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Entre Bécquer y una mujer desnuda: la poesía erótica española antes del Modernismo

Katharina Niemeyer


Universidad de Hamburgo



Desde sus inicios, la relación entre poesía y Eros ha sido a la vez intensa y difícil. Como toda expresión de lo erótico, también el poema erótico tiene que enfrentarse con los discursos sobre el erotismo y el sexo vigentes en su tiempo y lugar: códigos que el poema puede afirmar o transgredir, pero nunca derogar. Además, ha de resolver dificultades que se plantean a la comunicación específicamente poética del erotismo, ha de definir el lugar de la comunicación erótica en el marco de las concepciones estético-poetológicas de la época y ha de recrear un lenguaje poético-erótico correspondiente.

A veces, estas dificultades tienen que haber parecido insalvables. Es así como dentro de la compleja y todavía poco estudiada historia del erotismo en la literatura española1, destaca la poesía de la segunda mitad del siglo XIX por la escasa presencia del tema. Sólo hacia finales del siglo se creó, como bien se sabe, una poesía que con más vehemencia que nunca se presenta y entiende como expresión de lo erótico. Este resurgimiento del erotismo halla su apogeo en el Modernismo, pero comienza antes. Se produce en un complejo entramado de procesos históricos, socio-culturales lo mismo que literario-poéticos. Corre parejas con la proliferación de los discursos científicos sobre la sexualidad y la invasión de manifestaciones eróticas y pornográficas en otros géneros literarios y ámbitos culturales. Esta «ola de erotismo» -patente en revistas como La saeta (1890), la fundación de music-halls, los espectáculos en los cafés-cantantes y cabarets, las colecciones de fotografías «picantes» y la enorme producción y recepción de novelas «galantes» etc.-, es, como ha observado Serge Salaün, un fenómeno de consumo cultural masivo que señala la inquietud de la época por el cuerpo y acompaña las aspiraciones a la modernidad económica y sociocultural de la sociedad española, cuya moral dominante empero sigue siendo la represiva de antes2.

Desde el código literario y poético vigente, que se atiene a un concepto de la modernidad social y estética muy decimonónico, se formulan varias respuestas a este contexto histórico, pero también era posible seguir callando el tema -piénsese sólo en la poesía regionalista de Vicente Medina y José María Gabriel y Galán o en la no mucho menos a-erótica de José Sánchez Rodríguez. Por su parte, el Modernismo, que en su afán por crear una poesía moderna a la altura del tiempo (europeo) se señala por la ruptura con las normas poéticas vigentes, asume la condición particular de la modernización española y hace suya la posición ambivalente de la modernidad estética frente a la económica-social y técnica, con tal de que resulte moderna3. De ahí que exprese la inquietud de la época por el cuerpo con intenciones distintas y hasta subversivas de las que hasta entonces se habían concretado. En suma, la apropiación de lo erótico en la poesía española de finales del siglo XIX y principios del XX se caracteriza por su variedad, variedad que responde a las aspiraciones y expectativas contradictorias de su tiempo.

Ahora bien, el resurgimiento del erotismo en la poesía española finisecular tiene una fecha precisa: 1890, año de la publicación de Himno a la carne, de Salvador Rueda, una serie de sonetos en los que el yo lírico narra momentos sucesivos de un encuentro con su amada que culmina en la cópula sexual:


   Ya en el altar estamos; amoroso yo ciño
tus prodigios de belleza: arde bajo mis
labios tu cabeza como un volcán hirviente y
luminoso.
[...]
   De nuestras almas se desgarra el velo en
torrentes de gloria estremecida y olas de
luz con que se baña el suelo.
   Fuego brota la atmósfera encendida,
nuestros besos de dicha junta el cielo,
pasa el amor... ¡Qué tétrica es la vida!4

Ya en años anteriores, en Andantes y alegros (1877) y Cromos y acuarelas (1878), de Manuel Reina, y en De los quince a los treinta (1885), de Ricardo Gil, se habían dado asomos de una revaloración de los deseos y goces del cuerpo. Pero ellos nunca llegan «a mayores» y se limitan a retomar tradiciones poéticas conocidas, ya la anacreóntica, ya la romántica de la defensa de los placeres como protesta contra el mundo burgués y alivio momentáneo del hastío que acosa al héroe romántico: «El mundo es una farsa / gocemos sin cesar / que sólo los placeres / y vicios son verdad»5. El hecho de que tales poemas fueran censurados por tratar lo inmoral en textos de mejor forma y colorido6, demuestra cuán problemática era la tematización del cuerpo para la poesía (publicada) de la época.

La escasa y muy velada presencia del erotismo en la poesía de aquellos decenios -que a su vez contrasta con la implícita «saturación del erotismo» en la novela realista7-, se explica sólo en parte por el peso de la moral burguesa de la Restauración8. Se debe también a la poética subyacente, que entiende el poema como la comunicación unívoca y, desde luego, correspondiente a las reglas del arte y del «buen gusto», de lo generalmente válido -la clásica trias de lo verdadero, lo bueno y lo bello-, de lo típico para la época y de los problemas e ideas que conmueven a la sociedad contemporánea (burguesa)9. Detrás de este concepto se trasluce el problema de la posición y función del arte dentro del proceso de la Modernidad, es decir, el proceso de diferenciación y autonomización de las distintas esferas de valores que configuran en conjunto la racionalidad moderna. En la medida en que arte y erotismo -la otra racionalidad frente a la cognitiva-instrumental y la evaluativa-práctica- se independizaron de sus obligaciones para con la totalidad de los sistemas sociales, quedaron relegados al ámbito de lo privado, de lo particular, de la subjetividad10. Para compensar esta marginalidad, cuyo poder subversivo a todas luces no querían o podían ver, la poesía de Campoamor y Núñez de Arce, Manuel del Palacio, Emilio Ferrari, Antonio Fernández Grilo y tantos otros se apropió, sin dejar de revindicar una actitud de recepción estética, precisamente de aquellos aspectos de la realidad moderna que en la opinión común del público enfocado eran socialmente relevantes, «transcendentes». Así pues, también por ser entendido como deseo e imaginación del individuo que no apunta a otra verdad fuera de la suya, el erotismo subjetivo no tenía lugar ni en la poética ni en los textos de estos autores.

Dentro de este panorama, las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer ocupan una posición particular. Desde luego, no son poesía erótica propiamente dicha. La «mujer ideal», una y otra vez evocada en las Rimas, resulta ser, como lo explicó Juan María Diez Taboada en su ya clásico estudio sobre el tema11, la mujer fantasmal, inaccesible, desprovista de toda corporeidad y, también, de la capacidad de amar. Mas, no obstante su intangibilidad, esta mujer aparece rodeada de tensiones eróticas. Ella es la otra mujer, que como tal nunca deja de apuntar hacia lo que en ella se manifiesta como ausencia: el cuerpo (piénsese, entre otras, en la Rima XI): ella es objeto de deseos de unión no menos que la «mujer real» presentada en tantas otras Rimas, una unión de tintes neoplatónicos que se cifra en el tocarse, en el beso, es decir, en un acto erótico que por imposible no es menos anhelado.

Pero el objeto del deseo no es sólo la mujer, sino también -y todavía más- la Poesía. Y así como la mujer ideal, «cendal flotante de leve bruma», es «la hija ardiente / de una visión» (Rima XV), para la cual el yo lírico siente «un ardiente deseo» y la atracción de «un abismo» (Rima LXXIV), la Poesía es «ardiente nube», «fuego» y «llama» (Rima V), estrellas que parecen «ardientes / pupilas de fuego», en cuya luz el yo lírico quiere anegarse, fundirse en un beso (Rima VIII). La tradicional identificación de la mujer con la Poesía12, se sustenta así en la analogía entre deseo erótico y creación poética. De este modo, las Rimas no se limitan a erotizar la creación poética y sus objetos, o sea, la Poesía y el texto poético que la expresa, sino hacen vislumbrar al mismo tiempo que erotismo y poesía son el lugar propio -y único- del sujeto (moderno) en su búsqueda de unidad consigo mismo y el otro, lo otro.

Sus contemporáneos no las entendieron así. Algo tal vez sospecharon, al criticar la desmesurada subjetividad y la intranscendencia de la Rimas13 pero por lo general vieron en Bécquer al poeta del amor puro, del erotismo convenientemente sublimado, lo que se debió básicamente al lenguaje de las Rimas. No obstante su acercamiento a un léxico -y temas-«materialistas»14, para la expresión del cuerpo y del erotismo del deseo, Bécquer -que en su poesía «secreta» sí emplea una terminología unívoca, por no decir pornográfica15- utiliza en esta poesía concebida para la publicación el código de la poesía amorosa elevada, cuyas posibles connotaciones eróticas ya no estaban muy a la vista ni se perfilan unívocamente en los contextos dados. Su lucha por la expresión poética, por captar lo inefable, es una lucha erótica, no una lucha por la expresión erótica. Se detiene justamente ante lo que en su época se consideraba lo indecible por excelencia ante el público lector general: los deseos del cuerpo.

Todos los poetas españoles de finales del siglo respondieron de alguna manera a la poética y al imaginario de las Rimas16. Es así como en la primera poesía erótica de Rueda la relación intertextual con las Rimas está bien patente. Esta es rastreable. Sin embargo, no sólo en los versos que exponen los aspectos emocionales y espirituales del encuentro con la amada -el soneto VII de Himno a la carne. «Azules como el humo vagoroso / son tus ojos de luz, querida mía / y abismado en su vaga poesía / he pasado mi tiempo más dichoso», recuerda a las Rimas XII y XXI-, sino también en la expresión de la experiencia de Eros: el soneto final, ya citado, retoma evidentemente la Rima X. La cosmologización del acto erótico, intención fundamental en Himno, remite así a la cosmologización del amor y del beso presente en la Rimas, mas con la diferencia de que en la poesía de Rueda apenas se da el componente subjetivo, intimista e «intranscendente» tan fuerte en Bécquer17.

El resurgimiento del erotismo en la poesía española del siglo XIX empieza, así pues, no como subjetivización, sino, al contrario, como universalización del Eros, como rescate de lo más bello, noble y sagrado de la vida, acto sublime en el cual se fusionan cuerpo y alma, hombre y naturaleza. La reelaboración de imágenes becquerianas en este contexto aparece como un medio para dar realce a esta visión, al igual que la recurrencia a los tópicos de la belleza y la inocencia de la antigüedad clásica, a un imaginario religioso -nunca blasfemo- y la cuidadosa elusión de expresiones lúbricas. Es decir, se integra en una concepción de la poesía que mantiene intenciones a fin de cuentas didácticas, transcendentes, pero ahora referidas a un asunto al que hasta el momento la opinión oficial de la época había vedado semejante tratamiento poético público. Es así como Himno... no sólo representa una de las primeras manifestaciones de lo que pronto iba a convertirse en la «ola de erotismo», sino que constituye además una de las respuestas mejor intencionadas, más serias y modernas -en el sentido de abiertas para el tema- que desde el código poético vigente podían darse a esa inquietud finisecular por el cuerpo y los deseos.

Con su visión a-problemática, supuestamente natural, bella y «sana» del erotismo, los poemas eróticos de Rueda ocupan un lugar singular en el panorama poético de los años 90, incomprendidos hasta por Juan Valera18. Otros de los llamados premodernistas -piénsese en La vida inquieta (1894), La canción de las estrellas (1895) y Poemas paganos (1896), de Manuel Reina, y en La caja de música (1898) de Ricardo Gil- seguían siendo mucho más velados en la descripción del cuerpo y del placer y, sobre todo, respetuosos de la convencional separación entre el deseo camal y el amor puro, diferencia que configura el tema de no pocos de sus poemas. Y aunque, en el caso de Reina, la descripción preciosista de elementos eróticos, cifrados en la figura de la cortesana seductora, ocupa bastante espacio, el yo lírico nunca sucumbe a su tentación ni deja de indicar la conveniente valorización moral19. Ella también va implícita en los poemas del amor puro, donde destaca la presencia de Bécquer, mejor dicho, de la lectura convencional de las Rimas, sobre todo en cuanto a la imagen de la mujer y, en los poemas de Gil y Paso, en el empleo de un lenguaje poético de tono menor. Así pues, el deseo erótico queda fuera, tanto de su concepción del sujeto (poético) como de su visión de la poesía, que no obstante la mayor obligación para con la expresión de la subjetividad, mantiene la finalidad de apuntar hacia lo bueno, lo bello y lo universalmente válido.

Ello vale asimismo para la poesía erótica de Rueda, quien a partir de 1900 vino a reforzar su línea inicial, entre otras cosas como respuesta a la visión inquietante y melancólica del erotismo que entretanto empezaban a expresar los jóvenes modernistas españoles: «Sed, caderas que iguala la armonía / santo molde de razas inmortales: / sed, labios, aromáticos panales, / donde los besos zumben de alegría»20. En este empeño recurre cada vez más al concepto de la natura naturans, para ensalzar el impulso erótico humano como manifestación de ella, y a la mezcla de un léxico entre colorista-sensorialista, artístico y científico con el tradicional código de la poesía amorosa elevada. Esta mezcla es aplicada indistintamente a las diversas partes del cuerpo femenino, incluso las más pudibundas: «Los fémures gallardos, que se ajustan / a la rótula espléndida, y acaban / junto al dintel rosado del misterio / parecen de un antiguo intercolumnio / dos fragmentos sagrados [...]»21. Su búsqueda de un lenguaje erótico-poético adecuado a la «belleza» y «transcendencia» del asunto, de resultados a veces involuntariamente cómicos, empero nunca afecta el concepto de la poesía en cuanto tal. Es así como establece la relación entre Poesía y erotismo justamente al revés de lo que insinúan las Rimas: en cuanto manifestación de suprema armonía, «la poesía» puede convertirse en metáfora para la unión erótica de los amantes: «Si somos dos estrofas de iguales rimas / ¿por qué no unir, amantes, nuestras dos formas, / y hacer de dos estancias un sólo poema / calcando los dos cuerpos en una estrofa?»22.

Mucho más cerca del imaginario decadentista finisecular -en cuanto a la importancia psíquica del erotismo y las figuraciones de la mujer- se halla el poemario Mujeres (1897) de Emilio Fernández Vaamonde, una serie de «semblanzas» de distintos tipos de mujer observados o imaginados por el yo lírico masculino. Especialmente significativas son los poemas en los que se revelan las ambigüedades de la sexualidad femenina, tan discutida en aquellos años23, la presencia simultánea de pureza y sensualidad desbordante, de castidad exterior y deseos recónditos: «Te vi cruzar austera / entre la loca multitud liviana», pero «[...] a solas sin jueces ni testigos / ni asechanzas / a ti misma te entregas soñadora / y con la propia posesión te embriagas»24. Como ya era obligatorio, al relacionar la propia poesía, «mis himnos», con la imagen de la mujer presentada en ella, se recurre a fórmulas becquerianas: «Creación febril acaso que vislumbró el deseo. / tangible y palpitante te logra mi pasión: / quimera del espíritu, soñarte es mi recreo:»25. Pero otra vez se invierte la relación poesía-erotismo implicada en las Rimas: la poesía es erótica no por ser ella objeto del deseo, sino por el carácter de su tema. Con su particular tratamiento de éste -el yo lírico a menudo se limita a describir y ensalzar, con ciertos toques de crítica social, las libertades eróticas que se toman o imaginan las mujeres: «no hay en tu amor el sórdido egoísmo / de la esposa en brazos del esposo [...] y la pasión derramas voluptuosa / como su lumbre el astro peregrino»26 este poemario con su lenguaje poético entre convencionalmente bello y decadentista- lúbrico concuerda con el tenor de aquellos discursos contemporáneos sobre el erotismo que pronto se iban a cristalizar en las novelas de Felipe Trigo y Antonio de Hoyos y Vinent. Asimismo los poemas eróticos de Salvador González Anaya en Medallones (1900) se inscriben en este contexto, siguiendo la línea exotista de la recreación de la antigüedad greco-romana, ya no en la versión de Rueda, noble y luminosa, sino en la de las Prosas profanas:


Arriba, en la penumbra, desnuda y esplendente,
la hermosa hija de Octavio contempla atentamente
la lucha, conteniendo de su lujuria el grito.
Se oprime el pecho... ¡a todos con sed de amor desea!
y mientras, como leona celosa, espumagea,
la ciñe por sus flancos su nubio favorito.27

Pero la relación que tales poemas -bastante apreciados por la crítica coetánea28- establecen entre poesía y erotismo, sí se halla en la línea de Rueda: lo erótico aparece como tema, un tema fundamental incluso, pero no más que uno entre otros sobre los cuales la poesía ha de decir algo válido y comprensible para el público lector general. Para ello requiere ciertas ampliaciones léxicas, proporcionadas en su mayoría por el código lingüístico elaborado de la época y, a veces, un aumento de metáforas, mas no necesita un lenguaje completamente distinto al poético convencional ni cambios sustanciales en la poética subyacente. Ella da cabida a la expresión del deseo erótico humano, separado de otros tipos de sentimientos, en el momento en el cual éste, cifrado en el cuerpo (femenino) y sus necesidades, se convierte en objeto de discursos públicos (masculinos), en «cuestión» de la época. Ello no significa sino la extensión de la racionalidad moderna hacia la esfera privada, un proceso de modernización que la poesía decimonónica con su obligación para con el progreso social, una vez entendido como tal, bien podía asumir.

Reanudada la relación entre poesía y erotismo, ésta desarrolló su propia dinámica. Y entre moralización, universalización «saludable» y psicologización -con cierta inclinación hacia la patología tan grata a la época- también se abría un vacío. E iban a ser los modernistas quienes lo aprovecharan. En su afán de modernidad y su resistencia frente a la creciente expansión de la racionalidad moderna -una modalidad de participar en el proceso de la modernidad29-, presentaron la esencial eroticidad de la expresión poética subjetiva, el Eros individual, irreductible, el Eros poético. En los poemas de Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez, fundamentalmente, las obsesiones eróticas -al principio fuertemente decadentistas y transgresoras con respecto a las concepciones vigentes de un erotismo «sano», posteriormente más y más sublimadas30- son siempre obsesiones poéticas, indisolubles de su escritura / lectura poética. No se habla sobre ellas, sino son ellas las que se sugieren a sí mismas en y a través de la particular textura del poema, reacio al consumo, a la generalización y otras opciones más o menos didácticas: «He visto en el agua honda / de la fuente, una mujer / desnuda... He visto en la fronda / otra mujer... Quise ver / cómo estaban los rosales»31. Por este camino iban a encontrarse, algún día, Bécquer y una mujer desnuda, Eros y Poiesis, para confundirse en la poesía contemporánea.





 
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