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29. Cartas de Martí

El tratado de comercio entre México y Estados Unidos.-Don Matías Romero.-El general Grant.-Parte oculta del tratado.-Las reclamaciones de Estados Unidos en México.-Los aranceles de aduana y el proteccionismo.-Evarts y Pedro Cooper.-La gran biblioteca para artesanos.-Asamblea proteccionista presidida por Cooper.-William Dodge, su vida y su propaganda por el reposo dominical.-Los «self-made men».-Muerte de Morgan.-John Swinton. su raza, su vida y su oratoria.-El presidente del Banco de New Jersey.-El calidoscopio de la vida norteamericana.-La República Argentina.-Don Carlos Carranza



Nueva York, Febrero 25 de 1883

Señor Director de La Nación:

     Tanto como el penoso simulacro de reforma que cae encima del partido republicano que lo proyectó como casco de normando del siglo octavo sobre cabeza de hombre de estos tiempos, preocupa ahora a los Estados Unidos el tratado comercial que tiene en ajuste con México. Se conocieron de tiempo ha, en una aldea maltrecha, D. Matías Romero, hombre de hechos y de cifras, y Ulises Grant, que encamina los sucesos de la paz con seguridad y cautela iguales a las que despliega con los ejércitos en guerra.

     Como conoce un histólogo un tejido, conoce D. Matías Romero la muchedumbre de hechos menudos que contribuyen a la hacienda de su patria. Escribe sin tasa: rumia pensamientos: huronea archivos: se sienta a platicar con labradores: quiebra toda yerba y rompe toda piedra. Haría un elefante amontonando hormigas. No es de los que miran al cielo y sienten en el corazón agitado la mordida sangrienta de lo sublime: es de los que creen que remata el hombre su tarea en la tierra cuando puede sentarse a contemplar el alto montón de su fortuna. Pone, pues, mientes, más que en alardes de sentimientos y lujos de inteligencia, en cosas de bienestar material: y se enamora de cuanto lo asegura.

     Grant calla lo que piensa, que no es jamás cosa baldía; y acaso echa en la mente cimientos de poderosísimo palacio, cuando parece que persigue por los aires la vaga columna de humo de su tabaco perfumoso.

     De años viene, y no de ahora, el tratado que hoy mismo ha salido a la luz: ajustado, con plenos poderes, por Grant y Romero. Los Estados Unidos abren en él las puertas a los productos naturales de la tierra mexicana, a los cueros de la costa, a los toros de Veracruz, al azúcar de Córdoba y Orizaba, a las maderas ricas de Tabasco, a las riquezas múltiples de Oaxaca, al henequén, de cuyo fruto vive la gente yucateca, al tabaco en rama, que en vano aspira a igualar al dulce veneno de Río Hondo, al esparto y otras materias fibrosas, de que los Estados Unidos hacen papel; al ixtle, variedad pródiga del rico agave, con cuyas hebras se harán, a poco estudio, frescos y fortísimos tejidos; a las frutas, que en aquella tierra bastan a endulzar las penas; al café, que cuando es de Colima, parece néctar, y cuando de Michoacán, parece hachich.

     Y México, en cambio, abre sus puertas a cuantos artículos mayores y menores puede necesitar una nación para surgir de súbito aderezada, como del soplo mágico de Mefistófeles surgió galano y gentil el arrugado Fausto. México admitiría, a aprobarse el tratado, maquinaria de todas formas y tamaños, construcciones de ladrillo y de madera, casas completas y cuanto se requiere para hacerlas, vías de ferrocarril y todo lo que en ellas sirve; cuantas maravillas de arte agrícola atesora esta tierra; cuanto aparato de minería puede sacar a los mercados el dormido Eldorado que reposa en las entrañas de los montes de México; tantas cosas, en suma, cuantas bastan para trocar en emporio de industria la enmarañada selva.

     Decir más ahora del tratado, fuera prematuro. México exporta poco, y ya tiene mercado para lo que produce y para lo que él, mientras el tratado durase, habría de producir. A los Estados Unidos sobran los productos cuya libre introducción en México se proyecta, y si de traerlos a su suelo sacaría México beneficio, de venderlos fuera del suyo no lo sacarían menos los Estados Unidos.

     Contra la introducción libre del azúcar, claman los que en Estados Unidos la elaboran, por creer que el fruto vendría a ruinosa baratura; a lo que responden los amigos del tratado que es tal el monto de azúcar que los Estados Unidos consumen, y tan escasa aún la que produce México, que la entrada libre de ésta, a la par que favorece el cultivo de la caña en México, y asegura en lo porvenir azúcar muy barata a Norteamérica, no alteraría ahora el precio del fruto en los Estados Unidos.

     Apuntan duendes de bastidores que va derechamente el tratado,-(y ésta es idea que prohíjan diarios de Washington y el Sun de New York)-a proteger, con maña astuta, los intereses valiosos de una de las compañías de ferrocarril americanas que ahora tienden rieles por las soledades de México, y consiste la maña en que, como de ser aprobado este proyecto comercial, queda apenas sin entradas de aduana, salvo en tejidos de Europa y cosas de poca monta, el gobierno de México, se vería éste a poco forzado por falta de dineros, a suspender a uno de los caminos de hierro, por él subvencionado, la suma que el Gobierno le acordó, con lo cual vendría el camino abajo, y podría seguir su obra sin estorbos la compañía rival, de que es el general Grant creador conspicuo y miembro conocido.

     Y los veedores de mal ven riesgos de reclamaciones futuras de súbditos de este país contra un gobierno a quien, tal tratado como este que se proyecta, ha de dejar sin modo de cumplir, sobre los vastos egresos que su complicado sistema doméstico y peculiares hábitos políticos requieren, las obligaciones crecidas con gente extranjera que movida de un noble afán, a par que del deseo de ganar crédito con un pueblo laborioso fatigado de inútil guerrear, ha trabado el gobierno mexicano.

     Aunque a esto paran de lado, y paran bien, los Estados Unidos, mostrando deseo vivo de que una nueva comisión revise la luenga suma de reclamaciones norteamericanas a cuyo pago, pocos años hace, fue condenado México,-y devuelva a la República latina lo que, según gentes del caso susurran, fue en cantidad notable concedido con exceso.

     No fuera mucho que con México, a quien como mercado para los frutos sobrantes de los Estados Unidos necesitan, y cuyo cultivo de frutas tropicales quieren avivar, para alcanzar así mañana a precios mínimos lo que hoy a precio alto compran de las Antillas y otras comarcas de América, hicieran los Estados Unidos lo que con el sumiso Japón acaban de hacer, que pagó en otro tiempo a boca de cañón suma cuantiosa por supuestas ofensas, que no parecen hoy tales al gobierno de Norteamérica, el cual devuelve honradamente al Japón, aunque sin los intereses acumulados por suma que se reconoce recibida sin razón, y que el Japón tomó prestada, la cantidad íntegra que pagó más de una decena de años hace a los Estados Unidos.

     De aranceles es cuestión, ya en el proyecto de reforma de los republicanos, ya en el de tratado con México. Y no ha habido modo de combate que los proteccionistas no hayan traído a lío para impedir, so pretexto de rebaja de exceso en el cobro de contribuciones, rebaja alguna en los derechos que permiten la producción en Norteamérica de artículos que se fabrican también en el extranjero. Noches hace,¡qué voz trémula y patriarcal se oía en una vasta sala, colmada de gente! En mármol griego, tajada por mano poderosa, y oscurecida por el polvo del tiempo, parecía tallada la cabeza de un orador proteccionista; era la de Evarta, de lengua diestra, rica y acerada, cortante como ancha hoja de Toledo: y cuando acaba la frase, parece que ha clavado hasta que el pomo choca con el pecho la hoja de la espada.

     Mas no era éste el anciano de 92 años, sino otro, de melena luenga, blanca como espuma, de cuerpo endeble, como lleno de espíritu, de barba en halo que en torno de aquel rostro virtuoso parece más que barba vapor de luz.-Es Pedro Cooper, cristiano como aquellos de los cinco buenos siglos del Cristianismo; como paloma, dulce; como bálsamo, misterioso y fantástico, y de tal vida y bondad, que aun tallado en carne, es ya monumento. En la casa que él levantó, por ciento de millar se cuentan los volúmenes, que en biblioteca rica satisfacen perennemente el ansia de saber de muchedumbre de artesanos: en aulas grandes, se dicen sin cesar por hombres sabios y buenos, cosas de virtud, de política práctica, de arte y de ciencia; en museo permanente exhiben los inventores de todas artes sus novedades y mejoras: y cuando cada sábado, el buen padre de hombres viene, ya a medio caer sobre su báculo, a ver en aquellas salas que abarcan millares, a tanto artesano ansioso y educando pobre a quien da escuela y biblioteca, y pan cuando lo han menester, y mira como a hijos,-siéntese a veces correr por la muchedumbre enamorada, que se aparta al paso, un silencio que parece ruido de rodillas, y otras veces,-como si los hombres todos hubieran de llegar un día a poner todas sus almas en un solo pecho,-un vítor estruendoso y unánime que hace llorar al buen anciano.

     Y él presidía aquella junta de proteccionistas, porque su cariño paternal por las gentes de labor, que vuelcan hoy en tiendas, como volcó él un día, cajones y barriles,-le da miedos, que acaloran su mente, de que con la súbita entrada de artefactos extranjeros que seguiría, con torrencial empuje, a una legislación librecambista, quedarían los artesanos en facilidad de comprar a menos precio lo que necesitan, mas sin trabajo alguno, por el inmediato perecimiento de las industrias de la Nación, para comprar, no ya lo ajeno, sino lo más necesario propio. ¡Oh, era de oírle hablar, defendiendo a la gente de labor con la magnífica angustia de un buen padre que en su lecho de muerte da consejos a sus hijos en peligro!

     Y a su lado se erguía otro hombre de recia edad que ya no habla, porque entró en la tierra del silencio, y reposa. Creso no fue más rico que William Dodge. Medía varas de tela y piezas de cinta allá en sus mocedades, cuando era New York corteza de avellanas y daba pasmo ver una carroza por las calles, guardadas en la noche, de fantasmas más que de malhechores, por vigilantes que dejaban caer con mayor frecuencia los párpados que las armas. Era entonces recinto de los nobles el que ahora apenas parece bueno a mercaderes principantes; e iluminó antes de morir la faz la luz eléctrica a aquel que de pequeño voceó bravamente la noche del estreno de la primera luz de gas. Dodge creció luego de traficante en telas a negociador en metales: y de ellos a ferrocarriles, que no dejó jamás correr en domingo, por parecerle bien que se abrieran las puertas de la República a todo extraño necesitado de pan y de libertad, sin la que no se halla sabor al pan más blando, y es el aire del alma, que lo fortifica y abre al vuelo, mas no creía Dodge que fuera buen modo de pagar de los extranjeros esta acogida cariñosa, con la turbación de la paz dominical, de que fue, en práctica y discursos, y en escuelas y leyes., vehementísimo partidario. Tanto temor tenía a las rebeliones que amontonan en el espíritu seis días de yugo, que le parecía aún poco un día de alas. Y con su plática, y su tiempo, y sus dineros, mantuvo y protegió gran número de escuelas de domingo, donde los niños cantan, con lo que ya se purifican y se elevan, y los maestros hablan de virtud, que todavía ampara, cuando no siendo ya un hecho, no ha dejado aún de ser un nombre.

     Seducen estas vidas milagrosas. Mueren en palacios reales hombres que nacen en cabañas, o bajo aleros de tejados. Una loba crió a Remo. ¡Mejor nodriza es la dificultad, que cría a estos hombres! En ellos no es la vida reflejo de libros, que hace pálido el rostro, inflama el cerebro y falsea la existencia: ni tradición de familia, que echa al hombre a vivir cargado de cadenas: ni copia de obra ajena, que trueca al vivo en queso redondo vaciado en molde de quesos.

     ¡Oh, no hay cosa como esta de vivir por sí propio! ¡Oh, no hay crianza como la de esta vida directa, esta lección genuina, estas relaciones ingenuas y profundas de la naturaleza con el hombre, que le dejan en el alma cierto perpetuo placer de desposado,-a quien no engañó jamás su amada!

     Por eso parecen siempre jóvenes estos ancianos, que comenzaron así la vida: en el campo, rompiendo la tierra: en la ciudad, rompiendo los obstáculos. Nada fortalece tanto como el ejercicio de la fuerza. Nada abona y magnifica el ánimo tanto como el contacto con las fuerzas vivas. Así esos hombres, que han subido de semillejas a copas de árboles, y de lecherillos de cortijo, a dueños de casa real, miran siempre con terneza a todo nuevo cortejador de la fortuna, y ven como cosa propia a la naturaleza, con quien tienen confianza tan estrecha como de hijo a madre; y hechos a soledades inspiradoras, y espectáculos sorprendentes y solemnes, tuercen impávidos los ríos; sacan de su curso, para que muevan semilleros de fábricas, las cataratas del Niágara; copian en sus graneros las más altas pirámides naturales y vuelcan y trastrojan impasibles las altas montañas.

     ¡Se van, se van los vicios! Ellos son como el ornamento, y la mejor fuente de fuerzas de la vida. ¡Qué ejemplo, un anciano sereno! ¡Qué domador de fieras, todo anciano! ¡Cuán bueno ha de haber sido el que llega a esos años altos sonriendo! Con cada día nacen dos cosas: la luz del sol, y un árbol de cuasia. ¡Oh, dulzura de los labios, la de aquel que aún tiene los labios dulces después de tanta copa amarga! Otro anciano ha muerto, que venció a la vida desde cuna pobre; que en años sombríos y gigantescos de la rebelión armó dos veces, de cada treinta días, treinta mil soldados;-¡y para aquello fue lícito armar soldados: para limpiar la tierra de ignominia, y cubrirla de hombres! Ha muerto Morgan, gobernador famoso, por honrado, prudente y activo, de New York durante la guerra. Empréstitos, con pedirlos, los tuvo. Engaños, sufrió pocos, y no intentó ninguno. Era hombre de consejo, que oye y no habla. Y fue amigo de Lincoln.

     «¡Aquí, aquí: a la plataforma! ¡500 me dan por este buen negrazo! Come poco y trabaja mucho, y ya sabe lo que es mordida de perro»: ¡y a esto seguía,-como para prueba de los méritos del esclavo que se remataba,-un latigazo! «Aquí, aquí: ¡a la plataforma! ¡ésta es la linda Adelina, que se ve que es muy linda y tiene 18 años: le vendimos el hijo, y está sola! ¿Quién me da 900 por la linda Adelina?» Tales gritos se oían en esta tierra por todas partes, en los remates de esclavos en plazas y lugares públicos, cuando Lincoln subió a la presidencia, apóstol de la nueva fe, y sacerdote en templo abierto de los hombres libres.

     Y ayer Adelina y «el buen negrazo» u otros como ellos, se reunían en la iglesia de Bethel, a oír a un hombre de aquella vieja raza, que rifle al hombro y pie en la nieve defendió palmo a palmo, al lado de John Brown el ajusticiado, contra las leyes de su patria, a un puñado de negros fugitivos. John Swinton se llama el hombre sencillo y sincero, que en esa lengua troncal y robusta de los que saben de coro, y entienden de propia mente, la Biblia, hablaba ayer a los esclavos de antes, trocados en caballeros y damas de salón, en una iglesia hermosa, de los espantos y glorias de antaño, de los soldados del Gobierno, maravillosos cuando defendían la Libertad, cobardes como quien batalla contra sí propio, cuando daban caza por las selvas a los esclavos prófugos, y huían a la aparición mera de John Brown cual liebres de mastines; les hablaba John Swinton, estremecido y lloroso, de aquel abrazo que en su camino a la horca dio John Brown a un pequeñuelo negro; ¡y a la verdad, que recordando estas cosas, dan deseos de salir de nuevo por la tierra a andantear hazañas!

     Y qué extraña oratoria la de Swinton, famoso aquí, sobre muy respetado, por la evangélica simplicidad de sus creencias comunistas; por su hondo don de ver, y su hábito de callar en tanto que no lo ve todo, de lo cual le viene singular poder cuando habla. Es tipo puro de esta buena raza ¡no de la de entecos barbilindos, que hablan inglés, por no parecer americanos, como aquellos galanes del Directorio de Barrás hablaban la lengua de Francia, tan poco tiempo hacía estremecedora y fulminante! Es de la raza buena, llena de tal conciencia de sí, que mira su propia alma como hostia, y comulga directamente con Dios su Señor. Reyes parecen estos hombres pujantes y castos; ríen como niños; pisan como gigantes; desdeñan como hombres impecables; hablan como profetas. Swinton, a veces, arroja frases como artillero balas de cañón. Cuando se enciende en cólera, mueve el brazo de modo que parece que va a lanzar lejos, contra la frente de algún infame, una piedra sagrada.

     No es sólo su oratoria propia: es la oratoria de los hombres convencidos de su raza. Él es de los que se ven con un martillo, echando abajo, como tablazón podrida, tronos. Mira, como quien hoza. Hay ojos que horadan. Cuando habla, va descorriendo su propio discurso, y anunciando qué parte de él viene, como enseñador de panorama que describe al público sus vistas. Nosotros cubrimos el andamio, y hallamos gozo en este arte. El desdeña el arte, y deja desnudo el andamio. El encanto de la primicia estuvo casi siempre reñido con las proporciones amaneradas de la cultura. ¡Por eso anhelamos vivir de origen, en estos tiempos desquiciados en que desfallecemos de copia! La vida nos llega ya recalentada y deforme, ¡y morimos a veces sin haber tenido tiempo para hallarnos a nosotros mismos!

     Pocas horas hace, parecíame ver en torno mío, el sicomoro bíblico; y en el hueco del tronco, al juez de barba blanca, y en torno, tras el reo, aquel pueblo de túnicas sencillas, desnuda la cabeza y baja, el alma trémula.

     -«Acusado: decía, toda llena de lágrimas la voz, un juez puro a un hombre venerable, bien poblado de canas: nunca cayó sobre la justicia más amargo deber: todos te hemos conocido, y saludado, y amado: eras el bienvenido en nuestras casas, y como el mejor de toda la ciudad; pero has faltado a la confianza que en ti pusieron tus conciudadanos; has empleado en usos frívolos los depósitos que tantos trabajadores pusieron en tus manos y yo te condeno, presidente del Banco de New Jersey, a diez años de trabajos forzados.»

     ¡Sollozaba el hombre canoso como un niño!

     ¡Mundo breve esta tierra! De una parte, en baile suntuosísimo, mézclanse a Orión resplandeciente y a Sagitario flechador la Perricholi y Mme. l'Archiduc; y en una cuadrilla, escondida entre las trenzas, luz astral misteriosa, danzan, en negros vestidos sembrados de estrellas, las constelaciones resplandecientes, mientras que en otra, donceles de hogaño, puestos en hondas botas, veste y calzón de lana y capa corta, cruzan elaboradas salutaciones con damiselas de saya breve, manga cerrada al puño y alta gola, y lindo modo de peinar el cabello, cogido bien en lo alto de la cabeza, como si no se hubiera de desfigurar con afeites parte tan noble, en lo que imitan las niñas del baile a las doncellas cuáqueras de antaño. Y de otra parte, hombre salvaje, de barba crespa y torcida, como nido de sierpes, el cuerpo mal envuelto en cuero de caballo, ágil como tigre, torvo y feroz, aparece en las calles de Atlanta, devorando a mordidas ansiosas un conejo recién muerto. La muchedumbre alborotada le persigue, y él a saltos la burla. Le echan un lazo como a bestia, y él lo esquiva, arrástrase velozmente por la yerba, y entra al bosque, su reino sombrío.

     Hubo en tierras de Cuba un magnífico semisalvaje, que comía peces y todo género de carnes crudas, que no conoció la obra de las leyes, y ni acató ni violó jamás ninguna; que dio un hijo a la tierra, a su pueblo un soldado;-y a una mano impía que no lo preservó, su vida en un libro; que huía, llegada la noche, de las moradas de los hombres, cual noble ciervo de traidora trampa; y decía en altas voces que iba en busca de su «palacio azul»; que amó a los niños y a su caballo, y odió a los malvados; que se prendó una vez de dama altiva, y abatió un toro, le arrancó el corazón, clavó en él un cuchillo, y envió el presente a la dama como palabra de su amor:-¡madrigal homérico!

     ¡Oh! Cuán ricas enseñanzas, en toda ciencia y en la suma histórica, arrancan de este pueblo, donde en un mismo día abarcan los ojos un paisaje vaporoso de Corot y el salvaje de Georgia; colérica muchedumbre que asalta una cárcel y fuerza al preso a quien reclama enfurecida, allá en pueblo lejano, a sacarse de un tajo de cuchillo la vida por la garganta, y jueces indomables que traen a escrutador y cerrado proceso los fraudes de altos administradores de correos que suponían en curso rutas nunca abiertas, para obtener de este modo del erario, representado en ellos mismos, sumas ponderosas. Aquí se coge la flor de la selva y se respira el vapor del antro. En esta colosal redoma, por maravillosa alquimia se renueva la vida.

     ¡Bien sé yo que la tierra adonde te envío, ¡oh mi carta enojosa! ve delante de sí las grandezas y glorias que ve ésta! ¡Bien sé yo que en amar la aventaja y en riquezas la iguala, y en entusiasmos generosos de nadie va en zaga! ¡Bien sé yo que es cantar de la nueva épica, que ya no se alimenta de altos muros ferrados, ni sombrías barbacanas, ni ensangrentadas hachas de armas, ni de desposadas de pechero, ni de cabezas de infieles, sino de llanos verdes y valiosos, cuajados de hombres libres, de terrones desmenuzados por el arado, de bestias vencidas! Maravillas me contaba hace un instante, con su palabra que rebosa amores por el suelo patrio, el caballero recién venido, verdadero hidalgo bonaerense, don Carlos Carranza. Quien ama así a nuestra América merece bien la estima singular en que los del solar propio y los del extraño le tienen en ésta. Oyéndole sus fervorosas historias patrias se ven horizontes encendidos, cumbres nuevas, perspectivas mágicas. Somos jóvenes, y si no hacemos cuanto la naturaleza espera de nosotros, ¡seremos traidores!

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 1 de abril de 1883

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