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6. Carta de Nueva York

Medalla de oro.-La autobiografía de Guiteau ante el Tribunal.-Premio al valor.-Fuego terrible.-La exposición de Atlanta,-Escenas de gala.-El centenario de Yorktown



Nueva York, 15 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Ya ha visto Ud. en lo que se ocupa el Senado, a tiempo que en las Oficinas del Congreso corre ya, a propuesta del senador Voorhees, la moción de que el Poder Legislativo de los Estados Unidos acuñe como especial tributo, una medalla en memoria de la muerte trágica de Garfield. Era Garfield tan profundo hombre de letras como puro hombre político: hablaba y escribía un lenguaje accidentado, sólido, repleto, lleno de incisos enérgicos y oportunos, fundido-aún, en la conversación vulgar-en molde clásico. No cupo nunca pensamiento bajo en su lenguaje amplio y hermoso. La grandiosidad del lenguaje invita a la grandiosidad del pensamiento. Tales dotes lo llevaron a la presidencia de la Sociedad Literaria de Washington, y de la Sociedad ha nacido la generosa idea de conmemorar en metales ricos su admirable muerte.

     Elizabeth Bryant Johnson, que lleva entre sus nombres el de un ilustre poeta, sugirió la cariñosa moción, que por ser de ella, que es dama conocida y estimada en el círculo social y político de Washington, y por honrar a tan grande hombre, ha sido aceptada con vehemente aprobación.

     El nombre de un poeta evocamos, el nombre de Bryant; de otro poeta, menos famoso, pero amado y leído, se lamenta hoy la muerte: de Josiah Holland. Por centenares de miles se han vendido sus libros de versos: su «Catalina» es el más gustado. Poeta trabajador, debió su gloria a su mérito, y su éxito a su trabajo. Novelas, historias, libros de educación, toda una ruda labor de artesano a que está obligado el literato pobre,-ocupó durante su enérgica vida sus activas manos. Amaba a sus cofrades y era amado de ellos. No era de esos bardos que acumulan en elaboradas rimas imaginarios dolores, y sentimientos cerebrales: era de aquellos bardos sinceros cuyos versos brotan hechos de una hora real de dolor, de fe o de amor. Un hermoso periódico publica mensualmente en Nueva York la casa de Scribner, una revista excelente, en que, bajo elegantísima cubierta de uso antiguo, únense a selectos y amenos estudios literarios, grabados exquisitos, retratos bellos, minuciosas y perfectas obras de arte: era Holland el director de esta revista de Scribner, hoy leída con fama en Inglaterra, y vendida mensualmente en grandes cantidades en las más lujosas librerías y en los más humildes casuchos de periódicos de los Estados Unidos. Murió Holland como mueren los que saben cumplir con su deber: murió al entrar en su casa de trabajo; murió de pie. El corazón fatigado de sentir, se negó a enviar a las venas la sangre. ¡Noble poeta!

     ¡Qué sanos libros, esos que escribe el alma! ¡Qué repugnante libro, ese que ha escrito en su prisión el menguado Guiteau! Pero atrae los ojos, como los atraen todos los fenómenos. El libro es una autobiografía, dictada a un empleado del Herald,-este omnipotente periódico,-autobiografía tal que la oía a veces el escribiente con irreprimible disgusto y con justa ira. ¡Con qué regalo se detenía en los menores accidentes de su vulgar vida! ¡Qué importancia imagina que va atada a la más necia de sus confesiones! Es la vida de un ambicioso, que llega con el deseo a donde no llega con los medios intelectuales y morales de satisfacerlo. Le devoraba ansia de notoriedad y vida cómoda. Todo lo suyo es raquítico, impotente, soberbio, extravagante. No se somete a trabajos humildes. Aspira a grandes premios con mezquinos merecimientos. En todas partes es desestimado por inepto, por vanidoso y por díscolo: su lenguaje es rastrero; sus propósitos pueriles y enfermizos; leyéndolo se imagina un hombre de mirada viscosa, color pálido y cráneo deprimido. Este hombre es una imperfección moral, como hay imperfecciones físicas. Enseñarse, ofrecerse, alabarse, proponerse,-eran sus oficios. Como periodista, quiere ponerse a la cabeza de un periódico como el de Horacio Greeley; cosa posible, cuando se es Horacio Greeley; como esposo, martiriza, expulsa y abandona a su esposa; como creyente, aspira a demostrar la venida del segundo Cristo en un libro indigesto y monótono «La verdad o el compañero de la Biblia»; como lector, habla a salas desiertas; como orador político, fue su única gloria asaltar una vez la plataforma en una junta de hombres de color; como abogado, es perseguido por probada estafa; como escritor de campaña electoral, publica y reparte como anuncio un discurso suyo, que envía a los cuatro vientos, y ellos se llevan: «Garfield contra Hancock»; como desvergonzado, atrévese a enviar a Garfield después de las elecciones, en que fue proclamado Presidente este singular telegrama: «Los hemos barrido como yo esperaba. ¡Gracias a Dios!-Vuestro respetuosamente-Carlos Guiteau» y en otra entrevista, en la única que alcanzó de Garfield, osa darle el discurso en el que, con mengua de todo decoro, había unido a las palabras del título impreso, por una línea de tinta, estas palabras manuscritas «Consulado de París», que no era menor puesto el que de Garfield pretendía. ¡Mas ni Ministro en Austria, ni Cónsul en París, logró ser el osado vagabundo! ¡Con qué frialdad pedía a Blenia que removiese, en honor suyo, al Cónsul actual! A este punto su vida, y de este asalto a la fortuna robustamente rechazado, la ira toma en este espíritu malvado la forma del asesinato. Y entonces describe con repulsiva complacencia cómo «viendo en los periódicos que la tenacidad del Presidente iba a dividir el partido republicano, dar el gobierno a los demócratas y encender una nueva guerra», concibió la idea de «remover a Garfield», para que el poder recayese en «su amigo Arthur». Se concibió héroe. Creyó que cambiaría el curso de la tierra, y dejaría con su valor estáticos y deslumbrados a los hombres. Preparó una segunda edición de su libro. «El compañero de la Biblia», porque creyó que «por la notoriedad que alcanzaría él por el acto de remover al Presidente», esta edición se vendería copiosamente. Empezó una tarea de zorra y de hiena. Espió durante días enteros todos los movimientos de su víctima. Compró el mayor revólver que hubo a mano; le probó a orillas del río; quedó satisfecho de su gran ruido y de su grande estrago; lo envolvió cuidadosamente en papel para que no se le humedeciera; durmió tranquilamente, despertó a las cuatro de la mañana, y «se sintió bien en alma y cuerpo». Y se encarniza en dar idea de su serenidad. Almorzó bien, y volvió a sentirse bien en cuerpo y alma. Revisó su revólver; aguardó a su víctima; le disparó el primer tiro; lo vio vivo y le disparó el segundo. Y cuando describe la manera con que un policía ciego de ira, se le echó encima y le estrujó el brazo, queda de sus mismas viles palabras la impresión misma que queda en los ojos, de ver a una hedionda sabandija aplastada por la pata de un mastín. ¡Concibió este hombre la única gloria que su ruin mente era capaz de concebir, y sacrificó a ella fríamente, por el beneficio de su fama y provecho, una criatura privilegiada y admirable!

     Y dice en su autobiografía, de una manera descosida y violenta, que revela intención de ser tenido por víctima de extravío mental, que hace veinte años comenzó a creer y cree que será electo por un acto de Dios Presidente de los Estados Unidos y ofrece para entonces al pueblo americano «una administración de primera clase»: no sufrirá política de sección ni nada que no sea recto: su objeto será «dar satisfacción a todo el pueblo americano y hacerlo feliz, próspero y temeroso de Dios». ¡Faltan en ese hombre los gérmenes normales y las corrientes naturales y cálidas de la vida! Parece un árbol seco en que han anidado los gusanos. Se concibe un gran criminal, con gran entereza, gran maldad, y constante propósito: mas no a ese raquítico culpable, que al delito de haber cometido su extraordinario crimen, une el de la debilidad de disfrazar su real carácter. Para él el asesinato del Presidente fue un negocio, de que esperó nombre y dinero. Sospecha ya que ni el nombre logrado es el que anhela, ni el bienestar a que en consecuencia de su acto aspiraba, se le anuncia. ¡Y procura torcer las consecuencias de este mal negocio! La. autobiografía termina con un cómico anuncio: «Busco una esposa, y no veo razón para no mostrar aquí este deseo mío. Solicito una elegante y acaudalada dama católica, de menos de treinta años, que pertenezca a una elevada familia. Esta señora puede dirigirse a mí con la más absoluta confianza.» Bien hizo Holland, el poeta que acaba de morir, en escribir aquel ardiente verso: «¡Que una criatura tan miserable haya podido exterminar a una tan noble criatura!»

     Un cuñado de Guiteau ha venido a defenderle. Parece un hombre justo, no aguijado del deseo de lograr impura reputación o hacerse de mayor crédito profesional, sino movido de ánimo compasivo, por su corazón humano, y por lealtades de familia. Desdén y misericordia muestra por Guiteau. El proceso le daba ocasión para largas demoras, y enojosos trámites: mas parece que no desea usarlos. Juzga a Guiteau demente; y acumula cartas antiguas, documentos de vieja fecha, documentos recientes, testimonios personales, cuanto haga a la prueba de demencia. Desea Guiteau pasar como un monomaníaco político y religioso. Su cuñado afecta, o siente, confianza en el veredicto de los jueces. Hablarle, verle, oírle, basta,-dice el abogado.

     -«¿Cuáles serán vuestros testigos?»

     -«Guiteau el primero»-responde. «Que los jueces le interroguen, que lo vigilen, que lo escuchen, que lean las cartas que a su hermana y a mí nos viene desde hace tiempo escribiendo; el informe que ha redactado desde su prisión para la prensa; el manifiesto que antes de cometer el crimen escribió al pueblo americano, y me dictó ayer de memoria, y la adición al manifiesto en que establece que uno de los objetos del asesinato fue crearse renombre para ayudar a la venta de su libro que ha de salvar a las almas.»

     De la perspicacia de los jueces, y del extravío mental de Guiteau parece seguro el abogado que viene a Washington, humilde y sin dineros, a disputar su víctima al cadalso. Altas razones de honra nacional ven algunos abogados en esta defensa,-y enseñar a las pasiones buenas enseñanzas,-digna de ser intentada, y de ayudar en ella al modesto abogado de Scoville.

     Mas ya está el procesado ante la barra. La sala está llena de juristas y empleados. La multitud, de pie en el fondo del salón, lo ve en silencio. El desdén se mezcla a la lástima. El preso lleva un mal flus muy usado. Grueso y rollizo lo representaban los informes: débil, y de mísera apariencia se le ve ahora ante los jueces.

     -«¿Os confesáis culpable, u os creéis inocente?»

     El acusado se lleva la mano trémula al bolsillo, y como buscando un papel, dice:

     -«Traigo aquí un informe que deseo leer.»

     -«No es el momento de leerlo. ¿Culpable o inocente?» repite el juez.

     -«Inocente», dice Guiteau; y se escapa de sus labios un suspiro.

     Se ajusta el día del proceso, que va a ser el 7 de noviembre: quiere el defensor demorarlo; anuncia que lo defenderá por demente, y que negará jurisdicción al tribunal actual. Rodeado de empleados de la Corte, sale, tímido y nervioso, del salón por entre la multitud, que lo ve pasar sin una amenaza, sin un clamor, sin un gesto. Va poseído de visible zozobra. Lo asusta su propio drama. Le abandona la calma con que en la celda dicta su vida y redacta sus informes. Se buscan testigos; se urge al Tribunal para que a su costa los haga venir a Washington, más por demorar el proceso, en espera de lo imprevisto favorable, que por enojar al Tribunal con ello. Vuelve el criminal a su jaula de piedra. El aire de la sala de la Corte, cuyas ventanas habían sido cerradas, era caliente y fétido.

     Por destruir una vida es procesado este hombre en Washington: por salvar a trece náufragos, con grave riesgo, ha sido condecorada una mujer en New Port con la medalla del valor heroico. En noches tenebrosas, en frágil bote, Ida Lewis Wilson, ha arrebatado al mar enfurecido numerosas víctimas. De oro es la medalla con que la premia el Gobierno; y de manos de un bravo comandante pasó a las de la intrépida nauta esta recompensa de su extraordinaria bravura. Afronta, monta, doma la ola furiosa: arranca de su seno a dos hombres medio muertos; los trae en sus espaldas a la playa: bien merece las frases de alta estima que adornan la magnífica medalla.

     Por sobre las olas cabalgaba, señora de la tormenta, Ida Lewis: por sobre llamas iban montados los bomberos en el aire noches hace, en un incendio majestuoso y terrible. Una manzana entera vino a tierra: aún humean los restos: entre montones de piedra lucen blancos y grandes huesos; hedor de carne quemada penetra en la atmósfera. El fuego devoró el depósito de un gran tranvía, el tranvía de la Cuarta Avenida. 950 caballos estaban en las cuadras. 6,000 pacas de heno ardieron a un tiempo. De provisiones de establo había $50,000. De pérdida total, más de un millón. El cielo de Nueva York se tornó rojo. Los caballos, frenéticos, se resistían a seguir a sus salvadores; o morían entre estremecedores relinchos, o salían desalados, envueltos en llamas, por las anchas puertas. Ya ondeaba la masa roja sobre las casas de los pobres, que se alzan en uno de los costados del depósito; ya envolvía con sus terribles lenguas, y devoraba objetos valiosísimos, cuadros, manuscritos, maravillas de cerámica, libros raros, curiosidades, joyas dejadas a guardar por viajeros ricos, habitantes de hoteles o gente transeúnte en un acreditado almacén cercano; ya el intenso calor derretía los cristales, y la gigantesca ola roja lamía, golpeaba, iluminaba la fachada de hierro de un edificio monumental, construido para casa de mujeres pobres por el benéfico comerciante Stewart, y convertido por sus ambiciosos herederos en hotel colosal y lucrativo: no tuvo Asiria palacios más altos. Salvó el azar las frágiles casas de los pobres; tragóse el incendio todas las riquezas del lujoso almacén; salvó la dirección del viento al edificio de hierro de mayores peligros; al nivel de la tierra está el vasto depósito: ruedas de carros, arneses rotos, cráneos de animales, montones de escombros, líneas de vívido rojo entre pedruscos negros, columnas de pardo y denso humo elevándose lentamente de las ruinas, he ahí los restos del inmenso establo.

     A la vez que en Nueva York venía a arruinar tan grande riqueza, un suceso de trascendencia considerable abre nuevos cauces a la fortuna del mediodía de la Unión Americana.

     Bajo el techo de un soberbio edificio, construido en forma de cruz griega, de 750 pies de largo por cien de ancho, ostentando en su centro la máquina potente que movió las maravillas de la industria presentadas a la Exposición de Filadelfia, se abrazan ahora, y se miran como amigos el Norte y el Sur.

     La Exposición Internacional se abrió en Atlanta con conmovedoras ceremonias el día 5 de octubre. No se oyó por cierto en esa hermosa fiesta industrial, que viene a ser un banquete político, aquella voz amada y consoladora que había prometido hacerse oír: fríos están ya, bajo la tierra de Cleveland, los labios que hubieran dado paso en ocasión como ésta a evangélicas y arrebatadoras palabras de hermandad, esperanza y consuelo.

     Esta es una fiesta de conciliación, tanto como una fiesta de agricultura. El Sur presenta al Norte su producto rico, de cuya cosecha recaba 300 millones de pesos anuales: el tabaco, el azúcar, el maíz, el arroz, sus jugosas frutas, sus minerales abundantes, sus flores delicadas, sus maderas de monte, todas sus naturales riquezas son desplegadas por el Sur rico en ellas a los ojos del Norte, rico en caudales. Y el Norte, en cambio, su suntuosa maquinaria que, manufacturando el algodón en los terrenos mismos en que se cultiva, traería al Sur, con el hecho solo de exportar en objetos lo que exporta en masa, valiosísimo aumento en el precio de su productivo capital.

     Con gran pompa, con plegarias de obispo, con versos de Hayne, poeta ya afamado; con un levantado discurso del senador Voorhees se inauguró la Exposición. Ella viene a iniciar al Norte a que lleve al Sur sus capitales desocupados. Ella viene a mover al Sur a que favorezca el cultivo de los frutos del Trópico que hoy a alto precio compra el Norte, a tierras extranjeras, y a demostrarle la posibilidad y urgencia de que, con tan rica materia prima, y con tan vastos mercados en su frontera como los de México, y los del resto de la América Latina, más allá, se trueque de país agrícola perfecto en país manufacturero de artículos que hoy compra de los mismos a quienes vende la materia prima con que se elaboran.

     Día solemne será para la Exposición el día 25, en que los gobernadores congregados en Yorktown para la magna fiesta histórica, irán en masa a tomar y llevar a sus Estados impresión de las ventajas mutuas que de venir a más íntimo comercio mostrará sin duda esta afortunada Exhibición.

     De recordar las glorias de los muertos irán los Gobernadores a honrar las prendas del trabajo de sus laboriosos hijos-trabajar: gran manera de honrar a padres gloriosos. Los hijos deben hacer practicar, no ahogar en sangre, la simiente de gloria que de sus padres ilustres recibieron. De flores y de frutas habrá exhibición luego; y de bueyes y mulas; y de ovejas y cerdos; y de los perros, que guardan la hacienda; y de todos los útiles animales y menesteres de las casas de campo.

     De desolación y espanto fue la escena en el incendio de la Cuarta Avenida; de gala y de colores la hubo en el rico hotel que ostenta la Quinta. De famosos generales, de suntuosos viajeros, de altos políticos, de damas poderosas, es el hotel de la Quinta Avenida natural morada. Allí pasando por puertas embanderadas con los pabellones de Francia y Norteamérica, fueron a descansar de su viaje los descendientes de los heroicos franceses que abatieron-frente a los viejos reductos de Yorktown-el poder y la fortuna de Inglaterra. Del intrépido alemán Steuben, del romántico Lafayette, del noble Rochambeau fue allí la gloria. Decidió el sitio de Yorktown la independencia de la América del Norte. El inglés Cornwallis rindió a Steuben su espada; Washington mismo disparó con sus manos el primer cañonazo en la batalla decisiva; en proezas y audacias rivalizaron los auxiliares, de Francia, ataviados de brillantes vestidos, y los nativos criollos, envueltos en trajes azotados por la lluvia, quemados por el fuego de la batalla, destrozados por los arbustos del camino.

     El Gobierno americano, que secunda los activos esfuerzos de la asociación del centenario de Yorktown, invitó a los descendientes de los héroes franceses, y a los del bravo alemán, a venir a saludar en el campo de sus hazañas el lugar donde blandieron la espada y rindieron al enemigo sus ilustres mayores. Alegres y elegantes han venido los nietos de Lafayette, de Rochambeau, de Haussonville, de Noailles. Fornidos y severos han parecido a los neoyorkinos los atléticos sucesores del audaz Steuben. No bien llegaron los alemanes sobre el casco de cuyo robusto jefe se leía la insignia de los Hohenzollern «Suum cuique», y las palabras de lealtad, «Con Dios, por mi rey y por mi patria», coronadas del águila prusiana,-siguieron, luego de ser cariñosamente recibidos por las autoridades de la ciudad, camino de Yorktown. Ver condes, y vizcondes y marqueses enajena de gozo a los buenos neoyorquinos, y grandemente han gozado con los nobles de Francia alojados en la Quinta Avenida. Sus uniformes han sido menudamente descritos; acotada toda observación; celebrada toda frase oportuna; contadas y alabadas las plumas de colores, las cruces, las armas, los bordados.

     En procesión luciente fueron traídos del muelle al gran hotel. Policía montada abría y cerraba el séquito. A los acordes de la «Marsellesa», que no ha mucho resonaron bajo los balcones de Sarah Bernhardt. sucedían los de «¡Salve Columbia!» y«La estrellada y listada bandera». El séptimo regimiento, servido aquí por ricos mercaderes y jóvenes elegantes, escoltaba a los vivaces y sonrientes nietos de los que, con calor de hijos, ofrecieron sus pechos generosos en defensa de un pueblo amigo a las balas inglesas. Apenas desembarazados de los deberes de orden,-la inquieta comitiva se repartió por esta ciudad maravillosa. Fueron los unos a pasear las luengas avenidas en el ferrocarril elevado, que en un extremo remata en atrevidas curvas, y en otro se alza a elevación pasmosa sobre los riachuelos y praderas que rodean el solemne Puente Alto. Cuáles cruzaron en coche el ruidoso Broadway. Otros, con un pintor osado a la cabeza, se encaramaron en frágil andamio al más extenso puente colgante que va a Nueva York y a Brooklyn.

     El que fue campo de batalla se adereza en tanto para recibir a los viajeros. Revistas, saludos, plegarias, discursos, músicas marciales, todo lo prepara Yorktown para sus cuatro días de fiesta. Se ha remozado y vestido de limpio, el miserable villorrio. En pie está la casa en que firmó su rendición Cornwallis: aún se señala el lugar que ocupó el humeante parapeto, a cuya cima se asomó entre redobles de tambor, el oficial inglés pidiendo parlamento; aún se enseña el lugar donde los incontrastables franceses, al mando del barón de Viomenil, asaltaron el reducto británico, coronado de llamas; aún se apunta el pedazo de tierra en que cayó herido de muerte el barón Scandell.

     Allá iremos: mediremos el glorioso terreno; contaremos la espléndida historia; y del brazo andaremos, de aquí a quince días, por la playa animada, teatro ha un siglo de tan altas proezas, los benévolos lectores de estas humildes cartas, y su afectuoso amigo,

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 27 de octubre de 1881

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