Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

36. Cartas de Martí

Gozos de colegiales.-Harvard.-Ben Butler.-Guerra contra indios.-Simulacros de la milicia.-Campamentos de verano.-Un periódico del día.-Edison



Nueva York, Julio 2 de 1883

Señor Director de La Nación:

     ¡Oh, los colegios! No dan clases ahora, sino músicas. Ved cómo llevan aún en el rostro esos pulidos mozos aquella ansiosa melancolía de los discípulos delicados de Platón. Aristóteles, se empieza a ser a los 30 años; pensad mal, de quien ya no es Platón cuando cuenta veinte. Y vale más ¡por Dios que vale más! ser desterrado de Siracusa que echarse sobre los hombros el manto de púrpura del vicioso Alejandro.

     Commencements llaman aquí los colegiales a estos días de fiesta. Tienen sus ceremonias candorosas que les vienen de antaño, como a los estudiantes alemanes, y a que ponen puntillo en ser fieles: en este colegio se ha de decir, en tal traje un discurso chistoso; en aquél, los de la clase graduada han de entregar la pipa de la clase a los noveles que vienen a tomar sus puestos.

     Duran las fiestas días y noches, que para el alma del recién graduado sin alba y sin crepúsculo parecen, y día todas, como aquella noche de amor inolvidable que gozó el rey Amasis.

     Unos van en procesión por las calles del lugar creado bajo las alas del colegio, hasta el teatro por estas ceremonias consagrado: otros, luego que cierran sus exámenes, puesto que saben de Teócrito, hacen de él, y danzan sin fatiga con las zagalas del contorno; otros, a la sombra de robles eminentes, rompen en lágrimas y aplausos al ver venir, del brazo de sus hijos, al sabio moribundo que aún les calienta, con el fuego de su alma que se escapa, el corazón, a que espera a las puertas del colegio la severa vida; otros, apesarados de súbito, van, porque así lo quieren la costumbre y el cariño, a despedirse de las amplias aulas donde fueron venturosos: ¡tristeza formidable, decir adiós al colegio! ¡Se siente ya sobre el hombro la garra del león que no perdona! ¡se ve venir, arrebujado en nube negra, el huracán tremendo! Parece como que de repente cae sobre los hombros el peso de la vida.

     Pero son mozos, y no les van bien en la frente las caléndulas: ya vuelven del jardín con las manos llenas de miosotis y rosas salomónicas: ya asoman por entre los arbustos cargados de azahares pálidos, como alegres, como si presintieran que era la última vez que habían de estarlo plenamente.

     Van de paseo a otro colegio de mujeres, donde éstas son nutridas de ciencia sólida, y una señorita lee entre plácemes una plática buena, que es de pensar aunque parece de reír, puesto que lo anuncia el programa del colegio como un discurso que lleva este lema no donoso: Pan y Mantequilla. Esta acaba: y otra vestida de blanco, luciendo etérea hermosura, cabellos del sedoso tinte de hebra de mazorca nueva, y ojos grandes y húmedos, lee su obra premiada, en que ensalza con loa calurosa el menester de tener fe en Dios, en los demás, y en sí.

     Y a poca distancia, en otro colegio, un orador de fama, que por honrado y elocuente le mantienen, describe con calor de mancebo, que no se extingue jamás por completo en las almas grandes, las fuerzas maravillosas de la naturaleza.

     Pero la fiesta magna ha sido en la Universidad de Harvard.

     Ya han pasado las regatas entre estas y aquellas clases de unos y otros colegios; que la mente ha de ser bien nutrida, pero se ha de ver de dar, con el desarrollo del cuerpo, buena casa a la mente. Así como el bambú, más lleno de rumores que de frutos, crece en hojas inútiles que dan con él en tierra, así el hombre en quien no anda aparejado, con sólido pensar, sólido cuerpo. No se ha visto palacio bien seguro sobre cimientos de arena.

     Ya han pasado las justas de jóvenes remeros, en que los más ágiles del Colegio de Columbia han vencido esta vez a los más recios de Harvard. Ya se han dado a los vientos las canciones del año y los discursos.

     Ya viene de Boston, cubierto por colosal sombrero de Panamá de cinta negra, y seguido de su cohorte de lanceros de casaca roja, el afamado Butler.

     Los capitanes del colegio, que son republicanos, y ven mal que con mano victoriosa los haya dejado sin capa y en mala figura ante su pueblo, este gobernador brioso, negáronse este año a darle en ceremonia pintoresca de legendaria usanza, el grado de honor de doctor en leyes con que acostumbra la Universidad regalar a los gobernadores del Estado. Pero la gente moza de lenguaje, que gustan siempre los mozos de hombres de lengua brillante y mano inquieta, se pusieron del lado de otros capitanes sensatos que como gloriosa satisfacción, llamaron a Butler, odiado por todos los que ostentan fraude y mácula, a presidir la fiesta de grados, y la mesa ya de siglos famosa de curso nuevo. Muchos detalles cansarían. El gobernador cruzó la ciudad entre bravos.

     Águila de años, mas no vieja, parece Ben Butler, y aunque no las ha menester, por tenerlas propias, las del sombrero le fingían anchas alas. Pero oídle ahora, luego que ha hecho reír a sus convives, que cuidan más esta vez de los manjares de la mente, que del humeante puerco con judías de que hace gala Boston, oídle luego que abre su plática con esos gracejos sin los cuales no parece aquí discurso bueno, ni orador genioso, ni ceremonia completa; oídle hablar casi con lágrimas de los tiempos de la guerra enconada con el Sur, en que Harvard tenía pocos alumnos, porque los niños... los niños estaban tristes porque veían pensativos a sus padres; y los jóvenes... los jóvenes estaban en la guerra.

     Y a fe que mientras hay que guerrear, en la guerra deben estar todos los jóvenes.

     De ejercicios están ahora los colegios, y la milicia ciudadana. De guerra un general que caza indios, y se entró por sobre tratados y fronteras en tierra mexicana, a sitiar a los apaches; que se ha traído en racimos, más torvos que sumisos, a la cola de su caballo, de lo cual no hablan bien diarios sensatos, que aconsejan a México que cuide de mejor modo sus fronteras; y de simulacro de guerra andan los jóvenes de la milicia ciudadana. Era antes aquí gala ser bombero, y por sacar a una niña en los brazos de las llamas, moría alegre un hombre.-Y es gala ahora ser soldado, y en estos meses en que la tierra reverdece, los ríos se enguirnaldan y las almas enfloran, van de faena militar los jóvenes, a dar ficticio empleo, para que luego no les sorprenda el verdadero, a sus lucientes armas de combate. Les regocija el cambio ameno.

     El escritorio decae. El campo nutre. No parecen compañías de soldados, sino bandas de presos alegres que gozan, entre pájaros y cervatillos, de sus primeros días de libertad. En la ciudad el aire espeso, la vida monótona, el quehacer rutinario, no les invitan a salir de sus casas temprano. En el improvisado campamento, no bien asoma el sol por la cresta del cerro vecino, ya están tomando los alegres milicianos sus seis onzas de pan y su café, y vístense de batalla; allá una compañía se adiestra en el manejo de los rifles; allá la otra, fingiendo que le viene encima, arrebatada carga de caballería, hinca la rodilla en tierra, eriza las afiladas bayonetas, pega a la culata del rifle la mejilla y dispara con cápsulas inofensivas.-Paso de ataque se oye a la entrada de aquel bosque, ruido de graneada mosquetería se repercute de sus troncos recios al llano y a las lomas: éntranse bravamente por la arboleda envuelta en humo espeso los asaltantes; ¡paso de gala y hurra! «¡paso de vencedores!»

     ¡Mas, oh, que suenan risas!-y salen de entre los troncos los prisioneros valerosos,-que son damas.-Bailes y honesta huelga acaban en el campamento siempre el día. Mas en el resto de la noche, no en voluptuosa pluma duermen, en que no debieran dormir jamás los hombres, sino en lona dura, que aún es blanda para cuerpos viriles. ¡No sé qué tiene la tierra, que invita a dormir sobre ella!

     Y éste es el mes. En la naturaleza, en los colegios, en los pueblos de baños, en los campamentos de jóvenes ricos, dados a veces-con verdadera mengua-a vestirse de bailarines y payasos, en los campos de las carreras, donde a suntuosas damas que las ven desde elegantes coches se juntan montón ávido de burdos apostadores, que al caballo juegan, como a la ruleta o al dado; en los amplios circos, donde, acumulando ganancias y vítores, juegan con brazos desnudos y ágiles, los favoritos de la ciudad a la pelota; en los carros urbanos que rebosan gente; en las terrazas cálidas, que esparcen aromas, todo es flor y pompa.

     Si se toma un diario, se ve que la vida ofrece señales graves de desarrollo anormal y a veces monstruoso; que las pasiones que esperaban antes para hacer presa del pecho, a que estuviese maduro, ahora encuentran albergue, en ocasiones tenebroso, en el pecho de los niños. Se ve que, así como la larga posesión quita el sentido, la larga ausencia de él lo vuelve, y enfrente de los republicanos que se desbandan, y se dan con manos torpes golpes sendos, los demócratas se agrupan en torno a una bandera común y sabia:-y puesto que entienden que sin tarifa de aduana, no podrían pagar los Estados Unidos su deuda, sofocan sus anhelos librecambistas, y abogan sólo por tarifas moderadas, con lo cual burlan a los republicanos asustados, que ven cómo no pueden pasar plaza ante el país de defensores únicos del proteccionismo. Y se ve en el periódico que todo son empresas para sacar los telégrafos de los techos, y los hilos de luz eléctrica de sus eminentes postes, y caen sobre el mercado como gotas de fuego en que se rompe aérea estrella pirotécnica, múltiples compañías de telégrafos y alumbrado subterráneo.

     Y de vez en cuando, mientras que limpian en las casas para colgarlas el día 4 de julio las lindas banderas, y los niños acumulan sus ahorros para trocarlos por cohetes; y los hombres se aprestan en el famoso día a ser niños, se ve cruzar en humilde carruaje a un hombre de cutis liso y blanco, ojos ansiosos, que saltan en chispas, azules, dulces; rostro abstraído y como de quien mirase egregios mundos y por sobre él una misteriosa palidez astral. Es dantesca figura, que cruza como un símbolo la tierra: es Edison.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 14 de agosto de 1883

Arriba