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En torno a Calderón en el siglo XVIII: Pietro Napoli Signorelli y la crítica al teatro calderoniano

Franco Quinziano






Napoli Signorelli: crítico teatral en la España de Carlos III1

Pietro Napoli-Signorelli (1731-1815), dramaturgo, crítico e historiógrafo teatral, se impone como una de las personalidades más significativas en el complejo entramado de las relaciones hispanoitalianas del siglo XVIII. En este sentido, somos de la opinión de que la presencia del literato napolitano en la España del Setecientos -y su activa participación en los ambientes literarios de mayor prestigio de la capital del reino-, tanto por la variedad de contactos como por la multiplicidad de intereses culturales que ella promovió, se nos revela paradigmática para la comprensión de las relaciones entre ambas literaturas en contacto en el último tercio de la centuria. En efecto, sumamente revelador ha sido el rol desempeñado por el autor partenopeo, quien en aquellos decenios a caballo entre dos siglos se erige en avezado mediador entre ambas literaturas en contacto2. Sorprende por tanto que, salvo contadas y dignas excepciones3, haya que lamentar una escasa atención hacia su obra en relación a la importante labor por él desempeñada en el campo de los estudios hispanoitalianos y en especial por lo que se refiere a la dramaturgia en clave comparada. Aproximarse a su itinerario cultural y a su obra crítica y traductora, significa, por consiguiente, revalorizar y rescatar del injusto olvido, en el que aún parcialmente se encuentra, una personalidad literaria que desempeñó un rol de ningún modo desdeñable en el proceso de mediación cultural entre ambas penínsulas hespéricas durante el reinado de Carlos III, participando de modo activo en los debates literarios de aquellos años.

No es ocioso recordar que la intensa actividad literaria que caracteriza el Madrid de mediados de los años sesenta favoreció la rápida inserción del hispanista italiano en la vida cultural de la capital. Bigi alude a la acogida «piena di simpatia»4, tanto en los ámbitos cercanos a la Corte como en los más prestigiosos círculos culturales que ofrecía el Madrid de Carlos III y que, una vez afincado nuevamente en Nápoles, dejó en el ánimo del italiano una grata nostalgia de los años transcurridos en la península ibérica. Como el mismo Napoli Signorelli recuerda en más ocasiones, su llegada a Madrid en setiembre de 1765 había coincidido con un momento crucial en la vida cultural española, encontrándose con un ambiente fuertemente politizado. Por otro lado, no se olvide que en aquellos años que abren el último tercio de la centuria los vínculos entre los ámbitos de producción cultural y los que diseñaba la política eran muy estrechos, puesto que las reformas en el campo cultural dependían de las reformas políticas. De ahí la urgencia del despotismo ilustrado carolino por incorporar a los letrados y eruditos sensibles a las nuevas ideas y al proyecto reformista impulsado desde las cúpulas del poder, promoviendo y difundiendo al mismo tiempo sus obras y sus empresas culturales. Su objetivo, pues, es el de erigir al intelectual en instrumento funcional a la nueva política dirigista que ha instaurado el tercer Borbón, convirtiendo a los profesionales, a los letrados y escritores, en personas capaces no sólo de elaborar las coordenadas ideológicas sobre las que debía cimentarse la fórmula del absolutismo ilustrado, sino también de volcar todos sus esfuerzos en pos del consenso de la sociedad civil hacia la política de reformas que había comenzado a ponerse en marcha en aquellos años. En Madrid el autor partenopeo establece un vasto entramado de contactos personales, entre el que destaca el importante lazo de amistad que estrechó con quien en cierto modo será su mentor, Nicolás Fernández de Moratín. Con el autor de La petimetra el crítico italiano cultivó una estrecha relación de amistad, proseguida, después de la prematura muerte del poeta español y hasta sus últimos días, con su hijo, el célebre dramaturgo Leandro5. La importante relación que el autor partenopeo estableció con ambos dramaturgos marcará su rumbo literario y estético, incidiendo de modo crucial en sus preferencias literarias y estéticas, de modo evidente por lo que respecta a sus ideas dramáticas y a su visión y concepción del teatro español, tanto por lo que atañe al drama áureo como a la producción teatral del Setecientos. Casi todos los biógrafos han resaltado la importancia de esta doble relación, recordando cómo, gracias a las gestiones de su amigo Nicolás Moratín, Napoli Signorelli había logrado entrar en contacto con los ambientes culturales y los círculos ilustrados madrileños más avanzados. La febril actividad cultural que se respira en los años sesenta de la centuria le dan la oportunidad, asimismo, de estrechar nuevas y decisivas relaciones personales y literarias, favoreciendo de este modo su rápida inserción en los ámbitos de debate y de producción cultural de aquellos años. Decisivo en este sentido resulta sin duda el interés y la valiosa ayuda prestada por el autor de La petimetra, quien lo introduce en la tertulia literaria que celebra sus reuniones en la fonda de San Sebastián, centro de difusión de la nueva corriente neoclásica, de matriz clásica e italianizante6.

Su inserción en el círculo cultural del afamado cenáculo y la activa participación en las discusiones que allí tenían lugar constituyen para el napolitano una valiosa ocasión para ampliar sus conocimientos sobre la cultura española, en particular sobre el teatro peninsular, al tiempo que le procuran nuevas e importantes relaciones, tanto sociales como culturales. De las amistades cultivadas en estos años, de la favorable acogida que recibió a su llegada en España y de las innumerables manifestaciones de estima y afecto que el napolitano recibió en Madrid dan cuenta sus cartas y los numerosos comentarios que salpican sus textos, de modo particular su monumental Storia critica de' teatri antichi e moderni, cuya primera edición vio la luz en 1777. La crítica ha destacado en varias ocasiones este espíritu de sodalizio intelletuale y amistad literaria, íntimamente ligados a la reflexión lírica, que imperaba en la célebre tertulia madrileña. Con el nombre poético de Pierio, Napoli Signorelli participa activamente en las apasionadas discusiones que allí tienen lugar sobre las peculiaridades de la lengua italiana y española y sobre las cuestiones atinentes a la versificación y al campo de la traducción de ambas lenguas, temas recurrentes en los debates de la afamada tertulia, como asimismo sobre los asuntos que atañían a las diferencias y similitudes de gusto y de sensibilidad entre ambas culturas en contacto. En estos encuentros, en los que el teatro y los modelos clasicistas de la corriente italianizante constituyen temas de debate recurrentes, animando las veladas de los contertulios, el autor napolitano va madurando y delimitando los ejes de su pensamiento y al mismo tiempo afirmando sus gustos e incorporando nuevas preferencias literarias.

España, pues, signa un momento crucial en la definición de su percepción y su valoración del teatro. Fue allí donde el autor napolitano fue madurando su adhesión al nuevo modelo teatral que defienden sus amigos de la tertulia de San Sebastián, incorporándose de este modo a las polémicas y debates que tienen lugar en aquellos años. Napoli Signorelli, hombre de teatro en el sentido más amplio del término (crítico, dramaturgo, traductor e historiador dramático, sin olvidar su temprana experiencia como actor en los escenarios napolitanos), en efecto, fue modelando su percepción del hecho dramático precisamente en aquellos años en Madrid, a caballo entre los años sesenta y setenta, privilegiando un modelo, teatral que resaltaba su función social y didáctica7. Su formación cultural y literaria, por tanto, fue moldeándose en dos ámbitos diversos y distantes: por un lado sus estudios clásicos, filosóficos y de derecho en la ciudad de Nápoles, en los que destaca la impronta del illuminismo partenopeo (y en el que las enseñanzas de Vico y el ejemplo de Genovesi habrán de revelarse decisivos), y por otro la asimilación de las nuevas ideas dramáticas y estéticas como resultado de su fructífera experiencia madrileña, en estrecha relación con amigos y eruditos españoles que conformaban el círculo cultural aglutinado en torno a la figura de Nicolás de Moratín; todo ello sin olvidar la importante función que desempeñaron las bibliotecas públicas y privadas situadas en la corte, las cuales ejercieron no poca influencia sobre el hispanista italiano y que le permitieron entrar en contacto directo con los textos más representativos del teatro clásico español del XVII, cuyos comentarios informan los sustanciosos capítulos que dedicó al drama hispánico en su Historia crítica de los Teatros8. En dicha perspectiva no es azaroso concebir al literato partenopeo como uno de los mejores conocedores de la vida teatral de su tiempo, no sólo de la italiana, sino también de la española y europea en general, como es posible verificar a través de las pertinentes consideraciones y de la vastedad de datos que informan la recién aludida Storia critica de' teatri, fruto por lo general de amplias lecturas y de un conocimiento directo de las fuentes utilizadas, algo no muy común en aquellos decenios9.

De su doble actividad de crítico teatral y traductor de textos españoles dan cuenta tanto las amplias páginas dedicadas al drama hispánico recién mencionadas, como sus apreciables traducciones de las comedias de Leandro Moratín10. Como es sabido, del célebre comediógrafo neoclásico Napoli Signorelli tradujo al italiano todas sus piezas, a excepción de la última, El sí de las niñas, justamente celebrada como la de mayor alcance de su producción, dejando constancia así de la plena adhesión que el erudito partenopeo guardó hacia los principios estéticos que guiaron la visión dramática del amigo madrileño. Las importantes versiones italianas de las primeras cuatro comedias moratinianas, emprendidas entre 1795 y 1805, como reflejo de una sólida amistad que unió a ambos literatos y de una similar concepción de la comedia burguesa, como hemos apuntado en otra ocasión, no sólo deben ser concebidas en el marco de la febril actividad traductora que registró los últimos decenios del siglo y, en el caso específico del napolitano, de aquel clima de profunda amistad y amplio debate cultural que había caracterizado la actividad de la afamada tertulia de San Sebastián, sino que además deben ser vistas y examinadas a la luz de la batalla protagonizada por ambos literatos en pos de la afirmación de un teatro burgués de rango europeo y del animado debate que sobre las ideas dramáticas dicha batalla supuso en aquellos últimos y polémicos lustros de la centuria11.

Una vez agotada la rica y floreciente vena dramática que había popularizado la comedia del XVII, vuelven a aflorar los términos de un debate y de una disputa que, como ha recordado John Dowling12, se hallaba latente ya en tiempos de Cervantes y Lope, pero que ante el indiscutible triunfo de Calderón y su escuela en los escenarios del Seiscientos, habrá de aplazarse por varios decenios, para volver a cobrar vigencia de nuevo a mediados de la siguiente centuria. «Nuevo rumbo siguió, nueva doctrina, la hispana musa, y desdeñó arrogante la humilde sencillez griega y clásica»13, sentencia Leandro Moratín en su Lección Poética, recordando el 'extravío' que, desde su mirador clasicista, había representado el Arte nuevo de Lope. Será Luzán con su Poética (1737), quien vuelva a abrir este debate, trazando el inicio de una larga disputa centrada en la batalla que los dramaturgos adscriptos a la corriente neoclásica emprenden hacia la definición de una fórmula teatral que lograse expresar nuevas formas artísticas y que al mismo tiempo diese acogida a temáticas de mayor actualidad y acordes a las nuevas urgencias políticas y culturales que había fijado la agenda de la Ilustración. Con su obra Luzán salía al campo abierto, reivindicando la autoridad de los clásicos, lo que promueve casi de modo inmediato discusiones y toma de posiciones que abrirán la larga estación de las polémicas teatrales que ocuparon el último tercio de la centuria y los primeros años del XIX.

La crítica en el XVIII revela la urgencia por definir y delimitar las bases éticas, estéticas e ideológicas sobre las que erigir un nuevo modelo teatral. Para los ilustrados la representación dramática, sin dejar de ser por ello espectáculo y entretenimiento, debía subordinar principalmente la obra a la transmisión del mensaje y éste no podía ser ni inmoral ni ambiguo. Moratín padre señala en su primer Desengaño al teatro español que el drama se ha convertido en «la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardía»14, conceptos que a lo largo de la centuria devienen tópicos de la crítica ilustrada. En esta misma línea, Napoli Signorelli en el Prólogo que antepone en su segunda edición de la Storia critica, rechazando el modelo dramático imperante en Italia y España, en los que aún abundaba el 'desarreglo' y la 'falta de decoro', indicaba la urgencia de dotarse de un «buon teatro che, invece di essere un seminario di schifezze e di basse buffonerie, presenti una dilettevole pulita scuola di educazione» (1787, I, p. XVI; subrayado mío). El literato napolitano insistirá en varias ocasiones sobre esta importante función social y didáctica que se le asigna al teatro («illudere, commuovere, istruire e dilettare», advierte en sus Elementi di poesia drammatica, pp. 41-42)15, dos de los tópicos mayormente presentes en las poéticas y preceptivas del clasicismo dieciochesco, concibiéndolo como scuola di sana morale (EP, p. 98) y por tanto como uno de los instrumentos más importantes de pública educación. Las páginas por él dedicadas al teatro dieciochesco peninsular confirman su adhesión al modelo dramático de plena observancia a las reglas clásicas que defienden sus amigos de la fonda madrileña, concibiendo la comedia neoclásica, en especial la de Iriarte y Leandro Moratín, como modelos a imitar en la construcción de un modelo teatral concebido como educador público, instrumento privilegiado de reforma en la sociedad y propagador de modelos virtuosos para un mayor y más eficaz control de los ciudadanos.




La crítica a Calderón: virtudes y defectos de un modelo dramático

Siendo el napolitano ferviente partidario de los dogmas neoclásicos, no cabe duda de que su opinión sobre el teatro, y sobre la comedia áurea especialmente, se halla fuertemente condicionada por dicha perspectiva. Para comprender las preferencias de Napoli Signorelli y su visión del teatro español, no debe olvidarse que su llegada a Madrid había coincidido con una de las fases más intensas en la batalla que los neoclásicos libraban por desterrar de los escenarios, según palabras de Leandro Moratín, «todas las monstruosidades de que se componía el caudal cómico»16. En efecto, su arribo a la capital del reino se había producido en un momento en que muy fuerte soplaban los vientos que avivaban la polémica teatral17 y de modo más acusado el fuego de la batalla que llevaban a cabo los partidarios de la nueva estética contra las derivaciones epigonales del Siglo de Oro, empeñados en desterrar de los escenarios los autos sacramentales y las comedias de santos, expresiones -desde su prisma clasicista- del desarreglo y del mal gusto que imperaban en los teatros de la península. En dicha batalla los neoclásicos identificaron en los continuadores del gusto popular que habían popularizado las comedias del Siglo de Oro a sus principales adversarios, puesto que advertían en el modelo sobre las que las mismas se habían gestado la principal causa de la corrupción por la que atravesaban los escenarios nacionales. Siendo Napoli Signorelli un claro defensor del teatro neoclásico, es evidente que sus juicios sobre los autores dramáticos del período áureo no podían ser de ninguna manera imparciales y ellos por tanto se adecúan perfectamente a sus gustos y preferencias, que en lo que respecta a la producción dramática española, se hallan fuertemente influidos por las ideas estéticas promovidas por Luzán y los dos Moratines. Estos últimos, tanto Nicolás como su hijo Leandro, se convirtieron en doctos interlocutores del crítico partenopeo, quien, si en un primer momento se valió de los consejos del autor de La Petimetra para calibrar sus juicios sobre el teatro español, luego, tras la desaparición en 1780 del amigo madrileño, comenzó a interpelar de modo recurrente a su hijo Leandro. Muchas de las consideraciones y de los juicios que Leandro Moratín le transmite, una vez reelaborados, serán incorporados por el napolitano en sus últimos volúmenes de la segunda y más amplia edición de la Historia de los Teatros. En este sentido, Mariutti afirma que «don Leandro siguió por la parte más moderna lo que su padre había hecho por la antigua, favoreciendo a Napoli-Signorelli en particular por la parte española y, sobre todo, en lo referente al tomo IX de la última edición, que atañe a la segunda mitad del siglo XVI-II e inicio del XIX»18. El intercambio de la correspondencia entre ambos autores, además de evidenciar estas repetidas solicitaciones y un recíproco intercambio de opiniones, no hace más que confirmar la ya consolidada relación de amistosa colaboración, que se sustenta en una visión común del espectáculo teatral y en una misma búsqueda estética19. Como ejemplo de esta importante relación y del respeto que el italiano guardó hacia las opiniones del autor de El sí de las niñas, le agradece a fines de 1788 al célebre madrileño el envío de la información solicitada y los juicios de valor sobre algunas obras que éste le había transmitido, con estas palabras:

«En primer lugar doy a usted muchísimas gracias por la molestia que le causé para que me dijera su dictamen sobre la famosa novela dramática de Celestina. Su parecer es admirable; nada hay que quitar, nada que poner; todo manifiesta su criterio, su gusto y juicio, y su imparcialidad, que todo lo realza. Yo, con menor felicidad, he dicho de tal novela o representación muchas cosas de las que he leído con mucho gusto en su carta, y otras que no he dicho las añadiré a mi libro [en su segunda edición], robándolas a usted»20.


Por su parte, Leandro Moratín recordaba que había sido su padre quien había incitado al escritor italiano a que estudiara y conociese de modo apropiado, libre de todo prejuicio, a los autores del teatro áureo español, instruyéndolo sobre sus cualidades y virtudes:

«Ocupábase por entonces Signorelli en escribir la Historia crítica de los teatros; y Moratín, que cuando habló a sus compatriotas fue el más rígido censor de los defectos del nuestro, no quería que Signorelli ignorase los rasgos de ingenio felicísimos, las situaciones patéticas y cómicas, ni el mérito de lenguaje, facilidad y armonía que se encuentra en los desarreglados dramas de Lope, Calderón, Moreto, Rojas, Salazar, Solís y otros de su tiempo. Él puso en manos de aquel docto escritor cuanto halló de más apreciable en este género...»21.


Al teatro aurisecular Signorelli dedica nutridas páginas, dividiendo su estudio en dos amplios capítulos, desde los orígenes hasta finales del XVI (SCT, VI, pp. 137-226) y desde principios del XVII a inicios del siglo XVIII (ver SCT, VII, pp. 3-134). El autor reivindica estas páginas como las primeras encaminadas a examinar todo el teatro español del Siglo de Oro, concibiendo por tanto a las mismas como precursoras en el campo de la historiografía del teatro, ya que él no ha encontrado otros ejemplos, a pesar de las aseveraciones del jesuita Xavier Llampillas, quien pone en discusión tal primacía22. En su apartado dedicado al teatro áureo, el crítico napolitano consagra amplio espacio a Calderón y a los continuadores de su escuela dramática Moreto, Solís y Bances Candamo23. Aunque alude a los comediógrafos de los primeros años del XVI que publicaron sus obras durante el reinado de Felipe III (Conde de Villamediana, Suárez de Figueroa, Juan Jáuregui, Henríquez de Guzmán, Hurtado de Mendoza y Salas Barbadillo, entre otros), su atención se centra fundamentalmente en el período de Felipe IV, consciente de que su reinado representó un momento de esplendor en las artes y de modo especial en la actividad teatral, recordándonos que muchas de las obras célebres del período sirvieron de inspiración y modelo para la gloria de los teatros de Italia y Francia (SCT, VII, pp. 13-14).

Del teatro calderoniano el hispanista italiano se ocupa extensamente (SCT, VII, pp. 51-87), dividiendo su dilatada producción en tres parcelas bien delimitadas: los autos, y -a semejanza de la división que había trazado Luzán24-, las comedias de capa y espada y las piezas vinculadas al género serio, que él denomina «favole istoriche» (dramas históricos, mitológicos y tragedias). El autor partenopeo resalta la vigencia y la popularidad de las obras del dramaturgo madrileño, muchas de las cuales seguían representándose en los escenarios de la península y allende los Pirineos, en los teatros de Francia e Italia. Aunque sus comentarios se hallan dominados por la declarada adhesión a los principios de la estética neoclásica y en sus escritos es posible localizar muchas ideas dominantes propias de la crítica clasicista del período, siendo evidente su rechazo al modelo teatral áureo, se percibe un valorable esfuerzo por trazar una aproximación a Calderón más equilibrada, despojada de prejuicios y alejada de las pasiones y de las enconadas polémicas que la obra del célebre comediógrafo había suscitado entre la crítica del período. Como se sabe, los autores dramáticos del XVI y, sobre todo, del XVII, fueron objeto de una continuada y encendida polémica a lo largo de la centuria. En esta nutrida literatura crítica a la que se abocaron los autores y los polemistas, Lope y Calderón han llevado la parte del león, puesto que prácticamente no hay crítico o preceptista que de algún modo no se haya referido a ellos: si «a Calderón se le solía achacar [...] frecuentes inverosimilitudes, a Lope se le reprochaba [...] sus faltas a la inverosimilitud, al decoro y a la propiedad de la fábula dramática», anota Checa Beltrán25. Por lo que se refiere al estilo de la lengua se les criticó por su 'hinchada afectación' y por su estilo hiperbólico, de modo particular a Calderón, a quien se le reprochaba su frecuente uso de atrevidas metáforas, en gran medida derivadas de la poesía gongorina26.

Por lo que respecta a Calderón, el gran dramaturgo fue objeto de una amplia crítica por parte de los autores y preceptistas del neoclasicismo27, quienes -más allá de matices- impugnaron fundamentalmente los ejemplos perniciosos presentes en sus obras, que en su visión alentaban a la corrupción de las costumbres y por tanto se revelaban antieducativos desde el punto de vista de la moral. Uno de los autores más implacables fue Nicolás Moratín, para quien el teatro debía desempeñar sobre todo un rol educador y de formación cívica, consciente de que, como tuvo ocasión de enfatizar en sus Desengaños, «después del púlpito» no había «escuela para enseñarnos más a propósito que el teatro» (1763, I, p. 12). De ahí su vehemencia en los ataques contra Calderón (especialmente a sus autos), insistiendo de modo especial en la falta de instrucción moral que exhibían sus piezas. Siguiendo las huellas del poeta madrileño, aunque, como se verá adelante, trazando una posición de mayor crédito y apertura hacia el teatro del gran dramaturgo áureo, no son pocas las objeciones que Signorelli enumera, principalmente la inobservancia de las reglas, la introducción en las tablas de modelos alejados de la naturaleza, los errores de historia, de geografía y de mitología y la presencia de varias extravagancias, todas ellas ideas dominantes en la crítica ilustrada de aquellos decenios (SCT, VII, pp. 52-53). Pero la falta más importante, anota el hispanista italiano, es la inmoralidad y la falta de decoro que él divisa en sus piezas, acusando al dramaturgo de haber revestido de virtud las debilidades de los hombres, al «hermosear los vicios» de la sociedad28. Este último aspecto para el napolitano constituye un «error inexcusable», debido al efecto pernicioso que ello produce en la juventud, al ofrecer modelos de comportamiento poco virtuosos, aludiendo en dicho sentido al dañoso efecto que producían algunas comedias, como su Galán sin dama (SCT, VII, pp. 52-53). Es evidente que en el autor italiano las cuestiones atinentes a la moral, sobre todo a la moral social, ocupan un lugar tan o más importante que las concernientes al arte y a las reglas de la poética.

Blas Nasarre, en aquel entonces bibliotecario mayor de la Biblioteca Real, había lanzado uno de los ataques más demoledores -e injustos- en su poco afortunada Disertación (1759) que precede su edición de las comedias y entremeses de Cervantes, al considerar a Lope, pero sobre todo a Calderón, como principales responsables de la corrupción que se había adueñado de la escena nacional. Centrándose en Calderón, a quien, asevera, «merece tenerse por peor» que el Fénix, el autor de Huesca indica que «hay que prevenir lo perjudiciales que son sus comedias», notando que «retrata como honesto, y aun heroico, lo que no es lícito representar sino como reprehensible. Da al vicio fines dichosos y laudables, endulza el veneno, enseña a beberlo atrevidamente y quita el temor de sus estragos»29. Muchas de estas consideraciones volverán a aparecer en los escritos de crítica y preceptiva del período, aunque cabe aclarar que el texto de Nasarre constituye un claro ejemplo de la radicalización que se ha ido adueñando de algunas posiciones vinculadas a las polémicas sobre el teatro áureo de mediados de la centuria y en verdad no da cuenta de la variedad de matices que exhibe la crítica calderoniana en el Setecientos. Es más, muchas de sus desafortunadas consideraciones, sobre todo la que asigna al autor de La vida es sueño la principal responsabilidad de la corrupción en que se hallaba sumida la escena nacional, fueron impugnadas por no pocos partidarios de la nueva estética30, entre ellos Estala, Leandro Moratín y el mismo Napoli Signorelli, uno de los más vehementes en este sentido. Sin dejar de indicar las imperfecciones que en su opinión exhiben las comedias de Lope y Calderón, el napolitano, ya en su primera edición de la Storia critica (1777, pp. 277-79), refuta las consideraciones de Nasarre, defendiendo los méritos de ambos dramaturgos. Aunque coincide con el aragonés en rescatar, por su mayor regularidad, los dramas de Solís, Moreto y Juan de Hoz, se separa de él en lo que atañe al teatro de Lope y Calderón, puesto que, del mismo modo que Leandro Moratín y Estala, no cree que ambos autores deban ser considerados responsables de la corrupción de los escenarios nacionales. Lope y Calderón, aclara Signorelli, no hicieron más que adecuarse a un gusto y a una tendencia preexistente y, por lo tanto, ya precedentemente asentados en las letras españolas31. Nuestro autor recuerda que la crítica había juzgado con injusticia su obra y recalca que la figura de Calderón ha sido equivocadamente por algunos deificada y por otros condenada como «monstruo y corruptor», cuando en verdad no merecía ni «la cieca idolatria de' primi, avendo lasciato moltissime cose da migliorare; non le amare invettive degli altri a cagione di molti pregi che possedeva» (SCT, VII, p. 52; subrayado mío).

Para el autor italiano, al apartarse de las reglas de verosimilitud y del buen decoro, Calderón había plasmado en sus comedias temas faltos de moral, como la reprobable influencia de los astros en sus tragedias y dramas históricos (La vida es sueño y El Tetrarca de Jerusalén), transmitiendo valores poco virtuosos desde la perspectiva clasicista. Sin embargo, opina que en algunas obras, de modo especial en varias de sus comedias de capa y espada, es posible reconocer una mayor regularidad y un notable esfuerzo por adecuarse al respeto de la unidad de tiempo. Su gran ingenio y su capacidad para trazar los enredos de las fábulas lo hacían acreedor de estima; virtudes que no lograban percibir ciertos «fríos censores» del dramaturgo32, por lo que -concluía el italiano- no se merecía las invectivas que le lanzaban sus enemigos. Napoli Signorelli rechazaba el descrédito al que Nasarre había arrojado a ambos dramaturgos, de modo especial a Calderón: en este sentido, observa con razón Pérez-Villamil, «es curioso el constatar que un extranjero, italiano neoclásico, intuye la verdadera vena y calidad dramática española y arremete contra este español con visos de erudición [Nasarre]»33. Desde su mirador clasicista y reformador, los textos del período aurisecular presentaban no pocos defectos e irregularidades, aunque reconoce que varias comedias del período no se hallaban faltas de virtudes y aciertos, estableciendo de este modo un claro criterio selectivo en sus juicios de valor, en el que no falta la nota polémica contra algunos eruditos españoles, a los que acusa de ignorar las virtudes del teatro áureo, y que Napoli Signorelli explica de este modo:

«Io ne ho scelti ed esaminati i migliori [dramas], ed ho potuto su di essi particolareggiare, ed accennarne con fundamento i difetti assai noti, e le belleze, delle quali non ancora si erano avvisati i nazionali di far diligente inchiesta».


(SCT, VII, p. 133; subrayado mío)                


El literato partenopeo se preciaba de que él, aun siendo extranjero, había leído las obras de los dramaturgos auriseculares y había sabido apreciar sus virtudes, a diferencia de tantos españoles y apologistas (obvia la referencia a García de la Huerta y Llampillas) que insistían en defender a los escritores españoles sin haberlos en muchos casos ni siquiera leído, aunque no por ello perdían ocasión en lanzar sus dardos contra el napolitano, acusándolo por no haber sabido valorar los aciertos del teatro peninsular. Esta intencionada y explícita selección de las 'mejores' obras, tiene el propósito de ahondar en aquellas que, más allá de los consabidos defectos que los neoclásicos le atribuyen (inverosimilitud, inobservancia de las reglas, mezcla de lo bufonesco con lo trágico, etc.), de ningún modo deben ser desdeñadas, ofreciendo no pocos aciertos, principalmente en la construcción de algunos caracteres de los personajes y en el trazado del enredo de la fábula. Como se ha puesto de realce, la crítica dieciochesca «fue unánime a la hora de alabar el ingenio dramático de nuestros escritores antiguos, su maestría para trabar multitud de episodios en una acción única y para mantener en vilo el interés del espectador durante toda la representación»34. Por lo tanto, nada más alejado de una visión que por decenios constituyó un lugar común, en la que los defensores del neoclasicismo habrían trazado una visión sistemática y denigratoria contra el teatro áureo y especialmente contra el calderoniano, fruto de una lectura que no pondera los matices existentes ni los verdaderos propósitos que guiaron a los partidarios de la nueva estética y del rol que ellos asignaron a las comedias auriseculares en su afán de reforma de los escenarios35. Según esta concepción, como observa Urzainqui, todo juicio favorable o elogioso al teatro calderoniano en el Setecientos fue considerado «como abandono de posiciones neoclásicas o, en todo caso, como desviaciones y rupturas» de un sendero que se prefiguraba lineal y claramente adverso al gran dramaturgo áureo36. Es verdad que, por lo que atañe a Calderón, la crítica dieciochesca le achacó no pocos defectos y errores, muchos de ellos, como se ha apuntado, evocados también por Napoli-Signorelli (SCT, VII, pp. 52-53)37, pero no es menos cierto que, como advierte Andioc, al gran autor del teatro barroco nunca se le confunde «con los Añorbes, Moncines o Zavalas, oponiéndose por el contrario su genio a la medianía de estos últimos»38. Y es que en muchas ocasiones se ha pasado por alto que la crítica clasicista en el dieciocho es fundamentalmente una crítica 'normativa', puesto que se halla orientada a delimitar aciertos y errores en busca de modelos de imitación; una crítica que, como se ha observado de modo atinado, «aspira, a la vez que a valorar justamente una obra, a servir a la causa de la reforma dramática, enseñando qué es lo que se debe y lo que no se debe imitar»39. A ello hay que añadir que la neoclásica no es de ningún modo una crítica unívoca y que algunos preceptistas, a la hora de juzgar a nuestros autores áureos, pusieron más énfasis en un aspecto que en otro, estableciendo prioridades y criterios jerárquicos de valoración diferentes. Desde esta perspectiva, pues, junto con las objeciones que el modelo calderoniano despierta en la crítica dieciochesca, se valoran de modo positivo otros aspectos de su teatro. Como mero muestrario de esta parcial valoración, basta recordar que Luzán percibe en el popular dramaturgo a un hombre de portentoso talento, dotado una gran habilidad para la construcción de estructuras dramáticas en condiciones de despertar el interés del espectador, «teniendo dulcemente suspenso al auditorio»40, mientras que Clavijo, quien traza un cuadro despiadado de los autos calderonianos, reconoce que el escritor se halla dotado de «una gran invención» y que presenta «mucha pureza en el lenguaje y una facilidad de versificación que pocos han igualado»41. En esta misma línea, que insiste en las virtudes del modelo calderoniano, el literato partenopeo pone en evidencia los aciertos del gran comediógrafo. En su opinión, además de poseer una imaginación fecunda (SCT, VII, p. 53), el afamado dramaturgo:

«non cedeva allo stesso Lope nell'armonia della versificazione; maneggiò la lingua con somma grazia, dolcezza, facilità ed eleganza; seppe chiamar l'attenzione degli spettatori con una serie di evenimentí insapettati che producono continuamente situazioni popolari e vivaci».


(SCT, VII, p. 53)                


En estas consideraciones resuenan los ecos de varias ideas dominantes en el campo de la crítica clasicista: así, por ejemplo, al igual que Clavijo, se resalta el virtuosismo en el plano de la versificación y la gracia y la elegancia de la lengua, mientras que, siguiendo el juicio de Luzán, para quien Calderón «sirve y sirvió de modelo»42, Napoli Signorelli pone el énfasis en el lenguaje ameno y en la nobleza de la locución, como así también en el acierto en la construcción y solución del enredo, logrando mantener el interés del espectador a través de situaciones vivaces y eficaces. Ahora bien, si algunas de estas apreciaciones reconocen una estimable presencia en la crítica del período, mucho más interesantes nos parecen sus observaciones sobre las razones que habían llevado a una lectura interpretativa equivocada de la obra calderoniana. En este sentido alude a los errores de interpretación que algunos críticos han cometido al aproximarse a la obra del célebre autor, advirtiendo que, para juzgar y comprender el valor de un autor dramático, es necesario «saper trasportarsi al di lui secolo» (SCT, VII, p. 54). Por tanto, nos dice el hispanista italiano con juicio, la producción calderoniana debe enmarcarse en el contexto histórico-cultural en que ésta fue concebida y se forjó y no ser valorada, como era común en aquellos decenios, a partir de las costumbres o de las ideas vigentes de un determinado momento histórico, aflorando de modo evidente la vena 'historicista' que recorre gran parte de su obra, deudora de la concepción viquiana del desarrollo histórico de los pueblos y las naciones.




Las comedias de capa y espada: fuentes hacia un repertorio teatral

Mucho más importante que su escueto y poco novedoso análisis de los autos calderonianos (SCT, VII, pp. 54-57), en cuyos comentarios resuenan las palabras de Clavijo y sobre todo las de su amigo Nicolás Moratín, son sin duda las apreciaciones que el crítico italiano traza de los dramas históricos en los que resalta el tono trágico (agrupados por él bajo el nombre de favole istoriche) y los comentarios que dedica a las comedias de capa y espada, género que a los ojos de los neoclásicos aparecía como mucho más regular que otros y por tanto, ofrecía mayores posibilidades de adaptación, previas modificaciones y arreglos, a los escenarios del XVIII. En su apartado dirigido a comentar las 'fábulas históricas' de Calderón (SCT, VII, pp. 57-80), el napolitano acaba ciñéndose principalmente a algunas piezas que exhiben un indiscutible carácter trágico, como La hija del aire o El Tetrarca de Jerusalén. Aunque enjuicia de modo positivo el trazado de algunos caracteres que modelan las tragedias calderonianas (Herodes, Mariane, Semíramis), Signorelli establece un cuadro no muy alentador de estas piezas, «ove per lo più vollendo esser tragico, grande, sublime, diventa turgido, pedantesco, puerile» (SCT, VII, p. 80)43. Distinta es la visión que traza sobre las comedias de capa y espada, en las que el napolitano percibe mayores aciertos (SCT, VII, pp. 80-87), puesto que para él presentan «ai sagaci osservatori un numero di situazioni interessanti, colpi di teatro curiosi disposti acconciamente, regolarità maggiore, stile più proprio del genere, e dialogo quasi sempre naturale» (SCT, VII, p. 80; subrayado mío). No cabe duda de que, a diferencia de lo que pensaba Estala, para quien «Calderón tenía un genio más apropiado para la tragedia que para la comedia»44, el hispanista napolitano duda de la esencia trágica de las piezas del dramaturgo y de su predisposición hacia el género serio, mostrándose en cambio en su opinión mucho más orientado hacia el universo cómico teatral, como le revelan las comedias, en las cuales el italiano percibe mayores niveles de perfección de estilo y de elaboración artística.

Merécese recordarse que ya Luzán en su Poética había trazado un elogio de las comedias calderonianas, indicando que en las de capa y espada hallaban «los críticos muy poco o nada que reprehender y mucho que admirar y elogiar», al tiempo que ponía de relieve que en esta vertiente cómica Calderón no había imitado, los pasos de Lope, demostrando por el contrario originalidad en la construcción del género, ya que «la invención, formación y solución del enredo complicadísima; las direcciones, las agudezas, las galanterías, los enamoramientos repentinos, las rondas, [...] la pintura exagerada de los galanteos de aquel tiempo y los lances a que daban motivo, todo era suyo»45. Arellano nos recuerda que en el XVII existe «la conciencia de un tipo de comedia especial, de tema amoroso y ambiente coetáneo y urbano, con personajes particulares y basada fundamentalmente en el ingenio»46. Ahora bien, si en el XVII Bances Candamo ya se refiere a estas piezas en las que «los lances se reducen a duelos, a celos, a esconderse el galán, a taparse la dama, en fin, a aquellos sucesos más caseros de un galanteo»47, es Luzán quien nos ofrece una mayor aproximación al género en la siguiente centuria, al aludir a las obras «en las que intervienen caballeros y damas, o personas inferiores, en su traje regular, que entonces era la capa y la espada de golilla en los hombres, sin los hombres, sin decoración ni mudanza de escena»48. El literato italiano retoma muchas de las consideraciones del preceptista aragonés, concibiendo a estas piezas centradas en el suspenso, en la acumulación de lances, en el juego del enredo y la perfección del juego teatral, como aquéllas en las que es posible reconocer «colpi di teatro curiosi disposti acconciamente, regolarità maggiore, stile più proprio del genere, e dialogo quasi sempre naturale» (SCT, VII, p. 80; subrayado mío), confirmando el interés que, como muchos de los exponentes del neoclasicismo, el napolitano guardó hacia este género cómico áureo. Situaciones interesantes, adecuados y certeros lances, equívocos y acertado juego de enredos para provocar el interés del espectador, estilo apropiado al género (a diferencia de las tragedias y los dramas históricos, como se ha visto en precedencia) y sobre todo 'mayor regularidad' de las piezas, debido a una parcial aplicación en ellas de las reglas de las unidades, son los principales rasgos que el crítico napolitano valora en estas obras dramáticas, muchas de cuyas representaciones, como él atestigua, tuvo ocasión de presenciar en compañía de sus amigos de la fonda de San Sebastián durante sus largos sus años en Madrid.

Ahora bien, debido a esta mayor adecuación a las leyes de las unidades, de modo especial a la de tiempo, y a la capacidad de «interesar a los espectadores o los lectores, y llevarlos de escena en escena» de la que hablaba Luzán49, fue la comedia de capa y espada uno de los géneros áureos más apreciados por la preceptiva neoclásica. Napoli Signorelli no fue una excepción y en este sentido no sorprende que aluda y enjuicie favorablemente algunas de las comedias que exhibían una mayor concentración temporal y por tanto una mayor adecuación a la unidad de tiempo, como Los empeños de un acaso, También hay duelo en las damas y Casa con dos puertas, mala es de guardar, donde en todas ellas el lapso temporal de la trama no supera los dos días. Entre las que mayor estima le merecen, el italiano señala Primero soy yo, y Garrote más bien dado (SCT, VII, p. 84)50, percibiendo en ellas la presencia de interesantes situaciones y un afortunado trazado de los caracteres. Casa con dos puertas, mala es de guardar y También hay duelo en las damas, al igual que Los empeños de un acaso, concebidas por Estala como 'casi perfectas'51, ofrecen para el literato italiano una adecuada situación del enredo y un estilo apropiado al género, lo que le permite mantener el interés del lector y del público (SCT, VII, pp. 80-81), mientras que detecta también lances apropiados y un hábil desarrollo del juego del enredo en Mejor está que estaba, aunque en este caso impugna la combinación de sacro y profano que exhibe la pieza (SCT, VII, p. 87).

El texto que ofrece mayor regularidad desde el punto de vista formal para el crítico partenopeo es Empeños en seis horas, puesto que en él se observa una mayor adecuación a las unidades de tiempo y acción, aunque el mensaje que la pieza transmite no se inscribe en la finalidad educativa y de defensa de la moral pública que para los neoclásicos debía guardar el teatro, acorde al principio horaciano de 'enseñar deleitando' que el italiano, por otro lado, no olvidará evocar en estas páginas. A pesar de este valorable esfuerzo por una mayor adecuación al precepto clasicista de las unidades, sin embargo, la fábula de la pieza atenta contra las reglas de la verosimilitud y el decoro, por lo que este mayor respeto a las unidades, es su conclusión perspicaz y novedosa, no se halla encaminado, pues, a garantizar un mayor grado de verosimilitud en la trama, sino todo lo contrario, ya que la atribuye al «desiderio di riuscire in una impresa aflora forse riputata difficillissima» (SCT, VII, p. 86)52. Una vez más Napoli Signorelli explicita su criterio selectivo y nos recuerda que él ha escogido las obras que considera más virtuosas, «degne di leggersi» (SCT, VII, p. 80), como así también, consciente de la popularidad de las que dichas piezas aún gozaban entre el público madrileño53, las que reconocían cierta presencia en los escenarios de la capital, y por tanto, arregladas según los preceptos y las directrices estéticas que había fijado el clasicismo, eran mayormente capaces de adaptarse con éxito a los escenarios del Setecientos, e incorporarse así al repertorio que ofrecía el drama neoclásico. Respecto al primer criterio, las elecciones del napolitano coinciden con la explicitada por otros exponentes del neoclasicismo, quienes valoraron con juicio el talento, la pureza en el lenguaje, la capacidad de generar el interés del público y la sabiduría artística en el desarrollo de la técnica del enredo que dichas piezas manifestaban54. Así, pues, ateniéndonos a las obras comentadas por el crítico partenopeo, es posible reconocer importantes concomitancias con las que aconsejan otros preceptistas a lo largo de la centuria, entre las que Empeños de un acaso y Primero soy yo destacan sobre las restantes por el número de coincidencias55.

Por lo que atañe en cambio al segundo criterio, es interesante observar que de las doce comedias que el italiano enjuicia favorablemente, siete de ellas (Casa con dos puertas..., El garrote más bien dado, No hay burlas con el amor, Los empeños de un acaso, También hay duelo en las damas, El secreto a voces, Mejor está que estaba) habían sido también recomendadas para su representación, previamente arregladas, por Bernardo de Iriarte en el Informe que había elevado en 1767 al Conde de Aranda. En dicho informe, cuyo encargo le había dado el presidente aragonés, como es notorio, Iriarte había realizado una selección de las comedias que desde la perspectiva neoclásica ofrecía menores desarreglos, escogiendo «aquellas que fueran las más correctas y que mejor se pudieran reformar»56 , siendo Calderón, con 21 piezas, el autor mayormente recomendado. El informe revelaba la importancia que los neoclásicos asignaban al teatro áureo como posible fuente para la definición de un repertorio teatral acorde a sus gustos y preferencias, ya que, previa corrección y depuración, según palabras de Iriarte, para adecuarla «a la verosimilitud cómica», acercando «en lo posible, las unidades a su debida observancia»57 , o sea arregladas según los cánones clásicos y ya purificadas lingüísticamente, podían acomodarse con éxito a los escenarios nacionales. Es muy probable que el italiano haya tenido acceso al citado informe o bien haya tenido ocasión de enterarse de algún modo de su contenido, a partir de sus círculos de amistades, y haya sido influido por este escrito, aunque no debe olvidarse que los criterios y las apreciaciones que el canario allí formula se hallaban a tono con los ejes del debate que imperaba en las tertulias madrileñas animadas por los componentes del círculo arandino y a las que el napolitano participó activamente. Sea como sea, no cabe duda de que en sus apreciaciones el italiano manifestó un indiscutible interés hacia posibilidad de adaptar algunas piezas dramáticas áureas a los cánones estéticos vigentes hacia la definición de un posible repertorio teatral acorde a las necesidades y las nuevas directrices que habían fijado los ilustrados. En este sentido, el italiano es plenamente consciente de que las piezas calderonianas, y de modo especial las de capa y espada, debido a su ‘mayor regularidad’ y sus mayores posibilidades de adaptación, ofrecían un caudal sumamente valioso y de sorprendente actualidad en dicha perspectiva.




Conclusión

Al igual que no pocos preceptistas neoclásicos, Napoli Signorelli percibió en Calderón virtudes y defectos. En este péndulo, que Cañas Murillo ha definido de «tira y afloje», transita la crítica del literato italiano58, refutando varios componentes de su fórmula teatral y revalorizando al mismo tiempo diversos aspectos de su amplia producción teatral, de modo especial las comedias de capa y espada en las que reconoce la definición de situaciones interesantes, una mayor regularidad y la presencia de diálogo natural y de un estilo más acorde al género. En dicha perspectiva, el napolitano en más ocasiones, como en la polémica que mantuvo con Nasarre, no dudó en enfrentarse a quienes pusieron en discusión el valor, las virtudes y la misma inspiración artística que habían modelado el teatro del Siglo de Oro, asumiendo una valiente toma de posición y polemizando con quienes ponían en discusión las virtudes y los aciertos de sus mayores exponentes, Lope y Calderón. En opinión del hispanista italiano,

«ad onta di tanti difetti di regolarità, di stile e di istruzione, le favole di Pietro Calderón de la Barca contengono molti pregi, pe' quali piacquero e piacciono ancora in Ispagna, e trovarono traduttori ed imitatori in Francia prima di Molière ed in Italia nel passato secolo. Chè se altrettanto non è concesso a tanti e tanti commediografi, bisogna dire che nelle di lui favole si nasconda un perché, uno spirito attivo vivace incantatore, per cui, secondo Orazio, sogliono i poemi ascoltarsi con diletto quante volte si ripetono. Egli è questo perché, questo spirito elettrico che sfugge al tatto grossolano di certi freddi censori di Calderón».


(SCT, VII, p. 87; subrayado mío)                


Napoli Signorelli, sin desconocer algunos defectos, exalta la vena artística del español, percibiendo que sus piezas revelan un no sé qué (un perché), un espíritu vivaz y encantador; un algo, como precisó Urzainqui, «de indefinible belleza, capaz de encantar a los públicos españoles y extranjeros»59, imponiéndose sobre los demás dramaturgos del XVII. Las consideraciones del hispanista napolitano, en las que no faltan las referencias en clave de dramaturgia comparada, revelan un valorable esfuerzo por precisar de modo más juicioso y menos apasionado la colocación del célebre comediógrafo, en quien percibe dotes de gran dramaturgo, por supuesto dentro de los marcos y de las concepciones que le consentían su estricta adhesión a los dogmas neoclásicos. Pérez-Villamil ha advertido con razón la «serenidad del italiano para justipreciar los claroscuros calderonianos»60. En este sentido el autor italiano se lamentaba que sus adversarios -Sempere y Guarinos, García de la Huerta y Llampillas sobre todo-, no reconociesen sus esfuerzos en difundir los méritos de la escena y de los autores áureos, máxime cuando, atestiguaba el crítico, muchos de los que lo criticaban o enjuiciaban de modo desfavorable, no habían leído los textos o ni siquiera habían visto las representaciones de las obras a las que él o, incluso, ellos mismos aludían.

No dejan de sorprender en estas páginas algunas ausencias significativas, como las de La cisma de Ingalaterra, Los cabellos de Absalón o La dama duende, modelo arquetípico esta última de la comedia de capa y espada, por citar los casos más emblemáticos, como así también las escuetas palabras dedicadas a textos claves, como La vida es sueño, por citar otro ejemplo paradigmático. Con todo, somos de la opinión de que inestimable fue la labor de difusión que el italiano acometió a través de su Storia critica, en España, pero fundamentalmente en Italia, resaltando allende los Pirineos los valores y las virtudes del teatro áureo, colaborando a su mejor conocimiento, libre de prejuicios y de lugares comunes que en aquellos decenios habían identificado en el teatro barroco y de modo más acusado a Calderón como uno de los máximos responsables de la decadencia por la que atravesaban los escenarios del XVIII. Es en dicha perspectiva, según nuestra opinión, en la que deben ser leídas y estudiadas las amplias páginas que el hispanista napolitano le dedicó al drama calderoniano.






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