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5. Carta de Nueva York

Gran batalla política.-Convención republicana y Convención democrática.-El «boss». Purificación de la democracia.-El brillante Blenia y el prudente Arthur.-Campaña en el Senado



Nueva York, 15 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Allá en Mentor reposa triste la que fue compañera del Presidente muerto, y en torno de su anciana abuela se agrupan los benévolos nietos, en quienes el dolor que acaban de sufrir, y el carácter, nacional que han revestido sus pesares íntimos han acelerado el juicio; allá se queda la familia, llorosa, clamando por aquel que viaja «por un país del cual no ha vuelto jamás ningún viajero»: la Nación, en tanto, luego de haber honrado a su muerto, recobra su animada vida, descuélganse los lutos de-las ventanas, reúnense los políticos en convenciones rivales; ábrese en Atlanta un certamen agrícola; acércase la hora del proceso para el asesino Guiteau; los hoteles visten de fiesta sus corredores para recibir, bajo las banderas que sus antepasados honraron con su valor, a los descendientes de los bravos defensores de la Independencia americana; los negocios sonríen; los museos se abren; los teatros ofrecen selectos repertorios; al borde de la tumba de un poeta que muere se cuentan sus libros, sus labores, su éxito; viene a América un retrato directo de Milton; el brillante arte, la traviesa política, la justiciera historia se han reunido a dar realce y color de vida a esta última quincena. Cada cual, al morir, enseña al cielo su obra acabada, su libro escrito, su arado luciente, la espiga que segó, el árbol que sembró. Son los derechos al descanso: ¡triste el que muere sin haber hecho obra!

     No se puede mirar a la tierra sin consuelo. Parece, como si a un tiempo mismo, los hombres todos se hubieran hablado a sí propios. Los tiempos son para Sísifo, y no para Jeremías; para empujar rocas hasta la cima de la montaña; no para llorar sobre exánimes ruinas. Hay como un despertamiento universal; como si todas las frentes se hubieran cansado de los yugos; como si la fuerza, que ha sido durante tanto tiempo señora de la libertad, fuese ahora su esclava. Los pueblos han crecido, y se sienten ya fuertes; un anhelo de derecho, una capacidad para ejercerlo, una determinación unánime para lograrlo se notan en todos los lugares de la tierra: magnífica portada abren los hombres a la época que nace. El látigo se declara bueno para castigar las espaldas del flagelador. Hasta las Convenciones parciales del Estado de Nueva York ha llegado esta necesidad de saludable independencia. Gemían en el Estado ambos partidos, el republicano y el democrático, bajo tercos y altivos soberanos. El ex senador Conkling, el orador académico y dominante, regía a su placer el partido republicano: el partido democrático era regido por un hombre de notable energía personal, de astucia poderosa, y de excepcional capacidad para la intriga, por John Kelly. En las filas de los republicanos, como en las de los demócratas, surgió una generosa y prudente rebelión: aquéllos, como partido que goza del poder, han devorado en sigilo sus rencores, y ocultándolos en lo posible a la curiosidad pública; los demócratas, que por su largo alejamiento del mando no tienen hoy semejantes razones de cordura, han desplegado a los vientos sus banderas, y han luchado a la faz de la Nación. En uno y otro partido se habían creado corporaciones tenaces y absorbentes, encaminadas, antes que al triunfo de los ideales políticos, al logro y goce de los empleos públicos. Nueva York es un Estado dudoso, en el que a las veces triunfan los republicanos, y a las veces los demócratas. Estas corporaciones directoras, que solían venir a escandalosos tráficos para asegurarse mutuamente la victoria en las elecciones para determinados empleos, impedían que interviniesen en la dirección de los partidos hombres sanos y austeros, cuya pureza no hubiera permitido los usuales manejos, o cuya competencia se temía. Cada una de estas corporaciones obedece a un jefe; y del nombre de «boss» que se da a estos caudillos, hasta hoy omnipotentes e irresponsables, viene el nombre de «bossismo», que pudiera traducirse por el nuestro de cacicazgo, aunque las organizaciones que lo producen, y las esferas de su actividad le dan carácter y acepción propios. El boss no consulta, ordena; el boss se irrita, riñe, concede, niega, expulsa; el boss ofrece empleos, adquiere concesiones a cambio de ellos, dispone de los votos y los dirige: tiene en su mano el éxito de la campaña para la elección del Presidente. Si la elección del Presidente que nombra su partido choca con sus simpatías personales, o con sus intereses en el Estado, lucha contra su partido, porque él ve preferentemente, por su preponderancia en el Estado. Un boss es soberbio, como Conckling, y emplea sus personales atractivos y su influjo para hacer triunfar su política dominante, ruda y agresiva; otro boss es ambicioso, como Kelly, y dirige todos sus esfuerzos a ejercer una influencia incontrastable sobre las fuerzas electorales y la distribución de los empleos públicos en el Estado cuya política democrática dirige. Contra el uno y contra el otro se han alzado a la vez sus lastimados y vejados secuaces. A Conkling, jefe de los «Stalwarts»-que pudiera traducirse por los mejores»,-lo han vencido los Half-Breeds, los «media-sangre», los republicanos que no aspiran a la revisión de la Constitución, a la violación de los derechos populares, a la centralización absoluta del poder, a la creación de un gobierno de fuerza, a la reelección del general Grant, en suma; sino a gobernar, en el credo conservador, con el salvador sistema de rápidos turnos en el gobierno que garantiza la honestidad en las costumbres de la nación, y el respeto a la ley en los mandatarios encargados temporalmente de hacerla cumplir. A Kelly, jefe de «Tammany Hall», que así se llama, con el nombre de un fiero y sabio indio, la asociación en que residió un día todo el poder democrático del Estado, lo han vencido en tormentosa contienda los hombres más ilustres de su partido, inhábiles para reprimir en el seno de la asociación de Tammany, más que dirigida, poseída por Kelly, los abusos, los comercios, las traiciones que venían siendo la ruina de la democracia en el Estado. Contra el atrevido dominio de Kelly, se había alzado ya otra asociación rival; que se llamó Irving Hall, por cuanto aquí «hall» significa salón vasto, lugar de reunión: mas no eran los miembros de la corporación nueva los más venerables y poderosos miembros del partido, que no creyeron prudente por entonces revelar a los republicanos la división profunda que había en sus filas, o no se juzgaban aún bastante fuertes para vencer al hábil Kelly. Mas con la elección frustrada de Hancock vino a flote una acusación tremenda: Kelly fue acusado con grandes visos de razón, de haber permitido, por su provecho personal, y por la satisfacción de sus rencores, el triunfo de los republicanos en el Estado de Nueva York, de cuyo voto dependía toda la elección presidencial. Cuando una candidatura democrática no place a Kelly, o no se acepta llana y sumisamente la candidatura de Kelly, Kelly,-el caudillo de los demócratas-vota contra la candidatura democrática. Como en las elecciones parciales del Estado en el año de 1879, fue cosa probada que dio a los republicanos en un lugar cierto número de votos para que los republicanos le dieran en otro lugar un número de votos que le era necesario;-salióse de madre el río de la ira, la indignación callada tuvo lengua y forma, los ilustres de la democracia se reunieron en junta popular solemne para apelar al pueblo elector, de quien todo poder viene, contra la corporación traidora: el pueblo confirmó en elecciones privadas la sentencia; nombráronse cincuenta notables, que fueron luego ciento, para dirigir los trabajos de reorganización y purificación democrática; Irving Hall se fundió en la asociación nueva; Tammany Hall, que no concibe más poder que el absoluto que venía ejerciendo, se alzó en rebelión contra el partido de quien el poder le viene;. y sostuvo su derecho de primacía y unicidad en la gestión de los negocios democráticos. «Derribaré cuanto sin mí se haga-exclamaba Kelly: derrotaré toda candidatura democrática que sin mí se saque a votación. Piérdase en buena hora toda capacidad de triunfo del partido democrático, que depende de su triunfo en Nueva York: como sin mí no puede vencer el partido, vendrá a mí». Estas graves querellas tuvieron ahora airosa y honrada solución. Celebra cada año cada uno de los partidos del Estado una Convención, a la cual asisten delegados de todos los cuerpos de electores, y a la cual compete el señalamiento de los funcionarios anuales por cuya elección han de votar los miembros del partido: sin estruendo y con decoro fue vencido Conckling en la Convención republicana, que celebró su junta en el hermoso teatro de la Academia de Música de Nueva York. Con ignominia y sin ocultación negó la Convención democrática, reunida en Albany, la entrada en su seno a los delegados rebeldes, y traidores de Tammany Hall. Levantados y elocuentes documentos ha publicado a este propósito el partido demócrata. Quieren el libre ejercicio del voto por todos los votantes, el examen de la conducta de los comisionados por el más humilde miembro del partido, la purificación de la democracia, desacreditada y envilecida por los intereses personales creados a su sombra. Quieren, y han señalado al pueblo para su elección en este año, empleados escogidos entre hombres respetables e independientes, ajenos a las ambiciones de bandería; y no contaminados en el trato pernicioso de los políticos hambrientos, y voraces e indignos empleómanos. Quieren, en suma, que una facción rebelde de la ciudad no domine y burle al partido entero del Estado; y que la democracia, íntegra y honrada, retenga a su lado el número de servidores fieles y poderosos, que avergonzados de la gestión de los negocios del partido, amenazaban ya con abandonar sus filas, se replegaban melancólicamente a sus hogares. Temerosos los buscadores y tenedores de empleos de que la Convención reunida en Albany no osara negar la entrada en su recinto a la facción rebelde de John Kelly, rodeaban aún a éste numerosos partidarios, que con él han compartido los provechos de su largo dominio en Tammany Hall mas ahora, cortada ya la cabeza del caballo, tiénese por seguro que los que,-por su interés y por miedo de exponerse a las iras monárquicas del boss, seguían a Kelly, abandonan a un jefe tiránico, cuyas habilidades no han podido salvarlo de la cólera y el anatema de una agrupación que no ha sabido honrar. Y así quedan ahora ambas agrupaciones: ya están abiertos los registros, publicadas las candidaturas rivales, vecinas las elecciones para altos empleados del Estado. Kelly, que no tiene ya fuerzas suficientes para vencer, cuenta aún con fuerzas bastantes para derrotar. Por vencidos se dan ya importantes demócratas, mas estiman útil y poco grave esta derrota parcial en el Estado, si merced a ella se captan las simpatías que iban perdiendo, aíslan el osado rebelde que con sus manejos atraía sobre el partido creciente descrédito, y llegan fuertes, compactos y respetados a la próxima campaña presidencial. Cierto que a villanías de propios, más que a poder de los extraños, debieron los demócratas su derrota en las elecciones en que el honrado Garfield venció al caballeresco Hancock. Y ¡cuán pintoresca es una población en día de convención!-Rebosan los hoteles; resuenan alegres bandas; despliéganse banderas: óyense de lejos los vítores y silbos de las juntas tumultuosas; grandes grupos bulliciosos llenan las aceras, discuten por las calles, detiénense ante las puertas. Vense caras robustas de hombres del campo; gallardos caballeros, políticos de ciudad; escúchanse fanfarronadas, amenazas, denuestos, risas, chistes; llénanse las arcas de los mostradores de bebidas. Y luego de electa la mesa de la Convención, de pronunciado por el Presidente el discurso de orden, que viene a ser un programa del partido; de leída la plataforma, en que las esperanzas, propósitos y creencias del partido se condensan en un número breve de resoluciones; luego de sustentados los candidatos a los diversos empleos por sus respectivos partidarios, y de electos en votación, y de anunciada la lista de candidatos definitivos,-suenan aires marciales, humean en las estaciones de ferrocarril trenes extraordinarios, vacíanse los hoteles, y vuélvense los combatientes a toda prisa a sus lares desiertos, cargados los unos con los laureles del triunfo, y los otros con sus esperanzas muertas, a trabajar en junto por la victoria de los candidatos definitivamente señalados por la Convención. Tal señalamiento es sagrado. El enemigo tiene que trabajar por el enemigo. Al interés de hombre, servido por la comunidad en la satisfacción de otros intereses. El desleal es lapidado como Kelly. Esta disciplina explica esas compactas masas, esos súbitos y felices acuerdos, ese sofocamiento rápido de rencores que parecían terribles e insaciables, esas admirables victorias del sufragio en los grandes combates de este pueblo. Para noviembre quedan emplazados los partidos.

     Aún están en sus puestos los Ministros del Presidente Garfield. ¡Cuánta especulación, cuánto proyecto, cuánta predicción a propósito de este acontecimiento, que no es tal vez más que un acto de respeto al muerto, y un medio hábil de hacer parecer, por menos inmediata, menos violenta la transición que proyecta acaso el Presidente nuevo! De que sus simpatías le llevan a gobernar con un número escogido de sus amigos personales, tomados de la sección del partido republicano que mantuvo al Presidente actual, y originó su nombramiento,-no ha de caber duda. Mas no debemos olvidar tampoco-que él y los suyos, estiman como más conveniente a los intereses generales del partido republicano, y al juicio que de Arthur haga el país, la probabilidad de gobernar con ambas secciones del partido, que ha menester unión y cordura para vencer al adversario democrático, que se presenta para las venideras elecciones formidable. Ni puede dudarse, por otra parte, que es Blenia un hombre poderoso, por el respeto que inspira, los recursos que crea, las simpatías que en torno suyo mantiene, y la maestría con que se mueve entre los graves obstáculos que le alzan sus temerosos adversarios. Todo es a propósito de esto, preguntar y suponer: corre impresa la generosa y tierna carta en que Blenia aceptó la Secretaría de Estado que le propuso Garfield: es un varonil documento, lleno de nobles miras, en que, al ofrecer mezclar con la de Garfield «su política fortuna»,-se ve a un hombre sensible, arrogante, honrado, bueno, casi grandioso. Tal hombre no puede ser desdeñado por Arthur: tal desdén fuera de graves resultados para la Administración. De seguro que el Presidente ha deseado retenerlo. De seguro que, movido a la par del ansia de conservarlo cerca de sí, por el crédito que a su gobierno daría este acto paternal, prudente y noble,-y del anhelo de llamar a su lado a los leales amigos a cuya consecuencia debe su alto puesto,-habrá trabajado Arthur tenazmente por reunir a los políticos rivales en torno de su silla. De seguro que si Blenia se retira del Gabinete, porque sólo con todo honor y libertad consentiría en quedarse en él, se retira solicitado, llamado, agasajado. La figura del Ministro de Garfield crece con estos días accidentales y revueltos: se le ve con su rostro luminoso, húmedo aún del llanto que vierte por su amigo, y en sus ojos lucientes, en su franca mirada, en su alta frente, en sus hinchados labios, en su desordenado cabello, se ven anuncios del brío honesto con que, en los próximos combates de su partido, se alzará contra toda elección que el elemento rebelde, ambicioso y dominador del bando republicano acaricia y prepara. Hay brillo latino en los actos y sentimientos de este elocuente norteamericano.

     Sin sucesor legal venía viviendo el Presidente, y ya lo tiene. Eligió el Senado presidente pro tempore,-y a él es a quien tocaría, en caso de nueva catástrofe, ocupar temporalmente la Presidencia de la República. Fue por cierto lo del Senado una animada escaramuza. Por la renuncia famosa de Conkling y Platt, los senadores de Nueva York lastimados porque Garfield no les consultó determinados nombramientos de empleados para el Estado que representan,-quedaron los demócratas en mayoría en el Senado, y quedó el Senado sin su Presidente. No habiendo sucesor a la primera magistratura de la nación, elegirlo era el primer acto natural de la alta Cámara. Mas si se elegía antes de dar entrada a los dos senadores republicanos electos en lugar de Conkling y Platt, era el Presidente un demócrata. Forzados a la elección, eligieron, antes de dar entrada a los nuevos senadores, al demócrata Bayard, diestro político, hombre puro y orador celebrado. Mas no bien recibidos ya los dos nuevos senadores, contaron otra vez los republicanos con la mayoría, eligieron Presidente nuevo. Del mismo voto de Bayard dependió durante un momento su permanencia en el puesto, y su derrota. Urgido a darlo, dijo altivamente: «jamás he votado por mí mismo para obtener un puesto: no votaré ahora para retenerlo». Recayó la elección en David Davis, prominente anciano, que aunque más inclinado a las resoluciones republicanas que a las democráticas, ha logrado fama de hombre imparcial y cuerdo, a quien ambos pueden fiar, como a común amigo, sus constantes diferencias.

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 26 de octubre de 1881

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