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¿Cuál es el objeto de la torre?



     Entre todas las Bolsas de New York, por su grandor descuella la de Productos. La de Acciones, a pesar de su fachada de mármol y sus columnas de granito, es punto menos que ridícula: y parece casa vieja aprovechada para usos modernos. La de Productos, colosal, cuadrada, maciza, roja, enclávase en las entrañas de la ciudad, y empinase sobre ellas, con tales espacio y altura, que parece que allí cabrían de veras cuantos granos producen las dilatadas comarcas del Oeste.

     Rematan cerca del techo las cuatro grandes esquinas, agudas proas de antiguas galeras, tan tamañudas, por serlo tanto el edificio que decoran, que si de cada esquina se bajan las dos mitades de galeras de ladrillo, y se les echa juntas por el río, en cada una de ellas navegaría cómodamente una docena de hombres.-Bordan, a manera de faja labrada, los diversos pisos, medallones en tierra cocida, donde ostentan sus figuras alegóricas los Estados diversos de la Unión. No son espadas ni lanzas; sino hombres que se dan las manos; rollos de cuerda y cajas de algodón; ferrocarriles y bahías; árboles bien cargados y cuernos de abundancia. Y por entre los medallones, y en todo lugar conspicuo de la fachada, asoman, en buenos relieves, cabezas de los animales que de cerca ayudan a la agricultura: allí la cabeza ponderosa del recio caballo de carros; allí el testuz pequeño y el delgado hocico del preciado Durham; allí el carnero próvido de retorcidos cuernos; allí la estrecha cabeza del cerdo cebado. Por mala arte arquitectónica, las puertas de esta gran casa roja no salen de ella misma, como consecuencia y porción de ella, y al modo con que salen los labios de la cara, que es como las puertas deben salir de los edificios, para que parezcan verdaderamente parte de ellos; sino que parecen traídas de afuera; recortadas en pórfido suntuoso, y engastadas allí, como señora de pueblo, no hecha a maravillas, se pone sobre severo vestido de lana de faena diaria, mantón rico de seda japonesa, o cofia de finísimos armiños.

     Vienen estos apuntes a cuento de una frase que oyó por estos días La América en la modesta y ocupada calle de Nassau, donde aún se albergan en covachuelescos tendorrios, aquellos antiguos mercaderes de barba en halo, labios finos rasos, sombrero alto de pelo, y rematando sobre grandes botas el bolsudo calzón, holgadamente sujeto de los hombros por lujosos tirantes cruzados.

     Dos de ellos venían calle abajo, cubierto el traje venerando de Tíos Samueles con esas anchas hopalandas que recuerdan los gabanes de mahón de los antiguos coroneles retirados de la tropa española, y aquí son muy usados en verano, para proteger los vestidos del polvo en ferrocarriles y vapores, por lo que los llaman «cobertores de polvo».

     Calle abajo venían, en una de las doradas mañanas de agosto, dos de aquellos agudos comerciante neoingleses, nacidos cuando todavía cruzaban enconadas balas los Estados Unidos e Inglaterra.

     Hablaban en voz alta de cosas altas: hablaban del puente de Brooklyn, que no acierta a iluminar bien la Compañía de Luz Eléctrica de los Estados Unidos, cuyas lámparas de luz radiada se debilitan y apagan con frecuencia con la imperceptible trepidación del puente: hablaban del gran palacio rojo de D. O. Mills, palacio de oficinas, cuya escalera de mármol y laboriosa verja de bronce no son menos ricas que las que ostentan palacios de reyes. Y hablaban de la Bolsa de Productos, que de su masa cuadrada eleva al cielo torre que a la de Babel recuerda, aunque ya no se confunden en ella, sino que se unen ¡oh símbolo! las lenguas de los hombres.

     Bien parecían a aquellos huraños y prósperos comerciantes, de botas sólidas y sólidos negocios, de rostro sano y sanas cajas, los amplios salones de paredes y techos de hierro, por donde han de pulular, voceando precios y exhibiendo muestras, los agentes de venta y compra, y mercaderes incorregibles, y avaros y culpables especuladores, y ricos grandes, tocados del vicio de riqueza, que dan tipo y tamaño a esta tierra. Y como en la mente de estos comerciantes de antaño no suele hacer casa el ángel estético, ni se preguntaban qué hacían en los remates de las esquinas aquellas proas de galera, que no se desgajan ni derivan de la naturaleza y arquitectura del edificio, por más que las defienda la idea de que representan el comercio,-que en tamaño edificio moderno debía estar representado por un vapor,-ni hallaban mal las cuadradas, postizas y pretenciosas puertas. Porque en sirviendo para entrar, ya les parecen inmejorables las puertas; y como que les recordaban objetos de práctico servicio, las galeras no les parecían mal.

     Pero no acertaban los acaudalados Samueles a explicarse el objeto de la torre.

     -No acierto-decía uno, abriendo como quien va a hilvanar estambres sus dos nudosas manos,-no acierto para qué puede ser aquella torre.

     -Eso, eso es lo que me pregunto-decía el otro tendiendo pontificialmente la mano:-¿cuál puede ser el objeto de la torre?

     -¿Cuál puede ser su objeto?

     Y esa es toda la llave, médula, fuerza del carácter norteamericano: no hace cosa sin objeto. No del carácter de los americanos de ahora, gozadores descuidados y rápidos, que ya no tienen fruición como la tuvieron sus padres, en ver crecer y fructificar su riqueza, sino que la anhelan sólo por la suma de goces que produce: del carácter de los americanos fundadores hablamos, que, si no tenían la levadura de arte que sazona, embalsama y preserva de la obra mordiente de los siglos a las naciones, tenían una poderosa e ingenua sensatez que se trocaba en lo práctico en un amor grande al cimiento, y un desamor no menos grande al ornamento.

     Por esto creció este pueblo; por la frase de los Samueles de Nassau Street; porque no se han dado a ornamentar sino después de que tienen ya tal edificio, que con el peso lujoso de los adornos no puede venir estrepitosamente al suelo.

     Y por eso no crecen otros pueblos: por el amor excesivo al ornamento.



La América. Nueva York, octubre de 1883

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