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«La última línea de la sinopsis introductoria escrita en latín revela que la Égloga fue patrocinada por la Iglesia, y puede interpretarse, si no está patente, que la pieza se representó en la misma Catedral. Esto se halla confirmado en parte por el hecho de que la pieza tiene también una canción, Et homo factus est, cantada con el acompañamiento de un órgano: "Aquí se han de fincar (v. 460)". La última oración sugiere asimismo que la Égloga fue representada en una iglesia donde fácilmente se disponía de un órgano. En cambio, también sabemos por medio de los documentos del Cabildo que en diversos años se contraían plataformas especiales para que el órgano pudiera llevarse a hombros fuera de la Iglesia. De esta forma podrían haberse representado en las plazas con el adecuando acompañamiento musical» Lihani (1973: 39-40). Cañete (1867: lxxxiv) percibió que esa acotación al final de la Égloga o Farsa del Nacimiento («Aquí se han de fincar de rodillas todos cuatro y cantar en canto de órgano») manifiesta la estrecha relación de las piezas con la Iglesia, pero hay que tener en cuenta las atinadas observaciones a este respecto de Hermenegildo (1990: 126-27), para quien este canto de órgano se trata de un sinónimo del canto polifónico.

 

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No es esta la única pieza en la que se encuentra esta expresión; en el Auto del Testamento de Cristo, editado por Buck (1937: 80) en el comienzo de la pieza se puede leer: «Hecho a deboción de la Sancta Yglesia de Toledo que lo mandó componer en el año de 1582». El Auto sacramental del juego del hombre del Licenciado Juan Mejía de la Cerda, escrito en 1625, presenta la misma fórmula: «Feliciter incipit sub censura et correctione Sanctae Matris Ecclesiae Catholiçe R[o]manae» (Imbert 1915: 241). Idéntica expresión se encuentra en el Auto del divino Isaac de Felipe Godínez que hallamos en el censo de autos sacramentales que emprendió Alenda (1917: 364-69).

 

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Puede verse una recopilación de los juicios de la crítica en Hermenegildo (1975: 126-32). Estoy de acuerdo con el autor de este estudio en la fuerte impregnación cortesana del personaje; hasta tal punto es cierta que en su parlamento incluye el autor una de las obras que más características me parecen del mundo cancioneril cortesano, una Definición de amor, que tiene ilustres precedentes en Manrique, Cartagena, Tapia o Encina (García-Bermejo Giner 1996b). Las pullas y la cobardía que le alejan de la órbita cultural de la realidad para aproximarlo al mundo del soldado fanfarrón puede que no sean tan claramente muestras de la personalidad literaria que adorna al miles gloriosus, como se desprende de Joly (1982: 247-67) acerca de la costumbre de echarse pullas; además recuérdense las peculiares coordenadas del humor cortesano con Bouza (1991: 63-98). Puede verse una exposición de razonamientos contraria a suponerle al personaje esa ascendencia en López Morales (1968: 192-97).

 

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No es el momento de trazar un esquema actancial de las dos piezas bautizadas con el término quasi comedia; una sucinta exposición de los fundamentos en que se basa este análisis de la pieza dramática en Ubersfeld (1989: 48). Lo evidente es que el personaje que no pertenece al mundo de los protagonistas incide sobre la acción del sujeto protagonista, erigiéndose en una fuerza que secunda la atribución de un bien al protagonista.

 

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No quiero dejar de consignar aquí la existencia de un razonamiento de Sito Alba (1983: 192), en cierto sentido inverso al mío. Partiendo del texto de Benvenuto da Imola citado anteriormente, encuentra en la mezcla de personajes una razón para el empleo de quasi comedia por parte de Lucas Fernández, al que, con Hermenegildo, añade como motivo coadyuvante no ser feliz el final para todos los personajes. Pero más adelante defiende el carácter tópico del personaje del soldado (195) y afirma que las piezas tienen un fin feliz (194).

 

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Prefiero este término, a pesar de no ser el de uso más extendido entre la crítica, al de primitivismo. Lo tomo de las reflexiones que Brook (1986: 13, 15) acumula en torno a las distinciones que separan una práctica teatral consagrada de una que pretende llegar a una inalcanzable forma perfecta. En ese estadio de experimentación, de recopilación de recursos, temas, de afán por hallar esa forma perfecta que ya se había alcanzado en otras parcelas de la literatura medieval, a ojos de sus cultivadores, creo que se encuentra el drama de nuestros prelopescos: «En un teatro vivo nos acercaríamos diariamente al ensayo poniendo a prueba los hallazgos del día anterior, dispuestos a creer que la verdadera obra se nos ha escapado una vez más. Por el contrario, el teatro mortal se acerca a los clásicos con el criterio de que alguien en algún sitio, ha averiguado y definido cómo debe hacerse la obra [...] Un teatro vivo que pretenda mantenerse aislado de algo tan trivial como es la moda no tarda en marchitarse». Se podrá argüir que las reflexiones de Brook están referidas al mundo de la representación, de la conversión de un texto en aquella polifonía de signos de la que hablaba Barthes, pero ¿hasta qué punto no actuaban de igual modo aquellos autores para quienes los asuntos representables no se reducían a temas emanados de aquellas escenas de pastores amplificadas y de un motivo pastoril? ¿Acaso no reflejan estas obras la consuetudinaria preferencia por temas, formas y modos que pertenecen al mundo de la fiesta caballeresca? Este teatro está vivo, tiene deseos de progresar hacia formas más complejas y por ello más eficaces de expresión; llamarlo primitivo es dejarnos llevar por un anacronismo y subjetivismo semejante al de quienes censuraban la presencia de obscenidades e inmoralidades en los introitos de los pastores; la tensión dramática en cuanto elemento estructural que causa que todo segmento del texto o de la escena no tenga valor en sí mismo sino en su proyección sobre el elemento siguiente hasta el final de la obra, es una concepción moderna del teatro, que no tiene por qué reproducirse en este teatro tosco, como recuerda Pavis (1984: 500-01).

 

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Las teorías de Jauss y su escuela sobre la teoría de la recepción nos recuerdan la decisiva participación del público, lector u oyente, en la configuración de géneros, la explicación de formas, los auges y las desapariciones de temas y expresiones; también la sociología de la literatura ha interpretado el fenómeno de la comunicación literaria, sea mediante la lectura, la audición o la contemplación, como un acto destinado a satisfacer una necesidad de consumo. Ahora bien, ninguna de las dos corrientes se plantean un año cero de expectativas, un momento inicial como supuestamente fue el caso del teatro de los salmantinos, en el que ex nihilo se desarrolló un público que tenía una concepción del drama y sus personajes muy lejana a la que impondrán estos dos dramaturgos.

 

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Véase el artículo de Infantes de Miguel (1996), en el que se recogen planteamientos e ideas para la prosa áurea que son aplicables casi punto por punto al teatro prelopesco.

 

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En el fondo de trata de una idea compartida por todos los críticos que se han aproximado a cualquier obra prelopesca de los primeros años del siglo XVI, véase González Ollé (1966: 285).