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Gabriel INSAUSTI, El hilo de la luz

La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016, 76 págs.

Esa incapacidad para lo trivial con que la vida se venga en el hombre profundo.


Escribir como ese organista que se esmera sobre el teclado en un templo vacío.


Ante un acto puro, el hábito mezquino de buscar motivos.


Si la imaginación no reverbera, se disipa.


Hay lealtades que asustan más que cualquier traición.


La belleza es un camino que finge llevarnos a alguna parte.


La vida es un juego cuyo objeto consiste en averiguar cuál es el objeto del juego.


El defecto de la pereza tiene la virtud de que nos disuade de cultivar otros defectos.


Cuando ve el concepto entrar por la puerta, la realidad huye por la ventana.


Toda arte que no regresa a la vida es fatuo. Todo arte que antes no se ha ido es redundante.


Es más búsqueda la de quien no sabe qué busca.


Solo quien vive en el pensamiento añora una vida de sensaciones.


La levedad exige la más pesada de las disciplinas.

Todas las opiniones son respetables salvo esta.


Dos partidarios de ideologías opuestas tienen más probabilidades de coincidir que un partidario de una ideología y un amante de la verdad.


Poco ambicioso es el proyecto que no fracasa.


Se escucha un consejo como se lee un libro subrayado por otro.


En el amor, todo lo que no es excesivo es insuficiente.


En grandes dosis, el desencanto es un virus. En pequeñas, una vacuna.


Los principios fundamentales son esos que nos cuesta aceptar en nosotros pero queremos suponer en los demás.


La diferencia entre el pesimista y el cretino estriba en que el segundo se alegra de tener razón.


La belleza es una promesa que siempre queda pendiente.


El buen maestro enseña a no tener maestros.


Una de las mejores declaraciones de amor consiste en reconocer que el otro ha supuesto el fin de una autarquía.