de tener abierta su bolsa a todos los menesteres de los inmigrantes europeos, que llegan a las veces con hambre, y sin dineros, ni ropa, ni salud, todo lo cual acarrea gastos que Nueva York paga, porque a Nueva York llegan aunque luego se salen del Estado, y fincan en otras comarcas que se benefician de ello, sin tener parte en sus costos. Ya fue uso en otro tiempo que cada inmigrante pagara un peso al erario, a modo de derecho de entrada, porque el estado de Nueva York había de reenviar a sus tierras los pordioseros y los criminales, de los que venían muchos, y esos pesos se empleaban en los costos del reenvío. Pero se dijo que era inconstitucional la ley, como se dijo también de otra semejante que la sustituyó, por lo que ahora trátase de que sea la ley de la nación, y no de un Estado, y que cada atezado hebreo de Rusia, o fornido alemán, o irlandés belfudo, o francés bullicioso, o sueco de cabellos rojos que a estas playas lleguen, pague unos cuantos dineros, que se pondrán en caja, para pagar con ellos a los que vienen enfermos o a medio vestir, o en incapacidad de hallar rápido empleo. Y ésa va a ser la ley nueva para Castle Garden, que será nombre famoso en tiempos venideros, en que parecerá esta tierra maravilloso monstruo, y esa casa de emigrantes, con su ancha puerta abierta, será temida por su fauce enorme.

JOSÉ MARTÍ

La Opinión Nacional. Caracas, 11 de abril de 1882

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