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7. Carta de Nueva York

Historia.-Las doce de la noche.-La última batalla.-Jorge III y Washington.-El centenario de Yorktown.-La batalla de la Paz.-Arthur y Blenia.-La bandera británica.-Triste soledad.-Los cautos y los cultos



Nueva York, 29 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Gritos de triunfo y gritos de reforma han resonado en los Estados Unidos en esta quincena: con los unos se celebraba aquella magnífica época, que vio vivir a Washington; con los otros, se entra con incontrastable ímpetu por la vía de honradez y pureza que abrió Garfield. Impacientes los hombres de hoy por asegurarse el dominio de sí mismos, que el sistema de camarillas políticas comenzaba a arrebatarles, como de prisa y de mal grado, emprendieron su peregrinación al campo sacro donde sus tenaces y gloriosos abuelos plantaron sobre reductos humeantes el pabellón a cuya sombra crece el pueblo más pujante, feliz y maravilloso que han visto los hombres. ¡Luego de echar la vista por estas calles, por estos puertos, por estas ciudades, se piensa involuntariamente en mares y en montañas! ¡Qué simple y qué grande! ¡Qué sereno, y qué fuerte! ¡Y este pasmoso pueblo ha venido a la vida, de haberse desposado con fe buena, en la casa de la Libertad, la América y el trabajo! Poseer, he aquí la garantía de las Repúblicas. Un país pobre vivirá siempre atormentado y en revuelta. Crear intereses es crear defensores de la independencia personal y fiereza pública necesaria para defenderlos. La actividad humana es un monstruo que cuando no crea, devora. Es necesario darle empleo: aquí, ha creado.

     Eran hace cien años estas ciudades, aldeas; estas bahías, arenales; y la tierra entera, dominio de un señor altivo y perezoso, que regía a sus hijos como a vasallos, y con el pomo de su látigo escribía sus leyes, y con el tacón de sus pesadas botas las sellaba. Los caballeros de las Colonias, se alzaron contra los caballeros de Jorge III. Desuncieron los Campesinos los caballos de sus carros, y los vistieron con los arreos de batallar. Con el acero de los arados, trocado en espada justiciera, rompieron las leyes selladas con el tacón de la bota del monarca. Se combatió, se padeció frío, se venció el hambre, y con largo y doloroso cortejo se cautivó al fin a la gloria. El 16 de octubre de 1781, los franceses y americanos aliados, recibieron de manos del caudillo británico el pabellón inglés vencido. Cornwallis, cercado, deslumbrado, anonadado, aterrado, se rindió a Washington y a Lafayette en Yorktown. Siete mil ingleses se rindieron con su jefe: trescientos cincuenta habían perecido en el brillante sitio; con valor fiero asaltaron los sitiadores las obras de defensa de las tropas reales; con gallarda nobleza y ejemplar calma, se regocijaron de su triunfo. Allí descansaron de su jomada de seis años los soldados de Lexington, Concord y Bunker Hill. Allí doblaron la rodilla, para dar gracias a Dios, los que la habían alzado de una vez fatigados de tenerla humillada ante su tirano, en 1775. Allí se ha honrado ahora a los héroes, se ha conmemorado a los muertos, se ha contado la gloriosa historia, y se ha saludado cariñosamente a los vencidos.

     Hace cien años, fue la señal de la redención la toma de Yorktown: Francia, que ha redimido a los hombres con su sangre, se había aliado a las colonias americanas rebeldes. En aquellos tiempos de odios, el rey francés obedecía así a la usual política, y debilitaba el poder de Inglaterra, su robusta enemiga. Mas no fue el rey quien decretó la alianza: fue el clamor de la nación generosa que, enamorada de la libertad, y no bastante fuerte aún para conseguirla, empleaba la energía ya recogida en empujar a la libertad a un pueblo más cercano a ella y más fuerte: fue el clamor de la nación, pagada por la casaca parda y las medias de lana del humilde Franklin, de aquel embajador austero, que entró en la casa del rey con los vestidos modestos de la libertad, y habló con sus palabras y venció con ellas. La flota francesa había vencido a la flota inglesa entre los cabos de Chesapeake, con rapidez tan grande y tal fortuna que un noble que venía a visitar al almirante inglés, fue recibido por el conde de Grasse, el marino de Francia, y en las mesas francesas se sirvieron los manjares que habían sido preparados para adornar la mesa de los marinos de Inglaterra. Washington, con cartas diestramente escritas, que aparentaba dejar sorprender a los enemigos, hacía creer a Clinton, el representante del monarca y director de la campaña, que cuando cruzaba el Hudson estaba aún lejos de él. Cuando despertó de su sueño, halagado por la seguridad de venideras glorias el inglés Cornwallis, Washington mismo, con su mano firme y su postura augusta, disparaba contra Yorktown la bala de cañón que abrió el famoso sitio. De noche construían los aliados las trincheras, de donde, al romper el día, habían de disparar las balas llevadoras del asombro, la derrota y la muerte. La luz de una fragata incendiada alumbra el combate. Lafayette generoso y Rochambeau valiente, mandan a los franceses, y Washington sereno, Washington amado, manda a los americanos. Con ellos pelea, el soldado bravo, el disciplinador enérgico, el alemán noble, el barón de Steuben. De Lauzan va a la cabeza de la caballería. Viomenil guía la infantería ligera. Entre los franceses van un Montmorency, un Lameth, un Noailles.

     ¿Qué eran los parapetos, los terraplenes, las empalizadas? ¿Qué las grietas del terreno, naturales defensas de Yorktown? ¿Qué los anchos pantanos, que parecían sepulcro inglorioso, inevitable tumba? ¿Qué las fortificadas baterías? ¡Cada mañana amanecían los sitiadores más cerca de los absortos sitiados! ¡Es que hay una hora en que la tiranía se ciega, y se deja vencer, aturdida por el brillo y la pujanza de la Libertad! ¡Es que el soldado que lucha por la honra vale más, y lidia mejor, que el soldado que lucha por la paga! Rivalizaban en bravura los tenaces americanos y los ardientes franceses. Dos reductos se levantan a su paso: «¡Viva el Rey!» dicen los soldados de Francia, y toman el uno: sobre cien de sus compañeros, muertos o heridos, pasan los triunfadores: en el otro reducto, el jefe inglés rinde su espada a Alejandro Hamilton, el jefe americano. En vano aguarda Lord Cornwallis refuerzos de la flota inglesa, que ha sido vencida; en vano intenta, contra la naturaleza que, amiga una vez de los hombres libres, le cierra con una tormenta el paso, la fuga de sus tropas. Ya no tiene fuerzas el Lord poderoso para sacar el acero de la vaina. Bate el tambor, pidiendo tregua. Se ajustan condiciones: el inglés las rechaza: el americano las impone: se firman en una casa histórica, la casa de Moore: las tropas quedan prisioneras de guerra: la propiedad pública pasa a manos de los vencedores: la propiedad privada, ya de los hombres de armas, de los habitantes del pueblo, queda en poder de sus dueños: los productos del saqueo y la rapiña han de ser devueltos a los que los reclamen, y Tarleton, un hombre odiado, tiene que echar pie a tierra de un caballo admirable que reclama su dueño. Témese que peligren, por su fama de crueles, algunos oficiales de Cornwallis, y Washington permite y favorece su salida del campo de batalla, so pretexto de que van en comisión de duelo, a dar parte a los gobernantes ingleses de la amarga derrota. Y el día brilla: en carros, a caballo, a pie, ha venido de los campos y poblaciones vecinas, muchedumbre imponente de curiosos. ¡Cuán solitario suele estar el campo de batalla el día antes del combate! ¡Cuán poblado el día después de la victoria! Es la hora de la entrega de las armas. A un lado del campamento, con Rochambeau al frente, forman, con sus lujosos uniformes, los franceses: al otro lado, mandados por Washington, forman, con sus uniformes empolvados, desiguales y raídos, los americanos; aquéllos, brillantes; éstos, ingenuos. Por entre ambas columnas adelanta, con paso solemne, armas al hombro, banderas plegadas y tambor batiente, el ejército vencido: no lo manda Cornwallis, que está avergonzado. Allá cerca, en un espacio vecino, dejan aquellos hombres tristes sus mosquetes. Nadie los injuria, no los maltrata nadie. Y la nación entera, como a alba magnífica, se regocija y amanece. Filadelfia era ciudad de fieles, y cuando el guardia nocturno anunció las doce de la noche, con aquel grito lento: «Las doce de la noche, y todo va bien» y añadió:-«y Cornwallis ha sido tomado»,-no hubo ventana sin luz, ni balcón sin bandera, ni ser humano dormido en Filadelfia. El Congreso en masa fue a dar gracias al bondadoso Legislador del Universo. La grandeza serena había vencido a la tradición insolente: a Jorge III lo había vencido Washington.

     Yorktown fue la batalla decisiva, el triunfo efectivo, la victoria incontestada. Tras ella, quedó de hecho el país libre. Esa es la batalla que en estos días los americanos han conmemorado. Han vuelto, llenos de vida, a aquel lugar famoso donde a ella nacieron. Han llamado, para apretar la liga de los pueblos buenos, a los descendientes de aquellos bravos soldados de Francia. Como el alemán Steuben batalló en Yorktown, llamaron también a sus descendientes alemanes. Como Inglaterra ama a sus hijos y no está celosa sino orgullosa de ellos, han saludado la bandera de Inglaterra en el lugar mismo en que fue vencida, nueva manera de vencerla. Recuerdo sin odio, fuerza sin vanidad, agradecimiento sin interés, esto ha sido esta fiesta. Y viene a tiempo a este país laborioso esta hora de remembranza de aquellas puras glorias, como vino a tiempo la noble agonía y dichosa muerte del honrado Garfield. Tiene el corazón sus caudales, y perecen en su palacio de oro, como el rey Midas, los pueblos que dejan morir estas puras riquezas. Sentir, es ser fuerte. Ni cabe comparación, en el concepto y gratitud humanos, entre Jesús y Creso. ¡No hay flores más lozanas ni fragantes que las que nacen sobre la tierra de los muertos! De amar las glorias pasadas, se sacan fuerzas para adquirir las glorias nuevas.

     Oficial, más que nacional, aunque aprobado y loado por la nación, ha sido el centenario de Yorktown. No suspendió el pueblo sus labores; no hablaron los oradores a las masas; no lucieron banderas en puertas ni ventanas; no recorrieron músicas las calles; ni regocijo, ni emoción, ni curiosidad marcada pudo observarse en comarca alguna de los Estados Unidos. Más allá, en el campo glorioso, milicias, veteranos, altos huéspedes, dignatarios altos, estaban reunidos. Yorktown, morada del silencio, resonaba con ecos de orquesta, clamores de gozo y voces de vida. Al vapor silencioso que cruza lánguidamente las olvidadas aguas de su puerto, un día rico, sucedieron como bosques de buques, ya los americanos de la armada del Atlántico, ya fragatas francesas, ya hoteles flotantes, improvisados en las cámaras de los vapores; ya buques de vela, buquecillos de recreo, vapores de travesía, blancos y gigantescos, y barcas de pescadores. Era en tierra todo polvo y ruido; todo tiendas, hoteles improvisados, comedores al aire, puestos de refrescos, grupos de jugadores, bailes de la comarca, comedias de polichinelas, casillas de buhoneros, gritar de gentes, cantar los negros de las haciendas, ir y venir de alegres carruajes tirados por mulas y cargados de lindas virginianas, o de aquellos curiosos vehículos de campo, que llevan, sobre dos ruedas la abundante y parlera familia de un hombre de color, tirada por una mansa vaca, que obedece a la voz del guiador acurrucado en la delantera del tarrillo, como el más dócil jaco. De feria estaba el pueblo, y parecía feria. De las sesenta casas que un día tuvo, y que solían dar abrigo a opulentos armadores y a funcionarios pomposos, quedan en pie, envueltas en clásico musgo, la casa de Nelson, y-por manos irrespetuosas blanqueada, pálida y amueblada-la casa de Moore, aquella en que con ojos relucientes de gozo vieron cien años hace los jefes americanos moverse sobre el pliego de la capitulación las manos trémulas del jefe inglés que lo autorizaba con su firma. Algazara y bullicio era todo en Yorktown. Estos, que aquí se agrupan y vienen a oír las tradiciones que narra, apoyado en su báculo ruin, el habitante más anciano del puerto; aquéllos, que se apiñan y vocean, ven bailar sobre un entarimado a un hombre de color, calzado con ponderosas y luengas botas, cubierta la cabeza con un gorro rojo, y todo lleno de lazos azules, y marchitos encajes. En un lado los militares presentan armas a un gobernador; en otro, sacian su sed con benéfica cerveza alemana, o áspero whisky. Ya son corporaciones invitadas a la fiesta, a que la multitud abre paso; ya una columna cerrada de francmasones, que vienen en gran número a la fiesta. Y ya se arremolinan, se empujan, se atropellan para salir al encuentro de un cuerpo de artilleros que viene «cubierto del polvo de seis Estados», por el mismo camino que el ejército libertador anduvo un día, empolvado, alegre, sediento, desplegando al aire el pabellón luciente, y arrancando voces de triunfo a las marciales cometas: 465 millas han andado en treinta días. Esto era, al inaugurarse la semana de la conmemoración, el lugar de la famosa batalla. En un yate, por el puerto, paseaba el dueño del Herald, y agasajaba a bordo a Archibald Forbes, el más atrevido corresponsal de guerra con que cuentan los periódicos ingleses; y en tierra, en un rincón, un grupo ansioso, que viene de comprar a un vendedor de baratijas piedras mágicas y medicinas omnicurantes, entra a ver un ternero que nació con seis pies, o una vaca ya crecida que anda sobre cinco. Un lúgubre cortejo cruza en tanto el río. Fatigado de sentir, el corazón de un marino se había roto en su pecho. Era un noble oficial el capitán Mr. Crea. De su buque sacaron solemnemente su cadáver. Singular procesión surca las aguas. Va delante, en un bote de guiador, el capellán que reza; detrás, como guardia de honor, botes de los buques de guerra anclados en el puerto:-entre ellos, el cadáver. Quedó éste en tierra. Y continuó el gozo.

     El sol del día 18 brilló sobre los buques lujosamente engalanados. En el Tallapoosa, el vapor que tuvo encendidas sus calderas para llevar al buen Garfield a las tierras sanas del Canadá en busca de vida, trajo a Yorktown al Presidente de los Estados Unidos, miembros de su Gabinete, y respetables personas. Cada buque disparó en su honor 21 cañonazos. Batalla parecía aquel estruendo, y lo era realmente: la daba el agradecimiento y la ganaban los hombres: era aquélla la batalla de la paz. A poco, en lujoso buque, vinieron con el Secretario Blenia, de blanco cabello, bondadosa faz y penetrantes ojos, los huéspedes franceses y alemanes. En larga procesión, encabezada por el jefe del país, dirigíase la compacta comitiva, acongojada por el caluroso día, y cercada a un lado y otro por la curiosa muchedumbre, al promontorio donde ha de alzarse el monumento que recuerde el esfuerzo de los redentores, la bravura de los aliados y la trascendental victoria. En ancha plataforma acomodáronse los huéspedes. Cerrados los ojos, baja la cabeza, cubierto a medias el rostro por la mano alzada,-que es aquí la señal de reverencia,-oyeron los concurrentes la plegaria en que se ofreció al Alto Señor la ceremonia. De los francmasones era el día 18 la fiesta. Con ceremonias masónicas colocaron la primera piedra del monumento memorativo. En el sillón de roble en que, en sus trabajos de jefe de logia se sentó Washington, se sentó en Yorktown el Gran Maestro de los francmasones. Las bandas y el mandil que lo adornaban fueron honrados por la esposa del humano Lafayette, y a Washington presentadas en ofrenda, allá en la sala humilde de su hacienda solitaria de Mount Vernon. Y el mallete que en la ceremonia resonaba, está hecho de la madera del puente de la fragata Lawrence, el buque abanderado en la gloriosa flota que en 10 de septiembre de 1813, venció en el lago Erie a los tenaces ingleses. A los golpes de ese mismo mallete, se colocó en 1876 la piedra primera del monumento que recuerda el combate de Monmouth; y a sus golpes también fueron echadas en la tierra del Parque Central de Nueva York las bases del obelisco valioso cuyas letras extrañas y seculares intentan en vano descifrar los hombres. Del misterioso Egipto vino a Nueva York el obelisco raro. «A la admirable y sensible Francia, a nuestra amiga constante y fiel, queremos honrar en este monumento: y a ese gallardo Steuben, que honró a su patria y nos ayudó a fundar la nuestra»,-así dijo el Gobernador del Estado histórico, en cuyo recinto está Yorktown. «Ved ese monumento»-decía el senador Johnson: «en él están nuestra cima, nuestros triunfos, nuestra actual gloria. Por él sabremos cómo nacimos, y él dirá cómo somos. Él es nuestra existencia nacional. Trece figuras de mujer, los trece Estados viejos, sustentan la columna en que van inscritos los treinta y ocho potentes Estados que hoy forman la Unión. Y coronándolos a todos, como fruto de esta concordia espléndida, de aquella victoria brillante, y del trabajo con que la hemos confirmado, brilla la Libertad, nuestra salvadora y nuestra hija.»

     Fue el día 19 el día solemne. Ante los rudos prusianos, cubiertos de su casco de batallar; ante los gallardos enviados de Francia, especialmente honrados; ante la multitud de gente ilustre reunida en esta hora grave de la conmemoración, se irguió el Presidente Arthur, honró a la vez a los Estados Unidos que vencieron, y a la madre Inglaterra que fue vencida. Ni honró a Inglaterra demasiado, ni la honró demasiado poco. Fue breve, brillante, seguro, oportuno, su discurso. Tenía un modo de decirlo y dio con el modo. A los franceses dio ardientes gracias. Con Alemania fue cortés. «De esta batalla nos vino un legado»-dijo: «el amor de la libertad, protegida por la ley». «Quiera Dios exclamaba al concluir-que nada altere ni conmueva las relaciones que nos unen con el pueblo que fue nuestro adversario, y con los pueblos que nos cedieron en la hora de la prueba sus mejores hijos: quiera Dios que vivamos con nosotros mismos y con todos los pueblos de la tierra en eterna paz.» De elegante manera respondió al Presidente el marqués de Rochambeau: con francés de marcado y vehemente afecto habló en nombre del Gobierno de Francia el comisionado Max Outrey. La «Oda al Centenario», del poeta del Sur, de Paul Hayne, briosa y bella, fue luego leída. Con donaire de Academia y galanterías de hidalgo dijo su discurso celebrado el caballero Winthrop. «Digamos-exclamó-Dios salve a la Reina», puesto que aún se oye el grito generoso con que la Reina nos dijo en nuestra hora de agonía: «Dios salve al Presidente». «Manteneos en la fe de nuestros padres», dijo a los Estados. «Sois la vanguardia de la raza humana: el mundo venidero es nuestro», dijo una vez Mme. de Sevigné a un distinguido americano: «¡alcémonos a un completo sentido de esta responsabilidad inmensa, y mantengamos el progreso de la Libertad en todas las tierras y en la nuestra!» Culto y hermoso fue el discurso de Winthrop.

     Un anciano, entre murmullos lisonjeros, se alzó luego: el ministro Blenia. Y leyó con voz segura este documento simple y grandioso, de él nacido, y con su mano escrito.

     «En reconocimiento de las relaciones amistosas tan larga y felizmente mantenidas entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, en la fe y confianza en la paz y buena voluntad de los dos pueblos en todos los siglos por venir; y especialmente como una señal de respeto profundo del pueblo americano por la ilustre soberana y noble señora que se sienta en el trono británico, ordénase por este documento que al terminar estas ceremonias conmemorativas del valor y triunfo de nuestros antepasados en su lucha patriótica por la independencia, la bandera británica sea saludada por las fuerzas del ejército y marina de los Estados Unidos en Yorktown. Háganlo cumplir el Secretario, de Guerra y el Secretario de Marina. Arthur.-Blenia.»

     Con salvas estruendosas saludaron baterías y buques el día 20. Fue el día militar, el día naval. Quince mil concurrentes vieron pasar a ocho mil soldados. El hermoso Hancock, como llaman al general demócrata sus entusiastas soldados, llega en arrogante bruto ante la plataforma en que se alza el sillón presidencial; saluda al Jefe del país, entrega las riendas de su caballo y asciende a la plataforma. Apuestas milicias, probados veteranos, pintorescos regimientos desfilan a los ecos de las bandas. Allá van los dos cañones tomados a Cornwallis en la heroica refriega. Allá van con sus blusas azules y sus sombreros blancos, los soldados de la Carolina del Norte. Con su banda vestida a la austríaca, van allí los ricos voluntarios del Regimiento 139 de la ciudad de Brooklyn; la caballería del escuadrón del viejo Dominion, en caballos castaños, arranca altos vítores. Especialmente aclamados por sus vestidos pulcros y marcial continente, pasan las milicias de color del noble Estado de Virginia. Montes de polvo y ruidos de combate quedan tras las baterías de artillería, que cierran el séquito. Y en buque elegante pasa revista el Presidente a los buques anclados en el puerto, que en su honor izan banderas, suenan músicas y descargan cañones. Y movidos de prisa de volver a sus quehaceres diarios; y pagadas ya, aunque no con el fantástico brillo y suntuoso arreo que fueron prometidos, y que se debían al caso glorioso, las deudas de agradecimiento, a los padres de la nación y a los pueblos que vinieron a ayudarlos, volviéronse con premura, dignatarios, militares y masones a sus oficinas y a sus lares; fustearon a sus mansas vacas, camino de la hacienda, los labriegos de color; quedó en su soledad triste la histórica Yorktown; y es fama que se ha oído decir a muy elevado personaje que allá conocieron los concurrentes,-con el polvo y el asendereado andar y el imperfecto comer, y el dormir en los hoteles flotantes o en míseras casas,-todos los horrores y miserias de la batalla, sin ninguna de sus glorias. Y ha sido, en verdad, el centenario, para los que ven con ojos penetrantes y leales, como ceremonia impuesta, a los más indiferentes, y sentida sólo por los cautos y los cultos. En periódicos,-por más que no en todos,-y en un buen libro, ha hallado estima y loa la patriótica fiesta; y más allá del mar será tenida como acto digno de un pueblo grande, fuerte y bueno. Fiesta de los tiempos, y liga de los pueblos. Mas ¿dónde, dónde, ese patriótico anhelo; esos rapsódicos arranques; esa calurosa sensibilidad; esa filial ternura; ese calor de alma, brillo de mente y vida espiritual de nuestros pueblos? En júbilo debieron encenderse todos los corazones; y los muros todos vestirse de colores de fiestas; y regarse de rosas todos los umbrales; y en peregrinación ir el inmenso pueblo a doblar las rodillas sobre el campo sacro. ¡Líbrenos Dios del invierno de la memoria! ¡Líbrenos Dios del invierno del alma!

M. DE Z.

La Opinión Nacional. Caracas, 14 de noviembre de 1881

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