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8. Carta de Nueva York

El «boss» y los «halls».-Las reformas de Garfield.-S La sed amenaza a Nueva York-El Croton sin agua.-Entre Scila y Caribdis.-La caricatura.-Stalwartismo.-Las elecciones.-Rossi y la Patti.-La casa de Washington y la casa de Bolívar



Nueva York, 29 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Mas en la política activa, andan calores de verano. Las palabras honradas no son habladas en vano; ni son vanas las vidas puras; ni es vana la muerte de un varón ilustre, que puso mano fuerte sobre los abusadores y corruptores, y ofreció el pecho a sus iras. Se quiere audazmente la realización de las reformas porque Garfield ha muerto. Así como hay espíritus evangélicos que gozan en dar en silencio, como las violetas humildes, su perfume a los hombres, así hay, refrenadas por la educación o por el miedo, satánicas manos dispuestas a matar. Guiteau, un perpetuo vencido, tenía odio a todos los victoriosos. En sus rencores ardientes cayó la palabra de cólera de los que, con más fortuna y poder que él, se habían adueñado de los empleos y votos públicos, y granjeaban en ellos opulenta vida, y se revolvieron iracundos contra el hombre sano que quería volver a la nación, en manos ya de unos cuantos despreciados mercaderes, el uso de sí misma. De motivo político disfrazaron los corruptores el motivo de su cólera frenética, y su apetito de los bienes nacionales; y movieron la mano inquieta del ambicioso vulgar y torpe, y le dieron ocasión para que asignase motivo político a su crimen. Siéntense en la nación, más que se dicen, estas graves cosas. Ansia de reforma y anhelo de dignificación, poseen a los ciudadanos. ¿Recuerdan los lectores de La Opinión Nacional la carta anterior de M. de Z.? Allí estaba descrito el boss odioso; el cabecilla de partido; el que prepara las elecciones, las tuerce, las aprovecha, las da a sus amigos, las niega a sus enemigos, las vende a sus adversarios; el que domina los cuerpos electorales; el que exige a los empleados dinero para llevar a cabo las elecciones que han de conservarlos en sus empleos; el que con la presión de un dedo en el resorte que mueve la máquina política, echa a andar a su voluntad, o detiene, o rompe las ruedas; el que impone al partido los candidatos, que son siempre tenaces tenedores de ricos oficios, de los cuales les vienen influencia y modos pecuniarios para asegurarse en elecciones nuevas la continuación del goce de los frutos públicos. ¿A qué votar, se iban diciendo ya los ciudadanos, si nuestro voto libre y aislado nada ha de poder contra el voto organizado del partido? Y los hombres buenos disgustados de aquellas granjerías, desertaban de las urnas; y en los salones de cerveza, y en las aceras de las casas de registro, se compraban con monedas o cambiaban por licor los votos de los extranjeros naturalizados; y no ascendía a los públicos oficios el caballero honrado, lleno de fama y méritos, y amado de su comunidad, sino el logrero favorecido, sacado del séquito del capataz, a quien en cambio del dominio que sobre su oficio y él tendría el boss, dábale el boss su insano apoyo y echaba a rodar todas las ruedas de su máquina. De llamarse aquí halls los lugares en que las gentes se reúnen, y de reunirse en ellos constantemente los políticos de oficio, ha venido el odio a los halls. Y es unánime el grito de rebelión que, con motivo de las elecciones de noviembre, lanzan al aire los buenos ciudadanos. En Brooklyn, en Nueva York, en Filadelfia, quiebran la máquina. Buscan reforma. Exígenla. Niegan a las corporaciones corruptas el derecho de imponer candidatos a los partidos. Reúnense en clamorosos meetings, llenos de la savia de la juventud, la cordura de la ancianidad, y la fuerza del decoro los miembros independientes de cada partido. Conciértanse, para votar por los hombres honrados, republicanos y demócratas. En uno y en otro campo cunde la revuelta. Ni caciques, ni asambleas directoras; ¡ni halls, ni bosses! Quieren que el ciudadano electo sea el mejor ciudadano; y quieren que cada votante tenga voz libre y voto libre en la designación y elección de los candidatos, por quienes vota. Brooklyn tenía un dueño demócrata, que se llamaba Mc Laughlin; lo echa abajo. Nueva York se sacude de su dueño, el tenaz y astuto Kelly. En Filadelfia, el partido republicano resiste la candidatura que la asamblea de políticos que viven de los oficios públicos le imponen, y vota por Wolfe, un candidato rebelde, que se presenta espontáneamente a ser votado. Quieren reformar los partidos, que garanticen el ejercicio del sufragio, y hagan imposible el retorno al corrompido organismo actual. No da aún con el modo constante que ha de amparar el libre voto, mas esta vez, salvarán el suyo, con el vigor de su noble rebeldía. Peligran la independencia y la dignidad de la nación. No al triunfo de los partidos, sino al beneficio de los municipios, han de atender los munícipes.

     La Academia de Música, el mía hermoso teatro de Brooklyn, la ciudad anexa a Nueva York, resuena con vítores y coros de hurras a los desinteresados candidatos de ambas secciones de partido, el popular general Tracy y el meritorio anciano Ropes, que van a ofrecer juntos su influencia y sus cohortes de combate, a un hombre joven y puro, a quien el pueblo y ellos aman, al generoso y rico Seth Low. Habla en la admirable reunión el anciano Ropes, para deponer toda probabilidad de triunfo de su candidatura, determinada una semana antes, como bandera de combate de los hombres puros. Habla entre salvas nutridas de macizos aplausos, el general Tracy, para ofrecer al hombre joven la candidatura que a su vez le ofreció la Asamblea de políticos republicanos de la ciudad. Para decir que auxiliará a los republicanos, habla un demócrata. Para flagelar a los explotadores y ensalzar al nombrado, habla un hombre que gozó un tiempo en este país honores cuasi divinos, y que, acusado de adulterio en un proceso escandaloso, no ha perdido aún, sin embargo, todo aquel no igualado prestigio e influencia mágica que un tiempo tuvo: el sacerdote de rostro encendido, mirada llameante, y labios y largos cabellos blancos, el brioso e infatigable abolicionista de otros días, el párroco de la iglesia de Plymouth, el que lleva de la mano con altos honores a la plataforma de su iglesia al hereje célebre, el antideísta Ingersoll; el orador famoso, Henry Ward Beecher. Su palabra es azote, canto, arrebato indignado; bufonada, chiste. Ve las cosas con ojo americano. Se sacude hacia atrás, en un movimiento oratorio, los faldones de la levita. Mezcla con gran fortuna los tonos nobles y los tonos bajos-¿por qué no decir innobles?-del discurso. Que rían de lo que dice, le regocija. Conoce el espíritu de su pueblo, y se adelanta a dar forma hablada, siempre oportuna y feliz, a lo que bulle en la mente popular. Con él los americanos se espasman, se enardecen, se deleitan. Él tiene, como ellos vivacidad, penetración, burla de lo romántico, grandeza y candor. Su voz, ya fatigada, es aún melodiosa. Odia las notas altas, y emite naturalmente sus sonidos correctos, penetrantes, blandamente timbrados. No lleva ante la mesilla del orador un discurso elaborado, grandilocuente, bien armado. Revolotea, se para, anda a retazos, pica, muerde, pisotea, ridiculiza, brilla. Se le sigue con placer, con asombro, con provecho. Oírlo es dar con la clave en este país extraño, que tiene de infantil y de maravilloso, y en igual grado lo repulsivo y lo atrayente. La palabra francesa de Chauncey Depew, la palabra universitaria de George Curté, la palabra llana del abogado Choate, la imperial palabra del elegante Conkling revelan ya la influencia de las altas clases y literatura alta de los pueblos viejos en este nuevo país. La palabra descarnada, vigorosa, familiar, desenvuelta, pintoresca; la palabra brusca sincera, cándida, llana, la palabra yanqui:-ésa es la de Henry Ward Beecher. Discurso sin convención; plática sin embarazos; conversación vivaz, sencilla, útil y humana. Quedó nombrado candidato para mayor de Brooklyn el hombre joven y bueno, que odia los saraos y ama a los pobres, el noble Seth Low.-Que es joven, dicen sus rivales mohínos.-«¡Pues porque lo es!» exclama Beecher:-«¿nacen acaso los hombres viejos? Tan joven como él quisiera yo ser, y cuando tenía yo su edad, había creado dos parroquias y vine a Brooklyn a fundar la parroquia tercera; mas ¡ay! que el general Tracy decía, pintando su vejez y en consecuencia que él había cortado las maderas en que se había hecho la plataforma republicana, ¡y yo planté las semillas de los robles de que se cortaron las maderas de la plataforma!» A lo que siguieron colosales coros de estruendosas risas.

     Halagando a los hijos de Brooklyn, decía Beecher, por cuanto existe de sus moradores separados: «Nueva York es vuestra casa de trabajo; y rivalidad de vecinos entre las dos ciudades,-por el río y por los hábitos vuestro hogar, es Brooklyn». Con igual clamor y con inusitado empuje, continúa su campaña de reforma la democracia neoyorquina. Gigantesca reunión atronaba anteanoche los aires en el Instituto de Cooper. Los grandes del partido, que son los buenos del partido, hablaban al frenético pueblo. Libre elección, libre designación, y empleados honrados quieren los neoyorquinos. Los hombres puros, que ven libres las urnas de los gavilanes que habían sucedido a las águilas, vuelven a las urnas. En verdad, no presentaba esta tierra a los observadores de su máquina política menos deplorable espectáculo que el de los más viejos y corruptos países. Todas las malas pasiones y todos los ruines apetitos, tenían aquí el usual dominio, y el usual empleo. Falsedad era el voto, e iba camino de su descrédito el superior. Venía a ruinas el templo de Jefferson. Mas los caballeros de la libertad se arman, llaman con las espadas de los padres de la patria a las puertas de la casa de la libertad, y echan del templo con voces de anatema a los procaces logreros. A tiempo viene la reforma: pudríanse los cimientos de esta gran República.

     De sed de decoro sufrían los buenos republicanos; de sed de agua están a punto de sufrir los neoyorquinos. ¡Qué catástrofe, si aconteciera! El acueducto de Croton no recibe de sus corrientes proveedoras el agua necesaria; los grandes receptáculos apenas bastarán a las necesidades de cortos días; la lluvia reacia se ha negado a los campos; la tierra ardorosa enjuga las lluvias escasas que la riegan; no corren los arroyos, ni bajan los hilos de agua de los montes, ni crecen, como suelen, los majestuosos ríos. Ya ha avisado del peligro de la seca el jefe del acueducto; ya ha rogado el mayor de la ciudad que economicen los vecinos el agua que amenaza faltarles. 95.000,000 de galones de agua consume cada día Nueva York; y sólo 4.000,000 diarios podrá dar Croton si sigue la seca. Y no llueve, los ríos no se hinchan; los caudales del acueducto se vacían: el riesgo es inminente, es grande, está cercano. Las familias imprevisoras, habituadas a prodigar la rica agua de Croton, no harán en ella la necesaria economía. De fijo que el próximo domingo todo serán plegarias por la lluvia. Y ya se piensa traer el agua a la inmensa Nueva York del Lago Erie.

     ¿Y en Washington? ¿qué hace, qué piensa, qué decide el vigilado Presidente? Sus amigos personales están desacreditados; el espíritu de Garfield llena el país. Por honra y pureza hay general clamor. Podría el Presidente llamar a sí a amigos íntimos, y él cuenta entre sus hábitos el de serles fiel, mas acontece que cuentan, como los más prominentes entre ellos, hombres de cuya participación constante y absorbente en los negocios públicos desconfía ya la nación. Una caricatura recientemente publicada, pinta esta difícil situación. Es el pasaje de la Odisea: Ulises cruza en su azotada barca, entre Scyla y Caribdis. No atado, como pasó Ulises, sino con la recia mano sobre el timón rebelde va, con su traje griego, el Presidente Arthur. De tierra lo llaman la sirenas; Conkling, con largos cabellos, toca la pandereta. Pratt, el compañero de Conkling en el Senado lo llama con el dedo; en gran lira, suelta sobre la robusta espalda la negra melena, tañe melodías seductoras el cacique Logan, partidario tenaz de una secta oficial, de una casta de tenedores de empleo, y de un gobierno fuerte; mueve, con manos frenéticas, el general Grant una guirnalda de rosas. El Presidente, con vigorosa voluntad, tuerce la barca hacia el encantado promontorio: mas la barca, empujada de lleno por los vientos contrarios, corre mar adelante, y arrastra al barquero. Rodeado de escollos está el promontorio. Sobre el uno que dice: «Servil fidelidad a los amigos» hay un mástil roto: léese en una roca: «Patronato para fines personales». «Patronato, protección para el logro de empleos». En otra roca está escrito: «Servicio civil corrompido». A los pies de las sirenas se lee «Stalwartismo».-Stalwartismo, gobierno de la casta alta, de la casta política. Y al volver del promontorio, están, en una grieta de la roca, una calavera y un hueso roído que dice: «muerte política».

     ¡Mas los vientos de la nación llevan la barca del Presidente, entre las agitadas aguas políticas, mar adelante! Y ése es de cierto el Gobierno en Washington. La sección honrada del partido republicano no levanta obstáculos al Presidente nuevo; mas no fía en él.-Hombres ilustres y probados se niegan como el buen caballero Morgan, a servir en la Secretaría de Hacienda que, para ocupar su puesto de Senador a que ha sido electo, renuncia el probo y hábil Windon, el Secretario de Hacienda de Garfield. El juez Fodger, ya confirmado por el Senado, como aquí es uso, ha sido señalado para desempeñar la Secretaría. Atemorizados del ruido de las olas, no asoman sus buques francamente los íntimos amigos de Arthur, vencidos de hecho por el vigor con que la Nación entra por los caminos que abrió Garfield, que descargó sobre sus frentes, depósito perpetuos de maquinaciones personales, un golpe robusto. Y así entra noviembre.

     Buenas cosas a fe se nos preparan. Elecciones reñidas de los personalistas que resisten la pérdida de su largo dominio, y los buenos ciudadanos que toman al abordaje el bajel que estaban echando a pique los piratas: elecciones magnas, en que votará libre y alegremente el honrado pueblo. E iremos a las urnas, y asistiremos a sus casas de reunión, y los veremos votar, y registraremos la crónica del triunfo, y los clamores de la derrota. Rossi, el magnífico actor, representará a Shakespeare. Adelina Patti, de voz celeste y ojos andaluces, cantará sus dulcísimas romanzas. Booth, el trágico americano, personificará a Richelieu, a Otelo, a Hamlet, a Ricardo III. Y lo veremos todos; irá, camino de la noble Caracas, lleno de curiosas noticias el venturoso correo. Bienaventurados sean los buques que salen de la casa de Washington y van a la casa de Bolívar: ¡tristes los que no los acompañan!



La Opinión Nacional. Caracas, 15 de noviembre de 1981

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