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Erudición y montaje actual de los clásicos

Domingo Ynduráin





Una vez más se plantea en estas jornadas el polémico tema que da título a esta ponencia. Me ha parecido conveniente anunciar desde el principio la controversia e, incluso, insistir (mediante el término erudición) en las connotaciones negativas que la alternativa filológica lleva consigo. Espero con ello eliminar las ambigüedades y, en cieno modo, las reticencias.

Como otros años, en Almagro y en otros lugares, el enfrentamiento y las discrepancias han ocupado demasiado tiempo y han sido suficientemente desarrolladas, creo que lo más útil es aventurar una especie de guión en el que se recuerden y, quizás, se fijen, los puntos en los que hay acuerdo básico (con todas las matizaciones necesarias), y se den las razones eruditas y no eruditas para aquellos otros en los que el desacuerdo subsiste. Está claro, entonces que me tomo la libertad de interpretar y exponer las opciones de los «hombres de teatro», sin ser uno de ellos; la consecuencia inmediata es que mi personal perspectiva puede alterar el sentido de los planteamientos ajenos; la deformación, es, en efecto, casi segura, pero no tiene mayor importancia porque ilustra, por un lado, las deficiencias de mi comprensión del teatro como espectáculo actual, y, por otro, da pie al coloquio donde se podrán corregir las desviaciones concretas, en lugar de divagar sobre supuestos, reales unas veces, ficticios otras.

1. Algunas personas parecen creer que los eruditos, filólogos o como quiera que se nos llame, tenemos tal temor reverencial ante los textos clásicos que cualquier alteración nos escandaliza. Así, pues, lo primero que debe quedar claro es que eso no es así; no hay, por lo general, fetichismo ni superstición frente a las obras y autores consagrados por la cultura. Esas actitudes corresponden más bien a quienes no están familiarizados con la materia y parecen temer que cualquier cambio en la letra o el espíritu de la obra que sea les eche abajo todo el tinglado; tinglado que -dicho sea de paso- identifican con unos valores ideales, inmutables y eternos que les resultaría muy difícil de concretar, si tuvieran que hacerlo.

Sin embargo, un planteamiento histórico de la literatura (o del espectáculo) teatral no tropieza con esos escrúpulos: los fenómenos tienen su lugar, mejor o peor conocido, en la historia, y lo que venga después es otra historia. O, dicho de manera clara, por lo que a mí respecta el montador actual de un clásico puede hacer con él lo que le pete, sin más; puede utilizarlo, manipularlo, dinamitarlo... da igual, el clásico sigue ahí exactamente igual que antes. Por ello, el tratamiento actualizador debe ser juzgado desde el resultado, no por el origen textual. La ironía, el contraste, la alternativa, etc., respecto al texto base puede dar lugar a valiosos hallazgos artísticos y añadir un eslabón a la historia.

En cualquier caso es un factor que debe ser tenido en cuenta.

2. Las condiciones materiales en que se desarrolla nuestra vida teatral disculpa a quien monta un clásico para obtener una subvención del ministerio correspondiente, aunque no le interesen lo más mínimo esas obras y, en consecuencia, las retuerza -como venganza y consolación sustitutoria- el pescuezo. Lo mismo se puede decir de todas las modificaciones que arrancan de la falta de escenarios, trajes, compañía, tiempo o cualquier otra miseria habitual. Pero esto no es algo que deba ser discutido como problema teórico, sino simplemente constatado y comprendido.

3. Los posibles escollos comienzan cuando, solventados utópicamente, los dos primeros puntos, se pregunta con la mayor ingenuidad: ¿para qué se monta actualmente un clásico? La respuesta inevitable, una vez soslayados -repito- los problemas del punto primero y segundo, es: porque esa obra ofrece contenidos valiosos para el espectador actual. La respuesta, como todas las respuestas perogrullescas sólo sirve para que las dificultades se presenten de manera más acuciante. Y, en efecto, a la hora de responder de verdad, es decir, cuando hay que concretar de qué contenidos se trata y por qué son valiosos, las posibilidades se hacen infinitas; ahora bien, cabe señalar dos direcciones fundamentales. Una de ellas se dirige a resaltar los elementos de las obras que coinciden o recuerdan con las preocupaciones y la sensibilidad contemporánea.

La otra señala, por contra, lo ajeno, lo que pertenece a otra cultura y a otro momento histórico y social, presentando como valor de la obra el que sirva como vía de acceso a un mundo diferente. Ya veremos esto más despacio; antes hay que atender a otros aspectos.

En cualquier caso (y prescindiendo ahora de los posibles valores comunes a las dos direcciones señaladas, como pueden ser el estilo, plasticidad, etc.), lo cierto es que nos encontramos ante dos actitudes que, en principio, declaran interesarse y partir de un texto (clásico): ese texto no es ya, o no es ya sólo, un pretexto o un medio para llegar a otra cosa; el objetivo del montaje o del estudio erudito es el texto x; por unas u otras razones o motivos, el objeto es el mismo para el hombre de teatro y para el erudito. Si esto no se acepta, estamos en el caso del punto 1 o del punto 2. Pero si se acepta este punto de partida parece claro que lo primero es aceptar también el texto, es decir, admitir que el texto dice lo que dice, no lo que nos gustaría que dijera, o lo que hemos entendido. A partir de este momento, la reconstrucción histórica y arqueológica resulta, a mi entender, indispensable. Que el resultado del trabajo aleje el texto de la actualidad es un riesgo que hay que correr, y soportar; que en algunos casos nos permite acercarnos al contenido real de la obra, me parece indudable. De cualquier forma, esa comprensión (con todas las carencias y errores normales) será el verdadero punto de partida para montarla o no montarla, para matarla o no matarla, y para hacerlo de una u otra forma.

4. Incluso estoy por decir que esa lectura es el arquetipo del que depende cualquier montaje, tanto el respetuoso como el dinamitero en tanto en cuanto trata de dinamitar esa obra y no un fantasma (aunque también se puede, pero ya no sé si merece la pena, dinamitar fantasmas culturales). Además, las sucesivas interpretaciones de una obra a lo largo de la historia remiten a un mismo texto, como es obvio; son interpretaciones de un mismo hecho que es el común denominador de todas ellas.

En definitiva, con altibajos, con avances y retrocesos, el historiador pretende llegar a una comprensión científica, objetiva de los textos literarios, lo cual, aunque de un arte se trate, es perfectamente posible y a ello hay que aspirar. El director intenta comunicar ese texto a unos espectadores; por ello el montador actual que ignore lo que se sabe de la obra en cuestión (y de su mundo) está ignorando la realidad y trabajando en el aire y sin red. La arbitrariedad como sustitución ocultadora de la ignorancia sólo por casualidad puede dar resultados aceptables. Los ejemplos negativos son tan abundantes que no merece la pena citar ninguno.

5. La representación concreta de un texto, sin embargo, indica a los eruditos que las variables fuera de control son infinitas: la concreción que impone un actor en un gesto, en su tono de voz, son elementos imprescindibles y siempre diferentes; lo cual indica que (dentro de ciertos límites) no hay un arquetipo absolutamente definido, sino una serie de posibilidades e interpretaciones. Y no sólo se trata de aceptar este hecho, también hay que reconocer lo poquísimo que sabemos de esta cuestión unos y otros, al menos por lo que respecta a nuestros clásicos. Recordaré solamente que muchas obras, se escriben para Jusepa Vaca o Juan Rana, como después para Conchita Montes, lo que indica que los actores y las compañías eran un factor esencial en el resultado y significación de la obra, aunque hoy no sepamos nada de cómo operaban.

Lo mismo hay que decir del montaje como conjunto: descubre tonos, equilibrios, correspondencias, etc., que en la lectura pueden pasar desapercibidos o ser mal interpretados. Un hecho significativo: la gracia y la frescura que se descubre en algunos clásicos cuando se montan con alegría, como un festejo, lejos del encogimiento y la rigidez que sobrecoge habitualmente a muchos directores. Es entonces cuando se descubre una faceta o aspecto del teatro normalmente oculto a los secos eruditos: la vivencia. Si se me permite un ejemplo personal, obtenido de carambola, recordaré lo que me ocurrió con El gran teatro del mundo: después de haberlo editado, vi aquí, en Almagro, un vídeo de la obra; como el vídeo era en blanco y (sobre todo) negro, y el director había echado mano de la danza de la muerte y otros elementos siniestros, el resultado era algo así como una película de F. Lang, uno estaba esperando que de un momento a otro apareciera el malo; pero el malo no aparecía. Fue entonces cuando me di cuenta que ni la Muerte ni el Demonio (apenas la Carne) eran personajes de El gran teatro del mundo. Sorprendentemente, Calderón había prescindido de ellos, con lo que si no eliminaba, al menos atenuaba los elementos más tristes y desagradables. Es, sin duda, porque un auto es una celebración festiva, cosa bien sabida por otra parte pero que hasta el momento en que vi el montaje yo no había percibido con esa claridad.

En definitiva, hay que defender la dependencia recíproca texto-montaje.

6. la dependencia recíproca no sólo estriba en lo apuntado en el párrafo anterior. El estudio teórico es el punto de partida pero se manifiesta de un modo mucho más evidente en la práctica; en primer lugar, recordando que, salvo excepciones, el teatro clásico es una práctica: está destinado a la representación antes que a la lectura. Desde ese momento la visualización se hace imprescindible, lo mismo que la sonorización, etc. Pero cuando el director actual comienza su tarea es el momento en que se presenta la necesidad de elegir o, si se prefiere, de eliminar. Y también la de transformar o traducir el lenguaje en signos no codificados.

7. En el punto 3 señalaba los dos caminos que me parecían fundamentales en el tratamiento de las obras clásicas; naturalmente que no son los únicos, y caben combinaciones entre ambos, situaciones intermedias, etc.

En una situación ideal, el público conocería las convenciones de las obras clásicas, desde el lenguaje hasta el contexto histórico, pero como eso no es así, hay que «traducir» determinadas palabras, expresiones, colores, trajes, referencias culturales, etc., para que resulten inteligibles al público que acude, no a los corrales, sino a los teatros de hoy.

A mi entender, esas adaptaciones o supresiones son legítimas siempre que no se desvirtúe el sentido de las situaciones o el de la obra como unidad. El equilibrio y los límites son difíciles de precisar. Lo que, en cualquier caso, me parece inaceptable es que por mantener, por ejemplo, un conflicto de poder (posibilidad actual) se sustituya el enfrentamiento villano-noble por el de burguesía-proletariado, porque son cosas muy diferentes y lo más probable es que se rompa la red de convenciones que sostiene la construcción dramática, presente en todos sus aspectos e implicaciones. Es un ejemplo obvio y fácil por lo repetido; lo mismo ocurre con la transformación de una dama activa y voluntariosa en una sufragista.

Creo que el motivo de discusión en esos casos de adaptación manipulada no reside tanto en el «respeto» al texto como fetiche cultural como en un mínimo de coherencia exigible a quien presenta una obra: el escollo se salvaría cambiando simplemente el nombre del autor o añadiendo «versión libre de», «inspirado en» o cualquier otra fórmula semejante; no se debe ofrecer una cosa y dar luego otra diferente, salvo que se haga para obtener una subvención. Probablemente la cosa no tiene mayor importancia pero resultaría útil y cómoda (como convención metodológica) porque así se eliminarían de entrada toda una serie de reparos, críticas, denuncias, etc., y podríamos dedicamos a discutir de cosas más interesantes.

No obstante, y para bien o para mal, según los casos, la presencia del texto base y la idea que de él tiene el público seguirá estando presente como punto de referencia o contraste: el director debe tenerlo en cuenta.

8. En el origen de la tendencia a actualizar los clásicos creo ver una peculiar manera de entender las obras literarias; me refiero a la que centra el interés de los textos en la anécdota o argumento, de manera que la importancia y el valor residiría en la historia, en lo que se cuenta, todo lo demás no es, para este tipo de lectores, más que adornos o vestiduras con que se embellece o disimula el cuerpo del relato. De aquí arranca la posibilidad de transformar los adornos para hacer la obra más inmediata y próxima, o de eliminar las vestiduras- para ofrecer la esencia intemporal del conflicto.

De esta manera es posible hacer tantas versiones de Romeo y Julieta como se quiera; para ello basta situar a los enamorados en dos comunidades enfrentadas. Como no faltan ni unos ni otras, la cosa no tiene mucho misterio; y suele dar buenos resultados cara al público.

Hasta cierto punto, ese tipo de actualización se ha visto favorecida y justificada por los estudios morfológicos de las fábulas y los cuentos, me refiero a los que reducen cualquier obra a una serie de factores inmutables e iguales; funtor, actante... La literatura es entonces una especie de ars magna combinatoria, y todo se reduce a una serie de silogismos escolásticos.

En el fondo de ese (pseudo) estructuralismo hay una concepción histórica de la realidad: bajo circunstanciales y accesorias diferencias de aspecto, la esencia de los problemas e intereses humanos es siempre la misma (lo cual, dicho sea entre paréntesis, implica que se trata de problemas irresolubles por definición, eternos). Así pues, basta mantener lo esencial e incluso devolverle su forma primigenia alterada por presiones exteriores -como puede ser la censura-, para que resplandezca la Idea original, germen de la obra concreta.

No es necesario glosar las implicaciones ideológicas de tal posición, que puede darse tanto en concepciones tanto en concepciones marxistas como psicoanalíticas o cualesquiera otras. Únicamente me interesa ahora recalcar el ahistoricismo.

9. Los que creemos que la cultura es un proceso histórico no podemos prescindir de la perspectiva histórica. Por descontado, hay sensaciones básicas tales como el hambre, el miedo, sexo, poder, etc., pero lo que ofrecen las obras de arte no son esos impulsos elementales, en estado natural, sino la transformación cultural (decir ideológica sería simplificar demasiado) de esos impulsos. Esto supone que en la expresión literaria todos los elementos son solidarios, de manera que no se puede desgajar una veta para presentarla suelta (que en el análisis se haga así, es otra cosa); la forma no es algo adventicio añadido al fondo. En consecuencia, alterar las formas es privar al receptor de las claves estéticas y significativas mediante las cuales la obra adquiere sentido; es dar una obra diferente.

El mundo antiguo es, para nosotros, un mundo ajeno cuyo sistema hay que reconstruir y aprender; lo cual implica un esfuerzo que a mi manera de ver las cosas merece la pena. Las razones por las cuales merece la pena son muy variadas. En primer lugar, quizás, se debería colocar la fruición estética, la satisfacción intelectual que se obtiene. Pero si se prefieren motivos menos «desinteresados» (compatibles con los anteriores) cabe hablar de la perspectiva histórica que se le impone al espectador que va al teatro clásico, tanto si entiende y gusta de la obra como si no. El efecto revulsivo de enfrentar a determinados espectadores con esos clásicos tan respetados en teoría pero que tan ajenos y distantes les resultan cuando se acercan a ellos es un resultado que me parece importante.

En una palabra, es una lección de relativismo con la que se pone de manifiesto la provisionalidad de cualquier sistema, lo cambiante de los valores más arraigados en la sociedad y los individuos. Es un buen antídoto contra la tendencia a considerar inmutables nuestras creencias.

Lo difícil es hacer entrar al público en ese juego, porque el público se resiste con uñas y dientes a que se tambalee la supuesta seguridad de los cimientos sobre los que se asienta su vida social: la presencia de otras bases tan sólidamente aceptadas y defendidas como las suyas, introduce un elemento de distorsión y desasosiego. En último término no le quedará otro remedio que rechazar los valores de esas obras, con lo que el resultado habrá sido el mismo: resquebrajar las concepciones monolíticas, dogmáticamente establecidas. Por el contrario, actualizar los textos y problemas es reafirmar el sistema existente y repetir lo sabido y aceptado.

Lo expuesto es estos papeles peca de esquemático; a veces resulta demasiado simple, y otras falto de concreción, desprovisto de ejemplos ilustrativos. Se deberían haber matizado muchos aspectos, desarrollado otros, ponerlos en relación con la práctica... Todo esto es cierto pero confío en que de cualquier modo (y con suerte) sirvan de guión para entablar el coloquio.





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