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39. Cartas de Martí

Crucifixiones.-Demencia religiosa.-Tiempos medios y nuevos.-Cómo se caza ahora la zorra.-Caballeros de Bolsa.-La Bolsa.-El verano sagrado.-Sus fiestas, sus inspiraciones.-Coney Island: la isla de gozos, corridas, músicas, ferias, baños.-Se mueren los niños.-Caza de búfalos en la ciudad.-Selva y locomotora.-Congreso a la sombra de los árboles.-La Convención de la Fe.-La Convención de los Librepensadores: su credo, sus sacerdotes, sus oradores, sus métodos, sus demandas



Nueva York, Septiembre 1 de 1883

Señor Director de La Nación:

     Lleva este correo convenciones, cazas de zorras, crucifixiones, sangrientos boxeos, emplumamientos, millaradas de gente de rodillas a la sombra de los árboles, vapores como pueblos, cabalgatas como comedias, un arzobispo galán, que viene de Londres a rebañar damas, un hosco reverendo que invita a su ciudad a que mire con ojos grandes en las artes malas con que se entran por las artísticas almas femeniles los sonrosados arzobispos: en suma, lleva este correo sentada en la falda cómodo de la libertad siempre serena, a la maravillosa vida.

     Y se detiene el pensador, y se pregunta: Pues, ¿a qué pasan los siglos, si el bárbaro Silvestre Knobb,-como Abraham bárbaro, oveja fiera, sombrío ejemplo de la bestia humana,-ata en una cruz que ha hecho de árboles de su heredad a su propio hijo, y mientras le hunde en el pecho la rodilla porque no rebote, con un clavo de gruesa cabeza le fija la mano al madero, ensangrentado; y amarra luego a su hija Mimie a un haz de leños, que a poco es pira humeante, que lame y plaga de úlceras el cuerpo virgen que el padre insensato, enardecido por las pláticas de ese Ejército de Salvación que anda en moda ahora, ofrece a un Dios horrible, fantasía burda sangrienta de los pueblos en cuna y de los hombres ignorantes?

     ¡Tantos dioses han puesto los hombres en el cielo, como fases, estados y accidentes ofrece su historia! Pensando en el Espíritu Creador, ¡se sienten mares, y surgir solemnemente ponderosas montañas en el cráneo: y pensando en los dioses religiosos, se ven puños cerrados, ceños boscosos, mazos tintos en sangre, y hormigas.

     ¿A qué, se pregunta el pensador, pasan los siglos, si Freeman, a la luz de la bujía que su mujer sostiene a la cabecera de la linda cuna, mata en nombre de Dios a su única hija; si la mujer de Pensilvania, para purificarse de pecado, pone las palmas de la mano de su pequeñuela sobre un hierro encendido; si los dos Hicks sujetan en un haz a todos sus hijos, para irlos clavando en una cruz que con mano segura han ido haciendo de árboles frescos el padre y la madre?

     Y es que dondequiera que nace el hombre, y en cualquiera época y ambiente de civilización en que aparezca, tiene mientras no lo afinan siglos sucesivos e infusión de razas viejas,-la credulidad y necesidad del milagro de la infancia, la crueldad y temblor supersticioso de las razas vírgenes, los acometimientos y las brutalidades de la aún no olvidada fiera. ¿Qué es pecho humano, sino suma de todo ser viviente, y junta de todas las formas del Universo, y prodigiosa sementera de donde, a quererla regar el agua desconocida, surgiría en todas sus vestiduras y encarnaciones la naturaleza? Y está el progreso del hombre en ir matando fieras.

     ¡Oh, no pasan en vano los siglos! ¡Qué crónicas aquellas, si hubiesen sido escritas las de los días menudos, de garra roja y boca de horca, de los tiempos medios! De mañana, era el obispo que se entraba caballero en un caballo negro por entre la grey afinojada, sacudiendo en la corva del cayado la cabeza del conde enemigo; de tarde era el ferrado castellano, jinete en arnesado bridón nuevo, a quien había de echar sobre la arena, sin más escudo que el vello de su pecho, ni más arma que un palo quebradizo, el villano que motejaba a su señor de robo de honra la otra felonía; de noche era el mancebo enamorado que echaba peña abajo el cuerpo triste, antes que ver cómo se entraba por sus puertas, y cabalgaba en su lecho nuevo de marido, el áspero mesnadero que de noche batía palomas, y de día lobos y zorras: ¡oh, vil poesía, que aún parece digna de loa, y repleta de gracias, a poetas seniles y enfermizos, castigados con la dote funesta de amar fervientemente lo pasado!

     ¡Y ahora también cazan zorras en Newport, que es gran ciudad de baños; pero como en circo, y por ganar fama de buenos montadores, y por que los vean las gentes, que enfilan a los bordes del puesto de la caza, y aplauden como en títeres o pantomima rabelesca, a los corredores de bolsa, sacerdotes desocupados, hongos de sala, abogados en huelga, y burdos neorricos que, como quien sienta plaza de nobleza, profanan los días hermosos del verano de América con menguadas parodias de los divertimientos de los bosques y terratenientes de Austria selvosa y feudal Inglaterra!-Damas y caballeros, de azul o verde aquéllas, y éstos de casaquín rosado, que pareciera coraza teñida en burlas al bravo San Huberto, galopan y escapan por sobre el césped, tráganse arroyos, trasponen vallas, vuelan sobre cercas, azuzan a los mastines,-que poco antes vinieron en carro cubierto, porque no se cansasen, al lugar de la junta,-acorralan en un recodo de ramas secas a la azorada bestia, remátanla en presencia de las damas, y a quien saltó mejor le dan el rabo, y a quien corrió en línea derecha tras la zorra, la cabeza, y este cuarto y aquel del animal a quien ha ennoblecido la casaca rosa con mayor prohombría.

     Mas es de ver este caballero que se para, todo galán en sus arreos de cinegeta más cerca aún de la ciudad suntuosa que del bosque por donde baten a la zorra, a recibir una cubierta cerrada de manos del mozalbete mensajero, de uniforme azul con botones dorados, que viene como montado en soplos, a traer al caballero el telegrama que para él llega. ¡Es la bolsa que sube! ¡Es el ferrocarril en que tiene su fortuna que baja! ¡Es la especulación, la zorra nueva!

     ¡Y qué mal que le sienta al moderno cabalgador en esta ansiosa batida la casaca rosada! Desvístesela: da a un caballerizo el corcel de la fiesta, monta en la locomotora, digno caballo de los hombres nuevos; apéase en la Bolsa, que parece presidio, toda llena de hombres de color cetrina, y miembros pobres, como de quien no saca sus dineros de las fuentes sanas y legítimas de la naturaleza, sino de sombríos y extraviados rincones: vende y compra: grita y le gritan: manotea, como gañán que riñe: va de este lado y aquel, empujado por salvaje ola humana: con carcelarios himnos corean los negociantes frenéticos las grandes noticias de alza y baja; como traviesos gorrioncillos cuando comienza a caer la lluvia, agrúpanse en los corredores y dan voces cuando arrecia el ruido, los niños recaderos, pobres pájaros de nido podrido. Y en una vuelta de aquella Bolsa elíptica, acaso queda en miseria, porque el río Denver baja y el Pacífico del Norte sube, el galán de rapada cabeza y atildado mostacho que poco antes movía apetitos de bellas cazadoras y lucía hinchadas riquezas en la ciudad de los palacios a orillas de la mar que nutre y embalsama.

     Y así se mezclan aquí,-porque no sin intención las pongo juntas, para que como son se vean,-las primerías feroces de la vida virgen, las parodias pueriles de la vida monárquica, las convulsiones aceleradas de la vida moderna. Así corren mezclados estos meses: con botas de exploradores de las selvas llaman todavía a las puertas de estos veloces edificios,-que por lo frágiles y mudables, parecen espuma parda o encarnada;-los esposos membrudos de las desentendidas hermosuras que en salones colgados de tapices de Aubusson y de Persia, reclinan, a la lumbre misteriosa de vénetas lámparas, en cojines de raros relieves sus espaldas sedosas.

     ¡Oh, sagrado verano, estación de poetas y de héroes, de amores que fecundan, viajes que fortifican, canciones que aletean, cielo que protege, estrellas que hablan! ¡Oh estación de desborde y alegría, que echa de la ciudad, como de cárcel, y llena de buscadores de placer los vapores de ríos y ferrocarriles, las claras playas, bordadas de hoteles, los afamados manantiales entre montañosos edificios sofocados, y los discretos retiros, abiertos en lejanas y fragantes selvas! ¡Oh verano, día del sol, padre de emociones, de movimientos y de ideas! Como se dan a la libertad los pueblos oprimidos, así a la luz los pueblos invernosos. Verano no es el de New York: es fiebre. Tras él, no hay bolsa llena, ni corazón sin rocío, ni cuerpo sin apetito de reposo. Vanse las gentes por campos y por ríos sorbiendo aire, como quien sorbe vida: todo es pareja, aurora y amorío. Aun la noche es alba. Los hoteles, campamento; las playas hervideros; los ferrocarriles, boas repletos, jamás desocupados; no cierra la ciudad de día ni de noche sus fauces de muelles.

     Coney Island, vertedero veraniego de New York, isla de baños no es, ni sus hoteles lo son, que aquellos baños parecen ejércitos moisíacos o ríos; y aquellas cocinas, estómago de monstruo; y la isla entera con sus tres pueblos vecinos, gigantesca copa de champaña, en cuya hirviente espuma descuaja el sol alegre sus múltiples colores. ¡Ay! allá en la ciudad, en los barrios infectos de donde se ven salir por sobre los techos de las casas, como harapientas banderas de tremendo ejército en camino, mugrientas manos descarnadas; allá en las calles húmedas donde hombres y mujeres se amasan y revuelven, sin aire y sin espacio, así como bajo la superficie de las raíces se desenvuelven pesadamente los gusanos torpes y deformes en que se va trocando la vida vegetal; allá en los edificios tortuosos y lóbregos donde la gente de hez o de penuria vive en hediondas celdas, cargadas de aire pardo y pantanoso; allí, como los maizales jóvenes al paso de la langosta, mueren los niños pobres en centenas al paso del verano. Como los ogros a los niños de los cuentos, así el cholera infantum les chupa la vida: un boa no los dejará como el verano de New York deja a los niños pobres, como roídos, como mondados, como vaciados y enjutos. Sus ojitos parecen cavernas; sus cráneos, cabezas calvas de hombres viejos; sus manos, manojos de yerbas secas. Se arrastran como los gusanos: se exhalan en quejidos. ¡Y digo que éste es un crimen público, y que el deber de remediar la miseria innecesaria es un deber del Estado! A veces, una barca compasiva lleva a una playa vecina a buscar aires, a costa de algunas buenas gentes, a un centenar de madres: ¡oh pobres niños! parecen lirios rotos, sacados del cieno. Las casas, son caras; las madres, ineducadas; los padres, dados a ver boxear y a beber; las industrias, pocas para los industriales; las fábricas, que padecen de plétora de productos, no han menester de nuevos fabricadores; la tarifa prohibitiva, que produce salarios ficticios altos, carga de tal modo las materias primas que, provisto el consumo doméstico, las manufacturas no pueden salir a batallar en otras tierras con los productos más baratos rivales. Y así de sus propios errores, y de la dureza e indiferencia de los acomodados, se aíslan; aíran, disgustan y envilecen los pobres; y de padres sombríos, y de aire fétido, se mueren los niños.

     Coney Island, en verano, es como una almohada de flores en que reclina la ciudad a cada tarde su cabeza encendida, donde golpea el cerebro hinchado. De los libros de comercio, se va a los muelles que llevan a Coney Island. Minutos tiene cada hora no más que vapores. ¡Qué gozo de los ojos, el de ir encontrando por el río, como sus nobles dioses seculares, majestuosos vapores blancos; el de no ver en el doble animado camino de agua y tierra, ni playa desaseada, ni mugrientas aldeas, ni abandonados y sombríos caminos! ¡Qué fortaleza y dignidad ponen en el carácter, el río ancho, el cielo vasto, el campo cultivado, el ferrocarril alado, las ciudades limpias! ¡Qué saludable comercio, luego de los menudos y dolorosos de la vida diaria, el del hombre y la naturaleza!

     En Coney Island se vacía New York: de día, es inmensa feria; de noche, tal parece que se dieron cita todas las estrellas en un lugar del cielo, y desgajadas cayeron de súbito en tres cestos gigantes de luces sobre la isla. ¡Hoffman alegre! De un pueblecillo a otro, ferrocarriles; a la margen del mar, ancha calzada; por sobre los bordes de las olas, otra vía férrea; en columnas de hierro por el aire, otra. Frente a cada hotel, cobijada por grandísima concha, ora suena a Lohengrin, ora remeda llanto de chicuelos o cacarear de gallinas, con gran aplauso de la gente burda, una ruidosa orquesta: con cañones a veces se acompañan, y otras, con yunques.-¡No me parece mal esta última música! Y cada pueblecillo de los tres de la isla, que lo es de hoteles y de gente que pasa, vocea, atrae, salpica, aturde, desperdicia colores, se disloca. En torres azules, banderas alegres; por sobre las húmedas blancas arenas, clamoreando de júbilo, recogidos los trajes alados, buscan las olas y las huyen, millaradas de niños, con los pies desnudos: bajo un paraguas rojo hacen recodo, como si a sí propios no se vieran, dos amantes joviales; de cómicos bañistas ríen en la repleta baranda, los espectadores perezosos.

     Esta máquina es de hacer seda; ved el hilo, ved la trama, ved el coloreo, ved el estampado, ved ya el pañuelo, que a nuestros ojos hacen, y os dan por unos reales. Este que da voces y alza manos, llama a los que pasan a que vean cómo tiene anillos de plata en los dedos de los breves pies, y de rica y no desairada labor de filigrana de oro cubiertas las orejas, una linda manceba de Madrás, de negra tez, contorneadas formas, joyante y lacia cabellera, y tierna mirada. En aquel chiribitil pintado, saca una flaca moza de una maquinilla,-¡oh mala caricatura de la gitana gente!,-un sobre en que una hada de electroplata, que corona la máquina, dice a sus tributarios la buenaventura. Unos se pesan; otros, del velocípedo se caen; otros, en el rifle se ensayan; aquellos, hombres y mujeres, van como mordidos de sed y de hambre a hacer apuestas en las carreras de caballos; a este paso, y al otro, fuentes de soda aromosa, de pesada cerveza, de champaña de burlas; de sidra sana y leal, que allí se ve como la enjugan de las manzanas encarnadas, fuentes de leche, que de grandes vacas de cuero, como Baco coronadas de pámpanos, sacan, oprimiendo blandamente los resortes de la mecánica ubre, ágiles mujeres, pulcras y graves.

     Por ahí van niños y gente niña, a ver cómo con todo su gentío y colores se refleja la isla en la cámara oscura; allá suben, a cien varas de la tierra, en un elevado, que lleva al tope de colosal armazón de hierro, a los que, en tal sobra de vida, hallan la tierra escasa: por aquel muelle, que como lengua, que tendiera a hacer calzada traidora de insectos, monstruoso hormiguero, echa la isla en calles de doscientos metros por sobre el mar, gentes que corren; beben refrescos, aplauden títeres, ríen, vitorean, serpean: acá se cuelgan de un grifo de madera, cabalgan en un gallo; se sientan entre las dos gibas de un dromedario, se montan sobre la cola de un pez, a que les den vuelta en son de música, el mocerío y la gente de servir, que lleva allí parvadas de niñuelos.

     Todo es carro que anda, cinta que revolotea, cristal que chispea, ruido de mar humano, gruesa alegría física.

     Y allí, al fin, tras aquellos vallados de madera, ante diez mil novelescas gentes, hombres del Oeste de larga melena, mano implacable, fieltro gallardo, y cuerpo nervioso, fingen entre volcánicos hurras, con su cohorte de indios y vaqueros, que de las selvas se han traído aquellas románticas y terribles hazañas de los que al testuz de los búfalos, y al enconado diente de los indios, arrebatan las comarcas vírgenes.

     ¡Allá se ven, los que cazan el ciervo! Este ahora viene, disparando a todo correr de su caballo, sobre una cincuentena de palomas volantes que va matando a bala. Acá se acercan los indios cantando su lastimera selvática canturria, al lento paso de sus potros de guerra, y de súbito, como de invisible muro, despedido tropel armado de partesanas, dando gritos que vibran en el aire como espadas carniceras, desbándanse en escape desatado, tendidos sobre el cuello de sus brutos; y acorralan contra un tronco solitario al hombre blanco moribundo que vacía en las emplumadas cabezas y en los pechos amarillos sus pistolas.¡Presto! ¡presto! que arremeten a redimir a su compañero sorprendido, los exploradores bravos, y los indios culebrean por entre los vengadores; y se les escapan de los brazos y se asen por los talones de los costados de sus animales; huyen por entre el humo negro y denso tiroteo, encogidos debajo de los vientres de sus alígeros caballos. ¡Hurra! ¡hurra! que ya indios y exploradores y vaqueros, en paz y brazo a brazo, lacean de pies y manos y cabeza al padre búfalo fuerte, que a modo de recia maza golpea con sus impotentes belfos la tierra, en tanto que las músicas suenan, los caballeros de la larga melena sacuden al aire sano del mar sus hermosos sombreros, venden los mansos indios, por entre la concurrencia, sus retratos ¡y jadea y jadea y rechina a las puertas del hipódromo, elevando por sobre los hombres, como un saludo, su penacho de humo la bufante y lucífera locomotora!

     ¡Oh, verano clemente, padre de gozos y de pensamientos, que pones manto de oro y corona de astros al espíritu!-Porque con él no vienen solamente estos reboses de júbilo, y desperezos y alborotos del cuerpo en el invierno entumecido, y frivoleos y son de amores de la acre y solitaria vejez de la ciudad, y de la adocenada muchedumbre. Con el verano, que aligera la mente, invita a mudar de casa y echarse a los caminos, y lleva al alma el sol, surgen las convenciones de filósofos y reverendos, los congresos a la sombra de los árboles, las juntas en aldehuelas pintorescas de asociaciones científicas y morales, las asambleas acá ordenadas y prudentes de los trabajadores vigilantes y desocupados, y esos populosos campamentos de oración, en que sesenta mil seres humanos doblan a veces, como los galos de Velleda ante los dólmenes, en medio de la selva cargada de cánticos, las pecadoras y trémulas rodillas.

     Cada secta, cada iglesia, cada escuela tiene su feria religiosa, su jubileo sagrado, su junta de campo, su camp-meeting. Cobíjanse los unos, de iglesias pobres o de modestos pueblos, bajo los ramajes de los árboles o improvisadas tiendas, y día y noche imploran con penosos ejercicios el descenso del óleo de la gracia sobre sus villanísimas cabezas, que abaten humillados sobre la tierra, a la manera de aquellos hindús buenos que ponían a que pasase por sobre ellos el elefante sacro, sus sumisos lomos. Y gimen, y dan voces tristísimas, y se acarician unos a otros, y gritan con el rostro bañado de copiosas lágrimas: ¡Aleluya! ¡Aleluya!

     En otro campo riñen, colgadas de las ramas las levitas, y enrolladas al codo las mangas estorbosas, los partidarios enconados de dos rivales reverendos; bien como aquellos partidos de parroquia que en día de Viernes Santo la daban por pasar a igual momento el Señor muerto por la misma calle. Y otro es campo famoso, a cuyo amor han surgido al borde de la mar pueblos muy bellos, donde ya en tiendas alhajadas con singular riqueza, ya en cómodos hoteles, dirigidos por los administradores de la fiesta, reúnense a respirar brisas de costa, oír cantantes y músicos de gala, y comentar la llana y cómoda sabiduría de los ancianos santones protestantes,-las damas y caballeros ricos en fe y bolsa, a cuyos hábitos pacíficos, o moderada fortuna no convienen los palaciales y temidos pueblo que albergan a los actores de la moda los veranos:-certámenes vulgares de riqueza, donde no halla pan la mente ni regalo los ojos, ni gusto el alto espíritu. Son caballos humanos, y gana, entre ellos, la carrera el que puede colgarse a la cerviz mayor peso de oro. Nervudas y antipáticas como Atalanta parecen, en esas contiendas ansiosas, las más arrogantes doncellas:-tal parecen envolturas rosadas de piel, que encubren esculturas de granito.

     Pero no lejos de ellos ¡oh pasmo y consuelo frente a la Convención de la Fe, con sus cohortes de cojos que andan, y ciegos que ven, y mancos que ya usan sus dos manos, y ricas personas que a decenas de miles dan los pesos para que la convención enseñe en holgado colegio el poder material, influjo milagroso, y acción terapéutica de la fe; frente a la mágica tienda donde entre lonas cerradas, con un ligero unto de cierto divino óleo, pone un doctor, que ya ha sembrado escuelas y misiones, en juicio a los dementes, en patéticos discursos a los mudos, y a damas paralíticas en alas; frente a la campiña dócil donde la sorprendida muchedumbre recibe en un día los testimonios de unos tres centenares de pacientes que con venir a aquel congreso de curar, sintieron que las carnes les nacían en el motón del brazo o pierna rebanados, levántase risueña y opulenta, con sus dos millares de miembros y cabezas notables, con su red de asociaciones y ramales que por todos los Estados adelanta y se extiende, con sus severos y sencillos estandartes donde, a guisa de mote de pelea, van bordadas frases de liberaciones pronunciadas por los mejores amigos de los hombres, la asamblea de los que no tienen por cierto ni por bueno que el cerebro humano, como el testuz del buey, tome su molde en yugos; los que oyen dentro de sí, en permanente pregunta y arrebato, voces de rey y mandamientos imperiales; los que no saben de recortar alas, sino de desplegarlas: la Convención de los Librepensadores.

     La ciudad toda de Rochester envió a la sala del congreso sus más lujosos jarrones de flores. Con sus listas azules, que parecen lenguas alegres que cantan a todos los vientos, las maravillas de la libertad, engalanaban la plataforma los pabellones nacionales. En retratos presiden, Washington, que fue tan grande que no se ha apreciado aún bien, ni por sus más ardientes hijos, la heroica serenidad y trascendencia secular de su grandeza; Robert Ingersoll, Voltaire de América, como adversarios y amigos lo apellidan, orador pujante que quiere hombres libres, y donde ve cuello de clérigo, dice que ve yugo, y pone en filo la erudita lengua, y la deja caer como hacha; y Thomas Payne que lloraba de ver siervos a los hombres. ¡Ay de esas almas, que parecen mantos que quisieran cobijar y calentar en sí toda la tierra!

     En luminosas letras centellean sobre estos retratos de patriarcas, frases suyas famosas. ¡Tales cosas se dicen, que con no ser más que palabras, parecen cimientos de mundo! «Tierra mía es el mundo, y el bien mi religión», dijo Thomas Payne. «El Gobierno de los Estados Unidos no está, en ningún sentido, fundado en la Religión Cristiana», dijo Washington. Y Robert Ingersoll ha dicho esto, que brilla sobre su rostro benévolo y abierto: «Rebeldía a credos religiosos es libertad, y toda religión esclavitud». Y al leer una admirable frase suya, parece como que se ve surgir de entre las paredes, canosa y olímpica, la tranquila cabeza de Jefferson, y que su pueblo le besa la mano como a su verdadero padre: «He jurado eterna hostilidad a toda forma de esclavitud mental, y a toda forma de opresión sobre la mente humana», dijo Jefferson. Pues esos prosélitos inseguros y desalentados de una religión, sobrado verdadera para que se reduzca a templo y forma, sobrado natural para que quepa en recinto menos vasto y variado que la misma naturaleza, ésos son nuestros sacerdotes.

     Y ese que ocupa ahora la tribuna, oído atentamente por la concurrencia numerosa ¿quién es que así le baten palmas, como si fuera amigo predilecto de la casa? ¿Leñador es acaso de mano segura que corta ramas secas de ideas viejas? ¿Es Ingersoll mismo, que al defender a un director de correos acusado de gruesas estafas, saltaba ayer a un escenario de teatro a malherir y aventar en trizas las milagrerías y servidumbres que traen aún atados a los hombres? Ruin será el hombre, y pobre en actos, mientras no se sienta creador de sí y responsable de sí, y providencia de sí mismo. Fomenta la cobardía, laxa el carácter, impide el desenvolvimiento natural del espíritu humano la idea de una aciaga Providencia cooperadora. ¿Es el juez Courtland Palmer el que habla, a quien aíran y enrojecen las palabras y métodos de iglesia? El que habla es un clérigo, que en medio de los librepensadores, que lo atacan y aplauden, riñe en lid oratoria con un recio abogado del librepensamiento, que nadie a la libertad tiene derecho, cuando no hace hábito y gala de respetar la libertad ajena.

     Enciclopedia hablada fue la convención. Había entusiastas de decir extremo, vanguardia que ha de ser vigilada y tenerse siempre a la mano, mas hace gran falta, a la marcha de todo ejército de ideas. Los exagerados son los zapadores; luego, a la hora de dar leyes, ni los zapadores tienen que zapar, ni a los exagerados toca la obra. Aunque ha de tenérsele siempre en pie, porque así empujan a los perezosos, y sacan el antifaz a los hipócritas, y aterran a los débiles, y vienen a ser como los policías de legislación. No son un grupo artístico, ni parecen necesarios a los hombres justos, pero son una inevitable fuerza lógica. De entusiastas estuvo llena la convención: pero por entre ellos pasaba respetado y cambiando saludos, rota en la mano la vara milagrosa de Moisés, el clérigo a quien brindaban su tribuna los hijos de Jefferson.

     Doctores, jueces, comerciantes, damas, todos abogan en fervientes y macizos discursos por el pleno ejercicio y desembarazado movimiento de la mente del hombre. No quieren que se transija, sino que se cercene. A la cortesía en filosofía, llaman traición. Delito grave llaman a permitir la propaganda del error. Harto trae el hombre en sí propio de corruptor y rebajante, para que se abra el paso hasta sus oídos, a errores que vician la naturaleza humana.

     El mal es accidental: sólo el bien es eterno. Contra el dogma del mal eterno, el dogma nuevo del eterno trabajo por el bien. Confiar en lo que no se conoce no mejora mundos, sino trabajar en ello. A los camp-meetings epilépticos, las convenciones del librepensamiento tolerantes e investigadoras. En vez del recodo en mal hora florecido, donde, profanando la majestad de los árboles y el calor amoroso de la luz, pelean por el mando de la comunidad dos sacerdotes membrudos, a puntapiés y puñadas,-la tribuna serena y cobijada de la convención del librepensamiento, donde un clérigo católico discute en paz solemne y respetuosa con sus jurados adversarios.

     Habla un hombre:-«Dad tiempo a la naturaleza-dice-y ella arrojará de la faz de la tierra, como arrojé yo mi levita de cura, toda enfermedad y mala semilla».

     «Saludemos a Foot y a Ramsie, de Inglaterra; a Kropotkine, de Francia; a Haywood, de América», dice otro, con palabras de alabanza, a la convención que los saluda.

     «No levantéis edificios de caridad para mujeres y hombres caídos,-dice magníficamente en la tribuna una discreta señora:-levantad en vez de eso a los hombres de manera que no caigan:-que yo os digo que el hombre ya viene: ésta es la época de advenimiento del hombre». ¡Ya alumbra lo que puede oponerse a lo que se apaga!

     «¿Cómo he de venir de lo infinito-dice en su discurso otra dama incrédula-yo, que soy finita? Pues el Dr. Harvey, que sabía 100 años ha, de la circulación de la sangre, era más sabio que el Jehová de la Biblia, que nunca supo de ella!» Y esta dama desfigura con ideas las hermosuras de la mente libre. La verdad quiere arte. Sólo triunfa lo bello.

     «Y oíd, pueblos y hombres de Norteamérica, lo que, como tarea práctica de este año y párrafo de sus Evangelios, quiere esta convención de razonadores: oíd,-dice, al cerrar en fiesta fervorosa y solemne los debates que del sol a la madrugada tuvieron en pie a la convención,-oíd los delitos públicos, las faltas de alevosía humana, las vendas y ataduras que condenamos y extinguiremos. Que por toda la tierra habitable, la mente sea libre. Que los gobiernos de los pueblos, que son de credo vario, no traicionen a varias porciones de su pueblo, favoreciendo un solo credo. Que toda iglesia o propiedad de iglesia pague el tributo público. Que no haya capellanes de una secta en el Congreso, en que se sientan por igual hombres de todas: ni capellanes en las Legislaturas de los Estados, como hay ahora: ni en armada: ni en milicia: ni en ningún otro asilo e instituto sostenido con dineros del público, que comulga en diversas capillas, o en ninguna. Que en las escuelas se prohíba, ni como libro de un culto que no hay derecho de imponer traidoramente a inteligencias indefensas, ni como libro de texto, rudimentario y erróneo, el uso de la Biblia. Que cese de ser facultad del Presidente de la República el señalamiento de fiestas religiosas. Que en los tribunales y oficinas se afirme decir verdad, y no se jure. Que no quede en pie ley que hurte a los hombres el libre uso de un día de la semana, por darlo a un culto en que los compelidos ya no creen. Que a la moral convencional suceda la moral natural; al gobierno dogmático el gobierno secular; al espíritu místico en el gobierno, un nuevo espíritu, sereno y amplio que por sobre las religiones que batallan y jadean, se cierna como el alción sobre los mares.»

     Y nosotros agregamos que, besando en la frente a Cristo muerto en la cruz por la redención de todos, ¡hagan de sus maderos instrumentos del trabajo humano!

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 21 de octubre de 1883

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