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37. Cartas de Martí

La vida neoyorquina.-Pompas de estío.-Galas del mes de junio.-Voluntarios neoyorquinos.-Los colegios y fiestas.-Enseñanza clásica y enseñanza científica.-Luz eléctrica.-El cónsul argentino y la luz.-Edison.-Recuerdo de Catamarca en el «Sun»



Nueva York, Julio 8 de 1883

Señor Director de La Nación:

     La vida en Venecia es una góndola; en París, un carruaje dorado; en Madrid, un ramo de flores; en New York, una locomotora de penacho humeante y entrañas encendidas. Ni paz, ni entreacto, ni reposo, ni sueño. La mente, aturdida, continúa su labor en las horas de noche dentro del cráneo iluminado. Se siente en las fauces polvo; en la mente, trastorno; en el corazón, anhelo. Aquella calma conventual de las ciudades de la América del Sur, donde aún con dedos burdos pasa las cuentas de su rosario, desde su ermita empinada, el Padre Pedro,-en esta tierra es vida. Se vive a caballo en una rueda. Se duerme sobre una rueda ardiente. Aquí los hombres no mueren, sino que se derrumban: no son organismos que se desgastan, sino Ícaros que caen. No se ven por las calles más que dos clases de hombres: los que llevan en los ojos la pupila sin lustre de la bestia domada, hecha al pesebre, y los que abren al aire encendido la pupila fiera de la bestia indómita, el manso ejército de los resignados, vientre de la humanidad,-y el noble ejército de los acometedores, su corazón y su cabeza.

     Y si en ningún mes se reposa, en este de junio, mes de aves y de madreselvas, y de sacar nidos, se amanece en una barca, cuya blanca vela tiñe la aurora de color de rosa; se almuerzan fresas en un campamento de estudiantes, que disputan o reciben premios; se divierte la tarde bajo un parasol rojo, viendo al jinete que cae, al apostador que murmura, a la batalla frenética de los caballos corredores, a la yegua de Vanderbilt que trota una milla en dos minutos y quince segundos; y se acompaña a la tierra en su giro a la sombra, al compás de los atambores melancólicos de los soldados de ciudad que hacen en estos días ejercicios de campaña; y se consume la noche, cual cera en torno a pabilo, en baile ardiente y loco, trabado a sombra de árboles o discretas techumbres de vastos corredores, entre estudiantes satisfechos y soldados novicios, y damiselas lindas que no saben que tienen semilla amarga los manzanos de oro.

     ¡Oh, los colegios! Ved cómo se abren en verano como las rosas. Os digo que el invierno es la estación de los búhos. Sólo el calor del sol engendra héroes. Parece aquí la tierra en estos meses, no cuando agosto quema, sino cuando junio sonríe, inmensa flor que a recibir el sol, su novio, abre los brazos múltiples. Todos parecen dichosos. En el invierno, se gruñe. En junio, el padre es más amante; más cortés el esposo; el niño, más gentil; más galana la dama; el decidor más ameno; el tétrico, locuaz; azul el mar y el alma. Las casas se vacían; los buques se dan a la vela; los paseos se repletan. Los sombreros de colores de las mujeres parecen como sobre rosales coronados de una alegre flor, traviesa mariposa. Estas ricas mañanas, en que la atmósfera se colora de una blanda tinta de espiga madura, convidan a tender al aire las manos abiertas para coger en ellas el oro ambiente que todo lo penetra y lo abrillanta.

     Ni ¿por qué he de hablar de otra cosa, si toda la ciudad es ahora doncella de paseo, que no quiere saber que se viene del llanto, y se va al llanto, sino que vive en el estío caliente, y trisca y goza? Tierra más limpia que ésta, no ha de hallarse. La sala más pobre toda llena de anuncios de colores, ramilletes de cartón, y lazos de cinta, parece, al vérsela de súbito, más que pobre sala, templo. La ventana más ruin tiene un clavel, y la moza más pobre, que va de mañanita a echar tinta a las prensas, rizar plumas o envolver cigarros, tiene su traje de color de crema y su mantilla azul. Y el pobre mozo que viene de enfrenar caballos o de mover ruedas de hierro, se quita, al obscurecer, sus ropas de labor, se embona las de fiesta, y va de gala, con su niña al brazo, camino de la plaza o los jardines. El hombre gusta de ir donde la naturaleza se extiende y se evapora.

     Mes de junio, mes de ceremonias de colegios; de carreras de caballos; de regatas de botes y buquecillos de paseo; de lances de pelotas y boliches; de probar, en improvisados campamentos, el peso de las armas de la guerra, y el sabor de los manjares de batalla.

     Los hombres no debían tener jamás en sus hogares estatuas de Venus, ni copias tentadoras de Pomona: debiera todo hombre clavar, como el Segismundo de «La vida es sueño», junto a su cama de dormir, el vestido de pieles con que vivió condenado en la montaña. El licor de risas, laxa. Debe prepararse a todo hombre a la batalla, a la privación, a la desgracia. Pues ¿no se nota que un hombre no es nunca completamente grande sino cuando es desventurado? La felicidad constante aniña y debilita.

     Hacen bien los soldados voluntarios de New York, en ir de té y pan sobrio, a dormir sobre lona bajo la tienda de campaña; a levantarse con el sol, que es sentirse rey, e inundado de místicas ternezas; a aprender el manejo de las armas, no ¡por Dios! para volverlas contra pueblos hermanos e indefensos, sino para clavarlas en la frente de quien, pensando en hacer de nuevo esclavos a los hombres, deshonrase la frente humana. ¡Oh, qué gran tiempo! Ya parece que el hombre está despierto.

     Lindos están ahora los patios de los colegios. Todos inauguran,-antes de devolver sus educandos a sus casas, a que remen, en lo que hacen bien; a que cacen, en lo que hacen mal, a no ser que cacen zorras o lobos; a que naden, hablen de amores, dancen y corran;-todos inauguran sus clases estos días y reparten sus premios, distribuyen sus grados, convocan a sus amigos, celebran sus fiestas.

     ¡En esta tierra, los colegios son tan antiguos como las iglesias! Quien dice Harvard, que es el colegio magno de Massachusetts y como el Oxford de la América del Norte, dice palabra mágica, que abre todas las puertas, lleva de mano a todos los honores, y trae perfume de años. Quien dice Yale, sabiduría dice, que da tinte de cana a los cabellos rubios de sus jóvenes doctores.

     ¿Quién enumera aquí colegios? De uno se dijo que había contado los sueños de las mujeres de un harén; y de otro los del espíritu de un héroe encadenado, y se les tuvo por grandes contadores: mas estos que tanto contaron, no podrían contar los colegios de los Estados Unidos. Abrid ahora un periódico de letra menuda que cuenta los regocijos de las escuelas en este buen mes del año: para admirar sobrará el corazón; pero de leer nombres diversos se cansan los ojos.

     Y no se diga que no pueden estos colegios ser mejores, que pueden serlo; mas no ha de negarse que ya tienen alzada la podadera, y están podando del enteco árbol clásico,-bueno para que crezca, como planta curiosa y benemérita, en los invernaderos, todas las ramas torcidas y hojas secas que impiden que por las anchas venas corra sin traba el jugo humano.

     Puesto que se vive, justo es que donde se enseñe, se enseñe a conocer la vida. En las escuelas se ha de aprender a cocer el pan de que se ha de vivir luego. Bueno es saber de coro a Homero: y quien ni a Homero, ni a Esquilo, ni a la Biblia leyó ni leyó a Shakespeare,-que es hombre no piense, que ni ha visto todo el sol, ni ha sentido desplegarse en su espalda toda el ala. Pero esto han de aprenderlo los hombres por sí, porque se enseña de suyo, y enamora, y no se ha menester maestro para las artes de gracia y hermosura. Y es bueno,-por cuanto quien ahonda en el lenguaje, ahonda en la vida,-poseer luces de griego y latín, en lo que tienen de lenguas raizales y primitivas, y sirven para mostrar de dónde arrancan las palabras que hablamos: ver entrañas, ilustra.

     Pero puesto que la tierra brota fuerzas,-más que rimas, e historietas que suelen ser patrañas, y voces sin sentido, y montones de hechos sin encadenamiento visible y sin causa,-urge estudiar las fuerzas de la tierra. Que se lea, cuando el sol es muy recio, la Biblia; y cuando el sol ablanda, que se aprenda a sembrar racimos de uva como aquellos de Canaán, que con su peso anonadaban a los hombres.

     Como quien vuelve del revés una vaina de espada, se ha de cambiar de lleno todo el sistema transitorio y vacilante de educación moderna. Mas, no habrá para pueblo alguno crecimiento verdadero, ni felicidad para los hombres, hasta que la enseñanza elemental no sea científica: asta que se enseñe al niño el manejo de los elementos de la tierra de que ha de nutrirse cuando hombre; hasta que, cuando abra los ojos para ver un arado, sepa que puede uncirlo, como un buey en otro tiempo, ¡un rayo! Que de aquí a poco, la electricidad moverá arados. Asombra que con tanto hombre que junta polos y saca fuerza de ríos y cascadas, no se haya pensado aún en uncir al yugo, en vez de una criatura viva que padece, un acumulador de Faure.

     ¡Hermosa luz eléctrica! ¡Bien hacen, puesto que es ley que vayan juntos análogos símbolos, en iluminar con la luz de los astros el puente de Brooklyn! Entrar por aquellas aéreas avenidas, cuando todo reposa, y con la suave luz de las estrellas brillan sobre los sutiles cordeles de alambre las lámparas eléctricas; dormidas, como dos ejércitos, las dos ciudades; el cielo, encendido; en calma el río solemne; y en torno, el aire blando iluminado, como con reflejos de alas de ángeles,-la mano estremecida y respetuosa despoja del sombrero la cabeza, y aunque el estático cuerpo quede erguido,-se siente que se ha caído de rodillas.

     Apenas amanece suenan golpes de azada por las calles. Se interrumpen los cavadores, para dejar camino a una columna corintia que pasa; siguen tajando ancha veta en el piso:-y reposan de nuevo, porque sobre ruedas corpulentas, está pasando una casa. Y vuelven a cavar,-a abrir el lecho al tubo recio que ha de regar por Bancos y oficinas, Bolsas que dan miedo, asirios edificios que ponen asombro, y teatros e iglesias, la luz eléctrica. Ya es la de Brusch, cuyo brillo excesivo y penetrante no ofusca a veces la aparición de la aurora; ya la de United States, que se abre en dardos; ya la más suave, dócil y coqueta de Edison, que por barata y segura prospera, y me dicen que el brioso cónsul de la República Argentina, el caballero Carranza, intenta llevar ahora en sus esbeltos y menudos aparatos, a la pujante ciudad de Buenos Aires.

     Da gozo ver cómo celebran a la ciudad del mediodía las gentes del Norte: días hace decía un diario, el Sun, el gran diario del cultísimo Dana:

     «No miréis, si queréis ver racimos como maravillas, y cepas como robles, a California; mirad a Catamarca, que la vence y que crecerá pronto en manos de aquellos hombres industriosos.»

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 15 de agosto de 1883

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