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Epistolario

Ángel Ganivet




ArribaAbajoPrólogo

Publico en este libro una parte de las cartas que me escribió mi inmortal y desventurado amigo Ángel Ganivet. Con las restantes que poseo podrán formarse aún ocho o diez series como la presente.

Para formar este libro no se ha hecho selección ninguna; sencillamente se han sacado unas cuantas cartas del legajo en que se contienen todas, y sólo se ha dejado de imprimir la parte de ellas que, por referirse a sucesos familiares, no ofrece interés para el público.

En realidad, este volumen no es más que una muestra de la que será el Epistolario completo de Ganivet, obra incomparable, en la cual se contiene lo más íntimo y lo mejor del alma del grande hombre desconocido.

Bueno sería explicar al público algo de la vida de Ganivet. Me creo obligado a hacerlo, pero no en un prólogo, sino en un libro largo. Para satisfacer la necesidad que hay de prólogo en toda colección de cartas íntimas, copio a continuación unas cuartillas leídas por mí en el Ateneo de Madrid al comenzar la velada con que, en el curso actual, se conmemoró el aniversario de la muerte de Ángel Ganivet.

Esas cuartillas dicen así:

«Voy a contaros, en las menos palabras que pueda, una historia rara y maravillosa: la vida de un hombre bueno, de un hombre sabio, de un hombre humano, de un hombre libre. Voces más elocuentes que la mía loarán sus obras escritas, ensalzarán la grandeza de su pensamiento, reflejarán el aleteo de su inspiración y os dirán cómo si existe una España joven, robusta, pensadora, valiente y capaz de redimirse por los hechos y por las obras del espíritu, el alma de esa España debe identificarse con el alma de Ángel Ganivet, el filósofo, el poeta, el patriota, el inmortal.

Yo, señores, fui el amigo más íntimo de aquel grande hombre, y lo digo con la orgullosa humildad o con la altiva modestia con que el pobre pegujalero de la Mancha, nuestro sabio amigo Sancho, cuando llegase a viejo y oyera hablar de su amo el caballero de los Leones, diría llenándosele la boca de amargura y de lágrimas los ojos: -¡Yo fui su escudero!...- Obligación de piedad fraternal cumplo hoy hablándoos tanto cuanto la emoción me lo permita de aquél que al llamarme hermano suyo, me concedió la más alta honra que de hombre alguno pienso recibir. Yo vi de cerca nacer su alma grandiosa; la vi ensancharse, crecer, tocar al cielo, perderse en la penumbra de lo desconocido, en aquella sombra de sombras que llamamos... no sé cómo, locura, insania, amencia, muerte.

Nueve años duró nuestra estrechísima convivencia, nuestra íntima comunión, que tengo la dicha de poder renovar a toda hora, pues casi siempre estuvimos separados por centenares de leguas, y nuestra comunicación fue epistolar, siendo las cartas que me escribió tan extensas, frecuentes y numerosas, que impresas formarían unos cuantos volúmenes, y reconstituirían a los ojos de los lectores el panorama de una existencia consagrada al recto pensar y al honrado sentir, de una existencia cuajada de bondad pura y compacta como tabla de mármol blanco, sin veta de egoísmo ni de bajeza. La noble biografía, mejor diré, psicografía, que en sus páginas trazó Ganivet, escribiendo al hilo del pensar, con la libertad de quien habla a una tumba, es deber mío publicarla, y no esperéis que cometa la profanación de intentar resumir en cuatro desmayadas cuartillas lo que debe ser leído en toda su integridad y con devoto y silencioso recogimiento. Tampoco sería posible, ni oportuno siquiera, querer hacer pasar por este ambiente en pocos minutos nueve años de vida fecundísima a cuya intensidad ningún otro hombre de estos tiempos últimos ha llegado. Acerca de estos grandes espíritus, que en sus obras se han entregado y ofrecido por completo a quien los leyere, como sucede con Miguel de Montaigne, con Ángel Ganivet... y creo que con nadie más, no es factible escribir menos ni mejor de lo que escribieron ellos mismos, porque hombres de tan alto linaje y de tan gigantesca talla, sin querer comunican su grandeza aún a los actos vulgares e íntimos de la vida y dan importancia y dignidad a cuanto palpan. Y así como, por ejemplo, en el divino poema homérico Agamemnón, el augusto monarca, despedaza una ternera sin perder ni un punto la nobleza mayestática de su continente, de igual modo, en ocasión memorable, alguien que nos oye y yo vimos a nuestro inmortal amigo, el autor del Idearium español, cortar, aderezar y guisar con sus propias manos la carne que había comprado para el almuerzo..., y hacer esto, que no había hecho nunca hasta entonces, con la misma nobleza, gracia y aplomo con que ya en aquella época adobaba y componía la prosa castellana, por él llevada al extremo de la jugosidad y de la vibración. Es decir, que para él no había pequeñeces y nimiedades..., o el mundo entero era una nimiedad. Era un hombre completo, como el pan bueno y sano: con su harina y su salvado y su acemite; todo era sustancioso en él, todo interesante.

Siendo así, bien se os alcanza lo difícil que es hacer en breves términos su biografía. Me contentaré, pues, con exponer desaliñadamente y sin orden lógico lo que se me vaya acordando para que tengáis de él una vaga idea.

Su figura y semblante... yo no sé cómo explicároslo. Sólo diré que la aventajada estatura, el imperio y prestancia del ademán, la gravedad benigna del gesto, la autoridad y proporción con que la cabeza, pequeña y bien redondeada, descollaba sobre los recios hombros y la absoluta naturalidad de todos sus andares, movimientos y posturas, imponían desde luego a quien le contemplaba por primera vez, la firme convicción de que aquel hombre era un hombre único y señero, distinto y desligado en todo y por todo de los demás seres humanos: un eslabón roto de esta servil cadena que humanidad se llama; era más, mucho más que el vulgar homo sapiens, codeado y despreciado aquí y allá diariamente. Por eso alguien, haciéndose cargo de la extraña y profunda impresión que el mirar a Ganivet producía, y de su calidad de tipo humano o superhumano de transición, dijo que parecía un antropoide gigantesco; y al decir eso daba a entender cómo era preciso colocarle más allá de los habituales linderos zoológicos: y yo tengo la evidencia de que si se le hubiese medido el cráneo, aquella caja huesosa tan bellamente modelada hubiera ofrecido un índice cefálico pasmoso, porque la desproporción que notaba quien le confundió con un antropoide era una desproporción inversa, determinada por un ángulo facial del mayor interés. No creo desvariar afirmando que era mi amigo un extraño ser precursor de razas futuras, en las que, por virtud de no sé qué misteriosas selecciones, llegarán a condensarse calidades y partes meramente humanas con otras de tipos zoológicos más antiguos y más fuertes. Así, bajo la frente unida, alta y serena, apenas combada, brillaban en su cara los ojos, unos ojos de corriente alternativa, que cuando se lanzaban sobre persona o cosa digna de atención la aprehendían llenos de ansia, como aprehenden los ojos del león la codiciada presa; y cuando vagaban distraídos parecían los ojos píos y llenos de ternura sobrehumana que naturaleza dio a los bueyes, fieles amigos del hombre.

Rompía la armónica serenidad del rostro una mandíbula inferior que avanzaba con insolente prognatismo, destacando hacia fuera los labios carnosos, de reposada comisura. Aquella quijada saliente, que mucho tiempo llevó acusada aún con mayor energía por espesa sotabarba a la marinera, daba al óvalo del semblante un aire de testarudez y un aspecto de rebeldía que resultaban no muy simpáticos para la gente de poco más o menos, pero que preocupaban a los hombres reflexivos y que arrebataban a las mujeres, reflexivas o no. Sobre unos y otras, sin querer y sin darse cuenta y sin hablar palabra, ejercía inexplicable e imperioso influjo, tal como debieron ejercerle todos los precursores y todos los Mesías. Se le escuchaba sin que él impusiera silencio; se le seguía ciegamente sin que ni sus palabras ni su gesto convidaran a ello. Cuando viajaba por España, en el tren le ocurrió muchas veces que le tomaran por viajante de comercio. Él lo contaba riéndose de sí mismo, y añadía que no se explicaba por qué era esto. Y no se lo explicaba por innata modestia; pues lo que pasaba era que, siendo él un hombre absolutamente natural y enteramente distinto de todos los demás de su tiempo y de su país, dondequiera que entrase o estuviera, tren o coche, posada o calle, procedía con tal desembarazo e independencia, que sus libres, alegres y sueltos modales contrastaban al punto con la hidalga e hipócrita tiesura y la necia afectación de que los españoles solemos dar muestras en cuanto nos hallamos unos en presencia de otros. Entraba y estaba en el tren como un viajante, porque entraba y estaba sin preocupación, sin la solemnidad propia de quien ejecuta un acto desusado, pues desusado es en los españoles de hoy el viajar, sino con toda sencillez y seguridad. Y así se hallaba en todas partes como en su casa, porque quizás el mundo entero no era demasiado ancho para casa suya; y mostrándose en él una cualidad de que presumo estará dotado el hombre más perfecto del porvenir, se adaptaba sin dificultad alguna a todos los climas y se encontraba tan a sus anchas en Sevilla en el mes de Julio como junto al círculo polar ártico en el mes de Diciembre. Y lo que le acontecía con los climas le acontecía con el ambiente físico y con la situación moral, es decir, que nada le cogía de sorpresa; y así en toda ocasión obraba como era prudente, reuniendo la sagacidad y cautela de Ulises al ímpetu y decisión de Aquiles, pues como el varón de Ítaca peregrinó Ganivet por remotas naciones, y en ellas habló sin dificultad sus idiomas, aceptó sin repugnancia sus costumbres y hasta reflejó en su rostro tan singular adaptabilidad, al punto de que en Amberes, según retrato que poseo, tenía el aspecto plácido y la traza bonachona y pachorruda de un celoso burgomaestre, y al trasladarse desde la pacífica y semiboba tierra de Flandes hasta la apartada y rebelde Finlandia, país de conjuración y de revuelta, adquirió su fisonomía no sé qué expresión misteriosa, vaga y profética, ennobleciéndose y transfigurándose hasta llegar a una de las más espirituales bellezas que varón alguno haya alcanzado. Cuando vino a Madrid de vuelta de Finlandia, en 1897, el cambio, mejor diré, el crecimiento de su personalidad había sido tan grande, que muchos no le reconocieron. Nada había ya en él de escoria humana. No andaba, ni hablaba, ni vivía como hombre. En la manera de responder, de fijarse, de marchar en una dirección, en la guisa y forma de reírse y de insinuarse, advertíase ya (esto, claro está que lo notamos a posteriori) una completa disociación de su yo respecto del mundo entero y aun quizás respecto de sus propias sensaciones. El hombre había desaparecido; pero su alma proseguía lanzando en torno suyo los resplandores más vivos, como esos planetas tan lejanos que su luz sigue llegando hasta nosotros y alumbrándonos y haciéndonos exultar de alegría muchos años después que ellos han muerto. ¡Oh, sí, muerto estaba ya entonces él, porque su cerebro, que madrugaba para despertar a su pluma, ya tenía pensado y hecho el libro incomparable de Los trabajos de Pío Cid, y hasta tenía trazado su testamento en la tragedia mística El escultor de su alma; porque siempre tuvo, y en repetidas ocasiones indicó, sin que yo, ¡torpe y ciego de mí!, le hiciera caso, el propósito de morirse CUANDO QUISIERA, y al personificarse él mismo en el conquistador Pío Cid, tuvo buen cuidado de tomar el nombre simbólico de ARIMI el de la muerte misteriosa, porque su pensamiento llevaba a su vida real lo menos tres años de ventaja; y ya en los últimos días de su existencia, cuando su verdadero yo andaba huyéndole, y la disociación, ¡caso terrible y cruel!, se convertía en enajenación completa, aprovechaba los pocos momentos que le quedaran de hallarse en posesión de sí mismo para escribir una página que cual depósito sagrado conservo, y en la que se ven, como a luz de relámpagos, los abismos del porvenir oscuro de la humanidad, en reducido Apocalipsis, a trechos confuso e indescifrable, a ranchos lógico y claro, con baconiana clareza.

Pero ya que he hablado de su rostro y figura, mortal, debo deciros algo de su patria y padres, de su vida exterior y de sus hechos.

Nacido en Granada1, o como él decía, "espíritu destructor salido de las cuencas diluviales del Dauro", vano fuera que buscásemos antecedentes psicológicos ni etnográficos en relación con su nacimiento. El nombre de Ganivet, que en catalán, provenzal, valenciano y castellano de las Partidas significa cuchillo, nos dice su origen por la línea paterna: los ascendientes eran de la fortísima casta catalana-pirenaica, del lado de allá de los Pirineos.


Yo soy catalán candongo,
injerto en godo silingo...,

me decía en unos graciosísimos versos que me escribió justificando las temporadas de pereza o letargo en que no hacía nada más que dejar crecer su pensamiento. Pero la candonguería que él trataba de disculpar no era sino esa calma reflexiva y meditabunda que es la mejor cualidad de los hombres del Pirineo: el silencioso esperar del cazador de gamuzas, tan contrario al desenfreno y desmandado alboroto que hoy algunos, pocos por fortuna, piensan ser carácter de aquella gente. De la misma raza provenía, la naturalidad de Ganivet, su llaneza y simplicidad infantil y una fogosidad interna que raras veces se manifestaba, pero que al romper hacia afuera les parecía extravagante a los hipócritas y a los novicios en el arte de respirar aire libre.

Por parte de la madre nos encontramos con un apellido casi puramente granadino y de rancio abolengo, Siles, y con otro que trasciende a castellano ricohombre, García de Lara. Lo castellano que en Ganivet había era tanto y tan bueno, que lo mejor de Castilla, el alma calenturienta de los místicos y el ardiente espíritu de los conquistadores, parece haber prolongado las raíces vivas de su tronco muerto a través de un terreno tan fértil y sustancioso como el suyo, y haber encarnado en aquel verbo, el más castizo, sano, oreado y multiforme que se escribió en el siglo XIX; porque tan español era, tan castellano de raza y de solar..., que no pudo vivir en España, en esta España derrotada, desfigurada y contrahecha, y para mejor hablar y escribir su grandioso idioma, aprendió con prodigiosa facilidad el griego, el latín, el sánscrito, el árabe, el francés, el inglés, el italiano, el alemán, el sueco y el ruso, como el gran señor que reúne piedras preciosas de todos colores y clases para estimar y avalorar en más los brillantes que adora, pule y acaricia; y para mejor amar a la patria sin ventura, vivió lejos de ella, horro de sus miserias y pequeñeces cotidianas, comprendiendo que lo grandioso no es amable sino contemplado de lejos, e iniciando con sus viajes y peregrinaciones esa provechosa disciplina que todos los países siguen, menos el nuestro, de conocer lo de fuera para apreciar mejor lo de casa. Por eso Ganivet, como el ingenioso hidalgo manchego, era optimista en el camino y pesimista en la posada; concebía siempre las más risueñas esperanzas al marchar, venía lleno de venturosas ilusiones al volver, y sólo al hacer asiento y morar en la casa que veía próxima a desmoronarse, caía alguna vez en triste modorra, de la que muy luego se despabilaba, no vayáis a creer que encontrándolo todo bien como Pangloss, el optimista por egoísmo y cobardía, sino como... como él solo, por generosidad y anchura de ánimo, por ese contentamiento interior, por esa robusta alegría que heredó de su ilustre paisano y maestro Fray Luis de Granada, a quien causaba tan grande regocijo el ver trabajar a una araña como el contemplar el concorde movimiento de todos los astros del sistema solar.

En fin, de la rama granadina, por el apellido Siles declarada, tuvo principalmente dos cosas: la gracia urbana y elegante en el decir, hija de la poética decadencia de los últimos árabes españoles, con cuyo refinamiento y pulidez apenas si podrían soñar los prosaicos decadentistas bulevarderos; y el amor al agua, amor que si en todo granadino es pasión desenfrenada, en Ganivet era entusiasmo reflexivo, pindárico. -Todo esto -solía pensar contemplando el panorama que ante los bermejos torreones de la Alhambra se extiende, -todo esto lo ha hecho el agua. El seguir las subterráneas venas de las escondidas fuentes y los ignorados cursos de los ríos pequeños, era, en su opinión, una de las ocupaciones más juiciosas y dignas en que debía emplearse el hombre. El sistema de riegos de Mecina-Bombarón, en la Alpujarra, le parecía cosa mucho más sólida e importante que todos los sistemas filosóficos, y contad que él los conocía todos. Cifraba su felicidad en sentarse junto a una fontana pura, como el otro Fray Luis, ya fuese la famosa fuente del Avellano, cuya sonora linfa cantará el nombre de Ganivet por los siglos de los siglos, ya fuese la fuente grande de Alfacar, que él mismo, después de haber recorrido toda Europa, proclamaba sin rival en el mundo. Y para que hasta en sus inclinaciones aconscientes hubiera algo de predestinación misteriosa, él, que amaba al agua más que a ninguna otra cosa del mundo, en el agua murió, en el agua del caudaloso Duina, triste y helada.

Referiros interesantes pormenores de su vida, que duró sólo treinta y tres años, como la de Cristo, como la de Garcilaso de la Vega, sería no acabar nunca. Lo menos importante será lo que digan los biógrafos probablemente: que Ganivet fue abogado y doctor en Filosofía y Letras, habiendo sido calificado como sobresaliente en todos los exámenes y grados; que fue por oposición archivero bibliotecario, y después ingresó, con el número uno, en la carrera consular, desempeñando cargos primero en Amberes, después en Helsingfors, en Finlandia y, por último, en Riga, donde murió. Todo esto no importa gran cosa, ni a él mismo le interesaba. Algo más curioso es el empeño que tuvo en ser catedrático de griego. Memorables fueron aquellas oposiciones en que Ganivet, que había empleado unos cuantos días (a veinte no llegaron) en la preparación, tuvo que luchar con un buen hombre que se había aprendido de memoria la Iliada, la Odisea y casi todos los poetas griegos, en Barcelona, dedicando a esta faena ocho o diez años, con jornada de más de ocho horas y sin descanso dominical. Claro está que el barcelonés, persona respetabilísima por otra parte, fue quien se llevó la cátedra. Y Ganivet decía: -La verdad es que no sabe el favor que me ha hecho; porque ¿cómo será posible amar a Homero teniendo que analizarle y traducirle a diario en clase? Tanto valdría estar casado con la Venus de Milo. -Y luego añadía: -¿Qué cara pondría una mujer un poco lista y espiritual que después de haberse enamorado románticamente de un hombre, y en un momento de expansión y deliquio, llegase a averiguar que el objeto de sus ansias era un señor profesor de lengua griega?...

Porque a él, del mundo, lo que más le preocupaba, sin duda, eran las mujeres. No sé yo cómo entrar en esta parte, la más interesante de su vida íntima, pero tan recatada y misteriosa que hubo en ella un secreto, el único secreto que me celó a mí, y que fue la principal causa de la tremenda crisis que le llevó a la tumba.

Pero, en fin, diré que de la humanidad las mujeres era lo que le parecía digno de atención. Respecto de los hombres, lo desengañó por completo el trato con algunos ejemplares escogidos, ya con un famoso abogado y hombre político, en cuyo bufete estuvo oscurecido algunos meses (¡tal perspicacia poseía y posee ese distinguido exministro y remendón de fracciones políticas desgarradas!); ya otro político y filósofo más afamado aún, a quien la potente originalidad de Ganivet, manifestada en un trabajo escrito, perturbó y trastornó de tal manera que, siendo ese ilustre varón por naturaleza y por oficio templado y tolerante hasta la afectación más empalagosa, al confrontarse con mi amigo, vimos surgir en sus ojos llameantes no sé qué reflejos de las pupilas de Torquemada, cuyo resplandor aún no se ha apagado y se ve aparecer como fuego fatuo, ora en ojos del púlpito, ora en ojos del Congreso. Ni los apóstoles oficiales de la tolerancia, ni los ministriles de la política de callejuela, podían entenderse con un hombre como Ganivet, en quien cada sensación de las que inadvierten o menosprecian esos señores provocaba series y mundos de ideas jamás concebidas y de raciocinios jamás coordinados. No era posible que hombres zambullidos en fangales viejos de convencionalismos seculares y amarrados de por vida a toda la mentirología politiquera, se aviniesen a conceder la beligerancia a un hombre natural como aquél que, después de una larga temporada madrileña de oficinismo, Ateneo, oposiciones e incumbencias de tejas abajo, total, de lucha estúpida, insalubre y mezquina, al llegar al campo una hermosa mañana de Abril, sintió tan formidable alegría repartírsele por todo el ser, que, lanzando salvajes gritos, se arrojó de bruces contra la tierra madre ¡y comió hierba!

No eran, no, los hombres quienes habían de comprender y amar a un hombre tan hombre. Comprendíanle y amábanle y seguíanle las mujeres, con aquel instinto sublime con que otras mujeres de otros tiempos siguieron al Redentor y le acompañaron hasta al pie de la cruz. Sobre ellas ejercía la seducción involuntaria, la extraña sugestión que no se explica ni se define. Y apartando otros muchos casos que el respeto me veda referir, os contaré que una tarde, allá por los calvos desmontes que hay entre la Plaza de Toros y el Este, se encontró a dos bellas mujeres que estaban solas comiendo naranjas y pan. Acercóseles, y mirando gravemente a la que representaba más autoridad, aunque ambas eran jóvenes y de honesto parecer, la dijo: -Usted es de Granada. -La moza le miró fijamente, y dijo con un poco de asombro y sorpresa: -Sí, señor. -Y él entonces, rápido, replicó: -Y de Loja. -Con lo que el pasmo de ambas creció, porque, en efecto, de Loja eran. Y las dos mujeres quedáronse largo rato embebecidas y aleladas mirándole y oyéndole, y aun cuando lo que las dijo era cosa enteramente metafísica y no menos alquitarada y espiritual que lo que le dijo a Platón Diótima, la forastera de Mantinea, ellas lo comprendieron todo, y cuando acabó de hablar, yo os aseguro que ambas estaban enamoradas de él. Cuando se despidió, bien a pesar de ellas, le preguntaron en qué les había conocido el pueblo, y con sencillez socrática respondió: -Que era usted de Loja lo conocí en el acento con que me contestó: -Sí, señor... -Y que era de Granada, en la manera de partir el pan.

Otros casos de sugestión en mujeres de más alto linaje vienen referidos en la novela de Los trabajos de Pío Cid, en la que lo real se mezcla tanto con lo imaginado, que yo mismo no puedo separar lo uno de lo otro. Y todos ellos se explican por el conocido hecho de que para buscar el filón puro e inagotable del amor humano, sólo sirven mineros y exploradores con faldas.

Pero si a los demás o a las demás sugestionaba con tanta frecuencia, claro está que él mismo no se veía libre de la autosugestión, tan propia de los grandes artistas, como Flaubert, por no citar otros ejemplos; y así, cuando escribió su fundamental novela filosófico-política La conquista del reino de Maya, para la cual se preparó con larguísimos estudios africanófilos, llegando a aprender el dialecto bantú que hablan los negros del Uganda, del Unyamuezi y del Ugogo, decía que no sólo al conocer ese rudimento de lenguaje había logrado estrechar y comprimir sus ideas hasta meterlas en los cauces angostos del cerebro de un negro semisalvaje, sino que pasó más de un mes en cama víctima de todos los fenómenos que acompañan a esa enfermedad casi desconocida que los exploradores y los misioneros designan con el vago nombre de fiebre africana.

Noto que es hora de terminar este desmañado relato. Mucho siento que mi torpeza y la inexplicable angustia con que he escrito estas cuartillas sean causa de que os hayáis quedado sin saber quién era Ángel Ganivet. Por fortuna, yo os aseguro que lo mejor de su vida y de su alma está en sus obras impresas y en las que prometo solemnemente publicar cuando pase algún tiempo.

Dos días antes de morir, el 27 de Noviembre de 1898, cuando ya estaba lleno del propósito de la muerte, dejó en casa de su amigo, el barón Brück, noble sueco residente en Riga, un pliego dirigido a mí, que es un verdadero testamento, pues en él dice: «Por si esta declaración fuese necesaria, hago aquí el resumen de mis ideas y de mis deberes.» Lo que a estas solemnes palabras, que me helaron los huesos, sigue, no me atrevo a leerlo en público. Son cosas hondas, arcanos, adivinaciones y presentimientos, en que solamente un cerebro miope verá súbito desvarío y no prosecución lógica

de una idea que pasa las lindes de lo concebido, de un pensar que supera a los eunucos, inanes y mendicantes pensares ordinarios. Pero si de las seis proposiciones primeras, en que se muestra su cerebro luminoso con la acariciadora luz del sol que se pone, no quiero ni puedo leer nada, os leeré, para concluir, la séptima, en que aparece palpitante y sangrando su corazón, el más honrado y generoso que he conocido. Dice nada más que esto: «No recuerdo haber hecho mal a nadie, ni siquiera en pensamiento; si hubiera hecho algún mal, pido perdón.»

Yo os juro que ésta es la verdad, y a mi vez, os pido que me perdonéis, ya que habéis tenido la condescendencia de oírme.»

F. NAVARRO Y LEDESMA.

Abril, 1904.






ArribaAbajo- I -

18 Febrero 1893.


Cada día me va siendo más difícil concretar mis ideas y fijar mi pensamiento sobre un objeto determinado. Tenía idea del misticismo positivo o efectivo de los místicos clasificados como tales, el cual consiste en una confusión de la personalidad con la idea general; hay en él anulación del sujeto como tal sujeto, pero no para desvanecerse, sino para exaltarse; lo que no conocía, y ahora he conocido, es un estado psicológico nuevo para mí, una especie de misticismo negativo producido por la repulsión espiritual contra la realidad. No se trata del nirvana ni de ninguna cosa por el estilo, sino de algo más sencillo y que se explica más fácilmente. El punto de partida, como en el misticismo religioso, es el desprecio del mundo sensible, el asco del espíritu por la materia; hablando en tono materialista, la incapacidad para asimilarse los elementos exteriores. En tal estado el espíritu se va y lo que queda se convierte en objeto, porque lo que nos constituye en sujetos es la facultad de representarnos el mundo exterior. Cuando el pensamiento no puede fijarse en nada concreto, ni quiere obedecer las órdenes de la voluntad, es evidente que nos quedamos tan convertidos en cosa, como si fuéramos un espejo o una planta. Pero en el misticismo positivo, el espíritu conserva aún un centro fundamental de relaciones psíquicas; queda una función en vigor, la contemplación o la intuición de lo infinito; y bien puede decirse que nada se pierde en el cambio, porque esta sola función abraza todas las ordinarias de la vida y ofrece de una vez lo que vanamente procuran las funciones particulares. En el misticismo de la segunda especie el espíritu que abandonó la realidad por demasiado baja no puede elevarse a la infinitud por demasiado alta, y se queda vagabundo por los espacios, ni más ni menos que un cesante que pasea su hambre y sus esperanzas por los alrededores de su antigua oficina.

Lo más chocante es que mi estado tiene gran relación con el tuyo propio, que tú me representabas en el bicharraco japonés y me describías en tu última carta. El temor de perder las ideas es un signo mortal; no es que las ideas se van a perder, es que se va a escapar de nuestro dominio la inteligencia, que no podremos tener ideas cuando queramos porque la inteligencia no quiera fijarse en los objetos. Esta aversión es muy frecuente en los tontos, porque en ellos la inteligencia no tiene posibilidad de apropiarse sinnúmero de cosas; es también un síntoma de la abulia o debilitación de la voluntad, porque en este padecimiento la vida retrograda, no pudiendo vencer la pereza, que le impide continuar asimilándose elementos nuevos para renovar la vida al compás del tiempo.

En el fondo, muchos de los hombres nuevos son un poco abúlicos, con excepción de los que reciben instrucción compacta, sea en seminarios, sea en la compañía de la Institución libre, etc. La causa de la enfermedad es la falta de atención. La atención participa mucho de la voluntad, y a su vez da el primer impulso para las posteriores funciones. Las gentes entre las que ahora estoy tienen, quizás como su característica, más propia que otras muchas que señalan los partidarios de clasificar las razas y los tipos humanos, una facultad de atención muy tarda y muy insistente. Se parecen al que pescaba las truchas con mazo. Tardan mucho en mover el aparato, y por eso andan menos, pero con más seguridad. Aquí no se concibe un caso de abulia; no hace mucho he conocido a un señor de setenta y cinco años comenzando a aprender inglés, y puede asegurarse que si vive aún cinco o seis años lo aprenderá. En los pueblos meridionales la rapidez de percepción exige que ésta sea muy poco profunda; si además la educación aumenta esta flaqueza y la manía de vivir deprisa hace que la atención recaiga en muchas cosas a la vez, y a esto se agrega la debilidad orgánica producida por los excesos, cátate un abúlico, que si no figura en los anales clínicos como caso típico, figura en el mundo como caso corriente y frecuente.

Para que el cuadro resulte completo, debo indicarte, después de la enfermedad y de sus causas, sus remedios; éste es el sistema admitido entre los sociólogos y psicólogos al uso, y yo no quiero reformarlo. Son muchos los recursos que la clínica espiritual puede poner en juego para el caso, todos de mi invención, puesto que ninguno de los autores que he leído dice palabra sobre este punto. Pero entre los diversos remedios sólo te voy a hablar de uno ya probado por mí y en virtud del cual me encuentro hoy en estado de sujeto, según verás, aunque algo turbio, por la presente. Cuando yo era, no pequeñito, sino escolar, padecía, en medio de mi seriedad ordinaria e impropia de mis años, fuertes ataques de risa más o menos sardónica, producidos por la influencia del principio de autoridad. Ver al maestro con sus disciplinas en ristre o al catedrático explicando desde su elevado sitial, y soltar yo a reír por dentro o por fuera, constituía mi debilidad, que pagué bien cara en ocasiones; porque los correctivos me producían risa más fuerte aún, y recuerdo que en cierta ocasión me propinaron tan desaforada tanda de disciplinazos, que riendo como un loco tuve que escáparme de la escuela.

Este defecto me duró hasta que tuve una feliz ocurrencia, inspirada por el temor de que me sobreviniese algún serio percance. Decidí que en el momento mismo en que se presentara el ataque de risa debía acordarme de todos los muertos de mi familia, especialmente de mi padre; y en efecto, asociados por ley psicológica estos dos fenómenos, en lo sucesivo, apenas se me iniciaba la risa, se me presentaba para contenerla una lúgubre y enmarañada escena mortuoria que servía de contrapeso más que suficiente, y mi enfermedad quedó curada de una manera radical.

De un modo semejante he procedido en el caso presente. Se trata también de una asociación de ideas; en prevención de que se presente ese estado de repugnancia intelectual que imposibilita para concentrar el pensamiento en un objeto dado, hay que tener un asunto favorito que tenga la virtud de interesarnos profundamente y que nosotros, por haberlo manoseado mucho, lo tengamos en relación con los demás; acudir a este asunto es tan práctico como meter de nuevo en los rails al tranvía descarrilado. En esto puede haber también mucho de caprichoso, como lo era la costumbre de Stendhal de leer una página del código antes de ponerse a escribir. El remedio éste, que es sólo de ocasión, tiene una aplicación más general, y que tú, sin saber, y con resultados excelentes, según has de notar bien pronto, estás practicando. Hay que dejar de lado por algún tiempo las pequeñeces, y engolfarse muy de lleno en la lectura de un autor grande. Estos días he repasado yo varios pasajes de la Iliada, y continuaría si no me hubiese metido ya en la traducción de la obra alemana de que te hablé (me ha costado cinco francos), y a la que dedico tres horas diarias. Tú debes continuar con el P. Granada; si lo deseas haré que te envíen el Libro de la oración y meditación, que es un manual de oro macizo; aunque con La introducción al símbolo hay para criar sangre nueva en cantidad suficiente para matar todo el virus que con estos últimos belenes se te ha entrado en el torrente circulatorio.

Sólo admitiendo la existencia del tal virus, puedo explicarme que califiques de bobada lo que dije en mi carta anterior sobre el conocimiento práctico de la vida. Lo de que la letra entra con sangre es un disparate, y lo que yo digo es que la letra entra con letra; esto es, que cada cosa se debe desarrollar por medio de su propia función, y la vida, por tanto, viviendo. El conocimiento teórico general se adquiere con la inteligencia; pero el conocimiento mundano se adquiere con las costillas, en el sentido alegórico de la palabra. Vaya un ejemplo: Yo creía que esta gente de acá era ordinaria y grosera; pero lo creía como creo que en Noruega hace más frío que aquí; no lo sentía como lo siento ahora después de haber topado con algunos tipos indígenas y de haber notado detalles como éstos: que los transeúntes se complacen en atravesarse en la acera para hacerte salir de ella; que los chicos se entretienen, cuando pasa una persona distinguida, principalmente una señora, en tirarse ruidosos cuescos; que los innumerables fanfares no saben tocar más que una pieza, y ésta mal, etc., etc.

También había oído decir que eran ladrones, pero no podía decir como hoy digo que son los más ladrones de la Europa que yo conozco. Porque he visto que si voy a comprar una cosa anunciada a un precio y pueden esconder la etiqueta, me exigen el doble y me hacen ver que estaba equivocado; que si mando comprar una cosa me ponen el doble a sabiendas de que yo estoy enterado, y sin vergüenza de que se descubra el abuso. El pan, por ejemplo, está aquí desde 15 céntimos a 30 el kilo, porque no paga derecho de aduana ni el trigo ni la harina. El precio ordinario es de 20 a 24 céntimos, según la clase. Pues bien, a mí me lo compraban los de la otra casa, de «La Cooperativa», a cosa de 16 ó 18 céntimos, y me lo ponían a 32, esto es, el doble; y así en todo. Y ahora resulta que los anteriores eran considerados, al lado de los actuales y de los que puedan venir. En suma, el mismo jefe del Gobierno, Mr. Bernaert, ha dicho en la Cámara: «¡es que los belgas somos tan amigos del fraude!»; y se ha reído todo el mundo de la franqueza, porque, en efecto, éste es un país de ladrones, pero de ladrones que no se avergüenzan de serlo.

Dejemos a un lado todas estas cuestiones, y voy a aprovechar el espacio que me queda para darte noticias.-Las que tengo de mi casa son satisfactorias y todo marcha bien, aunque los negocios andan fuera de quicio y se temen escandaleras, porque el trigo ha subido hasta 67 reales y el pan está muy caro. Debo decirte que en Granada pelean mucho por el pan; que el grito de ¡pan a ocho! ha sido el de las principales revoluciones.-Otra noticia es que noto una gran mejoría en ti siempre que te vas al campo, y que, según mi opinión, debías trasladarte a él de asiento, si los deberes del cargo te lo permiten.-Ya está acordada la celebración en el año próximo de una Exposición universal en Amberes; se pretende hacer una segunda edición de Chicago, atrayendo a los expositores que hayan concurrido a ésta, y a quienes se ofrece ocasión de repetir con poco gasto.-El tiempo, primaveral, hasta el punto de que se puede pasear de noche para tomar el fresco; pero esperamos la vuelta de las tornas.-Mis relaciones con el jefe, medianejas; he decidido no aceptar más convites suyos ni de nadie, y atenerme al reglamento para todos los asuntos de oficina; el motivo es que yo no sirvo para tolerar intervenciones inquisitoriales en mis asuntos, y ya te dije que el jefe, bajo capa de amistad, se metía hasta en leer lo que yo escribía, y aun de las cartas que me envían al Consulado, he recibido, no sé por qué, varias abiertas. Además, padece de una amnesia total; hoy dice que no te apresures y que vengas a las once, y al día siguiente va a buscarte a casa a las diez y media para ver por qué no has ido. Hoy te dice que no se enviará tal despacho hasta primero de mes para que vayan escalonados, y mañana te llama negligente porque no le enviaste. Y por su parte, la suegra ha llegado hasta a disponer que no se fume en la oficina porque la molesta el humo. Excuso decirte que yo he echado los pies por alto, que he cortado comunicaciones y que me atengo a la ley y nada más, haciendo dentro de ésta lo que me da la gana. El jefe no encuentra extrañas estas cosas, porque él las ha soportado en su calidad de aspirante a la bella mano de la hija de su jefe, pero yo no me voy a casar con nadie, ni quiero suegras antes de tiempo.-Hoy es el último baile de Carnaval; aquí no salen las máscaras a la calle, porque en estos últimos años abusaron demasiado; en vez de embromar al respetable público, se dedicaban a arrojarle patatas y otros proyectiles, y la barbarie se hizo intolerable. Quedan sólo los bailes, famosos en toda Bélgica, en los que se dan cita todas las gorrionas del país para hartarse de champagne a costa de los tunantuelos conquistadores. Cuadros de prostitución y socaliñas; bailar no se puede, ni andar siquiera. Entrada, cinco francos. Robo obligatorio. Propinas de un franco para arriba.




ArribaAbajo- II -

10 Mayo 1893.


Esta semana pasada ha sido de labor, habiéndome cabido la honra de redactar un trabajo estadístico para enviarlo a la Comisión de Convenios de Comercio. Se pedían unos datos que no existían, y por no decir que no, se me ocurrió emplear un sistema matemático, y deducir de lo conocido lo desconocido mediante fuertes dosis de lógica y de ungüento económico. El trabajo ha parecido muy bien, y sólo ante los hechos consumados he podido convencer a esta gente de que la cosa iba a derechas, pues sólo a regañadientes habían tolerado que se enviara, creyendo que era una guasa mía. Porque debo advertirte que se tiene buena idea de mi aptitud, pero mala de mi seriedad, y que mi jefe, acostumbrado a estornudar treinta veces antes de coger la pluma, no comprende la irrespetuosidad con que yo trato estos asuntos, y me cree un atolondrado blagueur.

Otro asunto que me cayó por banda fue una visita a un español, que, procedente del Congo, había ingresado en el Hospital y deseaba antes de morirse hablar con algún semejante que le entendiese. Resultó que el tal individuo no era español, sino nicaragüense, de Matagalpa, aunque en los casos de apuro toda esta tropa llama a Mamá, como si todo eso de las nacionalidades modernas fuera una broma y estuviéramos en el siglo XVIII. Cualquier poeta de segundo orden podía componer un poema con la conversación que me tuvo el desventurado matagalpés; un infeliz que por ser bueno, según me dijo, se había visto burlado por su mujer, a la que tuvo que abandonar con tres chiquitines, y obligado a buscar el pedazo de pan por todo el mundo, dejando un pedazo de pellejo en cada uno de los infinitos Panamás que explotan por todas partes los negreros de la civilización. La última aventura le ha pasado en el Congo, y después de exprimir allá las últimas gotas de sustancia, ha sido remitido para reposición a la metrópoli comercial de Bélgica, a la que llegó atacado por la fiebre amarilla y convertido en esqueleto de ocre. Por cierto que murió a los dos días de llegar, y que ha dado origen a ciertos rumores, pues creía el público que se trataba de un colérico.

Al mismo tiempo que esto ocurría, eran recibidos con gran pompa en Bruselas y Amberes algunos de los héroes que están realizando la conquista del Congo, y esta misma noche hay banquete para festejar a estos señores, que serán todo lo héroes que se quiera, pero que han tenido la desgracia de nacer en una época en que el heroísmo anda de capa caída, por lo menos el heroísmo que hoy se gasta, prostituido hasta el extremo de buscar, no la realización de grandes ideales, sino el ascenso rápido en la escala respectiva. Por ascender en cuatro años y no en veinte hay muchos subtenientes que se van al Congo a entregarla, y los que vuelven se dan tono de haber contribuido a una obra civilizadora. En el fondo no hay tal obra ni tal civilizadora, y sí sólo una empresa comercial en grande, encubierta con rótulos filantrópicos, que incitan a los hombres de buena fe a coadyuvar a lo que, si viesen lo que hay en el fondo, no coadyuvarían. Lo que suelen hacer hoy los europeos en muchos puntos de África es destruir la obra de los árabes, los únicos que, aunque sea empleando la esclavitud, tienen condiciones para mejorar esos pueblos retrasados. ¿Qué necesidad hay de forzar la máquina, de hacer grandes transplantaciones humanas a climas tan duros, de ocasionar tantas atrocidades, de sacrificar tantos infelices para hacer dichosos a los negros salvajes? Cualquiera que piense, no ya con la cabeza, sino con los calzoncillos, comprende que no se trata de la felicidad de la raza negra, ni del progreso, ni de nada por el estilo; se trata de un negocio en grande escala, en que el buen Leopoldo tiene metidos buenos millones, que dará excelentes resultados si, como es de esperar, no se acaba la raza de los héroes de relumbrón que buscan la muerte o el ascenso y de los héroes oscuros, como el de Matagalpa, que buscan la muerte o un pedazo de pan.

Ya que he nombrado a Leopoldo, te diré, recordando una pregunta de tu carta anterior, algo que te lo dé a conocer.

Cuando los belgas, cansados de sufrir el yugo español, austríaco, francés y holandés, se resolvieron a ser nación, y lo consiguieron con el apoyo de Francia y Alemania, que se complacía en colocar tanganillos en medio para atenuar el choque que había de venir, y sobre todo con el apoyo de Inglaterra, que no permite que haya en litoral vecino a su casa ninguna nación decente, los delegados congresistas salieron en busca de un rey constitucional, y como era de ene se encaminaron al más excelente criadero de ellos que se conoce en Europa, al Palacio de Sajonia-Coburgo-Gotha, donde encontraron a Leopoldo I, que en prevención de los acontecimientos había preparado un speach que hoy leemos en mármoles y bronces: «Los destinos humanos no ofrecen a un príncipe misión más noble que la de contribuir a la libertad e independencia de un pueblo.» Los delegados se estremecieron de gusto y estuvieron a dos dedos de gritar el consabido eureka, pero se contuvieron por prudencia. El resultado, sin embargo, fue el mismo, pues Leopoldo vino y fue rey, y con sólo dejar hacer se hizo él feliz y los hizo felices a todos. Bien es verdad que entonces había un ministro, Rogier, que sabía gobernar, y que llevó a cabo obras de tanto empuje en el orden material que dieron a Bélgica una considerable delantera, de la que aún se aprovechan. Nada más sencillo que establecer una red de ferrocarriles baratos, y, sin embargo, por este medio se atrajo Bélgica casi todo el comercio de tránsito de Europa, que se sostiene aún por rutina, aunque otras naciones hayan tardíamente emprendido la competencia. Amberes le debe casi todo lo que es; por todas partes se notan los efectos de la restauración del gran ministro; pero su época es, por arte de birlibirloque, el reinado de Leopoldo I; sobre éste llueven estatuas, y éste se lleva, porque en ello hay un interés dinástico, permanente, los honores que son debidos al otro. Con el tinglado tan bien dispuesto, poco ha tenido que hacer Leopoldo II para ir saliendo del paso. Es un hombre que ha estudiado poco y ha viajado mucho; tiene una gran memoria de las personas y poca o ninguna de las ideas. Muchos palacios, muchos cotos, buena mesa y buenas chicas, inglesas especialmente. Lo demás le importa un rábano. La música no le incomoda, según una frase salida de sus labios augustos, que revela los puntos artísticos que calza el sobrino de Maximiliano de Méjico y de la loca Carlota, y padre de la afligida Estefanía, la viuda del suicida príncipe Rodolfo. Entre los belgas su presencia produce entusiasmo; pero cuando se marcha, la plebe habla mal de él, y la gente de buen sentido le acepta con la misma benevolencia con que se acepta una cataplasma para resolver un molesto flemón.

Con esto y con lo que te tengo dicho sobre los partidos y clases de la sociedad, creo que te sobra para saber al dedillo toda Bélgica y su anejo del Congo. Ahora voy a tu carta.

Veo con verdadero sentimiento que cada día se te va acentuando más el misantropismo, si así puede decirse, y contra él hay que acudir a tiempo. Ya que te precias de hacer las cosas sin amargor de boca, es preciso que renuncies a ese dejo despreciativo contra todo bicho viviente, que aunque esté muy justificado, no es provechoso. Por el camino que tú llevas no hay más que un término lógico, que es la profesión en alguna orden regular, y entre ellas la de los benedictinos con preferencia. Aunque el desprecio ande por dentro, por fuera hay que demostrar que se va a gusto en el machito. No conviene ensuciar el agua «que hay que venir a beber», según el profundo cantar popular. El sentido práctico, de que tú hablas, consiste precisamente en esa doble naturaleza, especie de balancín, cuyos dos brazos mantienen el equilibrio: por un lado, el optimismo bonachón nos permite marchar en filas con el fusil al hombro y la cara sonriente de quinto recién traído de la dehesa; de este modo llegamos, como todo el mundo, a cualquier parte, y evitamos quedar rezagados y que nos atropellen o nos echen en los carros que van a la cola; por otro, él pesimismo templa los ardores que a veces despiertan los pequeños éxitos, e impide que, enorgullecidos porque en un primer encuentro, sin saber por qué, hicimos algo bueno y nos dieron una medalleja, vayamos en refriega más seria a ponernos delante de los cañones para ser carne de ídem. Si yo fuera alemán emplearía una metáfora trascendental para explicarte esto, diciendo que, en suma, hay que tener dos movimientos como el planeta en que vivimos: uno de rotación, que sirve para conservar el calor, y otro de traslación, para perderlo. Los astros que no tienen movimiento rotativo y sí de traslación, son astros muertos como los cometas; y los que no tienen movimiento de traslación, como el sol, son perpetuamente ascuas. Las relaciones sociales, dígase lo que se quiera, son un gran medio de ventilar y de refrescar el espíritu, y esto lo dice uno que por vivir demasiado a solas anda a estas horas requemado física y moralmente. A esto me vas a contestar que ventilación no te falta, sobre todo ahora que con tu potro te dedicas a caballear por los caminos toledanos, que ojalá no midas nunca con tus costillas.

Cuando yo estudiaba Retórica emprendí la lectura de Lope en la Colección Rivadeneyra, y me quedé a la mitad o cosa así. Todavía rueda por mi casa un cuaderno de apuntes que tomé. Por un lado, apuntes de Lope, y por el otro, apuntes de historia. Lo más curioso es que yo hacía el trabajo con la mala intención de dedicarme a crítico en un periódico local y buscar la filiación de las obras que cayeran bajo mis garras. Conociendo el teatro antiguo, pensé que no habría quien me metiera mano. Después se me olvidó el propósito, y hoy ya apenas me acuerdo de lo que leí. Uno de los trabajos más difíciles para mis entendederas es hacerme cargo de las obras teatrales leyéndolas, y en Lope la dificultad es mayor, porque la acción peca por exceso, y sin ella la letra resulta algo muerta. Después que por un par de pesetas le han dado a uno hechas las mejores obras clásicas, se necesita heroísmo para leer y hacer uno mismo las demás. Yo creo que me moriré sin poner mano nuevamente en esas caballerías.

No pude decirte en mi anterior lo que opino sobre Renán. No estoy conforme contigo, sin duda porque yo no he leído las obras que tú conoces, que son chispazos sueltos del pensamiento de Renán, y tú no conoces La historia del pueblo de Israel y los Orígenes del Cristianismo, que yo he acabado de leer (II vol.), que constituyen la obra completa del autor. En ellas el pensamiento es clarísimo y uno, aunque se nota que conforme pasa el tiempo hay mayor desembarazo para expresarlo. La parte más floja es la Vida de Jesús, en la que ha querido mezclar al elemento histórico algunos motivos sentimentales de púlpito que, a mi juicio, no pegan.

El defecto capital de la obra entera es el de obedecer a cierto espíritu de disidencia, que no quiere romper en absoluto o no puede romper con el núcleo de origen. De donde resulta que cuando el autor duerme, la obra no es, como pretende ser, una historia crítica racionalista de la religión, sino una explicación racionalista de temas teológicos y dogmas. Valiera más callarse por completo y escribir sólo con arreglo a los datos o fuentes puramente históricas, aunque el trabajo resultase incompleto, que acudir a las mismas fuentes eclesiásticas para aplicarles un sentido racional, que no pasa de la superficie y que produce el mismo efecto que si se forrase con piel humana una estatua para darle mayor valor artístico. Yo soy más radical que Renán en este punto, y llego a un término opuesto. Se puede negar todo valor positivo a la religión y protestar contra sus ingerencias prácticas, pero admitir íntegro su sentido ideal y no retocarlo con pinceladas críticas. No hay necesidad de términos medios. Júpiter y Venus tienen una significación ideal, y acaso, si hubiera medios de comprobación, se demostrara que fueron en su origen un jefe de tribu y una prostituta primitiva; pero si el tiempo se ha encargado de transformarlos en dos figuras interesantes, no hay para qué remover el pasado. Sin ser pagano se puede desear una Venus más perfecta que la clásica, y sin ser cristiano se puede aspirar a un Jesús más divino que el que ha formado la tradición. El trabajo noble sería el de elevar, y el estúpido es el de satisfacer la vanidad personal destruyendo lo que no debiera tocarse. Los sectarios chillan contra la ignorancia que cierra los ojos a la verdad; pero si no hubiera ignorancia y nos quedáramos todos con la verdad solo, ¡valiente juerga nos esperaba! Yo estoy, pues, en contra de Renán y su escuela, y me tomo la libertad de colocarme en esta interesante oposición, porque yo creo que las razones que antes expongo valen más que las que le sirven a Renán para intentar destruir lo que diez y nueve siglos se han encargado de ir componiendo con bastantes penas y fatigas. Por lo demás, yo le concedo más mérito que tú: creo que sabe bastante de lenguas clásicas para estar al corriente de los trabajos pacienzudos de la escuela alemana que le sirven de base; anda bastante bien de materiales históricos y escribe con precisión, salvo alguna que otra tonada patética. Hace unos días leí una frase de un escritor ruso relativa a Taine, y en la que compara a éste con un perro que tuviera toda la traza de cazador, pero al que faltara... la nariz; pues bien: siguiendo el ejemplo, Renán es un gran cazador, provisto de todo cuanto puede necesitar, hasta de una docena de perros si se quiere, pero que sale al campo y tiene la desgracia de disparar contra el guarda. Por eso su obra mejor es la Historia del pueblo de Israel, en la que casi se limita a apuntar.

Una vez que he terminado la lectura de Renán, voy a dedicarme por completo a la traducción alemana de que te hablé. Cuando la haga y lea varias novelas que puedo sacar de la Biblioteca Popular, si, como espero, me dan otra licencia, te diré cosas interesantes sobre la novela alemana. De los libros que tú me citas conozco tres, y los demás de nombre. No sé si los tendrán aquí, pues andan bastante mal de libros alemanes. Sólo en la Popular tienen algunas novelas.

No hay nada más interesante que el estudio comparativo de la novela alemana y la francesa; si lo hiciera un habitante de la luna, por él llegaría a conocer perfectísimamente ambas naciones. Todo lo alemán (hablo de este siglo) es pesado, macizo, repleto de ideas, de tendencias, de filosofía y aun de metafísica; lo francés es casi volátil y sin consistencia, y las tendencias son a exagerar los unos y los otros. Hay novelas alemanas que parecen tratados de economía política, y el arte supremo en Francia es hoy no enseñar nada. Odio a la pedagogía artística o al arte pedagógico. Así se comprende que mientras que en cada calle de París hay un hombre con más talento que Caprivi, éste se basta para reventar a todos los franceses. A pesar de la paliza del 70-71, los franceses siguen haciendo el esprit y los alemanes armándose con la pesada maza como el testarudo pescador de truchas. Aplícate el cuento, pues así como Francia con todo su espíritu no podrá parar el golpe premeditado y brutal de la gente del Norte cuando llegue el día de la guerra (¡sálvese el que pueda! Parece que estoy contagiado por Caprivi antes de disolver el Reichstag), así tú, si sigues haciendo ascos a todos y viviendo en plena orgía psicológica, te verás un día aplastado por cualquier Pérez y Díaz empollador, y aun si se quiere, por cualquier entrometido Gutiérrez.

Chico, me duele ya el brazo, como es natural que me duela después de la larga tirada escrita, y me retiro por el foro. Todo sigue igual en este emporio y en Bruselas, donde me aburrí ayer unas cuantas horas.




ArribaAbajo- III -

25 Mayo 1893.


Estamos en plena feria, y tengo la cabeza destrozada de oír día y noche los organillos que están casi enfrente de mi casa. Esta feria de aquí es como todas, aunque tiene algunos rasgos característicos de la raza, que decía Taine, cuyas obras estoy leyendo de cabo a rabo, con bastante más satisfacción que las de Renán. Éste, con ser contemporáneo, parece haber escrito un siglo antes que aquél; aunque quizás esta impresión se produzca por la diferencia de temple de ambos escritores. Renán es francés y Taine inglés; el uno está cargado de prejuicios, de presunción y de morgue, como todos los franceses, y el otro ve mucho más claro y piensa con mucho más sentido común, y si propende a lo sistemático, es a lo sistemático inglés, frío, duro y hasta apelmazado y cargante, no a lo sistemático francés, ampuloso y relumbrante, generalizador y sintético, al estilo de Castelar. Pero volviendo a la feria, te diré que los detalles que caracterizan en ella la raza flamenca, su pesadez y su brutalidad, son de lo más expresivo que puedas imaginarte. A primera vista no ves más que muchas tiendas de quincallería indecente, muchas vistas, galerías, museos y teatruchos y mil tendajos o pabellones donde se ocultan los monstruos, los adivinos y las adivinas, el hércules y la mujer-pájaro y mil sandeces por este orden, y de vez en cuando un tío vivo o una montaña rusa o un restaurant, todo ello a lo largo del bulevard, desde el palacio de Justicia hasta la estación del Sur.

Pero lo brutal empieza cuando consideras que todo este tinglado dura cuarenta días con sus noches, tiempo que se considera indispensable para que el público se canse. Asimismo los restaurants aparentes son en realidad comederos de papas fritas, con un poco de sal por único agrément; los organillos son de vapor, de suerte que arrancan por la mañana y no paran hasta bien entrada la noche, con lo cual se vuelve uno loco sin poderlo remediar. Mientras dura la feria, ella es el centro o mercado de las cocottes de todos precios, y puede uno convertirse en Tenorio por muy poco dinero; es también el centro de los rurales, cuyo aspecto revela la inutilidad de los caminos de hierro. Los caminos de hierro, con sus trenes movidos por la electricidad, como se proyecta ahora uno entre Bruselas y Amberes, servirán para abaratar las mercancías, pero no para pulimentar a los hombres; porque ahora mismo estoy yo viendo que de muchos pueblos distantes cinco o diez minutos de tren de Amberes, vienen gentes tan brutalmente desaforadas como nuestros más acreditados paletos. No importa que vengan a diario a la ciudad a sus negocios o quehaceres y que la conozcan al dedillo; llega un día de fiesta, se ponen sus mejores trapos, y llegan tan brutos y tan ridículos como si aparecieran por primera vez a la luz de la civilización. Esto te confirmará lo que yo te he dicho mil veces; lo importante no es conocer, sino pasar, sufrir, vivir (o como quiera decirse) para saber a qué atenerse. Hasta que uno entre dentro de las cosas o las cosas entren dentro de uno, no se puede decir que se las conoce, aunque hayan pasado mil veces por el entendimiento. El baturro que viene todos los días a Madrid sigue siendo baturro; pero el baturro que se establece en Madrid, al poco tiempo es madrileño. Y es que el conocimiento simple es sólo la primera materia amorfa, de la que el sentimiento compone después cosas diferentes. En una de las rachas filosóficas que me suelen dar, creo que te dije que el sentimiento como facultad no existía, aunque lo personalicemos algunas veces. Realmente lo único que hay, o que es, es la voluntad, la fuerza creadora, cuya primera materia es el conocimiento y cuyo impulso es el sentimiento o lo que llamamos tal. Con esto (que parece una perogrullada) se quiere decir que el conocimiento a solas no es nada, o no es nada bueno ni malo, y que conforme el hombre va perdiendo el impulso o sentimiento y va quedándose sólo con noticias intelectuales que no le interesan (o sea conforme se va volviendo escéptico), va al mismo tiempo anulándose para toda obra y llega a quedar como molino parado: el trigo en la tolva y el motor dispuesto a dar vueltas; pero el agua que ha de moverlo no viene. Comprenderás que no siga por este camino, pues para desenvolver este tema de psicología patológica no tengo tiempo ni espacio, y volvamos a la feria. El clou de este año ha venido, como viene casi siempre, de París. Ya habrás oído hablar de la danza serpentina, invención de Lolïe Fuller, de las folies Bergére de París. Yo he visto la danza en inglés, francés y belga, pues hay numerosas artistas de todos los puntos del globo que se dedican a explotar la idea genial de la primera serpentina. Pero no creo haber visto más que una grosera imitación de la auténtica, aunque bastante para decirte que se trata de algo artístico, de algo que debió representarse en Grecia, aunque nada digan las crónicas. El pensamiento es sencillo, y consiste en envolverse la artista en una larguísima y amplísima túnica, en alargarse los brazos merced a dos muletas de torero y en colocarse bajo la acción de un foco eléctrico de luz cambiante.

Con esto ya no falta más que mover el cuerpo hábilmente para que bien pronto aparezca la bacante al desnudo y envuelta por una larga serpiente enroscada, que ora baja hasta los talones cubriéndola por completo, ora sube, sube hasta más arriba del ombligo, descubriendo artísticamente la forma femenina pura, helénica, sin artificio y, para el que sabe mirar, sin impudor. La serpentina es la danza de la mujer por la mujer misma, y Loïe Fuller tiene la inmortalidad más asegurada que Carnot. Si no me engaño, no ha de faltar un Taine que la coja como dato importante para caracterizar un período histórico de Francia. Leyendo esa historia de la literatura alemana te extraña la pobreza de sus primeros períodos; esto se nota en todas las literaturas del Norte, excluyendo hasta cierto punto la inglesa, que merced al elemento normando francés recibió una levadura latina suficiente para que fermentara el espíritu nacional. Respecto de la literatura de los Países Bajos, ya te dije que había empezado a estudiarla, y previamente dejé la empresa, no por falta de ánimo, sino por falta de asunto. He ojeado unas enormes memorias (siete grandes infolios) y una obra en tres volúmenes titulada Horae Belgicae, y en ambas he encontrado de todo menos verdadero arte. La erudición llega a un punto envidiable y produce la gran figura de Erasmo, y las ciencias de aplicación adquieren en Holanda, cuando florece la Universidad de Leiden, un extraordinario desarrollo; si bien en estos mismos puntos hay que reconocer que los principales hombres que representan el movimiento son extranjeros atraídos por el gobierno republicano, fundado sobre las ruinas de nuestra dominación. Pero en toda la literatura no se encuentra apenas un artista. En el siglo de oro sólo hay un poeta familiar, una especie de Teniers de la pluma, Cats, cultivador de la poesía del hogar, que es la que por aquí priva. En toda la época moderna sólo descuella como novelista popular Henri Conscience. Lo demás es imitado de Francia, o tan vulgar que no merece la pena de ser leído. En el tiempo en que otros países sostenían una brillante literatura, aquí se consagraban a las manufacturas de tejidos y a buscar debouchés a su industria; y aun la gran escuela de pintura sabido es que tiene su origen en Italia, adonde iban a estudiar los artistas flamencos, aunque luego se nacionalizara y tomara otro rumbo, especialmente en Holanda con Rembrandt. Aun para este rumbo más nacional ejerció influencia la escuela de Colonia, de donde era natural el mismo Rubens. En el fondo, estas razas tienen tan poco calor, que sin estímulo poco o nada harían en el terreno del arte; sólo cuando la gente del Sur ha martilleado fuertemente, se encuentran con fuerzas para transformar lo conocido y ofrecer, aunque tardíamente, obras de arte de aparente originalidad. Y quién sabe si en algunos casos habrá no sólo influencia de raza, sino algo más; pues no se acostumbra a sacar la filiación de los artistas, y aun sacándola no hay que fiarse mucho, pues la génesis es cuestión misteriosa y complicada.

Ya que la lectura de la obra de Heinrich te inspira el deseo de aprender alemán, no debes dejarlo de la mano y empezar seriamente la tarea; pero debo advertirte que la lectura del alemán con traducción engaña mucho; en cuanto te quedes con una página de alemán cerrado, no das un paso, ni con ayuda de cien diccionarios. La dificultad está, no tanto en la enrevesada construcción, como en la abundancia de partículas análogas y la complicada formación de los verbos, sobre todo cuando son compuestos de partícula separable. Posible es todo con buena voluntad, pero el aprender el alemán como tú dices es dificilísimo. Yo estoy ahora traduciendo la obra que te dije, y aunque a la simple lectura me enteré de todo, al traducir ahora punto por punto tardo cerca de media hora por página. Esto hasta acostumbrarse al estilo del autor; pero cuando pasas a otro autor hay que empezar de nuevo, porque el alemán se presta mucho al estilo personal. Hay, pues, que tener gramática y estudiar las declinaciones, conjugación, verbos irregulares y partículas, y con este lastre ya puedes lanzarte a traducir. Para empezar, Lessing es de los más adecuados.

Mientras tú tienes esos planes yo tengo los de aprender inglés (ya creo que te lo dije), y probablemente empezaré el mes próximo con un señor muy práctico que enseña por el método natural y vocal, y lleva una peseta por hora como los simones en España. A razón de tres horas semanales, veremos el tiempo que tardo en aprenderlo. En cuanto al piano, lo dejé hace un mes para tomar otro que era casi igual y me costaba sólo ocho pesetas mensuales, en atención a que era parroquiano seguro; pero todavía no me lo han traído, ni yo tengo prisa, porque ahora el tiempo convida a estar en la calle. Además, como tengo más conocimiento con los capitanes, casi todas las semanas tengo una o dos comidas a bordo y otros tantos días perdidos desde las cuatro hasta la hora de dormir. Las mañanas, desde las siete a las ocho, las dedico a leer, unas veces en casa, otras en el Parque, los libros que saco de la Biblioteca. Todo lo cual no quiere decir que abandone el piano, pues más pronto o más tarde lo continuaré. En algunas cosas lo que me sujeta no es la falta de tiempo ni de voluntad, sino la escasez de fondos. Ahora no hay medio de pedir a casa (ni aunque lo hubiera lo emplearía), y tengo que vivir sobre mí mismo; de suerte que si un mes se estira uno demasiado, el siguiente hay que encogerse en igual proporción, porque no quiero deudas. Dicho esto, y sabiendo tú que no tengo más que 11 ó 12 francos diarios y la facilidad con que se van, sin saber por dónde, comprenderás que haya que andar con tacto, hasta que suene la hora dichosa en que se pueda caminar sin estas trabas. Aunque yo temo que no va a llegar nunca, porque el mal no está en la escasez del dinero, sino en mi falta de capacidad financiera, y aun teniendo triple sueldo, andaría mal y quizás peor.

Anoche pusieron en el Royal Lysistrata, una comedia, mitad traducida, mitad imitada de la de Aristófanes, estrenada hace poco en París. Los parisienses creen que están ya tan a punto de caramelo en asuntos de esprit, que representan una segunda edición de Atenas, y que pueden reproducir todo el teatro griego sin cambiar gran cosa y sin temor de chocar con el público. Así, pues, no tardarán en traducir y representar todos los dramáticos griegos, y se quedarán tan frescos. Tratándose de un tema tan a la moda como las huelgas, nada más acertado que presentar la huelga de mujeres que constituye el asunto de Lysistrata. Y una de dos: o la obra está muy echada a perder, o Aristófanes no es tan fiero como lo pintan. No hay comedia, sino una serie de cuadros o una ristra de sátiras mal intencionadas. Los críticos de París creo que han venido ahora a caer en la cuenta de que Aristófanes es una especie de Rochefort, un pamphletista aristocrático irritado contra la democracia gobernante. Aquí el crítico más escuchado, el del Précurseur, compara a Aristófanes con Aurelien Scholl. En cuanto al público nada hay que decir, pues no le hubo. Otra comedia anunciada es la de Maeterlink «Pelléas et Melisande», que se presentó como fruto simbólico de la estación y que ha chocado mucho en París. Fuera de esto no hay nada de particular, pues sólo quedan abiertos e invadidos por las serpentinas los teatrillos veraniegos ad usum vulpecularum.

He estado en Bruselas buscando cuarto, y es fácil que cuando mejore de fondos tome uno y me traslade interinamente, porque esto está agotado del todo. Mientras tanto, queda el recurso de tomar por tres francos 70 un billete de ida y vuelta, y regresar en el tren de la una a dormir a casa.




ArribaAbajo- IV -

14 Junio 1893.


Me encuentro sometido a una laxitud tal, que apenas puedo tirar de la pluma. Después de algunos días de fresco relativo se nos ha descolgado un calorazo irresistible que parece preludio de tormenta, según el trastorno nervioso que siento desde esta mañana. Bien que me di un buen hartazgo de andar bajo los ardores del sol y sin otra defensa que mi bastón, con el objeto de desechar los últimos residuos de un catarro que me ha tenido un par de semanas en un verdadero valle de lágrimas. He comprado los avíos indispensables para empezar a ronchar el inglés a solas, y con este motivo he visto si en los baratillos había libros utilizables. Ni de alemán ni de inglés se encuentran más que libros de gramática y de comercio; nada que huela a arte ni a diez leguas. De alemán sólo había una historia, que por el tamaño me pareció muy mala. Esto no tiene nada de particular, pues en la Biblioteca tampoco hay casi nada. Después de leer la Historia de la literatura inglesa, de Taine, deseé comprobar algunas impresiones leyendo algunos autores en francés, pero los pocos que hay están traducidos en flamenco. En relación, es mucho más lo que hay de alemán que de inglés. De Sainte Beuve no tienen noticia estos bibliotecarios, pues hace tiempo que pregunté con objeto de leer la colección de Causeries que había empezado en Madrid, y se extrañaron hasta del nombre. Aquí ya te he dicho repetidamente que se confía mucho en el patriotismo, y quieren llenar la Biblioteca con libros de gorra. Sistema funestísimo, pues ningún genio tiene la genialidad de repartir sus libros gratis; al contrario, es un signo del genio exigir por su obra algunos cuartos, aunque sean pocos. Yo tengo el principio práctico de no leer obras que llevan asterisco u otra indicación de haber sido donadas por sus autores. Aquí priva el asterisco. En estas circunstancias he tomado el partido de continuar indefinidamente la lectura de libros de viajes por África, que es el continente que me simpatiza más.

Me parece algo caprichoso lo que dices de mi retrato, exceptuando lo de las barbazas que, en efecto, me recorté a poco de retratarme, no habiéndolo hecho antes porque quería que el retrato fuese de invierno; la moda aquí es ahora la barba, muy recortada en pico, y se concede una gran importancia al arreglo de ella. No hace mucho el citado joven Óscar me dijo con muchos rodeos y precauciones (y no era la primera vez) que parecía raro que yo no concediese al ramo de barberos toda la importancia que es necesaria, pues me exponía acaso a las iras de la crítica. Entonces realmente me fijé, y vi que no se encuentra una persona que lleve la barba recia y redonda, que después de todo es contraria a la estética flamenca, cuyo tipo o figurín es Van Dyck o Teniers. Quizás sea esto lo único que conservan del siglo clásico. Este joven Óscar, que se cuida de tales cosas, está perdidamente enamorado de una modistilla que no vale un pito, y a la que cree una virtud ejemplar. Pero con todo el dolor de su corazón ha tenido que romper, por lo menos aparentemente, temiendo que el cónsul escribiera a su papá, D. Tiburcio, que no sé si será tan feroz como el hombre lo pinta. Este Óscar y otro no menos tipo, Máximo Z***, que se da tono de dandy y es corresponsal de La Época, y que está empleado como el otro en su bureau comercial, son los representantes españoles en Amberes, o por lo menos los que se dan tono de tales, sin beneficio por parte de España. En cambio hay dos españoles que son belgas por prescripción, y que, sin embargo, presentan rasgos más típicos. Ya te cité a un navarro llamado Valle, que era profesor de este Instituto superior de Comercio, y me parece que no te he hablado, aunque te lo ofrecí, del más importante, un héroe de Pérez Galdós, que pudiera hacer pendant con el padre de las señoritas de Miau. Este tipo está caracterizado por su solo nombre, pues se llama (no en la imaginación de nadie, sino en el Registro civil o eclesiástico puede verse) D. Plácido Espantoso. Es efectivamente un hombre plácido, pero que espanta por sus grandes rarezas. Ha sido armador y ha iniciado grandes filones, que a él le han hecho perder y a otros enriquecerse, y hoy está casi tronado y menospreciado por su familia, que es flamenca, pues cometió el disparate de casarse aquí. Su manía es vivir pegado a los barcos españoles, oliéndolo todo y sin aceptar nunca nada de nadie. Su única función es firmar como testigo eterno en todos los documentos consulares, en compañía de los capitanes que están de turno. Es el único medio de reunir dos firmas de españoles mayores de edad, etc. Ahora mismo empieza a caer una horrible tormenta, y empiezo yo a sentir algún alivio en la cabeza, que me cruje de puro gusto.

Una novedad es que ahora tengo a pasto buen vino español, y no caro, para alternar con la cerveza, que a la larga yo creo que debe de aguachar el organismo, por muy fuerte que sea. Lo tomo a un tabernero de Rentería o de Mundaca que acaba de establecerse aquí, procedente o expulsado de Liverpool. Este tabernero (el marqués) tiene una cuñada bilbaína muy guapilla, a la cual le ocurrió hace poco un lance muy bueno. Se vino aquí escapada de su casa para casarse con un caballerete, que le ofreció venir detrás de ella cuando los papeles estuvieran en regla para volver en seguida a Bilbao. Los papeles no pudieron arreglarse por culpa mía, pues realmente no estaban corrientes; y en caso de faltar a la ley, yo faltaría, naturalmente, para descasar a todo el mundo, no para casar a ningún prójimo. En esto del matrimonio cada día tengo mi criterio más arreté, y lo estimo más como una de las últimas bajezas que puede cometer el hombre por someterse al brutal instinto de la especie, al «crescite et multiplicamini». En todos los pueblos que obran con algún sentido de la naturaleza es cosa extraña la monogamia; existe el comunismo absoluto cuando los pueblos son pequeños y forman unidad política; la poligamia, cuando las tribus o pueblos son fuertes o ricos y pueden conquistar o comprar mujeres, a las cuales se obligan a mantener, o cuando hay un gran excedente femenino, y el mejor acomodado se encarga de sostener y cubrir... las atenciones de ese excedente para que la sociedad no salga perdiendo; la poliandria, en los pueblos agrícolas, expuestos a que les conquisten las mujeres, y obligados cuando esto ocurre a afiliarse por turnos a cualquiera de las que quedan. Esto es, sobre todo, admirable, pues el hombre satisface su necesidad y aun tiene facultad de elegir, y en cambio, sólo está obligado a la manutención el día de turno. Con la ventaja inapreciable de ser padre de todos los hijos de la tribu, sin serlo particularmente de ninguno. Sobre todos estos detalles caben discusiones; pero lo que es indiscutible es que cualquiera de estos modos de satisfacer las exigencias de la especie, que nos obligan a hacer tan grandes majaderías, es superior a la monogamia, con la cual únicamente pueden existir y existen, al lado de las señoras encopetadas, que nos tratan, aunque seamos sus maridos, como a criados o mozos de cuerda, las bandas cerradas e innumerables de prostitutas, y el cúmulo de incidencias que de éstas se deriva.

Pero recogiéndome la cabeza, que es lo que parece que hoy funciona mal, o tomando el hilo del razonamiento, la joven bilbaína, o Eduarda X, se tuvo que volver con las manos vacías a Bilbao, quizás echándome maldiciones, y de seguro sin sospechar que mi criterio sobre su particular asunto obedecía a tan profundas razones como éstas que acabo de decirte y otras muchas que tú sabes y que no hay para qué repetir. De regreso en Bilbao resultó que el futuro estaba tísico..., y la muchacha rompió las relaciones y se volvió con su hermana definitivamente. Lo notable es que esta chica, que viaja a la inglesa, sola por trenes y barcos, con rapidez no inferior a la de César o Alejandro, es tan tonta como cualquier otra de su clase; de donde deduzco yo que lo mismo las inglesas y alemanas que las españolas y griegas podrán hacer o monoimitar lo que les parezca; pero que en el fondo todas quedan mujeres, sin que las modificaciones exteriores en la manera de vivir influyan para nada en lo esencial. No vayas por todo esto a hacer alguna suposición caprichosa, pues aunque me han invitado repetidas veces a que concurra en petit comité a casa de la chica, no he ido ni una vez, ni pienso ir, obedeciendo en esto a un criterio cerrado de castidad y de honestidad, que me favorece altamente y que favorece más aún mis planes científicos y literarios, de los cuales algún día te hablaré.

Hoy he encontrado un Swift de la Biblioteca Marpon y Flammarion por 30 céntimos (mitad de precio). Si encontrara más compraría toda la colección; pero creo que en alemán e inglés no habrá ediciones tan baratas.

A pesar de los 37º a la sombra no me conmueves, y me considero más infeliz que tú a los 27º que aquí disfrutamos sin una pizca de aire. Estas bajas llanuras tienen el inconveniente de que cuando sopla el viento (que es cuando no debe soplar) se hiela uno y se le descompone la máquina nerviosa, y cuando no sopla (que es cuando hace más falta) se ahoga uno y se le descompone también la máquina. Faltan las montañas y hasta los chichones geológicos de menor cuantía, y con ellos los deliciosos términos medios que hacen por ahí más sufrideras las elevaciones y depresiones de temperatura.

Continúa la feria en todo su esplendor y continúan los organillos en todo su apogeo, y los ciudadanos comiendo patatas fritas con el mejor apetito. Yo he hecho algún gasto de ellas, alternando con el famoso nougat, de Montélimar, que se vende a precios módicos.

Una de las novedades de la feria ha sido la llegada al Palais Indien de tres compatriotas nuestros, un macho y dos hembras: él de Cádiz, y ellas de Sevilla (Triana) y Zaragoza respectivamente. Personalmente no valen un pito ni él ni ellas; pero él toca el pandero magistralmente y ellas bailan lo que pueden en el género flamenco (de España), adulterado por largas residencias en diversas localidades de Rusia, Austria y Alemania.




ArribaAbajo- V -

22 Julio 1893.


Hace días te envié un suplemento literario de la Independence Belge, en que hay varias cosas que te gustarán, y como sabes, aproveché un cartón en que vi una canción picante. Esto se llama mezclar lo útil con lo dulce y un poco más. En lo sucesivo te enviaré algunos suplementos que lo merecen, con los cuales estarás al corriente de varios asuntos del exterior, puesto que la Independence no le cede hoy a ninguno de los periódicos de París, y lleva muy bien la batuta en cuestiones de arte. Ya te he dicho que aquí son más papistas que el Papa, y que recogen como maná bendito todo lo francés que huele a esprit, o que lleva el sello de moderno, de fresquito, de fin de siècle; y en la trasmisión, aunque se pierde alguna pureza, que es sustituida por un equivalente de ordinariez, se va ganando en claridad. Dadas las maravillas que realiza la división del trabajo, un cualquiera, dedicado exclusivamente a buscar el espíritu de la semana llega a encontrarlo, y en un artículo de recortes como el Journal des Journaux te sopla (esta es la palabra) todo cuanto tiene punta, entre lo infinito que se escribe por salir del día. Prepárate, pues, a recibir recursos muy útiles para tu redondeamiento espiritual, porque debo advertirte que tú, sin salir de ahí, y yo, antes de venir aquí, estábamos metidos de patas en medio de la «corriente de la vida contemporánea», ya sea por un fenómeno de autosugestión, ya por virtud de un principio panteísta, cada día más patente, según el cual a un mismo tiempo viven en las más apartadas comarcas del mundo plantas de una misma familia y pensamientos de un mismo orden, porque es la naturaleza la que crea a aquéllas y es el espíritu el que engendra éstos.

En todo el tiempo que llevo aquí, y leyendo a diario mucho de literatura jornalera, lo único que recuerdo como cosa original es un artículo de crítica, que tiene trazas y pretensiones de extravagante. Jean Psichari desenvuelve en él, «con gran copia de razonamientos», el dicho vulgar de que de lo ridículo a lo sublime no hay más que un paso. Para ser gran artista hay que arrojarse en brazos de lo ridículo, y sólo el que tiene valor para crear tipos profundamente ridículos crea tipos duraderos. El que se queda a la mitad del camino y cubre piadosamente las bajezas del hombre, es el que nos hace reír y no con buena intención. Psichari no cita el Quijote, que le vendría de perilla, pero aduce mil ejemplos. Werther no es ni más ni menos que un joven que hace el oso; Fausto, un majadero como tantos otros que cultivan la ciencia con la seriedad del asno. Otelo pasa por los trances que nos hacen reír cuando los vemos en nuestro vecino de enfrente o de al lado, y Hamlet parece un jovenzuelo que erige el escepticismo en pose. A mi juicio, lo que hay en esto de exacto es que lo sublime es una forma de locura, puesto que su efecto es la tristeza. Cuando se intenta presentar un hombre juicioso realizando acciones heroicas se cae en el ridículo, porque el heroísmo produce una tensión fuerte y el buen juicio una impresión suave; en total, una gran diferencia en la velocidad de dos máquinas, que, por tanto, no pueden ir juntas. Los autores que presentan un tipo ridículo, pero dejando entrever que en el fondo hay algo de locura, consiguen indefectiblemente impresionarnos y hasta hacernos llorar. En verdad, su arte consiste en repetir un hecho muy corriente que ha experimentado todo el que haya visto un loco en su vida. Fíjate y verás cómo la lectura, y mejor la representación del Hamlet, produce el mismo estado de ánimo que una visita al Nuncio de Toledo. Quería uno reír al principio de los disparates e incongruencias que ve; pero luego viene el dolor producido, más que por reflexión, por la mirada del loco, esa mirada tan característica y tan sugestiva, y se sienten ganas de llorar y de huir.

Al lado de esta impresión nada significa la del incendio del buque con mil pasajeros, ni el desplome de un edificio en que mueren aplastadas diez mil personas. Tan convencido estoy de que en todo lo que va dicho hay una gran doctrina estética, que voy a decirte que los que la siguen son hoy los únicos que descuellan en el arte. Los principales personajes de Zola son locos. El recurso supremo de Ibsen es la locura, y Tolstoi es él mismo un hombre ridículo, del que se reiría todo el mundo si no le defendiera la locura mística de que se halla poseído.

Era cosa convenida entre los estéticos que el loco no podía ser asunto del arte. Luego vinieron los de la escuela antropológica a decir que el genio es un loco sui generis. Sin embargo, lo que hay de verdad es que el loco es el gran asunto del arte, y que el artista no necesita serlo, aunque se den casos en que la obra inventada nos impresione tanto que pretendamos ponerla en práctica. Si Tolstoi practica lo que escribe, la mayor parte se ha contentado con escribir, sin cometer locuras de ningún género. El quid está en saber explotar la locura del hombre, y a mí me parece que ese quid consiste en presentar primero las ridiculeces y cortar a punto nuestra risa con aquella mirada siniestra que lanza el loco enjaulado, o bien con la mirada cosquillosa del loco risueño y pacífico. Repasa en tu memoria los tipos más salientes de la literatura, y verás cómo encuentras algo de esto en todos ellos. Y ésta es la razón también de que la impresión total y final de las obras humorísticas, en el sentido noble de esta palabra, desde el Quijote hasta la Feria de vanidades, de Thackeray, desde Swift a Heine, sea siempre más triste que la de las obras pretendidamente serias. Cuando el autor es subjetivo, el loco que asoma la cabeza es él mismo, como ocurre en estos dos últimos; cuando es objetivo, los locos son los personajes; pero el resultado es igual. No niego que haya exposición en hacer afirmaciones absolutas, y creo también que como la realidad tiene muchas caras, cuando se toma un punto de vista sistemáticamente todo se deja ver por este punto, y por consecuencia, todas las obras artísticas serían jaulas de locos. En Galdós, por ejemplo, sacaríamos bastantes, los mejores, «Orozco», «Viera», «Guillermina», «Leré», «El padre de las Miau», etc. Pero lo sustancioso en esta cuestión es que el punto de vista ofrece un criterio fijo para crear tipos con probabilidad de acierto, y por otro lado la observación se facilita, circunscribiéndose a los rasgos ridículos y a las locuras humanas, puesto que su combinación parece ser que da una idea completa y perfecta de lo que somos.

Un ejemplo fresco de lo dicho es el anunciado Docteur Pascal, de Zola, que acaba de aparecer. He leído dos artículos críticos, y con ellos basta para hacerme cargo de la cosa. El doctor vive en Plassan separado de su familia, cuyas miserias conoce de sobra, y pensando aprovechar este conocimiento para fundar la gran ley de la herencia. Con lo cual su madre se enfurece, porque, considerándose autora de toda la trama, no quiere que sirva para comidilla del público. Pero la ciencia ante todo, dice Pascal, iniciando el tema serio, esto es, la chifladura que le ha cabido en suerte. Una hija de Arístides Rougon (el Marccad de «Argent») es la única que vive con su tío; pero se pone de parte de la abuela y pretende robar a éste los documentos humanos, coleccionados para vergüenza de toda la casta. Pascal la sorprende, la explica la grandeza de su objeto, el bien de la Humanidad-continúa él tan serio, -y la convence. No sólo la convence: la enamora, y aquí entra lo risible. El tío se enamora como un mentecato, y entre tío y sobrina alimentan un idilio, eminentemente ridículo..., si no fuera porque al final viene la separación. ¿Por qué? Porque Pascal, entre la mujer y la ciencia, antepone ésta, esto es, porque cuando la ridiculez se iba a adocenar, terminando por una aventura de chicuelos, la manía científica endereza la situación, y Pascal continúa siendo héroe de la ciencia, más héroe que si no hubiera realizado las precedentes chiquilladas. Cae Pascal enfermo, y a pesar de su enfermedad continúa la obra científica; su deseo sería vivir sólo para terminarla. Pero la muerte se le echa encima al mismo tiempo que la noticia de que Clotilde, la sobrina, está preñada de él. Enternecimiento, llamada, y quién sabe si proyectos de paternidad burguesa y de abandono de la ciencia. La muerte, lo serio, corta oportunamente la situación, y queda sólo Clotilde, y después de ella, un hijo de Pascal, la herencia que éste trataba de descifrar, hecha carne, convertida en una incógnita, en la eterna X que aparece al fin de la ciencia como protesta de nuestra debilidad contra nuestra presunción. Después de esto, ríete de los que hablan de obras inconscientes del genio. La obra ésta está tan bien calculada como una operación matemática. Si Zola hubiese escrito, como decían, la epopeya de la ciencia en serio, nadie sabe dónde hubiera ido a parar, aunque a nada bueno de seguro. Un hombre que se llama amante de la ciencia y entusiasta por el progreso ha tenido que dar una solución escéptica o irónica, formada por el contraste entre las ridiculeces que como hombres hemos de cometer, y la gravedad con que queremos cubrirlas mediante manías particulares que nos adornan. La solución de Zola es pesimista, y filosóficamente estaba ya dada en la Metafísica del amor, de Schopenhauer. Nosotros somos miserables siervos de la especie, a la cual servimos para proporcionarnos un placer engañoso y brutal. Pascal se pasa la vida trabajando para la ciencia o para su propia gloria (esto es lo más propio), y al cabo resulta... con un hijo, esto es, con un nuevo servidor de la especie humana, que acaso sea peor que todos los Rougones anteriores. Lo cual no quita para que el público tome la cosa por el lado simbólico y vea en todo ello una expresión de los elementos que han entrado o debían entrar a componer la X, la Francia posterior al Imperio fallecido en Sedán.

Según todo lo que va dicho, no me parece bueno tu sistema de dejar a la naturaleza que obre como tenga por conveniente. Lo que se cuaja espontáneamente dentro del arca de los ajos es la forma particular de la obra; pero para que cuaje hay que meter dentro algo sustancioso. La impresión recibida no basta, pues podría ocurrir que dicha impresión fuese huera, y a pesar de las tres semanas de empolladura no saliera el pollo. Hay personas que conocen los huevos fecundados, y éstas son las que deben dirigir la echadura. Para distinguir el valor de las impresiones hay que tener criterio, sin contar con que la impresión misma lleva en sí cierta traza de nuestro criterio; lo que motiva que las impresiones o emociones sean distintas en las distintas personas. Pero aunque la impresión haya sido tomada según nuestra manera de ver, no lleva en sí la cantidad suficiente de idea en todas ocasiones, porque hay momentos en que estamos desequilibrados o apasionados y no vemos las cosas con serenidad. Cuando nos ocurre una gran desgracia, vemos tristezas que antes no veíamos en todo lo que nos rodea y recogemos impresiones falsas, que luego desechamos por inútiles y a veces como ridículas. Para componer se necesita estar lleno de impresiones, pero éstas no dicen nada mientras no las fecunda esa idea constante de que yo te hablaba. Por eso, los que escriben excitados por la pasión caen en el sentimentalismo y en la hinchazón. Yo recuerdo que cuando mi paisano A*** M*** perdió a su mujer se incomunicó del resto de sus semejantes, y aprovechó las impresiones y la exacerbación de aquellos momentos para componer de un tirón un poema, que él cree su obra maestra, y que es una majadería con circunstancias agravantes. Esto no depende sólo de que se trate de un poeta muy malo, sino de que no es posible llenar con fuegos fatuos el espacio que debe ocupar el pensamiento. Hay temperamentos que componen en frío, otros que componen en caliente; lo que no puede variar es la primera materia.

Como demostración práctica de esto tú puedes servir de ejemplo. Hallándote a 37º era natural que sintieras calor, que los estragos del sol te impresionaran; pero esta impresión es circunstancial, y en circunstancias normales te parecerá impropia para la poesía. Dado este precedente, los materiales empleados en revestir la impresión son perdidos. Esta opinión mía no tiene nada de particular, pues ni el Himno al Sol, de Espronceda, que toma al astro-rey por todo lo alto, me deja satisfecho. Si la poesía de la naturaleza es filosófica, exige grandes cuadros, poemas enteros, y si es descriptiva, no puede formar o no conviene que forme temas separados, sino ir engarzada en composiciones de otro género.

En el Ahogado hay pensamientos y hay impresión. Il y a du naturel, como es moda decir hoy a todo pasto.

Siguiendo mi discurso, creo que el pensamiento es claro y bueno, pues ha servido para obras magistrales. Rebajar al hombre hasta donde se merece y un poco más, es el eterno filón de la sátira. Si antes se hacía esto en forma directa y con tono sentencioso, se flagelaban los vicios humanos; hoy este recurso no alcanza, porque todo lo que huele a sermón parece insoportable. Ha habido que recurrir a medios indirectos, o a los contrastes en que se muestra la estupidez de nuestra especie de una manera clara y precisa, para que el lector se encargue de sacar la punta, o a la defensa de lo indefendible, con el sano propósito de acabar de rematarlo. Esta forma de sátira es la más enérgica, y se reduce a un mecanismo tan sencillo como la suerte de varas: el picador debe defender al penco, y parece que lo defiende; pero como el penco no tiene resistencia, todo Dios viene al suelo; el picador, bien o mal escapa, y el penco se queda pataleando. Para emplear este recurso hay que ser un poco canalla; pero el arte no tiene entrañas, y la sátira las tiene de hiel. Ya recordarás que el severo Taine disculpa con gusto a Swift diciendo que «bello es también un palacio cuando arde». Y luego pone en boca de un tercero, que acaso sea él mismo: «Sobre todo, cuando arde.»

Noto que para buscar comparaciones me voy siempre a las alturas; y es que creo, como te he dicho mil veces, que mejor es no ser nada que ser una medianía, y que de lo que se trata es de saber si hay fuerzas para llegar muy alto, o si debe uno quedarse en su casa. Ninguna persona decente debe aspirar a ser Palacio, ni Ferrari, ni Rueda, ni Cano, ni Codina, etc., etc., aunque alguno de éstos coma un poco mejor que el común de los mortales. No se debe buscar la justificación de lo que se hace, bueno, mediano o malo, que esto es trabajo de abogado, y sabido es que el abogado, por el hecho de serlo, es una bestia nociva para el arte (ejemplo, nuestro excelente amigo D***). A mí me produce gran perplejidad la impresión que te ha servido para exponer ese pensamiento de tu composición. El contraste entre la gentuza y el cadáver produce el efecto apetecido; el de los hombres oscuros no me gusta, porque la idea se particulariza a una clase y pierde la generalidad que debe tener. Supongamos que el asunto fuera la ejecución de un condenado a muerte. El contraste entre la canalla y la víctima produce la misma impresión, aunque el tema sea más gastado. ¿Pero la produciría el contraste entre el condenado y el sacerdote, los hermanos de la Paz y Caridad, la fuerza pública y aun el mismo verdugo? Yo creo que no, porque éstos llenan una misión necesaria, dado un sistema social. En un sentido muy alto, es cierto que en la ejecución la única persona digna parece ser el muerto, y que nos parece estúpida la intervención de quienquiera que sea. Pero el desprecio recae sobre la chusma que voluntariamente saborea el espectáculo, no contra los que intervienen por caridad, por mandato o por necesidad. La sátira contra éstos iría contra la pena de muerte, y la sátira contra los hombres oscuros o el desprecio contra las aves de la curia recae sobre la justicia, o lo que es peor, va contra la necesidad imprescindible del procedimiento penal y del levantamiento del cadáver, que no se ha de dejar abandonado para que llene el aire de miasmas. Todo esto parece alambicado, pero no dejará de ocurrírsele así a bulto al lector, y quitará fuerza al pensamiento. Tu composición parecería intachable a los coloristas que no ven en la palabra más que la virtualidad para expresar un rasgo o un matiz, y juzgan el summum del arte la trasmisión exacta y viviente de lo visto; pero tu objeto no es ése, pues desde el verso «que desde allí arriba parecía risible y grotesco», se inicia a las claras el sentido satírico que se completa en las dos estrofas siguientes. Yo creo que la composición ganaría suprimiendo las dos estrofas penúltimas y ampliando en dos el cuadro indicado en la que las precede, y sin necesidad de esta ampliación, te puedo asegurar que a mí me satisface mucho más sustituir esas dos estrofas por una hilera de puntos y leer en seguida la última, que es la mejor de todas. Vuelve a leer la composición en la forma que yo te digo y dime lo que te parece. El cuadro queda convertido en mancha, pero la mancha expresa más que el cuadro. Y conste que soy yo en esta ocasión el partidario de la incoherencia.

En cuanto a la estructura, esas dos mismas estrofas, condenadas a muerte, son las que menos me agradan, y de las restantes, a la única que encuentro peros es a la tercera: «con crueldad acusaba la forma-proporciones tan raras e insólitas; -llena de zozobra-contemplar absorta»-son versos que se prestan a algunos reparos.

He leído lo que dices de Goethe, y precisamente estos días he pensado yo sobre el asunto con motivo de la publicación de varias anécdotas que al hacer la crítica del Werther, de Massenet, han desempolvado los críticos. Esa misma idea que hoy se tiene de Goethe, después de escudriñar toda su vida, la tuvo, por impresión, como es natural, en las mujeres, Carlota Buff, cuando Goethe tenía sólo veinte o veinticuatro años. El genio trató de suplantar en el corazón de Carlota a un tal Kutzner, mozo fornido y de los que se entregan sin reservas, y Carlota, a pesar de los destellos que brillaban en los ojos del genio, le dio unas magníficas calabazas y hasta le trató con dureza un día que Goethe se atrevió a darla un beso. Kutzner la hizo madre de una docena de robustos infantes y Goethe se desahogó escribiendo el Werther, en el que no hay de verdad más que el beso. Y cuentan que siendo ya muy jamona se reía Carlota de los cuadros de cenador en que aparecía ella como una enamorada romántica, víctima de su deber conyugal. En toda su vida no se le ocurrió siquiera comparar a su marido, hombre de corazón, con Goethe, hombre de cabeza. Y en verdad que este rasgo sería bastante para reconciliarnos con el sexo débil, si no estuviera averiguado que es un rasgo constante en la mujer y que es obra del instinto, que no busca satisfacciones platónicas, que impone el deber de la maternidad, que abre los ojos para buscar el hombre útil, el hombre trabajador, dispuesto a gastar su pólvora en descargas y no en salvas.

Sobre lecturas de viajes te diré, que sus efectos son monótonos, si se leen autores que sólo van a descubrir y pasan por encima de todo; pero hoy casi todos los Estados europeos tienen establecimientos permanentes, y se pueden publicar estudios de interés. Yo he leído una colección de viajes publicada en Barcelona por una Sociedad de literatura, los cuatro o seis tomos de Montaner y Simón y otros varios. Aquí he leído los viajes de Stanley y me han parecido una brutalidad, porque Stanley es un hombre inculto y cruel, e iba también derecho a su objeto, sin fijarse en lo que veía y dejándose la caravana a jirones muerta de cansancio y de hambre. Lo que sí interesa es la obra de los europeos residentes, que han estudiado los idiomas y se pueden hacer cargo de la vida de los indígenas, la cual tiene el mérito, por lo menos, de no parecerse a la nuestra.




ArribaAbajo- VI -

30 Junio 1893.


He pasado un buen rato leyendo tu carta de hoy, en la que hay de todo y para todos los gustos: «crítica y sátira», semblanzas, caricaturas y retratos. El de D. Tiburcio debe ser exacto; pues yo vi una acuarelita enviada como regalo a este cónsul, y no obstante ir firmada por un catedrático de la escuela de Bellas Artes, me apresuré a decir que era muy mala, y que aparte de otros defectos había uno importante, como era representar una flamenca por medio de una paisana del celta D. Tiburcio. Por muy malo que sea un artista, si tiene delante una gallega, no puede sacar una flamenca, aunque la cuelguen una mantilla más grande que la plaza de toros de Madrid.

En cuanto al retrato de Z***, respondo de que es exactísimo, salvo que hoy tiene la barba un poco recortada. Al día siguiente de escribirte comí a bordo del Goya, y antes de ponernos a la mesa llegó el tal Z***, que me tiene entre ojos porque no quiero reunirme con él, porque no quiero comprarle vino ni tabaco (porque es comisionista en todo género de comercio), y porque varias veces, y entre ellas comiendo por primera vez en su compañía a bordo del Velarde, hace una semana, hablé en contra de los velocípedos, hiriéndole en la viva afección que profesa por estos aparatos. No quiso acompañarnos a comer por haberlo hecho ya, pero se dedicó a decir sandeces y a hablar contra el matrimonio; todo ello porque se ha acercado a dos o tres chicas de capital que le han calabaceado, y porque usufructúa, según dicen, a una jamona que se le beneficia a él, mientras él cree que se la beneficia a ella. Como yo sé que se precia de ser gracioso y esta tarde estuvo desafortunado, me dio la ocurrencia de decirle cuando se marchaba: ¿hombre, se va usted sin querer hacernos ninguna gracia?; y él tomó la cosa por donde quemaba, y salió haciendo fu como el gato. Esto te puede dar idea del cutis y de la cabeza que se gasta el hijo de su padre, que es un abogado que no ha querido declararse en huelga en Guadalajara.

En esta semana pasada he tenido cuatro convites en el Velarde, que es de la línea de Hamburgo, y dos en el Goya, que es de los de esta línea. El capitán de éste, o é capitá addalú, que dice el cónsul haciendo el arrendajo, es de los mejores: un hombre optimista hasta el punto de estar satisfecho de su mujer, que aquí dicen malas lenguas, es una inglesa decente, pero insoportable y de tomar como un recreo la temporada que va a pasar ahora en Archena para curarse de viejos alifafes. El capitán del Velarde, D. Juan Bautista Tortajada, es un tipo excepcional. Sabe mucho más que algunos de nuestros críticos de tanda; ve todo lo que mira con gran claridad; habla con pausa y es católico del ramo de jesuitas. Uno de los temas admitidos por aquí arriba como dogmas, es el de considerar el catolicismo como causa de degradación de las naciones católicas y el protestantismo como causa del engrandecimiento de las naciones protestantes; yo creo que si en España hubiera muchos tipos como éste (en vez de haber abundantes charlatanes y discutidores), se demostraría que el catolicismo no se opone a los adelantos ni a los engrandecimientos. Bien es cierto, para decir la verdad entera, que tampoco los favorece; pero de aquí sólo se saca como consecuencia que los españoles, siendo católicos y trabajando, podrían enriquecerse, de la misma manera que los ingleses no descenderían del puesto en que están, aunque dejasen de existir los ridículos «ejércitos de salvación», que los domingos infestan los paseos públicos de las ciudades de Inglaterra para maniobrar con arreglo a la táctica militar, como si fuesen a dar la batalla a otro enemigo que el que llevan consigo, la estupidez y el spleen. Todo esto lo digo porque Macaulay, que es uno de los hombres de espíritu más independiente, que me he echado a los ojos, dedica párrafos y más párrafos a sostener el dogma antes indicado; y es que aun el entendimiento más enérgico no se libra de caer en los moldes vulgares para evitarse la molestia de penetrar más en el fondo. Se ha visto que ciertas naciones bajaban mientras otras subían, y se ha notado que aquéllas eran católicas y éstas protestantes, y no ha habido más que hacer. Se han encontrado dos magníficas tapaderas para cubrir todos los hechos históricos. Es posible que en el porvenir se vuelvan las tornas; con cambiar las tapaderas, la filosofía de la historia queda incólume. Sin embargo, no hay que esperar al porvenir, porque hoy mismo, mientras Alemania e Inglaterra están muy altas, merced a las industrias de colonizar y falsificar, Noruega anda por los suelos, a pesar de sus grandezas del tiempo Gustavo Adolfo, y Holanda va de capa caída desde que sus amigos los ingleses le quitaron las mejores colonias (las que adquirieron separándose de nosotros). Mientras España e Italia están atascadas a la entrada de la cuesta, no obstante los Camachos, Gamazos, Cos-Gayones, Conchas, Crispis, Giolittis y Grimaldis, que ejercen de carreteros, Francia y Austria están a una altura bastante decorosa. Esto sin contar con que los rótulos no corresponden casi nunca a la mercancía. Aquí somos nosotros el prototipo del catolicismo, porque nuestro soberano se llama S. M. catholique, y los que somos de casa sabemos lo que hay en esto de verdad. Lo mismo ocurre en todas partes mutatis mutandis.

Me extraña que creas que en la cuestión matrimonial he dado yo un cambio, siendo así que quizás sea éste el único punto en que, desde antes de nacer, tenía un criterio fijo. Si ha habido variación, ha sido para desenvolverlo y extenderlo cada día más y con mayor convencimiento. Lo que hay es que, dado el hecho fatal del matrimonio, yo encontraba preferible la mujer de puertas adentro a la señora de salón. La primera es una imposición de la naturaleza, y se puede tragar cuando no hay fuerzas para rebelarse; la segunda es imposición de la naturaleza, y además engendro de nuestra simplicidad, que revela, no como algunos creen, sentimientos caballerescos, sino mansedumbre consciente. Los antiguos caballeros se alanceaban por una mujer, pero una vez conquistada la metían bajo siete llaves. En esa mujer, en la castellana, está el origen de la esposa burguesa de nuestros días, en la cual hay algo de morisco, porque no en vano los moros estuvieron varios siglos haciéndonos compañía. La señora de salón es importada del extranjero, y tiene sus raíces en el espíritu revolucionario francés, y en sus hijuelas: el feminismo, el nihilismo de las mujeres rusas, etcétera. Aquí hay mujeres que escriben a diario y defienden sus derechos, imitando perfectamente el juego de los partidos y de las opiniones. Ahora hay discusión ardiente sobre si la mujer puede o no puede velocipedear, y el triunfo es para la afirmativa. En Amberes hay más de cien señoritas con velocípedo, y no es raro ver por las calles céntricas el espectáculo estupendo de un ménage que sale a pasear en bicicleta. La madre delante como un guión, detrás la hija casadera, la que sigue, el niño zangalón y el arrapiezo, y cerrando la banda el papá, en un pesado triciclo. Este cuadro es el ideal de Z*** y demás estúpida canalla metalizada.

Mas por lo que hace a las mujeres, yo creo que tienen toda la razón de su parte y que los hombres no debemos negarnos a lo que piden.

La naturaleza de la mujer exige que su lugar sea inferior al del hombre en cuanto a los asuntos de interés general. Hay mujeres que gobiernan admirablemente una casa, pero no hay ninguna que pueda gobernar una localidad; un reino sí, porque otros lo hacen por ella. Su gran habilidad consiste en conocer las personas por impresión y las cosas por presentimiento; pero esto de vez en cuando.

Dada la condición subalterna que debe tener la mujer en bien de ella y de todos, nada más insensato que declararla igual al hombre y no poner esta igualdad en las leyes que se refieren a la vida práctica. Se da la libertad y se niega la bolsa, creyendo que con esta ficción la mujer quedará satisfecha. Sí quedaría cuando las cosas quedaran ahí; de un lado la vanidad enorgullecida con la consideración de ser igual al hombre; del otro, el estómago tranquilo con la confianza de que nunca faltará el lastre. Pero aquí llega el conflicto. El hombre se convence de que ha hecho un disparate y se retrae del matrimonio. Es el único recurso después que se ha cacareado contra todas las formas de familia distinta de la moderna, dejándolas para uso exclusivo de los salvajes. ¿Qué hará la mujer, igual al hombre teóricamente, pero sin medios de subsistencia? Pedir la igualdad práctica o caer en la prostitución, puesto que el realce de la señora exige que se llame prostituta, no a la que se vende por dinero, sino también a la que se entrega sólo a un hombre para asegurar su manutención. ¿Y qué es la prostitución más que la poligamia y la poliandria disfrazadas y más sucias que entre los salvajes?

Quizás conozcas la contestación que un diplomático turco dio a otro francés, que se extrañaba viendo que en un harén se distinguía perfectamente la sultana o la esposa de las concubinas, cada una de las cuales ocupaba el lugar y el rango correspondiente a sus propios méritos: -Crea usted, amigo mío, que nosotros hacemos lo mismo que los demás hombres de Europa, sólo que lo hacemos con más comodidad y con más limpieza. -Tanta fuerza tiene la realidad, que aquí, por ejemplo (y lo mismo ocurre en todas partes), a pesar de una legislación dura en contra, los nacimientos ilegítimos representan constantemente un 25 por 100 o más. El que no puede o no quiere casarse, tiene una querida; cuando ésta se pone enferma o le aburre, busca chicas volátiles o va a las casas de prostitución. En resumen, una poligamia costosa, molesta y asquerosa.

Entretanto, las mujeres que no se casan y que no tienen rentas, un 50 por 100 del total, tienen que vivir arrastrándose o pidiendo medios legales para ganarse el sustento, y acaso para atraer a algún esposo consorte, de esos que hoy se prestan gustosos a desempeñar el papel que antes parecía indigno en las mujeres. El porvenir próximo de la cuestión femenina parece ser la gradual emancipación, y con ella el rebajamiento del hombre y de la sociedad. Y si llega un día en que la mujer de carrera, hoy tolerable por ser un bicho raro, se encuentre por todas partes en las filas de la burguesía y de la ciencia, habrá que suplicar a la Providencia que caiga sobre nosotros otra nueva invasión de bárbaros y de bárbaras, porque, puestos en los extremos, es preferible la barbarie a la ridiculez.

En la mujer burguesa se ven todavía los restos de la vida antigua, y los inconvenientes de la igualdad de los sexos resultan atenuados; pero en la mujer educada para brillar fuera de su casa por la ilustración, por la elegancia o por otras cualidades, yo no veo agarradero posible. Con ella tiene que desempeñar el marido el papel de editor responsable; uno da el nombre y cubre todo lo que sea necesario cubrir, y la gloria, cuando la hay, es para los demás. Por eso citas muy acertadamente a Platón, que se complacía con el trato de las mujeres de sprit, pero cuidando de no cargar con ninguna. Esto mismo se siente hoy, y aunque parezca brutal, y lo sea en la forma, el caso de La Montálvez, de Pereda, no deja de tener realidad. Hay que crear un tipo que represente a la mujer griega, a la vez ideal y disoluta, siempre independiente del hombre (no por ministerio de la ley, sino por mérito propio), y sabiendo vivir sin arrastrarse, aun en medio de la más cruda prostitución; de la misma manera que el hombre sabe sacudirse el fango que recoge en un día de bacanal y coger al día siguiente los pinceles y pintar Madonas, como Rafael. (Conste que no quedo satisfecho ni mucho menos de este párrafo que me ha salido sin pensar, mientras discuto sobre la forma en que se ha de enviar la cuenta de derechos obvencionales, por estar a fin de año económico).- Pues bien..., para crear ese tipo de mujer necesitamos nosotros hoy en Madrid (porque en el resto de España el problema es más difícil): 1.º, una mujer que sirva para el caso; 2.º, que no esté educada en el santo temor de Dios, y 3.º, que se case con un marido tolerante, con el marido ideal, según tú.

Así recordarás que Pepe Guzmán, hombre de cierto gusto, cuando conoce a la Montálvez y cree encontrar en ella el tipo de mujer que hace falta para la obra, lo primero que hace es sacarla de quicio y lo segundo empujarla para que se case con el hacendista. Sin dejar su mojigatería, la Montálvez podría pasar por joven recogidita, y buena para las funciones de iglesia; sin casarse con un hombre aborrecible había el peligro de enganchar al hombre amado y dar de hocicos en la Vicaría, donde empieza la gracia de Dios, pero donde se acaba la gracia estética del asunto. Una vez planteado así éste, sólo hacía falta, para sacar una novela de punta, un artista pagano, que viera la cosa desde su verdadero punto óptico. Con las ideas religiosas de Pereda el fin tenía que ser una estupidez, y los personajes debían quedar estropeados para que no padeciera la moral.

La conclusión de todo esto es: que para el amor ovidiano tenemos por fortuna en España buenos materiales, y no muy caros, dada la situación de las demás plazas europeas; que para el amor platónico (con gotas del otro, se entiende) escasea la primera materia y se necesita una manipulación más complicada, y que en ambos casos resulta confirmada la tesis de mi antiguo compañero de dominó, Mr. Gouban, a saber: «que le mariage est très bon... mais pouri les autres». Queda sólo un cabo por atar: el término medio que tú condenas, representado en la mujer casera. Si hay un hombre que no puede pasar sin alguien que le ordene todos los chismes de la casa, y ese hombre no puede echar mano de un asistente ni de una buena ama de llaves (¡invención metafísica de los escolásticos de sotana!), me encojo de hombros. Con motivo de las frases que dedicas a hablar sobre amistad, de la amistad según Schiller, te diré que, en efecto, debe ser una cosa muy rara esa amistad, pues no sólo se encuentra pocas veces, sino que hay muy pocas personas que la comprendan siquiera. Yo no he encontrado ninguna. A mi jefe, por ejemplo, no puede entrarle en la cabeza que dos personas se escriban frecuentemente sólo por la satisfacción de comunicarse sus impresiones, y menos aún que lean tantas páginas de letra menuda sin objeto ni utilidad. Él escribe a diario cartas de felicitación al que asciende, al que obtiene una cruz, al que tiene una desgracia; es un hombre servicial y desprendido con los amigos; es de lo mejor que hay en el género. Y sin embargo, no comprende la amistad sin la utilidad, sin algún pegote extraño que la complete. Esto es general, y yo no encuentro, como te digo, jamás una persona que se reconozca amiga de otra porque sí. Mucho afecto, mucho desinterés, todo lo que se quiera; pero cuando se miran las cosas con calma, se ve que hay una de dos cosas: o historia (y esto es lo mejor, porque revela gratitud) o esperanzas. Las esperanzas de sacar jugo en una de las mil formas conocidas, es lo que sostiene casi siempre la amistad.

En este mismo momento recibo carta de mi antiguo habilitado, diciéndome que tiene en su poder el piquillo que me debía. Con este motivo le pagaré a Daniel y le obligaré a escribirme, aunque sea sólo para acusar recibo. Aquí tienes un ejemplo, y otro podría ser mi amigo M*** R***, de verdadera amistad, de amistad desinteresada y sin segunda intención; pero una amistad tan fría que no puede vencer al abandono, y que sólo da señales de vida cuando hay algún motivo. Si a cualquiera de esos dos amigos le hago un encargo, me lo hacen y me contestan; pero si no hago encargo, no me lo hacen, como es natural, pero no me contestan tampoco.

Estos días hemos tenido aquí dos fiestas originales, de que no quiero dejar de darte noticia, porque revelan muy bien el carácter local. La primera fue una ceremonia rara, que se llama celebración de las bodas de oro de obreros pobres. Precisamente en mi barrio se ha dado el caso de que dos individuos de sexo diferente hayan ido tirando del pellejo hasta el punto de llevar cincuenta años de casados sin haber tenido un ni un no. Esto se dice también cuando uno de los cónyuges se muere. Los vecinos del quartier abrieron una suscripción para cubrir los gastos, y hubo serenatas, procesión pública por el estilo de nuestro Viático, con la pequeña diferencia de que en vez de los óleos le sueltan a los bienaventurados pacientes una de trompetazos que tiembla hasta la mole del palacio de Justicia, banquete o raout, exhibición pública y ensordecedoras aclamaciones. La función tiene lados conmovedores (sobre todo el de llevar cincuenta años metidos en la misma cama), lados prácticos, que le hincharían la quatrina a Pedregal, y lados ridículos, que no hay para qué ensañarse en señalar.

La segunda manifestación social tiene puntos de contacto con la primera. Se trata de que el cura de la catedral lleva, desde ayer, veinticinco años de ser decano de los párrocos de Amberes, y con tan fausto motivo todas las casas de la parroquia y algunas más (salvo las de los ateos) estuvieron durante el día y la noche adornadas con banderas y colgaduras, algunas de las cuales cruzaban de balcón a balcón cubriendo las calles. El vulgo se contentaba con estas expansiones; pero la aristocracia, entre ella nuestro representante, desempedraba los pavimentos con los veloces carruajes, para agolparse a la puerta de «nôtre venerable pére doyen» y hacer acto de catolicismo. En éstas y otras circunstancias hay que demostrar lo que se es, para señalarse y entrar en la fracción católica. El que se mantiene reacio no entrará en ninguna parte, porque aquí los bandos se hacen guerra a muerte, y no hay un católico que admita en su casa a un liberal por nada del mundo. En cuanto a los curas, ya comprenderás que aquí están mejor que ahí, sin comparación posible. Se dan importancia de directores generales por lo menos; no se familiarizan con todo el mundo, y se hacen valer dando conferencias a tres francos la entrada (y si el conferenciante es jesuita, el local se llena). Cuando esto ocurre en una ciudad liberal como ésta, donde el Ayuntamiento es todo liberal, no sé lo que pasará en Flandes, donde el catolicismo parece estar en pleno período inquisitorial.




ArribaAbajo- VII -

5 Julio 1893.


Para anunciarte el envío de algunos recortes y suplementos, que creía no te vendrían mal, acudí al procedimiento de todos los comerciantes: a dar un poco bombo al artículo. Esto no quiere decir que yo te haya engañado, pues el primer suplemento te lo envié sólo por el artículo de Tallenay y el de Víctor Hugo. Después sí te he mandado algunos recortes azules que tienen alguna chispa, y dos Fígaros, en los que habrás encontrado cosas buenas. Aquí no hay espíritu francés, sino afrancesado; pero esto no quita para que haya periódicos, como la Independence, bien costeados. Hace algunas semanas ha publicado artículos de un gran crítico inglés sobre la pintura francesa y de un francés sobre la inglesa, que han llamado la atención.

Sin embargo de todo, te diré que en el tiempo que aquí estoy lo más original que había leído era un artículo que no lo es, el de Psichari, y te decía cuatro generalidades de él. Hasta aquí todo iba bien; pero como del hilo se viene al ovillo, y desde que no creemos en nada tenemos necesidad de inventar todas las mañanas unos cuantos dogmas que nos permitan pasar el día como seres racionales, yo me encontré en buena disposición para echar los pies por alto, y saqué de la nada la teoría de lo ridículo y la locura como elementos integrantes de lo bello o de lo artístico. Lo disparatado del sistema está en emplear por exageración las palabras ridiculez y locura en vez de usar otras más suaves, por ejemplo, las de hombre interior y exterior que tú escribes. El hombre exterior (y todos lo son) es ridículo o vulgar. Si es vulgar tiene poca sustancia artística, porque una cosa es que lo vulgar se embellezca por la manera como se representa, y otra que lo vulgar sea bello en sí, cosa que yo no creo. Si es ridículo ofrece más aliciente para el artista, no por ser ridículo, sino por servir como elemento de contraste con el ser interior. El hombre interior (y lo son muy pocos) es el loco de mi cuento, al que la gente llama chiflado, los antropólogos vesánico y los artistas apasionado. Y aquí entra lo esencial de mi doctrina: el tipo artístico es siempre una combinación, no arbitraria, sino natural, de rasgos ridículos y de locuras o de arranques pasionales. En el hombre vulgar se demostrará habilidad artística y nada más, si se toma como tipo; en el apasionado y en el ridículo habrá interés, pero el resultado se conseguirá a medias. Yo no recuerdo en este momento ningún tipo exclusivamente ridículo que sea grande en la historia del arte. Falstaff, por ejemplo, es ridículo, pero tiene mucho de serio y de grande; porque si aparentemente no hace más que bufonadas y sirve de diversión a todo el mundo, tiene un fondo de pasión que enternece. Su exterior sería ridículo; pero cuando se le ve ir una vez y otra a las citas de amor, de las que siempre sale con las manos en la cabeza, sin dejar de reír, se comprende que en el interior hay algo sublime capaz de arrostrar una burla tras otra. A esto le llamaba yo locura; pero si se quiere se puede variar, como te digo, la palabra. Cuando los estéticos han definido lo ridículo como desequilibrio de fondo y forma, han definido un compuesto y no un simple. Lo ridículo es sólo lo que cae por fuera, y cuando hay entre esto y lo interior un desequilibrio, lo ridículo se purifica y se enaltece. Pero somos tan canallas que llamamos ridículo a un hombre que quiere amar y no puede porque es jorobado, y llamamos sublime al que quiere subir al cielo y no puede porque está amarrado a la tierra, Para mí Falstaff es tan sublime como Prometeo. Lo que hay es que se habla mucho contra el vulgo y todos somos vulgo, y que los juicios artísticos se suelen establecer desde el punto mediocre en que estamos colocados la generalidad de los hombres. Un crítico, como Taine o como Sainte-Beuve, no deja de ser un hombre que, pensando muy alto, juzga, sin saber cómo, con arreglo a la ordinariez de la vida que vive. Los que hacen menos que él son ridículos; los que hacen más son sublimes. Tartarín va al primer encasillado, porque ninguna persona de buen sentido habla como él ni hace excursiones como él (aunque quizás algunos las hacen peor, por ejemplo: los excursionistas por abono a alguno de los bureaux belges); cualquiera de los soldados que en La Debâcle se deja pegar un cañonazo por la patria irá al segundo encasillado, porque ninguna persona de buen sentido acostumbra a ponerse en sitio donde le puedan maltratar su respetable organismo.

Pues de la misma manera no hay tipo verdaderamente artístico si se le despoja de la parte exterior y se le deja sólo la médula. El clasicismo hacía eso, en literatura como en pintura y escultura, y precisamente si la reacción romántica y después la realista van a alguna parte, es a esa: a cubrir los esqueletos clásicos, que suelen impresionar más por su antigüedad que por otra cosa. Ya citabas a Edipo, y decías que no hay medio de hallarle el lado ridículo; es cierto, y ahí está el mal, pues a poco que reflexiones, entre Edipo y San Albano no hay más que un paso. Lo chocante en el clasicismo es el contraste entre la vida y los personajes. Estos son tan secos y lamidos como las figuras cristianas, y en cambio, la vida rebosa de sensualidad. A cualquiera se le ocurre pensar que el defecto que se nota en las pastorales, ese falseamiento de tipos, que por más que se haga no cuajan dentro del cuadro de la naturaleza en que se les colocó, es un defecto general en toda la literatura clásica. Tú en este punto debes ser más extremado que yo, porque, según veo, estás metido de patas dentro del espíritu germánico.-No digo esto por las palabras que citas de Goethe, sino porque te muestras refractario a quitar nada de la impresión dada por la realidad. Entre los germanos, los flamencos se llevan en este punto la palma; y tú, que has visto muchos cuadros flamencos, habrás notado la valentía con que los artistas copian la naturaleza; yo he visto alguno en que, sin hacer falta para el asunto, se ha trasladado al lienzo todo lo que el artista vio, sin quitar ni poner nada, aunque sepa y vea que el conjunto (como dicen los clasicófilos) va a padecer. Porque para él el conjunto no era la expresión de una idea o de un momento, sino la pintura de algo interesante de la vida en un lugar determinado (pues no se vive en el aire). Compárese cualquier Dúo o cualquier Partida de juego de los pintores meridionales con el Dúo y la Partida, de Teniers. En los primeros, personas y expresión; en el segundo, personas, expresión, mesas, sillas, cazuelas, gato, candil, botijos, etc.

Tú tienes simpatía por este segundo modo de ver las cosas, y yo te aplaudo, porque es el mío, aunque quizás yo me quede detrás de ti. Por lo tanto, me extraña que me derribes mi castillo de naipes y creas que es una herejía artística (ya que no moral, lo que me sería menos sensible) lo que apuntaba sobre la necesidad que tiene el artista de acudir a los dos resortes infalibles de lo bello natural. Y lo peor del caso es que para aplastarme invocas a Goethe, como si no supiéramos que la estética de Goethe viene a ser poco más o menos como la pastoral que un obispo de las carnes del cardenal Moreno dirigiese a sus fieles ovejas para demostrarles que hay que comer poco y que así se gana el reino de Dios. ¡Que la poesía debe tratar asuntos limitados, modestos y amorosamente reales! ¡Que lo absoluto puede ocultarse detrás de ese modesto velo de limitación, modestia y amorosa realidad! Esto debió decirlo Bécquer, o en nuestros días Antonio F. Grilo; pero no el hombre que se embuchaba todo el pensamiento de su siglo, que escribía con más intención que un toro, que se remontaba hasta las alturas donde viven las ideas madres y pretendía ser más filósofo que los cultivadores de la metafísica. Detrás de esas declaraciones de Goethe, lo que se ve es el deseo de evitar los estragos que su sistema había de producir en cabezas que no teniendo seguridad para remontarse, tampoco quieren quedarse en tierra. Para los poetas de pocos alcances está muy bien el consejo; pero ya te decía que para ser esto, mejor es no ser nada. Podrá decirse que Goethe trató también o practicó asuntos pequeños, y que compuso baladas que son una maravilla. Todos los asuntos no se prestan a que el poeta se eleve a lo absoluto, ni tampoco está siempre el ánimo dispuesto para tamaña empresa; pero la fama del poeta se ha de cimentar sobre lo grande, y el que no llega a lo grande, dice Pero Grullo que se queda en lo mediano. Esos asuntos limitados y modestos sirven para ensayar y para afilar las armas; pero después hay que ir más lejos.

Te resistes a creer en la necesidad que hay de pasar las impresiones por el tamiz de las ideas fijas, y yo insisto en mi opinión y voy a defenderla de nuevo.

Lo que tú llamas temperamento es un estado constante del individuo, en el cual uno de los componentes es la idea fundamental en cuestión; pero puede ocurrir que en momentos determinados ese temperamento se modifique por circunstancias exteriores y sea necesario suplirlo artificialmente por obra de la reflexión, pues de lo contrario se perderían la integridad y la consecuencia que son indispensables en un hombre de mérito. Puede haber un general muy valiente que en determinada batalla, sabiendo o sin saber por qué, se deje dominar por el miedo y vuelva bonitamente las espaldas al enemigo. ¿No te parecería más prudente que, aun sintiendo el miedo, dominara su cobardía y permaneciera en su lugar para no destruir su fama de valiente? Lo uno es natural, lo otro es hipócrita; y sin embargo, esto último es lo prudente, porque no se encamina a producir un engaño, sino a evitar que un momento de cobardía destruya toda una leyenda de valor. Aun para el público es conveniente usar de estas estratagemas, porque produce mal efecto todo cuanto tiende a modificar su concepto formado sobre las personas. Nos parecería inconcebible que Cánovas saliera ahora pronunciando un discurso demagógico y absurdo, que Salmerón escribiese un tratado de metafísica por el estilo del P. Ceferino. En cualquier orden, las personas que tienen un carácter adquirido, y más aún las que merecen tenerlo, deben conservarlo, ocultando las pequeñas fluctuaciones diarias, que lo descompondrían. Esto no se opone a la conversión, pues cuando realmente hay cambio absoluto de ideas, cambio determinado e irrevocable, el carácter se completa y no pierde nada de su valor. A cualquiera se le ocurre que San Pablo y San Agustín, dos ejemplos de conversión súbita, son siempre los mismos caracteres, aunque movidos ayer por una idea, mañana por la opuesta. Pero las pequeñas flaquezas deben quedarse guardadas y no influir en asuntos de trascendencia.

En este sentido te decía que el poeta debe tener una idea constante o un criterio fijo y personal: pesimista u optimista, creyente o ateo, decidido o vacilante, retrógrado o innovador. Sea cual fuere el matiz, será bueno si se refleja constantemente en sus poesías. Lo que no me parece propio de un gran poeta es dedicarse a la fotografía y trasmitirnos en una composición ideas lúgubres a lo Heine y en otras ideas progresistas a lo Quintana. Este ejemplo te dará a entender lo que quiero decir si mis explicaciones no son claras, y te convencerá de que debe haber algo más que el temperamento: debe haber por lo menos cuidado de ver las cosas cuando el temperamento está en condiciones normales, y cierta parcialidad para prescindir de aquellas impresiones que no favorecen nuestro modo de pensar y que no consiguen, sin embargo, modificarlo. Si eres enemigo del matrimonio y has compuesto algo contra esta venerable institución, no estará bien que si un día (todo puede ocurrir) presencias un cuadro de familia que por el momento te haga reconocer la bondad del hogar doméstico, las delicias de la púdica esposa y de los traviesos hijitos, sanos, sonrientes y juguetones, recojas tus impresiones y las aproveches para un cuadrito del género Fray Luis de León. Si las presentas como es debido, sólo servirán para descomponer tu personalidad poética; y aun es probable que la ejecución sea mala, porque así como el que no es adulador no encuentra palabra para adular, el que no es de ánimo apacible no suele encontrar medios para describir un cuadro tranquilo y de suave entonación. Si los adulteras y deslizas algún veneno de tu cosecha, algo que suministre, no la impresión misma, sino tu manera de ver, poco conforme con la de la generalidad, no conseguirás ningún efecto, porque el principal arte del poeta está en conocer que el que lee gusta de ver cómo en un hecho que a él nada le decía el artista encuentra bellezas ocultas, y que, descubiertas, parece imposible que no haya podido descubrirlas todo el mundo de puro naturales y sencillas, y hasta vulgares. Los inventores son los que caen en cosas en que los demás no habíamos caído, y a los poetas les pasa lo propio; por esto al poeta se le conceden todas las libertades menos una: la de adulterar la realidad, sacando de ella consecuencias impropias, violentas o forzadas.

Cuanto va escrito sería completamente incongruente si no hiciera, para terminar, una indicación: que me parece absurda tu teoría del temple de los aceros y de las poesías, y suicida la de las erupciones cutáneas y literarias. Claro está que si las poesías se hubieran de colocar como las espadas en la panoplia, que no ve ni oye ni entiende, no habría que decir palabra; estamos en la misma situación de Juan Palomo. No creo que tu salida sea más que un recurso, porque de lo contrario revelaría una pretensión de aristócrata o de amateur que trabaja por puro gusto y con refinado egoísmo. Y lo peor del caso es que casi siempre los que tal dicen y hacen son pésimos artistas, que desprecian al público porque le temen. Una cosa es que no pienses por ahora publicar nada, y otra que desees, como debes desear, ir avanzando y explorando el terreno para ver si algún día puedes dar la batalla, o si esto te parece muy retumbante, puedes poner el huevo gordo.

Y en cuanto a las dichosas erupciones, parece imposible que desconozcas los adelantos de la terapéutica. No hay que mahometizarse hasta ese extremo, que aún disponemos de algunos específicos para combatir toda clase de dermatosis: ahí están el iodo y el arsénico, entre otros, que hablarán por mí.

Realmente todas las recetas del arte poética son filfa, y la medicina más segura es dejar que la naturaleza obre; pero hay momentos en que hasta los médicos más conservadores se convierten en radicales y aconsejan los procedimientos rápidos.

Ya comprenderás, por lo que va escrito, que hoy escribo de prisa, porque no quiero retrasar la carta y tengo que ir esta tarde a devorar el consabido arroz a bordo de uno de los barcos españoles. Sin embargo, te diré que ese error que tú achacas a Goethe me demuestra a mí que desde el genio al pipiolo todos los hombres son lo mismo que el gallego que daba puñetazos en la reja. Lo que se obtiene fácilmente no merece ningún respeto, y lo que no se puede obtener, después de darnos malos ratos, nos deja aún llenos de admiración. Digas tú lo que quieras, yo creo que Carlota fue una mujer ordinaria, dotada del instinto necesario para distinguir lo que le convenía, y creo que Kützner o Koestner era un hombre a la altura de Carlota. Goethe dormía más que Homero, y se enamoró de la chica porque sabía cuidar muy bien a sus numerosos hermanitos; si no fue Goethe el enamorado, lo sería el instinto de la especie que estaba dentro de él; y Goethe fue amigo de Koestner, más que por las cualidades de éste, por debilidad, por reconocerse inferior en el punto debatido. Pero lo que desde luego tengo por cierto, es que de las relaciones supuestas en el Werther no queda en pie más que el beso.

Puesto que sigue la racha lírica, no dejes de enviarme algo que me refrigere en este arenal desierto y caliginoso en que vivo.




ArribaAbajo- VIII -

24 Julio 1893.


A pesar de tu silencio pensaba escribirte días atrás, pero me lo ha impedido una breve alteración en mi siempre buena salud.

Ha dado la coincidencia de que en la semana pasada se celebraban los días de S. M. Leopoldo II, y con este motivo no hubo oficina dos días, que yo alargué hasta cuatro, incluso ayer domingo, sin que en todo este tiempo cesara la desagradable función. Hoy vine al Consulado como de costumbre, aunque bastante estropeado, y tropecé, en uno de los cajones destinados a las cosas inútiles, con unos brebajes, que el verano pasado nos envió el Sr. Vivas Pérez, de Almería, para ensayarlos en los coléricos, y tuve el buen acuerdo de tomarlos y propinármelos, en vista de que no me costaban nada y de que yo creo que todas las medicinas son, poco más o menos, la misma cosa, con diversos nombres. El resultado ha sido instantáneo, pues a la primera dosis he entrado en caja y ya me encuentro restituido a mi primitivo esplendor y lozanía. No quiero investigar las causas de mi enfermedad ya que la considero pasada; pero me parece que habrán tenido parte en ella la leche o las verduras, y más que nada el calor sofocante que disfrutamos y la cerveza y mantequilla de que abusamos.

Por fin llegó tu carta, y con ella la buena noticia de que al fin estás en posesión de tu jefatura. Siempre es agradable tener que hacer algo, y yo creo que no te faltarán distracciones en el nuevo cargo; pues aun prescindiendo del material, te queda el personal de visitantes y de artistas, de los que puedes reírte un poco o con los que puedes entablar relaciones útiles.

Mi vida oficial sigue, en cambio, sus cauces rutinarios, que ahora son los más apetecibles, porque con el verano las pocas aguas que suele llevar se han ido quedando en el camino, y estamos como río seco convertido en carretera. Se me olvidó decirte que, según he leído en el Diario de Sesiones del Congreso, han acordado elevar esta oficina a "Consulado general", fundándose en la importancia que ha adquirido últimamente, y que yo, que estoy aquí, no veo ni es posible que nadie pueda ver. ¡Buenos deben andar los otros Consulados, o bueno debe ser el personal que hay en ellos!

El cónsul cree que será él el favorecido con el ascenso, y excuso decirte lo alegre que estará, más que nada, por conseguir esta breva en tiempos tan difíciles como éstos en que preside la figura despiadada y patriótica de don Germán. Para mí lo más sustancioso sería que me concedieran el sueldo mínimo de los vicecónsules que sirven en Consulados generales, o sea 4.500 pesetas; pero creo que me quedaré como estaba, hasta que me canse y me marche de aquí. Hasta ahora voy bien, porque tengo todo el tiempo libre para mis cosas y me distraigo escribiendo un par de obras que pienso publicar cuando vaya a España. Una de ellas está en embrión, y la otra en manipulación muy avanzada, pues ya voy por el capítulo once, y tendrá, a lo sumo, veinte. El principal mérito de estas obras es que no pertenecen a ningún grupo de los conocidos: no son de arte, ni de ciencia, ni de historia; no son idealistas ni naturalistas, ni buenas ni malas ni de buena ni de mala fe. Si fuera posible te enviaría retazos de ellas; pero creo que no sacarías nada en claro, y además me darías tu opinión desfavorable al fondo y a la forma, y hasta que las termine no quiero que me desanimen, pues temería no llegar al fin. Mi posición respecto de estos engendros es la misma de un padre respecto de un hijo que le nace podrido por leyes inevitables de la herencia. Aunque no es plato de gusto que le nazca a uno un hijo lleno de alifafes, al fin y al cabo en caso necesario hay que quererlo o, por lo menos, darle los primeros cuidados hasta que se muere o se sana, o se queda, como es frecuente, vivo y con la podredumbre más o menos tapada e inofensiva.

Veo que en el fondo coincides conmigo en la apreciación del Doctor Pascal, que yo no he leído ni quiero leer, por las razones que tú indicas. En el momento que una obra de arte se convierte en uno de tantos apoyos de una tesis general, pierde el interés, y más aún la pureza que los asuntos artísticos deben tener. Habrá cosas nuevas, cuadros excelentes, tipos admirables, etc., etc., pero ya nadie impedirá que todo esto parezca como un andamiaje armado para levantar en alto un bloque ya conocido que hemos tenido entre las manos y estamos hartos de sobajear. Aun en el caso de que el artista lleve esa segunda intención, debe procurar que el público no vea las manipulaciones ni se familiarice con las ideas que va a colocar en lo alto de su obra.

Mi opinión sobre Zola se acerca mucho a la que tengo formada sobre Sagasta o Silvela o cualquiera de nuestros políticos hábiles: una vez que se entera uno de lo que quieren y de los recursos que emplean para conseguirlo, no hay medio de leer sus discursos ni de encontrarles la punta a sus maravillosas tramas políticas, que dejan boquiabiertos a los periodistas y asistentes a la tribuna. Variarán los recursos hasta lo infinito, pero lo fundamental siempre es lo mismo; y no se encontrará nunca en ellos una creación política, pensada y acabada como las de Castelar o Cánovas, los únicos hombres que representan algo en la última mitad de este siglo. Detrás de Sagasta se ve la mayoría, los amigos, los compromisos adquiridos; detrás de Silvela, la vanidad, el odio al jefe de los húsares; detrás de Gamazo, los trigueros; detrás de Zola, el documento humano y la fisiología, y una porción de principios científicos fresquitos y coleando. En cambio, detrás de Cánovas o Castelar, aunque haya todo aquello, lo que se ve es un plan político definido, y detrás de Daudet, por ejemplo, aunque se encuentra algo de esto último, lo que se ve es arte puro y sensible. Cuando pase un siglo cada cosa se quedará en su sitio, porque para las cosas del espíritu el tiempo es como para las materiales la distancia, sin que sea posible pasar por encima del uno ni de la otra. Lo que hoy es grande tiene que serlo por fuerza para todos, lo mismo que el Guadarrama es una gran montaña y los Alpes lo son también para el que se encuentra en sus faldas; alejándose varias leguas el Guadarrama será un cerrote y los Alpes una gran cordillera, y pasando varios años los hombres de nuestro tiempo tomarán la altura que tienen en realidad, muy diferente de la hoy presente a la vista de sus asombrados contemporáneos. Y basta de jaquecas y de vulgaridades, que ni como evacuación me puedo permitir prolongar más. Baste decir que estoy conformísimo con tu teoría del espigón, que ya leí en los artículos de El Correo, y que hay muchos que viven y son grandes por el espigón, hasta que se lo descubran los analíticos del porvenir. Pero es que hay muchos que sin espigón no se tendrían de pie, y entre ellos quizás esté yo y mis obritas en planta, que no tienen nada que las sostenga, y me parece que en cuanto las ponga en pie se me van a caer a pedazos.

Hoy te envío dos suplementos y unos recortes para que te distraigas, y siento el efecto de alguno de mis envíos anteriores. No sé qué te pasaría si te hubiese llegado a mandar otras cosillas más fuertes de un tal Rameau, que escribe en tesitura mallarmista. Aquí hay plaga de simbolistas y de decadentes de la izquierda radical. Las «páginas de la Walonia y Flandes» son algo así como los «Lunes de la Independencia», cátedra abierta para los principiantes. En otra te hablaré con más sosiego y sensatez.




ArribaAbajo- IX -

18 Agosto 1892.


Ayer te escribí una carta, o mejor dicho, concluí de escribirte una carta a fuerza de tirones y buena voluntad, y a pesar del estado de vaciedad en que me encuentro, en parte producido, como te decía, por el calor, y en parte por el desequilibrio que causa en todas mis facultades, escasas, como tú sabes, para todo lo que es artístico, el empeño en que ando metido, la obsesión de mis propias ideas en revolución permanente en mi cabeza, por falta de facilidades para hallar su desagüe natural. Porque, aunque sea adelantar propósitos, que yo deseaba conocieras por primera vez impresos, las cosas que me bullen en la mollera no son para ocultas, ni para habladas, ni para pintadas, ni para cantadas, sino para defecadas en una sola deposición grande, como un haza de muchas fanegas de marco real; y por falta de medios de expresión me veo obligado a ir evacuando poco a poco en varias porciones, que ya puedo asegurar que serán veintitrés, de las cuales diez y siete han salido ya, dejándome un poco más tranquilo. Mi situación es la de un enfermo que, hallándose poseído de una fiebre muy intensa, imaginara, contra su deseo, que el mundo se había convertido en una deyección grande, muy grande, y quisiera taparle con flores traídas de todos los jardines de la tierra, sin que todas estas flores sirvieran para maldita de Dios la cosa; antes al contrario, las inmundicias, estrechándole, se le metían por todos los conductos, le invadían y amenazaban con matarle de la muerte más ignominiosa que hombre haya recibido en el mundo. Este es el leitmotiv de mi composición, y sin que te diga una palabra más comprenderás lo que me pasa. A un artista de bríos le vendría grande dominar estos materiales y presentarlos en forma medio decente; para un pobre ciudadano como el que esto escribe la empresa es peliagudísima, y realizable sólo merced a un giro hábil que yo he dado al asunto. Cada hombre tiene su punto fuerte, y mi fuerte ya sabes tú que es la voluntad; conociendo esto he transformado la composición de tal suerte, que en vez de obra de imaginación que debía ser, y de imaginación zorrillesca, sea obra de empuje, de fuerza. Si fuese posible emplear cierto género de metáforas, diría que en vez de echar fuera de mí esta obra auxiliándome de lavativas, purgantes y demás adminículos del arte terapéutico-poético, la voy a echar como un héroe, apretando con todas mis ganas, como rata preñada de elefante.

En todas las cosas de esta vida se encuentra placer, si se sabe saborearlo; y yo puedo asegurar que lo hallo, y muy grande, en estas apreturas en que vivo; no voy en busca de la inmortalidad, ni en busca de dinero; a lo sumo rebibiré algunas desazones, amén de los trastornos materiales que, ahora sufro por reflexión (que no hay duda que la hay) de mis ideas sobre mi organismo.

Para distraer un poco el espíritu me vine hoy temprano a casa, a las nueve, decidido a tumbarme, a mis anchas y leer un poco en el último tomo de la historia de Macaulay, que aún está por despenar; pero me encontré, cuando no la esperaba, con tu carta, la he leído muy despaciosamente y aseguida me he puesto a escribirte, aunque seguro de que no acabaré esta noche. Pero hay que aprovechar los pequeños momentos de libertad espiritual, para no pasar las semanas y los meses sin cumplir con los deberes primordiales por satisfacer raras manías. Nunca falta que decir, y menos cuando se dice como digo yo las cosas, a lo que salga, y cuando se dicen a quien como tú no se asusta de oír barbarizar; pero con todo esto, no es menos verdad que si yo no lo tomara a pechos y dejara salir las cosas espontáneamente, como antes, no hallaría medio de escribirte nada medianamente sensato por estas veinticuatro horas, por las razones expuestas y remachadas. Me ha costado un trabajo enorme recoger la atención para hacerme cargo de las estadísticas del año y fraguar la memoria comercial, y con el cónsul he tenido varias cuestioncillas porque viene a darme conversación cuando estoy escribiendo y no me entero ni siquiera del hecho (para él trascendental) de su presencia; lo cual achaca a irrespetuosidad, habiendo llegado a decirme que ni por todo el oro del mundo tendería su vista sobre mis garrapatos, y menos sobre los de mi amigo, el de la letra menuda, que por tal nombre se te conoce aquí. Mi fortuna es que se me teme, porque ya anuncié a su tiempo que en cuanto me incomodara demasiado la oficina me marchaba con la música a otra parte, y así el que alza el gallo soy yo, cuando es preciso y nunca por mi gusto. Al tocar este punto, no dejaré de indicarte que nada hay tan disparatado como eso que se dice de que debe granjearse la amistad y las simpatías, etc., de las personas con quien se trata. Esto no conduce a ninguna parte, si no es a convertirle a uno en comodín. Lo prudente es elegir el terreno en que pueda uno pisar fuerte y después hacerse respetar y temer, y si es posible tratar a los demás a puntapiés. El hombre, en general, no entiende más que un idioma, el de las ofensas (y el de las injurias si es de muy baja condición), y para uno que conteste la ofensa con la ofensa, hay un millón que responde tirándose por los suelos. Sólo los seres débiles, y miserables buscan el amparo de todo el mundo por no fiarse de sí mismos, solicitan las amistades, se deshacen en finas atenciones, se quiebran de puro complacientes. En cada uno de estos seres está el germen de un tirano, que no sacará a la luz su tiranía sino en el caso de que su posición llegue a ser tan fuerte que pueda herir a mansalva; por el contrario, los hombres que son dignos de llevar los pantalones, y lo son muy pocos, son y deben ser despreciativos, y en la apariencia orgullosos y groseros, y deben tratar a los demás por debajo de la pata si quieren ser respetados. Aunque la plebe cree que estos caracteres son despóticos, la realidad es que en ellos se encuentra el verdadero criterio liberal, el de Carlos V y Felipe Il. Una cosa es ser liberal pudiendo ahorcar en un día a unos cuantos millares de súbditos, y otra serlo cuando no se puede mover un juzgado de primera instancia sin que estalle una revolución. Si los cobardes y ramplones liberales que hoy nos mandan se vieran con el poder del duque de Alba en los Países Bajos, no nos dejaban ni la camisa. Así, por una parajoda, que más pertenece a la psicología que a la política, la libertad hay que buscarla en el poder de los hombres fuertes. Cánovas es más liberal que Sagasta; Narváez era más liberal que Cánovas; Prim era más liberal que Narváez, y si llega a gobernar Cabrera hubiera sido más liberal que Prim. El hombre más liberal que ha habido desde la revolución francesa en Europa ha sido Napoleón, que consideraba a sus varios millones de súbditos como manadas de borregos, y los trataba como buen pastor a palos y a pedradas cuando era preciso. En cuanto un gobernante forma buen concepto de sus gobernados, revelando con esto valer muy poco, se encuentra entre ellos como uno de tantos y no hay que esperar nada bueno de él. Para dirigir el gobierno de las naciones hacen falta pasiones grandes, pero estorban las pasioncillas comunes. La cualidad esencial de un político debía ser la de sentir repugnancia y asco del común de las cosas y de las personas; esto es, todo lo contrario de lo que hoy priva, siendo como es número obligado de toda profesión política el afirmar, con optimismo, que está próximo el día de la felicidad de todos los ciudadanos, y que todos los bienes serán pocos para mejorar indefinidamente a la noble humanidad. Este grave error político, este estúpido afán de asegurar que en la mano del gobernante está la felicidad de todo el mundo, no es más que una prolongación o ampliación del falso procedimiento, que indicaba al principio, de ganarse amistades y simpatías, no por medio de grandes halagos o promesas. La inmunda democracia es la responsable de esta farsa, y es la responsable de todo lo que ha venido después: socialismo, comunismo, anarquismo, etc. Desde el punto en que para ganar los votos del pueblo se afirma que éste debe ser feliz y venturoso y que para conseguirlo no hay más que dar cuerda, esto es, dar libertad absoluta, y luego se ve prácticamente que con la libertad se está tan mal como sin ella, vienen otras soluciones a terminar la serie. Reparto, nivelación, propiedad colectiva, etc., expedientes que vienen a sustituir a la libertad individual, y que demostrarían al fin que no habíamos adelantado ni un paso más y que había que cambiar de dirección, enseñando primeramente que hay que aguantarse con lo que venga porque el mundo está constituido así, y no pensar en Jaujas imposibles. Una vez hechas de este modo las entrañas, llegaba el momento de repartir varias tandas de palos generales y alguna que otra descarga de fusilería, y después me comprometía yo a ser un Solón o un Licurgo; mientras no se haga esto iremos muy muy mal, y todo, parece mentira, por una pequeñez como la de adular y mentir para pescar tajada de la soberanía nacional. Sea, pues, nuestro lema político desde hoy en adelante:

«Patria, paciencia y trabajar.»




ArribaAbajo- X -

21 Agosto 1893.


Anoche hubo gran cortége aux flambeaux, por el estilo del que sale todos los años para cerrar las fiestas de Agosto. Es una especie de pequeño Landjuwel, una serie de cuadros con luces a la veneciana o eléctricas, en las que figuran desde los reyes más ilustres de la Historia hasta los anuncios de pastelerías y tabernáculos. El más notable ha sido uno representando el homenaje de la nación a Conscience, que tiene el gran mérito de ser él solo en este país. Nosotros tenemos centenares de escritores, y no nos acordamos del santo del nombre de ninguno de ellos si no es para tirarlos por los suelos; y aquí están orgullosísimos con su Conscience, que, según sabes tú, no pasa de ser un romancier popular, autor por añadidura de muchos folletines. Es evidente para mí que el 90 por 100 de los concurrentes al cortejo no han leído a Conscience, porque éste es uno de los pueblos en que se lee menos. La afición más decidida ya te he dicho que es la música, y antes que la música, la embriaguez. Pero sin saber nada, saben someterse a una cabeza y trabajar como burros, y presentan al exterior bellos cuadros, que no dejan de producir impresión. Treinta o cuarenta jayanes, tirando como negros de una carreta, sobre la cual va el viejo novelista, con sus barbas blanquísimas, en actitud de escribir y rodeado de figuras vivas que se postran con gran reverencia, y de grandes túmulos en los que aparecen escritas las leyendas de sus novelas más notables; es una apoteosis de las artes, muy en armonía con el espíritu democrático y muy bien urdida para redimir al pueblo del infamante papel de bête de somme. Sin embargo, la verdad es que en el homenaje a Conscience lo que se ve realmente es una cabeza pensante y varios burros de tiro, que aquí, por disposición especial, se asocian con alegría inconsciente a empresas que no comprenden ni a medias. Más interés tienen otros dos cuadros, el que representa la nao «Santa María» y el que figura a los Reyes Católicos recibiendo a Colón de regreso de América. Ya se puede recorrer Francia, Italia y Portugal (por no citar más que países latinos), en la seguridad de no encontrar nunca, ni con ningún motivo, nada que huela a español puro; si algo se ve son disparates mal intencionados, con objeto de rebajarnos más aún que estamos rebajados a los ojos de todo el mundo. Francia se lleva la palma en este empeño ruin y mezquino. En Bélgica, sea porque se conserven aún algunos restos de nuestra influencia, a pesar de la poca simpatía que nos tienen, sea porque la neutralidad, no ya política, sino social y espiritual en que se vive, permite obrar con más justicia, se aceptan con entusiasmo las grandezas de todos los países, sin celos ni predilecciones. El espíritu comercial tiene esta ventaja: al mismo tiempo que materializa las cosas tocantes al espíritu, las ensancha y las extiende con más amor que otros sentimientos que parecen más ideales. El deseo de vivir en buenas relaciones con todo el mundo, para prosperarlas y aumentar incesantemente las utilidades, lleva a un cosmopolitismo perjudicial para la nación en que se desarrolla, porque hace desaparecer lo sustancial y característico de ella; pero excelente para las demás, que encuentran una especie de mercado neutral donde exponerse y compararse. A la inversa, las naciones que se incomunican conservan mejor sus rasgos propios; pero se hacen odiosas por su injusticia, como le ocurre cada día más a Francia, antipática hoy a todo el mundo por la estúpida vanidad con que pretende imponerse y rechazar toda influencia exterior, cuando todos están en el secreto de que si a Francia se le quita París, se queda reducida a un perfecto modelo de ordinariez y de platitude, y si a París se le quita el cosmopolitismo, hay que apagar e irse.




ArribaAbajo- XI -

4 Septiembre 1893.


Varias veces se me ha ocurrido suprimir el encabezamiento de mis cartas, porque me parecía, y me parece, que ni las dos palabras que van al principio expresan nada, ni aunque expresaran algo, servirían para significar la clase de afecto que nos une, y que sin necesidad de palabras separadas se demuestra por el contexto todo de nuestras cartas; para lo que sirven, por el contrario, es para dificultar el comienzo de la mías, que casi siempre renquea, por no haber aquí nada de lo que es costumbre que vaya en las introducciones epistolares, noticias íntimas de la vida familiar, del estado de salud y de otras cosas de cajón. Y sin embargo, bien mirado, me parece también que nada hay inútil en el mundo, y que quizás los dos inútiles vocablos representan nada menos que la diferencia capital que nos separa o nos distingue. Tú empiezas poniendo un título literario y un número de orden, revelando con el primero que buscas el arte puro y que tienes esprit de suite artístico también. Yo empiezo como la gente ordinaria, y a veces concluyo por las regiones metafísicas, revelando que por un lado me sale la harina y por el otro las ideas, que en conjunto me deben dar, a lo que yo me figuro, un corte de pensador farináceo que no habrá más que pedir. El esprit de suite tampoco me falta, puesto que conociendo la cosa, persisto en ella; pero mi pertinacia es testarudez de mala ralea, obstinación de un antiguo proletario que no niega, como otros, su ascendencia ni su procedencia, y que aspirando a pensar con elevación, parte siempre de lo más bajo y vulgar, no por gusto, sino por fuerza. Tú tienes más la tiesura castellana de los hidalgos de buena raza, el orgullo apático e indolente de los castellanos anteriores a la venida de los Borbones, aquellos que después de fundar un imperio doble del romano en su época más esplendorosa se echaron a dormir y querían tener a raya a las naciones con sólo la fuerza de sus ronquidos; yo tengo más parte de los aluviones modernos, y a veces siento, no sé por qué, algo que me dice que mis tatarabuelos o chorlos (en pasando del tata, en Andalucía todos los ascendentes son chorlos) debieron ser siervos de la gleba, y que me incita a tomar el desquite. Tú, que crees estar en perfecto desequilibrio, eres, a mi juicio, mil veces más equilibrado que yo, porque si tu organismo flaquea, tienes al menos la posición y la tendencia fijas y determinadas en la mecánica social, mientras que mi organismo flaquea poco, pero mi posición es indecisa y mis tendencias dudosas y a veces enemigas. Mi instinto me arrastra a lo ordinario, o mejor a lo popular, a lo que gusta e interesa al pueblo bajo, hasta el punto de que una copla popular, sea andaluza, gallega o flamenca (de aquí), me impresiona mil veces más que una poesía o una composición musical de autores que sean reputados por genios. Lo mismo me ocurre con las costumbres, los trajes, las fiestas y la conversación.

En cambio, tomado el pueblo como organismo social, me da cien patadas en el estómago, porque me parece que es hasta un crimen que la gentuza se meta en cosa que no sea trabajar y divertirse. Al mismo tiempo creo que la organización del trabajo con el régimen liberal es insensata; pues someter la vida de los hombres al tira y afloja o al alza y baja del mercado, como si se tratase de manufacturas, será muy liberal, pero es indecoroso para el género humano. Me parece mal que los altos manden en los bajos, hasta el extremo de no haber mandado yo nunca nada a nadie, ni a los criados de mi casa; mi placer es que sean listos y lo hagan sin que se les diga. Me gusta lo bueno, y aun lo selecto y lo aristocrático; pero no querría ser aristócrata por nada del mundo, y desprecio a los que merodean el trato con gentes de pergaminos. En suma: mi credo no puede reducirse a fórmula razonable, pues se compone de mucho amor y mucho palo para los pequeños, y mucho desprecio y mucha autoridad para los grandes. Despréndese de todo esto, que en el fondo de mi humilde personalidad haya un vergonzoso dualismo, y que partiendo de abajo por instinto y mirando hacia arriba por afición me quedé en medio, en la situación más penosa de todas las que puede haber en la vida, puesto que me revientan por igual los que dejo detrás y los que tengo delante, y no encuentro, aunque lo deseo, a quién mirar con buenos ojos, porque los que están en medio me parecen peores que los precedentes.

No debes, pues, echar a mala parte los deseos un tanto brutales que yo manifiesto de vez en cuando de tratar las gentes a la baqueta. Tú dices que me reserve para cierta clase de tontos, que pones en solfa en tu última carta; pero es que esos tontos lo invaden todo en nuestro miserable tiempo, no sólo ese campo que tú señalas del estúpido amor. Sin ir más lejos, hoy, mientras almorzaba, eché la vista sobre un papel, que resultó ser una hoja del Excursionist, semanario que, con otros muchos, sirve de pasto a los amateurs del tourisme belgas. Las dos líneas que leí (que debían, sin duda, formar parte de un programa de viaje por Niza o cosa tal, a 200 o 300 francos, vin non compris) decían poco más o menos: «A las once y cuarto de este día paseo en coche por los alrededores, a través de un bosque de limoneros y naranjos...» Aquí tienes una manada inmensa de personas que quizás sean inatacables por las flechas del amor más o menos cursi, y que se sienten atraídas hacia las sorpresas del sport turístico; leen ese anuncio, se inscriben en el bureau o bureel, se empaquetan en un coche de 3ª o 2ª, o más frecuentemente demi-classe, una mezcla de 2ª y 3ª, y se encajan, bajo la dirección de Mr. Parmentier o uno de sus delegados o subdelegados, en Niza o en el mismo valle de Sorrento; se acuestan tranquilos, quién sabe si pensando en lo que han leído del «país donde florece el naranjo»; se levantan, toman el indispensable déjeuner libre (si es que no entró también en el trato), y a las once y veinticinco en punto se meten en un coche y atraviesan, con la sonrisa en los labios y la alegría en el corazón, o en el hígado, o en cualquiera de las entrañas que usen los tales bicharracos, el suspirado bois d'orangers, contando acaso el número de éstos y creyendo de seguro hacer una hombrada y ser felices un poco tiempo aspirando el tan acreditado perfume del azahar dans la source légitime, sans contre façons et sans se méfier des idem id., que anuncian en la cuarta plana. Y donde no haya este género de vilezas habrá otras peores, como la de las carreras de velocípedos. La semana pasada hubo una (y ya las hay a diario) entre París y Bruselas, que fue ganada por un albañil de Verviers; el rey se apresuró a recibirle y a hablar con él largamente; los periódicos lo pusieron por las nubes; el héroe vervietois fue recibido en su ciudad natal con música y colgaduras. Z*** nos refirió su triunfo con emoción que apenas podía contener, y con envidia que se conocía a las cien leguas.

Por todas partes llueven majaderías por el estilo; de modo que parece que ya se ha acabado el sentido común y el espíritu universal y particular, y que los hombres se han dedicado a sacar las últimas consecuencias, que son siempre las peores, a unas cuantas ideas manufactureras de última invención. Creo que estoy en mi derecho sosteniendo la necesidad de sentir fuerte y groseramente contra la mayoría de los semejantes, reservando siempre a cada cual la facultad de sentir a su modo; el que sea débil, como tú crees que lo eres, se limitará a hablar, y el que se encuentre con gávilos puede ampliarse un poco y atizar duro, cuando sea posible. Esto no quiere decir que yo me declare por los procedimientos demasiado violentos, aunque debiera hacerlo por bien de mi salud. Hoy he descubierto que quizás la causa del mal humor que se enseñorea de mí dependa de irritación al hígado, o sea hepatitis, porque arrojo infinidad de calculillos rojos, que no pueden provenir más que de la fiebre y del estado de excitación en que nos hemos encontrado estos días atrás por los calores, y en que me encuentro yo ahora sin necesidad de calor ni de otros excitantes artificiales.

Por lo que a mí me molestan ciertos tratos y manejos, me figuro (y figurándomelos no hay que decir que me molestan como si fuesen propios) lo a mal traer que debes estar con esos en que andas metido. Pero hay siempre un consuelo para quien está dispuesto a admitirlos, en considerar cuánto más bajos no son otros papeles que desempeña la humanidad. Todo lo que se roza con el dómine es dolorosísimo en nuestra querida patria, y yo lo he rehuido siempre con coraje, dispuesto antes a cometer cualquier desaguisado que a ripollear por las repugnantes timbas pedagógicas, que en Madrid abundan y dañan más, mucho más que en las provincias. Sin embargo, a poco que te pares y reflexiones, encontrarás centenares de sabios que irán recogiendo las yerbas que tú arrojes. Lo mejor es, desde luego, servir al Estado, y aun esto tiene dos inconvenientes: ganar poco y tolerar a los jefes, que, siendo por lo general hombres de cincuenta o sesenta años, se desarrollaron cuando había progresistas y moderados, es decir, en la época más deshonrosa para España que registran nuestros anales, salvo la actual, que las va a mejorar a todas en tercio y quinto.

Todo lo que no sea servir al Estado, o cobrar de él sin servirlo, es ignominioso y horripilante, exceptuando en algún caso tener casa abierta y ser amo y señor de ella. Ni los propietarios tienen de qué envanecerse, dadas las amarguras que hoy se pasan para hacer sudar algunas gotas de sustancia a la propiedad rústica y urbana, ni los comerciantes e industriales están libres de sufrir la pesadez y la brutalidad y la grosería de la gente, que en tiempos de apuro, antes de soltar una peseta, se toman la libertad de envolverla en una nube de insultos y de injustificadas reticencias. Relativamente están mejor los que sirven a caza de un amo, y entre éstos aventajan a todos los que se dedican a desasnar pequeñuelos o grandezuelos, porque tienen la ventaja de poderse vengar ingiriendo en las tiernas cabezas ideas absurdas y en los tiernos corazones sentimientos rastreros que en su día produzcan el cataclismo social, que como la venida del Mesías todos los hombres de bien esperan sin merecerlo. En esta obra demoledora deben trabajar todos los ciudadanos que sepan leer y escribir, seguros de merecer bien de la patria. Si las sociedades no hubieran de tomar otro giro distinto del que hoy llevan sería criminal, porque, como ya te he dicho varias veces, hacemos muy mala figura en el concierto europeo; pero lo grave, lo que no llega a ver El Imparcial ni Gamazo es que en el supuesto caso de que triunfaran en toda línea los economizadores y llegáramos a enderezar nuestra hacienda y a tomar parte en el concierto como otra nación de primer orden, el trabajo sería perdido, pues habríamos llegado adonde no nos conviene llegar, que es adonde se encuentran las naciones que nos han precedido. Si el fin de un período de reforma y zarandeo va a hacer llegar a equipararnos, por ejemplo, con Bélgica, mejor es curarse en salud, es decir, mejor es no curarse ni tomar medicina alguna y morir como hombres, borrarnos del mapa sin hacer nuevas contorsiones. Sólo dos hechos son bastantes y sobrados para dar idea de lo que trae consigo el adelanto por el que se suspira: en el orden político, la anulación de todas las personas de sentido común y la exaltación de todos los elementos bajos de la sociedad; no hay más medio de reunir mayoría de hombres (cuando la mayoría es la que buscan los partidarios del sufragio puro, sin el bendito encasillado, que entre nosotros va dando largas al advenimiento efectivo de la democracia) que proponer una idea vulgar que sea comprensible por esa misma mayoría, y como no es de esperar que los hombres capaces quieran descender a apretar fuertemente la mano de los honrados electores y a proponer majaderías, resultará que el porvenir es de los que no proponen majaderías por cálculo, sino de los que las sienten de veras y las exponen como cosa natural y peculiar. Con decir que en París, en la ciudad del esprit, en el cerebro de Europa y demás, no han salido en las últimas elecciones entre una partida de élus ni uno que represente una idea política, artística, ni higiénica siquiera, está dicho todo. El tipo electoral es el del barbero, elegido por París; es decir, que la mayoría de los parisienses, por lo menos en un arrondissement, comprende la cuestión social exactamente como el barbero que cascorrotea de día y de noche en su establecimiento. En realidad, no era necesario que un hecho viniera a demostrarlo; ya habrás tú notado que en las barberías las pocas personas sensatas que entran tienen que callarse por no llevar la contraria a los rapabarbas, mientras que la generalidad de los parroquianos forma su criterio escuchando al barberil oráculo arreglar el gobierno y la sociedad en menos tiempo del que emplea en descañonar un lado de su cara.-En el orden moral hay otro hecho más bonito aún del que ya te he dado cuenta; los antiguos iletrados, o los que no sabían leer y escribir, al aprender a leer y escribir continúan lo mismo en el fondo que antes eran; pero cambian en un punto: en el de conocer la mayor trascendencia de la moneda y en el de sentir con mayor imperio los instintos que antes les inclinaban a apoderarse de lo ajeno, y que ahora no sólo les inclinan, sino que les empujan y les llevan a paso largo. Aquí no hay tenducho indigno donde la tendera no maneje el lápiz o la pluma y te haga en un periquete la cuenta de lo que compras, aunque sea cosa que no pase de medio renglón; pero cuando uno ve el lápiz o la pluma en ristre, sin saber por qué, por lo sabio, sin duda, que es el sentido de la olfación, se lleva la mano al bolsillo como previendo que le van a robar; ¿qué digo previendo?, como teniendo la seguridad de que le saquean. Qué verdad tan hermosa dijo Mr. Bernaert, cuando dijo ante la Cámara baja: «Es que los belgas somo si fraudeurs», ¡tan ladrones!, y no hubo nadie que protestara, antes todos se sonrieron como orgullosos de verse tan bien retratados. Hoy mismo he tenido carta de mi madre, y según ella, espero que a estas horas se encuentra ya con el resto de la tribu (palabras tomadas de una carta recibida de Guillermo) en Granada. Creo que la tal Calahonda no progresa nada, y que está como hace quince años cuando yo fuí con las mismas casas y los mismos moscos. No deja de tener gracia el sistema andaluz de explotar los balnearios; da la gente en ir a uno (y entre los muchos que tiene la provincia de Granada los hay de todas clases y condiciones) y aumenta la concurrencia hasta el punto de que no hay ya casas en el pueblo ni fondas donde encontrar hueco, y el sobrante debe irse s otra localidad, o construir casa propia, sin que haya temor de que a nadie se le ocurra no sólo atraer, sino ni siquiera preparar el recibimiento a los veraneantes. Parece que hay empeño en dar a todo el mundo en la matadura, y sin embargo, ¡cuánta filosofía en el fondo! ¡Desgraciado del que anuncie y bombee en mi tierra! ¡Ese se ha caído y ni la caridad lo levanta! Queda mucho espíritu moruno albergado por allá, mucho amor al aislamiento y a los antiguos usos comerciales, y tiene fuerza de verdadera ley el refrán de que «el buen paño en el arca se vende». Por cierto que ya que hablo de filosofía popular debo romper una lanza en favor del sentido de mi pueblo, sentido filológico manifestado en la palabra rumina, que tú me censuras. En Andalucía se forman muchos verbos con una n eufónica para diferenciar el sentido recto del figurado, para dar más vigor a éste. Así, rumiar por cavilar se dice ruminar, como se dice también trotinar, rondinar, cansinarse y otros muchos. Trotinar no es llevar un trote menudo (de trotín), sino trotar varios animales que no tienen trote propiamente dicho, como el del caballo, el del mulo o el del asno. Rondinar no es rondar sólo, sino rondar con astucia, con solapa o con silencio, y cansinarse (o acansinarse) no es sólo cansarse, sino cansarse de andar, y expresa ese cansancio especial en que las piernas se fatigan y la respiración es difícil. Así por el estilo te podría citar otros ejemplos, y aun del mismo ruminar la idea no es la misma que la de rumiar, sino la de rumiar una idea con mala intención, concentrando el pensamiento. Es muy corriente hallar entre los provincialismos de mi tierra muchos de corte árabe, y que consisten en modificaciones arbitrarias de la idea radical para añadirla varias particularidades; no me acuerdo qué verbo árabe significa «bailar en la media noche a la luz de la luna en los aduares del desierto»; como éste hay algunos en el castellano de las Alpujarras hacia abajo, hasta llegar a los límites de la provincia de Jaén, que ya hemos convenido en distinguirla por el famosísimo ronquío , que, sin embargo, para el que conoce el terreno no es tan importante como el dejo o deje con que los motrileños preguntan a todo Dios: ¿ha vistosté er Cristo der postiguiyo...? El Cristo del postiguillo es lo grande de Motril, como en Toledo no es tampoco cosa de todos los jueves el de las enagüillas. Pero bueno está lo bueno y no abusemos de la filología, que es cosa seria, ni nos familiaricemos con las cosas santas, que lo son muchísimo más.

Está predestinado que no pueda hoy meter baza en el importante asunto de mis trabajos más o menos literarios. Si tuviera título elegido te lo copiaría, pues por él formarías idea por lo pronto; pero es el caso que no lo he fabricado aún. Éste podría ser algo así como «El maestro restaurador de sociedades desvencijadas»; pero ya te digo que lo he dejado para el fin. El primer título que se me ocurrió fue Cánovas-sive-De restauratione; pero no me pareció luego bien porque particulariza demasiado, y lo dejé para que brote espontáneamente. Después de todo, para una guasa sin pretensiones trascendentales, no hay que pensar mucho. Lo mejor sería hacer como con los chicos de la gente pobre, ponerle el nombre del día que nace. Quiere decir que el día que concluya de parir miro el almanaque, y si leo San Roque, pongo: «D. Roque Pérez, astuto viajero andaluz y domador de pueblos salvajes, etc., etc.»




ArribaAbajo- XII -

16 Septiembre 1893.


Para que no tomes por omisión intencionada lo que fue sólo aplazamiento impuesto por la falta de espacio, empiezo hoy esta carta por donde tú deseas, aprovechando la salida del cónsul para el campo, desde donde espero no volverá hasta fines de mes. Este viaje ha retrasado el mío a Bruselas, donde de todos modos no podré vivir oficialmente, porque el cónsul teme que me roce demasiado con la Legación. No me ha dicho nada, pero lo ha dado a entender; y en vista de ello, aunque me vaya tendré aquí un descansadero o apeadero, que probablemente será en la rue Sanderus. De todos modos dejo el cuarto que tengo, porque los patrones son sastres y, por tanto, habilísimos en el manejo de la tijera, y ya que me roben quiero que sea sin arte o, por lo menos, que el botín se reparta entre la mayor suma de ladrones posible. En ese descansadero tendré piano, que ya he apalabrado, y el tiempo que permanezca aquí, sobre todo las horas interoficinales, lo aprovecharé para adelantar un poco en mis manipulaciones musicales.

Respecto de la obra en elaboración, no creo que has dado hasta aquí en el busilis de ella. No es la que había de llevar por título No hay tales carneros, pues ésta era de carácter filosófico pardo. También tengo otra en embrión de carácter histórico contemporáneo, llamada, si se escribiera, a hacer ronchas, no por su mérito, sino porque las levanta siempre todo lo que se refiere a política y a personalidades que viven y, sobre todo, que comen. Sin embargo, me parecería denigrante acudir a ciertos recursos de interés momentáneo para dar atractivo a lo que debe tener fines más decorosos, y me tentaría mucho la ropa antes de meterme en un terreno que ni para pasarlo rápidamente me agrada. También tengo otros materiales archivados en uno de los depósitos de mi mollera, con los cuales se podría hacer un poema doloroso titulado Apechuguemos, cuya esencia sería la representación de esa continuada transacción de intereses humanos, haciendo notar que en el fondo de todo eso lo que hay no son intereses ni humanidad, sino estupidez innata, falta de voluntad y sobra de apetito. Claro está que al hombre no se le aplica, como a la bestia que no quiere tirar por buenas del carro atascado, una paliza brutal para que se convenza de su sinrazón y apechugue con su carga; pero analizados a conciencia varios elementos importantes del vivir, nos quedamos con la verdad escueta de que, exceptuando Diógenes y algún otro, no ha habido quien viva según creía que debía vivir, siendo la historia de los hombres una indecente claudicación de los principios racionales y del convencimiento personal ante la imposición exterior, ante la fuerza ciega, directriz del mundo, providencia, especie, instinto, medio viviente o como se la llame en cada uno de los órdenes de la vida.

Aunque todo este preámbulo no trata de la obra en discusión, sirve para revelar cuáles son los caminos por donde ando metido, pues de todo lo dicho, más quizás que de la explicación que te dé, sacarás en claro lo que deseas conocer. Porque así como de todos estos proyectos anteriores tengo precisa y completa idea y hasta palabra o título para expresarlos, de la obreja que estoy ya a punto de acabar no tengo más que un recuerdo confuso, y a derechas no sé lo que quiere decir ni sé cómo se ha de llamar. Y no lo tomes a broma. He ido escribiendo a lo que salga, y sólo he corregido en segunda lectura algunas palabras y conceptos demasiado brutales; he metido las cuartillas en la cómoda, y allí están esperando a sus compañeras. Veremos si en lo que queda de mes acabo la faena, que no es pequeña para mí hilvanar más de cuatrocientas cuartillas de letra menuda. Y ya que te digo esto, desearía que me hablaras algo sobre el berengenal ese de impresores y precios y demás cosas que se rozan con el arte editorial, si es que lo hay, del que yo no sé una bendita palabra. A N*** le escribí ayer contestando a una carta en que me da cuenta de su casamiento, luna de miel, felicidad conyugal, etc., etc., y le hago también algunas preguntas sobre la imprenta en Granada, con motivo de decirme él que va a publicar un tomo de artículos; Hojas secas del árbol infecundo de mi imaginación las llama él. Y antes de cerrar la interrupción, te diré que me pregunta por ti y que me envía sus recuerdos para que te los reenvíe.

Aunque tenga idea tan enmarañada de mi engendro, te pondré en autos como mejor pueda. Los componentes son dos: primero, un hombre que debe tener, y quizás no tendrá, algo del espíritu aventurero de nuestros buenos tiempos; un abogado que se dedica a comerciar y a dar testarazos por la corteza del globo; amante de su patria, pero con la particularidad de que la ama más cuanto más se aleja... No sé cómo se llama, pero me hace falta un nombre castizo español y que al mismo tiempo sea vulgar y no chabacano. El nombre que le sirve en la obra es Arimi, orador en la lengua del país en que entra en acción. Segundo, una nación de seres racionales, que no es muy conocida aún de los exploradores, que tiene ciertos elementos de cultura, pero que parece ser que necesita alguien que la civilice y que restaure todas las fuerzas vivas, etc., etc. Esta nación es Maya; está poblada por gente morena, tirando a negra, y casi casi podía gallear con España antes de la restauración.

Ni el aventurero ni la nación importan para mi cuento; pero como no se edifica en el aire, hay que presentarlos y trazar por lo menos los perfiles del uno y de la otra. Una vez que esto está adelantado y que Arimi se ve en posesión, por arte de birlibirloque, del poder supremo de la nación, por un imbécil llamado Mujanda, que parece hecho de encargo para ser rey constitucional, viene lo esencial de la obra, que son las reformas, las innovaciones civilizadoras que nuestro compatriota introduce en todos los ramos: instituciones, poderes, industrias, artes, costumbres, nada queda libre de su influencia. Si la obra tiene algo dentro (là dedans), debe estar ahí en esa civilización impuesta a contrapelo, y cuyo fin aún no sé cuál va a ser, aunque ya lo tengo medio hilvanado. El tono debe ser serio con tendencias a la guasa, y guasón con tendencias a la seriedad; pero no me fío de mi equilibrio para sostenerlo, y además temo que resulte el pastel con aire extravagante, porque las necesidades del asunto me han elevado a tratar materias demasiado ridículas. Así, por ejemplo, cuando transformo el sistema parlamentario (que lo había en el país, aunque imperfecto) para utilizar el edificio antiguo, creo un lavadero público y tengo que inventar el jabón y enseñar a lavar a las mujeres del país. De esta reforma, aparte de la limpieza consiguiente, salen la mar de adelantos. Así también, para reformar la agricultura, tengo que introducir los riegos y abonos, y de aquí salen mil zarandajas nuevas, como reformar la religión para introducir como elemento nuevo la santificación de los estiércoles, y tengo que crear un estercolero nacional en el palacio del rey, único medio de atraer a los súbditos a que localicen su funcionamiento. Otra serie de reformas y de progresos colosales nacen de la invención de las lamparillas de aceite y velas de sebo y de la institución del alumbrado público. Así por el estilo, no queda ni el rabo por desollar; ahora ando en negociaciones para hacer una fechoría con unos siervos enanos que hay en el país, y que entraron fugitivos (y esto es real) porque los árabes habían invadido su territorio. Yo admití estos pobres inmigrantes con el gran pensamiento de llenar un hueco en la república; los siervos indígenas querían ser libres, y yo les doy la libertad; pero coloco en su lugar a los recién venidos, y lo peor es que esta gentecilla da en adulterar con las mujeres del país (habrá un capítulo metafísico sobre este raro amor), que les cobran afición, y yo, velador incansable de la pureza de la raza, voy a castrarles, cosa desconocida en el país, y que una vez de moda se extiende y produce, entre otras cosas, una gran revolución, de que me propongo sacar algún partido.

Por lo dicho comprenderás que lo importante no es la trama ni los personajes que intervienen, algunos de los cuales quizás parezcan simbólicos, aunque jamás me pasó tal cosa por las mientes; si la cosa vale o no, debe buscarse en el fondo de cada capítulo y de cada serie de reformas, y en el resultado total de mi gestión gubernamental desde el momento en que entré en el país y tomé el nombre de Arimi, o sea desde que metí a mi héroe en campaña hasta que lo echen muy bonitamente fuera de la nación o él se vaya huyendo de la quema, pues de estas dos cosas no se sabe a punto fijo cuál es la que merece mayor crédito.

Dime qué te parece el tal feto, si es que por lo dicho te formas idea de lo que sea y de lo que deba ser, siempre con esa imparcialidad crítica que te reconoces.




ArribaAbajo- XIII -

21 Octubre 1893.


Hoy es el día de mi santo, y lo hago constar porque creo que es la primera vez que caigo en la cuenta. Lo ordinario es que lo recuerde después que pasó o que lo pase por alto. Ya que no sea posible esperar ningún extraordinario, y sí la ración de aburrimiento diaria, después de meterme entro pecho y espalda unos cuantos ejercicios y lecciones de piano, tomo la pluma y empiezo a contestar a tu LXXI causerie, dedicada desde la cruz a la fecha a hacer suposiciones críticas sobre mi libro.

La principal dificultad para hacerlo como es debido está en que no tengo idea exacta de él; me pasa casi lo mismo que a ti, y ya puedes comprender si es peliagudo discutir de una cosa que ni el defensor ni el impugnador conocen a fondo. Debes haber conocido algún ejemplar de esas mujeres que se casan tarde y sueltan una o dos crías por año para aprovechar el tiempo; pues a mí me ocurre algo parecido, es decir, me ocurriría si me dejara llevar de mis ímpetus. Recogido dentro de mí mismo por falta de medios de comunicación, todas las fuerzas se gastan en cavilar y en barajar ideas y planes, de algunos de los cuales ya te dí cuenta. De entre éstos hay uno que me «gusta extraordinariamente», y que exigiría varios años para darle cuerpo; no porque el cuerpo hubiera de ser grande, sino por la rareza de su hechura, y sobre todo porque habría que afilar uno a uno los conceptos para que llegaran adonde debían llegar. Para esta obra necesito nada menos que (no es blague) estudiar a fondo los profetas, especialmente Jeremías, Platón y los satíricos españoles, en primer término tu favorito Quevedo. Y ahí tienes tres nombres, que para la generalidad sonarán así reunidos a disparate, y que, sin embargo, son como las tres patas del trípode o los tres tercios de la unidad. Pero ocurre muchas veces que quiere uno hacer una cosa y empieza por hacer otra muy distinta, y no por necedad, sino por exigencias lógicas. En las tierras incultas, antes de sembrar hay que roturar, desecar, desarraigar, hacer varias operaciones, según los casos, que son imprescindibles, pero que, por lo pronto, no dan fruto. También puede ocurrir que en medio de la haza haya un enorme peñón que cubra una gran parte de ella, y convendrá sacar el peñón antes de pasar adelante. Como al que cuece y amasa de todo le pasa, a ti te habrá pasado esto de atravesársete una idea o un asunto complicado en medio del cerebro e impedirte el libre movimiento de los demás. En tal caso no hay más remedio que quitar el estorbo, procurando si es posible que ya que se han de gastar fuerzas en ello, no se pierdan del todo. Cosas inútiles hay que cambiadas de lugar se convierten en utilísimas, y cosas perjudiciales que se convierten en inofensivas o beneficiosas. He aquí por qué lo que yo traigo entre manos no ha sido cosa de mi gusto, y por qué no me he enterado bien del caso, ni puedo enterarme, pues siempre que intento releer lo escrito me sobrecoge un dolor de cabeza y un raimiento de estómago que no puedo resistirlos.

No se trata de una obra ideada con intención (aunque al parecer obedece a malas intenciones), de un libro necesario ni propio para dar fama y dinero. Creo haberte dicho claramente que ni siquiera pondría mi nombre, y que se trataba de un trabajo de apretar para echar fuera un peso fatigoso y para quedar expedito y desembarazado. Ahora se te ocurrirá preguntar dos cosas: primera, que por qué no echo fuera el embrión de la mejor manera posible y lo tiro al cesto de los papeles viejos; y segunda, que cómo me ocurrió quedarme preñado con tan mala ventura; y yo te contestaré a lo primero que en el arte dan muy mal resultado los abortivos, y que hay que parir por sus pasos contados. Y nada tiene de particular que cuando se pare con tantas molestias se tome cierto apego instintivo a la cría. ¿No hay quien guarda las piedrecillas que le sacan de la vejiga y se las enseña a todo el mundo? ¿Yo mismo, no tengo guardados en una caja una porción de huesos que me sacaron de distintas partes del cuerpo, y más de una vez los he sacado a relucir? Estamos oprimidos por instinto de la propiedad, y la propiedad que nos ha costado algunas penas y fatigas nos subyuga y llega a formar parte de nuestro organismo.

Lo más curioso es saber cómo se verifican en el espíritu esas fecundaciones espontáneas, esas concepciones caprichosas independientes de nuestra voluntad y de nuestro entendimiento. He aquí las dos ideas simples que han producido la combinación: cuando se vive alejado de la patria se sufre, sin saber cómo ni por qué, una serie de accesos psicológicos, que a los unos les extranjeriza y les hace menospreciar a su país, y a los otros les excita el patriotismo y les hace mirar con malos ojos lo extranjero. Hay una aclimatación espiritual distinta de la fisiológica, y hay individuos que no son aptos para la primera, y yo soy uno de ellos. Los que aman las cosas a bulto, todo lo encuentran casi igual; ciertas diferencias en la construcción, algunas en la cocina, más frío o más calor, trato más o menos abierto; los que contemplan el espectáculo humano con ojos filosóficos suelen hallarlo todo igual y encontrar tan despreciable lo de arriba como lo de abajo. Pero hay otra contemplación que a veces se impone: la patriótica, que, en suma, no es más que una comparación entre lo que vemos, bueno o malo, sin pasión y lo que hemos visto durante el período de nuestro desarrollo psicológico, lo que hemos amado y nos hemos asimilado, malo o bueno, para vivir. Yo siempre he entendido por patria esto: la cantidad de medio que de pequeños nos hemos asimilado y que forma parte latente de nuestro ser físico y casi todo nuestro ser psicológico. Resultado de estos accesos de patriotismo es una revolución en el modo de juzgar cosas y personas. Se encuentra uno a distancia, todo parece más pequeño y vago, y la comparación abarca mayores distancias. ¿Querrás creer que casi todos los días se me presentan unidos los nombres de Sagasta y Gamazo, Cisneros y el Canciller Pero López de Ayala? En literatura ocurre que sin querer busca uno la ilación y considera como buenos o malos a los escritores, no en comparación unos con otros dentro del período presente, sino atendiendo a sus conexiones con los que les precedieron. Esta es una de tantas pruebas de la necesidad de ponerse a honesta distancia para juzgar bien. Descendiendo, descendiendo, llegan algunos a revolverse en el cieno (en el famoso cieno de Degetau y González), sin notar la diferencia entre el punto de partida y el de llegada.

Desde que empecé esta carta hasta hoy han pasado la friolera de diez días, los cuales se han ido en lágrimas y en otras ocupaciones peores. Las lágrimas han sido motivadas por un catarro de principio de estación, pues ésta es la única cosa en el mundo que me puede a mí hacer llorar. He pasado cuatro o seis días incapacitado para ver, oír, oler y gustar, quedándome sólo el tacto libre. Así es que el piano ha salido ganando. Con cuatro catarros como el pasado (y no del todo) adquiero una digitación digna de Portal o de cualquier bruto por el estilo y rompo media docena de teclados. Lo otro que me ha molestado ha sido la búsqueda, que diría el centralista R. Navas, de datos estadísticos para usos reservados. Parece que desde que yo vine se han conjurado todos los centros oficiales contra éste, y no pasa mes sin que me cuelguen algún trabajo de confianza. Quizás antes hubiera las mismas exigencias y nadie las atendería por no saber manejar estadísticas y legajos viejos, pero ahora ha cambiado la decoración. De algo han de servir los conocimientos facultativos que adquirí en mi famosa biblioteca. Todavía no he salido de este mal paso, y creo que aún me quedará faena para una semana.

Empalmando mi relación, te diré con brevedad que además del patriotismo histórico (no confundamos con la patriotería de los que no quieren pagar contribuciones y luego gritan ¡a Marruecos!, ¡canalla infame!) ha entrado en juego en el «sistema de mis ideas» el africanismo, que es algo más de lo que parece. No se trata de excursiones ni de exploraciones, ni de civilización y colonización, sino del valor que el elemento africano tiene y tendrá en la historia futura de Europa. Bajo la tutela europea, y prohibida la trata, es seguro que los negros se multiplicarán asombrosamente. Al mismo tiempo no ha de ser difícil que aprendan mucho, casi todo lo que les enseñen los europeos, y pudiera ocurrir, y a mi parecer ocurrirá, que sean un peligroso concurrente en producciones naturales e industriales, que siendo más, más fuertes y menos exigentes, se hagan dueños de la situación. En América se establecieron los europeos e hicieron una segunda edición de Europa; pero en África el elemento indígena es indestructible, fecundísimo, y aun los colonos europeos lo favorecen. Pudiera ser que dentro de dos, de cuatro siglos, nosotros quedáramos arrinconados como Asia y pasara el centro de la nueva vida a África; de Asia hemos recibido nosotros casi todas nuestras ideas, y con ellas hemos establecido organizaciones nuevas y hemos cortado el movimiento de expansión asiática; algo así podría hacer África con nuestras ideas. Por lo menos nadie negará que el pensamiento no sea razonable y posible, especialmente desde que está de moda el sufragio universal y todo se arregla en votación más o menos ordinaria. Y donde se demuestra con más claridad nuestra positiva decadencia, es comparando el papel que otros desempeñamos en otro tiempo en estos asuntos y el que desempeñamos hoy. Nosotros, los que más debíamos pensar en las cosas africanas, que quizás con el tiempo podrían ser nuestras propias cosas, no sabemos hoy de la misa la media de lo que ocurre, mientras no hay nación de Europa que no meta baza en estos asuntos y no procure sacar astilla por lo que pudiere tronar. De aquí que no pudiendo intervenir, como no podemos materialmente, se me haya ocurrido a mí intervenir con la pluma, y como tampoco era posible hablar de lo que no se conoce de visu, he tenido que suponer un escenario y echar mano de algunos ingredientes para componer el tan necesario sabor local; de donde resulta que la forma exterior de mi composición es africana y el fondo es africanófilo, puesto que rompo una lanza, no en defensa de nadie, sino contra ciertos procederes absurdos que me parece que se siguen por querer sacar las cosas de quicio. No hay intención alegórica, aunque siendo en lo esencial iguales los hombres de todos colores, lo que se dice de los blancos puede venir de perlas para los negros, y viceversa. Todo esto te parecerá un caos y supondrás que una cosa que nace de orígenes tan embrollados y tiende a fines tan diversos no puede ser buena, ni siquiera pasadera. Así lo creo yo también; pero por ahora lo que me interesa es acabarla para quitarme el peso de encima, y después me dedicaré a otras cosas de más jugo.

Creía en estos días recibir carta tuya; pero debe haberte ocurrido lo mismo que a mí, con tanta más razón cuanto que te supongo casi enganchado en el regimiento que va a formar tu ex-alcalde señor Navas. Tengo por seguro que comulgarás con El Imparcial y que arderás en entusiasmo patriótico, pues otra cosa no se puede esperar de tan legítimo español como tú. Si quieres que te diga la verdad, esas salidas de tono que ahí producen efecto muy deplorable, en el extranjero le causan bueno, y contribuyen a que se consoliden nuestros derechos a intervenir en Marruecos el día que llegue la hora de la disolución. La opinión se va formando poco a poco, y tanto se repite una idea que al fin llega a parecer natural hasta a aquellos que la creyeron al principio irrealizable. Por estas veinticuatro horas, la opinión exterior, esa que se siente, aunque no se vea en letras de molde, es que España está llamada a intervenir más tarde, no siendo hoy posible porque no estamos preparados ni tenemos prestigio para que las demás naciones nos hagan el caso debido.

Si España tuviera fuerzas para salir de la tregua actual, que la obliga a restaurarse por los cuatro costados antes de decir esta boca es mía, y pudiera inclinarse a cualquier grupo de los que están en Europa arma al brazo, nuestra intervención en Marruecos era cosa de éxito seguro. Pero yo creo que ni en cincuenta años nos conviene todavía cargarnos con ese fardo tan pesado y con las obligaciones que traería consigo. Y claro está que no siendo posible ir al fin, será casi inútil todo lo que se haga. Será una demostración nueva de nuestra intención, pero resultado práctico ninguno.

Y a todo esto falta un detalle importante, y es que entre tanto como se habla y se chilla no suena ninguna «voz de hombre», del hombre que haya de hacer eso. Tal vez una buena escaramuza sacará a luz algún desconocido. Del elemento civil no hay que hablar. Cánovas sería mejor para el caso, pues en Sagasta no creo que se pueda pensar para asuntos gordos. Y aun Cánovas tiene la desgracia de verlo todo demasiado negro, sin contar con que en España no llegaremos nunca a ninguna parte por pasos contados; hay que dejar siempre el 50 por 100 a la casualidad, que en los trances de apuro suele estar de nuestra parte.



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