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En comercio, proteger es destruir



     Un caso concreto esclarece más una cuestión dudosa que complicados razonamientos. Las doctrinas del librecambio, traídas de nuevo a discusión reciente con motivo de la revisión proyectada en los impuestos, acaban de recibir formidable prueba en uno de los hechos que han surgido de la discusión.

     Alarmado el partido republicano por la súbita derrota que sufrió en las últimas elecciones, y por el clamor de economías en los gastos públicos, rebajas en las contribuciones innecesarias, y honradez en el nombramiento de los empleados, clamor que cundió por toda la nación, y por las mismas filas de sus partidarios,-se decidió a presentar en la actual sesión del Congreso algún proyecto de reformas, que sin dañar grandemente el conjunto del sistema proteccionista, en cuyo sostenimiento están ligados los magnates del caudal y los de la política republicana, hiciese sentir sin embargo, algún alivio real a la nación, y diera ocasión a los republicanos de presentarse en las elecciones próximas como campeones de la rebaja de derechos. Pero apenas se presentó el proyecto de reformas, comenzaron a ponerse por sobre el interés general del partido, los intereses y compromisos especiales de determinados grupos de él y de conocidos caudillos de la opinión en el Parlamento. Todas las industrias protegidas se alarmaban por igual, a cada tentativa de infiltrar en la legislación, con una rebaja cualquiera de derechos en algún artículo, la tendencia librecambista. Y como se sienten aún dueños del Congreso a cuya formación han ayudado con su influencia en las localidades, y con sus subvenciones en los momentos de la lucha eleccionaria,-ejercen tiránicamente, y con esa prodigalidad que distingue a los comerciantes por quebrar, que se esfuerzan por parecer ricos, y a los reyes por caer, que se esfuerzan en parecer fuertes,-toda la autoridad de que disponen sobre notorias cabezas del partido a quienes les ligan compromisos y afectos estrechos, y sobre representantes que, en gran número de casos aunque lo parecen de una localidad determinada, lo son solamente de la industria poderosa cuyos caudales e influencia aseguraron su elección. En otros países, como en Francia, en estos tiempos de creación del nuevo Estado de rehervimiento de la vida humana, y de confuso ardor de pueblos nuevos, los diputados son los siervos de las pasiones e intereses locales de sus electores: en los Estados Unidos, los representantes suelen ser los siervos de las empresas colosales y opulentas que deciden, en pro, o en favor, con su peso inmenso en la hora del voto, la elección del candidato.

     Solicitado a la vez por intereses tan varios, ciegos, alarmados y despóticos, el Congreso no ha podido venir a un acuerdo en el proyecto de reformas. Y es lo curioso que, con el peligro de perder sus fueros, los explotadores de las industrias que llaman nacionales, han querido reforzarlos, y, so pretexto de rebajas insignificantes, han pedido en realidad en casi todos los casos gravámenes mayores que los que ya estorban la introducción de los artículos extranjeros.

     En cada caso ha sido demostrado por los abogados de la fe librecambista la injusticia moral y el daño pecuniario de obligar a una nación tan vasta como ésta a vivir estrechamente y a gran costo, por el mero beneficio del escaso número de capitalistas y trabajadores que se ocupan en la producción en territorio nacional a precios altos, de artículos imperfectos, que toda la nación podría comprar perfectos a precios bajos, traídos del exterior. En cada caso se ha demostrado que no debe mantenerse a un pueblo, y a un pueblo de elementos tan robustos, vehementes y heterogéneos como éste, en el cultivo de industrias que, a pesar de oprimir el país con sus grandes privilegios, no pueden mantenerse por sí propias,-lo cual causará el día del descubrimiento del fracaso, que al cabo ha de venir, terrible suspensión de la actividad nacional, y gran ira en los ejércitos trabajadores.

     Pero en ningún caso quedó más en relieve la falacia de los argumentos proteccionistas, que en el proyecto de aumentar los derechos de introducción que ya pagan las maderas extranjeras.-Como herida en la médula, se ha levantado la nación. El riesgo saltó al punto a los ojos, y apenas hay hombre de prensa o de política que ose negarlo. Ya se ha hecho bandera del peligro. En uno y otro diario tropiézase todos los días con este aforismo: La imposibilidad de introducir maderas extranjeras significa la destrucción de nuestros bosques.-Y es obvio que la destrucción de los bosques significa a la larga, y fatal e irremediablemente, el raquitismo futuro de la tierra, y el empobrecimiento agrícola del país. ¡Cómo suspira ahora España por los bosques que dejó cortar en mal hora a leñadores ignorantes!¡Cómo perecen sedientos los frutos de sus campos! ¡Cómo demandan en vano la lluvia prolífica sus montes mondos, secos y escuetos!-Y en México, el Estado de Tabasco, tan rico aún en valiosísimas maderas, ¡cuán pronto vendrá a ruina, si no se da sin demora, y con cuidado absorbente, a preservar sus hondos y magníficos bosques de cortes en estación inoportuna y sin la resiembra consiguiente! Y en todas partes donde se esté cometiendo igual error, se harán luego en vano por remediar la pobreza nacional inútiles esfuerzos.

     Esto acontecería naturalmente en los Estados Unidos, si, amontonando derechos de entradas sobre las maderas extranjeras, hubieran de acudir a las de los bosques del país todos los empeñados en las portentosas empresas de fabricación, que improvisan aquí cada día ciudades nuevas, o reconstruyen las viejas sobre sus quicios. Se caería en el error de creer que esos bosques macizos y solemnes, maravilla de la naturaleza, no habrían de acabarse jamás. Se arruinarían los árboles, cortándolos fuera de época. Se burlarían las leyes de la resiembra, difíciles de hacer cumplir en la soledad de las selvas, por lo que se han burlado en todas partes. El estímulo de la gran ganancia cerraría los ojos al gran peligro. Y a la larga, en días tristes, quedaría la tierra seca, los plantíos enfermizos, y la agricultura en ruina.

     Pues así se atrofia la vida nacional con las ligaduras del proteccionismo.



La América. Nueva York, marzo de 1883.

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