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28. Cartas de Martí

Las inundaciones del Ohio.-Indiferencia neoyorquina.-Cuadro del desastre.-Cuadro de los socorros.-La batalla de los aranceles.-La corrupción política.-Abusos del partido republicano.-Tentativas y promesas de reforma.-Los magnates del hierro y los magnates del azúcar.-Situación de los demócratas.-Idéntica inmoralidad de todos los partidos.-Primeros anuncios de formación de un nuevo partido.-Una caricatura



Nueva York, Febrero 21 de 1883

Señor Director de La Nación:

     De grandes desgracias tengo que enviar hoy nuevas a la tierra de los grandes llanos. Jamás manadas de potros, arremolinadas por vientos de tormenta, velocearon con cascos alados y ardientes por las hondas pampas,-como las olas oscuras del río Ohio, encabritadas y en despeño, se han derramado ahora por márgenes y valles, subido sobre cerros, tragado villas, trocado en pretiles bajos torres y campanarios, y sacudido, como los animales monstruosos de otro tiempo, los árboles selvudos a que se abrazaban, las míseras ciudades que han hallado al paso. Todo es luto en las márgenes del río.

     No se paran en New York grandes mientes en la bárbara desgracia, y curan más de los lances del proyecto de reformas del arancel de aduanas que ahora aviva esperanzas, desata cóleras, y saca a los rostros de los proteccionistas livideces en el Congreso alborotado,-que de la horrendo catástrofe. Pero se ve el aire lleno de rostros afligidos, ojos arrasados de llanto, y manos clamorosas.

     New York, con el ruido de la fragua de oro, no oye aún el clamoreo. Estas grandes ciudades bursátiles tienen la prisa, el fervor, la absorción, la indiferencia de las mesas de juego. No hay más batallas para los jugadores que las que va a ganar el rey de copas,-ni más inundaciones que las que barrerán la mesa de dineros:-toda la tierra gira con el dado. La más espantable desventura del mundo exterior los halla en estupor lúcido, ebrios de un vapor verde. Si un payaso les pide con la copa del gorro unos cuantos dineros, o una dama de caridad alivio para los pobres, tomarán del montón de monedas, manadas de ellas, sin ver a lo que llenan, ni dar calma a su fiebre, ni quitar ojos de la fragua de oro.

     Pero ya en el resto de la Nación, y en New York mismo, se juntan grandes fondos. Sobra el dinero juntado. Donde no se ha sufrido, no se ha probado miseria. Cada cuerpo frío, tenía al punto ropas. Cada boca abierta, pan sobrado.

     Sacó de pronto el río furias de mar; al golpe de sus aguas, los hielos se descuajaban; los árboles-como hojas-se abatían; de quicio eran arrancadas las aldeas; Luisiana fue arrollada; en Cincinnati, cubrió la ola aleros y balcones. El cielo, negro; el río, tragante; la lluvia, como si el cielo entero se vaciase; las fábricas, vagando por el agua; cuantiosísimos pueblos, sumergidos; por los techos, las gentes aterradas; casas henchidas de gente arrebatadas por las olas, ¡y nunca más vistas! Se oyen gemidos de almas que se van, y voces espantosas. Casas completas flotan, como arcas. Las aguas desembocan a torrentes por las avenidas, como monstruos hambrientos; arrollan carros, vuelcan locomotoras, derriban-cual de naipes-muros; sacan de asiento casas y almacenes. A 25 pies llega el agua en las calles. Los balcones, son puertas. Por las rejas de una prisión, con ojos de Ugolino, asoman los presos míseros, sitiados en la prisión abandonada que el agua asalta y lame, con belfos inmensos. Sólo una cosecha se ha salvado en la catástrofe: ¡la de la Muerte!

     A veces, en las ciudades sumergidas, inundadas las obras de gas, y sombrío el cielo, brillaba, con ese pálido, vívido, misterioso color de la esperanza, un haz de luz eléctrica, encendida para alumbrar el camino a bravos socorredores. Apenas abría el día, las grandes casas públicas llamaban a su seno a todos los desesperados: las escuelas,-¡en donde nunca se enseñó mejor!-se hicieron casas públicas. En todas partes, ondeaban banderas con inscripciones de socorro. Por cada casa arrancada, una comisión de alivio. En los edificios salvos, montes de pan, de quesos, de jamones, de buenas ropas; los que dan, alegres; los que reciben, tumultuarios y trémulos:-algo como arco iris en lluvia, o sol después de tormenta. Más bella que la luz del sol sobre la tierra es la de una buena acción sobre el rostro del bueno. La luz de las buenas acciones se parece a la luz de las estrellas.-De los techos cuajados de gente, echan cestos vacíos a los botes de socorro que pasan y abordan los muros, y llenan de pan, de carne fresca, de ropas, los cestos: ¡qué hurra al cesto que sube! Los niños ríen; y se abren los cielos. A poco, damas engalanadas, como buitres dorados, pasean ya, como en carroza, en los botes recios por los lugares del siniestro, que no llamó con su mano mortal a sus moradas, y mozos atrevidos cruzan las calles trocadas en canales, en frágiles balsas, y acá hacen cosa heroica, allá alzan en la punta de un arpón algo que pasa, allá brillan al sol, como el valor en el peligro.

     Ya las aguas bajan; los fondos de alivio suben; los cadáveres vuelven con el receso de las aguas a llamar a las puertas de las casas que habitaron en vida; la Legislatura del Estado otorga a las ciudades devastadas créditos lujosos; les llegan por todas vías trenes cargados de socorros: y manos benévolas llaman, con impacientes voces de cólera, a las puertas de las grandes ciudades bursátiles, que vaciarán sin duda, en las manos tendidas, sin quitar los ojos de la llameante fragua de oro, manadas de monedas.

     El alma humana toma al cabo las condiciones de los cuerpos con que se roza. Las profesiones se pintan en el rostro. El marino es grande y blando, como las olas de la mar. El contacto de los metales, petrifica. ¡Benditos sean todos los que mantienen luces encendidas en los altares del espíritu! ¡Y perseguidos sean, con látigos de fuego, todos los que apaguen las luces del templo!

     Donde New York tiene puestos ahora los ojos, es en Washington. Y no porque el diputado Cox, orador joven, llene de dardos certeros el escudo de sus enemigos; no porque el austero demócrata Randall, caballero de pro, de quien se suele hablar como de candidato grato al país para la presidencia, repita en alta voz a un diputado que le injuria el ¡Be a man! enérgico de Shakespeare; no porque en alegres fiestas, en que suelen brillar magnamente, por luz de hermosura las damas de nuestra América, y por luz de intelecto nuestros enviados diplomáticos,-se cierre con brillo el invierno agitado y suntuoso de la corte republicana. En Washington se libra ahora la batalla de los aranceles. En Washington acaba de darse al público el proyecto de tratado comercial con México.

     La política es un sacerdocio, cuando empujan a ella gran peligro patrio, o alma grande. Hay criaturas que se salen de sí, y rebosan de amor, y necesitan darse, y traen a la tierra una espada invisible, siempre alta en la mano, que enciende con su fulgor los campos de batalla, mientras viven, y cuando caen en tierra cubiertas de toda su armadura, vuela cual llama azul, al sol. Pero suele ser villanía la política, cuando decae a oficio. Este espectáculo ofrece ahora este pueblo, decidido a sacar de su silla a los augures, y a sentar en su puesto a sacerdotes.

     Una palabra pinta la impresión que las últimas elecciones causaron a los republicanos, que se tenían por dueños de la tierra: espanto. En las votaciones de noviembre, el país les azotó las mejillas con las pruebas de sus pecados. Y como dependiente de mercado sorprendido en falta, que teme ya por el puesto que no honra, y anda lleno de susto, procurando halagar al dueño a quien teme,-los republicanos se tocaron la frente con ceniza, y ofrecieron penitencia. Se les acusaba de emplear en proyectos innecesarios y fraudulentos el exceso cuantioso de las contribuciones anuales sobre los gastos del año. Se les acusaba de mantener de deliberada voluntad las contribuciones de guerra, los altos derechos de aduanas y los muy crecidos sobre ciertas industrias nacionales, para repletar así, en provecho de cómplices, electores poderosos, y monopolizadores, las arcas del Estado. Se les acusaba de impedir a la gran masa del país la compra a buen precio de los artículos de vida, la cual vendría tras la reducción juiciosa de los derechos excesivos que ahora estos artículos pagan, sin más objeto que el de librar de la competencia extranjera al número escaso de industriales que, merced a los altos derechos, imponen en la Nación sus productos inferiores a un precio crecido. Y la acusación fue tan imponente, que la penitencia tuvo que buscar forma sin demora.

     Anunciaron, pues, los republicanos que era porción de su programa en la actual campaña del Parlamento rebajar en unos 75.000,000 las contribuciones que ahora paga la Nación. Mas como la semilla está en la fruta, está en la esencia del partido republicano la conservación de los intereses que estas medidas hieren. Lleva el gusano en la médula. El partido está compuesto de los elementos que esas reformas herirían en la entraña. Raro es el representante republicano a quien no ligan, sobre los compromisos generales de su partido con el cúmulo de productores patrocinados con las leyes prohibitivas y el arancel proteccionista, compromisos parciales con los productores de su Estado, que son siempre electores poderosos. La reforma era indispensable: pedirla es mermar, y empobrecer acaso, las industrias protegidas; estaba, pues, cada representante republicano, dispuesto a votar toda rebaja en las industrias extrañas a sus representados inmediatos.

     Los magnates del azúcar cuidaban poco del daño que la rebaja de derechos de entrada del hierro extranjero causase a los magnates del hierro, con tal de que no se rebajasen los derechos que gravan el azúcar extranjero, y permiten así la buena venta, en casa del pobre, de azúcar patrio. Pero importaba poco a los magnates del hierro, con tal de que no se permitiese la entrada al hierro de afuera, que los azúcares extraños vinieran a poner en peligro, una vez libres de derechos de introducción, los azúcares del país. Y se presentó en el Senado un proyecto que, con un corte de derechos en el azúcar, cercenaba en unos 20.000,000 los impuestos, con lo que, sin gran riesgo de los magnates del azúcar, se daba, sin embargo, muestra de acatamiento y penitencia al pueblo que se mostró señor colérico y descontento en las elecciones de noviembre.

     Pero como el partido republicano tiene por fibras a todas esas industrias, sin sajarse sus propias fibras no puede sajar hondamente ninguna de esas industrias. Hecha ya una rebaja, no le cabe hacer otra. Y si hace una ya no puede hacer otra, porque el clamor de sus amigos y mantenedores sería mayor que el de sus enemigos clamorosos.

     No ceden un ápice los elementos dominantes que mantienen a flote al partido republicano, en las doctrinas de protección para cuya defensa lo mantienen. Los políticos, bien que cederían,-por dar gozo al pueblo, y asegurarse en la silla; pero liga más a los políticos su trato con los electores que al portero romano ligaba a la puerta su cadena de oro.

     Los magnates del hierro anunciaron que derrotarían el proyecto de rebaja en los azúcares si, a despecho del vocerío popular y a la faz de la República acusadora, no se garantizaba con un aumento en el impuesto al hierro extranjero, la protección indeterminada a todas las industrias del hierro en los Estados Unidos. Y como unos republicanos no osan favorecer tal medida, los otros destruyen la rebaja proyectada. Los republicanos derrotaron a los republicanos.

     Querían provocar a los demócratas, con lo mezquino de sus reformas, a oposición vehemente a los proyectos presentados, con lo que aparecerían ante la Nación como incorregibles perturbadores, y los enemigos reales de la mejora intentada por los republicanos; mas los demócratas cuerdos parecían dispuestos a votar el proyecto, que acaso sólo para que fuese derrotado sacaron a plaza los republicanos: y como los intereses encontrados de éstos dan ahora en tierra con el proyecto de reforma, viene a volvérseles la daga contra el pecho, y a quedar de nuevo como los burladores de la República, y más defensores de camarillas de intereses personales que de los grandes intereses públicos; y a dejar a los demócratas en limpia fama de apóstoles y ejecutores de la reforma anhelada de aranceles, con cuyo estandarte librarán, sin duda, en las elecciones venideras, gloriosa batalla.

     ¿A qué contar cosas menudas? Todo apunta al menester supremo: sacar los negocios públicos de manos de los que trafican en ellos. ¿Los demócratas, acaso, luego que triunfen, harán gala mayor de independencia? La virtud es presumible, cuando está del lado del interés, y sólo en el ejercicio de la virtud reside el triunfo.

     Hay demócratas proteccionistas, y no de poca monta, ni en escaso número. Cunde por fábricas, muelles y minas, que con dejar entrar los productos extranjeros sin derechos, o a bajos derechos, se quedarán sin labor los trabajadores nacionales. Pero como cabe reducción suma en los actuales gastos del Gobierno, y hay hoy en las entradas exceso sumo, cortarán los demócratas todo el exceso de las contribuciones que ahora pagan ciertas industrias de la Nación, y de otras contribuciones internas, que gravan hoy duramente los artículos de consumo esencial, y librarán de derechos a productos extranjeros que no sean en los Estados Unidos muy fabricados: con lo que el clamor popular quedará oído, servida la preocupación que cunde entre los trabajadores, la vida grandemente abaratada, y el sistema proteccionista en alza por buen tiempo todavía.

     Mas así como la oposición va en pareja forzosa con la virtud, suele ir en política, luego que se aseguran los pies en el dominio señorial, aparejada la victoria con el extravío. Y como en esta y en aquella parte suelen los demócratas triunfantes no hacer cosa mejor que los republicanos en triunfo, pudiera acaso, en tiempo no lejano, alzarse hermosa y definitivamente el voto público, y buscar manera de enderezarse y aplicarse por modo limpio y nuevo, que quite de los ojos de sus representantes el peligro de quedarse sin manos con que hacer leyes, por tenerlas arrendadas a los productores poderosos que contribuyen a elegirlos, o de poner la mano en granjerías, tenebrosas defensas, y logros viciosos.

     Ya un periódico de caricaturas, que redacta y dibuja gentes de otras tierras, y por eso acaso refleja las de ésta con tal verdad y brío que excita la atención y ha domado a la Fama, pinta ahora,-entre gente muerta, o mal herida, o vestida de parches y retazos, o de armaduras flojas y abolladas, que son los partidos viejos,-un doncel candoroso y arrogante de franco porte, suelta blusa, ancho calzón y fuerte bota, que con la mano puesta en el arado, mira severamente, como surgido por golpe mágico y soplo puro de las entrañas de la tierra, el horizonte limpio, el campo por labrar, el mundo nuevo. Y llama a este doncel, el «nuevo partido».

     Que el sufragio no está en su quicio, lo dicen todas las pruebas. No hay cosa mejor que él; pero puede ser aún mejor que él mismo.

     No puede ser representante honrado el que va al Parlamento lleno de gratitudes, y de mercedes recibidas, y de trata tácita o expresa con el cacique que le nombra. ¡Tales siervos no pueden ser los encargados de defender la libertad!

     Bien hacer, pues, ciertos prohombres de la mente y de la fortuna que se han congregado en New York para tener puestos los ojos en los negocios públicos; para nombrar candidatos respetables y probados, que no salgan jamás del seno de la congregación; para distribuir la obra de vigilancia en comisiones diversas, que se encargarán respectivamente de examinar los diversos ramos de la administración pública; para arrebatar, en suma, los negocios del Estado de la cohorte de politicuelos de profesión que suele hacer de ellos, como los virreyes de nuestras tierras, encomiendas y mercedes de favorecidos,-y volverlos a las manos respetuosas de hombres probos y graves, que defiendan los intereses públicos como el caballero de otro tiempo defendía a su dama, y reciban el cargo de dirigirlos como investidura venerable y como depósito sagrado. Los malos no triunfan sino donde los buenos son indiferentes.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 31 de marzo de 1883.

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