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24. Carta de Nueva York

«Ostera» y las Pascuas.-Antaño y hogaño.-Los huevos de Pascuas.-Costumbres de Nueva York.-El pájaro de Holanda.-Jesse James, gran bandido.-Sus proezas, su fama y su muerte.-Los cazadores de búfalos.-Los indios de Norteamérica.-Crows rebeldes y prósperos cheyenes.-«A ver crecer el maíz».-El Presidente opone su veto al acuerdo de la Casa de Representantes que cierra los Estados Unidos a chinos



Nueva York, Abril 15 de 1882

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     ¡No parece de abril el triste día! Ni son de abril los árboles desnudos, que dibujan en el cielo sombrío sus esqueletos negros; ni los arbustos secos que parecen, más que gala de los patios, manojos de látigos clavados en la tierra; ni la enmarañada enredadera, colgada como de harapos, de hojas rotas; ni el sol triste que se levanta perezoso entre las nubes densas. Pero ya son de abril los pajarillos aleteadores. Y los nidos están llenos; y los niños juguetean por las calles, aderezados con sus lujos pascuales, porque éstos son días de regalo y de fiesta, en que abren ya sin miedo sus alas las palomas; y su seno al aire fresco de la primavera los niños candorosos.

     ¿Adónde va la pequeñuela linda, calzada de fino y enguantada, prendido el broche de perlas de su madre al cuello de encaje rico? Va, con paso menudo y jubiloso a dejar en la caja de bronce, pintada de verde, que está fija en el poste del farol de la esquina, la tarjeta de Pascuas que recogerá a poco, y llevará a casa de otra linda amiga, el cartero cansado, el buen cartero, con su bolsón cuerudo, y su uniforme y su cachucha azules, los cuales trocaría de buena gana por otro hábito en días como éstos, en que se llenan las cajas de bronce de las esquinas, y aquellos nichos de la casa de Correos, semejantes a los que lo fueron de libros de la vieja biblioteca de Alejandría, de las cartas de plácemes que cambian estos corteses vecinos de Nueva York.

     Y no hay secta, ni hay herejes, ni hay rebeldes, para esta fiesta de Pascuas, que parece religiosa y es pagana, porque con el alborear de la primavera, la tierra alborea, la esperanza renace, los enfermos se alegran, los niños triscan, los ojos se encienden, se enjubila el alma. Y todos los credos, a despecho suyo y como anuncio de mejores días de paz, se juntan en esta creencia suma en la naturaleza. De ella nacieron, y el capricho humano les dio imágenes y formas que persisten, porque persisten los intereses creados a su amparo, pero el amor llenará al cabo el pecho de los hombres, y todas las creencias vendrán a ser en suma, en los días de las almas tranquilas, ésta mejoradora y reverente en la divinidad de la naturaleza. Al buen Jesús celebran los cristianos, y los teutones viejos celebraban a la Primavera buena; y con nombre gentil llaman sus pascuas los enemigos de los gentiles, porque era Ostera en los pueblos teutónicos la diosa primaveral que venía de Oster, palabra de júbilo, que quiere decir renacimiento, y de Oster viene Easter, que es como acá llaman, y en toda tierra inglesa, a las Pascuas cristianas. Es el hombre gallardo y dadivoso y no sufre de haber sido pródigo, sino de no tener qué dar. No hay goce como hacer gozosos. Busca el ingenio ocasiones discretas de regalo.

     Las Pascuas son aquí días de presentes, y no hay niño que no lleve en sus manos cuidadosas un huevo de colores, ni galán que no compre dones primaverales, ni doncella que no ostente en la repisa de sus chimeneas la linda tarjeta, de seda flecada y muy pintada, o la flor blanca, o el nido de pájaros que le ha ofrendado su cortés amigo. No saludan los neoyorquinos como los cristianos griegos, que gustan de ver salir el sol en nuestros días, como suelen aún en tierras nuestras nuestras madres, y el uno dice, a modo de saludo, al griego con quien tropieza: «El Señor ha resucitado», y el otro griego dice: «En verdad que ha resucitado, y que a Simón se ha aparecido». Ni creen, como en Irlanda,-donde creen muy extrañas cosas, y ponen aún entre los dientes apretados de los muertos la moneda con que han de pagar su pasaje por la Estigia al barquero Carón,-que el sol baila en el cielo en estos días pascuales, y hacen gozo del día, por dar placer al cielo: aunque son los de Irlanda muy católicos, y creen a la par en las virtudes de San Ramón y en el agua negra de la Estigia, en lo que se parecen a los indios de Oaxaca, que esconden bajo el manto de la Virgen el ídolo que veneran, y lo pasean reverentemente en sus procesiones; y a los negros caribes de Honduras, muy bellos e inteligentes negros, que han hecho comercio con los sacerdotes del lugar, los cuales les permiten su maffia, que es baile misterioso, y sus fiestas bárbaras de África, a trueque de que acaten su señoría, y lleven velas y tributos a la iglesia; y a los indios de los Altos en Guatemala, que antes van a ofrecer el recién nacido, en la cima de un monte, a la naturaleza, como hacen los persas, que a ofrecerlo al Señor cristiano, como manda Roma, en la pila del bautismo.

     No celebran los neoyorquinos como los irlandeses estos días, en que ya no entumece los miembros temerosos el frío enemigo, y en que ya salen sin miedo a los patios de sus casas las buenas viejecitas de rostro sonrosado y de cabeza blanca, ni los festejan con juego ceremonioso de pelota, en que hacen de jugadores ante las autoridades del lugar y el pueblo aplaudidor, como fue uso en antiguos pueblos ingleses, doce alegres ancianos. Ni tienen los hombres el derecho de levantar en alto, en sus brazos, tres veces a las mujeres que hallan a su paso, por lo que habían de darles las mujeres, como daban a los venturosos de Inglaterra, un beso, o una moneda de seis centavos, amén de que el día próximo, era de aquellas mozas fornidas el derecho de levantar otras tres veces a los mozos. Ni es uso tampoco que los feligreses de la parroquia vayan muy de mañana a echar manzanas en el patio del señor cura, lo que pudiera tenerse a astucia del eclesiástico, que se proveía así de manzanas, si no fuera porque él traía luego a la casa parroquial a sus regaladores, y les daba lonjas de pan y de buen queso, rociadas con cerveza. Y por cierto que ya para entonces el matrimonio era tenido como gran beneficio, y el cura que lo consagra como benefactor grande, porque los recién casados habían de echar en el patio de la parroquia tres tantos de manzanas, y no uno, como los solteros y los viudos. Mas, si esas costumbres de los metropolitanos no han sido guardadas por los colonos, otras sí, como la de los huevos de colores, que ya se regalaban en tiempo de antaño, como es probado por una cuenta de uno de los reyes Eduardos, que repartió a sus cortesanos cuatrocientos huevos.

     ¿En qué nido no hay alba en este abril piadoso? Nido inmenso es la tierra, y se abre en Pascuas. Huevos de plata y de oro, llenos de ricos confites, son estos días regalos de uso. Ya están forrados de seda suntuosa, y son joyeros, que adornarán luego el tocador de las damas regaladas. Ya van en linda bandeja, cubiertos de paño de seda, por mano de buen artista pintados de aves o flores, lo cual es costoso presente. Ya en el gran huevo de porcelana, que se rompe en la mesa de comer entre vítores de niños, envía el amigo a la niña un ramillete; al niño otro huevecillo, bien cargado de fresas azucaradas o de almendras; a la madre un pajarillo lindo, que lleva en el pico una muñeca, la cual es usanza de este año, que ha venido de Holanda, donde de los niños saben, como sabemos nosotros, que vienen en cestos de flores; que los recién nacidos son traídos a la casa en el pico de los pájaros, que los dejan caer para que no se lastimen, en los brazos de sus madres, que es como lo que nosotros creemos, porque los brazos de las madres son cestos floridos. Y remata los regalos del amigo una cáscara de huevo, con cabellera de estambre en la alta punta, y la otra punta hundida en alto cuello de camisa, ceñida de corbata de anchos pliegues, en la cual cáscara monda está pintado en burla el que recibe el regalo cariñoso: pues ¿qué mejor presente, que el que se hace a nuestra mujer y a nuestros hijos? Y es curioso ver, tras de los cristales de la ventana de una dulcería, cómo, acurrucado en una alta banqueta, pinta sobre sus rodillas un artista de Pascuas dibujillos amorosos, y barquichuelos, y palomas, y corazones rojos en grandes huevos de avestruces: y cómo una madre próvida lleva a la casa una cesta de paja, en que van tantos huevos como hijos, y cada huevo coronado, en el lugar en que fue roto para llenarlo de sabrosos dulces, de un amarillo girasol o de una delicada margarita. Luego enseñan las doncellas halagadas los presentes que les enviaron sus amigos, porque no hay acá gozo como el de enseñar, y a ése, que es gozo de la vanidad, suelen poner aquí a tributo los inefables del alma.

     El presente de un caballero, «que está en el negocio de las acciones», y es mancebo listo, regalador de damas, es una cruz de hojas secas y flores de la Tierra Santa, la cual es muy agradecida, porque con ella muestran las damas que son muy estimadas y merecedoras de que en ganar sonrisa de gracias emplee un mancebo más de cien bolívares, que es lo que la cruz cuesta. Ese nido de pájaros, que es nido verdadero, lleno de huevecillos grises, sobre los cuales extiende las alas un pájaro disecado, es don pascual de «un hombre de sustancia», como llaman aquí a los ricos de veras. Los graves amigos han enviado tarjetas alemanas, sobradas de muy místicos dibujos, y de textos de la Escritura en grandes y revueltas letras góticas, o tarjetas de América, de cuyos lados salen cintas, que atan el arrogante lirio o el girasol cabelludo, o el tulipán estimado, las cuales flores están hechas de bulto, y van a ser luego ornamento bello de rinconeras y repisas.

     Y allá, en la madrugada de Gloria, en cuarto estrecho y aire espeso, y a la luz turbia de una lámpara humilde, cose de prisa, acabada la labor del día, una madre de alma buena y manos fatigadas, para que al despertar halle su hija, que reposa en la almohada dura su cabecita pálida, el traje nuevo de Pascuas, hecho de telas pobres, que son tan ricas, luego que las tocó la mano de la madre,-¡que no las hay mejores!-

     Solía James ir a ampararse, luego de cometer sus crímenes, en tierras de indios. De indios se habla ahora, y se teme su guerra; porque les han reconocido, cuando se les han cansado ya los brazos desnudos de pelear por el dominio de los ríos y bosques patrios que los hombres blancos violan, su derecho a ocupar ciertos trozos de tierra, y a alimentarse y vestirse por unos cuantos años, que unas veces son más y otras menos, con los dineros que en pago de las comarcas que hurtó de ellos, paga de buen grado el Gobierno de los blancos. Pero en estas reservas todo es miseria; y hay agentes encargados de distribuir los haberes indios, que parecen los leones de la fábula de Fedro, que toman para sí la mayor parte; y es tal el hambre en algunas agencias, que ya los indios, azuzados de ella, tienen puestas las manos cerca de sus arreos de batallar. Y hay junto a ellos, ganados ricos, y los roban. ¿No han de pagar los ocupadores de su tierra el precio de la tierra a los dueños de quienes la tomaron?

     Son los crows los que amenazan guerra ahora, y tienen listos sus mil guerreros y sus cuatro mil caballos de batalla. ¿Qué es de aquellos cinco pesos y medio que para el vestido de cada indio acordaron los blancos en formal tratado dar cada año? ¿Y de los mil quinientos pesos para la escuela? ¿Y de los seis mil quinientos más para médico, y maestro de cultivo, y carpintero, y herrero, y mecánico? ¿Y de los sesenta y cinco millares más que para carne y harina da el Gobierno? En bancos e instituciones que andan en manos de agentes, quedan, como en crisoles, estas buenas sumas. Y es en vano que los crows ingeniosos, que no tienen menos de catorce mil caballos, y numerosos búfalos, y muchas cabezas de ganado, aprendan artes de los blancos, y les venzan en la del ahorro. Quieren hurtarles aún más tierra, muy cara para ellos, que viven de ella, y ya los pies negros y los vientres gruesos, y los sioux temidos y los valerosos arapajos, acarician el lomo de sus caballos pequeños y veloces, y sienten de nuevo la embriaguez del bosque, y limpian coléricos sus armas.

     No así los vivaces cheyenes, tratados con blandura. El amor encorva la frente de los tigres. Eran esos cheyenes, cuatro años hace, peleadores tremendos. Como defendían su tierra, no dormían, y caían sobre los blancos, que se dormían al cabo, porque no defendían más que su vida. Brazo a brazo cazaban las ovejas salvajes, las rebeldes mussiennes; y no eran de lienzo sus vestidos, sino de pieles frescas. Y el general Miles los venció de veras, porque fue bueno con ellos. ¡Qué fiesta el primer carro que vieron! Se echaron sobre el carro en tropel, como niños sobre juguetes. Subiéronse en montón. ¡Qué gozo, ver dar vueltas a la rueda! ¡Qué alegre el hombre salvaje, de aquel triunfo sobre la distancia! Así es el hombre americano: ni la grandeza le sorprende, ni la novedad le asusta. Cuanto es bueno, es suyo. Le es familiar cuanto es grande. No hubo a poco cheyene que no quisiera su carro, y que no unciera a él su caballo de pelear. Pero gustaban mucho de correr caballos, por cuanto no ve el hombre ingenuo, que vive del aire de la selva y de las migajas de su caza perezosa, que la vida sea más que risa y huelga. Y el buen Miles les vendió los caballos de correr, mas no los de los carros, y les compró vacas y bueyes. Como arrieros comenzaron a ganar salarios. Y luego se hicieron de mejores trajes, y de casas fuertes, y de habilidad de agricultores, para lo que les mandó Miles un buen maestro de campo, que les enseñó a arar, y a sembrar, y a levantar cercas.

     ¡Oh, qué maravilla, cuando brotó el maíz! Sentábanse, acurrucados en el suelo, a verlo crecer. Y a la par que a la brisa de la tarde abría el viento las hojas aún pegadas al tallo del maizal, acariciaba el cheyene pensativo la cabeza de su hijo, reclinada en sus rodillas. Crecían a la par, arbusto y hombre. Llenos ya del placer de poseer, se enamoraban de sus plantas, que les parecían sus hijos, y como criaturas de sus manos, el cual es amor saludable y fecundo. Y hoy ya piensan en hacerse de escuela, para lo que guardan en sus arcas muy buenos dineros; y no hay mercader que no quiera mercadear con ellos, porque palabra de indio es oro; y no hay traficante que engañe a un cheyene, porque ya el cazador de mussiennes lleva libros de cuentas, y si gasta dos pesos en zapatos, dibuja un zapato, y saca de él una línea, y a la cabeza de ella hace dos círculos, que son los dos pesos; y si compra en un mismo día una libra de azúcar, que le place saborear, y una hoz de segar, en pelo y medio, dibujará la hoz y el papel de la libra, y juntará en lo alto en una línea las dos que saca de ellos, y pondrá en el remate un círculo grande, que es el peso, y uno pequeño, que es el medio: y si algo queda a deber en ese viaje, pondrá al fin de su apunte tantos círculos cuantos pesos sean los de la deuda. Y así viven, ya dueños de sí, y dueños de su tierra, en que han hecho muy lindas haciendas, ¡En verdad que no es de tierra de Europa de donde han de venir nuestros cultivadores! Somos como notario olvidadizo que lleva en sí, y anda buscando fuera, las gafas con que ve.

     Y para terminar: el Presidente Arthur sensatísimo, niega su firma al acuerdo loco, por el que los representantes cierran esta nación, cuya gloria y poder viene de ser casa de todos los hombres, a los hombres chinos, por no perder en las elecciones próximas los votos de los celosos irlandeses, cuyo trabajo burdo y caro no les da modo de competir con el trabajo chino, barato y perfecto. Viril y cuerdamente envía Arthur su veto. Dícenle que perderá con ello su partido, a lo que ha respondido con nobleza que ganará con ello la nación. Un millonario ha muerto.

JOSÉ MARTÍ

La Opinión Nacional. Caracas, 1882.

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