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2. Noticias de los Estados Unidos



Nueva York, 3, de septiembre de1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Aún vive el esforzado Presidente de la América del Norte, el cristiano enfermo, el reformador atrevido, el venerado Jefe de la sección honrada del partido republicano. Ni un instante han cesado el interés público, las plegarias religiosas, las alabanzas unánimes a la fortaleza heroica del enfermo, los testimonios de adhesión de Cortes y Repúblicas, y las múltiples. y cariñosas formas con que este pueblo expresa su ansiedad. Ni un instante han cesado la publicación de boletines extraordinarios, las muchedumbres agitadas frente a las estaciones de telégrafos, el gentío que se reúne de noche en los hoteles en busca de noticias, y el gemido de alarma y la sonrisa de alegría con que este pueblo, indiferente para otras cosas muy nobles, despierta al fin, para premiar con un afecto vehemente y candoroso el martirio de uno de sus mejores servidores.

     Las fluctuaciones entre la esperanza y el desaliento mantienen viva la curiosidad que hubiera podido de otra manera fatigarse. En medio de las funciones de teatros, se leen en alta voz, todas las noches telegramas dirigidos a un empresario vestido de correo del zar de Rusia, o teñido de negro y vestido de harapos como los antiguos esclavos del Sur, por algún coronel amigo o senador bien informado que da cuenta de la situación del Presidente. Excelentes retratos de Garfield, a mínimos precios, andan en todas las manos. Noches pasadas en una fiesta de fuegos artificiales, imponente y grandiosa como una fiesta de circo romano, en Coney Island, a una figura representando un elefante vivo, con trompa, piernas y cola en movimiento, lo cual arrancaba exclamaciones de supremo goce al gentío inmenso, sucedió un hermosísimo cuadro coronado por los genios de la fama, en que brillaban de un lado, en colosales líneas de luz, el retrato del caudillo moribundo y del otro el de la noble Reina de Inglaterra que hora tras hora envía mensajes ferventísimos a la santa señora que sonríe y vela a la cabecera del enfermo.

     ¡Ah! no es esa mujer, abnegada y amante, como esas abominables figurillas que a modo de maniquíes escapados de los aparadores de las tiendas, deslumbran por estas calles ricas a extranjeros incautos y a jóvenes voraces; no es esta mujer como esas criaturas frívolas y huecas, vivas sólo para la desenfrenada satisfacción de los sentidos, que afligen y espantan el espíritu sereno con su vulgar y culpable concepto de los objetos más nobles de la vida: es una compañera excelentísima apegada a su sufriente compañero, como las raíces a la tierra, y que sobre su lecho de muerte, lo enlaza y lo calienta, como esas yedras, amorosas y emparrados verdes que oscurecen la entrada de los cementerios de Greenwood.

     La sola virtud de la noble señora ha dado origen a uno que pudiera llamarse renacimiento de pensamientos puros, y en realidad, a una gala justa de orgullo nacional: bastan para honra de un pueblo prendas tales. No hay periódico que no celebre, con palabras trémulas y agradecidas, la ingenua e inagotable solicitud, la suave y apasionada delicadeza, la enérgica y fortalecedora resignación de esta ejemplar esposa. No es mucho decir que como Washington y Lafayette y Lincoln, el casto matrimonio de Ohio tendrá, de hoy más, sus retratos colgados en las paredes de todos los hogares, y su memoria conservada en todos los corazones norteamericanos.

     Mas no sólo vive aún el Presidente: he aquí el último telegrama que media hora antes de zarpar el vapor Caracas leo en el Herald:

«A Lowell, Ministro en Londres.

     El Presidente ha tenido un día muy satisfactorio y en el juicio de sus médicos todos sus síntomas eran favorables anoche. Considerando el día en conjunto ha tenido menos fiebre y mejor apetito que en muchos días pasados.-Blaine, Secretario.»

     El pulso en el herido que llegó a alcanzar 140 grados, mantiénese hoy entre 90 y 100: toma con moderación y deleite los alimentos que le ofrece su tierna compañera, que fue tan enérgica en los días fatales y lúgubres de la última semana y animó de tal modo al enfermo y riñó tan cariñosamente a los desconsolados médicos y, sacó de su amor tales esfuerzos de vida, que parece como que desde aquel día, rasgó con su mano y guarda en ella los crespones de muerte que enlutaban la alcoba de su esposo. En tan buena condición le juzgan los médicos ahora, que ya se trata de transportarle a Quebec, ciudad celebrada por la pureza de su aire y de sus aguas y la extraña fortaleza que allí ofrecen a las naturalezas desmayadas los sanos y frondosos alrededores. Allá van, a las alturas del viejo Itacona, a recobrar su fuerza perdida los inválidos del Sur, y allá iban en los tiempos agitados de la guerra civil los heridos graves y los enfermos macilentos del ejército federal. Allá se proyecta llevar al Presidente en este instante, y ya los médicos inspeccionan cuidadosamente el vapor Tallapoosa, que con la máquina encendida y las velas dispuestas aguarda a su venerando pasajero.

     No exagero si digo que con el deseo de enviar a Ud. las últimas noticias, estoy escribiendo esta correspondencia en la escalera del vapor. ¿Qué hará ahora el Gobierno en tanto que el Presidente se recobra? Llamará sin duda al Vicepresidente Arthur que alejado de Washington porque la Nación que le ha visto hostil a Garfield, no podría suponer sinceros sus cuidados, espera en Nueva York a que el Presidente o sus Ministros le señalen el instante en que ha de comenzar a autorizar con su firma las decisiones del poder Ejecutivo. Mas esta sustitución temporal y meramente de fórmula no alterará la briosa política original y salvadora que ocasionó la tentativa de asesinato del Presidente. Los hombres honrados serán mantenidos en sus puestos y los dilapidadores expulsados de ellos. La política volverá a ser el arte de conservar en paz y grandeza a la Patria, mas no el vil arte de elaborar una fortuna a sus expensas.

     De la presencia de un nihilista ruso, distinción que es preciso hacer porque en todas partes va habiendo nihilistas, hablé a Ud. en mi carta anterior, y lo cierto es que en este fatigante y denso verano en que la vida parece como que huye espantada a refugiarse en las orillas de la mar y en los rincones de los bosques, todo parece como aletargado y en suspenso, y fuera del interés que inspira el restablecimiento del Presidente, su fortaleza de ánimo y el vigor mental y moral de su esposa, apenas hay noticia que interese, de no ser las querellas de los partidos interiores, las palabras ásperas y condenatorias que en algún periódico se leen sobre Grant, el lujo de fuerza pecuniaria que este país despliega en sus relaciones industriales con México, y esta noticia de que, para ahorrarse sin duda complicaciones y para levantar obstáculos a los proyectos revolucionarios del atrevido estudiante ruso, el Gobierno del Zar ha comunicado al caballeresco y afamado Secretario Blaine, que el Leo Hartmann que se conoce en los Estados Unidos no es, «aunque Hartmann está haciendo un viaje por América», el Hartmann verdadero.

     Con decir a Ud. que no creo por mi parte verdadera sino astuta, la afirmación del Gobierno del Zar, y que es cosa que debiera pensarse en esta hora de exceso de capitales y boga de países americanos el establecimiento de una red de negocios, más fácil que en cualquier otra de las Repúblicas del Sur, entre los Estados Unidos, exuberantes de riquezas y ganosos de mercados, y Venezuela, mercado fácil y grandioso y necesitado del caudal extranjero, cierra aquí hoy felicitando a Ud. por la popularidad de que su periódico goza en las redacciones de buenos periódicos neoyorquinos, su amigo tan sincero como afectísimo.

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 17 de septiembre de 1881

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